8

No era una gran nevada, sino apenas uno de esos pequeños chubascos que descargan a principios del invierno para dejar absolutamente claro que éste ha llegado. Eso fue lo que dijo la abuela Morkie.

A ésta, de todos modos, el Consejo no le había interesado nunca en exceso. Prefería pasar el tiempo con los otros viejos, compartiendo refunfuñeos y, como ella decía, levantándoles el ánimo y quitándoles problemas de la cabeza.

Mientras los demás gnomos la observaban mudos de espanto, la abuela Morkie salió a pasear bajo la nevada, pavoneándose como si le perteneciera.

—Por supuesto, esto no es nada —decía—. ¡Si cayera una nevada en serio, no podríamos caminar sobre ella! ¡Tendríamos que excavar túneles! ¡Veríais qué risa!

—Esto… —dijo un gnomo muy anciano, con voz muy grave—, ¿la nieve siempre cae así del cielo?

—¡Pues claro! A veces, el viento la impulsa y entonces se forman montones enormes.

—Nosotros creíamos… Verás, en las postales…, es decir, en la Tienda… En fin, pensábamos que la nieve era algo que aparecía de algún modo sobre las cosas —murmuró el viejo—. De una manera bastante alegre y festiva —añadió, con aire algo confuso.

El grupo vio amontonarse la nieve. Sobre la cantera, las nubes flotaban como colchones demasiado rellenos.

—Al menos, esto significa que no tendremos que ir a ese horrible granero —apuntó otro de los ancianos.

—Es cierto —asintió la abuela Morkie—. Salir con un tiempo así no haría sino matarnos. —Lo dijo con entusiasmo.

Los viejos gnomos refunfuñaron por lo bajo y escrutaron el cielo con gesto nervioso, buscando los primeros rastros de los tordos y de los renos.

La nieve cerraba la cantera. Los campos de más allá quedaban ocultos a la vista.

Sentado en su taller, Dorcas observó la nieve que se apilaba contra la ventana mugrienta y envolvía el barracón en una penumbra mortecina.

—Bueno —dijo—, queríamos estar aislados y ya lo hemos conseguido. Ahora no podemos huir, ni tampoco escondernos. Deberíamos habernos marchado cuando se fue Masklin.

Escuchó unos pasos a su espalda. Era Grimma. Últimamente, la gnoma pasaba mucho tiempo cerca de la verja, pero la nieve le había obligado, al fin, a refugiarse bajo techo.

—Con la nieve, el humano no podrá venir —comentó.

—Sí, tienes razón —respondió Dorcas, no tan seguro.

—Ya hace ocho días.

—Sí. Mucho tiempo.

—¿Qué decías cuando he entrado? —preguntó Grimma.

—Nada. Hablaba conmigo mismo. ¿Durará mucho tiempo esa… nieve?

—La abuela dice que, a veces, permanece semanas y semanas.

—¡Oh!

—Cuando los humanos vuelvan, se quedarán permanentemente —musitó la gnoma.

—Sí —corroboró Dorcas con tristeza—. Sí, creo que tienes razón.

—¿Cuántos gnomos podrían…, ya me entiendes…, seguir viviendo aquí?

—Un par de decenas, tal vez. Si no comen mucho y se quedan quietos durante el día. Aquí no hay Sección de Alimentación —dijo el inventor—. Y la caza escaseará. Con esos humanos rondando por la cantera todo el día, los animales de la espesura se asustarán y huirán.

—¡Pero si somos miles!

Dorcas se encogió de hombros.

—A mí me sería bastante difícil caminar a través de esa nieve —explicó—, y hay cientos de gnomos más viejos aun que no conseguirían llegar al granero. Igual que muchos niños.

—Entonces, tenemos que quedarnos… como quiere Nisodemo —protestó Grimma.

—Sí. Quedarnos y tener esperanza. Tal vez la nieve desaparezca. Entonces podríamos escapar a la espesura o algo así —añadió vagamente.

—Podemos quedarnos y pelear —replicó Grimma.

Dorcas soltó un gemido.

—¡Sí, claro! ¡Es lo más fácil! No hacemos otra cosa: pelearnos, discutir y porfiar. ¡Parece que los gnomos no podemos pasarnos sin eso!

—Me refiero a pelear con los humanos. A luchar por la cantera.

Se produjo un largo silencio. Por fin, Dorcas musitó:

—¿Quiénes? ¿Nosotros? ¿Luchar contra los humanos?

—Sí.

—¡Pero si son humanos!

—Sí.

—¡Pero si son mucho mayores que nosotros! —insistió Dorcas, desesperado.

Con ojos llameantes, Grimma replicó:

—Entonces, serán un blanco fácil. Somos más rápidos y más listos y, además, conocemos la existencia de los humanos y, por ello, contamos con el factor sorpresa.

—¿Con qué? —dijo Dorcas, totalmente perdido.

—Con el factor sorpresa. Ellos no saben que estamos aquí —explicó.

Dorcas la miró de reojo y murmuró:

—Has estado leyendo libros raros otra vez…

—Mejor eso que quedarse sentado, retorciéndose las manos y diciendo: «¡Ay, ay, los humanos se acercan y van a aplastarnos!».

—Todo eso está muy bien —replicó Dorcas—, pero ¿qué te propones? Darles porrazos en la cabeza sería realmente difícil, créeme.

—No pensaba en la cabeza… —dijo Grimma.

Dorcas observó a su interlocutora. ¿Luchar contra los humanos? La idea era tan novedosa que costaba de asimilar.

De todos modos… En fin, estaba aquel libro, ¿no? El que Masklin había encontrado en la Tienda, y del cual había sacado la idea de conducir el Camión. ¿Cómo se titulaba? Los viajes de Gulliver, ¿no? Allí había visto la imagen del humano tendido en el suelo, rodeado de lo que parecía un grupo de gnomos que lo amarraban con cientos de cuerdas. Ni los gnomos más ancianos recordaban algo así, de modo que debía de haber sucedido muchísimo tiempo atrás.

Lo asaltó una idea inesperada.

—Espera un momento —dijo—. Si empezamos a luchar con los humanos… —su voz se hizo inaudible.

—¿Sí? —dijo Grimma, impaciente.

—Ellos también lucharán contra nosotros, ¿no? Sé que no son muy listos, pero se darán cuenta de que sucede algo y responderán. Eso se llama represalia.

—Tienes razón —asintió Grimma—. Por eso tiene una importancia vital que nosotros tomemos represalias primero.

Dorcas meditó la propuesta. Parecía una idea lógica.

—Pero sólo en defensa propia —apuntó—. Sólo en defensa propia. Incluso con los humanos. No quiero que se produzcan sufrimientos innecesarios.

—Supongo que tienes razón —asintió ella.

—¿De veras crees que podemos combatir a los humanos?

—¡Sí, claro!

—Y… ¿cómo?

—Hum… —Grimma se mordió el labio—. El joven Sacco y sus amigos… ¿Se puede confiar en ellos?

—Son chicos listos y entusiastas. Y entre ellos hay un par de chicas, también —añadió con una sonrisa—. Siempre he estado abierto a las novedades…

—Estupendo. Entonces, vamos a necesitar unos clavos…

—Realmente, has pensado a fondo en todo esto, ¿verdad? —comentó Dorcas, casi asombrado. Grimma solía estar de mal humor, cosa que el inventor achacaba a que tal vez la cabeza le funcionaba demasiado deprisa, en ocasiones, y la hacía impacientarse con los que no eran tan rápidos como ella. En aquel momento, sin embargo, estaba decididamente furiosa. Uno casi podía sentir lástima por los humanos que se interpusieran en su camino.

—He leído mucho —asintió ella.

—Sí, claro. Ya…, ya lo veo —replicó Dorcas—. De todos modos, yo…, no sé si no sería más sensato…

—No vamos a huir otra vez —declaró Grimma con rotundidad—. Combatiremos a los humanos en la carretera. Los combatiremos en la cantera. Y jamás nos vamos a rendir.

—¿Qué significa «rendirse»? —preguntó Dorcas, desesperado.

—No conozco el significado de la palabra «rendición» —insistió Grimma.

—Quien no lo conoce soy yo —replicó el inventor.

—¿Quieres saber una cosa extraña? —preguntó ella, apoyando la espalda en la pared del barracón. Tras una ligera vacilación, Dorcas respondió.

—No tengo inconveniente.

—Existen libros que hablan de nosotros.

—¿Como el Gulliver, te refieres?

—No. Ése libro trataba de un humano. Me refiero a libros sobre nosotros, sobre gente de tamaño normal, como el nuestro. Pero que llevan todos ellos trajes verdes con unas pequeñas antenas prominentes en la cabeza… A veces, los humanos nos dejan tazones de leche y nosotros les hacemos todo el trabajo de la casa. Y los hay que tenemos alas, como las abejas. Así es cómo nos describen en esos libros que hablan de nosotros. Nos llaman duendecillos, según un libro titulado Cuentos de hadas y de duendes.

—No creo que eso de las alas funcionase —apuntó Dorcas con aire dubitativo—. Me parece que les faltaría potencia ascensional.

—Y creen que vivimos en las setas —concluyó Grimma.

—¿Hum…? No me parece muy práctico.

—Y que reparamos los zapatos.

—Esto suena un poco mejor —dijo Dorcas—. Un trabajo sólido y tangible.

—Y esos libros dicen que pintamos las flores con sus hermosos colores.

El viejo gnomo miró a Grimma y, tras un breve silencio, replicó:

—¡Ah, no! Yo he estudiado en profundidad los colores de las flores y no están pintados, eso te lo puedo asegurar.

—Los gnomos existimos de verdad; hacemos cosas reales. ¿Por qué nos sacarán así en los libros?

—No lo sé —respondió Dorcas—. Yo sólo leo manuales. Siempre he dicho que un libro no es bueno si no contiene listas y columnas de números.

—En eso nos transformarán los humanos, si alguna vez nos capturan. En dulces duendecillos que pintan flores. No nos dejarán ser otra cosa. Nos convertirán en hadas y genios. —Grimma exhaló un suspiro—. ¿No tienes nunca la sensación de que jamás averiguarás lo que necesitas saber?

—¡Oh, sí! Continuamente.

Grimma frunció el entrecejo.

—Una cosa sí sé —comentó—. Cuando Masklin regrese, va a tener un sitio adonde ir.

—¡Oh! —exclamó Dorcas—. ¡Oh! ¡Ya entiendo!

En la guarida de Jekub hacía un frío intensísimo. Los demás gnomos no entraban nunca allí porque había una fuerte corriente de aire y un olor desagradable. A Dorcas, ambas cosas le iban como anillo al dedo.

Cruzó el cobertizo y se coló bajo la enorme lona, donde vivía Jekub. Le llevó un buen rato escalar hasta su posición favorita en el monstruo, incluso utilizando los pedazos de madera y cuerdas que había atado penosamente a su costado.

Cuando hubo llegado, se sentó un instante a recobrar el aliento. Al cabo, murmuró:

—Yo sólo quiero ayudar a la gente, proporcionarles cosas como la electricidad y hacer mejores sus vidas. Pero ellos nunca me lo agradecen ¿sabes? Quieren que pinte rótulos, y los pinto. Ahora, Grimma quiere combatir a los humanos. Tiene muchas ideas sacadas de los libros. Sé que lo hace para no acordarse de Masklin, pero no puede salir nada bueno de esto, recuerda mis palabras. Sin embargo, si no colaboro, las cosas no harán sino empeorar. No quiero que nadie sufra daños. La gente como nosotros no es tan fácil de reparar como vosotras, las máquinas.

Golpeó con los tacones lo que debía de ser… ¿qué parte del cuerpo de Jekub? El cuello, probablemente.

—A ti te va bien así —comentó—. Durmiendo tranquilamente todo el rato. Gozando de un buen descanso…

Dorcas miró a Jekub largamente. Después, en un susurro, añadió:

—Me pregunto si…

Transcurrieron cinco largos minutos. Dorcas apareció y reapareció entre las complejas sombras, murmurando para sí comentarios como «Está descargada; mal asunto, necesitaremos otra batería» y «Parece en orden; nada que una buena limpieza no pueda arreglar» y «Hum, no queda mucho en el depósito…

Finalmente, salió de debajo de la lona polvorienta y se frotó las manos.

Todo el mundo tenía un objetivo en la vida, se dijo. Era lo que impulsaba a cada cual.

Nisodemo quería que las cosas volvieran a ser como antes. Grimma quería que Masklin regresara. Y Masklin…, nadie sabía qué quería Masklin, exactamente; sólo sabían que se trataba de algo grande.

Pero todos ellos tenían un objetivo. Cuando uno tenía un objetivo en la vida, era como si creciese hasta medir un palmo.

Y, ahora, Dorcas había encontrado uno.

¡Y vaya uno!

El humano regresó más tarde y no lo hizo solo. Se presentó con el vehículo pequeño y otro camión mucho mayor, con las palabras «Extracciones de Grava y Piedra de Blackbury» pintadas al costado. Sus neumáticos convirtieron la fina capa de nieve en barro reluciente.

El camión, que abría la marcha carretera arriba, redujo la marcha al entrar en la zona abierta frente a la verja de la cantera y se detuvo.

No fue una detención demasiado buena. La parte trasera del camión patinó y casi golpeó el seto. El motor quedó en silencio tras un carraspeo. Se escuchó un siseo y, poco a poco, el camión se hundió ligeramente.

Dos humanos se apearon del vehículo y dieron la vuelta en torno a él, mirando los neumáticos uno por uno.

—Sólo están planos por la parte inferior —susurró Grimma desde su escondite en los arbustos.

—No te preocupes por eso —le cuchicheó Dorcas—. Es típico de los neumáticos que la parte aplastada siempre sea la de abajo. Y es sorprendente lo que se puede hacer con unos cuantos clavos, ¿verdad?

El Land Rover se detuvo detrás del camión. De él saltaron también dos humanos, que se unieron a los primeros. Uno de ellos llevaba en la mano las tenazas más grandes que Dorcas había visto nunca. Mientras el resto de los humanos se agachaba junto a uno de los neumáticos aplastados, el de las tenazas avanzó hasta la verja, aplicó la herramienta al candado y apretó.

Incluso para ser humano, le costó un esfuerzo considerable. Sin embargo, por último se escuchó un chasquido —perfectamente audible desde los matorrales— seguido de un apagado tintineo de la cadena arrojada a lo lejos.

Dorcas lanzó un gruñido. Había puesto grandes esperanzas en la cadena, puesto que era de Jekub; al menos, la había encontrado en una gran caja amarilla sujeta con tornillos a una de las partes de Jekub, de modo que era de presumir que pertenecía a éste. No obstante, lo que se había roto era el candado, no la cadena. Dorcas se sintió extrañamente orgulloso de ello.

—No lo entiendo —murmuró Grimma—. Es evidente que no los queremos aquí. Entonces, ¿por qué son tan estúpidos de presentarse?

—No será que no haya más grava y piedras en otras partes… —asintió Sacco.

El humano tiró de la verja y la abrió lo suficiente para colarse por ella.

—Se dirige a la oficina del encargado —apuntó Sacco—. Va a hacer ruidos por el teléfono.

—Yo os aseguro que no lo hará —profetizó Dorcas.

—¡Sí, seguro que está llamando a Orden! —insistió Sacco—. Le estará diciendo…, en el idioma de los humanos, por supuesto…, le estará diciendo: «Varios de nuestros Neumáticos están Aplastados».

—No —replicó Dorcas—. Lo que estará diciendo es: «¿Por qué no Funciona el Teléfono?».

—¿Y por qué no ha de funcionar? —preguntó Nuty.

—Porque yo conozco qué cables cortar —respondió Dorcas—. Mirad, ya sale otra vez.

Los gnomos observaron al humano mientras se daba una vuelta entre los barracones. La nieve había cubierto los tristes intentos de cultivar plantas de los gnomos, pero sobre la blanca superficie había numerosas pisadas de gnomo, como huellas de pajarillos. El humano no las vio. Los humanos casi nunca se daban cuenta de nada.

—Cables para tropezar —murmuró Grimma.

—¿Qué dices? —inquirió Dorcas.

—Que deberíamos tender cables disimulados para que los humanos tropezaran con ellos. Cuanto más altos sean, más dura será la caída —declaró la gnoma.

—Mientras esa caída no sea encima de nosotros… —murmuró el inventor.

—No, no. Y podríamos esparcir más clavos —continuó Grimma.

—¡Que Arnold Bros (fund. en 1905) nos proteja!

Los humanos se congregaron en torno al camión averiado. Al fin parecieron llegar a una decisión, se dirigieron al Land Rover y montaron todos en él. El vehículo no podía ir hacia adelante, de modo que retrocedió lentamente por la calzada de acceso a la cantera, dio media vuelta a la entrada de un campo de labor y se dirigió de nuevo a la carretera principal. El camión quedó abandonado frente a la verja.

Dorcas emitió un profundo suspiro.

—Tenía miedo de que alguno de ellos se quedara —murmuró.

—Pero volverán —apuntó Grimma—. Tú siempre lo dices. Los humanos volverán y arreglarán las ruedas o lo que sea que hagan.

—Entonces, será mejor que nos pongamos manos a la obra —decidió Dorcas—. ¡Vosotros, venid conmigo!

Se incorporó y se dirigió al trote hacia la carretera. Para sorpresa de Sacco, Dorcas avanzaba silbando por lo bajo.

—Bien. Ahora, lo importante es asegurarse de que no puedan moverlo —dijo, mientras sus ayudantes tenían que correr para mantenerse a su altura—. Si no logran moverlo, la calzada seguirá obstruida y, si la calzada está obstruida, no podrán traer más máquinas a la cantera.

—Buen razonamiento —afirmó Grimma con tono algo perplejo.

—Es preciso que lo inmovilicemos —repitió Dorcas—. Primero, le quitaremos la batería. Sin electricidad, no puede funcionar.

—Exacto —dijo Sacco.

—Es una gran caja cuadrada —explicó el inventor—. Serán precisos ocho gnomos, al menos, para moverla. Sobre todo, evitad que se caiga.

—¿Por qué? —intervino Grimma—. Lo que queremos es estropearlo todo, ¿no?

—Pues, pues, pues… —repitió Dorcas con tono de urgencia, como un motor que no terminara de arrancar—. Pues no, porque, porque, porque… podría ser peligroso. Sí, Peligroso. Sí. Por, por, por… el ácido y esas cosas. Tenéis que sacarla con mucho cuidado y yo me encargaré de encontrar algún sitio donde ponerla a buen recaudo. Sí, un lugar muy seguro. Poneos a trabajar enseguida. ¡Dos gnomos a la llave de tuercas!

Sus ayudantes se alejaron a la carrera.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Grimma.

—Será mejor que vaciemos el depósito de carburante —dijo Dorcas con firmeza mientras llegaban bajo la sombra del camión. Éste no era tan grande como el que los había traído desde la Tienda, pero seguía teniendo un tamaño considerable. El viejo inventor deambuló entre las ruedas hasta colocarse bajo el voluminoso depósito de carburante.

Cuatro de sus jóvenes ayudantes venían arrastrando una lata metálica vacía desde los arbustos. Dorcas los llamó y señaló el depósito.

—Ahí arriba ha de haber alguna tuerca para dejar salir el carburante —indicó—. Probad a abrirla con una llave de tuercas. ¡Pero antes aseguraos de poner la lata debajo!

Sus ayudantes asintieron con entusiasmo y se pusieron manos a la obra. Los gnomos eran buenos escaladores y tenían una fuerza considerable, para su tamaño.

—¡Y procurad no derramar una gota, por favor! —les gritó Dorcas desde el suelo.

—No veo que eso importe mucho —murmuró Grimma detrás de él—. Lo único que queremos es dejar el camión sin carburante. Dónde vaya a parar no nos importa, ¿verdad?

La gnoma dirigió otra mirada pensativa al inventor. Dorcas parpadeó, buscando apresuradamente una réplica.

—Sí que nos importa —dijo al fin—. Porque, porque, porque… ¡Ah! Porque es una materia peligrosa. Y no está bien contaminar las cosas, ¿verdad? Claro que no. Es mejor recoger ese carburante en una lata y…

—¿Ponerlo a buen recaudo? —Grimma, en tono suspicaz, empleó la misma expresión que él había utilizado antes.

—¡Exacto! ¡Exacto! —asintió Dorcas, que empezaba a sudar—. ¡Buena idea! Y ahora vamos a…

Justo a la espalda de los dos, se produjo una súbita corriente de aire acompañada de un fuerte golpe en el suelo. La batería del camión aterrizó en el mismo lugar que Grimma y Dorcas ocupaban momentos antes.

—¡Lo siento, Dorcas! —oyeron la voz de Sacco—. Era mucho más pesada de lo que creíamos y se nos ha escapado.

—¡Idiotas! —exclamó Grimma.

—¡Sí! ¡Idiotas! —gritó Dorcas—. ¡Habríais podido estropearla! ¡Bajad enseguida y llevadla al seto, deprisa!

—¡Habrían podido estropearnos a nosotros! —lo corrigió Grimma.

—Sí, sí, eso es lo que quería decir, por supuesto —contestó Dorcas, impreciso—. No te importa ayudarme a organizarlos un poco, ¿verdad, Grimma? Son buenos chicos, pero siempre muestran un entusiasmo algo excesivo, ¿sabes a qué me refiero?

Tras esto, el viejo inventor desapareció en las sombras con la cabeza vuelta hacia arriba.

—¡Está bien! —dijo Grimma, y volvió la vista hacia Sacco y sus compañeros, que descendían del camión con aire contrito—. ¡No os quedéis ahí! ¡Llevad la batería al seto! ¿No os ha dicho Dorcas que utilicéis palancas? Son cosas muy importantes, las palancas. Es asombroso lo que se puede hacer con ellas. Nosotros las empleamos mucho durante el Gran Viaje en Camión…

Dejó la frase sin terminar. Se volvió, observó la lejana figura de Dorcas y entrecerró los ojos.

«Creo que ese astuto viejo anda tramando algo», pensó.

—¡Vamos, seguid con eso! —exclamó, y echó a correr tras Dorcas.

El inventor estaba bajo el motor del camión, observando minuciosamente el amasijo de conductos oxidados. Al acercarse, Grimma escuchó claramente su voz:

—Bien… ¿qué más necesitamos ahora?

—¿Qué significa eso de «necesitamos»? —preguntó la gnoma sin alzar la voz.

—Sí, para ayudar a Jek… —Dorcas se detuvo a media palabra y dio media vuelta despacio—. Quiero decir qué más necesitamos hacer para dejar totalmente inmovilizado el camión —añadió sin pensar—. Sí, a eso me refería.

—No estarás pensando en conducir este camión, ¿verdad? —inquirió Grimma.

—No seas tonta. ¿Adonde iríamos? Con este camión no llegaríamos nunca al granero, a campo traviesa.

—Vale. Me tranquiliza oírlo.

—Sólo pretendo echarle un vistazo. El tiempo empleado en acumular conocimientos no es nunca tiempo perdido —declaró Dorcas con severidad. Después, salió a la luz por el otro lado del camión y alzó la cabeza—. Vaya, vaya… —murmuró.

—¿Qué sucede?

—Se han dejado la puerta abierta. Supongo que lo han hecho porque piensan volver pronto.

Grimma siguió su mirada. La portezuela del camión estaba, en efecto, ligeramente entreabierta.

Dorcas volvió la vista hacia el seto situado a su espalda.

—Ayúdame a buscar un palo suficientemente grueso —dijo—. Creo que podríamos subir ahí arriba a echar un vistazo.

—¿Un vistazo? ¿Qué esperas encontrar?

—Hasta que uno mira, no sabe qué puede haber —respondió Dorcas filosóficamente. Volvió a dirigir la vista debajo del camión—. ¿Qué tal van las cosas? —preguntó a sus ayudantes—. Necesitamos que vengáis a echarnos una mano.

Sacco se acercó con paso inseguro.

—Hemos conseguido ocultar esa batería tras el seto —informó— y la lata está casi llena. Ese carburante tiene un olor horrible. Y todavía queda mucho en el depósito.

—¿No podéis cerrar la llave de paso?

—Nuty lo ha intentado y ha terminado cubierta de pringue.

—Entonces, dejad que se derrame en la carretera —dijo Dorcas.

—¡Un momento! Antes has dicho que eso sería peligroso —intervino Grimma—. ¿Era peligroso mientras llenabas esa lata, y ahora ha dejado de serlo?

—Escucha: querías que detuviera el camión y lo he detenido, así que cierra la boca, ¿quieres?

Grimma lo miró, horrorizada.

—¿Qué has dicho? —exclamó. Dorcas tragó saliva.

«Bueno —pensó—, si tengo que soportar una bronca, es mejor que sea por una buena causa.»

—He dicho que cierres la boca —repitió sin alzar la voz—. No quiero ser grosero, pero es mejor que vayas a ayudar a los demás. Lo siento, pero así están las cosas. Yo estoy colaborando. No te pido que me ayudes, pero, al menos, déjame llevar las cosas a mi manera en lugar de pasarte el rato fastidiándome. Además, nunca sabes decir «por favor», o «gracias». Las personas se parecen un poco a las máquinas —añadió con aire solemne, mientras Grimma enrojecía progresivamente—, y expresiones como «por favor» o «gracias» actúan como lubricante. Las hacen funcionar mejor. ¿Ha quedado claro? —Se volvió hacia los jóvenes ayudantes, que lo miraban desconcertados—. Buscadme un palo lo bastante largo para alcanzar la cabina —les pidió—. Por favor.

Los gnomos se apresuraron a obedecer.