Un nutrido grupo de gnomos, encabezado por Nisodemo, llegó corriendo desde la cantera y se apiñó ante la verja.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha sucedido?
—Yo lo he visto todo —afirmó un gnomo de mediana edad—. Estaba de guardia y he visto a Dorcas subir al camión con algunos de sus ayudantes. Entonces, el camión ha empezado a rodar ladera abajo y ha cruzado la carretera y se ha detenido justo en la vía del tren y entonces…, entonces…
—¡Había prohibido husmear en esas máquinas infernales! —tronó Nisodemo—. Y también había ordenado que no se montaran más guardias, ¿verdad? Arnold Bros (fund. en 1905) vela por nosotros, humildes gnomos, y eso debe bastarnos.
—Sí…, bien…, Dorcas dijo que no estaría de más que le echáramos una mano, por decirlo de algún modo —respondió el gnomo, nervioso—. Y también dijo…
—¡Os di órdenes! —chilló Nisodemo—. ¡Debéis obedecerme todos! ¿Acaso no detuve el camión gracias al poder de Arnold Bros (fund. en 1905)?
—No —respondió Grimma con voz serena—. No lo hiciste tú. Fue Dorcas. Y lo hizo con unos clavos que arrojó a la calzada.
Se produjo un silencio intenso, horrorizado. Mientras duró, Nisodemo fue poniéndose, poco a poco, blanco de ira.
—¡Mentira! —gritó por último.
—No —insistió Grimma, paciente—. Fue obra de Dorcas. En realidad, él ha hecho montones de cosas para ayudarnos, y nosotros nunca se lo hemos agradecido ni le hemos pedido nada por favor, y ahora está muerto…
Se oían sonar unas sirenas en la carretera principal y se advertía un gran revuelo en torno al tren, detenido en la vía. También se observaban varias luces azules que centelleaban allí abajo. Los gnomos se revolvieron, inquietos, y uno de ellos dijo:
—Pero Dorcas no ha muerto realmente, ¿verdad? Seguro que no. Supongo que habrá saltado en el último momento. Una persona tan lista como él…
Grimma contempló la multitud con desánimo. Vio entre los gnomos a los padres de Nuty, una pareja muy callada y paciente con la cual apenas había intercambiado unas palabras. Ahora, sus rostros estaban abatidos y surcados de arrugas de preocupación. Finalmente, concedió:
—Sí. Tal vez hayan salido a tiempo.
—Es más que probable —murmuró otro gnomo, tratando de mostrarse animoso—. Dorcas no es un tipo que vaya muriéndose por ahí. Seguro que no, cuando lo necesitamos.
Grimma asintió. Luego, añadió:
—Bien, creo que los humanos se estarán preguntando qué sucede aquí arriba. Pronto descubrirán de dónde salió el camión y subirán a investigar. Y me temo que vendrán bastante enfadados.
Pero Nisodemo se humedeció los labios y replicó:
—¡No les tendremos miedo! Nos enfrentaremos a ellos y los desafiaremos. ¡Hum! Los trataremos con desprecio. No necesitamos a Dorcas. No necesitamos nada, salvo la fe en Arnold Bros (fund. en 1905). ¡Clavos en la calzada, bah!
—Si salís enseguida —propuso Grimma—, es probable que podáis alcanzar el granero a pesar de la nieve que aún queda. Me parece que la cantera no va a ser un lugar muy seguro, dentro de poco.
Hubo algo en su modo de pronunciar aquellas frases que desencadenó el nerviosismo de los reunidos. Por lo general, Grimma gritaba o discutía, pero esta vez hablaba con toda calma. Y eso era absolutamente impropio en ella.
—Vamos —continuó—. Tenéis que salir enseguida. Y deberéis llevar toda la comida y equipaje que podáis cargar. Adelante.
—¡No! —gritó Nisodemo—. ¡No va a irse nadie! ¿Acaso pensáis que Arnold Bros (fund. en 1905) os fallará? ¡Yo os protegeré de los humanos, hum!
Allá abajo, un coche con las luces azules destellantes en el techo se alejó del tumulto en torno al tren, cruzó la carretera principal y empezó a subir lentamente el camino de la cantera.
—¡Invocaré el poder de Arnold Bros (fund. en 1905) para que aplaste a los humanos! —gritó Nisodemo.
Los gnomos pusieron cara de disgusto. Arnold Bros no había aplastado nunca a nadie, en la Tienda. Simplemente, la había fundado y se había ocupado de que los gnomos llevaran una vida cómoda y no demasiado azarosa; aparte de colocar rótulos en las paredes, no había intervenido apenas en sus asuntos. Ahora, de pronto, se pasaba el tiempo enfadado y molesto, y aplastando gente. Todo aquello era muy desconcertante.
—¡Me quedaré aquí y desafiaré a esos horribles secuaces de Orden! —volvió a aullar Nisodemo—. ¡Les enseñaré una lección que nunca olvidarán!
Los demás gnomos no dijeron nada. Si Nisodemo quería plantarse delante de un coche, era asunto suyo.
—¡Todos los desafiaremos! —añadió.
—¿Eh? ¿Qué…? —replicó uno de los gnomos.
—¡Hermanos, mantengámonos aquí, firmes y resueltos, y mostrémosle a Orden que estamos unidos en nuestra decisión! ¡Hum! ¡Si creéis de verdad en Arnold Bros (fund. en 1905), no os sucederá ningún mal!
El vehículo de la luz destellante estaba ya a media cuesta. Pronto cruzaría la explanada frente a la verja, donde todavía colgaba, inútil, el candado roto.
Grimma abrió la boca, dispuesta a decir: «No seáis estúpidos, hatajo de idiotas. Arnold Bros (fund. en 1905) no quiere que os pongáis delante de los coches. Yo he visto con mis propios ojos qué le sucede a un gnomo si se pone delante de un coche. Cuando éste ha pasado, los parientes tienen que enterrarlo en un sobre».
La gnoma se disponía a decir todo aquello, pero decidió no hacerlo. Durante meses y meses, mucha gente había estado diciéndoles a los gnomos lo que debían hacer. Tal vez era momento de poner fin a aquello.
Vio que varios rostros preocupados se volvían hacia ella y alguien preguntó:
—¿Qué debemos hacer, Grimma?
—Sí —dijo otra voz—. Grimma es una Conductora y ellos siempre saben qué se debe hacer.
La gnoma les dirigió una mueca que quería ser una sonrisa.
—Haced lo que os parezca mejor.
Un coro de jadeos sofocados le respondió.
—Sí, claro —dijo uno de los gnomos—, pero, en fin…, Nisodemo dice que seremos capaces de detener esa cosa si estamos convencidos de poder hacerlo. ¿Tiene razón o no?
—No lo sé —respondió Grimma—. Tal vez vosotros podáis. En cuanto a mí, estoy segura de que no.
Tras esto, dio media vuelta y se alejó rápidamente en dirección a los barracones.
—Permaneced firmes —ordenó Nisodemo, que no había prestado atención a los preocupados diálogos que se habían producido a su espalda. Tal vez era incapaz de prestar atención a nada, salvo a las vocecillas que sonaban en lo más profundo de su cabeza.
—«Haced lo que os parezca mejor» —murmuró otro gnomo—. ¿Qué clase de ayuda es ésa?
Los cientos de gnomos permanecieron apiñados, observando el vehículo que se acercaba. Nisodemo se colocó ligeramente por delante de la multitud, con los brazos en alto.
El único sonido que se escuchaba era el crepitar de los neumáticos sobre la grava.
Si un pájaro hubiese observado la cantera durante los segundos que siguieron, se habría asombrado.
Bueno, probablemente no. Los pájaros son animales algo estúpidos y bastante trabajo tienen para distinguir las cosas normales como para advertir las insólitas. Pero si hubiera sido un ave de inteligencia extraordinaria —un pájaro mina, tal vez, o un loro desviado miles de kilómetros de su rumbo por algún vendaval—, sin duda habría pensado:
«Oh, ahí hay un gran hueco en la montaña, con varios viejos barracones oxidados y una valla a la entrada.
»Y un coche con una luz azul en el techo que está cruzando una verja de la valla.
»Y un puñado de puntitos negros en el suelo, delante del coche. Uno de los puntitos está muy quieto, justo delante del vehículo, y los otros, los otros…»
Los otros puntitos se dispersan y corren. Corren para salvar la vida.
De Nisodemo no se encontró ni rastro, pese a que una brigada de gnomos con mucho estómago regresó a la verja mucho tiempo después para investigar entre el barro y las rodadas.
Así surgió entre los gnomos el rumor de que tal vez, en el último instante, había dado un brinco y se había agarrado a alguna pieza del coche y se había encaramado a éste. Y de que se había quedado allí, demasiado avergonzado para presentarse ante los demás gnomos, hasta que el coche regresó al lugar del que había venido. Y de que allí se había apeado Nisodemo para vivir el resto de su existencia en silencio y sin armar más alborotos. A su modo, se dijeron, había sido un buen gnomo. Uno podía opinar lo que quisiera de él, pero era indiscutible que Nisodemo estaba convencido de lo que decía y que había hecho lo que creía adecuado; por ello, parecía justo que se hubiera salvado y siguiera en el mundo, en alguna parte.
Eso era lo que comentaban entre ellos, y lo que escribieron en El libro de los gnomos.
Lo que pensara cada uno en esos momentos íntimos antes de caer dormidos…, bueno, eso quedaba para su intimidad.
Los humanos deambularon lentamente en torno al tren y a los restos del camión. Muchos otros vehículos habían aparecido a lo que, para los humanos, era una gran velocidad. Muchos de ellos llevaban luces azules en el techo.
Los gnomos habían aprendido a preocuparse por las cosas con luces azules destellantes en el techo.
El Land Rover que había subido a la cantera también estaba allí. Uno de los humanos que había llegado en él señalaba el destrozado camión y gritaba a los demás. Había abierto el destrozado compartimiento del motor y señalaba el hueco donde debería haber estado la batería.
Junto a la vía del tren, la brisa mecía las altas hierbas. Y algunas de las hierbas se agitaban sin la ayuda del viento.
Dorcas había tenido razón. Allí donde los humanos iban una vez, regresaban inevitablemente. La cantera les pertenecía. Tres camiones habían aparcado frente a los barracones y los humanos estaban por todas partes. Unos reparaban la verja y otros descargaban cajas y bidones de los camiones. Uno incluso había entrado en la oficina del encargado para adecentarla.
Los gnomos se refugiaron donde pudieron y prestaron atención, atemorizados, a los sonidos que se producían encima de ellos. Por pequeños que fueran, no había muchos sitios donde pudieran ocultarse dos mil gnomos.
Fue un día muy largo. En las sombras bajo algunos de los cobertizos, en la oscuridad tras unos fardos, algunos incluso sobre las vigas polvorientas debajo de los techos de hojalata, los gnomos lo pasaron como mejor pudieron.
Algunos escaparon por un pelo de ser descubiertos. El viejo Munby, de Confitería, y la mayor parte de su familia quedaron expuestos a la luz y casi cegados por ella cuando un humano apartó la caja vieja bajo la cual se ocultaban. Sólo se salvaron gracias a una rápida carrera hasta el abrigo de un montón de latas. Gracias a eso y al hecho de que los humanos nunca se fijaban en lo que hacían.
Sin embargo, eso no fue lo peor.
Lo peor fue mucho peor.
Los gnomos permanecieron sentados en la ruidosa oscuridad, sin atreverse a hablar siquiera y observando cómo su mundo se esfumaba. No porque los humanos odiaran a los gnomos, sino porque no se daban cuenta de su presencia.
Por ejemplo, estaba la electricidad de Dorcas. El inventor había dedicado mucho tiempo a conectar cables y encontrar un modo seguro de robar electricidad de la caja de fusibles. Un humano los arrancó sin pensarlo dos veces, hurgó en el interior con un destornillador y cambió la caja por otra nueva con un candado. Después, el humano reparó el teléfono.
Los gnomos de la Tienda necesitaban la electricidad. No recordaban haber vivido nunca sin ella. Para ellos, la luz eléctrica era una cosa tan natural como el aire. Y, ahora, el suyo era un mundo de insondables tinieblas.
Y el terror continuó sin tregua. Los ásperos tablones del suelo se estremecieron sobre sus cabezas, causando una lluvia de polvo y astillas. Unos tambores metálicos retumbaron como truenos, acompañados de un martilleo continuo. Los humanos habían vuelto y estaban decididos a quedarse.
Pese a todo, al fin se marcharon. Cuando la luz del día desapareció del cielo invernal como una barra de hierro al enfriarse, los humanos subieron a sus vehículos y se marcharon camino abajo.
Pero antes de irse hicieron algo desconcertante. Los gnomos tuvieron que apretujarse para ocultarse a la vista cuando los humanos levantaron uno de los tablones del suelo de la oficina. Una mano enorme colocó una pequeña bandeja en el abarrotado espacio bajo el piso. Después, el tablón fue devuelto a su sitio y se hizo de nuevo la oscuridad.
Los gnomos aguardaron en las sombras, preguntándose por qué los humanos les ofrecían comida, después del día que les habían hecho pasar. La bandeja contenía un montón de harina. No era gran cosa en comparación con la comida de la Tienda, pero a los gnomos, que llevaban todo el día incómodos y hambrientos, les pareció suficiente.
Varios jóvenes se acercaron. El aroma que desprendía la harina resultaba muy apetitoso.
Uno de ellos cogió un puñado.
—¡No la comas!
Grimma se abrió paso entre los gnomos apelotonados.
—¡Pero si huele muy…! —empezó a protestar uno de los jóvenes.
—¿Habéis olido alguna vez algo parecido? —preguntó ella.
—Bueno, no…
—Entonces, no podéis estar seguros de que no os hará daño, ¿verdad? Escuchad. Yo conozco eso que hay en la bandeja. En el lugar donde vivíamos antes de llegar a la Tienda, cerca de nuestro refugio, había un local junto a la carretera donde acudían los humanos a comer y, a veces, encontrábamos montones de eso entre los cubos de basura de la parte de atrás. ¡Esa especie de harina mata a quien la come!
Los gnomos contemplaron la inocente bandeja. ¿Comida que lo mataba a uno? Vaya tontería…
—Una vez hubo en la Tienda una carne enlatada… —apuntó uno de los gnomos más viejos—. Recuerdo que nos causó unos buenos retortijones de vientre —añadió, lanzando una mirada esperanzada a Grimma. Ésta, sin embargo, movió la cabeza en gesto de negativa.
—No es lo mismo —dijo—. Allí solíamos encontrar ratas muertas en los alrededores. Y no tenían una muerte muy agradable —añadió, y el recuerdo le provocó un escalofrío.
—¡Oh!
Los gnomos contemplaron de nuevo la bandeja. Y encima de ellos se escuchó un golpe sordo.
Uno de los humanos seguía en la cantera.
El humano estaba sentado en la vieja silla giratoria de la oficina del encargado, leyendo un periódico.
Los gnomos echaron un cauteloso vistazo por un agujero en un nudo de la madera. Distinguieron unas botas enormes, unos grandes pliegues de pantalón, una chaqueta como una montaña y, muy por encima, el brillo lejano de una luz eléctrica sobre una cabeza calva.
Al cabo de un buen rato, el humano dejó el periódico y alargó la mano hacia el escritorio que tenía a un lado. Los gnomos que lo espiaban vieron un paquete de bocadillos más alto que cualquiera de ellos y un termo que humeó al abrirlo, llenando la oficina de un aroma a sopa.
Los vigías se descolgaron de su atalaya para informar a Grimma. Ésta estaba sentada junto a la bandeja de la comida envenenada y había ordenado a seis de los gnomos más ancianos y sensatos que montaran guardia en torno a ella para impedir que los niños se acercaran.
—No hace nada —le contaron—. Sigue ahí sentado. Lo hemos visto asomarse a la ventana un par de veces.
—Entonces, se quedará ahí toda la noche —dijo Grimma—. Supongo que los humanos se preguntarán quién les ha causado todos estos problemas.
—¿Qué vamos a hacer?
Grimma se sentó con la barbilla entre las manos.
—Podríamos ir a esos grandes cobertizos en ruinas del otro extremo de la cantera —dijo finalmente.
—Pero Dorcas dijo…, Dorcas decía que los viejos cobertizos eran muy peligrosos —protestó un gnomo, precavido—. A causa de todo ese material acumulado. Muy peligrosos, decía.
—¿Más que esto? —replicó Grimma, con una pizca de su antigua ironía.
—Tienes razón…
—Por favor, Grimma… —intervino una gnoma joven que, como las demás de su edad, sentía un temor reverencial hacia Grimma por el modo en que ésta gritaba a los hombres y por el hecho de leer mejor que cualquiera. La muchacha sostenía en brazos un bebé y hablaba en un tono respetuoso.
—¿Qué sucede, Sorrit? —preguntó Grimma.
—Por favor… Los niños empiezan a estar muy hambrientos, Grimma. Aquí abajo no tenemos nada adecuado para darles de comer.
La muchacha dirigió una mirada de súplica a Grimma y ésta asintió. Los almacenes de alimentos estaban bajo los otros barracones, o lo que quedaba de ellos. El principal depósito de patatas había sido descubierto por los humanos, y tal vez era ésta la razón de que hubieran colocado la bandeja con el veneno. Además, con el humano allá arriba no podían encender fuego y, de todos modos, tampoco tenían carne. Hacía días que nadie salía de caza puesto que, según Nisodemo, Arnold Bros (fund. en 1905) se encargaría de proveerlos de comida.
—Me parece que, tan pronto como haya luz suficiente, deberían salir a dar una batida todos los cazadores cuya presencia aquí no sea imprescindible.
Los gnomos estudiaron la propuesta de Grimma. Aún quedaba mucho para el amanecer. Para un gnomo, una noche era como tres días completos…
—Hay mucha nieve —apuntó uno de ellos—. Eso significa que tendremos agua suficiente.
—Tal vez nosotros, los adultos, podamos pasarnos sin comer, pero los niños no lo soportarán —apuntó Grimma.
—Ni los ancianos —añadió un gnomo—. Esta noche volverá a helar. No disponemos de electricidad y no podemos encender una hoguera en el Exterior…
El grupo permaneció sentado, con la mirada fija en el suelo. Y Grimma pensó para sí: «Nadie discute, nadie refunfuña… Las cosas están tan serias que los gnomos ni siquiera protestan o se culpan entre ellos». Al cabo de un rato, preguntó:
—Bien, entonces, ¿qué pensáis vosotros que debemos hacer?