Fue una noche llena de actividad…
El viaje hasta el viejo granero les llevaría varias horas. Primero, salieron varios grupos para señalizar el camino y hacer los preparativos generales para la marcha, además de vigilar la presencia de algún zorro. No era que éstos se dejaran ver a menudo, últimamente; un zorro tal vez se complaciera en atacar a un gnomo solitario, pero treinta cazadores aguerridos y bien armados eran un plato muy distinto y sería muy estúpido el que mostrara el menor interés por el grupo. Los pocos zorros que vivían en las cercanías de la cantera tendían a escabullirse apresuradamente en dirección contraria cada vez que veían a un gnomo, pues habían aprendido que el encuentro con éstos significaba problemas.
Algunos de los zorros habían recibido una dura lección. Poco después de que los gnomos se instalaran en la cantera, uno de aquellos animales tropezó, sorprendido y complacido, con un par de despreocupados recolectores de bayas, a los que devoró. Pero mayor aun fue su sorpresa esa noche, cuando un par de cientos de gnomos de aspecto feroz llegó a su guarida siguiendo sus huellas, prendió una hoguera en la entrada y lo alanceó hasta darle muerte cuando salió despavorido de la madriguera, con los ojos llorosos.
Masklin ya había avisado que había muchos animales a los que les gustaría zamparse un gnomo para cenar. Todos debían tener muy claro que era una cuestión de supervivencia; «o nosotros, o ellos», había dicho. Y era mejor que todos supieran enseguida quién mandaba allí. Ningún zorro debía volver a catar un bocado de gnomo. Nunca más.
Los gatos demostraron ser mucho más listos. Ninguno de ellos se acercaba a la cantera.
—Por supuesto, cabe la posibilidad de que no merezca la pena preocuparse tanto —dijo Angalo con voz nerviosa cuando rompía el alba—. Puede que no tengamos que trasladarnos.
—Además, precisamente ahora que empezábamos a asentarnos —añadió Dorcas—. De todos modos supongo que, si mantenemos la adecuada vigilancia, podríamos poner a todo el mundo en marcha en cinco minutos. Y, por la mañana, empezaremos a trasladar al granero algunas reservas de alimentos. No hay ningún mal en ello. Allí estarán, si alguna vez las necesitamos.
A veces, los gnomos habían salido de expedición hasta el límite del propio aeropuerto. En el trayecto quedaba un vertedero de basuras, que era su principal fuente de retales de tela y pedazos de alambre, y los charcos entre las piedras más allá del basurero constituían un buen paraje para los gnomos que tuvieran la paciencia necesaria para pescar. Se trataba de una excursión de un día, bastante agradable, que discurría en su mayor parte por caminos de tejones. Era preciso cruzar una carretera (o, más bien, pasarla por debajo; por alguna razón, debajo de la calzada se habían colocado meticulosamente unos conductos justo en el punto en que el camino la atravesaba. Se suponía que esos conductos eran obra de los tejones; desde luego, éstos los utilizaban con gran frecuencia.)
Masklin encontró a Grimma en su rincón-escuela, debajo de uno de los viejos barracones, supervisando una clase de escritura. La gnoma le lanzó una mirada colérica, indicó a los niños que siguieran con lo que estaban haciendo («Nicco de Mercería, ¿quieres hacer el favor de contar al resto de la clase eso que te hace tanta gracia? ¿No? Entonces, será mejor que continúes con lo que estabas haciendo») y salió al pasadizo entre los edificios en ruinas.
—Sólo he venido a decirte que nos vamos —murmuró Masklin, jugando con su sombrero entre los dedos—. Hay un grupo de gnomos que se dirige al basurero, así que iremos acompañados hasta allí.
—¿Y la electricidad? —murmuró Grimma vagamente.
—¿Qué?
—En el viejo granero no hay electricidad. ¿Recuerdas qué significa eso? Las noches sin luna, no podíamos hacer otra cosa que quedarnos en la madriguera. No quiero volver a eso.
—Bueno, puede que eso nos hiciera mejores gnomos —musitó Masklin—. No disponíamos de tantas cosas como poseemos hoy, pero teníamos…
—¡… frío, miedo, hambre e ignorancia! —terminó la frase Grimma, interrumpiéndolo—. Lo sabes muy bien. Prueba a hablarle a la abuela Morkie de los Viejos Tiempos y verás lo que te dice.
—Entonces nos teníamos el uno al otro —insistió Masklin. Grimma se miró las uñas.
—Teníamos la misma edad y vivíamos en la misma madriguera —contestó, ensimismada. Alzó la vista y añadió—: ¡Pero ahora todo es distinto! Por…, por ejemplo, están las ranas.
Masklin la miró, desconcertado; y, por una vez, Grimma pareció indecisa.
—He leído cosas sobre ellas en un libro —explicó—. Hay un sitio que se llama América del Sur, ¿sabes? Allí hay montañas donde hace calor y llueve sin cesar, y en las junglas hay unos árboles altísimos en cuyas ramas más altas se abren unas enormes flores llamadas bromelias. El agua entra en esas flores y forma pequeños charcos en su cáliz, y hay un tipo de rana que pone los huevos en esos charcos y los renacuajos nacen y crecen hasta convertirse en nuevas ranas que pasan toda su vida en las flores, entre las copas de los árboles, sin saber siquiera que existe el suelo; el mundo está lleno de cosas así y ahora lo sé y me doy cuenta de que nunca podré verlas. —Tomó aire con un jadeo y añadió—: ¡Y ahora, tú me sales con que quieres llevarme a un agujero a vivir contigo y a limpiarte los calcetines!
Masklin repasó mentalmente la parrafada de Grimma por si le encontraba algún sentido.
—¡Pero si yo no llevo calcetines! —protestó.
Al parecer, no era aquélla la respuesta que Grimma esperaba. La gnoma le hundió un dedo en el estómago y dijo:
—Masklin, eres un buen gnomo, y bastante brillante a tu modo, pero no encontrarás muchas respuestas en el cielo. ¡Es preciso que tengas los pies en el suelo, y no la cabeza en el aire!
Grimma volvió sobre sus pasos y cerró la puerta tras ella. Masklin notó las orejas como brasas ardientes.
—¡Puedo tener ambas cosas! —exclamó en dirección a la gnoma—. ¡Al mismo tiempo! —Lo pensó un poco más y agregó—: ¡Y todo el mundo puede!
Se alejó por el pasadizo entre los barracones con paso enérgico. ¡Bastante brillante a su modo! Gurder tenía razón: la educación para todos no era una buena idea. Jamás entendería a las mujeres, se dijo. Aunque viviera diez años.
Gurder había cedido el liderazgo de Artículos de Escritorio a Nisodemo. A Masklin no le agradaba demasiado aquella decisión. No era que Nisodemo fuera tonto. Muy al contrario: era muy listo, pero Masklin desconfiaba de su mente retorcida y efusiva. Nisodemo siempre parecía hervir de excitación por algo y, cuando hablaba, las palabras siempre salían precipitadamente de su boca, salpicadas de «hums» que le permitían tomar aire sin dar oportunidad que nadie lo interrumpiera. El joven gnomo tenía inquieto a Masklin y éste se lo comentó a Gurder.
—Tal vez le sobre un poco de entusiasmo —reconoció el Abad—, pero tiene el corazón donde debe.
—¿Y qué me dices de la cabeza?
—Escucha —replicó Gurder—, nos conocemos bastante bien, ¿verdad? Yo diría que nos entendemos, ¿no?
—Sí. ¿A qué viene esto?
—Entonces, yo te dejaré tomar las decisiones que afecten al cuerpo de los gnomos —dijo el Abad en un tono de voz al que faltaba muy poco para resultar amenazador—, y tú déjame a mí las que afecten a sus almas. ¿Te parece razonable?
Y así emprendieron la marcha.
Los adioses, los consejos de última hora, la organización y las cien pequeñas disputas que surgieron, pues se trataba de gnomos, carecen de importancia.
Emprendieron la marcha.
La vida en la cantera empezó a recobrar una cierta normalidad. No volvió a aparecer ningún camión ante la verja. Dorcas envió a un par de sus maquinistas ayudantes más ágiles a la valla de alambre con instrucciones de que llenaran de barro la cerradura del oxidado candado, por si acaso. También ordenó a una brigada de gnomos que enrollaran un alambre en torno a las barras centrales de la verja.
—De todos modos, no creo que eso los detenga mucho tiempo, si están decididos a entrar —comentó, sin embargo.
El Consejo, o lo que quedaba de él a aquellas alturas, asintió con aire experto, aunque, para ser francos, ninguno de ellos entendía gran cosa de artilugios mecánicos ni le interesaba el tema.
El camión volvió aquella misma tarde. Los dos gnomos que montaban guardia junto al camino volvieron corriendo a la cantera para dar la noticia. El conductor había manoseado el candado un buen rato, había tirado del alambre y, al fin, se había marchado.
—Y dijo algo —informó Sacco.
—Sí, dijo algo. Sacco lo oyó —corroboró su compañera, Nuty, de Ropa Infantil, una jovencita regordeta que llevaba pantalones y era buena maquinista, y que se había presentado voluntaria para montar guardia en lugar de quedarse en casa aprendiendo a cocinar. Las cosas estaban cambiando mucho en la cantera.
—Le he oído decir algo —repitió Sacco, servicial, por si no había quedado claro aquel extremo.
—Es cierto —confirmó Nuty—. Los dos lo oímos, ¿verdad, Sacco?
—¿Y qué fue lo que dijo? —preguntó Dorcas, animándolos a seguir.
«Realmente —se dijo el viejo inventor—, no me merezco todo esto. Y menos a estas alturas de mi vida. Tendría que estar en el taller, tratando de inventar una radio.»
—Dijo… —Sacco aspiró profundamente, abrió los ojos como platos e intentó imitar la voz humana, parecida al sonido de una sirena de niebla—: ¡Mmmaaaaaaallldddiiitttoooooosss cccrrrííííííooosss!
Dorcas miró a los demás.
—¿Alguien tiene alguna idea? Casi parece tener algún sentido, ¿verdad? Os aseguro que, si pudiéramos entenderlos…
—Ése debía de ser uno de los estúpidos —apuntó Nuty—. ¡Intentaba entrar!
—Entonces, volverá —aseguró Dorcas en tono lúgubre, y sacudió la cabeza—. Muy bien. Vosotros dos, bien hecho; ahora, volved a la vigilancia. Gracias.
Vio alejarse a los dos jóvenes, cogidos de la mano, y cruzó la cantera en dirección a la vieja oficina del encargado.
«He visto seis Campañas de Navidad —se dijo—. Seis… años, o como se llamen. Y casi otro más, creo, aunque aquí fuera es difícil estar seguro. Nadie pone rótulos para anunciar lo que sucede y la calefacción sigue apagada. Siete años. La edad en que cualquier gnomo debería tomarse las cosas con calma. Y en cambio, aquí estoy, en el Exterior, donde el mundo carece de las debidas paredes y el agua se vuelve fría y dura como el cristal algunas mañanas, y los sistemas de ventilación y calefacción están increíblemente descontrolados.»
Recobrando un poco el ánimo, Dorcas reflexionó que, como científico, encontraba tremendamente interesantes todos aquellos fenómenos. Pero le habría gustado mucho más encontrarlos tremendamente interesantes desde otro sitio más confortable y recogido, a cubierto.
A cubierto… ¡Ah, así era como se debía vivir! La mayoría de los gnomos viejos padecían de miedo al Exterior, pero a nadie le gustaba hablar del asunto. En la cantera, con sus grandes paredes de roca, no se estaba tan mal. Si no levantaba mucho la vista y evitaba mirar hacia el cuarto lado, con su terrible panorámica sobre el paisaje interminable, uno casi podía creer que volvía a estar en la Tienda. Aún así, la mayoría de los gnomos de cierta edad prefería quedarse en los barracones o en la acogedora penumbra bajo los tablones del suelo. Así se evitaban aquella horrible sensación de estar al descubierto, el espantoso efecto de que el cielo lo observaba a uno.
Los niños, en cambio, parecían muy a gusto en el Exterior. En realidad no estaban habituados a otra cosa. Como mucho, tenían un vago recuerdo de la Tienda, pero ésta no representaba gran cosa para ellos. Pertenecían al Exterior. Estaban acostumbrados a él. Y los adultos y jóvenes que salían a cazar y recolectar…, en fin, a los gnomos varones siempre les gustaba demostrar su valentía, ¿verdad? Sobre todo, delante de otros gnomos. Y de las jóvenes gnomas.
«Por supuesto, como científico y como gnomo razonable que soy —se dijo Dorcas—, sé que en realidad no estábamos destinados a vivir perpetuamente bajo los tablones del suelo. Pero, a mi edad, me siento ya un poco decrépito y he de reconocer que me resultaría reconfortante poder leer alguno de los viejos rótulos. “Increíbles Rebajas” por ejemplo, o cualquier pequeño anuncio de “Mañana, Primer Día de la Venta Liquidación”. No haría ningún mal y estoy seguro de que me sentiría mejor. Lo cual es totalmente absurdo, por supuesto, desde el punto de vista lógico.»
«Es lo mismo que eso de Arnold Bros (fund. en 1905) —continuó pensando Dorcas, abatido—. Estoy seguro de que no existe como me enseñaron cuando era pequeño. Pero cuando veía cosas como “Si No Encuentra Lo Que Busca, Pídalo, Por Favor” en las paredes, uno sentía que, de algún modo, todo estaba como era debido».
«Estos pensamientos no son propios de un gnomo razonable y lógico», se dijo al fin.
Junto a la puerta de la oficina del encargado, la madera tenía una rendija. Dorcas se escurrió por ella hasta la acogedora penumbra del subterráneo y avanzó trastabillando hasta encontrar el interruptor.
El viejo inventor se sentía bastante orgulloso de aquella idea. En la parte exterior de la oficina, en la pared, había un gran timbre rojo, probablemente para que los humanos pudieran oír el teléfono cuando había mucho ruido en la cantera. Dorcas había modificado los cables de modo que podía hacerlo sonar a voluntad.
Pulsó el interruptor.
Al instante, los gnomos acudieron corriendo desde todos los rincones de la cantera. Dorcas aguardó a que terminara de llenarse el espacio bajo los tablones de la oficina y luego arrastró una caja de cerillas vacía para utilizarla de estrado.
—El humano ha vuelto —anunció—. No ha entrado, pero seguirá intentando hacerlo.
—¿Qué me dices de tu alambre? —intervino uno de los gnomos presentes.
—Me temo que existen unas herramientas llamadas cizallas de alambrada.
—En cuanto a esa teoría tuya de que…, hum…, de que los humanos son inteligentes, ¡un humano realmente inteligente sabría que no debe entrar donde…, hum…, donde no se lo aprecia! —murmuró Nisodemo con acritud.
A Dorcas le gustaba ver a los jóvenes gnomos llenos de energía, pero Nisodemo vibraba con una vehemencia especialmente ansiosa que resultaba desagradable de ver. Por eso le dirigió la mirada más severa que pudo poner.
—Los humanos de ahí fuera podrían ser distintos a los de la Tienda —replicó—. De todos modos…
—¡Debe de haberlo enviado Orden! —dijo Nisodemo—. ¡Y viene a castigarnos!
—Nada de eso. No es más que un humano —insistió Dorcas. Nisodemo le lanzó una mirada colérica mientras el viejo inventor añadía—: Bien, creo que deberíamos enviar ya a algunas gnomas y a los pequeños al gr…
Se escuchó un ruido de pisadas corriendo en el exterior, e instantes después, los centinelas de la verja asomaron a través de la rendija.
—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —jadeó Sacco—. ¡El humano ha vuelto!
—Está bien, está bien —respondió Dorcas—. No os preocupéis, no puede…
—¡No! ¡No! —aulló Sacco, dando brincos—. ¡Trae una herramienta con dos filos cortantes! ¡Ha cortado el alambre y la cadena que cierra la verja y ha…!
Los gnomos no escucharon el resto del relato.
No fue necesario.
El ruido de un motor que se acercaba lo dijo todo.
Se hizo tan potente que todo el barracón tembló. Entonces, de pronto, el ruido cesó dejando tras él un silencio tan desagradable que aun resultó peor. Se oyó el chasquido de una puerta metálica al cerrarse y, a continuación, el crujido y el rechinar de la puerta del barracón.
Después, unas pisadas. Los tablones sobre las cabezas de los gnomos se pandearon y derramaron unas nubéculas de polvo mientras las pisadas, grandes y pesadas, recorrían la oficina.
Los gnomos permanecieron en completo silencio. Lo único que movieron fue los ojos, pero esto lo hicieron en perfecta sincronía con las pisadas, marcando la posición de cada una, desplazándose a un lado y a otro mientras el humano cruzaba la estancia encima de ellos. Un bebé empezó a gimotear.
Oyeron unos timbres y, a continuación, el sonido apagado de la voz del humano haciendo sus habituales ruidos incomprensibles.
El humano estuvo hablando un rato. Luego, sus pisadas abandonaron el barracón. Los gnomos las oyeron crujir en el exterior, seguidas de otros ruidos. Unos sonidos desagradables, estentóreos, metálicos.
—Mamá —dijo un pequeño gnomo—. Quiero ir al baño, mamá…
—¡Chist!
—¡Lo digo en serio, mamá!
—¿Quieres callarte?
Todos los gnomos siguieron inmóviles y mudos mientras continuaban los ruidos a su alrededor. Bueno, casi todos. Un chiquillo saltaba nervioso de un pie a otro, con la cara cada vez más encendida.
Al fin, los ruidos cesaron. Sonó el chasquido de la portezuela del camión al cerrarse, el gruñido del motor al ponerse en marcha, y los gnomos oyeron el rumor del vehículo que se alejaba.
En voz muy baja, Dorcas susurró:
—Creo que ya podemos respirar.
Cientos de gnomos exhalaron un suspiro de alivio.
—¡Mamá!
—Sí, hijo. Ya está. Puedes ir.
Y tras el suspiro de alivio, el estallido de los comentarios. Y una voz alzándose sobre las demás:
—¡En la Tienda nunca sucedió algo parecido! —exclamó Nisodemo, encaramado a la mitad de un ladrillo—. Yo os pregunto, gnomos, ¿es esto lo que nos…, hum…, nos indujeron a esperar?
Hubo un coro de murmullos, de “noes” y “síes”, mientras Nisodemo añadía:
—Hace un año, estábamos a salvo en la Tienda. ¿Recordáis cómo era la Campaña de Navidad? ¿Recordáis cómo era la Sección de Alimentación? ¿Alguien recuerda…, hum…, los asados y los pavos rellenos?
Se oyó un par de turbados vítores y Nisodemo mostró una expresión de triunfo.
—Y aquí estamos ahora, en esa misma época del año…, bueno, dicen que es la misma época del año —se corrigió con ironía—, ¡y lo único que esperamos comer son unas cosas llenas de bultos que crecen en la tierra! ¡Hum! Y la carne no es carne de verdad, sino sólo animales muertos y partidos en pedazos. ¡Animales muertos de verdad y hechos pedazos de verdad! ¿Es esto lo que queréis que conozcan vuestros… hum…, vuestros hijos? ¿Queréis que obtengan la comida cavando? ¡Y ahora nos vienen con que tal vez tengamos que irnos a un granero que no tiene ni siquiera tablones en el suelo bajo los cuales poder vivir como indicó Arnold Bros (fund. en 1905)! ¿Qué vendrá después?, nos preguntamos. ¿Vivir al raso en alguna otra parte? ¡Hum! ¿Queréis saber qué es lo peor de todo esto? Os lo diré. —Señaló con el dedo a Dorcas y continuó—: ¡Esos que parecen darnos órdenes a todos son los mismos que… hum…, que nos metieron en este embrollo desde el principio!
—¡Vamos, Nisodemo, deja ya de…! —inició una protesta Dorcas.
—¡Todos sabéis que tengo razón! —exclamó Nisodemo—. ¡Pensadlo bien, gnomos! ¿Por qué, en el bendito nombre de Arnold Bros (fund. en 1905), tuvimos que dejar la Tienda?
Se oyeron algunos vagos vítores más y estallaron varias discusiones entre los presentes.
—No seas estúpido —dijo Dorcas—. ¡La Tienda iba a ser demolida!
—¡Eso no lo sabemos! —replicó a gritos Nisodemo.
—¡Claro que sí! —rugió Dorcas—. ¡Masklin y Gurder vieron…!
—¿Masklin y Gurder? ¿Y dónde están ahora, eh?
—Han ido a…, bueno, han ido a… —intentó responder el viejo inventor. Dorcas sabía que no era muy bueno para aquello. ¿Por qué había tenido que tocarle a él? Él prefería revolver con cables, tuercas y demás. Las tuercas no le gritaban a uno.
—¡Sí, se han ido! —Nisodemo bajó la voz hasta convertirla en una especie de torvo siseo—. ¡Pensad en ello, gnomos! ¡Utilizad vuestro…, hum…, cerebro! En la Tienda, sabíamos dónde estábamos, las cosas funcionaban y todo era exactamente como Arnold Bros (fund. en 1905) estableció. Y, de pronto, nos encontramos aquí fuera. ¿Recordáis cómo despreciábamos a los del Exterior? ¡Pues bien, ahora los del Exterior somos nosotros! ¡Hum! ¡Y vuelve a reinar el pánico, y así seguirán para siempre las cosas…, hasta que nos enmendemos y Arnold Bros (fund. en 1905) tenga a bien permitirnos regresar a la Tienda como gnomos mejores y más sabios!
—Aclaremos eso —intervino un gnomo—. ¿Estás diciendo que el Abad nos ha mentido?
—No estoy diciendo tal cosa —respondió Nisodemo con expresión de desdén—. Sólo pretendo exponeros los hechos. Hum. Eso es lo único que hago.
—Pero…, pero…, pero el Abad ha ido a buscar ayuda —apuntó una gnoma, preocupada—. Y, al fin y al cabo, estoy segura de que la Tienda fue demolida. Quiero decir que…, que de lo contrario no habríamos tenido que sufrir todos estos problemas, ¿verdad? No… —La gnoma parecía desconcertada.
—De una cosa estoy seguro —dijo el gnomo que estaba a su lado—. Podéis decir lo que queráis, pero no me gusta ese viejo granero del que habla todo el mundo. Allí ni siquiera hay electricidad.
—Sí, y está en medio de… —empezó a decir otro de los presentes, y enseguida bajó la voz—. En fin…, de las cosas. Ya sabéis a qué me refiero.
—Eso es —asintió un gnomo ya anciano—. De las cosas. Yo las he visto. Hace un par de meses, mi hijo me llevó a recoger moras ladera arriba de la cantera, y entonces las vi.
—A mí no me importa verlas desde cierta distancia —declaró la preocupada gnoma—. Es la idea de estar en medio de ellas lo que me causa escalofríos.
A los reunidos ni siquiera les gustaba pronunciar las palabras «campo abierto», se dijo Dorcas. El viejo inventor sabía muy bien cómo se sentía.
—Aquí, en la cantera, se está bastante cómodo, lo reconozco —dijo el primer gnomo—. Pero todo eso que existe en el Exterior… ¿cómo se llama? Empieza con N…
—¿Naturaleza? —apuntó Dorcas débilmente. Nisodemo sonreía desquiciadamente, con los ojillos brillantes.
—Exacto —dijo el gnomo—. Pues bien, esa Naturaleza no tiene nada de natural. Y es demasiado extensa. Esto no se parece en nada a un mundo como es debido. Basta con echarle un vistazo. El suelo es áspero y desigual, cuando debería ser liso. Apenas hay paredes. Y todas esas luces como estrellas que salen por las noches…, en fin, no ayudan a mejorar las cosas, ¿verdad? Y, ahora, esos humanos se meten donde quieren y no existe un Reglamento pertinente, como lo había en la Tienda.
—¡Por eso Arnold Bros Fundó la Tienda en mil novecientos cinco! —exclamó Nisodemo—. ¡Para proporcionar a los gnomos un lugar conveniente donde vivir!
Con un leve tirón de orejas a Sacco, Dorcas atrajo al joven centinela hacia sí.
—¿Sabes dónde está Grimma?
—¿No está aquí?
—Estoy seguro de que no —dijo Dorcas—. Si estuviera, seguro que ya habría hecho algún comentario mordaz. Debe de haberse quedado con los niños en el rincón de la escuela al sonar la alarma. Mejor así.
Nisodemo tenía algún plan en la cabeza, se dijo el viejo inventor. No sabía de qué se trataba, pero aquello olía mal.
Y la situación empeoró a medida que avanzó el día, sobre todo desde que empezó a caer la lluvia. Una lluvia desagradable, helada. Aguanieve, según la abuela Morkie. Tenía un tacto pastoso, no del todo agua pero tampoco del todo hielo. Una lluvia con huesos.
De algún modo, aquella aguanieve parecía abrirse paso allí donde la lluvia normal no había conseguido llegar. Dorcas organizó a los gnomos jóvenes para que abrieran varias zanjas de drenaje y encendió alguna de aquellas grandes bombillas eléctricas para calentar el lugar. Los gnomos más viejos se sentaron en cuclillas alrededor de ellas, entre gruñidos y estornudos.
La abuela Morkie hizo cuanto pudo por animar a los demás. Dorcas llegó a desear profundamente que la vieja gnoma se callara.
—Esto no es nada —decía la abuela—. Recuerdo la Gran Inundación. ¡Nuestra guarida se hundió y pasamos días helados y empapados! —Soltó una risotada entrecortada y se meció adelante y atrás—. ¡Éramos como ratas mojadas! Sin nada seco que ponernos y sin poder encender fuego en una semana, ¿sabéis? ¡Ésa sí que fue buena!
Los gnomos de la Tienda la miraron con escalofríos.
—Y eso de tener que cruzar por campo abierto no debe preocuparos —continuó la gnoma en tono distendido—. Nueve de cada diez veces no aparece ningún animal que la devore a una.
—¡Oh, querida! —dijo otra gnoma con voz desmayada.
—Sí, yo he estado en campo abierto cientos de veces. Es coser y cantar si una se arrima al seto y mantiene los ojos bien abiertos. Casi nunca es preciso correr mucho —añadió la abuela.
A nadie le mejoró el ánimo cuando corrió la noticia de que el Land Rover había aparcado justo en el terreno donde habían decidido plantar las semillas. Los gnomos habían dedicado mucho tiempo, durante el verano, a picar el duro suelo hasta convertirlo en algo parecido a un campo de labor. Incluso habían plantado semillas, que no habían brotado. Ahora, en el terreno había dos grandes rodadas y, en la verja, un candado nuevo y su correspondiente cadena.
El aguanieve ya estaba llenando las rodadas. Un poco de aceite vertido por el vehículo formaba una película irisada en la superficie.
Y, durante todo el día, Nisodemo no dejó de recordarle a la gente cuánto mejor habían estado en la Tienda. En realidad, no era necesario mucho para convencerlos. Al fin y al cabo, la vida en la Tienda había sido mejor, en efecto. Mucho mejor.
Era cierto, se dijo Dorcas, que podían procurarse calor y comida en abundancia, aunque había un límite a la diversidad de modos de cocinar conejo y patatas. El problema era otro: Masklin había pensado que, una vez en el Exterior, todos los gnomos se pondrían a cavar, a construir, a cazar y a afrontar el futuro con gesto decidido y una radiante sonrisa. Muchos de los gnomos jóvenes lo estaban haciendo bastante bien, había que reconocerlo, pero los de más edad estaban demasiado aferrados a las viejas costumbres. A Dorcas no le importaba, pues le gustaba chapucear en cualquier cosa y podría ser de utilidad, pero los demás… En fin, su única auténtica ocupación era refunfuñar, y se habían convertido en verdaderos expertos en ello.
¿Qué juego debía llevarse entre manos Nisodemo? En opinión del viejo inventor, el joven gnomo era demasiado vehemente.
Ojalá Masklin estuviera de vuelta, se dijo.
Incluso el joven Abad, Gurder, no estaba mal.
Ya llevaban tres días fuera.
Ante aquel estado de cosas, Dorcas comprendió que se sentiría mejor si iba a buscar a Jekub.