Capítulo 4

Cuatro años después

Llegaron las Navidades de 2010, y con ello cayeron los primeros copos de nieve. Ángela se empeñó en comprar adornos navideños y Rebeca salió con ella de compras. Anduvieron mirando escaparates por las calles Serrano y Goya, y aunque a Rebeca no le apetecía mucho celebrar aquellas fiestas, lo hizo por no darle un disgusto a Ángela. Cuando pasaban por Guzmán el Bueno en coche, el semáforo se puso rojo.

Mientras Ángela hablaba sin parar, como siempre, Rebeca enumeró los regalos que debía comprar. Ángela, Belén, Carla, Noelia. También para sus hermanos Kevin y Donna, su sobrina María, y Miguel, su cuñado. Al pensar en ellos recordó con añoranza los años en que ellos eran pequeños y las Navidades se celebraban con la familia de mamá en Kansas o con la de papá en Madrid.

Qué diferentes eran ahora.

Cada uno había seguido con su vida. Donna, en unas vacaciones en Sevilla, se enamoró de Miguel Jover, un arquitecto andaluz. En cinco meses se casaron y ella se fue a vivir a Sevilla, aunque ahora, por el trabajo de su cuñado, vivían en Chicago. Hablaba con ella por teléfono un par de veces al mes, aunque se comunicaban por facebook siempre que podían.

A Kevin le veía más. Como él decía, era el espíritu libre de la familia. Viajaba de un lado para otro, metido en toda clase de movidas. Tocaba el bajo en un grupo musical, y la llamaba semanalmente. Intentaba estar pendiente de su «hermanita», como él la llamaba cariñosamente.

Al pensar en su madre, a Rebeca se le llenaron los ojos de lágrimas. Fue el alma de la familia e intuía que, si continuara viva, todos estarían más unidos. Por desgracia, murió en un accidente de tráfico años atrás, cuando un loco borracho se estrelló contra su coche. Nunca olvidaría aquel fatídico día, ni todo lo que ocurrió después…

—¿Rebeca, cariño, te ocurre algo? —preguntó Ángela preocupada.

La gente pitaba desde su coche. El semáforo hacía rato que estaba en verde y Rebeca no arrancaba.

—No, Ángela. La Navidad, que siempre trae recuerdos —al ver que aquella la miraba, dijo—: Cambiando de tema, ¿qué quieres que te regale?

—¡Bendito sea Dios! Te digo lo mismo todos los años. El mejor regalo para mí es que el día de Año Nuevo vengas a casa a celebrarlo con nosotros. ¿Vendrás este año, verdad? —Al ver que no contestaba, señaló—: Te diré, hermosa, que como no vengas, soy capaz de coger a toda mi familia y llevármelos a tu casa. ¡Vaya si lo hago! —aseguró Ángela.

—Bueno, ya hablaremos —rio Rebeca—. Todavía quedan dos semanas. Ahora vamos a aparcar el coche y a comprar unos cuantos adornos de esos que tanto te gustan.

Aprisionadas por centenares de personas, entraron en El Corte Inglés. Allí, con seguridad, encontrarían todo lo necesario. Compraron cintas y bolas de colores, encargaron un árbol de Navidad y luego fueron a la planta de los juguetes. Allí compraron varias cosas para Noelia, la hija de Carla, su mejor amiga, y para María, su sobrina.

Con fingido disimulo se fijó en que Ángela miraba unos pendientes al pasar por la planta tercera, pero se hizo la despistada mientras compraba unas pulseras para Belén, su secretaria. Ahora ya sabía qué comprarle a Ángela, aunque intuía que la mataría cuando se los diera. Según la propia Ángela, tenían un precio indecente.

Salieron de los grandes almacenes cargadísimas. Pero a Rebeca le quedaba por comprar algo para su hermano. De pronto vio en el escaparate de una tienda una cazadora de cuero marrón. ¡Eso le gustaría! Fue decidida a comprarla, pero justamente el hombre que entró antes que ellas en la tienda, también buscaba lo mismo.

Vaya por Dios, pensó Rebeca.

Solo quedaba esa. Hasta la semana siguiente no recibirían más. Rebeca, dispuesta a llevarse la cazadora, miró al hombre que se disponía a probársela y, sorprendiéndose a sí misma, dijo:

—No creo que sea su talla, ni su estilo.

El hombre se dio la vuelta para mirarla. No sabía si hablaban con él y, cuando vio a aquella joven, la miró extrañado y preguntó con una sonrisa:

—¿Por qué cree que no me va?

Ainsss, madre… ¡Qué digo… qué digo!, pensó con rapidez.

—Creo… creo que ese color no va con el tono de su piel. Además, esa talla es pequeña para usted. Se ve a la legua.

El desconocido, tras cruzar una mirada con Ángela, que se había quedado sin palabras, se dio la vuelta, se miró en el espejo y se la probó. En ese momento Rebeca se fijó en él. Era un hombre muy atractivo, y por su acento al hablar, se adivinaba que no era español. Parecía americano. Treinta y pocos años, más alto que ella, con buen porte, e iba impecablemente vestido con un traje de Armani. Sin poder dejar de observarle, se fijó en su oscuro pelo y en sus inquietantes ojos, que la traspasaban a través del espejo.

—Yo creo que es mi talla, señorita —replicó para su disgusto.

Ensimismada por aquella ronca voz, y mientras pensaba en cómo convencerle para que no se llevara la cazadora, no se dio cuenta de que él se había girado para decirle algo y la miraba. Aquella muchacha menuda con aquel divertido gorro a rayas azules y blancas era bonita. Tenía un pelo rubio rizado muy gracioso, una naricilla aniñada y, vestida con aquellos vaqueros viejos, era de lo más tentador. Por unos instantes pensó en la suerte que tendría el tipo para quien ella quería la cazadora. Seguían sin hablarse ninguno de los dos hasta que él rompió el silencio:

—Repito: creo que es mi talla. Pero si usted cree que yo no debería quedármela, tome, para usted —dijo mientras se la quitaba y se la tendía—. Seguramente a su novio le quedará mejor. Tanto en su tono de pelo como en su tono de piel —se mofó con una sonrisa burlona.

Rebeca, hechizada por su magnetismo, le respondió ofendida:

—No es para mi novio. —Y, frunciendo el entrecejo, aclaró—: Además, ¿quién se ha creído usted para hablarme así?

Boquiabierto por su desfachatez, iba a responder cuando se fijó en la sonriente mujer que, callada al lado de aquella, lo estaba pasando en grande. Por ello, con la mejor de sus sonrisas, volvió a mirar a la joven y aclaró:

—Perdone usted, señorita, pero creo que la primera persona que ha empezado a hablar ha sido usted. Yo simplemente me estaba probando la cazadora y no creo haberle pedido opinión ni a usted, ni a nadie. ¿O quizá le he pedido que me diera su opinión?

Ángela, apoyada en el mostrador, se divertía de lo lindo. ¡Qué hombre más interesante! Esta muchacha es tonta si no aprovecha esta situación, pensó, pero calló.

—Está bien. Lo asumo. He sido yo —reconoció molesta—. Le pido disculpas, señor. No quiero la cazadora, y no tengo nada más que hablar con usted.

El hombre, al escuchar la contestación, levantó las cejas sorprendido. No estaba acostumbrado a que las mujeres le trataran así. Es más, por su trabajo estaba acostumbrado a que todas fueran tras él. Rebeca, sin prestarle atención, comentó algo con el dependiente. Una vez hubo concretado se agachó para recoger los paquetes que llevaban, cuando vio a Ángela hablar con el hombre. Disgustada por cómo le estaba sonriendo a aquel idiota, dijo:

—Ángela, te espero fuera.

—Adiós, señorita —se atrevió a decir el hombre.

Esperaba que ella se diera la vuelta para mirarla otra vez. Sin saberlo, ella le dio el gusto.

—Adiós. Que tenga usted una feliz Navidad.

Ángela, presurosa, cogió el resto de los paquetes que quedaban y salió detrás de ella, no sin antes despedirse con una sonrisa encantadora. Ya en la calle, Rebeca se paró para mirarla y la reprendió.

—Pero bueno, Ángela, ¿se puede saber de qué hablabas con ese hombre?

—Ay, hermosa, qué hombretón tan atractivo y educado. ¡Mmmm! Con uno así las cosas que yo sería capaz de hacer… Eso sí, con treinta años menos.

—¡Ángela! No puedo creer lo que estás diciendo —susurró Rebeca, incrédula por lo que estaba oyendo.

Las dos comenzaron a reír como dos tontas en medio de la calle. Entre risas llegaron al coche, donde dejaron los paquetes. En el camino de vuelta a casa, Rebeca pensó un par de veces en el hombre de la tienda. Realmente era un tipo sexy. Esa clase de hombre que tendría montones de moscardonas a su lado. Un tío al que no se acercaría ella… ¡ni jarta vino!