Lo primero que advirtió al entrar en el recinto de la universidad fue el súbito y espectacular aumento del tráfico. Turismos, bicicletas y gente corriendo con shorts de gimnasia. Tuvo que frenar bruscamente para no atropellar a dos muchachos que venían haciendo «jogging» desde el Dunn Hall hacia las pistas de atletismo, situadas detrás del pabellón polideportivo. Del frenazo, se le clavó el cinturón en el hombro. Hizo sonar el claxon. Le indignaba el modo en que corredores y ciclistas prescindían de toda precaución. Al fin y al cabo, estaban haciendo deporte. Uno de ellos, sin mirarle siquiera, le hizo un gesto con el dedo. Louis suspiró y siguió adelante.
La segunda novedad era que la ambulancia no estaba en el aparcamiento, frente a la enfermería, y esto le intranquilizó. La enfermería estaba preparada para tratar cualquier enfermedad o accidente menos grave; había tres salas de reconocimiento muy bien equipadas, a las que se entraba directamente desde el gran vestíbulo, y dos salas con quince camas cada una. Pero no había quirófano ni nada parecido. Los casos graves eran transportados en ambulancia al Centro Médico de Maine Oriental. Steve Masterton, el médico ayudante que acompañó a Louis en su primer recorrido de las dependencias, le mostró con justificado orgullo el libro registro de los dos cursos anteriores: sólo treinta y ocho servicios de ambulancia en todo aquel tiempo… No estaba mal, si uno tenía en cuenta que el censo de estudiantes rebasaba los diez mil y la población total era de casi diecisiete mil personas.
Y, el primer día del curso, ya no estaba la ambulancia.
Louis dejó el coche en el hueco en el que, en un rótulo recién pintado, se leía: RESERVADO PARA EL DOCTOR CREED y entró rápidamente en la enfermería.
Encontró a Miss Charlton, una mujercita canosa y delgada, de unos cincuenta años, en la primera sala de reconocimientos, tomando la temperatura a una jovencita con tejanos y corpiño playero. La muchacha, según observó Louis, tenía quemaduras solares recientes y estaba despellejándose.
—Buenos días, Joan —dijo—. ¿Dónde está la ambulancia?
—Oh, ha sido toda una tragedia —dijo la mujer, extrayendo el termómetro de la boca de la estudiante y leyendo la temperatura—. Cuando Steve Masterton llegó esta mañana a las siete, encontró un buen charco debajo del motor, entre las ruedas delanteras. Se rajó el radiador. Se la han llevado con la grúa.
—Magnífico —dijo Louis, pero se sentía aliviado. Por lo menos, no había salido para una urgencia, como temió al principio—. ¿Cuándo nos la devolverán?
Joan Charlton se echó a reír.
—Por el modo de trabajar del taller mecánico de la universidad, supongo que nos la mandarán hacia el quince de diciembre, con un lazo navideño. —Miró a la estudiante—. Tienes medio grado de temperatura —dijo—. Toma dos aspirinas y procura no acercarte a los bares ni a los callejones oscuros.
La muchacha se puso en pie, lanzó a Louis una rápida mirada escrutadora y salió.
—Nuestra primera paciente del curso —dijo la Charlton agriamente, sacudiendo el termómetro.
—No parece muy satisfecha.
—Conozco el tipo —dijo ella—. Oh, y también el reverso de la medalla, los atletas que siguen jugando con fisuras de huesos, tendinitis y demás porque no quieren quedarse en el banquillo. Son muy machos, no pueden defraudar al equipo, aunque con ello se jueguen su vida profesional. Pero ahí tiene usted a la señorita Treinta y Siete y Medio. —Señaló por la ventana con un movimiento de la cabeza. Louis vio a la despellejada dirigirse hacia el complejo de dormitorios Gannett-Cumberland-Androscoggin. En la sala de reconocimientos, la joven daba la impresión de encontrarse mal y estar esforzándose por sobreponerse al dolor. Ahora andaba contoneándose, mirando y haciéndose mirar.
—La típica hipocondríaca universitaria. —Miss Charlton introdujo el termómetro en un esterilizador—. La tendremos aquí dos docenas de veces antes de que termine el curso. Sus visitas coincidirán con los exámenes parciales. Una semana antes de los finales, estará segura de tener pulmonía o bronconeumonía. Luego, lo dejará en bronquitis. Se saltará cuatro o cinco exámenes, aquellos en los que el profesor sea un hueso, como dicen ellos, y conseguirá que le pongan pruebas atenuadas. Las enfermedades se agravan cuando saben que van a ponerles temas concretos en lugar de trabajos de carácter general.
—¡Caramba, pues no estamos cínicos ni nada esta mañana! —dijo Louis. Realmente, se sentía atónito. Ella le guiñó un ojo haciéndole sonreír.
—Yo no me lo tomo muy a pecho, doctor. Haga usted otro tanto.
—¿Dónde está ahora Stephen?
—En su despacho, contestando cartas y rellenando estúpidos formularios oficiales.
Louis entró en su despacho. A pesar del cinismo de la Charlton, se sentía cómodo y seguro.
Al mirar atrás, Louis pensaría —cuando pudo soportar pensar en aquello— que la pesadilla empezó alrededor de las diez de aquella mañana, cuando le llevaron a Víctor Pascow, el muchacho moribundo.
Hasta entonces, todo estuvo tranquilo. A las nueve, media hora después de que llegara él, se presentaron las dos estudiantes de enfermera que harían el turno de nueve a tres. Louis les dio un bollo y una taza de café y les habló durante quince minutos, para explicarles cuáles eran sus obligaciones y, lo que era tal vez más importante, cuáles no eran sus obligaciones. Luego, la Charlton las tomó bajo su tutela. Cuando salían de su despacho, Louis la oyó preguntar:
—¿Alguna de vosotras es alérgica a la mierda o al vómito? Porque aquí vais a ver mucho de las dos cosas.
—¡Ay, Dios! —murmuró Louis cubriéndose los ojos con la mano. Pero sonreía. No dejaba de tener sus ventajas contar con un cabo de varas como la Charlton.
Louis empezó a rellenar los largos formularios oficiales que suponían un completo inventario de los medicamentos y material. («Todos los años la misma historia —murmuró Steve Masterton con voz de mártir—. Todos los años, la misma cochina historia. ¿Por qué no pones: “Instalación completa para trasplantes de corazón. Valor aproximado: ocho millones de dólares?”. Eso les dará que pensar»). Louis estaba totalmente absorto en su trabajo mientras el subconsciente le murmuraba que no le caería mal una taza de café, cuando oyó gritar a Masterton en el vestíbulo:
—¡Louis, eh, Louis, sal enseguida! ¡Qué barbaridad!
El pánico que había en la voz de Masterton hizo que Louis saliera corriendo. Se levantó del sillón como si hubiera estado esperando aquello. Donde sonaba la voz de Masterton se oyó un chillido fino y cortante como una astilla de vidrio. Fue seguido de una fuerte palmada.
—¡Cállate o largo de aquí! ¡Cállate ya!
Louis salió disparado a la sala de espera. Al principio, sólo vio la sangre, cantidad de sangre. Una de las aspirantes a enfermera sollozaba. La otra, blanca como la leche, se apretaba las comisuras de los labios con los puños, distendiéndolas en una ancha sonrisa de repugnancia. Masterton, arrodillado en el suelo, trataba de sostener la cabeza del muchacho que estaba tendido sobre la moqueta.
Steve miró a Louis con los ojos agrandados por el horror. Abrió la boca, pero no le salían las palabras.
Al otro lado de las grandes puertas de cristal del Centro Médico se apretujaba la gente, haciendo pantalla con las manos para mirar al interior. La escena evocó en Louis un recuerdo aberrante: se vio a sí mismo, con seis años, sentado en la sala de estar con su madre, mirando la televisión por la mañana, antes de que ella se fuera a trabajar. Estaban dando aquel viejo programa que se llamaba «Today», de Dave Garroway. Había mucha gente fuera que miraba embobada a Dave y a Frank Blair, y al bueno de J. Fred Muggs. Volvió la cabeza y vio más caras en las ventanas. Lo de las puertas no podía impedirlo; pero…
—Echa las cortinas —dijo a la aspirante que había gritado.
Como ella no se moviera, la Charlton le dio un golpe en las posaderas.
—¡Muévete, chica!
La muchacha se puso en movimiento. Al momento, las cortinas quedaron echadas. Charlton y Steve Masterton se situaron instintivamente entre el herido y las puertas, a fin de tapar la vista en la medida de lo posible.
—¿La camilla dura, doctor? —preguntó la Charlton.
—Que la traigan, si es que la necesitamos —dijo Louis agachándose al lado de Masterton—. Aún no sé lo que tiene.
—Vamos, tú —dijo la Charlton a la muchacha que había corrido las cortinas. La joven se volvía a tirar de los labios con los puños, formando aquella mueca de horror que le descubría los dientes como una sonrisa.
—¡Oh, agg! —gimió la muchacha mirando a la Charlton.
—De acuerdo, oh ag. Pero andando. —La enfermera la sacudió por un hombro y la muchacha se alejó rápidamente. El borde de su falda a rayas rojas y blancas le rozaba las pantorrillas.
Louis se inclinó para examinar a su primer paciente de la Universidad de Maine, en Orono.
Era un muchacho de unos veinte años, y Louis no tardó ni tres segundos en hacer su diagnóstico. Estaba prácticamente muerto. Tenía la cabeza aplastada y el cuello roto. La clavícula fracturada le tensaba la piel del hombro derecho, hinchado y deforme. De la cabeza, un fluido amarillo y purulento goteaba en la alfombra mezclado con la sangre. Por un boquete del cráneo, Louis veía palpitar la masa del cerebro, de un blanco grisáceo. Era como mirar por una ventana rota. El orificio tenía unos cinco centímetros de diámetro. Era lo bastante grande como para que naciera un niño, si lo hubiera llevado en la cabeza, como Zeus, que paría por la frente. Parecía imposible que aún estuviera vivo. De pronto, le pareció oír la voz de Jud Crandall que decía: «A veces sentía su dentellada en el trasero». Y su madre: «Lo muerto, muerto está». Sintió el disparatado impulso de reír. Lo muerto, muerto. Sí, señora; esto era categórico.
—Llama a la ambulancia —dijo a Masterton—. Hay que…
—Louis, la ambulancia está…
—¡Vaya! —Louis se dio una palmada en la frente. Miró a la Charlton—. Joan, ¿qué hacen en estos casos? ¿Llaman a seguridad del «campus» o al Centro Médico de Maine Oriental?
Joan parecía aturdida y trastornada, algo insólito en ella, supuso Louis. Pero su voz sonaba bastante firme al responder:
—No lo sé, doctor. Nunca habíamos tenido un caso como éste desde que yo estoy en el Centro Médico. Louis pensó con toda la rapidez de que era capaz.
—Avisen a la policía del «campus». No podemos esperar a la ambulancia del hospital. Si es necesario, podemos llevarlo a Bangor en un coche de bomberos. Por lo menos, tiene sirena y luces especiales. Llámeles, Joan.
La mujer se fue, pero no sin que Louis captara la mirada de profunda conmiseración que le lanzó. Aquel muchacho, musculoso y bronceado —quizá de haber estado todo el verano reparando carreteras, pintando fachadas o dando clases de tenis— que no llevaba más ropa que unos «shorts» colorados con listas blancas, aquel muchacho iba a morir de todos modos. Y habría muerto también aunque la ambulancia hubiera estado aparcada en su sitio y con el motor en marcha cuando lo trajeron.
Increíblemente, el moribundo se movía. Agitó los párpados y abrió los ojos. Unos ojos azules con el iris ribeteado de sangre, que miraba sin ver. Trató de mover la cabeza y Louis le sujetó con más fuerza, pensando que tenía el cuello partido. El terrible traumatismo craneal no excluía la posibilidad de que sintiera dolor.
«¡Qué agujero, Señor, qué agujero!».
—¿Qué le ha pasado? —preguntó a Steve, comprendiendo que la pregunta era estúpida e inútil. La pregunta de un mirón. Pero ante aquel agujero él no podía ser más que eso, un mirón—. ¿Lo trajo la policía?
—No; lo trajeron unos estudiantes, en una manta. No sé nada más.
Lo que importaba era lo que iba a pasar ahora. Y eso le afectaba a él.
—Ve a buscarlos. Hazlos entrar por la otra puerta. Quiero tenerlos a mano, pero que no vean más de lo que han visto ya.
Masterton, con cara de alivio por tener una excusa para marcharse, se fue hacia la puerta y la abrió. Se oyó un murmullo de voces excitadas y curiosas. Louis percibió también el aullido de la sirena de la policía. Ya venían los de seguridad. Louis sintió un leve y mezquino alivio.
El moribundo hacía una especie de gorgoteo. Estaba tratando de hablar. Louis oía sílabas —cuando menos, fonemas— pero las palabras eran ininteligibles.
Louis se inclinó y dijo:
—Todo va bien, chico. —Al decirlo se acordó de Ellie y de Rachel y sintió un espasmo en el estómago. Se puso una mano en la boca para ahogar la náusea.
—Caaa —dijo el muchacho—. Gaaaaaa…
Louis miró en derredor y vio que se había quedado solo con el moribundo. Oía a lo lejos la voz de Joan Charlton que decía a las aspirantes que la camilla dura estaba en el armario de la sala Dos. Louis tenía sus dudas de que ellas supieran cuál era la sala Dos. Al fin y al cabo, era su primer día de prácticas. Y vaya día. No olvidarían fácilmente su primer contacto con el mundo de la medicina. En la moqueta verde había un círculo marrón oscuro que se ensanchaba por momentos en torno a la destrozada cabeza del herido. Menos mal que había dejado de fluir el líquido intercraneal.
—En Pet Sematary —dijo el joven con una voz que era como un graznido… y sonreía. Era una sonrisa muy parecida a la mueca grotesca e histérica de la aspirante que había corrido las cortinas.
Louis le miró fijamente, resistiéndose a dar crédito a sus oídos. Luego pensó que había tenido una alucinación auditiva. «Habrá hecho más ruidos con la garganta y mi imaginación les ha dado coherencia con las impresiones del subconsciente». Pero no era eso, y así tuvo que reconocerlo instantes después. Sintió un vértigo de terror y se le erizó el vello. Era como si la piel de los brazos y del vientre se deslizara arriba y abajo, en olas… Pero aun así se negaba a aceptarlo. Sí, los labios ensangrentados del herido se habían movido y los oídos de Louis captaron unas sílabas, pero eso sólo significaba que la alucinación fue visual además de auditiva.
—¿Qué dices? —susurró Louis.
Y esta vez, con la misma claridad que una cotorra o un cuervo con la lengua partida, las palabras sonaron, inconfundibles: «No es un cementerio de verdad». Los ojos tenían la mirada extraviada y derrames de sangre; la boca se abría en una gran sonrisa de carpa muerta.
El horror traspasó el cuerpo de Louis atenazándole el corazón con unos dedos helados. Él se sentía más y más pequeño, hasta que no pensó más que en salir corriendo para escapar de aquella cabeza parlante, ensangrentada y rota, que yacía en el suelo de la sala de espera de la enfermería. Él no era hombre de profundos principios religiosos, ni se sentía atraído por supersticiones ni ocultismos. No estaba preparado para aquello, fuese lo que fuese.
Sobreponiéndose con todas sus fuerzas al impulso de echar a correr, se obligó a inclinarse más aún hacia el herido.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
Aquella sonrisa. Qué espanto.
—El fondo del corazón humano es aún más árido, Louis —susurró el muchacho—. El hombre siembra sólo aquello que puede. Y lo cuida.
«Louis —pensó él, sin oír nada más después de su nombre—. ¡Oh, Dios mío, sabe cómo me llamo!».
—¿Quién eres? —preguntó Louis con voz temblona—. ¿Quién eres?
—Indio trae pescado.
—¿Cómo sabes mi…?
—Apártate de nosotros. Sabemos…
—¿Vosotros?
—«Caa» —hizo el muchacho, y ahora a Louis le pareció que el aliento le olía a muerte; lesiones internas, arritmia, fallo, ruina.
—¿Qué? —De buena gana le hubiera sacudido por un hombro.
El muchacho de los «shorts» rojos se estremeció de pies a cabeza. De pronto, pareció quedar congelado, con todos los músculos en tensión. Durante un momento, sus ojos miraron a Louis sin aquella expresión ausente. Entonces se relajó bruscamente. Olía muy mal. Louis pensó que iba a volver a hablar, que tenía que volver a hablar. Pero los ojos volvieron a perderse en el vacío, vidriosos… El hombre había muerto.
Louis se sentó sobre sus talones, con toda la ropa pegada al cuerpo. Estaba empapado en sudor. Se le nubló la vista y las imágenes empezaron a ladearse. Al darse cuenta de lo que le ocurría, se volvió, se puso la cabeza entre las rodillas y se oprimió las encías con las uñas del pulgar y del índice hasta hacerlas sangrar.
Al cabo de un momento, el entorno volvió a despejarse.