Capítulo 32

De camino a casa Rebeca pensó en la situación que se le venía encima. ¿Cómo no decirle a Kevin quién era su mujer, y en lo que andaba metida? Pero si se lo decía lo echaría todo a perder. Tenía que ser cauta y hacer las cosas bien aunque se le hiciera cuesta arriba. Pensó en Bianca. Les había engañado a todos excepto a Donna. Al final su hermana tenía razón. Aquella jovencita de cara angelical, era más un demonio que un angelito. Pero lo que más le llamaba la atención a Rebeca, era cómo su hermano no se había dado cuenta de quién era ella en realidad.

Maldijo al recordar las fotos que el detective le había enseñado. En esas fotos se la veía sucia, mal vestida y con una pinta horrible. Nada que ver con la imagen que ella les mostró. Era difícil imaginarse a aquella muchacha de dulce sonrisa metida en los suburbios más bajos y pestilentes de la ciudad.

Al llegar a su casa, vio la preciosa y cuidada moto de Paul aparcada en la puerta. Él estaba sentado en el escalón de entrada con las piernas estiradas. Rebeca aparcó el coche y se bajó. No le apetecía hablar ni ver a nadie, pero disimuló. Con una sonrisa prefabricada se acercó a él y notó algo extraño en su mirada. Pero estaba tan preocupada por sus propios problemas que no quiso pensar en nada más. Al llegar a su altura él se levantó y ella le besó. Pero fue un beso rápido, sin sentimientos. No un beso deseado y disfrutado. Algo que a él no le pasó inadvertido. Tras aquello, abrió la puerta de la casa y Pizza salió a recibirles.

—Hola, preciosa, ¿cómo estás? —saludó jovialmente Rebeca a la perra. Al ver cómo movía el rabo con alegría, se volvió hacia Paul—. Parece que está mejor a pesar de su pequeña cojera.

—Sí, eso parece —respondió intentando, igual que ella, disimular su malestar.

Después de un largo silencio en el que Rebeca no paró de moverse por toda la casa, Paul, apoyándose en el quicio de la puerta no pudo aguantar más.

—¿Qué tal hoy en la oficina? —preguntó tratando de romper el hielo.

—Horrible. Muchísimo trabajo. —Acercándose al maletín sacó el portátil y varias carpetas y, escondiendo el sobre con las fotos de Bianca, respondió—. Fíjate la cantidad de trabajo que tengo para terminar en casa.

Sin moverse de su sitio, Paul insistió.

—¿Te apetece que salgamos y así te olvidas del trabajo un rato? Prometo traerte pronto.

—No, no me apetece.

—Venga —insistió él—. Te vendrá bien.

Rebeca negó con la cabeza.

—No. Tengo muchas cosas que hacer. De verdad que estoy a tope de trabajo. Mejor nos vemos otro día.

Sin quitarle el ojo de encima y sintiendo que lo echaba de su casa no dejó de intentarlo.

—No seas exagerada. Seguro que algún ratillo tendrás para tomar algo con alguien.

Como la mejor actriz del mundo, se dio la vuelta para mirarle y contestarle, retirándose el pelo de la cara.

—Qué más quisiera yo. Últimamente estoy de casa al trabajo y viceversa.

La sangre de Paul ardía por momentos. Le estaba mintiendo.

—Rebeca, ¿estás diciéndome que me vaya, porque tienes mucho trabajo? —preguntó exaltado. Ya no podía más. Los celos le consumían. Amaba demasiado a esa mujer y no podía soportar la indiferencia que ella le mostraba en esos momentos.

—Quizá sería lo mejor —respondió sin mirarle—. Te repito que tengo…

—No me lo vuelvas a decir —le interrumpió—… mucho trabajo.

Ella le miró sorprendida.

—Por eso estabas con un tipo sentada en el café de Oriente, ¿verdad? —saltó con enfado. Rebeca se quedó paralizada al oír aquello.

—¿Cómo dices?

—Lo que has oído —insistió él—. Quiero que me digas qué hacías allí. Y, sobre todo, ¿quién era ese hombre?

Incapaz de pensar con claridad, sus labios respondieron por ella.

—A ti no te importa.

—¿Que no me importa?

—No.

—¡Esto es increíble! —gritó furioso—. Pues siento decepcionarte pero sí que me importa. ¿Sabes por qué? —ella no respondió—. Pues porque tú, ¡maldita sea!, me importas. Y si te veo abrazada a otro hombre que no soy yo y te veo llorar me preocupo. Y quiero saber por qué es a él a quien abrazas y no a mí, y por qué no me cuentas por qué lloras. Durante un tiempo creí que yo te importaba a ti y te podía preocupar que yo hiciera lo que tú, ¡maldita sea!, acabas de hacer.

Horrorizada por lo que estaba ocurriendo, intentó mantener el control. Pensó en explicarle la verdad. Necesitaba contar con su apoyo pero sabía que no debía hacerlo. No podía meter a Paul en aquel problema. Por su seguridad y la de Lorena no debía hacerlo.

—Paul, claro que me importas.

—Sí. Ya lo veo —bramó ofendido.

—No saques conclusiones erróneas donde no las hay.

Pero él, que odiaba el engaño, ya estaba fuera de sí.

—¿Que no las hay? Joder… claro que las hay.

—Pero Paul yo…

—Escúchame, maldita sea, Rebeca. Si yo no hubiera sacado esta conversación, tú no me habrías contado que has estado con otro tipo en una cafetería. He visto algo que me ha desagradado y solo quiero saber. ¿Qué ocurre? ¿Quién es él?

—Pero bueno —explotó ella—. ¿Me estás espiando? —él no respondió y ella gritó—: ¡¿Pero quién te has creído que eres para ponerte así conmigo?!

—Creí que era alguien para ti.

Sin pararse a mirar el dolor en los ojos de aquel hombre ella prosiguió.

—Ese… ese hombre es un amigo mío y no hay más que contar. ¿Entiendes?

—No. No lo entiendo. Quiero saber quién era ese amigo. Quiero saber qué me ocultas y por qué. ¡Quiero saberlo todo! ¿No te das cuenta de que me preocupo por ti? ¿Acaso no te has dado cuenta aún de que lo nuestro, lo que yo siento por ti, es importante?

—Paul escucha, lo siento…

—No. Escúchame tú a mí. Te acabo de decir que siento por ti algo importante y solo se te ocurre decir lo siento. Por el amor de Dios, Rebeca ¿a qué estás jugando?

Durante un buen rato Paul continuó mostrando su enfado y cuando ella no pudo más, sin pensarlo, se dirigió como una bala hacia la puerta de la calle y la abrió de par en par.

—Fuera de mi casa.

—¡¿Qué?! —exclamó sorprendido.

—Fuera de mi casa —repitió.

Paul se acercó con lentitud, sin creer lo que ella estaba haciendo.

—¿Quieres que me vaya?

—Sí.

—¿Me estás echando de tu casa? —ella no respondió. Sus sentimientos eran tan contradictorios que apenas podía razonar—. ¡Perfecto! No vas a intentar explicarme nada, ¿verdad? —murmuró malhumorado; ella ni siquiera contestó—. De acuerdo, Rebeca, ya veo que solo te preocupa que me vaya de tu maldita casa. Pues óyeme bien, o me explicas que…

Ahora fue ella quien le interrumpió, y con toda la rabia que tenía en el cuerpo gritó:

—¡¡A mí no me amenaces!! ¡Fuera de mi casa! No tengo nada que explicarte, ni a ti ni a nadie. Es más, no quiero volverte a ver. ¡Lárgate!

Conmocionado, aturdido y desbordado por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos, Paul la miró e intentó tranquilizarla.

—Nunca te amenazaría, Rebeca. Y tranquila, donde no me quieren no suelo estar. —Al ver que ella no le miraba, antes de salir por la puerta, se dirigió a ella una vez más—. Este fin de semana vuelo para Inglaterra. En una semana corro allí y quiero que sepas que no voy a llamarte. No voy a implorarte. No voy a buscarte. Si quieres hablar conmigo me tendrás que llamar tú a mí —ella le miró—. Y que te quede claro una cosa. Tú has sido quien además de estar echándome de tu casa, me acabas de echar de tu vida. No lo olvides, Rebeca.

Una vez dijo aquello, salió de la casa. Acto seguido, ella cerró la puerta de un portazo. Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, y prorrumpió en sollozos cuando escuchó la moto de Paul arrancar y alejarse. ¿Qué había hecho?

Durante un largo rato sentada en el suelo lloró con desconsuelo junto a Pizza. La pobre perrita le daba lametazos y acercaba su naricilla a las húmedas mejillas de su adorada ama e intentó consolarla.

¿Cómo puede haber acabado esto así?, pensó Rebeca al sentir la soledad.

Tras secarse las lágrimas y con un dolor de cabeza considerable se levantó del suelo y se sentó en el sillón. Necesitaba un poco de consuelo y pensó en Carla. Levantó el teléfono y la llamó. Esta, al escucharla, prometió que en cuanto Samuel llegara del hospital iría a su casa. Dos horas después, sonó el timbre de la puerta. Al ver abrir y ver a Carla, Rebeca volvió a llorar. Conmovida, su amiga cerró la puerta y la sentó en el sofá tratando de consolarla.

—No llores más. Buscaremos una solución. Ya me tienes aquí.

La noche llegó y la pena que sentía por lo que había hecho con Paul era horrorosa. Apenas podía respirar. Necesitaba a Paul y ella le había echado de su lado. Carla escuchó pacientemente todo lo que Rebeca le contó, e intentó aconsejarla lo mejor que pudo. Debía llamar a Paul y solucionar aquello. Ambos se querían. Después de muchas horas de conversación, agotadas, se quedaron dormidas en el sillón del salón.

—¿Será posible? ¡Vaya dos gandulas!

La voz de Ángela las despertó.

—¿Qué pasa? ¿Hay chinches en las camas que tenéis que dormir en el sillón?

—Buenos días, Ángela —saludó Carla estirándose—. Nos quedamos dormidas charlando. ¿Qué hora es?

—Las ocho y media pasadas —respondió la mujer mirando la mala cara de Rebeca—. ¿Mi niña, hoy no vas a trabajar? ¿Te encuentras bien?

—Sí, ahora voy. Y no te preocupes, que estoy bien —respondió levantándose.

Ángela la vio subir las escaleras hacia su habitación. Sabía que pasaba algo. Algo había ocurrido. ¿Qué hacía Carla allí cuando tenía una familia y un bebé que atender?

—¿Qué ocurre? —preguntó a Carla.

Carla, levantándose del sillón, murmuró.

—Ángela, no te preocupes. Son tonterías entre ella y Paul. Ya sabes ese dicho que dice: «Quien bien te quiere, te hará llorar».

—Imposible —protestó la mujer con seguridad—. Conozco a Paul, y por nada del mundo haría llorar a Rebeca. La adora. ¿No habrá sido al revés?

—Mira, Ángela, tengo que irme —respondió la joven sin querer meterse en más jaleos—. Samuel se tiene que ir al hospital, debo llevar a los niños a la guardería y yo tengo que cambiarme de ropa para ir a trabajar. ¿Aceptarías un consejo mío? —la mujer asintió—. Procura no atosigarla a preguntas en estos momentos. Cuando ella necesite hablar, te lo contará.

La mujer asintió. Aquel era un buen consejo y, tras despedir a la muchacha, miró a Pizza y cuchicheó.

—Ya has oído. ¡A callar!