12

—Pensé que eran conejos —dijo Grimma.

Dorcas le dio unas palmaditas en la mano.

—Bien hecho —murmuró débilmente.

—Cuando Sacco se marchó —explicó Nuty—, estábamos en la calzada y empezaba a hacer frío de verdad, de modo que Dorcas indicó que lo lleváramos al otro lado del seto y… bueno, fui yo quien comentó que a veces se veían conejos en este campo; entonces, Dorcas propuso buscar una madriguera de conejo. La encontramos, y ya pensábamos pasar aquí toda la noche.

—¡Ay! —exclamó el viejo inventor.

—No armes ese escándalo. No te he hecho daño —replicó la abuela Morkie animadamente, mientras le examinaba la pierna—. No tienes nada roto, sólo una buena torcedura.

Los gnomos de la Tienda inspeccionaron la madriguera con interés y cierto grado de aprobación. Era un lugar reconfortantemente cerrado.

—Es muy probable que vuestros antepasados vivieran en agujeros como éste —comentó Grimma—. Con algunas estanterías y otras cosas, por supuesto.

—Esto es muy agradable —asintió un gnomo—. Y hogareño. Es casi como estar bajo el suelo.

—Pero apesta un poco —apuntó otro.

—Eso se debe a los conejos —dijo Dorcas, indicando con un gesto de la cabeza las sombras más profundas del Exterior—. Los hemos oído merodear por los alrededores pero no han hecho acto de presencia. Nuty dice que ha creído detectar a un zorro husmeando por la zona hace un rato.

—Será mejor que te llevemos de vuelta lo antes posible —dijo Grimma—. No creo que ningún zorro se atreva a molestar a un grupo numeroso como el nuestro. Al fin y al cabo, todos los zorros de la comarca saben quiénes somos y han aprendido que, quien se come a un gnomo, es zorro muerto.

Los gnomos arrastraron los pies, inquietos. Lo que decía Grimma era cierto, sin duda. El problema estaba en que, según ellos, quien de veras lo lamentaría sería aquel único gnomo al que devoraría el zorro. Que éste lo fuera a pasar mal después no le serviría de gran consuelo al devorado.

Además, todos estaban empapados y ateridos y la madriguera, aunque no habría parecido una propuesta muy agradable antes de dejar la cantera, resultaba de pronto mucho más acogedora que la horrible noche del Exterior. El grupo de rescate había pasado ante una decena de madrigueras de conejo en su penosa marcha, llamando a Dorcas y los suyos desde la boca oscura de cada una de ellas, hasta que por fin habían oído la voz de Nuty contestándoles.

—En realidad, no creo que debamos preocuparnos —apuntó Grimma—. Los zorros aprenden enseguida, ¿verdad, abuela?

—¿Eh? —respondió ésta.

—Les decía a todos que los zorros aprenden enseguida —repitió Grimma, desesperada.

—¡Oh, sí! Tienes mucha razón —asintió la abuela Morkie—. Cualquier zorro es capaz de desviarse mucho de su camino para encontrar el bocado más apetitoso. Sobre todo cuando el tiempo es frío.

—¡No me refería a eso! ¿Cómo haces para conseguir que todos tus comentarios suenen tan horribles?

—Desde luego, no es eso lo que pretendo —gruñó la abuela, con una mueca de desdén.

—Tenemos que volver —declaró Dorcas con voz firme—. Esta nieve no va a desaparecer de momento y creo que podré caminar si me apoyo en alguien.

—Podemos prepararte una camilla —propuso Grimma—. Aunque, en realidad, no queda gran cosa adonde volver.

—Sí, vimos a los humanos cuando subían por el camino —intervino Nuty—, pero tuvimos que andar hasta el túnel de los tejones sin poder seguir ningún rastro debido a la nieve. Después, quisimos atajar por los campos al pie de la colina pero fue una mala decisión, porque los campos estaban arados con surcos profundos. No hemos comido nada desde que salimos —añadió.

—Pues no esperes gran cosa —le informó Grima—. Los humanos han arrasado la mayor parte de nuestras despensas. Nos han tomado por ratas.

—Bueno, eso no es tan malo —opinó Dorcas—. Hace tiempo, en la Tienda, solíamos inducirlos a pensar que lo éramos. Los humanos ponían trampas y, cuando yo era joven, acostumbrábamos cazar ratas en el sótano para colocarlas en esas trampas.

—Ahora utilizan comida envenada —dijo Grimma.

—Mal asunto.

—En marcha. Volvamos todos enseguida.

La nieve seguía cayendo, pero de manera irregular, como si las últimas existencias de copos estuvieran siendo vendidas de saldo. Al este se apreciaba una línea de luz rojiza; no era el amanecer, sino la promesa del amanecer. Y no parecía muy estimulante. Cuando se alzara el sol, quedaría oculto tras las capas de nubes.

Cortaron unos pedazos de tallo seco de perifollo silvestre para improvisar una especie de camilla para Dorcas, que transportarían cuatro gnomos. El inventor estaba en lo cierto respecto al abrigo que proporcionaba el seto. En efecto, la nieve no era allí muy profunda, pero el suelo repleto de hojas viejas, ramas y desperdicios compensaba de sobra dicha ventaja. La marcha era muy lenta.

Ser humano debía de resultar estupendo, se dijo Grimma mientras unas espinas del tamaño de sus dedos le desgarraban el vestido. Masklin tenía razón: aquel mundo pertenecía, realmente, a los humanos. Era del tamaño adecuado para ellos, de modo que podían ir adonde quisieran y hacer lo que les apeteciera. «Nosotros, los gnomos —pensó Grimma—, creemos ser los amos de las cosas y lo único que hacemos es vivir en rincones y lugares apartados del mundo de los humanos, bajo sus suelos y robándoles cosas.»

Los demás gnomos avanzaban en un cauto silencio. El único ruido, aparte del crujido de la nieve y las hojas bajo los pies, era el de la abuela Morkie comiendo algo. Al parecer, había encontrado un puñado de bayas de espino en un arbusto y estaba dando cuenta de una de ellas con visibles muestras de satisfacción. La abuela había ofrecido las bayas a sus acompañantes, pero éstos las habían encontrado amargas y desagradables.

—Supongo que es la falta de hábito —murmuró la vieja, vuelta hacia Grimma con gesto de disgusto.

«Pues todos vamos a tener que encontrarle pronto el gusto», pensó Grimma sin hacer caso de la mirada dolida de la abuela. La única esperanza de los gnomos, una vez que estuvieran de vuelta en la cantera, era dividirse y abandonarla en pequeños grupos, instalarse en el campo y volver a vivir en viejas madrigueras de conejos, comiendo cualquier cosa que pudieran encontrar. Algunos grupos podrían sobrevivir al Invierno, cuando murieran los viejos.

Y adiós a la electricidad, a la lectura, a los plátanos…

«Pero yo esperaré en la cantera hasta que Masklin regrese.»

—¡Anímate, muchacha! —le dijo la abuela Morkie, tratando de mostrarse amistosa—. No seas tan pesimista. Yo siempre digo lo mismo: puede que no suceda lo peor.

Incluso la abuela se asustó cuando Grimma la miró con una cara que había perdido todo su color. La muchacha abrió y cerró la boca varias veces. Luego, muy lentamente, se inclinó hacia adelante, cayó de rodillas y rompió a sollozar.

Aquello fue lo que más impresionó a los demás. Grimma gritaba, protestaba, daba órdenes y se peleaba con todos, pero oírla llorar… ¡Eso era terrible! ¡Era como si todo el mundo estuviera del revés!

—Lo único que he hecho ha sido tratar de animarla —murmuró la abuela Morkie.

Los gnomos, desconcertados, formaron un círculo en torno a Grimma. Nadie se atrevía a acercarse a ella, pues podía suceder cualquier cosa. Si uno intentaba darle unas palmaditas en la espalda y decirle «vamos, vamos», podía suceder cualquier cosa. Podía arrancarle la mano de un mordisco, o algo parecido.

Dorcas miró a los gnomos que lo escoltaban, suspiró y se incorporó de su improvisada camilla. Se acercó a Grimma renqueando y se agarró de la rama de un arbusto para sostenerse.

—Vamos, Grimma —dijo con voz tranquilizadora—. Nos has encontrado y vamos de vuelta a la cantera. Todo va bien…

—¡No es verdad! ¡Tendremos que trasladarnos otra vez! —protestó ella entre sollozos—. ¡Habrías estado mejor si te hubieras quedado en esa madriguera! ¡Todo ha salido mal!

—Pues yo habría dicho que… —empezó a decir Dorcas.

—¡No tenemos comida, ni podemos detener a los humanos! ¡Estamos atrapados en la cantera! ¡He intentado mantener juntos a los gnomos, y ahora todo ha salido mal!

—Deberíamos habernos trasladado al viejo granero en el primer momento —apuntó Nuty.

—Todavía podéis hacerlo —murmuró Grimma—. Los jóvenes aún podrían conseguirlo. ¡Sí, podrían marcharse lo más lejos posible!

—Pero… Sabes perfectamente que los niños no soportarían la marcha y, sin duda, los ancianos no podrían avanzar con esa nieve —dijo Dorcas—. ¿Tan desesperada estás?

—¡Lo hemos intentado todo, y las cosas sólo han empeorado! ¡Creímos que encontraríamos una vida feliz en el Exterior y ahora se nos está cayendo a pedazos!

Dorcas le dedicó una larga mirada inexpresiva.

—Por mí, podemos darnos por vencidos ahora mismo —insistió Grimma—. Podemos darnos por vencidos y dejarnos morir aquí mismo.

Un silencio horrorizado siguió a sus palabras.

Hasta que lo rompió la voz de Dorcas.

—¡Eh, eh! ¿Estás segura? ¿Estás segura de verdad?

El tono de su voz hizo que Grimma alzara la vista.

Todos los gnomos estaban vueltos en la misma dirección.

Y distinguió a un zorro que los observaba.

Era uno de esos momentos en que el propio Tiempo se congela. Grimma observó el destello verde amarillento de los ojos del zorro y la nube de vapor de su aliento.

El animal llevaba la lengua colgando. Parecía sorprendido.

Era nuevo en aquellas tierras y no había visto nunca a un gnomo. Su mente, no muy despierta, intentaba relacionar el hecho de que el aspecto de los gnomos —dos brazos, dos piernas y una cabeza en la parte superior— era una forma que asociaba con los humanos y que había aprendido a evitar, con la evidencia desconcertante de que el tamaño de aquella especie de humano era el que siempre había considerado ideal para un bocado.

Los gnomos se quedaron paralizados de terror. No tenía objeto intentar huir. Un zorro tenía el doble de patas para perseguirlos. Uno terminaba muerto de todos modos, pero al menos no terminaba muerto y, encima, jadeante.

Entonces, se escuchó un gruñido.

Para sorpresa de los gnomos, surgió de la garganta de Grimma.

La vieron agarrar el bastón de la abuela Morkie, avanzar unos pasos y descargar un golpe en pleno hocico del zorro antes de que éste tuviera tiempo de moverse. El animal lanzó un gañido y parpadeó, desconcertado.

—¡Lárgate! —exclamó Grimma—. ¿Cómo te atreves a venir aquí?

Le lanzó un nuevo bastonazo y el zorro apartó la cabeza. Grimma dio otro paso adelante y volvió a cruzarle el hocico con un golpe de revés. El zorro tomó una decisión. Sin duda, un poco más allá encontraría otra madriguera con conejos de verdad. Conejos que no lo golpeaban a uno. Sí; decididamente, prefería los conejos.

Con un nuevo gañido, retrocedió con los ojos fijos en Grimma y, por último, desapareció velozmente en la oscuridad.

Los gnomos respiraron.

—¡Caramba! —murmuró Dorcas.

Grimma contempló el palo con aire ausente y preguntó:

—¿Qué decía antes de la interrupción?

—Decías que podíamos darnos por vencidos y dejarnos morir aquí mismo —recordó la abuela Morkie con afán colaborador. Grimma le lanzó una mirada colérica.

—No, no. Nada de eso —dijo—. Sólo me sentía un poco cansada, eso es todo. Vámonos. Quedándonos aquí, corremos el riesgo de morir.

—Y si nos movemos, también —murmuró Sacco, con la vista fija en la oscuridad plagada de zorros.

—Eso no tiene gracia —soltó Grimma, emprendiendo la marcha.

—No pretendía ser gracioso —replicó Sacco con un escalofrío.

Encima de sus cabezas, inadvertida por los gnomos, una estrella extrañamente luminosa zigzagueó en el firmamento. Era pequeña, o tal vez era muy grande pero estaba muy lejos. Si alguien la hubiera mirado el tiempo suficiente, habría distinguido que tenía forma de disco. Y aquella estrella era la causante de gran cantidad de mensajes que surcaban el aire por todo el mundo.

Parecía estar buscando algo.

Cuando llegaron por fin a la cantera, descubrieron las luces vacilantes de otro grupo de gnomos que se disponía a emprender la búsqueda de los ausentes. No con mucho entusiasmo, había que reconocerlo, pero decididos a intentarlo.

Los vítores que se alzaron cuando corrió la noticia de que todo el mundo estaba de vuelta sano y salvo casi hizo olvidar a Grimma que habían regresado sanos y salvos a un lugar muy poco seguro. Recordó haber leído en el libro de refranes algo que resumía perfectamente la situación. No se le habían quedado las palabras exactas, pero era algo acerca de saltar del fuego y caer en el sitio de donde surgía éste. Las «grasas», o algo parecido.

Grimma condujo al grupo de rescate a la oficina y escuchó en silencio a Sacco mientras éste, con muchas interrupciones, relataba el momento en que Dorcas, presa de un repentino terror, había saltado del camión y sus jóvenes ayudantes lo habían apartado de los raíles justo antes de que llegara el tren. El episodio sonaba emocionante, valiente. «E inútil», pensó Grimma, pero se guardó de decirlo.

—Pero no fue tan terrible como pareció —añadió Sacco—. El camión quedó destrozado, es cierto, pero el tren ni siquiera descarriló. Todos lo vimos. Estoy muerto de hambre —dijo para concluir.

El joven gnomo exhibió una radiante sonrisa, que se desvaneció como el sol en el ocaso.

—¿No hay comida? —preguntó.

—Peor aún —respondió el gnomo—. Si por casualidad tienes pan, lo único que podrías comer es un bocadillo de nieve.

Sacco reflexionó unos momentos sobre lo que acababa de oír.

—Están los conejos —murmuró a continuación—. En el campo donde estábamos había conejos.

—En el campo, sí; en la oscuridad… —recordó Dorcas, que parecía tener algún plan rondando por su cabeza.

—Es cierto —reconoció Sacco.

—Y con ese zorro merodeando por aquí —apuntó Nuty.

A Grimma le vino a la cabeza otro refrán:

—Cuando la necesidad aprieta, uno se encomienda al mismísimo Diablo.

Todos la miraron bajo la luz vacilante de las cerillas.

—¿Quién es ese Diablo?

—Una especie de personaje horrible que vive bajo el suelo en un lugar muy caliente, me parece —explicó Grimma.

—¿Como la sala de calderas de la Tienda?

—Supongo que sí.

—¿Acaso conduce algún tipo de vehículo? —preguntó Sacco con evidente interés.

—No creo que conduzca ninguno, en realidad —explicó Grimma, algo irritada—. La frase sólo significa que, a veces, una se ve obligada a hacer las cosas.

—Entonces, no nos sirve de mucho. De entrada, ahí abajo no tendríamos espacio suficiente.

Dorcas carraspeó. Parecía preocupado por algo. Todo el mundo lo estaba, por supuesto, pero él parecía aun más inquieto que el resto.

—Está bien —murmuró pausadamente.

Algo en su tono de voz hizo que los demás gnomos le prestaran atención, y el inventor añadió:

—Será mejor que vengáis todos conmigo. Y preferiría que no tuvierais que hacerlo, creedme.

—¿Adonde nos llevas? —preguntó Grimma.

—A los viejos cobertizos. Los que están junto a la excavación —explicó Dorcas.

—Pero ¡si están en ruinas! Y, además, dijiste que eran muy peligrosos.

—Y lo son, os lo aseguro. Hay montones de basura y chatarra, y latas de sustancias que los niños no deben tocar y otras cosas parecidas… —Se mesó la barba con gesto nervioso y añadió—: Pero hay otra cosa. Algo en lo que, por decirlo así, he estado trabajando. Una cosa mía —continuó, mirando a Grimma a los ojos—. La cosa más maravillosa que he visto nunca. Más incluso que las ranas en las flores. En cualquier caso… —carraspeó de nuevo—, allí hay espacio suficiente para todos. Los suelos son de tierra, pero los cobertizos son grandes y tienen muchos lugares para…, esconderse.

Un ronquido del humano sacudió la oficina.

—Además, no me gusta estar tan cerca de ese gigante —añadió. Este último comentario despertó un murmullo general de asentimiento—. ¿Habéis pensado qué vamos a hacer con él?

—Algunos querían matarlo, pero no creo que sea buena idea —dijo Grimma—. Me parece que los demás humanos se enfadarían muchísimo, si lo hiciéramos.

—Además, no me parece correcto —apuntó Dorcas.

—Ya sé a qué te refieres.

—Entonces… ¿qué vamos a hacer con él?

Grimma observó detenidamente el inmenso rostro. Cada uno de sus poros y de sus cabellos era de dimensiones enormes. Se le hizo extraño pensar que, si había criaturas más pequeñas que los gnomos, gentecilla tal vez del tamaño de una hormiga, también su rostro les produciría la misma impresión. Si consideraba el asunto filosóficamente, la cuestión de qué era grande y qué pequeño se reducía a una cuestión de perspectiva.

—Lo dejaremos como está —respondió por último—. Pero… ¿tenemos algún papel por aquí?

—En el escritorio hay un montón —respondió Nuty.

—Ve a buscarme unos cuantos, por favor. Y tú, Dorcas, siempre llevas encima algo para escribir, ¿verdad?

Dorcas rebuscó en los bolsillos hasta encontrar un trozo de lápiz.

—No lo gastes todo —dijo—. No sé si podré conseguir más.

Nuty no tardó en volver, arrastrando una hoja de papel amarillento. En la cabecera, con gruesas letras negras, había impresas unas palabras: «Extractora de Grava y Arena de Blackbury, S.A.». Debajo, se leía otra palabra: «Factura».

Grimma permaneció unos instantes pensativa; después, chupó la punta del lápiz y se puso a escribir unas letras de gran tamaño.

—¿Qué haces? —preguntó Dorcas.

—Intento comunicarme —explicó Grimma mientras trazaba con cuidado una nueva palabra, apretando con fuerza.

—Siempre he creído que merecía la pena intentarlo, pero ¿te parece el momento adecuado? —insistió Dorcas.

—Sí —replicó la gnoma. Terminó la última palabra y, al tiempo que devolvía la mina de lápiz al viejo inventor, le pidió su opinión.

Las letras estaban un poco ladeadas, el trazo era bastante irregular y sus conocimientos de gramática y ortografía no eran comparables a su facilidad para la lectura, pero el mensaje quedaba bastante claro.

—Yo no habría puesto eso —murmuró Dorcas tras leerlo.

—Tal vez no, pero es lo que he puesto yo.

—Desde luego. —Dorcas apartó la mirada—. Bueno, al fin y al cabo es una comunicación, sin duda. No se puede hacer mucho más que eso, para comunicarse. De acuerdo.

Grimma intentó dar a su voz un tono entusiasta cuando dijo:

—¡Y ahora, veamos esa sorpresa que guardas en el cobertizo!

Dos minutos más tarde, el barracón de la oficina estaba vacío de gnomos y el humano roncaba en el suelo, con una mano extendida.

En ella había un pedazo de papel, y en éste se leía:

«Extractora de Grava y Arena de

Blackbury, S.A.

Factura

Podemos Haber Te Matado DEJAZNOS

EN PAS»

En el Exterior, había ya bastante luz y la nevada había cesado.

—Verán nuestras huellas —dijo Sacco—. Incluso los humanos advertirán tantas pisadas.

—No importa —respondió Dorcas—. Limitaos a llevar a todo el mundo a los viejos cobertizos.

—¿Estás seguro, Dorcas? ¿Estás realmente seguro de que es una buena idea? —insistió Grimma.

—No.

Se unieron a la columna de gnomos que se colaba apresuradamente por una grieta de la oxidada plancha de hierro ondulado y penetraron en la enorme cámara del cobertizo, en la que retumbaban las voces.

Grimma miró a su alrededor. El óxido y el tiempo habían abierto grandes agujeros en las paredes y el techo. En los rincones se amontonaban de cualquier manera latas viejas y rollos de cable, junto a fragmentos metálicos de extrañas formas y tarros de mermelada con clavos en el interior. Todo apestaba a aceite.

—¿Qué es eso que nos querías enseñar? —preguntó a Dorcas.

El inventor señaló las sombras del otro extremo del cobertizo, pero la gnoma sólo alcanzó a distinguir algo enorme e impreciso.

—Parece…, parece una especie de gran tela…

—Está…, hum…, está debajo. ¿Ha entrado todo el mundo? —Dorcas formó una bocina con ambas manos alrededor de la boca, se volvió hacia Nuty y repitió, a gritos—: ¿Ha entrado todo el mundo? —Después, añadió en tono normal—: Tengo que saber dónde están todos. No quiero que nadie se asuste, pero tampoco quiero que haya por medio más gente de la imprescindible.

—¿Imprescindible? ¿Para qué? —quiso saber Grimma, pero Dorcas no hizo caso de la pregunta.

—Sacco, tú y algunos de los chicos traed esas cosas que ocultamos en el seto. Vamos a necesitar la batería, eso seguro, y en realidad no estoy seguro de cuánto carburante pueda haber.

¡Dorcas! ¿Qué es todo esto? —exclamó Grimma con un taconeo impaciente. No era la primera vez que lo veía ponerse de aquella manera. Cuando, el viejo inventor empezaba a pensar en máquinas o en cosas que podría hacer con sus manos, se olvidaba de la gente. Hasta le cambiaba la voz.

Dorcas le dirigió una mirada larga y pausada, como si viera por primera vez a la muchacha. Después, bajó la vista al suelo.

—Será mejor que…, que pases y veas —dijo al fin—. Necesitaré que me ayudes a explicárselo todo a los demás. Para ese tipo de cosas eres mucho mejor que yo.

Grimma lo siguió por el suelo helado mientras los últimos gnomos entraban en el cobertizo y se acurrucaban junto a las paredes, recelosos. Dorcas la condujo bajo la sombra de la lona, que formaba una especie de enorme caverna polvorienta.

A corta distancia, en la penumbra, se alzaba un neumático parecido al de un camión, pero mucho más rugoso que cualquiera de los que había visto nunca.

—¡Oh! ¡No es más que un camión! —murmuró, no muy segura—. Tienes un camión ahí dentro, ¿no es eso?

Dorcas no respondió. Se limitó a señalar hacia arriba.

Grimma alzó la mirada. Y luego siguió levantándola. Hasta fijarla en la boca de Jekub.