14

Era un cobertizo muy viejo, muy corroído por el óxido. Era un cobertizo que se tambaleaba cuando el viento soplaba con fuerza. Lo único más o menos nuevo era el candado de la puerta, contra la cual chocó Jekub a una velocidad de unos diez kilómetros por hora. El desvencijado edificio resonó como un gong, saltó de sus cimientos y fue arrastrado por media cantera antes de desintegrarse en una lluvia de óxido y humo. Jekub emergió como un polluelo muy enfadado de un cascarón muy viejo y detuvo su avance.

Grimma se incorporó en la plataforma y empezó a sacarse de encima el polvo y los fragmentos de cobertizo con gesto nervioso.

—Nos hemos detenido —murmuró vagamente, aún con los oídos ensordecidos—. ¿Por qué nos hemos detenido, Dorcas?

El viejo inventor no se molestó en intentar levantarse. La sacudida de Jekub al chocar con la puerta lo había dejado sin aliento.

—Me parece que todos hemos estado a punto de salir despedidos. ¿Qué necesidad había de ir tan deprisa?

—Lo siento —gritó Sacco desde abajo—. Me parece que ha habido una ligera confusión.

Grimma recobró el ánimo.

—Bien —dijo—, en cualquier caso, ya os he traído hasta aquí. Empiezo a cogerle el truco. Ahora vamos a…, a…

Dorcas la oyó callar a media frase y alzó la vista.

Delante de la cantera había un camión aparcado y tres humanos corrían hacia Jekub con grandes zancadas, como si flotaran.

—¡Oh, vaya! —murmuró el inventor.

—¿Es que el humano no ha leído la nota? —preguntó Grimma en voz alta.

—Me temo que no —respondió Dorcas—. Ahora, no debemos dejarnos llevar por el pánico. Tenemos una opción. Podemos…

—¡Seguir adelante! —lo cortó la gnoma—. ¡Ahora mismo!

—No, no —protestó él débilmente—. No pretendía sugerir que…

—¡Primera marcha! —ordenó Grimma—. ¡Y mucha velocidad!

—¡No, ni se te ocurra hacerlo…!

—Mírame —dijo ella—. ¡Se lo advertimos! ¡Esos humanos saben leer, de eso no tenemos ninguna duda! Si de veras fueran inteligentes, sabrían que no deben…

—¡No lo hagas! —replicó Dorcas—. ¡Siempre nos hemos mantenido aparte de los humanos!

—¡Y ellos no nos dejan en paz! —exclamó

Grimma.

—Pero…

—Primero demolieron la Tienda, después intentaron impedir que escapáramos y ahora nos arrebatan la cantera. ¡Y ni siquiera se dan cuenta de que existimos! ¿Recuerdas esas horribles estatuas ornamentales de la sección de Jardinería de la Tienda? ¡Pues bien, ahora voy a enseñarles lo que los verdaderos gnomos…!

—¡No podrás derrotar a los humanos! —exclamó Dorcas, haciéndose oír por encima del rugido del motor—. ¡Son demasiado grandes! ¡Y tú, demasiado pequeña!

—Tal vez ellos sean grandes y yo pequeña —replicó Grimma—. Pero soy yo quien está en este camión inmenso. En este camión con dientes. —Se inclinó sobre el borde de la plataforma y gritó—: ¡Que todo el mundo se sujete bien ahí abajo! ¡Esto se va a agitar bastante!

Las grandes y torpes criaturas del Exterior habían advertido que sucedía algo raro. Detuvieron su pesado avance y, con movimientos muy lentos, intentaron apartarse de la trayectoria de la excavadora. Dos de los humanos consiguieron refugiarse de un salto en la oficina del encargado en el momento en que Jekub pasaba ante ella a gran velocidad.

—Ya veo —murmuró Grimma—. Deben de creer que somos tontos. Gira el volante hacia la izquierda, Sacco. Más. Más. Basta. Perfecto. —La gnoma se frotó las manos.

—¿Qué te propones? —cuchicheó Dorcas, horrorizado.

Grimma se asomó una vez más sobre el borde de la plataforma.

—Sacco —dijo—, ¿ves esas otras palancas?

Tras los polvorientos cristales de la ventana aparecieron los rostros de los humanos, dos manchas redondas y pálidas.

Jekub estaba a menos de diez metros, temblando ligeramente bajo la niebla matinal. Después, el motor rugió. La gran pala delantera se alzó como para capturar el sol…

Y Jekub saltó hacia adelante, dando tumbos por la cantera, y arrancó una pared de la oficina como si abriera la tapa de una lata de conservas. Las otras paredes y el techo se hundieron lentamente, como un castillo de naipes del que hubiera caído el as de picas.

La excavadora dio la vuelta en un amplio círculo y lo primero que vieron los dos humanos cuando salieron de entre los restos del barracón fue su mole palpitante y su gran boca de metal, preparada para devorarlos.

Y echaron a correr.

Corrieron casi tan deprisa como un gnomo.

—Siempre había querido hacer eso —declaró Grimma con voz satisfecha—. Y ahora, ¿dónde se ha metido el otro humano?

—Creo que ha vuelto al camión —dijo Dorcas.

—Estupendo. Dale a la derecha, Sacco. Basta. Ahora, adelante. Despacio.

—¿Podríamos detener todo esto y marcharnos inmediatamente? ¡Por favor…! —suplicó el inventor.

—El camión de los humanos está en mitad del camino —indicó ella en tono bastante razonable—. Lo han detenido justo en la entrada.

—Entonces, estamos atrapados.

Grimma soltó una carcajada, pero su risa no tenía nada de divertido. De repente, Dorcas sintió casi tanta lástima por los humanos como sentía por sí mismo.

Los humanos debían de haber tenido parecidos pensamientos, si era cierto que pensaban. Dorcas observó sus pálidas expresiones al ver que Jekub se lanzaba hacia ellos.

«Deben de preguntarse cómo es que no se ve ningún humano en la cabina —pensó—. No logran explicárselo. ¡Una máquina que se mueve sola! Para los humanos, debe de ser todo un misterio.»

Sin embargo, finalmente llegaron a una conclusión. Dorcas vio abrirse de golpe las dos puertas del camión y los humanos saltaron de él en el preciso instante en que Jekub…

Se oyó un crujido y el camión dio una sacudida bajo la embestida de Jekub. Las ruedas rugosas de éste patinaron un momento y, a continuación, el camión retrocedió. Unas nubes de vapor surgieron de su parte delantera.

—¡Esto, por Nisodemo! —dijo Grimma.

—Pensaba que no te caía bien —comentó Dorcas.

—Es cierto, pero era un gnomo.

El viejo inventor asintió. Considerando así las cosas, todos eran gnomos. Era oportuno recordar en qué bando estaba uno.

—¿Puedo sugerir que cambies de marcha? —apuntó en voz baja.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ésta?

—Si reduces una marcha, podrás empujar mejor. Confía en mí.

Los humanos se quedaron mirando. Se quedaron contemplando la escena porque una excavadora que funcionaba sola era un prodigio que uno debía admirar, aunque fuera subido a un árbol u oculto tras un seto.

Vieron a Jekub retroceder unos metros, cambiar de marcha con un rugido y atacar de nuevo al camión. El parabrisas saltó hecho añicos.

Dorcas estaba muy descontento con todo aquello.

—¡Estás matando un camión! —protestó.

—No digas tonterías —replicó Grimma—. Es una máquina. Sólo son pedazos de metal.

—Sí, pero la ha construido alguien, y debe de haberle costado mucho esfuerzo. Y no me gusta nada destruir cosas que cuesta mucho esfuerzo construir.

—Un camión como éste aplastó a Nisodemo —insistió ella—. Y, cuando vivíamos en la madriguera junto a la autopista, ¿cuántos gnomos murieron arrollados por los coches?

—Es cierto, pero los gnomos no son tan difíciles de hacer. Sólo se necesita otra pareja de gnomos.

—¡Estás chiflado!

Jekub embistió de nuevo. Uno de los faros del camión estalló y Dorcas dio un respingo.

Esta vez, Jekub arrastró el camión fuera del camino. De las entrañas de éste salía ahora una gran humareda, pues el carburante se había derramado sobre el motor caliente. La excavadora dio marcha atrás y volvió a avanzar, pasando junto al camión con un rugido. Los gnomos ya le estaban cogiendo el truco a conducir aquel monstruo.

—Derecha —indicó Grimma—. De frente. —Dio un codazo a Dorcas y le anunció—: Y ahora iremos al encuentro de ese granero, ¿de acuerdo?

—Bien. Entonces, sigue por el camino y creo que encontraremos un acceso a los campos —murmuró el viejo inventor—. Tiene una valla que impide el paso —añadió—, pero supongo que sería demasiado pedir que la abriéramos antes de pasar, ¿no?

Detrás de ellos, el camión estalló en llamas. Pero no fue un incendio espectacular, sino carente de brillantez, como si fuera a prolongarse todo el día. Dorcas vio que uno de los humanos se sacaba el abrigo y golpeaba las llamas con él, pero el esfuerzo era inútil y Dorcas sintió lástima de él.

Jekub continuó su avance camino abajo, ya sin oposición. Algunos gnomos se pusieron a cantar mientras, sudorosos, tiraban de las cuerdas.

—Bueno, ¿dónde está ese desvío? —inquirió Grimma—. Cruzar la verja y atravesar los campos de labor, has dicho…

—Está justo antes de llegar al coche de las luces destellantes en el techo —indicó Dorcas con voz pausada—. Ese que viene camino arriba.

Grimma miró hacia donde decía el inventor y comentó:

—Mala cosa, esos coches con luces en el techo…

—En eso tienes razón —asintió Dorcas—. Casi siempre van llenos de humanos que, muy serios, exigen saber qué sucede. En la vía del tren había muchos.

Grimma miró al frente.

—Es ese desvío de ahí, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

La gnoma se asomó una vez más al borde de la plataforma y gritó a los de abajo:

—Reducid la velocidad y girad a la derecha.

Los equipos de trabajo se pusieron en acción. Sacco incluso cambió de marcha sin que fuera precisa la orden. Un grupo de gnomos, como si fueran arañas, se colgó de las cuerdas atadas al volante y tiró de él para hacerlo girar.

En el desvío del camino había, en efecto, una verja, pero era vieja y sólo estaba sujeta al poste mediante cuerdas. No habría resistido una embestida decidida y, desde luego, no tuvo la menor oportunidad frente a Jekub.

Dorcas dio un nuevo respingo. No le gustaba ver romperse las cosas.

Al otro lado de la verja había una tierra parda. Tierra ondulada, la llamaban los gnomos, por su parecido con el cartón ondulado que a veces obtenían de la sección de Embalaje de la Tienda. Entre los surcos había nieve y las grandes ruedas de Jekub la aplastaron, convirtiéndola en barro.

Dorcas estaba casi seguro de que el coche los seguiría, pero vio que se detenía y dos humanos con ropas azul oscuro salían de él y empezaban a andar con su paso sonámbulo por el campo nevado. «Esos humanos son como el sol, la lluvia y la nieve —pensó sombríamente—. No hay modo de detenerlos.»

El campo subía en ligera pendiente alrededor de la cantera. El motor de Jekub traqueteaba.

Delante apareció una valla de alambre, tras la cual se extendía un campo cubierto de hierba. La valla se rasgó con un sonido vibrante. Dorcas observó el alambre aplastado y se preguntó si Grimma le permitiría detenerse a recoger unos pedazos. El alambre era algo que siempre podía resultar útil.

Los humanos aún los seguían. Por el rabillo del ojo, pues allí arriba había incluso demasiado Exterior que abarcar con la vista, Dorcas advirtió más luces destellantes en la carretera principal, muy lejos, y se lo indicó a Grimma.

—Lo sé —asintió ella—. Ya las he visto, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? —añadió con voz desesperada—. ¿Huir en desbandada y vivir en las flores como buenos duendecillos?

—No lo sé —respondió él, abatido—. Ya no estoy seguro de nada.

Otra valla de alambre lanzó una nota aguda. Tras ella, la hierba era más corta y el terreno se curvaba y…

Y, de pronto, no hubo otra cosa que cielo, y Jekub empezó a tomar más velocidad al tiempo que las ruedas botaban sobre el prado de la cima de la colina.

Unas ovejas se apartaron del paso, despavoridas.

—Ya se puede ver el granero ahí delante. Es ese edificio de piedra del horiz… —Grimma se detuvo a media frase—. ¿Te encuentras bien, Dorcas?

—Sólo si cierro los ojos —musitó él.

—Tienes un aspecto horrible.

—Y me siento aun peor.

—Pero si ya has estado muchas veces en el Exterior…

—¡Pero ahora somos la cosa más alta que existe! ¡No hay nada más alto que nosotros en muchos… kilómetros, o como quiera que los llames! ¡Si abro los ojos, me caeré al cielo!

Grimma se volvió y gritó a los sudorosos conductores:

—¡Un poco a la derecha! ¡Muy bien! ¡Ahora, lo más deprisa que podáis!

—¡Agárrate a Jekub! —ordenó a Dorcas, mientras aumentaba el estruendo del motor—. ¡Ya sabes que no puede volar!

La excavadora salió dando botes a un camino pedregoso que conducía hacia el lejano granero. Dorcas se arriesgó a abrir un ojo. Nunca había estado en el granero. ¿Alguien sabía a ciencia cierta que allí había comida, o era sólo una suposición? Por lo menos, era posible que allí encontraran calor…

Pero cerca del edificio había otra luz centellante que se acercaba a ellos.

—¿Por qué no nos dejan en paz? —exclamó Grimma—. ¡Alto!

Jekub se detuvo lentamente. El motor mantuvo un leve ronroneo en el aire helado.

—Esto debe de conducir a la carretera —apuntó Dorcas.

—No podemos volver atrás.

—No.

—Ni seguir adelante.

—No.

—¿Se te ocurre alguna idea? —Grimma tamborileó con los dedos sobre la plancha metálica de Jekub.

—Podríamos intentar seguir a campo traviesa —sugirió Dorcas.

—¿Adónde nos llevaría eso?

—Lejos de aquí, de momento.

—¿Cómo vamos a alejarnos sin saber adonde vamos? —protestó Grimma.

Dorcas se encogió de hombros.

—O lo hacemos, o terminamos pintando flores.

Grimma ensayó una sonrisa y murmuró:

—Esas alitas a la espalda no me quedarían nada bien.

—¿Qué sucede ahí arriba? —gritó Sacco.

—Tenemos que decírselo a los demás —susurró Grimma—. Todo el mundo cree que vamos al granero…

La gnoma volvió la cabeza. El coche estaba cerca y avanzaba dando botes sobre el accidentado camino.

—¿Es que los humanos no se dan nunca por vencidos? —masculló para sí. Se inclinó sobre el borde de la plataforma—. Un poco a la izquierda, Sacco. Luego continúa tal como vamos.

Jekub salió del camino bamboleándose y avanzó por la fría hierba. A lo lejos había otra valla de alambre y varias ovejas más.

«No sabemos adonde vamos —repitió Grimma para sí—. Lo único que importa es seguir adelante. Masklin tenía razón: éste mundo no es el nuestro.»

—Quizá deberíamos haber hablado con los humanos —dijo en voz alta.

—No —respondió Dorcas—. Estabas en lo cierto. En este mundo, todo pertenece a los humanos y nosotros también acabaríamos en su poder. Aquí no habría sitio para seguir siendo como somos.

La valla se acercó. Al otro lado había una carretera. No un camino, sino una carretera de verdad, con su piedra negra.

—¿A la derecha o a la izquierda? ¿Qué te parece? —preguntó Grimma.

—Da igual —respondió Dorcas al tiempo que la excavadora derribaba la valla con un estruendo.

—Entonces, probaremos hacia la izquierda —dijo ella—. ¡Reduce la velocidad, Sacco! Un poco a la izquierda. Más. Más. Ahora, endereza el volante… ¡Oh, no!

Había otro coche en la distancia. Y también tenía una luz destellante en el techo.

Dorcas se atrevió a echar una mirada atrás.

Y vio una segunda luz destellante.

—¡No! —exclamó.

—¿Qué…?

—Hace un rato has preguntado si los humanos no se daban nunca por vencidos —explicó Dorcas—. Pues bien, la respuesta es que no.

—¡Alto! —ordenó la gnoma.

Las brigadas trotaron obedientemente por el piso de la cabina de Jekub. La excavadora volvió a detener su avance suavemente y el motor ronroneó.

—¡Ya está! —dijo Dorcas.

—¿Estamos ya en el granero? —preguntó un gnomo desde abajo.

—No —contestó Grimma—. Todavía no. Casi.

Dorcas torció el gesto.

—Conviene que vayamos aceptándolo —murmuró—. Tú terminarás agitando una vara con una estrella en la punta y yo…, sólo espero que no me obliguen a remendarles los zapatos.

Grimma tenía un aire pensativo. Empezó a decir:

—Si chocáramos lo más fuerte posible con ese coche que viene hacia nosotros…

—¡No! —la interrumpió Dorcas en tono enérgico—. Así no solucionaríamos nada, realmente.

—Pero me haría sentir mucho mejor —insistió ella. Después, echó un vistazo a los campos que la rodeaban—. ¿Por qué se ha quedado todo a oscuras? No es posible que llevemos todo el día huyendo. Cuando salimos del cobertizo era primera hora de la mañana.

—¿Acaso no pasa el tiempo volando cuando uno lo está pasando en grande? —contestó Dorcas con expresión lúgubre—. Y no me gusta nada la leche. No me importará hacer sus tareas domésticas mientras no tenga que tomar leche, pero…

—Fíjate en esto, ¿quieres?

Sobre los campos se extendía la oscuridad.

—Debe de ser un elipse —apuntó el viejo inventor—. He leído algo al respecto. Se pone todo oscuro cuando el sol cubre la luna. Y viceversa, supongo —añadió en tono dubitativo.

El coche que se acercaba por delante frenó con un chirrido, se cruzó en la calzada hasta chocar con la parte posterior contra un muro de piedra y se detuvo bruscamente.

En el campo contiguo a la carretera, las ovejas huían. No era la suya la carrera normal de unas ovejas presas de un susto normal. Llevaban la cabeza gacha y galopaban sobre el prado con un único propósito en la cabeza. Aquellas ovejas habían decidido que no era momento de malgastar energías en demostraciones de pánico cuando podían utilizarlas para escapar lo más deprisa posible.

Un zumbido potente y desagradable llenó el aire.

—¡Caramba! —balbuceó Dorcas con un hilo de voz—. Estos elipses resultan verdaderamente espantosos.

Abajo, los gnomos sí se dejaban llevar por el pánico. Ellos no eran ovejas; cada gnomo podía pensar por sí mismo y, si uno se ponía a reflexionar sobre aquella súbita oscuridad y aquellos misteriosos zumbidos, el pánico parecía una idea lógica.

Encima de Jekub aparecieron unas líneas de fuego azulado que se extendieron sobre su desconchada pintura con un sonido crepitante. Dorcas notó que se le erizaba el cabello. Grimma miró hacia arriba. El cielo estaba totalmente negro.

—¡No…, no es… nada! —dijo lentamente—. ¿Me oyes? ¡Creo que no ocurre nada malo!

Dorcas se miró las manos. De las yemas de sus dedos surgían unas chispas.

—¿Qué no? ¿Qué no? —fue lo único que logró articular.

—Esa oscuridad no es la noche. Es una sombra. Hay algo enorme flotante encima de nosotros.

—Y eso es mejor que la noche, ¿verdad?

—Me parece que sí. ¡Vamos, salgamos de Jekub!

Grimma se deslizó por una cuerda hasta el piso de la cabina, con una sonrisa desbordante. Para los gnomos, aquello resultó casi tan aterrador como todo lo demás junto. Así de raro era ver sonreír a Grimma.

—Echadme una mano —les dijo—. Tenemos que bajar, para que esté seguro de que somos nosotros.

Todos la miraron con perplejidad mientras ella tiraba de la pasarela.

—¡Vamos! —repitió Grimma—. ¿No pensáis ayudarme?

La ayudaron. A veces, cuando uno está muy confuso, escucha a cualquiera que parezca tener alguna idea clara. Los gnomos agarraron la pasarela y tiraron de ella hasta que salió por la parte trasera de la cabina y se inclinó y un extremo descendió hasta el suelo.

Al menos, ahora no había tanto cielo. El azul era una fina línea en torno al borde de la absoluta oscuridad que tenían encima.

No tan absoluta. Cuando los ojos de Dorcas se acostumbraron a ella, distinguió unos cuadrados, rectángulos y círculos.

Los gnomos se deslizaron por la pasarela y se agruparon en la carretera, sin saber muy bien si quedarse o echar a correr.

Sobre sus cabezas, uno de los cuadrados oscuros se movió. Se oyó un chasquido y, a continuación, un rectángulo de oscuridad descendió muy despacio, como un ascensor sin cables, hasta posarse suavemente en la calzada. Era muy grande.

Dentro había algo. Algo metido en un recipiente. Algo amarillo, rojo y verde.

Los gnomos alargaron el cuello para ver de qué se trataba.