El sábado, después de ver los entrenos de MotoGP en la televisión y ver que Paul, tras marcar los mejores tiempos, salía en la Pole Position, se marcharon a pasar el día fuera. El domingo, Donna y Rebeca se levantaron con tranquilidad dispuestas a ver la carrera. Tras regresar de su paseo con Pizza, encendieron la televisión y Miguel, emocionado, llamó por teléfono desde Chicago. A través de la parabólica, y con legañas aún en los ojos por las horas que eran allí, se disponía a ver la carrera. Después de hablar un rato con ellas y hacerlas sonreír, colgó dispuesto a disfrutar del espectáculo.
De nuevo, el cámara de televisión se paseó por la pista mientras el comentarista deportivo hablaba de los pilotos y los equipos. Al salir en la Pole, el cámara se detuvo primero en Paul. Esta vez el piloto no dejó ver su mirada. Tenía bajada la visera de su casco. Tras él, el cámara enfocó a Iván, y a Rita, su mujer, que le sujetaba el paraguas para que no le diera el sol. Cinco minutos después una sirena hizo abandonar a todo el mundo la pista. La carrera comenzaría en breve.
Tras dar la vuelta de reconocimiento y regresar a sus posiciones, el semáforo se puso verde. Los pilotos salieron a toda pastilla abriendo gas mientras ponían sus pies en las estrideras. Paul, como en las últimas carreras, volvió a hacer de las suyas. Iba en el grupo de cabeza y no pensaba dejar el primer puesto a nadie. Rebeca y Donna, al ver como se jugaba la vida en cada curva, con las manos congeladas, no podían hablar de la presión que sentían en el pecho. Con una agresividad y pilotaje muy suyo, según el comentarista, Paul apretaba el puño antes de salir de las curvas y derrapaba con la moto de una manera escalofriante.
Mientras todos le observaban encogidos de miedo, él parecía pasarlo en grande tumbándose y derrapando en las curvas. Era un piloto excepcional que disfrutaba con el riesgo y aunque nadie lo creyera, él sabía muy bien lo que se hacía. Al final terminó primero seguido por su compañero de equipo, Iván. Era el año de Ducati. Dos pilotos como Paul e Iván eran irrepetibles y con ellos la marca triunfaba en cada gran premio. Una vez acabó la carrera, Rebeca respiró y Donna, con la boca seca, comentó preocupada.
—Dios mío, Rebeca, deberías hacer algo.
Con náuseas en la boca del estómago, miró a su hermana.
—Ya has oído al comentarista, ¡es su manera de correr!
—Pero… pero tú has visto lo que yo.
—Sí —murmuró, consciente de lo que su hermana quería decir.
—¿Pero Paul está loco? ¿Tú has visto como ha conducido?
Con una gran opresión en la boca del estómago Rebeca se levantó de su asiento.
—Últimamente se la está jugando demasiado.
Sin perder un segundo, corrió al baño a vomitar. Donna la siguió sin hacer ruido y, al ver lo que ocurría, no pudo contenerse.
—Esto no puede seguir así. ¡Mira cómo estás! —dijo asustada.
Secándose la boca protestó.
—No empecemos.
Pero Donna no estaba dispuesta a callar.
—Dios ¡esto es de locos! Él jugándose la vida en cada carrera y tú aquí hecha polvo de ver las cosas que él hace. Por favorrrrr ¡No me extraña que vomites!
—Dame un poco de agua y cállate.
Cogiendo un vaso, lo llenó de agua y se lo acercó.
—Toma. Y esto ya va en serio, debes hablar con él. Vuelve a llamarle. Por Dios, ¡se puede matar! Ya has visto cómo va con la moto. Mira, yo no entiendo mucho de carreras, pero no hay que ser muy entendido para ver lo que está haciendo con su vida. Pero bueno, ¡que tiene una hija!
—Lo sé.
—¿Qué pasa? ¿No piensa en esa pobre niña? Esto es increíble, sois dos idiotas, ¿me entiendes? ¡I-D-I-O-T-A-S! —gritó.
—Seguramente tengas razón —contestó mientras todo daba vueltas a su alrededor—. Pero en estos momentos…
No pudo terminar la frase. Cayó desplomada al suelo.
—¡Rebeca! —gritó Donna asustada—. Dios mío…