13

A veces, las palabras también necesitan música. A veces, las descripciones no bastan. Los libros deberían escribirse con banda sonora, como las películas.

Unas notas graves de órgano, tal vez.

Pa pa pa PAAA.

Grimma se quedó pasmada.

«No puede estar vivo de verdad —pensó, desesperada—. No está a punto de devorarme. Dorcas no me habría traído aquí si supiera que había un monstruo a punto de devorarme. No voy a asustarme. No estoy asustada en absoluto. ¡Soy una gnoma racional y no estoy asustada!»

—Creo que esas ruedas tan rugosas son para mejorar la adherencia sobre el piso —dijo Dorcas. Su voz le sonó a Grimma muy lejana—. Le he echado un buen vistazo, ¿sabes?, y en realidad no tiene nada estropeado. Sólo es viejo…

La mirada de Grima recorrió el enorme cuello amarillo del monstruo.

Pa pa pa POOOM.

—Luego pensé: seguro que podría ponerlo en marcha. Esos motores Diesel son muy sencillos, aunque no estoy seguro de qué son estos conductos…, hidrálicos, creo que se llaman; por suerte, encontré en una banqueta un librito muy útil, titulado Manual de mantenimiento, y me he dedicado a poner grasa en los puntos convenientes y a limpiar las piezas.

Pa pa pa PAAA.

—Supuse que los humanos o quienes fueran terminarían por volver, de modo que he estado ahí arriba estudiando los controles y, ¿sabes una cosa?, posiblemente es más fácil de conducir que el camión…, excepto esas palancas extra del sistema hidrálico, por supuesto, pero eso no debería ser problema si hay suficiente combustible y eso…

Dorcas se detuvo al advertir el mutismo de Grimma.

—¿Qué es? —preguntó ésta.

—Te lo estoy diciendo —respondió el viejo inventor—. Es fascinante. ¿Ves? Estos conductos bombean alguna sustancia que hace moverse esas piezas de ahí; entonces, los pistones son empujados hacia afuera y hacen mover esa especie de brazo de ahí…

—No te pregunto qué hace, sino qué es este monstruo —insistió Grimma con impaciencia.

—¿No te lo estoy diciendo? —preguntó Dorcas con aire cándido—. Si lo que quieres saber es cómo se llama, mira ahí arriba. Verás su nombre pintado.

Grimma miró hacia donde señalaba el viejo. Enseguida, frunció el entrecejo.

—JE…, KU…, B —leyó—. ¿Jekub? ¿Qué clase de nombre es ése?

—No lo sé —respondió Dorcas—. No soy experto en nombres. En cualquier caso, suena bien. Ven por aquí.

La gnoma lo siguió como sonámbula y, una vez más, volvió la vista hacia las tinieblas bajo la lona.

—Observa —dijo Dorcas—. Supongo que con eso no habrá confusión posible…

—¡Oh! —Grimma se llevó la mano a la boca.

—Sí —añadió Dorcas—. Lo mismo pensé yo la primera vez que lo vi. Pensé: bien, sí, es una especie de camión, y entonces llegué aquí y descubrí que era un camión con…

—¡… con dientes! —terminó la frase Grimma con un jadeo—. Con unos enormes dientes metálicos.

—Exacto —asintió Dorcas con gesto de orgullo—. Jekub. Una especie de camión. Un camión con dientes.

Po POOOM.

—Y… ¿funciona?

—Debería funcionar. Sí, debería hacerlo. He revisado todo lo que he podido. Sus principios básicos son los mismos que los de un camión, pero hay un montón de palancas extra y otras cosas que…

—¿Por qué no me habías hablado de esto? —quiso saber Grimma.

—No sé. Porque no hubo necesidad, supongo —respondió Dorcas.

—¡Pero si es enorme! ¡No debías guardarte esto para ti solo!

—Todo el mundo necesita tener algo que ocultar a los demás —repuso Dorcas—. En cualquier caso, el tamaño no importa. Resulta, yo diría, perfecto… —Dio unas palmaditas en la rueda de profundos surcos y prosiguió—: Cuentan que los humanos creen que alguien hizo el mundo, y que tardó siete días. Pues bien, cuando vi a Jekub por primera vez, me dije: ¡Sí, señor, y eso fue lo que utilizó!

Su mirada se perdió en las sombras.

—Lo primero que debemos hacer es quitar la lona —indicó—. Creo que resultará muy pesada, de modo que necesitaremos la ayuda de muchos gnomos. Será mejor que estén sobre aviso. Jekub puede resultar un poco aterrador la primera vez que uno lo ve.

—A mí no me ha asustado en absoluto —declaró Grimma.

—Ya lo sé —respondió Dorcas—. He visto la cara que ponías.

Los gnomos miraron a Grimma expectantes.

—Lo importante —les dijo— es recordar que es una especie de máquina. Es sólo una especie de camión, pero la primera vez que lo veáis puede que os asuste su aspecto, de modo que coged de la mano a los niños. Y apartaos deprisa y en orden cuando caiga la lona.

Hubo un coro de asentimientos.

—Muy bien. Agarrad.

Seiscientos gnomos escupieron en la palma de las manos y agarraron el borde de la pesada tela.

—Cuando os lo diga, quiero que tiréis con fuerza.

Todos los gnomos se prepararon para el esfuerzo.

—¡Tirad!

Las arrugas de la lona se alisaron hasta desaparecer.

—¡Tirad!

La lona empezó a moverse. Luego, mientras se deslizaba sobre el perfil anguloso de Jekub, su propio peso empezó a tirar de ella y…

—¡Corred!

Cayó como un alud verde y grasiento, formando una montaña de pliegues, pero nadie se fijó en ello pues el sol que se filtraba por las ventanas polvorientas y llenas de telarañas bañó a Jekub.

Varios gnomos soltaron una exclamación. Las madres cogieron en brazos a sus hijos y se produjo un movimiento hacia las puertas.

«Realmente parece una cabeza —pensó Grimma—. Sobre un largo cuello. Y el ser tiene otro en el otro extremo. ¿Pero qué estoy diciendo? ¡No es más que un objeto!»

—¡Os he dicho que no sucede nada! —exclamó a gritos, para hacerse oír sobre el creciente alboroto—. ¡Mirad! ¡Ni siquiera se mueve!

—¡Eh! —gritó otra voz, y la gnoma alzó la cabeza. Nuty y Sacco se habían encaramado al cuello de Jekub y, sentados en él, agitaban las manos alegremente.

Esto resultó decisivo. La marea de gnomos alcanzó la pared y se detuvo. Uno siempre se siente ridículo al huir de algo que no lo persigue. La multitud titubeó y luego, lentamente, volvieron sobre sus pasos centímetro a centímetro.

—Vaya, vaya —murmuró la abuela Morkie, avanzando renqueante—. De modo que ése era su aspecto… Siempre había querido saberlo.

Grimma se volvió, sorprendida, hacia ella y le preguntó:

—¿Su aspecto? ¿A qué te refieres?

—¿Qué? ¡Ah! A las grandes excavadoras —respondió la abuela—. Cuando yo nací ya se habían ido todas, pero mi padre las vio y me contó que eran grandes cosas amarillas con dientes. Siempre pensé que me tomaba el pelo.

Jekub seguía sin comerse a nadie y varios de los gnomos más aventureros empezaron a escalarlo.

—Fue cuando construyeron la autopista —continuó la abuela Morkie, apoyada en su bastón—. Mi padre decía que estaban por todas partes. Unas cosas enormes y amarillas, con dientes y neumáticos llenos de grandes salientes.

Grimma la miró con la expresión que reservaba a quienes demostraban, contra todo pronóstico, tener alguna historia interesante y secreta.

—Y había otras —continuó la vieja—. Cosas que recogían tierra a paladas y todo eso. De eso debe de hacer… ¡Vaya, quince años ya! Nunca pensé que llegaría a ver una.

—¿Te refieres a que las carreteras fueron construidas? —dijo Grimma. Jekub ya estaba cubierto de jóvenes gnomos y distinguió a Dorcas en la parte posterior de la cabina, explicando la función de cada palanca.

—Eso me dijo mi padre. No creerías que eran naturales, ¿verdad?

—¿Eh? ¡Oh, no! Claro que no. No digas tonterías —respondió Grimma. ¿Tendría razón Dorcas? Tal vez todo había sido construido. Unas partes hacía más tiempo, otras más recientemente. Se empezaba por las montañas, las nubes y esas cosas, y luego se añadían las carreteras y las Tiendas. Tal vez el trabajo de los humanos consistía en hacer el mundo y aún no habían terminado. Por eso las máquinas tenían que servirles. Gurder habría comprendido una cosa así; ojalá estuviera de vuelta, se dijo.

Y ojalá estuviera Masklin.

Grimma intentó pensar en otra cosa.

Neumáticos rugosos, llenos de salientes. Aquél era un principio prometedor. Las ruedas traseras de Jekub eran casi tan altas como un humano. No necesitaban carreteras. ¡Por supuesto que no! Jekub construía carreteras; por tanto, tenía que ser capaz de avanzar donde éstas no existieran.

Se abrió paso entre la multitud de gnomos hasta la parte posterior de la cabina, donde otro grupo se esforzaba ya por colocar una pasarela, y escaló hasta el lugar donde Dorcas intentaba hacerse oír en medio de la agitación.

—¿Piensas salir del cobertizo conduciendo a Jekub? —preguntó. El inventor levantó la vista hacia ella.

—Sí —respondió jubiloso—. Eso pienso hacer. Lo espero, al menos. Calculo que tenemos una hora hasta que lleguen más humanos a la cantera y esto no es muy diferente de un camión.

—¡Sabremos conducirlo! —exclamó uno de sus jóvenes ayudantes—. Mi padre me ha hablado de todo eso de las cuerdas y poleas.

Grimma miró a su alrededor. La cabina estaba llena de palancas.

Había pasado más de medio año desde el Gran Viaje en Camión y a Grimma nunca le habían interesado gran cosa los artefactos mecánicos, pero no pudo evitar recordar que la cabina del viejo camión tenía muchas menos complicaciones: unos cuantos pedales, una palanca y un volante, y eso era todo.

Miró de nuevo a Dorcas y le preguntó dubitativa:

—¿Estás seguro?

—No —respondió él—. Ya sabes que nunca estoy seguro de nada. Pero muchos de esos mandos son para controlar la boc…, la pala. Esa parte donde están los dientes. Lo del final de cuello, me refiero. O sea, las puntas de excavar. Son asombrosamente ingeniosas, y lo único que hay que hacer es…

—¿Dónde va a meterse todo el mundo? No hay mucho espacio.

—Supongo que los viejos pueden viajar en la cabina. —Dorcas se encogió de hombros—. Los jóvenes tendrán que colgarse donde puedan. Podemos fijar cables y andamios por todas partes. Para que se sujeten, quiero decir. No te preocupes. Conduciremos bajo la luz del día y no es preciso que vayamos deprisa.

—Y entonces iremos al granero, ¿no es eso, Dorcas? —preguntó Nuty—. Donde hará calor y habrá montones de comida.

—Eso espero —respondió el inventor—. Bien, pongamos manos a la obra. No tenemos mucho tiempo. ¿Dónde estará Sacco con la batería?

«¿Montones de comida en el granero?», pensó Grimma. ¿De dónde había salido tal idea? Lo que Angalo había dicho era que allí se almacenaban nabos o algo parecido y que tal vez hubiera algunas patatas, pero ella no llamaría a eso un banquete.

Su estómago, que tenía ideas propias al respecto, lanzó un gruñido de desacuerdo. Había sido una noche muy larga para pasarla con sólo un pedazo de bocadillo.

En todo caso, no podían seguir allí por más tiempo. Cualquier otro sitio sería mejor que la cantera.

—¿Puedo ayudarte en algo, Dorcas? —preguntó a éste.

—Podrías repasar el libro de instrucciones —respondió el inventor, volviéndose hacia ella—. Mira si explica cómo se conduce.

—¿No lo sabes?

—Hum… Con tantas palabras, no. No exactamente. Quiero decir que sé cómo tengo que hacerlo, pero no tengo muy claro qué controles debo accionar.

El libro estaba bajo la banqueta en un rincón del cobertizo. Grimma lo levantó del suelo, lo apoyó en la pared y lo abrió, tratando de concentrarse bajo el estruendo. «Seguro que Dorcas sabe conducir ese monstruo —se dijo la gnoma—, pero éste es su gran momento y no quiere que lo estorbe.»

Los gnomos empezaron a actuar unidos, en equipo. Las cosas estaban demasiado mal como para perder el tiempo refunfuñando. Era curioso, reflexionó Grimma mientras pasaba las páginas mugrientas, que la gente sólo pareciera dejar de quejarse cuando las cosas se ponían realmente feas. Era entonces cuando todos empezaban a repetir frases como «esfuerzo común», «arrimar el hombro» y «partirse el lomo». Grimma había encontrado «partirse el lomo» en uno de los libros que había leído; al parecer, la frase significaba «trabajar incesantemente», pero la gnoma no acaba de entender cómo podía alguien trabajar incesantemente con el lomo partido. Parecía más probable que la gente trabajara incesantemente si una los amenazaba con partirles el lomo, ¿no?

Con aquella expresión sucedía lo mismo que con el rótulo de «Carretera en Obras» durante el Gran Viaje en Camión. Habían interpretado que la carretera estaba en buenas condiciones, pero la habían encontrado llena de baches.[2] ¿Qué sentido tenía aquello?, se preguntó. Las palabras deberían significar siempre lo mismo.

Pasó la página.

En la siguiente había un gran círculo marrón donde algún humano había dejado un vaso o una taza.

Un grupo de gnomos pasó junto a ella arrastrando trabajosamente la voluminosa batería, que movían sobre unos cojinetes oxidados.

Tras la batería, pasó tambaleándose la lata de carburante.

Grimma observó los dibujos de unas palancas con unos números junto a cada una. De pronto, los gnomos del cobertizo parecían alegres. De pronto, cuando las cosas no sólo eran ya bastante horribles sino que prometían serlo mucho más, los gnomos parecían casi felices. Masklin ya había comentado algo al respecto. Era asombroso lo que era capaz de hacer la gente, había dicho, si uno encontraba el impulso adecuado para ponerla en acción.

Fijó de nuevo la vista en las páginas del manual e intentó interesarse en las palancas.

Las nubes que corrían delante del sol se extendían por el cielo rosado. En cierta ocasión, Grimma había leído que el cielo rojo por la mañana significaba un buen día —o un mal día— para los pastores de ovejas, ¿o de vacas…?

En la oficina del encargado, aún a oscuras, el humano despertó, lanzó unos gemidos e intentó liberarse de la telaraña de cables que lo mantenían sujeto al suelo. Tras un gran esfuerzo, consiguió desasir casi todo un brazo.

Lo que hizo el humano a continuación habría sorprendido a la mayor parte de los gnomos. Agarró una silla y, con otro gran esfuerzo y entre jadeos, consiguió volcarla. Después, la arrastró por el suelo, colocó una pata bajo un par de cables e hizo palanca.

Un minuto después estaba de pie, terminando de desembarazarse de los cables.

Sus ojos enormes distinguieron el pedazo de papel en el suelo.

El humano lo contempló unos instantes, frotándose los brazos, y luego descolgó el teléfono.

Dorcas tiró de un cable con aire dubitativo.

—¿Estás seguro de que la batería está conectada como es debido? —preguntó Sacco.

—Conozco perfectamente la diferencia entre los cables negros y los rojos, ya lo sabes —replicó Dorcas sin acritud, mientras probaba otro cable.

—Entonces, tal vez la batería no tiene suficiente electricidad —apuntó Grimma, servicial, tratando de observar las manipulaciones del inventor y su joven ayudante—. Tal vez se ha derramado toda por el fondo, o se ha secado.

Dorcas y Sacco intercambiaron una mirada.

—La electricidad no se derrama —explicó Dorcas con paciencia—. Ni se seca, que yo sepa. La electricidad es diferente: o la hay, o no la hay. Perdona. —Repasó de nuevo el amasijo de cables y dio un tirón a uno de ellos. Se escuchó un chasquido, acompañado de un gran chispazo azulado—. Y aquí hay, como podéis ver —añadió entonces—. Sólo que no es ahí donde debería estar.

Grimma cruzó de nuevo el suelo grasiento de la cabina. Varios grupos aguardaban allí, de pie. Cientos de gnomos agarraban cuerdas atadas al enorme volante que se cernía sobre ellos. Otros grupos sostenían arietes de madera, preparados para presionar los pedales con ellos.

—Habrá un pequeño retraso —anunció la gnoma—. Hemos perdido toda la electricidad.

Además de los grupos organizados, había gnomos por todas partes. Durante el Gran Viaje habían dispuesto de todo un camión para ellos, pero la cabina de Jekub era más pequeña y los gnomos tenían que apretarse como podían.

«Qué grupo tan desarrapado», pensó Grimma. Era cierto. Incluso en la apresurada huida de la Tienda, los gnomos, rollizos y bien vestidos, habían conseguido llevar consigo muchos pertrechos y provisiones.

Ahora, en cambio, se los veía más delgados y sucios, y lo único que llevaban encima eran los harapos que vestían. Habían tenido que abandonar incluso los libros. Una decena de éstos ocupaba el espacio de tres decenas de gnomos y, aunque Grimma consideraba para sus adentros que había libros mucho más útiles que algunos gnomos, había tenido que aceptar la promesa de Dorcas de que un día regresarían e intentarían recuperarlos de su escondite bajo el suelo.

«Bueno —se dijo la gnoma—, lo hemos intentado. Hemos hecho un gran esfuerzo, realmente. Llegamos a la cantera con intención de establecernos, ocuparnos de nosotros mismos y llevar una vida digna. Pero hemos fracasado. Creímos que bastaría con traer productos adecuados de la Tienda, pero trajimos también muchas cosas inútiles. Esta vez tendremos que alejarnos todo lo posible de los humanos y me parece que ningún sitio será suficientemente lejos.»

Subió hasta la insegura plataforma de conducción, improvisada con un tablón atravesado en la cabina y sujeto con cuerdas. Sobre la plataforma había otro montón de gnomos, que la miró con expectación.

Por lo menos, conducir a Jekub sería más fácil. Los jefes de los grupos que se ocupaban de los distintos mandos podían verla, de modo que no tendría que hacer señales con banderas y cuerdas como la otra vez, cuando habían abandonado la Tienda. Y las brigadas de gnomos también sabían lo que tenían entre manos.

—¡Prueba otra vez! —oyó gritar a Dorcas.

Se escuchó un clic, seguido de un zumbido, y Jekub lanzó un rugido.

El sonido rebotó en el interior del cobertizo, tan potente y estridente que no era ya un sonido, sino algo que endurecía el aire y lo lanzaba contra uno. Los gnomos se tumbaron sobre el piso tembloroso de la cabina.

Tapándose los oídos, Grimma distinguió a Dorcas, que corría por el piso agitando las manos. El grupo que se ocupaba del pedal del acelerador le lanzó una mirada de «¿Quién, nosotros?», y dejó de empujar.

El rugido se redujo a un ronco murmullo, un mummummummum que seguía resultando escalofriante. Dorcas volvió sobre sus pasos a la carrera y subió por una escala hasta la plataforma, deteniéndose con frecuencia para recuperar el aliento. Cuando llegó arriba, se sentó y se frotó el mentón.

—Me estoy haciendo viejo para estas cosas —dijo—. Cuando un gnomo llega a cierta edad, es momento de dejar de robar vehículos gigantescos. Es un hecho comprobado. De todos modos, parece que ahora todo funciona como es debido. Ya puedes sacarnos de aquí.

—¿Qué? ¿Yo sola? —exclamó Grimma.

—Sí. ¿Por qué no?

—Es que…, bueno, pensaba que aquí arriba estaría Sacco o algún otro… —«Pensaba que conduciría un gnomo varón», estuvo a punto de decir.

—¡Eso querrían…! —replicó Dorcas—. ¡Les encantaría! Y pronto estaríamos dando vueltas por ahí a toda velocidad, entre gritos de «¡Yuppi!» y quién sabe qué. No, no. Muchas gracias, pero prefiero un tranquilo y agradable paseo por el campo. Algo suave. —El viejo inventor miró hacia abajo y gritó—: ¿Estáis todos preparados, ahí abajo?

Le respondió un coro de nerviosos síes, salpicado de algunas exclamaciones entusiastas.

—No sé si habrá sido una buena idea encargar a Sacco del pedal de ir más deprisa —murmuró Dorcas, al tiempo que se incorporaba—. Oye, no estarás nerviosa, ¿verdad?

—¿Quién? ¿Yo? —Grimma soltó un bufido de indignación—. ¡No, claro que no! No presenta ningún problema —añadió.

—Está bien. Entonces, vámonos.

Salvo el grave ronroneo del motor, el silencio era completo.

Grimma hizo una pausa. Si Masklin estuviera allí, lo haría mejor que ella, pensó. Ya nadie hablaba de Masklin, ni de Angalo o de Gurder. A los gnomos no les gustaba recordarlos. Era algo que habían aprendido hacía cientos de años, cuando todo el mundo era un lugar lleno de zorros y enemigos astutos y veloces donde había mil modos de encontrar una muerte horrible. Si alguien desaparecía, uno tenía que dejar de pensar en él. Tenía que apartar de su recuerdo al ausente. Pero Grimma no podía quitarse a Masklin de la cabeza un solo instante.

No había hecho otra cosa que insistir en aquello de las ranas en las flores y no había prestado atención a los sueños del muchacho.

Dorcas le pasó el brazo por los hombros con delicadeza. Grimma estaba temblando.

—Deberíamos haber enviado a un grupo al aeropuerto —murmuró ella—. Habríamos demostrado que nos importaban y…

—No teníamos tiempo, ni la gente adecuada —respondió Dorcas suavemente—. Cuando vuelva, se lo explicaremos todo. Masklin lo entenderá.

—Sí —susurró ella.

—Y ahora —añadió Dorcas dando un paso atrás—, ¡vamos allá!

Grimma respiró profundamente.

—¡Primera marcha! —ordenó con un grito—. ¡Adelante, muuuy despacio!

Los grupos de gnomos avanzaron y retrocedieron por el piso de la cabina. Se produjo un leve temblor y el ruido del motor descendió de volumen bruscamente. Jekub saltó hacia adelante y se detuvo. El motor carraspeó y enmudeció.

Dorcas se miró las uñas con aire concentrado.

—El freno de mano, el freno de mano —murmuró por lo bajo. Grimma le lanzó una mirada colérica y se llevó las manos a la boca, formando una bocina con ellas.

—¡Quitad el freno de mano! —gritó—. ¡Así! ¡Ahora, poned la primera otra vez y avancemos muy despacio!

Se escuchó un clic y, de nuevo, el silencio.

—Arranca el motor, arranca el motor —susurró Dorcas, balanceándose adelante y atrás sobre los talones. Grimma se asomó de nuevo al borde de la plataforma y gritó—: Volved a ponerlo todo donde estaba y dad el contacto al motor.

—¿Y el freno de mano? ¿Lo quieres puesto o quitado? —preguntó Nuty, que comandaba el grupo encargado de accionar la palanca.

—¿Qué?

—No nos has dicho qué hemos de hacer con el freno de mano —repitió Sacco. Los gnomos que lo acompañaban iniciaron una sonrisa. Grimma lo apuntó con un dedo amenazador.

—Escucha —le soltó—, si tengo que bajar hasta ahí para decirte qué debes hacer con el freno de mano, lo vas a lamentar muchísimo, ¿me oyes? ¡Y ahora, dejaos de gimoteos y poned en marcha este monstruo! ¡Deprisa!

Tras un nuevo chasquido, Jekub lanzó otro rugido y empezó a avanzar. Los gnomos lanzaron al unísono una exclamación de triunfo.

—Muy bien —asintió Grimma—. Esto está mucho mejor.

—Las puertas, las puertas… No hemos abierto las puertas —murmuró Dorcas.

—Claro que no —replicó Grimma mientras la excavadora empezaba a aumentar su velocidad—. ¿Para qué necesitamos abrirlas? ¡Éste es Jekub!