Capítulo 7

La mañana de Navidad en casa de Paul Stone era un verdadero caos. Había montones de regalos bajo el árbol. La mayoría, como era lógico, para Lorena. Cuando la niña se despertó y vio tal cantidad de paquetes, se puso tan nerviosa que salió disparada hacia el cuarto de su padre para llamarle.

—¡Papi… papi! Tienes que levantarte y ver lo que hay debajo del árbol —gritó nerviosa—. ¡Venga, levántate! Seguro que hay alguno para ti. Voy a avisar a la abuelita.

Era un gozo ver a la niña tan contenta.

Paul adoraba a su pequeña, y todo lo que hiciera por ella siempre se le hacía poco. Papá Noel aquel año se había acordado de todo. Y cuando de entre los regalos apareció un perro de peluche, la niña miró a su padre y sentenció:

—Le voy a llamar Pizza, como la perrita de Rebeca. ¿Cuándo vamos a volver a verlas? —le miró esperando respuesta—. A mí me gustó mucho la perrita. ¿Puedo tener yo también un perro de verdad, papi?

Sorprendido por aquello, la miró y respondió antes de besarla en la frente:

—De momento, princesa, tienes que conformarte con tu nuevo perrito.

Por la tarde, Paul salió a dar una vuelta con el coche.

La tarde anterior había llamado a un amigo que trabajaba en la DGT. Necesitaba saber la dirección que correspondía a la matrícula de un coche. Se dio un par de vueltas por Majadahonda, hasta que dio con el adosado donde ella, Rebeca, vivía.

Una casita modesta, pero bonita. En el pequeño patio delantero vio un chuchurrío muñeco de nieve. Se imaginó que lo había hecho ella y sonrió. Le apetecía muchísimo verla y conocerla. Pero no sabía qué pretexto usar para llamar a su puerta. Al final, tras mucho pensar, decidió regresar a su casa. Se sentía un poco ridículo ante la situación.

Como Rebeca había previsto, Ángela se escandalizó cuando vio los pendientes que le había comprado. Se echó las manos a la cabeza y protestó por el carísimo regalo hasta que se quedó sin saliva. Pero acto seguido se la comió a besos.

Kevin, que la adoraba también, le había traído un jersey beige de angorina que la mujer le agradeció con achuchones y besos. Ella también les había traído sus regalos: una cartera de piel muy bonita y un juego de guantes y bufanda para Kevin, y un bolso para Rebeca que sabía que le gustaba. Les llevó parte del pastel que había hecho en su casa y desayunaron los tres juntos entre sus risas y los ladridos de Pizza, que también estrenó su nuevo cazo amarillo.

Los días pasaron y llegó la última noche del año, Nochevieja. Rebeca se puso su vestido nuevo, junto con sus pendientes de nácar y cuando su hermano la vio, dio un gran silbido y bromeó diciendo que esa noche no iba a dejar que bailara con nadie, excepto con él.

A las nueve tenían reserva en una de las grandes salas de fiestas de Madrid. Primero cenarían y luego habría cotillón hasta altas horas de la madrugada. Durante la cena lo pasaron de maravilla. Hacían una pareja muy bien avenida. A las 23:59 las luces se apagaron, la gente empezó a contar hacia atrás y al momento todos se besaban deseándose un feliz año nuevo 2011. Emocionados, se abrazaron, y cuando comenzó la música todos comenzaron a bailar.

Una hora después, agotada por tanta salsa y merengue, Rebeca se sentó durante unos instantes a descansar mientras disfrutaba de su rico cóctel Cointreaupolitan. Con una sonrisa, miró a su hermano bailar con una rubia que llevaba toda la noche mirándole. Al verla sentada, varios hombres la animaron a bailar, pero ella, con una sonrisa, les rechazó. Necesitaba descansar.

Desde su mesa recorrió con la mirada todo el local. La gente estaba como loca bailando y divirtiéndose. Aunque había para todos los gustos. Gente bailona, gente triste e incluso llorando o borracha perdida. Se fijó en la entrada del local. Entraba un grupo de gente, y de pronto, en medio de ese grupo distinguió a Paul.

Ay, Dios mío, nooooooo. ¿Por qué me lo tengo que cruzar otra vez?, pensó al verle.

Pero sintió curiosidad por ver en qué lugar se sentaba y le siguió disimuladamente con la mirada.

Vale… vale… está lo suficientemente lejos como para que no me vea, caviló sin quitarle ojo.

No podía dejar de mirarle.

Estaba realmente guapo con su esmoquin negro. Le llamó la atención la morena que había a su lado y que le tocaba con demasiada familiaridad.

Bueno… bueno… ¡Seré idiota! Pues no me estoy poniendo celosa. Como diría Ángela: ¡pa matarme! pensó mientras fruncía el ceño y se metía entre pecho y espalda otra copa de champán. Kevin, al verla con el ceño fruncido, se acercó.

—Rebeca, ¿qué pasa? —preguntó mirando alrededor pero sin reparar en Paul.

Que soy imbécil.

—Oh… nada. Las burbujas, que me están comenzando a atocinar.

—¿Quieres que nos vayamos a casa?

Ella le miró y haciéndole reír respondió:

—¡Pero qué dices! Irnos ahora con la buena música que están poniendo. Venga, vamos a bailar.

Con gesto divertido Rebeca metió a su hermano entre el barullo de gente. Necesitaba pasarlo bien y especialmente olvidarse de que aquel tipo estaba allí. Bailaron merengue, hip-hop y, sin saber por qué, Rebeca se fue enfadando cada vez más. Cada vez que miraba hacia donde estaba Paul y le veía rodeado de muchachas riendo, o con la morena tocándole el pelo, se ponía enferma. De pronto cambió la música y el ritmo, y se dio paso al romanticismo. Los focos del local se atenuaron propiciando un ambiente más íntimo. Rebeca bailaba entre los brazos de su hermano. Pero de pronto se sobresaltó al ver demasiado cerca a Paul con la morena, y temió que la fuera a reconocer.

—Kevin, estoy un poco mareada. ¿Te importaría llevarme a casa?

Preocupado por ella, Kevin la sacó de la pista.

—¿Te encuentras mal?

—No, tranquilo —cuchicheó medio escondiéndose—. Toma. Ve a recoger los abrigos, te espero en la salida. Así me da el fresquito de la noche, ¿de acuerdo?

Kevin asintió con la cabeza y se dirigió a guardarropía. Rebeca, con paso acelerado, caminaba hacia la salida cuando alguien la cogió suavemente del brazo; ella se volvió y allí estaba él.

Oh… no… oh… no, pensó al tenerle tan cerca.

—Feliz año nuevo, Rebeca —susurró Paul.

La había visto salir de la pista con su hermano y no podía creerse que de nuevo tuviera la oportunidad de encontrarla. Por ello, y sin importarle la chica que dejó sola en la pista, la siguió hasta que la alcanzó. La miraba hipnotizado. Estaba preciosa con ese vestido y con el cabello sobre los hombros. Por un momento pasó por su cabeza la idea de besarla, pero prefirió contenerse. No sabía cómo podría reaccionar.

—¡Feliz año nuevo, Paul! —dijo tratando de hacerse la sorprendida—. ¿Qué haces tú por aquí? Creía que ibas a pasarlo con tu familia.

—He venido con un grupo de amigos —contestó señalando hacia donde estaban—. ¿Quieres que te los presente? —dijo devorándola con la mirada—. O mejor. Ven conmigo, te invito a una copa.

Sin soltarla, él se dirigió de nuevo al interior de la sala, pero ella, con un rápido movimiento, se soltó y se separó.

—No, gracias, Paul, ya me iba —contestó mirándole a los ojos—. Llevo aquí desde las nueve de la noche y ya son las seis de la mañana. ¡Estoy agotada! Y lo que más me apetece en este momento es llegar a casa, quitarme los zapatos, que me están matando, y meterme en la cama… Por lo tanto, adiós… me esperan. Me tengo que ir.

Incrédulo por cómo se lo había quitado de encima, la miró. ¿Quién la esperaba? No quería que se marchara. Le apetecía estar con ella y, asiéndola del brazo, sentenció:

—Te acompaño hasta la puerta. —Necesitaba saber qué tipo, además de su hermano, estaba con ella.

Molesta, le miró y apuntó:

—Paul, no hace falta. Sé cuidarme yo sola.

De pronto apareció Kevin con los abrigos.

—¡Paul! —saludó afectuosamente—. ¡Feliz año! Qué coincidencia estar todos en la misma fiesta.

Pero al ver la expresión de su hermana supo que debían desaparecer de allí cuanto antes, así que dijo:

—Pero es una pena. Ya nos vamos. Estamos agotados.

Paul, sin darse por vencido, comentó:

—Le estaba pidiendo a Rebeca que os quedaseis cinco minutos. Os invito a una copa.

En ese momento la morena se acercó por detrás, le cogió cariñosamente por la cintura y, apoyándose en el brazo de él, sonrió, mimosa. Aquello no le hizo mucha gracia a Paul, y aún menos al ver la expresión sombría de Rebeca.

—Pues va a ser que no —remarcó Rebeca con frialdad—. Estamos cansados, y ya que estás tan bien acompañado, te dejamos en buenas manos. Adiós, Paul. Que lo pases bien.

Sin darle tiempo a decir nada más, Rebeca se dio la vuelta y salió por la puerta del local. Kevin, incrédulo por cómo se había comportado su hermana, sonrió. Le había recordado a su madre. Kevin se volvió hacia un boquiabierto Paul, que en ese momento le indicaba a la morena que le esperase en la mesa.

—Bueno, Paul, en tres días regreso a Berlín. De todas formas —dijo sonriéndole—, encantado de haberte conocido. Por cierto, ¿Papá Noel se acordó de traerle cosas a Lorena?

Paul sonrió al pensar en su hija.

—Más de las que necesita —dijo mientras se estrechaban la mano.

Incapaz de marcharse sin obtener una respuesta, Kevin, acercándose a él, le preguntó directamente:

—Una cosa más, Paul. ¿Estás casado o algo por el estilo?

—Divorciado —contestó, al entender lo que quería saber.

Tras retirarse el pelo de la cara, Kevin sonrió, miró hacia la puerta por donde había desaparecido su hermana, e indicó sin dejar de sonreír:

—Si realmente te gusta, adelante, ve a por ella. Pero como la hagas sufrir, vendré y te daré la mayor paliza que te han dado en tu vida.

Ambos se estrecharon la mano y Paul le vio alejarse mientras en su boca bailaba una sonrisa.