Capítulo 46

Los días siguientes fueron un infierno para todos. Kevin, poco a poco, y tras las noticias y llamadas que habían tenido por parte de la policía, fue asimilando el tema y por fin se dio cuenta de que había sido víctima de un terrible engaño. Pero pasó de ser un muchacho alegre y lleno de vida, a un hombre intratable y de carácter atroz. En especial cuando supo que el embarazo de Bianca había sido también otro montaje. No existía tal bebé. Eso le hundió. Ángela, desesperada, trató de ayudar en lo posible a Rebeca, que se desvivía por estar pendiente de su hermano, a quien obligó a quedarse en su casa con ella. Y más cuando la noticia salió en los periódicos y en la televisión.

Durante esos días el teléfono no paraba de sonar. Los periodistas intentaban hablar con Kevin y Rebeca hacía todo lo posible porque le dejaran en paz. Su hermano estaba destrozado. Donna viajó a Madrid. Intentó ayudar en todo lo que pudo a sus hermanos pero pasadas dos semanas tuvo que regresar a Chicago.

Una tarde, Paul llamó para interesarse por Kevin. Lo cogió Ángela ante la petición de Rebeca al reconocer el número de teléfono. Con el corazón a mil escuchó cómo Ángela hablaba única y exclusivamente de Kevin. Paul no preguntó por ella y Rebeca le prohibió a Ángela hacer la más mínima mención. Antes de colgar Paul dejo claro a Ángela que si le necesitaban, que no dudaran en llamarle. Pasaron los meses y el tema poco a poco se relajó. En aquel tiempo, Rebeca, en varias ocasiones, pensó en llamar a Paul. Le necesitaba cada día más. Pero cuando lo pensaba fríamente desechaba la idea. No le había vuelto a ver desde hacía casi cinco meses, desde la fatídica noche en que él le cantó las cuarenta.

No se perdía las carreras del Mundial los domingos en los que corría. Era la única forma de verle. Aunque odiaba abrir la prensa del corazón y verle acaramelado con alguna preciosa, y siempre despampanante, mujer. Eso le sacaba de sus casillas. Rebeca pensaba en él las veinticuatro horas del día, en especial por las noches cuando se acostaba sola en su cama y su bebé se movía. Pero lo que más le preocupaba, más que ella misma, era su hermano. Kevin estaba sumido en una terrible depresión. Había tenido que asimilar cosas terribles. Tras confirmarse que Bianca efectivamente se llamaba Tatiana Ratchenco, se verificó que su matrimonio no había sido válido, y volvía a ser un hombre soltero. Su vida había dado un giro demasiado rápido. Había pasado de tener una mujer a la que adoraba y esperar un hijo, a no tener ni mujer ni hijo. Se pasaba los días metido en la habitación de invitados de Rebeca mirando el techo junto a Pizza, que no se separaba de él ni un segundo cuando Rebeca estaba fuera de casa.

Una mañana en la oficina, Belén avisó a Rebeca de que tenía a Donna al teléfono.

—Hola, gordita. ¿Cómo estás?

—Cansada, agotada —respondió con sinceridad.

Donna, conmovida por todo lo que les estaba pasando, respondió angustiada:

—Me lo imagino, cielo. En tu estado es lógico, cariño. ¿Cómo está Kevin?

—Igual.

—¿Fuisteis al médico?

—Sí, pero está mal y estoy preocupada.

—Todo lo que ha pasado es demasiado. ¿Cómo te sentirías tú si te pasara algo así?

Rebeca resopló.

—No lo sé, pero tampoco me lo quiero imaginar. Lo único que sé es que me preocupa. El psiquiatra amigo de Samuel ha dicho que no me preocupe, que es normal. Según él, cualquier persona, por muy dura que sea, ante un caso así se resiente. Dijo que Kevin está bloqueado y que en cualquier momento reaccionará y volverá a ser el hermano de siempre. Simplemente necesita tiempo.

—Estoy convencida de que ese médico tiene razón —asintió Donna.

Tras hablar durante más de media hora de su hermano, Donna cambió de tema.

—Oye, he estado pensado en coger un avión e irme con vosotros un tiempito. Según un pajarito, la única que está engordando en casa es Pizza.

—Será cotorra —cuchicheó Rebeca al pensar en Ángela.

Donna soltó una carcajada ante la reacción de su hermana.

—Vamos a ver, gordita, en tu estado deberías descansar más, y me han dicho que no descansas nada y que no comes en condiciones.

—No hagas ni caso a Ángela. Es una exagerada ¡ya la conoces! —gruñó Rebeca sin sorprenderse mucho—. Aunque en lo de Pizza tiene razón. La tía se está poniendo ceporra, pero me imagino que es porque no hace el mismo ejercicio que antes. Piensa que se pasa el día entero tumbada junto a Kevin. No se separa de él hasta que llego yo. Parece como si el animal se diera cuenta de todo.

—Estoy segura de que así es. Los animales son muy perceptivos —aseguró Donna.

Pizza es especial —afirmó Rebeca con una pequeña sonrisa—. Cada día que pasa estoy más contenta de tenerla a mi lado. Sinceramente, Donna, creo que Pizza intenta cuidarnos a nosotros. Por lo tanto, de lo que te cuente Ángela, créete la mitad.

Donna sonrió. Estaba segura de que Ángela exageraba, pero también intuía que su hermana no se estaba cuidando todo lo que debiera.

—De acuerdo, te creeré. Pero la pobre Ángela está hecha un manojo de nervios contigo embarazada y con Kevin en su estado. Creo que cuando todo esto acabe, vais a tener que internarla para que se recupere.

—No te extrañe —sonrió Rebeca—. Pero lo cierto es que me está ayudando muchísimo. Sin ella y sin Pizza, cuidar a Kevin sería imposible. Pero en cuanto a que no como, ¡ni caso! Ya la conoces y ella pretende que coma la comida de un regimiento por el hecho de estar embarazada.

—Vale… vale, me convences —rio su hermana—. Ahora, cambiando de tema, cuéntame cómo está mi pezqueñín.

—Oh… está fenomenal —sonrió tocándose la barriga, que ya era prominente—. Dentro de tres días voy a hacerme una nueva ecografía, y espero que en esta se deje ver.

—¡Genial! Llámame o mándame un email en cuanto sepas lo que es, ¿de acuerdo?

—Por supuesto. No lo dudes.

—Por cierto, tengo que comentarte que Miguel vio a Paul aquí en Chicago —dijo de pronto Donna haciendo que a Rebeca le diera un salto el corazón—. Hubo cerca de aquí unas carreras que nada tienen que ver con el Mundial y se llamaron para verse. Miguel regresó emocionado. Paul fue muy amable con él. Le dejó entrar en el Box y le enseñó todo aquello desde dentro y, uf… emocionadito perdido volvió.

—No le habrá dicho… —murmuró Rebeca inquieta.

—No. No te preocupes —la cortó—. No le dijo nada, puedes confiar en él. Pero sigue diciendo lo que yo, ¡que debes contárselo! Aunque bueno, como bien me dijiste, ya eres mayorcita y sabrás lo que has de hacer.

—Tú lo has dicho.

—Eres tonta, pero no hablemos más de ello o te mosquearás —contestó Donna haciéndole sonreír—. Por cierto, ¿ha pasado algo nuevo en el tema de la zorra de Bianca?

—No. Está pendiente el juicio, pero le caerán unos cuantos añitos a la sombra.

En ese momento Belén entró y le hizo una seña.

—Donna, he de dejarte. Te llamaré.

Tras colgar, pensó en el encuentro de su cuñado Miguel y Paul en Estados Unidos. Pensar en Paul la inquietaba, y ver sus carreras los domingos le ponía de los nervios, pero no podía dejar de mirar la pantalla el tiempo que la carrera duraba. Era el único contacto visual que tenía con él, y necesitaba verle. Mientras pensaba en sus cosas, Belén volvió a abrir la puerta de su despacho.

—Hay un señor que quiere hablar contigo.

—¿Quién es? —preguntó extrañada. No tenía ninguna visita pendiente.

—Ha dicho que se llama Iñigo Rojo. ¿Es tu padre?

La cara de Rebeca se trasformó en un sinfín de emociones. Era su padre. Primero pensó en echarle ¿qué hacía allí? Pero respiró hondo un par de veces y decidió que ya era hora de enfrentarse a su pasado.

—Dame un par de minutos y luego le haces entrar.

Belén salió sin preguntar nada más.

Rebeca volvió a respirar profundamente. Se levantó y entró en el baño para echarse agua en la cara. Una vez se hubo secado, volvió a su mesa de trabajo y apretó el botón para avisar a Belén. La puerta se abrió y de pronto allí estaba su padre, de pie, frente a ella. Con aquella mirada dulce que siempre había poseído y aquel pelo que con los años se había poblado de canas.

—Hola, Rebeca.

—Hola.

Tras un incómodo silencio, él preguntó:

—¿Puedo sentarme?

—Sí —respondió mirándole como un bloque de hielo.

—Tienes un despacho muy bonito —comentó mirando a su alrededor—. Sabía que trabajabas en esta empresa, pero no sabía ni que eras jefa. —Y mirando su prominente tripa susurró—: Ni que esperaras un bebé.

Pero Rebeca no quería entrar en detalles que a él no le interesaban.

—¿Qué quieres? —preguntó secamente.

El hombre, al ver que ella no estaba dispuesta a ser amable, levantó el mentón.

—He leído en la prensa lo ocurrido. Y al ver el nombre de Kevin, yo…

—No me digas que te preocupas por lo que le pueda pasar a Kevin —le cortó sorprendida—. ¿Desde cuándo tienes corazón? —preguntó alzando una ceja.

Aquella frase hizo daño a Iñigo, pero no apartó la vista de su hija.

—No me mal interpretes, hija, yo solo…

—No me llames hija. Yo no soy tu hija —siseó con furia.

Iñigo cerró los ojos. Quiso entender lo que ella quería decir, pero también necesitaba que le escuchara. Estaba seguro de que si hablaban, muchas cosas se podrían suavizar. Y el momento había llegado.

—Rebeca, somos personas adultas y podemos hablar como tales. Yo no sé lo que oíste aquella noche, o lo que tus hermanos te habrán contado, pero si me das unos minutos, yo podría contarte la verdad.

—¿Qué verdad? Lo único que sé es lo que mamá sufrió a tu lado.

Los ojos del hombre se oscurecieron y se llenaron de lágrimas.

—Todos sufrimos. Todos hemos sido víctimas de una horrorosa situación, y yo solo quiero que me des la oportunidad de hablar contigo.

Incapaz de mirarle un segundo más, retiró la mirada y siseó malhumorada.

—No quiero escucharte. No quiero saber nada de ti, y no me interesa nada de lo que te pueda pasar.

Iñigo asintió con la cabeza, pero insistió.

—Lo entiendo. Pero dame unos minutos. Solo unos minutos. Luego, si sigues pensando igual, me marcharé y no volveré a aparecer en tu vida —pidió con ojos suplicantes—. Te lo prometo.

Rebeca quería gritar que no, que no quería escucharle ni darle esos minutos, pero no podía. Su padre siempre había sido bueno y cariñoso con ella y sus hermanos, y al recordarlo asintió.

—De acuerdo. Pero sé breve, estoy en el trabajo.

Al ver aquella oportunidad de comunicación, Iñigo decidió no desperdiciarla y, sin perder un segundo, comenzó a hablar.

—La boda con tu madre no fue una boda por amor, fue una boda de conveniencia. Ella era una joven preciosa que vino a España a estudiar el idioma y yo me enamoré como un bobo de ella. Pero tu madre era novia de un buen amigo mío en aquella época. Por desgracia, aquel amigo en el que confiaba, cuando se quedó embarazada la dejó, y no quiso saber nada de ella. —A Rebeca se le puso la carne de gallina al escuchar lo que su padre le estaba contando—. En aquella época, ser una mujer embarazada y soltera no era fácil. Tras el consiguiente disgusto por parte de los padres de Anna, tus abuelos, la repudiaron y le prohibieron regresar a su casa de Kansas. Allí su embarazo sería un escándalo. Yo en aquella época todavía vivía con mis padres, y no podía consentir que aquella joven amiga mía tuviera que dormir en la calle. Y, tras hablarlo con ella, entre los dos ideamos un plan. Yo hablaría con mis padres, diciéndoles que el bebé era mío y que tendríamos que casarnos en breve. Al principio mis padres, como era lógico, pusieron el grito en el cielo, pero por el hecho de ser yo un hombre lo comprendieron. Luego fuimos a Kansas para hablar con los padres de Anna. Ellos no quisieron escucharnos, hasta que les hicimos una encerrona. Tus abuelos sabían que yo no era el padre de la criatura que tu madre esperaba, pero accedieron a la boda con tal de no tener que soportar que los señalaran por la calle. Solo les pedimos una cosa, que nunca le dijeran a nadie que ese bebé no era mío. Ellos cumplieron su promesa, y nos casamos.

—Me… me estás diciendo —preguntó balbuceando— ¿que Donna no es hija tuya?

Conmovido miró a su hija y asintió.

—En mi corazón lo es. La quiero como a cualquiera de vosotros. Para mí ella ha sido mi hija, mi niña, al igual que tú y Kevin.

—¡Dios mío!

—Tus abuelos cumplieron su promesa —prosiguió su padre— y nunca nadie supo nada, pero en el corazón de tu madre, nunca hubo sitio para mí. Nunca dejó de amar a Gerardo, mi amigo. Con el tiempo nacisteis vosotros dos, y yo fui feliz con mis tres hijos, pero en mi matrimonio no. Siempre estuvo Gerardo entre tu madre y yo.

—¿Por qué nunca nos contasteis esto?

El hombre la miró con tristeza.

—Porque para mí Donna era mi niña y nunca quise disgustarla. —Rebeca sollozó y asintió mientras su padre continuaba—. La relación entre tu madre yo se fue deteriorando con los años, incluso pensé en el divorcio. Pero yo no os quería perder. Os amaba más que a mi vida y sabía que vuestra madre no me lo iba a poner fácil. Un día conocí a una joven amable y cariñosa, Elena. Intenté por todos los medios no enamorarme de ella, pero el amor es imprevisible y llega cuando menos te lo esperas. Le conté a tu madre la verdad de lo que me ocurría con Elena, esperando que ella lo comprendiera y me ayudara como antaño hice yo con ella. Pero su respuesta fue que si la abandonaba, me atuviera a las consecuencias. Hablé miles de veces con ella, y llegó a decirme que si me iba de casa no vería nunca a mis hijos. Incluso, para hacerme daño, me confesó que le contaría a Donna la verdad. Y yo eso no lo podía consentir. No quería ver sufrir a mi Donna, ni perderos a vosotros.

Rebeca le escuchaba aturdida, y recordó cómo su madre muchas veces le decía a su padre que sobre Donna decidía ella. Nunca se había parado a pensar en ello, y ahora de pronto comprendía esos comentarios. Tras volver de sus recuerdos, siguió escuchando a su padre.

—Rompí con Elena y estuvimos sin vernos dos años hasta que coincidimos en una cafetería y todo volvió a resurgir, y esta vez con más fuerza. Volví a hablar con tu madre. Nuestra vida marital era nula, pero su respuesta fue la misma «si te marchas de casa perderás a tus hijos». Quizá no debí empezar aquella relación con Elena, pero yo también necesitaba que alguien me abrazara y me dijera que me quería. Tu madre nunca me lo dijo, porque realmente nunca llegó a quererme. ¿Y sabes, Rebeca? Yo soy de carne y hueso, como tú, y me gusta que me quieran y me necesiten. Con el tiempo, Elena quedó embarazada, ocurrió el accidente de tu madre, tuvimos a Dani, después a Susana y creo que el resto ya lo sabes —conmocionada, asintió—. No intento justificarme. Solo quiero que sepas la verdad en lo referente a tu madre y a mí. Tampoco quiero que pienses que a tu madre no la he querido. La quise muchísimo, y en mi corazón siempre la querré.

En un silencio lleno de dolor, sentimientos y nostalgia, el hombre susurró:

—Mi visita de hoy era para preguntar por Kevin y por ti. Me imagino que lo habréis pasado mal y me siento fatal por no haber podido ayudar.

Con la garganta paralizada por la emoción, Rebeca solo pudo responder:

—Kevin está mal, pero saldrá de ésta. Ambos somos fuertes, nos hemos apoyado el uno en el otro, y superaremos lo ocurrido.

El hombre sintió la frialdad en su voz, así que asintió y se levantó.

—Solo quería saber que estabais bien. Sois mis hijos, os quiero y sufro por vosotros, aunque vosotros no lo creáis.

La tensión era tremenda y Iñigo, convencido de que su tiempo había acabado, se dio la vuelta y caminó sin decir nada más hacia la puerta. Tenía que marcharse. De pronto Rebeca se levantó de su silla para dirigirse hacia él.

—Papá… Yo…

El hombre, se detuvo, la miró y al verla cerca de él se apresuró a decir:

—Dime, cariño.

—Lo siento —pudo decir llorando—. Lo siento mucho.

Sin tocarla, pues no sabía cómo reaccionaría, el hombre murmuró emocionado.

—No llores, cielo. No pasa nada. Simplemente necesito que sepas que os quiero. Os quiero mucho y os añoro más de lo que podáis imaginar.

—Papá…

—Toma, mi vida —dijo entregándole un pañuelo blanco y limpio que sacó del bolsillo—. No llores más. En tu estado no es bueno ponerse así.

Pero ella no paraba de llorar.

Quizá conocer aquella cruda verdad había sido la gota que había colmado el vaso. Tantos problemas en tan poco tiempo era demasiado para cualquier persona. Su padre, asustado, logró sentarla de nuevo en la silla, pero Rebeca seguía llorando sin parar.

Iñigo intentó consolarla con palabras dulces, pero su cuerpo se movía convulsivamente por los sollozos hasta que finalmente su padre la abrazó como llevaba mucho tiempo sin hacer. Durante unos minutos la mimó, le besó la cabeza y la meció. Aquel abrazo era lo que Rebeca necesitaba. Necesitaba sentirse arropada y en ese momento su padre le estaba dando la mejor medicina que había en el mundo. El amor.

Cuando finalmente Rebeca se tranquilizó, se percató de que su padre era quien la abrazaba y acunaba, y se sorprendió al sentir que no le importaba; al revés, le gustaba.

—¿Estás mejor, cariño? —preguntó el hombre.

—Sí, papá. Ya me encuentro mejor.

Al ver que ella respiraba con normalidad, la dejó de abrazar. Durante unos segundos ambos se miraron a los ojos hasta que él rompió el silencio.

—Bueno, creo que es hora de que me vaya.

Se levantó con pesar, pero de pronto su corazón se hinchó de felicidad, cuando sintió que su hija le asía de la mano con fuerza y preguntaba.

—¿Podré volver a verte, papá?

A Iñigo se le volvieron a escapar unas lágrimas, y tras limpiárselas asintió con una tierna sonrisa.

—Siempre que tú quieras, cariño. Siempre —murmuró emocionado.

Rebeca asintió y le dio un apretón en la mano que dijo mucho sin necesidad de palabras.

—De acuerdo, papá —susurró al tiempo que le soltaba la mano.

Emocionado, Iñigo caminó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió.

—Hija, hay una cosa que quiero pedirte. Nunca le digas a Donna lo que te he contado. Se enfadaría con su madre por haberle mentido y creo que a mí me odiaría aún más. Sería un sufrimiento innecesario para ella, y más cuando para mí es tan hija mía como tú. ¿De acuerdo, Rebeca?

—Mis labios están sellados, papá —asintió entendiendo lo que su padre quería decir.

Un segundo después, Iñigo, abrió la puerta del despacho y se marchó. Una vez sola, volvió a llorar, aunque esta vez de felicidad. Poco después entró Belén.

—¿Rebeca, estás bien? —preguntó preocupada.

Reponiéndose como una campeona, sonrió.

—Belén, no me pasa nada.

—Pero estás llorando.

—Sí, Belén. Lloro de felicidad —respondió al ver que aún tenía en la mano el pañuelo de su padre.