Capítulo 28

Una semana después, el sábado, mientras Rebeca tomaba una taza de café en su cocina, sonrió al recibir un mensaje en el móvil con una foto de Carla y el bebé. Todo había salido maravillosamente bien y ya estaban en casa. En ese tiempo, Cavanillas no volvió a dar señales de vida y ella prefirió callar y no contarlo a nadie. En varias ocasiones, especialmente cuando estaba con Paul, deseó explicarle lo que ocurría, pero temía su reacción. No entendería las amenazas de aquel y finalmente optó por ocultárselo. Como dijo el detective, cuanta menos gente lo supiera mejor.

Sonó el teléfono. Al levantarse para cogerlo tropezó con Pizza. Siempre estaba en medio.

—Hola, Rebeca —saludó una vocecita.

—Hola, Lorena. ¿Cómo estás, tesoro?

—¿Te acuerdas de lo que es mañana? —preguntó la niña emocionada.

—¡¿Mañana?! ¿Qué es mañana? —soltó divertida, Rebeca, aun sabiendo a lo que se refería.

La cría resopló.

—Mañana es mi cumpleeeeeeeee. Cumplo cinco años y quiero que vengas a mi fiesta. ¿Vendrás, verdad?

Rebeca no pudo evitar reírse.

—Ya sabía que mañana era tu cumple, cariño, es más, tengo un regalo sorpresa para ti.

—¡Qué bien! —aplaudió la niña—. Ahora espera, se pone mi papi. Adiós, Rebeca.

—Hasta mañana, tesoro —respondió sonriendo.

Dos segundos después se escuchó la penetrante voz de Paul al otro lado del teléfono.

—Hola, preciosa. No había manera de parar a Lorena. Lleva toda la mañana pidiéndome que te llamemos por si no te acordabas de su cumpleaños. Le he dicho que tú te acordarías, pero es tan cabezota…

—Igualita que su padre —se mofó Rebeca.

Al escucharla de tan buen humor, Paul rio.

—Eso me lo vas a decir esta tarde cuando me tengas delante.

—Uisss ¡qué miedoooooo!

Feliz por hablar con ella, pero atareado con cientos de cosas de su hija contestó.

—Tengo que colgar, cariño. Pero recuerda, paso a buscarte esta tarde a eso de las siete, ¿te parece bien?

—Sí… sí, estupendo.

Tras colgar, Rebeca se dirigió de nuevo a la cocina para terminar su taza de café. Sus pensamientos volvieron de nuevo a Cavanillas. ¿Cómo podía él saber que había contratado a un detective privado? Tendría que tener más cuidado. Se levantó de la mesa de la cocina y se dirigió hacia su despachito, un cuarto acondicionado para trabajar. En el pasillo se cruzó con Pizza que, como siempre, estaba en medio y se tropezó con ella.

Pizza, por Dios. No te tires en medio del pasillo, ¡casi me mato!

La perra la miró y, sin hacerle ningún caso, se levantó, y saltando corrió por la casa. Está como una chota, pensó Rebeca al mirarla. Dándose la vuelta llegó a su despacho. Allí comenzó a estudiar unos papeles hasta que escuchó un estruendo procedente del salón. Rápidamente se levantó y al llegar allí vio un jarrón roto y a su perra mirándola con ojos de no haber roto un plato.

—¿Qué estarías haciendo para romper el jarrón? —protestó Rebeca mirando al animal. Le observó durante unos segundos con ojos amenazantes, pero la perra no pareció asustarse y movió el rabo a modo de disculpa. Con paciencia, Rebeca fue hacia la cocina a por la escoba y el recogedor. Cuando regresó al salón la perra ya no estaba. Terminó de recoger los trozos del jarrón y cuando entró en la cocina para echarlos a la basura, la encontró con el cacharro del agua volcado en medio de la cocina.

—Maldita sea, Pizza, ¿quieres que me enfade al final?

La perra, al escucharla, escapó corriendo hacia el salón con las patas mojadas pringando todo a su paso. Rebeca intentó cogerla pero fue imposible. Pizza estaba resbaladiza, y aquello se lo había tomado como un juego. Finalmente desistió, regresó a la cocina y recogió el agua del suelo. Cuando por fin terminó, y de un humor pésimo, miró a su alrededor y no vio señales del animal. Se dirigió de nuevo a su despacho para continuar trabajando y cuál no sería su sorpresa cuando encontró a la perra mordisqueando unos libros que tenía debajo de la ventana.

—¡Ya está bien! —gritó cogiéndola—. Pero bueno, ¿qué te pasa hoy? Ahora mismo te vas al patio y te quedarás allí hasta que estés más relajada.

Con la perra en brazos abrió la puerta de la calle y la dejó en el suelo sin percatarse de que su verja estaba abierta. Rebeca regresó al despacho dispuesta a arreglar lo que había destrozado. Sonó el teléfono.

—¡Diga! —chilló molesta.

—Eh… soy Carla. Si no es buen momento volveré a llamar más tarde —murmuró al escuchar aquel tono de voz.

Consciente de su tono, Rebeca se tranquilizó.

—Ay, perdóname, Carla. Pero hoy Pizza no para de hacer trastadas y me tiene que me subo por las paredes.

—Anda, mujer. No será para tanto —se mofó su amiga.

Pero Rebeca estaba calentita y comenzó.

—Me he tropezado con ella veinte veces por el pasillo, la cocina y el baño. Ha roto el jarrón veneciano tan bonito que Ángela me regaló hace tres años. Ha tirado su cacharro del agua en medio de la cocina y pringado la casa con sus patas mojadas y, por último, mientras yo recogía sus estropicios, la muy sinvergüenza se ha metido en mi despacho y se ha empezado a comer los libros de derecho internacional que tengo en el suelo. ¿Te parece poco?

Carla no lo pudo remediar y soltó una carcajada al otro lado del teléfono.

—Vale… vale… tranquila. Te quejas porque Pizza hoy tiene un día torcido, pero ¿qué harías si tuvieras a dos niños que cuando no se mea uno, se caga la otra? —al oírla reír, continuó—: La verdad es que el pequeño Nicolás es un bendito, pero cuando no se hace pipi se hace popó. Y Noelia no para… no para, y hace una tras otra. Por lo tanto, querida amiga, tranquilita, que es solo un día y un día se pasa rápido.

—Eso espero. Hoy no estoy para bromas. Es de esos días que me hubiera gustado no despertarme.

—No te quejes, ¡quejica! A ver, escucha, te llamaba para ver si mañana venís a comer a casa la niña, Paul y tú. Por cierto, puedes traer al monstruo de Pizza.

—Mira, a Pizza te la llevaría ahora mismo —cuchicheó Rebeca—. De todas formas no podemos ir. Mañana es el cumpleaños de Lorena, y tiene fiesta de cumpleaños.

—¿Lo dejamos para otro domingo?

—Sí, Carla… será mejor.

Al encontrarla tan desanimada su amiga preguntó.

—¿Te pasa algo? Te conozco y sé que te pasa algo.

Rebeca sonrió.

—No te preocupes. Estoy agobiada por todo el curro que tengo. —Sonó el timbre de la puerta—. Espera un segundo, voy a ver quién es.

Rebeca abrió la puerta de su casa y sonrió al ver a su pequeño vecino.

—Hola, Javi. —Pero al ver la cara de susto de éste preguntó—: ¿Qué ocurre?

El niño, con el gesto contraído, contestó.

—Es Pizza y está allí.

Rebeca siguió con la mirada la dirección señalada y vio un grupo de gente agachada en la carretera. Rápidamente corrió hacia la gente y se quedó sin palabras al ver a su perra tumbadita en el suelo, con sangre en el hocico y en el cuerpo, y aullando de dolor. La perra, al ver a Rebeca, intentó moverse y meneó como pudo el rabito.

—Pero… pero ¿qué ha pasado? —susurró Rebeca agachándose.

—Señorita —dijo un hombre—, circulaba con mi coche cuando de pronto vi que algo se metía debajo de las ruedas. Paré y vi que era un perro. Estos niños me dijeron que conocían al dueño y… —al ver las lágrimas de Rebeca el hombre, con gesto compungido, murmuró—: Le juro que no la vi. Apareció de pronto.

Rebeca no le oía. Solo acertaba a decir palabras llenas de ternura para Pizza.

—Javi, entra en mi casa —dijo por fin—. En la entrada verás colgada una cazadora, tráemela, por favor.

Rápidamente, llegó el niño con la cazadora y como pudo Rebeca colocó a Pizza en ella. El hombre que la había atropellado se ofreció para llevarla a un centro veterinario. Rebeca, sin dudarlo, aceptó. Al entrar en la clínica, José, el veterinario, le quitó al animal de los brazos y se metió con él en la consulta. Ella intentó pasar pero éste le pidió tiempo y espacio. En aquel momento se acordó de lo que le dijo Samuel el día del parto de Carla: «Más que ayudar, entorpeceré».

Un cuarto de hora después, Rebeca miró al hombre que la había acompañado. Allí continuaba. Poco después y, animado por ella, se fue y se quedó sola en la sala de espera. El tiempo iba lento. Demasiado lento. Parecía que los segundos no pasaban, y saltó de su silla cuando la puerta se abrió por fin y José se sentó a su lado.

—Vamos a ver, Rebeca. Pizza tiene la pata derecha trasera rota, y en la otra tiene una fisura. Habrá que operarla de la pata más dañada e intentar poner algo para que vuelva a tener movilidad. Eso sí, quiero decirte que aun haciéndole eso, tiene un 80% de posibilidades de que cojee siempre.

—No importa… no importa —susurró entre lloros.

El veterinario la miró. Conocía a esa muchacha y sabía lo que sentía por la perra.

—Ahora está dormida. La he sedado para que no sienta dolor. Creo que es mejor que te vayas a casa. Te llamaré cuando todo acabe.

—De ninguna manera. Me quedo aquí. Pero la sangre… —sollozó al ver su camiseta manchada—… tenía sangre en el hocico y dentro de la boca.

José, al verla tan desesperada pasó su mano por el pelo mientras trataba de tranquilizarla.

—No te preocupes. La sangre es muy aparatosa, pero todo ello es debido a que se mordió la lengua, que hemos tenido que suturar, por cierto. Se había mordido un buen trozo. Pero de verdad, no te preocupes, todo está bajo control. Y te lo digo en confianza. Vete a casa, te llamaremos.

—Gracias, José —asintió—. Pero no quiero irme de aquí hasta saber que todo ha salido bien. Seguramente tienes razón en que debería irme, pero no quiero separarme de ella.

—Lo entiendo —sonrió. Todos los dueños reaccionaban igual—. Te mantendré informada.

Vio cómo José desaparecía de nuevo por la puerta de la consulta. Se acordó de Carla, la había dejado colgada al teléfono y había salido sin móvil ni nada. Vio el teléfono de la clínica y, tras pedirle permiso a la chica de recepción, llamó a Paul. Entre sollozos le contó lo ocurrido y él solo le pudo pedir tranquilidad y la dirección del sitio. Cuando colgó volvió a sentir una terrible sensación de vacío y soledad.

Pensó en su perra, en la primera vez que la vio con su cuerpecito metido en la caja de pizza. Eso la hizo sonreír y darse cuenta de lo importante que era aquel animalillo en su vida. Cambiando la posición de su cuerpo, recordó la cantidad de veces que la había regañado aquella mañana, cuando lo único que quería Pizza era jugar. Se sintió culpable. Había pagado con ella su mal humor por el asunto Cavanillas y el trabajo. Volvió a llorar. Recordar a Pizza tirada en la carretera sangrando le rompía el corazón. El tiempo se le hizo eterno hasta que escuchó el sonido de una moto, e instantes después Paul entraba con el casco en la mano. Al verle, se refugió en él.

—¿Cómo estás, cariño? —preguntó abrazándola.

Pero Rebeca en ese momento no podía contestar, solo llorar. Cuando finalmente Paul la tranquilizó le contó lo que el veterinario le había dicho. Una hora después, Paul le propuso salir a un bar a comer algo. Rebeca se negó, pero finalmente accedió. Aunque aquella salida duró menos de media hora. Había pasado para Rebeca una eternidad cuando finalmente el veterinario salió y les dijo que todo estaba bien. Aunque la perra tendría que estar allí unos días para ver cómo evolucionaba. Rebeca por fin sonrió y el veterinario les dejó pasar a verla.

Pizza estaba totalmente dormida y ni se percató de que estaban allí. Después de muchos besos por parte de Rebeca, Paul pudo sacarla de allí y llevarla a casa para que descansara. Eran las siete de la tarde, y había sido un día con mucha tensión para ella. Por eso, decidieron no salir a cenar y quedarse en casa viendo la televisión. Tras un baño, Rebeca llamó a su amiga Carla para contarle lo ocurrido. Aquella noche Paul se quedó a dormir.

A la mañana siguiente, éste se levantó pronto y la sorprendió llevándole el desayuno a la cama. Debía marcharse a su casa. Era el cumpleaños de Lorena y tenía que organizar la fiesta. Tras varios intentos por parte de Paul para que Rebeca le acompañara a casa, finalmente desistió. Ella le prometió que después de visitar a Pizza, se acercaría a la fiesta. Una vez sola, sonó el teléfono. Era Ángela, que al enterarse de lo de la perra, rápidamente se presentó en la casa para ir con ella a visitar al animal.

Cogieron el coche y se dirigieron a la clínica. Allí pidieron permiso al veterinario para pasar. Al entrar y verla tumbadita e inundada de vendas, a Rebeca se le escapó un sollozo. Ángela, rápidamente, se arremangó y le dijo que como se le ocurriera llorar la sacaba de allí inmediatamente. Estuvieron un rato acariciando la peluda cabeza de Pizza, hasta que el veterinario entró y les dijo que no podían permanecer más tiempo allí. A la salida de la clínica Rebeca parecía un poco más contenta. Dejó a Ángela en su casa y se dirigió a casa de Paul. Cuando llegó, Julia le abrió la puerta y le indicó que Paul y la niña estaban en la habitación del fondo. Al entrar, Rebeca sonrió al ver a Tina, la madre de Paul.

—Oh… mirad quién ha venido —saludó la mujer al verla—. ¿Cómo está la perrilla?

—Mejor, ahora vengo de verla —respondió con una sonrisa—. En unos días la tendré en casa.

Tina sonrió y la agarró del brazo mientras le cuchicheaba al oído.

—Me alegro, cielo. Y me encanta ver que mi hijo te ayuda en todo lo necesario.

—La verdad es que si no fuera por él… —asintió al ver que se acercaba.

Paul, sin cortarse lo más mínimo, llegó hasta ellas y le plantó delante de su madre un beso en la boca.

—Hola, preciosa. ¿Todo bien?

Avergonzada y roja como un tomate, Rebeca asintió mirando de reojo a Tina.

—Sí. Todo bien.

En ese momento se escuchó un ruido de algo que caía. Paul se disculpó y salió disparado hacia el salón. Tina, divertida por la cara de susto de la muchacha, la tomó del brazo.

—Rebeca, quiero que sepas que me encanta ver que mi hijo se ha enamorado de ti. Lorena, mi pequeñita, te quiere, y mi hijo está radiante, y si ellos sonríen yo, cielo mío, soy feliz.

Con la boca seca y emocionada por esas palabras, iba a responder cuando se oyó.

—¡¡¡Rebeca!!!

Era Lorena, que al saber que había llegado corría a sus brazos.

—Felicidades, cariño —rio besándola—. ¿Cuántos tirones de oreja tengo que darte?

—Cinco. Me tienes que dar cinco —respondió la niña, encantada, ante la risa de su abuela.

Feliz, Rebeca comenzó a tirarle de la oreja cruzando una mirada con Paul quien, como siempre, estaba impresionante. Cuando acabó le tendió una caja.

—Toma. Este es mi regalo.

La niña lo cogió, pero antes de abrirlo preguntó:

—¿Cómo está Pizza?

—Oh, cariño, ella está bien. Me ha pedido que te felicite.

—¡Yupi! Pizza está mejor.

Paul se acercó a ellas con una sonrisa y murmuró mientras su hija rasgaba el papel del regalo.

—Pasemos al comedor y comamos. Dentro de unas horas la casa se llenará de niños y esto promete ser una auténtica locura.

—¡Qué bien! ¡La Barbie Dulces Sueños! Gracias.

Conmovida por el abrazo que la niña le regalaba, Rebeca sonrió.

—Me alegro de que te guste.

Comieron los cuatro tranquilamente en el precioso chalet de Paul en Boadilla del Monte mientras Tina, feliz, les contaba anécdotas de sus viajes. Una vez hubieron terminado la comida, Tina se llevó a la niña para que durmiera la siesta. Le esperaba una tarde llena de risas y sorpresas.

—Tu madre es encantadora. ¿Siempre está de buen humor?

Paul sonrió y, sentándose junto a ella en el sillón, asintió.

—Siempre la recuerdo riendo y contando cosas divertidas. Miles de veces le he dicho que venga a vivir conmigo, pero siempre contesta lo mismo.

—¿El qué? —preguntó Rebeca con curiosidad.

Paul la miró y, cambiando su tono a uno más fino, imitó a su madre.

—Paul, si vivo contigo te harás a la vida cómoda y no buscarás una mujer con quien compartir tu vida. Eso no pude ser, tesoro mío. La vida solo se vive una vez y hay que vivirla.

Rebeca soltó una carcajada al ver lo bien que imitaba a su madre.

—Tiene razón, y lo sabes —respondió finalmente.

—Pues sí —asintió—. De esta manera he sabido lo que era criar una hija. Si ella hubiera estado aquí se habría ocupado de Lorena. En cierto modo le estoy muy agradecido. Gracias a ella no me he perdido las noches en vela con mi hija —rio Paul—. No, en serio, haber criado solo a Lorena me ha dado la oportunidad de conocer a un personajillo que me tiene loco.

—¿Sabes, Paul? —dijo pasándole una mano por el flequillo—. Me encanta oírte hablar así. Lo único que me apena es no haberte conocido antes y ver cómo te las apañabas con Lorena cuando era un bebé.

En ese momento entró Tina por la puerta.

—Uy, hija, se las apañaba fenomenal. Este hijo mío ha nacido para tener más hijos.

—¡Mamá…! —advirtió Paul mirándola con cara de circunstancias.

La mujer se sentó con ellos.

—Ni mamá ni tres cuartos. Es cierto, y creo que deberías tener más hijos. Además, a mí me apetece tener más nietecitos a los que mimar.

Con ganas de descuartizarla por aquello, la miró.

—Bueno, mamá, ya veremos, ¿de acuerdo?

Tina, sin cortarse un pelo, miró a Rebeca y sonrió.

—Eso digo yo… Ya veremos.

Sobre las seis de la tarde empezaron a llegar niños, y a eso de las siete la casa estaba abarrotada. Rebeca los contó por curiosidad. Había un total de veinticuatro niños de edades entre cuatro y siete años jugando en el jardín. Paul los manejaba de una manera impresionante, y los tenía a todos embobados con sus juegos.

Lorena llegó con una amiguita y Rebeca, divertida, corrió tras ellas. Poco después un payaso requirió la presencia de todos los niños. Debían golpear la piñata. Tras aquello, los niños comenzaron a devorar sándwiches, patatas fritas, aceitunas, panchitos, y un sinfín de comida basura. De pronto se apagaron las luces y apareció Tina con la gran tarta de cumpleaños. Al unísono cantaron el cumpleaños feliz y, cuando terminaron, la niña cerró los ojos y pidió un deseo antes de soplar las velas. Rebeca, miró a Paul, quien a su vez miraba con gesto embelesado a su hija. Comprendía la felicidad que para él suponía ver a Lorena tan feliz, cumpliendo un año más. Le estaba demostrando que era un padre maravilloso, y su amor y admiración por él crecía cada momento más y más.

Sobre las nueve de la noche comenzaron a llegar los padres para recoger a sus pequeños. Cuando Rebeca se encontraba bailando en el salón con unos cuantos niños, se fijó en la mujer que acababa de llegar y que hablaba con Tina. Su cuerpo sufrió una sacudida y se paró en seco. Era Elena, la esposa de su padre. Sus miradas se cruzaron y la mujer le sonrió y se dirigió hacia ella. Angustiada, Rebeca miró hacia los lados con intención de escapar, pero estaba rodeada de niños y no era posible.

—Hola, Rebeca —saludó al acercarse.

—Hola —contestó agriamente.

La mujer, sin amilanarse por el tono de su voz, le clavó la mirada.

—Quizá este no sea un buen momento para hablar contigo, pero quiero que sepas que es una de las cosas que más me apetece en el mundo.

Conteniendo las ganas de salir corriendo de allí, Rebeca la miró antes de contestar.

—Usted y yo no tenemos nada de qué hablar.

Consciente del delicado momento, la señora, tras ver que nadie les escuchaba, volvió al ataque.

—Quizá lo veas así, pero sería mejor para todos poder hablar.

Apartándose a un lado, Rebeca se alejó de los niños.

—¿Mejor para quién? Yo no creo tener nada que hablar con usted ni con nadie. Por lo tanto aléjese de mí y no vuelva a intentar hablar conmigo nunca más.

—No eres justa —contestó Elena ganándose una mirada gélida de la muchacha.

—Usted tampoco. ¿Me va a hablar usted de justicia?

Tras unos segundos en silencio, Elena insistió.

—No sé si sabes que esta tarde has tenido aquí a dos hermanos tuyos.

—Mis hermanos no están aquí —siseó Rebeca seca—. Sé muy bien quiénes son mis hermanos. No se equivoque, señora.

—Muy bien, Rebeca, yo por mi parte lo he intentado. Si alguna vez quieres algo de mí creo que sabrás localizarme.

—Dudo que alguna vez quiera saber nada de usted.

Paul, desde el otro lado de la sala, vio la escena mientras se despedía de los padres de otro niño. No sabía de qué hablaban, pero por la cara de Rebeca se lo podía imaginar. Elena, consciente de que no sacaría nada bueno de aquello, se volvió y llamó a sus hijos.

—Dani y Susana, despedíos de Lorena que nos vamos a casa.

Sin poder evitarlo, su mirada cayó sobre aquellos niños. En ese momento Rebeca recordó la noche en que Donna y Kevin hablaban con su padre y nombraron a un niño llamado Dani. Aquel niñito agarró la mano de Elena y anduvo hacia la puerta. Estaba sumida en sus pensamientos cuando notó que alguien le tiraba de la camiseta. Al bajar la vista vio que se trataba de Susana, la niña con la que había jugado hacía unos minutos.

En un principio decidió no hacerle caso, pero ante la insistente mirada de aquella, Rebeca claudicó:

—¿Qué quieres, Susana? —preguntó en un tono nada afectuoso.

Elena, la madre de la niña, hablaba con Paul, y desde la puerta las observaba.

—Solo quería despedirme de ti y decirte que estoy segura de que tu perrita se pondrá buena.

Dios… Dios… ¿Por qué me tiene que pasar esto?, pensó al mirar a la niña. Pero al ver su sonrisa inocente, Rebeca le pasó la mano por el pelo.

—Gracias, Susana.

La niña, que desconocía el malestar generado entre su madre y Rebeca, con ojos imploradores preguntó.

—¿Puedo ir con Lorena un día a tu casa para conocer a Pizza?

En ese momento se acercó su hermano Dani y apremió a la niña, cogiéndola de la mano.

—Venga, Susi. Mamá dice que se nos hace tarde.

Jopetas, un momento —imploró la cría mirando a la muchacha.

Rebeca no sabía qué contestar. ¿Cómo llevar a esa niña a su casa sabiendo lo que sabía? Miró a la cría, después al niño y por último a Elena, que les observaba con detenimiento desde la puerta. Angustiada por aquel incómodo momento, finalmente logró contestar.

—Cuando quieras puedes venir con Lorena, ¿vale?

—¡Chupi! —aulló la pequeña tirándose a su cuello. Luego le dio un beso en la mejilla y gritó—: ¡Voy a conocer a Pizza!

Tras escuchar lo que ella quería, Susana se alejó con su hermano. El niño, mirándola con la misma mirada que su padre, le dijo adiós con la mano. Rebeca devolvió el saludo.