Mientras conducía el coche por las calles de Madrid, pensó en su exnovio. Le había querido con toda su alma y él, a cambio, le había engañado como a una idiota tras tres años de relación. Una noche le mandó un mensaje y le dijo que se había enamorado de otra y no volvió a saber más de él. Lloró mucho, pero pasado el tiempo se alegraba de no estar con una persona como él. Solo esperaba que algún día alguien le diera un buen escarmiento a aquel presuntuoso. Sumida en sus recuerdos llegó a la oficina. Allí, Belén, su encantadora secretaria, entró con ella en su despacho.
—Buenos días, Rebeca —saludó alegremente—. ¿Qué tal el fin de semana?
—Bien, ¿y tú?
Como siempre, Belén empezó a contarle sus batallitas, y poniendo los ojos en blanco, indicó:
—Estuve con unas amigas de fiesta y conocí a un pedazo de hombre increíble. He quedado este fin de semana para cenar con él, pero no sé, no creo que sea nada serio.
Mientras Belén le hablaba de lo maravilloso que era aquel, ella solo podía pensar en lo que Ángela le había dicho en referencia a la perrilla. Quizá no sería difícil tenerla en casa. Estaba tan acostumbrada a estar sola tras lo de sus padres y lo de Félix, que se estaba convirtiendo en una ermitaña. De pronto, sonrió.
—Belén, llama a mi casa. Necesito hablar con Ángela. Urgentemente.
Sonó el teléfono en casa de Rebeca y Ángela lo cogió:
—Dígame —contestó con su inconfundible acento toledano.
—Ángela, quiero pedirte disculpas, no quería hablarte así esta mañana.
La mujer, con una cariñosa sonrisa, contestó:
—Ay, hermosa, perdóname tú a mí. Es que ya me conoces y soy un poco alcahueta. Siento haberte recordado al simplón de Félix. Pero tesoro, yo quiero que seas feliz y me da rabia verte siempre sola.
De pronto se escuchó un gran estruendo de cacharros y unos ladridos.
—¡Cristo de la Vega! —gritó Ángela.
—¿Qué pasa? —preguntó preocupada Rebeca—. Ángela, ¿qué ha ocurrido?
Tras soltar una risotada, la mujer contestó:
—Nuestra amiguita se ha tirado encima el bote de Cola Cao y una taza. Nada grave.
Aquello sorprendió a Rebeca, que sonrió.
—¿Pero cómo es posible si no levanta un palmo del suelo?
—Eso quisiera saber yo. —Y, cambiando el tono de voz, la mujer susurró—: Ay, cariño… ¿Por qué no te piensas lo de entregar a este pequeño trastillo? Es tan linda… Creo que cuando se acostumbrase a tus horarios no habría problemas. Piénsatelo, sería una grandísima compañía para ti.
Pero Rebeca ya lo había pensado y, con decisión, dijo:
—Mira, Ángela, si van los de la recogida de animales les dices que nos lo hemos pensado mejor y que nos la quedamos. Si hay algún problema me llamas y hablo yo con ellos. ¿De acuerdo, hermosa? —la imitó mientras sonreía.
Ángela, llena de felicidad, respondió arremangándose:
—¡Pa chasco! Que de aquí no la sacan. Antes me lío a escobazos con todo el que se acerque.
—Bueno, bueno —rio Rebeca imaginándose a la teatrera de Ángela a escobazo limpio.
Cuando colgó el teléfono estaba contenta. Sabía que había dado un paso hacia delante. Intentaría que esa perrita le devolviera parte de la vida que en otros tiempos le habían arrebatado. Pasó el día en la oficina alegre, a excepción de cuando se cruzaba con el avinagrado del señor Cavanillas, su jefe, a quien no podía soportar tener tan cerca. Su antipatía era mutua.
A las cinco salió de la oficina, pero antes se pasó por una tienda de animales. Necesitaba comida para perro, una cesta para que durmiera, un collar, una cadena y un montón de cosas que le dijeron en la tienda que necesitaba. Llegó a casa a las seis. Allí estaba Ángela, esperándola con la mejor de sus sonrisas.
—Hola, hermosa. ¿Qué tal hoy en la oficina?
—Pero Ángela, ¿qué haces aquí todavía? —preguntó extrañada.
—Ay, mi niña. Estaba esperando a que vinieras para darte un gran abrazo por la decisión que has tomado. Además, no me apetecía dejar al trastillo meón solo. Pero ya que has llegado y te he visto, me voy. Hasta mañana, tesoros.
—Hasta mañana, Ángela.
Cuando se fue, tenía los ojos empañados de lágrimas. Quería que su niña comenzara a vivir, y poco a poco lo estaba consiguiendo. Quizá la vida había sido dura con Rebeca. Pero todo tiene su fin y Ángela intuía que algún día aquella mujercita sería feliz.
Cuando se quedaron solas Rebeca y la perrita, la cogió en brazos y se sentó con ella en el amplio sillón.
—Bueno, trastillo, creo que tengo que buscarte un nombre. Vamos a ver… vamos a ver… —La miró a la cara y dijo—. Dania, ¿te gusta? Creo que no, veamos… ¿Greta? ¿Laika? ¿Sura? No, tampoco. —Entonces se acordó de cuando la vio por primera vez y se echó a reír. Miró esos ojazos con una sonrisa y dijo:
—Preciosidad, a partir de hoy te llamarás Pizza.