Capítulo 29

Varios días después, Pizza regresó a la familia. Se había convertido en el centro de atención de todos, y Ángela la malcriaba dándole jamón de york en lugar del pienso que la perra tenía que comer. Rebeca, al ver aquello sonrió, pero le recordó a la mujer que la perra debía comer su comida. Ángela, como solía hacer la mayoría de las veces, siguió sin hacerle caso. Finalmente Rebeca se dio por vencida.

Una mañana se disponía a irse a la oficina, cuando Ángela llegó media hora antes de lo normal.

—¿Pero qué haces tan pronto aquí? —preguntó Rebeca.

—Hola, mi niña. He pensado que hasta que Pizza esté mejor, y para que no se quede sola, vengo antes.

Tras soltar una risotada, Rebeca se la quedó mirándola.

—Pero Ángela, ¿no crees que esto es excesivo? A Pizza no le pasará nada por estar sola media hora.

La mujer, dejando su bolso encima del sillón, respondió con los brazos en jarras.

—Y a mí… tampoco me pasará nada por venir treinta minutos antes. ¿Algún problema?

—No… no —rio—. Puedes venir todo lo temprano que quieras. Incluso podrías llegar un poco antes y prepararme la ducha y el café para cuando me levante. Oh… y también dejarme el coche arrancado.

—Eres una pelusona —soltó la mujer, dándole un cómico azote en el trasero.

Luego, mirando a la perra que se acercaba hasta ella cojeando, fue corriendo a cogerla.

—Pero hermosa mía, ¿dónde vas?

—A saludarte y a que le des su ración de jamón de york —se mofó Rebeca.

—¿Lo ves, cabezota? —protestó Ángela—. ¿Ves como tengo que estar aquí para vigilar a este bichejo? Quién sabe el daño que se puede hacer al estar ella solita andando por la casa.

Divertida por las carantoñas que aquellas dos se hacían mutuamente, Rebeca se acercó a la perra para darle un beso en su peluda cabeza.

—No te preocupes, Pizza, ya me voy para que te pongas morada de jamón de york.

La perra, al escuchar aquello, soltó un ladrido haciendo reír a ambas. Esa perra era muy lista y entendía todo. Eso sí, cuando le daba la real gana.

Casi una hora después, Rebeca llegó a la oficina. Belén la esperaba con el correo del día. Rápidamente se vio sumergida en contratos y problemas a resolver. A media mañana Belén entró con un sobre que acababa de llegar. Lo había traído un mensajero y era personal para Rebeca. Esta lo abrió y cuál sería su sorpresa al ver unas fotos de Kevin y su mujer. Horrorizada las miraba cuando sonó su línea directa y lo cogió.

—¿Qué te parecen las fotos? —dijo una voz al otro lado del teléfono.

Rebeca en un principio se quedó callada, no entendía nada. Pero al escuchar aquella fría risotada lo reconoció.

—¿Qué es esto, Cavanillas? —preguntó molesta.

—Querida, no hay que ponerse así —murmuró arrastrando las palabras—. Solo quería saber si te han gustado las fotos. Si me dices que no, tengo otras de tu hermanito y su bonita mujer que quizá te gusten más. Y si me dices que tampoco, me encargaré de enviarte alguna de tu piloto y su dulce niña. Por cierto, sería una pena que a esa niñita le pasara algo por tu culpa ¿no crees?

—Eres un repugnante hijo de…

—Tranquila, pequeña zorra —cortó—. Si no quieres complicarte más la vida, basta de averiguaciones. No soporto que nadie se entrometa en mis asuntos. ¿Entendido?

—Deje en paz a mi familia —soltó perdiendo los nervios—. Es usted un ser despreciable…

No le dio tiempo a decir más; Cavanillas colgó. Rebeca volvió a coger las fotos para mirarlas. En ella se veía a ambos, pero lo horrible era ver cómo Bianca esnifaba algo que seguro era coca, mientras Kevin estaba a su lado. No podía ser verdad. No podía creer lo que las fotos decían por sí solas. Sabía que su hermano nunca había sido un santo y que alguna vez había fumado hachís. Pero lo que nunca se había podido imaginar era que Kevin esnifase coca.

Horrorizada, soltó las fotos y dio la vuelta a su sillón para mirar la Puerta de Alcalá. Tenía que hablar con su hermano urgentemente. El problema era que no sabía cómo localizarle. El último día que la llamó le dijo que había perdido el móvil, y que en cuanto se hiciera con uno la llamaría y le daría el nuevo número. Andaba sumida en sus pensamientos cuando escuchó que la puerta se abría. Era su amiga Carla.

—Hey… ¿Qué pasa? —preguntó acercándose a ella—. ¿Por qué tienes los ojos llorosos?

Rebeca fue a contestar cuando Carla fijó la mirada en una de las fotos que estaban sobre la mesa. La cogió para mirarla y, llevándose la mano a la boca, susurró horrorizada.

—¡Dios mío! Este… este no puede ser Kevin. No, por favor.

Quitándole la foto de la mano, Rebeca la volvió a meter en el sobre y después en su bolso.

—Tú no has visto nada.

—Pero ¿cómo puedes decir eso? —le soltó su amiga indignada por aquel arranque.

—No has visto nada —repitió Rebeca.

Con el corazón a mil por lo que aquellas fotos querían decir, Carla miró a su amiga preocupada.

—No, por favor. No quiero que Kevin acabe como Alfonso.

—No es lo mismo. Y no quiero hablar del tema.

—No sé qué narices pasa, Rebeca, pero soy tu amiga y sé lo que he visto, ¿entiendes? —insistió, incapaz de callar—. Y no… no me voy a quedar impasible ante algo así. Así que, habla. Habla conmigo e intentemos buscar una solución que pueda ayudar a Kevin.

El rostro frío de Rebeca se descongeló e incapaz de aguantar más se arrugó y no pudo contener los sollozos.

—Oh… Carla. No sé qué pensar. No me lo puedo creer. Si es cierto lo que muestran estas fotos, ¿qué puedo hacer?

Conmovida por cómo lloraba, Carla la abrazó.

—Escúchame. Ahora mismo nos vamos de aquí. Iremos a comer. Dile a Belén que estaremos fuera dos o tres horas. Y ponte las gafas de sol para que nadie vea que has llorado.

Diez minutos después salieron del edificio, pero cuando llegaron al aparcamiento se encontraron con el jefazo, el señor Peterson.

—Buenos días, señoritas, o mejor, buenas tardes.

—Buenas tardes —respondieron ambas.

—¿Van a comer? —preguntó Peterson.

Ambas asintieron con la cabeza, pero no despegaron los labios mientras seguían su camino. Peterson se paró y las miró. Algo le ocurría a su eficaz Rebeca y no tardaría en averiguarlo. Una vez llegaron al coche de Carla, se montaron y se dirigieron a un pequeño restaurante chino que conocían desde hacía años. Por suerte estaba libre su mesa preferida. O mejor dicho, su «mesa de las confesiones», como ellas cariñosamente la llamaban.

—Muy bien —dijo Carla tras pedir algo de beber—. Ahora que estamos solas y tranquilas creo que tienes algo que contarme, ¿verdad?

Rebeca se removió incómoda en su silla. No tenía muchas ganas de hablar.

—Carla, quizá sea mejor que no sepas nada del tema.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Te parecería a ti normal que yo tuviera un problema, tú lo supieras y yo no te quisiera contar nada al respecto?

—Creo que eres la persona menos indicada para decirme eso —explotó Rebeca—. Tuviste un grave problema con Alfonso y ¿me lo contaste? ¿O quizá me lo tuve que encontrar por sorpresa?

Carla suspiró, y tras unos segundos de silencio, cogiéndole las manos añadió:

—Tienes razón. Tienes toda la razón del mundo. Pero eso no va a volver a pasar. He aprendido que sola, a veces, las cosas no se pueden solucionar. Y tú me has enseñado. Me he dado cuenta de que si no es por ti, por tu ayuda, por tu paciencia y por cómo nos quieres a Noelia y a mí, nos hubiéramos hundido en la miseria. Y ahora déjame decirte la diferencia que existe entre aquello que pasó y esto. Tú no sabías que yo tenía un problema, pero yo sí sé que tú lo tienes. He visto las fotos, y además —dijo apretándole las manos—, yo te quiero muchísimo y quiero a Kevin. Sois mi familia.

Rebeca se sentía conmovida por sus palabras.

—Lo siento. Perdóname. No venía a cuento lo que te he dicho.

—No te preocupes —respondió su amiga con una conciliadora sonrisa—. Era algo que tarde o temprano tenías que decirme. Sé que no hice bien ocultando mi problema, y por eso quiero evitar que te ocurra a ti. A Alfonso le quise mucho. Le amaba más que a mi vida. Pero nuestro principio no fue igual que el final. Y a pesar de saber que él se drogaba y me robaba, yo le quería. Me negaba a aceptar lo que ocurría engañándome a mí misma. Pero como ya viste, todo tiene un final, y ahora, cuando ya ha pasado un tiempo de aquello, y veo lo feliz que soy con Samuel, hay veces que doy gracias a Dios porque todo terminara como terminó. Y fíjate lo que te voy a decir, Rebeca, aunque suene muy duro: si no hubiera pasado lo que pasó ese día, creo que aún seguiría con Alfonso, y seguramente habría destrozado mi vida y la de Noelia. Por eso necesito saber lo que te pasa. Seguro que entre las dos podremos encontrar una solución.

—Ojalá fuera tan fácil como crees.

—No —respondió Carla—, no creo que sea fácil. La vida por norma general es difícil. Pero para eso estamos, cielo, para ayudarnos los unos a los otros. —Al ver que la miraba, insistió—. Tenemos tiempo, cuéntamelo.

Las palabras de Carla la habían convencido y Rebeca comenzó a relatarle todo el problema desde el principio. Le contó que había visto a su padre y a Elena. Incluso que había conocido a sus dos hermanastros. Y por último le confesó lo que había averiguado sobre los sucios negocios de Cavanillas.

—Realmente no sé qué decirte en lo referente a tu padre y los niños —contestó sinceramente Carla—. Solo piensa que esos niños no son los culpables de nada de lo que tu padre haya hecho.

—Lo sé… Lo sé —respondió desesperada—. Pero lo que realmente ahora me preocupa es el problema de Cavanillas.

Aquello encendió a Carla.

—Menudo hijo de perra ese elemento. Pedazo de chorizo. Por cierto, ¿a Peterson le has comentado algo?

—No —respondió Rebeca asustada—. No me he atrevido.

—Rebeca, creo que este problema nos sobrepasa. Tendríamos que hablar con la policía.

—Ni hablar —respondió tajantemente.

—Cometes un grave error —respondió Carla, al ver su mirada decidida—. ¿Cómo lo vas a resolver tú sola?

—No lo sé, Carla, no lo sé.

Desesperada se retiró el pelo de la cara cuando su amiga le preguntó.

—¿Has hablado con Paul del tema?

—No, y tú no le dirás nada.

—¿Por qué?

—Porque Paul buscaría a Cavanillas y le partiría la cara.

—No estaría mal —se mofó Carla—. Quizá necesita que alguien le dé una buena lección.

—Ni hablar —negó Rebeca—. No quiero meter a Paul en esto. Si Cavanillas le hiciera algo a él o a Lorena, no me lo podría perdonar. Y siempre está hablando de la niña.

—¿De verdad?

—Sí. Y eso me asusta mucho Carla. Yo… yo no puedo permitir que les pase nada y luego… luego… está Kevin… Oh, Dios.

—Deberíamos hablar con Kevin.

Consciente de que aquello no era buena idea siseó.

—Sí, claro, ¿y qué le pregunto? ¿Oye, hermanito, tú te drogas?

—No, Rebeca, no seas tonta. Estoy casi segura de que Kevin no está metido en temas de drogas. Es demasiado listo para haberse metido en algo así. Una cosa es que se fume un peta de vez en cuando, y otra que esnife coca. No… me niego a pensarlo.

—¿Y estas fotos qué? —susurró Rebeca mirándolas.

Tras unos segundos en el que ambas volvieron a mirar las fotos Carla contestó.

—Desde luego, a quien reconozco en ellas al cien por cien es a Bianca. A Kevin no le veo la cara con claridad.

Volvieron a mirar las fotos. El primer plano de la muchacha era indiscutible.

—Bien me ha engañado la de Eslovenia —gruñó Rebeca al pensar en su hermana Donna—. Pero Kevin… no me puedo imaginar a mi hermano enganchado a la coca.

Carla la miró y omitió decir que ella nunca se hubiera esperado aquello de Alfonso.

—Escucha, Rebeca, antes de sacar falsas conclusiones creo que deberías hablar con él. Sé que va a ser difícil, pero… —murmuró tocándole con cariño el rostro.

—Tienes razón. El problema es cómo localizarle.

—En su móvil.

—Imposible. El último día que me llamó desde una cabina telefónica me dijo que había perdido su móvil y que pronto me llamaría para darme el nuevo número.

—¡Joder! —blasfemó Carla.

Cada vez más confundida Rebeca añadió.

—No tengo ni su dirección, ni el teléfono de la casa de Bianca, ni nada.

—Bueno, lo que sí sabemos es que viven en Eslovenia.

—Sí, ¿pero dónde? —se desesperó Rebeca.

—¿Tienes algún dato de ella?

Rebeca negó con la cabeza.

—¿Por qué no hablas con ese detective? Seguro que él puede ayudarnos.

Un pequeño rayo de sol iluminó el gesto de Rebeca.

—Tienes razón. Le encargaré que localice a mi hermano.

—Así me gusta, verte positiva —sonrió Carla—. Habla con el detective y que lo encuentre. Por lo demás, cualquier cosa que necesites o te ronde por la cabeza, cuéntamela. Me tienes a tu disposición las veinticuatro horas del día.

—Gracias, Carla. Y por favor, no le cuentes ni a Samuel ni a nadie mis problemas.

—¿Qué problemas? —ambas rieron.

Tras comer salieron del restaurante con dirección a la oficina. De camino al coche, Rebeca tomó a su amiga del brazo y, se acercó a ella cariñosa.

—Por cierto, Carla, yo también te quiero.