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—El Invierno —explicó Masklin con firmeza—. Se llama Invierno.

El Abad Gurder lo miró con aire ceñudo.

—No nos habías dicho que sería así —murmuró—. Hace mucho frío…

—¿Frío? —intervino la abuela Morkie—. ¿A esto lo llamas hacer frío? ¡Espera a que empiece a hacerlo de veras! —Masklin advirtió que la abuela se divertía con aquello. A la vieja gnoma siempre le había gustado anunciar calamidades; era lo que la mantenía viva—. Cuando empiece a hacer frío en serio… ¡entonces sabréis lo que es una buena helada! ¡Ya veréis cuando el agua caiga del cielo en pedacitos de hielo! —La abuela Morkie se echó hacia atrás en su asiento con aire triunfal—. ¿Qué haréis cuando eso suceda? ¿Eh?

—No es preciso que nos hables como si fuéramos niños —respondió Gurder con un suspiro—. Sabemos leer, ¿recuerdas? Y conocemos muy bien la nieve.

—Es cierto —asintió Dorcas—. En la Tienda había postales con imágenes de nieve. Cada vez que llegaba la Campaña de Navidad. Sí, sabemos qué es la nieve. Es una cosa brillante.

—Y están los tordos —añadió Gurder.

—Bueno… En realidad, el Invierno es un poco más que eso… —empezó a decir Masklin, pero Dorcas le indicó que callara con un gesto de la mano.

—No creo que debamos preocuparnos —aseguró—. Estamos a cubierto, las reservas de alimentos parecen adecuadas y sabemos dónde conseguir más si es preciso. Si nadie tiene más cuestiones que plantear, podríamos dar por concluida la reunión, ¿de acuerdo?

Todo iba bien. O, al menos, no iba mal del todo.

Naturalmente, seguían abundando las escaramuzas y rivalidades entre las diversas familias, pero los gnomos llevaban en la sangre ese modo de comportarse. Por eso habían instituido el Consejo, que parecía cumplir con su cometido.

A los gnomos les gustaba discutir y el Consejo de Conductores significaba una oportunidad de debatir una cuestión sin tener que llegar a las manos con el oponente.

De todos modos, era curioso. En la Tienda, las grandes familias de las diversas secciones habían mandado en ellas. Ahora, en cambio, todas las familias estaban mezcladas y, además, en la cantera no había secciones, pero, casi por instinto, los gnomos perseguían un orden jerárquico. En el mundo siempre había existido una clara división entre quienes decían a los demás qué hacer y quienes cumplían las indicaciones de otros. Así, de manera un tanto extraña, estaba surgiendo una nueva casta de líderes.

Eran los Conductores.

Pertenecer a ellos o no dependía de dónde hubiera estado uno durante el Gran Viaje en Camión. Si uno estaba entre los gnomos que habían hecho éste en la cabina del camión de reparto, era un Conductor. Todos los demás eran simples Pasajeros. No se comentaba mucho al respecto. La división no era oficial ni nada parecido; sólo sucedía que la mayor parte de los gnomos y gnomas consideraba que cualquiera capaz de llevar el Camión hasta allí tenía que ser el tipo de persona que sabía lo que se hacía.

Ser un Conductor no era un seguro de diversión. Un año atrás, antes de descubrir la Tienda, Masklin se había tenido que pasar los días cazando. Ahora, sólo salía de caza cuando le apetecía; los gnomos más jóvenes de la Tienda se encargaban de hacerlo regularmente y, al parecer, estaba mal visto que un Conductor se dedicara a ello. Los gnomos extraían patatas y recogieron una gran cosecha de maíz de un campo cercano, incluso después de que pasaran por él unas grandes máquinas. Masklin habría preferido que los gnomos cultivaran sus alimentos, pero no parecían tener la habilidad precisa para hacer crecer las semillas en el terreno rocoso de la cantera.

En cualquier caso, disponían de alimento y eso era lo principal. Masklin veía a su alrededor a miles de gnomos desarrollando sus vidas, formando familias, estableciéndose.

Regresó dando un paseo hasta su refugio privado, bajo uno de los barracones semiderruidos de la cantera. Al cabo de un rato, tomó una decisión y sacó la Cosa de su agujero en la pared.

La Cosa no tenía encendida ninguna de sus luces. No se iluminarían hasta que tuvieran cerca unos cables eléctricos; entonces, la Cosa cobraría vida y hablaría. En la cantera había algunos cables y Dorcas los había puesto en funcionamiento, pero Masklin aún no había acercado la Cosa a ellos. Aquella caja negra hablaba de una manera que siempre lo llenaba de inquietud.

Aun así, el gnomo estaba muy seguro de que la Cosa podía escucharlo perfectamente.

—El viejo Torrit murió la semana pasada —dijo después de un rato—. Nos sentimos un poco tristes, pero, al fin y al cabo, ya era muy anciano y sólo se murió. Quiero decir que ningún animal se lo comió ni lo aplastó ni nada parecido.

La reducida tribu de Masklin había vivido, antes que en la Tienda, en un talud junto a la autopista, al lado de unos campos llenos de seres deseosos de dar cuenta de un gnomo fresco. La idea de morir, simplemente, porque a uno no le quedaba más vida resultaba insólita para Masklin y los suyos.

—Así pues —continuó—, lo enterramos al borde del patatal, muy hondo para que no lo alcance el arado. Me parece que los gnomos de la Tienda todavía no entienden muy bien lo del entierro. Creen que va a brotar o algo así. Supongo que se confunden con lo que uno hace con las semillas. Por supuesto, no saben nada de cultivos. Eso es debido a haber vivido en la Tienda, ¿sabes? Todo esto es nuevo para ellos. No dejan de protestar por tener que comer cosas que salen del suelo; les parece que no son naturales. Y aún están convencidos de que la lluvia procede de algún sistema de aspersores. Para mí que conciben el mundo del Exterior como otra Tienda de mayores dimensiones. Hum…

Contempló el dado insensible unos instantes mientras exprimía su mente buscando algo más que decir.

—Sea como fuere, la muerte de Torrit ha convertido a la abuela Morkie en la gnoma de más edad —añadió finalmente—. Y eso significa que tiene derecho a un asiento en el Consejo, pese a ser mujer. El Abad Gurder protestó al enterarse, pero todos le dijimos que muy bien, que se lo comunicara él mismo; Gurder no lo ha hecho, de modo que la abuela ocupa su sitio en las reuniones. Hum…

Masklin se miró las uñas. La Cosa tenía un modo de escuchar que resultaba de lo más desconcertante.

—Todo el mundo anda preocupado con el Invierno. Hum… Pero tenemos almacenada gran cantidad de patatas y aquí abajo estamos bastante abrigados. De todos modos, Gurder y los suyos tienen ideas muy curiosas. En la Tienda decían que al llegar la Campaña de Navidad aparecía ese ser monstruoso llamado Santa Claus.[1] Sólo espero que no nos haya seguido hasta aquí. Hum…

Se rascó una oreja y agregó:

—En conjunto, todo va bien. Hum…

Se inclinó más cerca de la Cosa y susurró:

—¿Sabes qué significa eso? Si uno piensa que todo va bien, siempre surge algún problema que no se había previsto. Eso es lo que significa. Hum…

El cubo negro casi pareció mostrarse comprensivo.

—Todos dicen que me preocupo demasiado, pero yo sigo pensando que toda cautela es poca. Hum… —A Masklin no se le ocurrió nada más que decir—. Hum… Me parece que no hay más noticias, de momento.

Levantó la Cosa y la devolvió a su escondite. El gnomo había estado a punto de contarle su discusión con Grimma, pero luego había decidido que era un asunto, en fin, demasiado personal.

Todo era consecuencia de leer tantos libros; sí, eso tenía la culpa de todo. No debería haber permitido que Grimma aprendiera a leer y empezara a llenarse la cabeza con cosas que no necesitaba saber. Gurder estaba en lo cierto: a las mujeres se les calentaba el cerebro. Últimamente, el de Grimma parecía en perpetuo estado de ebullición.

Masklin se había presentado ante ella y le había dicho que, después del Gran Viaje en Camión y ya mejor instalados en su nuevo hogar, era momento de que Grimma y él se casaran como hacían los gnomos de la Tienda, con el Abad murmurando palabras raras y todo el ceremonial.

Y ella le había respondido que no estaba segura.

Él le había contestado que el asunto no funcionaba de aquel modo: a una la pedían en matrimonio, se celebraba la boda, y eso era todo.

Pero ella había replicado que las cosas ya no eran así.

Masklin se había quejado a la abuela Morkie pensando que encontraría apoyo en ella, pues la abuela era una gran amante de las tradiciones. «Abuela —le había dicho—, Grimma no quiere hacer lo que le digo.»

Pero ella había contestado: «¡Menuda suerte! ¡Ojalá yo no hubiera hecho lo que me decían, cuando era joven!».

Entonces, el gnomo había llevado su protesta ante Gurder y éste le había dicho que, en efecto, Grimma había actuado mal y que las jóvenes deberían hacer lo que se les indicaba. Pero cuando Masklin le había insistido: «¡Muy bien! Entonces, ve a decírselo», Gurder había añadido:

«Bueno, yo…, Grimma tiene muy mal genio, ya sabes. Tal vez sería mejor dejar el asunto pendiente, de momento. Después de todo, éstos son tiempos de muchos cambios y…»

Tiempos de cambios. Bien, en eso el Abad tenía mucha razón. Y Masklin había provocado la mayoría de aquellos cambios. Había tenido que obligar a los gnomos a pensar de manera distinta para abandonar la Tienda. Los cambios eran necesarios. Cambiar estaba bien. Él estaba por completo a favor de los cambios.

A lo que era absolutamente reacio era a que las cosas no siguieran como estaban.

Su lanza estaba arrinconada en una esquina. Qué patética parecía aquella arma, ahora. Una simple punta de pedernal sujeta al asta con una tosca cuerda. Ahora disponían de sierras y otras cosas traídas de la Tienda y podían emplear metales. Masklin contempló la lanza largo rato. Después, la empuñó y salió a dar una vuelta para pensar en profundidad sobre las cosas y el lugar que le correspondía en ellas. O, como habría dicho otra gente, a hacerse una buena comida de coco.

La vieja cantera estaba a media altura de la ladera. Encima de ella se alzaba una pronunciada pendiente de hierba que, a su vez, se convertía en una maraña de zarzas y matorrales espinosos. Más allá se extendían los sembrados.

Debajo de la cantera, una pista sin asfaltar serpenteaba entre setos descuidados hasta la carretera principal. Tras ésta se divisaba la Vía del Tren, nombre que recibían dos largas líneas de metal apoyadas sobre grandes bloques de madera. Por estos raíles pasaban de vez en cuando unos vehículos como camiones muy grandes, enganchados uno detrás de otro.

Los gnomos todavía no habían descifrado por completo la naturaleza de aquella Vía del Tren; pero, evidentemente, se trataba de algo peligroso porque desde la cantera se veía una carretera que las cruzaba y, cada vez que se acercaba una de aquellas largas caravanas por los raíles, bajaban dos verjas en la intersección.

Los gnomos sabían para qué servían las verjas. Las había en los campos, para evitar que las cosas salieran de ellos. Por lo tanto, era lógico deducir que las verjas tenían la misión de impedir que la serpiente de camiones enganchados escapara de sus raíles y corriera sin control por las carreteras.

Detrás de la vía había más campos, algunos cascajales —buenos para la pesca, según los gnomos aficionados a practicarla— y luego estaba el aeropuerto.

Durante el verano, Masklin había pasado muchas horas observando los aviones. Éstos corrían por el suelo y luego se elevaban rápidamente, como pájaros, y se hacían más y más pequeños hasta desaparecer.

Y esto último era lo que más le preocupaba. Sentado en su piedra favorita, bajo la lluvia que empezaba a caer, Masklin volvió a pensar en ello. Eran tantas las cosas que lo inquietaban últimamente que se le amontonaban en la cabeza, pero debajo de todas ellas estaba siempre aquel gran interrogante.

Los gnomos tendrían que llegar a donde iban los aviones. Así lo había dicho la Cosa cuando todavía le hablaba. Masklin había sabido por ella que los gnomos habían llegado del cielo. De más allá del cielo, en realidad, lo cual resultaba un poco difícil de entender porque, sin duda, lo único que podía haber más allá del cielo era más cielo. Pues bien, de allí procedían y allí debían regresar. Era su…, algo que empezaba con D. Desatino. Sí, aquél era su desatino. Una vez, los gnomos habían tenido mundos propios. Y, por alguna razón, habían naufragado allí. Sin embargo —esto era lo preocupante—, esa cosa llamada «nave», el avión que surcaba el cielo más allá del cielo, volando entre las estrellas, seguía aún allí arriba, en alguna parte. Los primeros gnomos la habían dejado atrás para descender en otra nave más pequeña, pero ésta se había estrellado y los gnomos no habían podido volver.

Y él, Masklin, era el único que sabía todo aquello.

El viejo Abad, el antecesor de Gurder, también estaba en el secreto. Grimma, Dorcas y Gurder lo conocían parcialmente, pero eran gnomos prácticos de mente activa y en aquellos días había mucho que organizar.

Lo que sucedía era que todos se estaban instalando. Masklin se daba cuenta de que iban camino de convertir aquel lugar en su mundo, igual que había sucedido con la Tienda. Allí pensaban que el techo era el cielo, y aquí creen que el cielo es el techo.

Se quedarían allí y…

Por la pista de la cantera subía un camión. Era una presencia tan inesperada que Masklin advirtió que llevaba un buen rato mirándolo antes de reconocer lo que veían sus ojos.

—¡No había nadie de guardia! ¿Por qué no había nadie de guardia? ¡Quedamos en que siempre habría alguien vigilando!

Media docena de gnomos se escurrieron entre los matorrales agostados hacia la verja de la cantera.

—Le tocaba el turno a Sacco —murmuró Angalo.

—¡No es verdad! —siseó el nombrado—. Recuerda que ayer me pediste que cambiáramos la guardia porque…

—¡No importa a quién tocara! —lo cortó Masklin a gritos—. ¡No había nadie de guardia! ¡Y debería haberlo habido! ¿De acuerdo?

—Lo siento, Masklin.

—Sí, yo también lo siento, Masklin.

El grupo ascendió un ligero terraplén y echó cuerpo a tierra tras un montoncillo de hierba seca.

Comparado con los camiones que conocían, el intruso era pequeño. Un humano se había apeado ya y estaba haciendo algo junto a la verja que conducía a la cantera.

—Es un Land Rover —apuntó Angalo con aire presumido. Antes del Gran Viaje en Camión, el joven gnomo había pasado mucho tiempo en la Tienda leyendo todo cuanto encontraba sobre automóviles. Le encantaban—. En realidad, no es un camión; es más un vehículo para transportar humanos por…

—El humano está pegando algo en la verja —dijo Masklin.

—En nuestra verja —lo corrigió Sacco con aire de desaprobación.

—Es un poco extraño —murmuró Angalo. El humano volvió al vehículo con el paso lento y pesado, casi sonámbulo, propio de su especie. Finalmente, el Land Rover dio la vuelta y se alejó con un rugido.

—Venir hasta aquí arriba sólo para pegar un papel en la verja —volvió a murmurar Angalo mientras los gnomos se incorporaban—. ¡Así son los humanos!

Masklin frunció el entrecejo. Los humanos eran grandes y estúpidos, sin duda, pero tenían algo de imparables y parecían estar dominados por los papeles. En la Tienda, había sido un fragmento de papel el que había dicho que iba a ser demolida y, efectivamente, así había sucedido. Tratándose de papeles, uno no podía confiar en los humanos.

Señaló la oxidada tela metálica, fácil de escalar para un gnomo ágil.

—Sacco —dijo—, será mejor que subas a buscar ese papel.

A kilómetros de distancia, otro pedazo de papel se agitaba, prendido en el seto. Unas gotas de lluvia tamborilearon sobre sus palabras descoloridas por el sol y empaparon el papel hasta dejarlo saturado de agua y…

… Y la hoja de periódico se desgarró. Liberado, el papel cayó aleteando sobre la hierba. Un soplo de brisa le arrancó un susurro.