6

Jekub.

Jekub era suyo. Era su pequeño secreto. Su gran secreto, en realidad. Nadie más que él, Dorcas, sabía de la existencia de Jekub; ni siquiera sus ayudantes.

Un día de verano había estado revolviendo en los grandes cobertizos medio derruidos del otro lado de la cantera. En realidad, no tenía ningún propósito definido en la cabeza, salvo quizá la posibilidad de encontrar algún trozo de cable o algo parecido que pudiera serle de utilidad.

Así pues, mientras andaba husmeando entre las sombras del edificio, había levantado la vista y allí estaba Jekub.

Con la boca abierta.

Habían transcurrido unos segundos terribles hasta que los ojos de Dorcas se ajustaron a la distancia.

Desde aquel encuentro, el inventor había pasado mucho tiempo con Jekub, investigando y descubriendo cosas sobre él. Porque era él. Jekub era definitivamente macho. Un dragón terrible, viejo y herido, que parecía haber acudido allí para el sueño final. O tal vez se parecía a uno de aquellos grandes animales que Grimma le había enseñado una vez en una lámina de un libro. Los… dinoserios.

Pero Jekub no protestaba nunca ni se pasaba el tiempo preguntando a Dorcas cómo era que aún no había conseguido inventar la radio. Dorcas había dedicado muchas horas de pacífica concentración a conocer a Jekub. Daba gusto hablar con él. Era el mejor interlocutor posible, en realidad, puesto que uno no tenía que aguantar sus respuestas.

El viejo inventor sacudió la cabeza. Ahora no tenía tiempo para esas cosas. Las cosas se estaban poniendo mal.

En lugar de acudir a Jekub, fue al encuentro de Grimma. Aunque fuera una chica, siempre parecía tener la cabeza sobre los hombros.

El rincón que servía de escuela estaba bajo el suelo del viejo barracón presidido por el rótulo de «Comedor». Allí tenía Grimma su mundo privado. Ella había inventado las escuelas para niños, con el argumento de que aprender a leer y a escribir era muy difícil y resultaba preferible enseñar tales conocimientos cuando los gnomos eran muy jóvenes.

Allí guardaban también la biblioteca.

Durante las últimas horas de agitación antes de escapar de la Tienda, los gnomos habían conseguido rescatar unos treinta libros de la sección de Librería. Algunos resultaron muy útiles —Jardinería todo el año era muy consultado, y Dorcas conocía casi de memoria el Teoría básica para el ingeniero aficionado—, pero otros resultaron un tanto… difíciles y no se abrían con frecuencia.

Grimma estaba ante uno de estos últimos cuando el inventor entró en la estancia. La gnoma se mordía el pulgar como solía hacer cuando estaba concentrada.

Dorcas no pudo por menos que admirar su capacidad de lectura. Grimma no sólo era la mejor lectora de todos los gnomos, sino que tenía también una capacidad asombrosa para comprender lo que leía.

—Nisodemo está causando problemas —comentó, tomando asiento en un pupitre.

—Ya lo sé —respondió vagamente la gnoma—. Lo he oído.

Grimma cogió el borde de la hoja con ambas manos y la pasó con un gruñido de esfuerzo.

—No sé qué pretende conseguir —murmuró Dorcas.

—Poder —respondió Grimma—. Me temo que tiene aspiraciones de poder, ¿sabes?

—¿Que tiene qué? ¿Aspiradores? —inquirió Dorcas, dubitativo—. Pero si no trajimos ninguno de la Tienda. ¡Allí sí que había aparatos de ésos! «Veinte por ciento de Descuento.» «Con una Amplia Gama de Accesorios para la Limpieza de Toda la Casa» —añadió, recordando con un suspiro los viejos rótulos familiares.

—No, no se trata de eso —dijo la gnoma—. Es lo que sucede cuando no hay nadie al mando y se produce un «vacío de poder». He estado leyendo algunas cosas al respecto.

—Pero si al mando estoy yo, ¿no? —protestó Dorcas.

—No —dijo Grimma—, porque en realidad nadie te hace caso.

—¡Oh! ¡Muchas gracias!

—No es culpa tuya. Hay gente como Masklin, Angalo o Gurder, que consiguen que los demás los escuchen; otros como tú, en cambio, parece que no consiguen atraer su atención.

—¡Oh!

—Sin embargo, tú puedes hacer que te escuchen los tornillos y las tuercas. No todo el mundo es capaz de eso.

Dorcas reflexionó sobre esto último. Él nunca lo habría expresado así. ¿Era un cumplido? El inventor llegó a la conclusión de que sí.

—Cuando la gente se enfrenta a muchos problemas y no sabe qué hacer, siempre surge alguien dispuesto a decir lo que sea, con tal de conseguir más poder —explicó Grimma.

—No importa. Cuando vuelvan los expedicionarios, estoy seguro de que pondrán fin a todo esto —declaró Dorcas, con más alegría de la que sentía.

—Sí, ellos…

Grimma inició la frase, pero se detuvo. Al cabo de un rato, Dorcas advirtió que a la gnoma le temblaban los hombros.

—¿Te sucede algo? —preguntó.

—¡Ya llevan fuera más de tres días completos! —sollozó ella—. ¡Nadie ha estado ausente tanto tiempo! ¡Debe de haberles ocurrido algo!

—Hum… En fin, Masklin y los demás salieron a buscar a Su Nieto, de treinta y nueve, y no podemos estar seguros de que…

—¡Pensar que me mostré tan desagradable con él antes de irse! ¡Le hablé de las ranas y lo único que se le ocurrió responder fue no sé qué de sus calcetines!

Dorcas no tenía ni idea de a qué venía hablar de ranas. Cuando él se sentaba a hablar con Jekub, las ranas no aparecían nunca en la conversación.

—¿Qué? —murmuró.

Entre sollozos, Grimma le habló de las ranitas de las copas de los árboles.

—Estoy segura de que Masklin ni siquiera sabía de qué le estaba hablando. Y tú tampoco —concluyó.

—Bien, no sé… —murmuró Dorcas—. Te refieres a que antes el mundo era muy sencillo y ahora, de pronto, se ha llenado de cosas interesantes que nunca conocerás a fondo por mucho que vivas, ¿no es eso? Como la biología. O la climatología. Quiero decir que, antes de que vosotros, los del Exterior, llegarais a la Tienda, yo no hacía sino chapucear con las cosas y en realidad no tenía la menor idea sobre el mundo. —Poniéndose en pie, el inventor añadió—: Todavía soy muy ignorante, pero al menos lo soy de cosas realmente importantes. Como qué es el sol, o por qué llueve. Es a eso a lo que te refieres, ¿verdad?

Grimma soltó un resoplido y sonrió, pero no demasiado, pues, si había algo peor que alguien que no la entendiera, era alguien que la entendiera perfectamente y no le diese la oportunidad de lamentarse de que nadie la entendía.

—Lo que sucede —dijo por fin— es que Masklin aún me ve como la persona que conocía cuando todos vivíamos en la guarida junto al talud de la autopista. Allí siempre andaba atareada, cocinando y poniendo vendajes a los demás cuando se hacían alguna herida y…

—¡Vamos, vamos! —murmuró Dorcas, que siempre se sentía perdido cuando alguien se ponía de aquella manera. Cuando a una máquina le ocurría algo, bastaba con engrasarla o darle un empujoncito o, si nada de ello daba resultado, sacudirle un par de martillazos. Los gnomos, en cambio, no respondían bien a este tratamiento.

—Supongamos que no vuelve —murmuró Grimma, secándose las lágrimas.

—¡Pues claro que volverá! —dijo Dorcas con tono tranquilizador—. Al fin y al cabo, ¿qué podría haberle sucedido?

—¿Que qué puede haberle sucedido? Puede haber sido devorado, aplastado, pisoteado, atrapado, arrastrado por el viento. Puede haber caído en un hoyo, o… —replicó Grimma.

—Hum…, sí —dijo Dorcas—. Aparte de eso, me refiero.

—Pero voy a sobreponerme —afirmó la gnoma, alzando el mentón—. Cuando al fin regrese, Masklin no podrá decir: «¡Ah, ya veo que todo se ha desmoronado mientras he estado ausente!».

—Estupendo —declaró Dorcas—. Así quiero verte. Mantente ocupado, eso es lo que siempre digo. ¿Cómo se titula ese libro?

—Tesoro de proverbios y citas —respondió Grimma.

—¡Oh! ¿Contiene algo útil?

—Eso depende —respondió Grimma con tono distante.

—¡Oh! ¿Qué significa «proverbios»?

—No estoy segura. Algunos de ellos no tienen mucho sentido. ¿Sabes que los humanos creen que el mundo fue hecho por una especie de gran humano?

—¿Por uno solo?

—Tardó una semana en hacerlo.

—Entonces, supongo que tuvo ayuda —murmuró el inventor—. Ya sabes, para el trabajo más duro. —Dorcas pensó en Jekub. Con la ayuda de éste, se podía hacer mucho, en una semana.

—No, no. Al parecer, lo hizo sin colaboradores.

—Hum… —Dorcas reflexionó sobre esto último. Era cierto que algunas partes del mundo eran bastante toscas y que muchas cosas, como la hierba, parecían bastante sencillas; sin embargo, por lo que había oído, cada año se estropeaba todo con el frío y había que ponerlo en marcha de nuevo con la primavera y…—. No sé —continuó—. Sólo los humanos podrían creer en algo así. Calculando por encima, el trabajo llevaría varios meses.

Grimma cambió de tema.

—Masklin creía… quiero decir, cree que los humanos son mucho más listos de lo que pensamos. —Con aire pensativo, añadió a continuación—: Ojalá pudiéramos estudiarlos en profundidad. Estoy segura de que averiguaríamos…

Por segunda vez, el timbre de alarma sonó en la cantera.

En esta ocasión, la mano que lo pulsó fue la de Nisodemo.