Capítulo 9

A partir de ese ascenso los días para Rebeca empezaban muy temprano y terminaban, la mayoría de las veces, demasiado tarde. Su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Tenía que terminar las estadísticas, ultimar los preparativos del viaje a París, estaba pendiente de la finalización de las obras en los despachos, y sabía que en cuanto regresara del viaje tendría que encargarse de la contratación de los nuevos abogados. No tenía tiempo para nada más, casi ni para Pizza.

En las escasas ocasiones que se relajaba en su casa, por su mente se cruzaba aquel hombre, Paul. Cerraba los ojos y le veía con aquel traje negro en la fiesta, pero inmediatamente en sus divagaciones irrumpía la morena que se había acercado a él. Cada vez que lo recordaba, se regañaba. No debía pensar en él. Seguramente no volvería a verle en su vida. Lo que ella no sabía era que aquel hombre que ocupaba ocasionalmente sus pensamientos, a menudo la veía regresar a su casa por las noches. La esperaba dentro del coche, con la intención de reunir valor para acercarse a ella, pero ese valor se esfumaba en cuanto la veía aparecer.

Pasaron las semanas y con ellas el viaje a París, que fue todo un éxito. Un sábado, cuando se dirigía a casa de su amiga Carla, decidió pasar a una tienda infantil para comprarle algo a Noelia, la hija de Carla. Ella era la madrina de la pequeña. Una preciosa niña pelirroja de once meses, nacida de la relación entre Carla y Alfonso.

Entró en la tienda decidida a comprarle una preciosa camiseta de gatitos que había visto en el escaparate y, cuando se dirigía a la caja para pagarlo, vio unos muñecos graciosísimos. Estaba agachada mirándolos de cerca cuando oyó una voz familiar; se volvió y vio a Lorena, la hija de Paul, con una chica de su edad más o menos.

¡Increíble!

Cuando se cercioró de que no estaba su padre con ella, se acercó para saludarla.

—Pero bueno, ¡mira quién está aquí! —dijo agachándose a su lado.

La niña, al verla, y sobre todo al reconocerla, sonrió y la abrazó con fuerza.

—¡Rebeca! —gritó encantada. Y mirando a los lados, preguntó—: ¿Dónde está Pizza?

—En casa, cielo. Ella no puede entrar en las tiendas, es muy juguetona y lo tiraría todo. ¿Qué tal estás, preciosa?

—Yo bien, pero… ¿por qué no vienes nunca a casa? —preguntó arrugando el entrecejo—. Papi me dijo que como tenías mucho trabajo no podías venir. Pero yo quiero que vengas y traigas a Pizza.

Rebeca sonrió nerviosa ante las cuestiones que le planteaba aquella pequeña, y para cambiar de tema le preguntó:

—¿Dónde está tu abuelita, cariño? Por cierto, ¿se acordó Papá Noel de ti?

—Oh sí… —asintió la cría abriendo desmesuradamente los ojos—. Me trajo muchas cosas, incluso un perrito de peluche que se llama Pizza.

—Vaya… ¡eso es genial! —rio Rebeca.

—También me trajo la Barbie mechones de moda, la casa rosa de Barbie, incluso una moto de verdad para mí —añadió orgullosa—. Pero ha dicho papi que es para cuando vayamos a la casa del campo. ¿Y a ti qué te trajeron?

Con gesto desenfadado Rebeca sonrió y respondió:

—Pues un hada preciosa, un bolso, unos pendientes y cositas que necesitaba.

—A mi papi también le trajeron cosas. Mi abuelita le pidió que le trajeran una corbata, una camisa y unos libros, pero deben de ser muy aburridos.

—Aburridos… ¿por qué? —sonrió Rebeca.

—Por la noche, papi se pone a leer, pero yo veo que no mira hacia donde están las letras. Además, siempre está en la página que pone un cinco y un ocho. Yo creo que es un libro muuuuuy aburrido.

Rebeca soltó una carcajada. Esa cría y su manera de explicarse era genial.

—Pero yo le regalé una cosa que sí le gustó. ¿Sabes lo que es? —divertida, Rebeca negó con la cabeza—. Es un muñeco que hice en el cole. Lo hemos puesto en la entrada de casa, y sirve para colgar las llaves del coche. Cuando se lo di, me dijo que era su regalo preferido.

—Pues claro que sí, cariño, no lo dudes —dijo una voz profunda detrás de ellas.

Paul llevaba rato observándolas. Estaba comprándole ropa a Lorena cuando se dio cuenta de que se había dejado la cartera en la guantera del coche. Pidió a una de las dependientas que cuidara un momento de la niña mientras se acercaba al coche, y cuando volvió a la tienda no daba crédito a lo que sus ojos veían.

¡Allí estaba ella!

Tan preciosa como todas las veces que la había visto. Vestida con unos vaqueros, una cazadora azul, unas deportivas blancas, y el pelo recogido en una coleta alta. Era una belleza natural. Aunque tenía la mirada algo apagada. Se la veía cansada.

Al escuchar aquella voz, a Rebeca se le puso la piel de gallina, y pensó vaya por Dios.

—¡Papi! —gritó la niña encantada—. Me he encontrado a Rebeca, pero no está Pizza.

Ella se incorporó como pudo y, levantando la mano a modo de saludo, intentó sonreír. No sabía por qué, pero aquel hombre la ponía nerviosa. Demasiado nerviosa.

—Hola, Rebeca —saludó éste con una radiante sonrisa, y volviéndose hacia la señorita que cuidaba a su hija, dijo entregándole la tarjeta de crédito—: Muchas gracias por cuidar de ella. Ha sido muy amable. Tome, cargue en mi cuenta las compras.

—¿Para quién es ese muñeco? —preguntó la niña señalando hacia la mano de ella—. Yo tengo uno casi, casi igual que ese, pero el mío tiene el pelo azul.

—Es para mi ahijada Noelia; y esta ropita también. ¿Te gusta?

—Sí. ¿Dónde está Noelia? —volvió a preguntar la incombustible pequeña.

—Cielo… creo que ya vale de preguntas. Estás mareando a Rebeca —susurró él mientras andaban hacia la caja para pagar lo que ambos habían comprado.

Al oír aquello, ella suspiró y, con una sonrisa, indicó:

—No te preocupes. Es una niña y se comporta como tal.

Tras pagar, salieron de la tienda. Rebeca se volvió hacia Paul dispuesta a despedirse.

—Bueno, os tengo que dejar. Voy a casa de una amiga.

Pero la niña no estaba dispuesta a dejarla marchar. Algo que su padre le agradeció en silencio.

—¡Jooooo…! Pero ahora no te puedes ir. Íbamos a tomar una riquísima hamburguesa. ¿Por qué no te vienes con nosotros? ¿Te gustan las hamburguesas? —Pero no le dio tiempo a contestar—. No importa si no te gustan, puedes tomar otra cosa. ¿Verdad, papi? ¿Verdad que se tiene que venir con nosotros a comer algo? —suplicó la niña.

Rebeca se encontró con los ojos de Paul clavados en ella y pensó ¿Por qué no?

—Está bien. Me has convencido. ¿Dónde nos comemos esa riquísima hamburguesa? Pero solo puedo quedarme un ratito —consultó el reloj—. He quedado con mi amiga en su casa.

Al oír eso Paul quiso saltar de alegría, pero se contuvo. Los tres se dirigieron hacia una pequeña hamburguesería. La niña iba saltando delante de ellos, mientras que éstos la miraban y sonreían.

—Ya he oído que has tenido varios regalos —dijo él para romper el hielo—. ¿Qué tal tu hermano? ¿Se fue ya?

—Sí —suspiró—. Es una pena. Solo nos vemos tres o cuatro días cada dos o tres meses, aunque no me puedo quejar. A Donna, mi hermana, llevo sin verla dos años.

—¿En serio? —exclamó Paul—. ¿Pero dónde vive tu hermana?

—En Chicago. Vive allí desde hace unos cinco años —dijo encogiéndose de hombros mientras observaba que un chico sorprendido les miraba—. Se fue a pasar unas vacaciones a Sevilla. Conoció a Miguel. Se casaron. A Miguel le salió un trabajo en Chicago, y ahora viven allí junto a mi sobrina María. Al otro lado del charco.

Divertido, en tono de broma le indicó:

—Ahora me dirás que tus padres viven en Tokio.

Nada más decir aquello, Paul vio que había metido la pata.

—Bueno… ellos murieron.

Deteniéndose en medio de la acera, la cogió del brazo y le susurró:

—Lo siento, Rebeca. Me siento como un verdadero tonto por haber dicho algo tan inapropiado.

—No te preocupes, no pasa nada. Todos tenemos recuerdos, alegres y tristes.

Él asintió.

—Desgraciadamente, sí, tienes razón, pero vuelvo a pedirte perdón.

Rebeca, para quitarle hierro al asunto, sonrió.

—De verdad, no pasa nada. —Y mirando a Lorena, que le hacía señales desde la puerta de la hamburguesería, comentó—: Me parece que ya hemos llegado. Es aquí, ¿verdad?

Entraron y pidieron unas hamburguesas con patatas.

Rebeca confirmó lo dicho anteriormente por ellos: esas hamburguesas estaban riquísimas. Pero también fue consciente de que la gente les miraba. En especial los chicos jóvenes ¿qué ocurría? La pequeña tras acabar su hamburguesa, que devoró, corrió a la zona de juego, mientras ellos hablaban. Durante ese rato, Paul supo que la fallecida madre de Rebeca era americana, de Kansas, aunque su padre era de Madrid. Él le comentó que su padre era de Illinois y su madre inglesa, aunque residía en Barcelona.

Un buen rato después, ella consultó su reloj y se sorprendió al darse cuenta de que habían pasado dos horas. Tenía que marcharse, Carla la estaría esperando. Con pereza, se levantó de la silla para marcharse, pero Paul rápidamente se ofreció para acercarla hasta la casa de su amiga.

En un principio Rebeca desechó la idea. Pero ante la insistencia de Lorena y Paul, se rindió. Montaron en el coche y le indicó el camino.

Durante el trayecto, Lorena no paró de hablar hasta que por fin llegaron frente a la casa de Carla. Rebeca, se volvió hacia el asiento trasero donde iba la pequeña y, dándole un beso, se despidió de ella prometiéndole que volverían a verse. Mintió. Cuando llegó el momento de despedirse de Paul, se sorprendió al ver que él se bajaba del coche y la acompañaba hasta el portal.

—Quisiera pedirte algo —dijo asiéndola suavemente del brazo—. Ya que ambos tenemos padres americanos, o «guiris», como se dice en España, y creo que hemos estado muy a gusto charlando —ambos sonrieron— …¿cenas conmigo mañana por la noche?

Ay… que no. Que no me convienes… que no

—¿Mañana…? —murmuró despacio—. Lo siento pero mañana tengo mucho trabajo.

—¿Pasado mañana? —insistió Paul.

—Uf… imposible —rechazó de nuevo sin pensárselo dos veces.

Agachando la mirada, él no se dio por vencido y, con una pícara sonrisa, cuchicheó:

—¿No cambiarías de opinión si te prometo algo mejor que una triste hamburguesa?

Por favorrrrrrrrrrr… no voy a poder contenerme más, ¡es irresistible! pensó, pero contestó:

—No, gracias.

Paul, incrédulo ante aquellas negativas, se apoyó en la puerta, se acercó más a ella y volvió preguntar:

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué no quieres cenar conmigo?

Porque no eres recomendable para mí. Los tipos como tú siempre me han dado problemas y acaban decepcionándome, pero balbuceó:

—No te entiendo, Paul.

—Estás a la defensiva en todo momento. Solo te estoy pidiendo que cenes conmigo, nada más. No te estoy pidiendo que te acuestes conmigo ni nada por el estilo. Solo una cena.

Uf… qué calor… qué calorrrrrrrrrrrrrrr pensó al escuchar aquello e imaginarlo. Pero no. Ella era una buena chica y las buenas chicas no pensaban en esas cosas… ¿o sí?

Paul le clavó su mirada inquietante. Lo que más le apetecía era conocer a fondo a esa mujer, y saber por qué huía en todo momento. Algo en él le indicaba que debía ir despacio. Más despacio de a lo que él estaba acostumbrado. Aquella joven nada tenía que ver con las mujeres vacías y ambiciosas con las que se había topado hasta ahora.

—Vamos a ver, Paul —resopló ella—. En estos momentos no estoy preparada para salir con nadie. No quiero atosigamientos. No me apetece complicarme la vida, ¿entiendes eso?

Él sonrió al escucharla.

—De acuerdo, Rebeca. Siento que te hayas sentido atosigada. —Y, llevándose las manos a la cabeza, exclamó—: ¿Te has dado cuenta de la cantidad de veces que me he disculpado hoy contigo?

Ella asintió y sonrió, y él, buscando las palabras más adecuadas, concluyó:

—Solo quiero que seamos amigos. Si te prometo que no te seduciré y que me comportaré como un caballero, ¿me aceptarás la cena… amiga?

A Rebeca se le derritieron los muros de hielo en aquel instante. Aquel tipo era verdaderamente encantador y, tras pensárselo unos segundos, respondió:

—Eres imposible, ¿lo sabías? —Él asintió con una sonrisa—. Está bien. Cenaré contigo. Pero pagamos a medias, ¿de acuerdo?

Paul sonrió pero no dijo nada. Había conseguido una cita con ella.

—Pasaré mañana sobre las seis por tu casa —dijo mientras se dirigía de nuevo al coche, donde Lorena se había quedado dormida.

Apoyada en el portal y con el corazón a mil revoluciones, Rebeca suspiró y dijo:

—Vivo en Majadahonda, la dirección es…

—Ya la sé —cortó Paul desde el coche.

Anonadada por aquello, puso los brazos en jarras y preguntó:

—Pero bueno, ¿cómo la sabes?

No contestó. Se limitó a sonreír mientras abría la puerta del coche y se marchaba.