Cuando Louis abandonó el edificio de la terminal del aeropuerto internacional de Bangor, un manto helado pareció caer sobre su mente. Entonces comprendió que estaba decidido a llevar a cabo su plan. Su cerebro, que había sido lo bastante capaz como para permitirle seguir la carrera a base de becas y de lo que ganaba su mujer sirviendo café y pastas en el turno de 5 a 11 de la mañana, seis días a la semana, se había hecho cargo del problema y se disponía a resolverlo desglosándolo en etapas, como si se tratase de un examen: el más difícil que se le había planteado en su vida. Y era un examen que él pensaba superar con la nota máxima, cien sobre cien.
Louis se fue a Brewer, la pequeña ciudad situada en la margen opuesta del río Penobscot. Encontró un hueco para aparcar frente a la ferretería Watson.
—¿Qué desea? —preguntó el dependiente.
—Una linterna grande, de las cuadradas, y algo con que hacer una caperuza.
El dependiente era flaco y bajito; y tenía la frente ancha y los ojos muy vivos. Sonrió, pero de un modo poco agradable.
—¿De caza, amigo?
—¿Cómo dice?
—Que si va a cazar gamos esta noche con la linterna.
—Nada de eso —respondió Louis, muy serio—. No tengo licencia de caza.
El dependiente parpadeó y luego optó por tomarlo a risa.
—O, dicho de otro modo, que me ocupe de mis propios asuntos, ¿eh? Bueno, no tengo caperuzas para esas linternas grandes, pero puede ponerles un trozo de fieltro con una ranura. Así la luz no será más que una raya.
—Magnífico —dijo Louis—. Gracias.
—No hay de qué darlas. ¿Alguna cosa más?
—Pues sí —dijo Louis—. Necesito un pico, una pala y un azadón. La pala, de mango corto y el azadón, de mango largo. Tres metros de cuerda gruesa. Un par de guantes de jardinería. Y una lona impermeabilizada, de tres por tres.
—Todo eso lo tenemos —dijo el dependiente.
—He de limpiar una fosa séptica —dijo Louis—. Por lo visto, estoy infringiendo las ordenanzas de la zona. Y tengo unos vecinos muy curiosos. No sé si me servirá de algo cubrir la linterna, pero tengo que probar. Podría caerme una buena multa.
—Oh-oh —dijo el dependiente—. Pues no se olvide de añadir a la lista una pinza de la ropa para la nariz.
Louis rio el chiste. Sus compras ascendieron a 58,60 dólares. Pagó en efectivo.
A medida que aumentaba el precio de la gasolina, los Creed usaban cada vez menos el coche grande tipo furgoneta. Además, tenía el cojinete de una rueda en mal estado y Louis había ido aplazando la reparación, en parte por no desembolsar los doscientos dólares y en parte por pereza. Ahora le hubiera convenido usar el viejo mastodonte, pero no podía arriesgarse a tener una avería. El Civic tenía el maletero muy pequeño, y Louis no quería volver a Ludlow con un pico y una pala a la vista. Jud Crandall tenía un buen par de ojos y una cabeza despejada. Enseguida adivinaría sus propósitos.
Entonces se le ocurrió que no tenía por qué regresar a Ludlow. Louis volvió a Bangor por el puente Chamberlain y se instaló en el motel Howard Johnson, en la carretera de Odlin, cerca del aeropuerto y del cementerio Pleasantview donde estaba enterrado su hijo. Se inscribió con el nombre de Dee Dee Ramone y pagó en efectivo.
Louis se echó en la cama y trató de dormir, diciéndose que agradecería aquel descanso. En palabras de un novelista del siglo pasado, le aguardaba una noche de ímprobo trabajo: el trabajo de toda una vida.
Pero su cerebro no quería reposo.
Louis estaba echado en la cama de un motel cualquiera, bajo un cuadro vulgar de barcas pintorescas amarradas a un muelle pintoresco de un puerto pintoresco de Nueva Inglaterra. Estaba vestido, pero sin los zapatos y con las manos en la nuca. En la mesita de noche había dejado la cartera, el dinero suelto y las llaves. Aquella sensación de frialdad persistía; se sentía totalmente desconectado de su familia, de su entorno habitual y hasta de su trabajo. El motel hubiera podido estar en cualquier lugar: en San Diego, en Duluth, en Bangkok o en Charlotte Amalie. Se hallaba en una especie de tierra de nadie y, de vez en cuando, cruzaba por su mente un pensamiento asombroso: antes de volver a ver aquellas caras y lugares conocidos, habría visto a su hijo.
Repasaba su plan una y otra vez. Lo examinaba desde todos los ángulos, buscando posibles fallos y puntos débiles. Y se daba cuenta de que estaba avanzando por una estrecha pasarela tendida sobre el abismo de la locura. Le envolvía un aire de locura que ponía en sus oídos un aleteo de aves nocturnas de grandes ojos dorados: iba a precipitarse en la locura.
Resonaron en su pensamiento, como en un sueño, los versos de Tom Rush: O death your hands are clammy / I feel them on my knees / you came and took my mother / won’t you come back after me?[7].
La locura. Locura alrededor, muy cerca, acechando.
Louis caminaba por el filo de la razón, repasando los detalles del plan.
Hoy, alrededor de las once de la noche, excavaría la tumba de su hijo, levantaría con la cuerda las cubiertas de hormigón, sacaría el cuerpo de su hijo del ataúd, lo envolvería en un trozo de lona y lo pondría en el maletero del Civic. Cerraría el ataúd y rellenaría la fosa. Volvería a Ludlow, sacaría el cuerpo de Gage del maletero y… daría un paseo. Eso, daría un paseo.
Si Gage regresaba, cabían dos posibilidades: una, Gage seguía siendo Gage, quizá atontado, torpe, incluso retrasado (sólo en lo más recóndito de su mente Louis se permitía esperar que Gage volviera perfecto, tal como era; pero incluso eso era posible, ¿no?), pero su hijo a pesar de todo, el hijo de Rachel, el hermano de Ellie.
La otra posibilidad: que de los bosques surgiera una especie de monstruo. Había aceptado ya tantas cosas que no le chocaba la idea de los monstruos, demonios y espíritus malignos del otro mundo que se apoderaban de un cuerpo resucitado que había sido abandonado por su alma primitiva.
En cualquier caso, él y su hijo estarían solos. Y él…
«Haré un diagnóstico».
Sí. Eso haría.
«Haré un diagnóstico, no sólo de su cuerpo, sino también de su espíritu. Tendré que descontar el efecto del accidente en sí, que él quizá recuerde. A la vista del ejemplo de Church, estoy dispuesto a esperar una cierta subnormalidad, quizá leve o quizá profunda. Según lo que observe durante un período de veinticuatro a setenta y dos horas, juzgaré la posibilidad de reintegración de Gage en la familia. Y si la deficiencia es muy grande —o si vuelve como al parecer volvió Timmy Baterman, convertido en un engendro del mal— lo mataré».
Entonces descubrió que había llegado aún más lejos en su planteamiento de una y otra posibilidad.
Como médico, se consideraba capaz de matar a Gage, si Gage era sólo el envoltorio de otro ser. No se dejaría disuadir por súplicas ni artimañas. Lo mataría como se mata a una rata que lleva la peste bubónica. Y sin caer en el melodrama. Un comprimido diluido, o dos, o tres. O una inyección, si fuera necesario. En el maletín tenía morfina. A la noche siguiente, volvería a llevar el cuerpo sin vida a Pleasantview y lo enterraría de nuevo, confiando en que la suerte le acompañara la segunda vez («aunque no sabes si te acompañará la primera», se recordó). Desde luego, sería más fácil, y también más seguro, enterrar a Gage en Pet Sematary la segunda vez; pero no quería llevar allí a Gage. Por muchas razones. Cualquier niño, al ir a enterrar a su mascota dentro de cinco, diez o veinte años, podía tropezar con los restos. Ésta era una razón; pero la más importante era más simple: Pet Sematary estaba… demasiado cerca.
Una vez hubiera vuelto a enterrar a Gage, tomaría el avión y se reuniría con su familia en Chicago. Ni Rachel ni Ellie tendrían por qué enterarse de su frustrado experimento.
Luego, sintiendo el hilo de la otra posibilidad —la que ansiaba con toda su alma poder realizar—, una vez terminado el período de observación, él y Gage abandonarían la casa. Se irían de noche. Él llevaría consigo ciertos papeles, y nunca más volvería a Ludlow. Él y Gage se alojarían en un motel, tal vez el mismo en el que ahora estaba.
A la mañana siguiente, él retiraría los fondos de todas las cuentas y los convertiría en cheques de viaje de American Express («no salgas de casa sin ellos con tu hijo resucitado», pensó ahogando la risa) y dinero en efectivo. Él y Gage tomarían un avión para cualquier sitio: probablemente, Florida. Desde allí llamaría a Rachel para decirle dónde estaba y pedirle que se reuniera con él llevando a Ellie, pero sin decir a sus padres adonde iba. Louis creía poder persuadirla. «No hagas preguntas, Rachel. Pero ven. Ven ahora mismo. No esperes ni un minuto».
Le daría las señas. Seguramente, un motel. Rachel y Ellie llegarían en un coche de alquiler. Él les abriría la puerta y tendría a Gage cogido de la mano. Tal vez Gage llevara un bañador.
Y después…
Ah, no se atrevía a ir más allá. Era preferible volver a repasar el plan desde el principio. Suponía que tendrían que construirse nuevas identidades, para que Irwin Goldman no pudiera localizarlos utilizando su exuberante talonario. Estas cosas podían arreglarse.
Recordaba vagamente que, el día en que llegó a la casa de Ludlow, nervioso, cansado y bastante preocupado, de buena gana se hubiera marchado a Orlando para trabajar de socorrista en Disney World. Quizá no fuera tan descabellada la idea, después de todo.
Se vio vestido de blanco reanimando a una mujer embarazada que había cometido la imprudencia de subir a las montañas rusas y se había desmayado. «Apártense, por favor. Apártense. Dejen que circule el aire», decía él, y la mujer abría los ojos y le sonreía con agradecimiento.
Mientras su imaginación tejía esta halagüeña fantasía, Louis se quedó dormido. Él dormía cuando su hija, en un avión que sobrevolaba las cataratas del Niágara, despertó de una pesadilla en la que todo eran manos retorcidas y ojos estúpidos y crueles; él dormía mientras Rachel, angustiada, trataba de calmarla; él dormía mientras la azafata corría por el pasillo para averiguar qué ocurría; él dormía mientras Ellie gritaba una y otra vez: «¡Es Gage! ¡Mami, es Gage! ¡Es Gage! ¡Gage está vivo! ¡Gage tiene un cuchillo del maletín de papá! ¡Que no me toque! ¡Que no toque a papá!». Él dormía cuando su hija, ya más calmada, se apretaba contra el pecho de su madre, tiritando, con los ojos muy abiertos y secos y Dory Goldman pensaba qué espantoso ha sido esto para Eileen, y cómo me recuerda a Rachel después de la muerte de Zelda.
Louis se despertó a las cinco y cuarto, cuando empezaba a palidecer la luz de la tarde.
«Tengo un trabajo ímprobo», pensó estúpidamente, y se levantó.