El humano bajó el periódico y prestó atención.
Creyó escuchar un crujido junto a la pared y una especie de arañazos bajo el suelo.
Volvió los ojos hacia la mesa que tenía a su lado.
Un grupo de pequeños seres estaba arrastrando su paquete de bocadillos por encima de la mesa.
El humano parpadeó. Después, soltó un rugido e intentó levantarse de la silla. Y no fue hasta que casi se había incorporado del todo cuando descubrió que tenía ambos pies firmemente atados a las patas de la silla.
El gigante cayó hacia adelante. Una multitud de aquellos minúsculos seres apareció de debajo de la mesa, moviéndose con tal rapidez que sus ojos apenas podían seguirlo, y rodearon sus brazos extendidos con un viejo cable eléctrico. En cuestión de segundos, el humano se encontró inmovilizado —torpe, pero muy firmemente— entre el mobiliario de la oficina.
Los gnomos vieron cómo movía sus grandes ojos a un lado y a otro.
Lo vieron abrir la boca y lanzar un mugido. Unos dientes como láminas amarillentas se cerraron con un chasquido, en dirección a ellas. Las ataduras resistieron.
Los bocadillos resultaron ser de queso y embutido y el termo, una vez que quitaron la tapa, estaba lleno de café.
—Comida de la Tienda —comentaron los gnomos—. Buena comida de la Tienda, como la que allí teníamos.
Los gnomos siguieron invadiendo la oficina por todas las rendijas y ratoneras. Cerca de la mesa había un fuego eléctrico y los pequeños seres se sentaron en solemnes hileras ante la barra roja incandescente, o se dedicaron a vagar por la abarrotada oficina.
—¡Lo hemos conseguido! ¡Igual que en ese libro de Gulliver! —se felicitaron—. ¡Cuanto mayores son, más dura es la caída!
Se formó una escuela de pensamiento que propugnaba matar al humano, cuya mirada enloquecida seguía a los gnomos que se movían de un lado a otro. Entonces fue cuando encontraron la caja.
Estaba en uno de los estantes. Era amarilla y en la parte frontal tenía el dibujo de una rata de aspecto muy desgraciado, junto a unas grandes letras rojas que decían RATICIDA. En la parte de atrás…
Grimma frunció el entrecejo mientras trataba de leer las palabras en letra pequeña de la parte de atrás.
—Aquí dice: «¡Lo prueban, pero no vuelven a buscar más!» —informó—. Y, al parecer, contiene polidiclorometilinolona-4 —leyó de corrido—. No tengo idea de qué es eso… «En un abrir y cerrar de ojos, elimina de la casa todos los…»
Hizo una pausa.
—¿Los qué? ¿Los qué? —preguntaron los gnomos, que seguían con atención sus palabras. Grimma bajó el tono de voz.
—Dice: «En un abrir y cerrar de ojos, elimina de la casa todos los pequeños inquilinos molestos…» ¡Es veneno! ¡Es esa especie de harina que pusieron bajo los tablones!
El silencio que siguió a sus palabras estuvo cargado de rabia. Los gnomos habían criado a muchos niños en la cantera y tenían una opinión muy firme sobre el uso del veneno.
—¡Deberíamos hacérselo comer al humano! —propuso uno de ellos—. ¡Deberíamos llenarle la boca de esa polidi…, polidacrotilona o como se diga! ¡Pequeños inquilinos molestos!
—Me parece que los humanos nos habían tomado por ratas —apuntó Grimma.
—Y eso ya te parece bien ¿verdad? —replicó un gnomo con un tonillo de sarcasmo—. Las ratas son animales correctos. Nunca hemos tenido problemas con ellas. Al menos, ninguno que justifique ir por ahí dándoles comida envenenada.
De hecho, los gnomos se habían llevado bastante bien con las ratas de la cantera, probablemente porque su líder era Bobo, que había sido animal de compañía de Angalo cuando vivían en la Tienda. Las dos especies se trataban con la cordialidad distante de quienes podían comerse entre ellos en caso de apuro, pero habían decidido no hacerlo.
—Sí, las ratas nos agradecerán que las libremos de un humano —prosiguió el gnomo.
—No —replicó Grimma—. Creo que no debemos hacer tal cosa. Masklin siempre decía que los humanos son casi tan inteligentes como nosotros. No se puede ir por ahí envenando seres inteligentes.
—¡Pues ellos lo han intentado! —Ellos no son gnomos. No saben comportarse. Además, sé razonable: por la mañana vendrán más humanos y, si encuentran muerto a uno de los suyos, nos veremos en un buen lío.
En eso, Grimma tenía razón. Sin embargo, acababa de suceder algo que ningún gnomo recordaba que se hubiera hecho hasta entonces: se habían dejado ver por un humano. Habían tenido que hacerlo, so pena de morir de hambre y frío, pero no había modo de saber adonde los llevaría aquello. Cómo terminaría era más fácil de deducir. Lo más probable era que terminara mal.
—Ve y deja esto donde las ratas no puedan alcanzarlo —dijo Grimma.
—Creo que deberíamos administrarle un poco al humano, para que lo cate… —insistió el gnomo.
—¡No! Llévate el veneno. Nos quedaremos aquí el resto de la noche y nos marcharemos antes de que claree.
—Está bien. Si así lo quieres… Sólo espero que no lo lamentemos más adelante, eso es todo.
Los gnomos se llevaron la temible caja de raticida.
Grimma avanzó hasta donde yacía el humano. Para entonces, éste ya estaba perfectamente atado y no podía mover un dedo. Tenía el mismo aspecto que la imagen de aquel Gulliver, o como diablos se llamara, salvo que los gnomos habían recurrido a algo que sus antepasados del grabado no habían conocido: el cable eléctrico. En la cantera lo había en gran cantidad y era mucho más resistente que la cuerda. Además, esta vez los gnomos estaban mucho más enfadados. Gulliver no se había dedicado a conducir un gran camión por toda la cantera y a poner veneno bajo los tablones.
Los gnomos le habían registrado los bolsillos y habían apilado su contenido. Entre los objetos había un gran retal cuadrado de tela blanca, con el que un grupo de gnomos había conseguido tapar la boca del gigante cuando sus mugidos empezaron a resultar irritantes.
Ahora, los gnomos rodeaban al gigante y observaban con atención los ojos de éste mientras daban cuenta de unas migajas de bocadillo.
Los humanos no pueden entender a los gnomos, cuyas voces son demasiado rápidas y agudas, como chillidos de murciélago. Probablemente, daba igual.
—Yo digo que busquemos algo afilado y se lo clavemos —propuso un gnomo—. En todas las partes blandas.
—Podríamos probar con unas cerillas —asintió una gnoma entrada en años, ante la sorpresa de Grimma.
—Y unos clavos —añadió un gnomo de mediana edad.
El humano gruñó tras la mordaza y tiró de las ataduras.
—Podríamos arrancarle todo el cabello —insistió la gnoma—. Y podríamos…
—Hazlo, entonces —la interrumpió Grimma, apareciendo tras ellos.
Los gnomos se volvieron.
—¿Qué?
—Hazlo tú, si es lo que quieres —repitió Grimma—. Ahí lo tienes, justo delante de ti. Haz lo que quieras.
—¿Quién, jo? —La gnoma retrocedió—. Yo no… No me refería a mí. Me refería a…, a todos nosotros. A la sociedad de los gnomos.
—Ahí tienes, pues —insistió Grimma—. Y la sociedad de los gnomos sólo son los individuos que la formamos. Además, no está bien hacer daño a los prisioneros. Lo leí en un libro que se titula Convención de Ginebra. Cuando uno tiene a alguien a su merced, no debe causarle daño.
—Pues a mí me parece el mejor momento —replicó un gnomo—. Yo digo que les demos mientras no puedan responder. Además, son humanos; no es lo mismo que si fueran personas de verdad.
Pese a sus palabras, el gnomo retrocedió también, arrastrando los pies.
—Desde luego, es curioso —comentó la gnoma entrada en años, ladeando la cabeza—. Si una observa sus rostros de cerca, se parecen mucho a los nuestros. Sólo que más grandes.
Uno de los gnomos miró a hurtadillas los ojos asustados del humano.
—Tiene la nariz llena de pelos, ¿verdad? —dijo—. Y las orejas, también.
—Y son enormes —asintió la gnoma.
—Con unas narizotas tan grandes, casi dan lástima.
Grimma estudió los ojos del gigante. Si los humanos eran parecidos a los gnomos, pero en grande, también debían de tener inteligencia, se dijo. Y con aquellos ojos tan enormes, seguro que alguna vez debían de haber visto a algún gnomo. Masklin había dicho que llevaban ahí miles de años. En todo ese tiempo, los humanos debían de haber advertido su presencia.
Debía de haber habido una época en que habían sabido que los gnomos eran seres reales, continuó pensando Grimma, pero con el tiempo se habían convencido de que sólo eran duendes, espíritus traviesos. Tal vez porque no habían querido compartir el mundo.
El humano la estaba mirando fijamente. Grimma no tuvo la menor duda al respecto.
¿Podrían compartirlo?, se preguntó. Los humanos vivían en un mundo grande, lento y duradero, mientras los gnomos lo hacían en uno pequeño, rápido y breve. No había modo de entenderse. Los humanos ni siquiera eran capaces de ver un gnomo, a menos que éste se quedara inmóvil como estaba Grimma en aquel momento. «Nos movemos demasiado deprisa para ellos —pensó—. Ni siquiera creen que existamos.» Contempló detenidamente aquellos grandes ojos asustados.
«Nunca hemos intentado… ¿cómo era esa palabra…?, comunicarnos con ellos. Al menos, no lo hemos hecho como es debido, considerándolos personas reales, con auténticos pensamientos propios. ¿Cómo podríamos decirles que somos de verdad y que realmente estamos aquí?»
Aunque tal vez no fuera el mejor momento para iniciar la comunicación. Tal vez debería intentarlo en otra ocasión, cuando su interlocutor no estuviera tendido en el suelo, atado e inmovilizado por unas pequeñas criaturas a las que apenas podía ver y en cuya existencia no creía. Nada de rótulos, nada de gritos, se dijo Grimma. Sólo intentar que nos comprendan.
¿No sería asombroso que pudieran lograrlo? Los humanos podían hacer los trabajos lentos y pesados y, a cambio, los gnomos podían encargarse de…, de las cosas pequeñas y rápidas. Ocuparse de las cosas que aquellos dedos enormes no alcanzaban… ¡pero nada de pintar flores o de remendar zapatos…!
—¿Grimma? ¡Tendrías que ver esto, Grimma! —dijo una voz a su espalda.
Los gnomos se apiñaron en torno a una cosa blanca en un rincón de la oficina. Grimma reconoció de qué se trataba. Era una de aquellas grandes hojas de papel impreso que el humano había estado mirando…
Los gnomos habían extendido la hoja sobre el suelo. Era muy parecida a la primera que habían visto, salvo que ésta se titulaba «LÉALO PRIMERO EN LA GACETA VESPERTINA DE BLACKBURY»; el resto volvía a ser aquella serie de letras gruesas, compuestas de puntos, algunas de ellas casi del tamaño de la cabeza de un gnomo.
Grimma meneó la suya tratando de encontrar sentido a las palabras. Los libros le resultaban bastante fáciles de comprender, pero los periódicos parecían utilizar otro idioma distinto. Estaban llenos de «SONDEOS» y «CRACKS» y de imágenes borrosas de humanos sonrientes estrechando la mano de otros humanos («COLECTA CONSIGUE 455 $ PARA SOS DE HOSPITAL»). Grimma no tenía problemas para entender las palabras una a una, pero, cuando intentaba unirlas en frases, o bien no tenían el menor sentido o decían algo que resultaba increíble («CENTRO CÍVICO MONTA JUERGAS»).
—No, es eso de ahí —indicó uno de los gnomos—. En esa página. Mira; algunas de esas palabras son las mismas que la última vez. ¡Aja! ¡Aquí habla de Su Nieto, de treinta y nueve!
Grimma leyó de cabo a rabo una historia sobre alguien que criticaba severamente el plan de otro respecto a alguna cosa.
Y, en efecto, había una imagen borrosa de Su Nieto, de treinta y nueve, bajo las palabras «TROPIEZO PARA LA TV ESPACIAL».
Grimma se arrodilló y estudió las letras más pequeñas de debajo de la foto.
—¡Lee en voz alta! —pidió una voz.
—«Richard Arnold, el presidente del grupo Arnco, con sede central en Blackbury, dijo hoy en Florida que los científicos siguen tratando de re…, recuperar el control del Arnsat 1, el proyecto multi…, multimillonario de sate…, satélite de comunicaciones que…»
Los gnomos se miraron, perplejos.
—¿Otro millonario más? —se preguntaron—. ¿Quién será ese Arnsat 1?
—«Tras el feliz des…, despegue de ayer desde Florida —continuó leyendo Grimma, sin saber muy bien a qué se refería el texto—, había grandes esperanzas de que el Arnsat 1 empezara sus tras…, misiones en el día de hoy. Sin embargo, el satélite está enviando una serie de señales incom…, incomprensibles. “Es como una especie de código”, ha explicado Richard Arnold, de treinta y nueve…»
Al escuchar esto último, se produjo un murmullo de expectación entre los gnomos.
—«“Parece como si pensara por sí mismo”», terminó de leer Grimma. Había otro párrafo más donde se hablaba de «problemas de conexión» y otros términos que Grimma no entendió, y no se molestó en leerlo.
Entonces recordó que Masklin le había hablado de las estrellas y de por qué se sostenían siempre allá arriba. Y se acordó también de la Cosa. Masklin se la había llevado con él. La Cosa podía hablar con la electricidad, ¿verdad? Y también podía escuchar la electricidad de los cables y eso que llenaba el aire y que Dorcas había llamado «radio». Si algo podía enviar señales extrañas, era la Cosa. «Tal vez vaya más lejos que cuando el Gran Viaje en Camión», le había dicho Masklin.
—Están vivos —murmuró, sin dirigirse a nadie en concreto—. Masklin y Gurder y Angalo… Están vivos y han llegado a ese sitio llamado Florida.
Recordó las veces que Masklin había intentado explicarle la historia del cielo y de la Cosa y de dónde procedían los gnomos; ella nunca lo había entendido, en realidad, igual que Masklin no la había comprendido a ella cuando le había hablado de las ranitas.
—Están vivos —repitió—. Sé que lo están. No sé dónde ni cómo, exactamente, pero siguen vivos y tienen un plan, estoy segura.
Los gnomos cruzaron entre ellos miradas expresivas, y lo que expresaban en ellas era, más o menos: Grimma se engaña a sí misma, pero prefiero que se lo diga otro gnomo más valiente que yo.
La abuela Morkie le dio unas suaves palmaditas en el hombro.
—Claro que sí —murmuró con voz tranquilizadora—. Y eso del «des-pegue» debe de ser algún tipo de desayuno. Me alegro de que les haya sentado bien, porque apuesto a que necesitaban comer algo. Y ahora, muchacha, yo que tú dormiría un poco.
Grimma tuvo un sueño.
Fue un sueño confuso. Casi siempre lo son. Los sueños no llegan con todos los detalles pulidos. Soñó con grandes ruidos y luces destellantes. Y con ojos.
Ojos pequeños, amarillos. Y Masklin, de pie sobre una rama, ascendiendo entre las hojas y observando los ojillos amarillentos.
«Estoy viendo lo que él hace en este momento —pensó Grimma—. Masklin está vivo. Siempre he sabido que lo estaba, por supuesto, pero el Espacio Exterior tiene más hojas de las que pensaba. O tal vez nada de todo esto es real y sólo estoy soñando…»
En ese instante, alguien la despertó.
Grimma sabía que no conducía a nada hacer conjeturas sobre el significado de los sueños, de modo que no lo hizo.
Por la noche volvió a nevar y sopló un viento helado. Un grupo de gnomos salió a explorar los alrededores de los cobertizos y regresó con un puñado de verduras en buen estado, pero, lamentablemente, era muy poco para todos. El humano se quedó dormido al cabo de un rato y empezó a roncar como si alguien cortara un grueso tronco con una sierra fina.
—Los demás vendrán a buscarlo por la mañana —avisó Grimma—. Para entonces, tenemos que habernos ido de aquí. Quizá deberíamos…
Se detuvo a media frase y todos prestaron atención. Algo se movía bajo los tablones del suelo.
—¿Queda algún gnomo ahí abajo? —cuchicheó Grimma.
Los gnomos más próximos a ella movieron la cabeza en gesto de negativa. Nadie había preferido quedarse en el espacio helado bajo el suelo, cuando podía gozar del calor y la luz de la oficina.
—Y no puede ser una rata… —añadió.
Entonces se escuchó una voz que llamaba en el tono, mezcla de grito y de susurro, de quien quiere hacerse oír y, al mismo tiempo, desea mantenerse lo más inadvertido posible.
La voz resultó ser la de Sacco.
Apartaron la tabla que los humanos habían levantado y ayudaron a subir al joven gnomo. Sacco, cubierto de barro, se tambaleó de agotamiento.
—¡No encontraba a nadie! —dijo, jadeante—. Buscaba por todas partes y no encontraba a nadie. Vimos que venían camiones y, al encontrar las luces encendidas, pensé que los humanos aún seguían aquí, pero entré y oí vuestras voces…
¡Tenéis que venir enseguida, porque se trata de Dorcas!
—¿Está vivo? —preguntó Grimma.
—Si no lo está, jura de maravilla para tratarse de un muerto —respondió Sacco, dejándose caer al suelo.
—Pensábamos que estabais todos mu… —empezó a decir Grimma.
—Estamos todos bien, excepto Dorcas. Se hizo daño saltando del camión. ¡Vamos enseguida, por favor! —insistió el joven Sacco, incorporándose con un gran esfuerzo.
—Tú no pareces en condiciones de ir a ninguna parte —sentenció Grimma, poniéndose en pie—. Limítate a decirnos dónde está.
—Lo subimos hasta media cuesta, pero estábamos agotados y dejé allí a los demás para adelantarme en busca de ayuda —explicó Sacco—. Están bajo el seto y… —Su mirada se posó en la mole roncante del humano. Después, se volvió hacia Grimma—. ¿Habéis capturado a un humano? —preguntó, trastabillando de costado—. Necesito un poco de descanso. Estoy tan fatigado… —replicó vagamente, antes de derrumbarse hacia adelante.
Grimma lo cogió a tiempo y lo dejó en el suelo con toda la suavidad posible.
—Que alguien lo lleve a un lugar caliente y le dé algo de comer, si queda —ordenó, sin dirigirse a nadie en particular—. Y quiero que algunos de vosotros me ayudéis a buscar a los demás. ¡Vamos! La noche no está como para pasarla afuera.
La expresión de algunos gnomos indicaba claramente que estaban de acuerdo con aquel último comentario y que entre la gente que no debía estar fuera en una noche así, estaban ellos mismos.
—¡Pero si cae una nevada tremenda! —protestó uno—. ¡Con la nieve y a oscuras, no los encontraremos nunca!
Grimma le dirigió una mirada furibunda.
—¡Claro que sí! ¡Con toda esta nieve y a oscuras, podemos encontrarlos! ¡Como no podremos encontrarlos será quedándonos aquí, calientes y bien iluminados! ¡De eso podéis estar seguros!
Varios gnomos se abrieron paso entre la multitud reunida en torno a Grimma. Esta reconoció a los padres de Nuty y a los de otros jóvenes aprendices de Dorcas. Un considerable alboroto surgió de debajo de la mesa, donde se habían agrupado los gnomos más ancianos para mantenerse calientes y poder refunfuñar a gusto.
—Yo voy también —dijo la abuela Morkie—. Me irá bien respirar un poco de aire fresco. ¿Por qué me miráis así?
—Creo que deberías quedarte aquí, abuela —sugirió Grimma con suavidad.
—No me vengas ahora con remilgos para viejos, muchacha —replicó la abuela, dándole unos golpecitos en el hombro con el extremo del bastón—. Yo ya andaba por la nieve profunda cuando tú ni habías sido concebida. —Se volvió hacia el resto de los gnomos y añadió con orgullo—: No sucederá nada si actuáis con sensatez y vais dando gritos para saber en todo momento dónde está cada uno. Recuerdo que aún no tenía un año cuando colaboré en la búsqueda del tío Joe. Fue una nevada tremenda, sí señor. Cayó de pronto, mientras los hombres estaban de caza. Sí señor, encontramos al tío Joe casi entero.
—Está bien, abuela —se apresuró a intervenir Grimma. Volviéndose hacia los demás, les dijo—: Bueno, nos vamos…
Finalmente, salieron unos quince gnomos, muchos de ellos por pura vergüenza.
Bajo la luz amarilla de las ventanas del barracón, los copos de nieve se veían hermosos. Pero, cuando llegaban al suelo, resultaban muy desagradables.
Los gnomos de la Tienda odiaban realmente la nieve del Exterior. En la Tienda también la había, rociada sobre los Productos de la época de la Campaña de Navidad, pero no era fría. Y los copos de nieve eran unas cosas grandes y bonitas que colgaban del techo, sujetas con unos hilos. ¡Aquellos sí que eran copos de nieve como era debido!, y no esas cosas horribles que tenían buen aspecto mientras flotaban en el aire, pero luego se convertían en una sustancia húmeda y helada que se acumulaba sobre el suelo.
Y que ya les llegaba hasta las rodillas.
—Lo que debéis hacer —los instruyó la abuela Morkie— es levantar el pie muy arriba y dejarlo caer con fuerza, así. No es difícil.
La luz del barracón iluminaba la cantera, pero la calzada era un túnel oscuro que conducía a la noche.
—Dispersaos —indicó Grimma—. Pero seguid juntos
—Dispersarnos y seguir juntos —murmuraron los demás. Un gnomo ya maduro levantó la mano.
—Por la noche no hay tordos, ¿verdad? —preguntó con voz cauta.
—No, desde luego que no —contestó Grimma.
—¡Pues claro que no hay tordos por la noche, bobo! —corroboró la abuela Morkie.
Todos parecieron aliviados al escucharla.
—No, señor. Por la noche hay zorros —añadió entonces la vieja, con gesto presumido—. Grandes zorros grises. Con el frío, están siempre hambrientos. Y tal vez haya algún búho. —Se frotó la barbilla—. Unos diablos muy astutos, esos búhos. Nunca los oyes hasta que los tienes casi encima. —La abuela descargó un bastonazo en la pared—. Tened los ojos muy abiertos. Y vigilad dónde ponéis el pie. De lo contrario os pasará lo que a mi tío Joe: un zorro se le llevó el pie por andar distraído y luego tuvo que llevar una pata de madera. Estaba palidísimo.
Los intentos de la abuela Morkie para animar a la gente tenían algo que siempre los estimulaba a moverse. Cualquier cosa era preferible a dejarse animar otra vez.
Los copos de nieve se apelmazaban sobre las hierbas secas y los helechos de ambos lados del camino. De vez en cuando, una masa de nieve resbalaba de una hoja y caía, a veces en la calzada y, más a menudo, sobre los gnomos que avanzaban por ella dando tumbos. Caminaron sondeando los montículos de nieve y escrutando con precaución los hoyos en sombras bajo el seto, mientras los copos seguían cayendo con su suave silencio crepitante. Tordos, búhos y otros muchos espantos del Exterior acechaban tras cada sombra.
Al fin, la luz quedó atrás y se guiaron únicamente por el resplandor de la propia nieve. A veces, uno de ellos llamaba sin alzar la voz y todos se detenían a escuchar. Hacía mucho frío.
La abuela Morkie se detuvo bruscamente.
—Un zorro —anunció—. Lo huelo. El olor a zorro es inconfundible. Apesta.
Los gnomos se apretujaron y lanzaron temerosas miradas a la oscuridad que los envolvía.
—Pero podría no andar ya por aquí —añadió la abuela—. Ese olor permanece mucho tiempo. Los gnomos se relajaron un poco.
—Vamos, abuela —murmuró Grimma.
—Sólo pretendía ser útil —replicó la abuela Morkie—. Si no quieres que os ayude, sólo tienes que decirlo.
—Me parece que lo estamos haciendo mal —dijo Grimma—. Estamos buscando a Dorcas, y estoy segura de que alguien como él no se quedaría sentado al descubierto. Dorcas sabe que hay zorros y habrá buscado un lugar abrigado y lo más seguro posible para él y los chicos.
El padre de Nuty se adelantó.
—Si observas en qué dirección cae la nieve —dijo, titubeante—, verás que el aire acondicionado sopla hacia allí —señaló—, de modo que acumula más nieve en ese lado de las cosas que en ese otro. Entonces, seguro que intentarán apartarse lo más posible del aire acondicionado, ¿no os parece?
—Cuando sopla en el Exterior, ese aire se llama viento —lo corrigió suavemente Grimma—. Pero tienes razón. Eso significa… —volvió la vista hacia los setos— que estarán al otro lado del seto. En el campo, pegados al terraplén. Vamos.
Se abrieron paso entre las masas de hojas muertas y las ramitas cargadas de nieve hasta salir al campo abierto del otro lado.
Era un paraje desolado. Unos cuantos montículos de hierba muerta se alzaban sobre la interminable extensión nevada. Varios gnomos dejaron escapar un gemido.
Era el tamaño, se dijo Grimma. Soportaban la cantera, la espesura por encima de ésta e incluso la calzada, porque gran parte de ella quedaba cerrada y uno podía imaginar que había una especie de paredes a su alrededor. Pero aquello era demasiado grande para muchos de ellos.
—Manteneos cerca del seto —indicó, con un ánimo que realmente no sentía—. Ahí no hay tanta nieve.
«¡Oh, Arnold Bros (fund. en 1905)! —pensó la gnoma—. Dorcas no cree en ti, y yo, desde luego, tampoco, pero, si pudieras existir aunque sólo fuera el tiempo suficiente para permitirnos encontrarlos, todos te estaríamos muy agradecidos. Y si, además, pudieras detener la nevada y devolvernos a todos a la cantera sanos y salvos, también nos harías un gran favor.»
Era una tontería, se dijo. Masklin siempre insistía en que, si había algún Arnold Bros (fund. en 1905), estaba de algún modo dentro de nuestras cabezas, ayudándonos a pensar.
Grimma se dio cuenta de que estaba mirando la nieve.
«¿Por qué hay un agujero ahí?», pensó.