El fin de semana con aquel cachorro fue sensacional. Diferente. Rebeca se divirtió de lo lindo, aunque cada dos por tres tenía la fregona en las manos. El sábado, después de comer, se quedó mirando fijamente al perro. Si debía pasar el fin de semana con ella lo mejor que podía hacer era bañarlo, no fuera a pegarle algo. En el baño descubrió que era una perrita. Una hembra. Había quedado limpia y reluciente y era toda una preciosidad. Pero se negó a ponerle nombre. Si le pongo nombre me encariñaré más con ella, pensó. Por ello se dedicó a llamarla simplemente perro.
Pasado el fin de semana, el lunes por la mañana esperó la llegada de Ángela para indicarle que vendrían a recoger al animal los de la protectora.
—¡Bendito sea el Señor!… Pero qué cosa más simpática —aplaudió Ángela nada más entrar y ver a la perrita—. Ya era hora de que tuvieras alguna compañía en esta casa. Ven aquí, precioso —dijo mientras se agachaba para tocarla.
—Ángela… —aclaró Rebeca mientras se tomaba su bol de cereales—, no me la voy a quedar. Me la encontré el viernes, pero hoy vienen los de la protectora a llevársela. Le buscarán un hogar.
La mujer, al escucharla, la miró con sus azulados ojos y, frunciendo el ceño, gruñó:
—Pero Rebeca, ¿cómo puedes negarte a tener esta preciosidad? Yo te ayudaré, reina. Estaré con él durante el día, y a partir de las seis de la tarde, te ocupas tú.
La joven suspiró. Conocía a Ángela y sabía que pronto se enfadaría. A la defensiva contestó:
—Claro, ¡qué fácil! No, Ángela. Yo me levanto muy temprano. Me voy a la oficina, no vengo a casa a comer y sabes que hay veces en las que regreso muy tarde. ¿Cómo me voy a ocupar de ella?
—¿Ella? ¿Es perra?
—Sí.
—¿Qué nombre le has puesto, hermosa?
—No tiene nombre, Ángela. Ya te he dicho que no me la voy a quedar.
En ese momento el cachorro se volvió a mear. Antes de que Rebeca pudiera moverse, ya estaba Ángela con el mocho en la mano.
—Ea… solucionado —dijo la mujer, y con los brazos en jarras añadió—: Hay un refrán que decía mi abuela Gregoria: «Todo lo que coseches hoy, mañana lo recogerás». Piensa en ello.
Ángela, al ver su gesto, supo que se metía en terreno pantanoso. Pero no le importaba. Los años que llevaban juntas les habían permitido decir lo que querían cuando querían.
—Eres joven, tesoro mío —continuó—. Tienes veintitrés años. Eres linda, educada, tienes una casa bonita. ¿Pero qué más tienes? —La cara de Rebeca se transformaba por segundos, pero la toledana prosiguió—: Sé que no te gusta que me meta en tu vida. Y sabes que no me meto —se mofó—. Pero ya hace tiempo que pasó lo de Félix y creo que ya es hora de que encuentres a alguien que te quiera como tú te mereces. Sabes que eres como mi hija, que por ti haría cualquier cosa. Por ello, y a riesgo de que me mandes a paseo, como haces algunas veces, me permito decirte que no todos los hombres son iguales. Los hay buenos y malos, mejores y peores, guapos y feos, ¡pero hay que conocerlos!
—Vamos a ver, Ángela, no necesito, ni quiero, ningún hombre a mi lado —contestó enfadada—. Tengo mucha prisa y pocas ganas de discutir.
Una vez hubo cogido el bolso y las llaves del coche, se giró hacia la mujer que la miraba con descaro y aclaró:
—Hoy vendrán a llevarse al animalillo, ¿entendido?
—Oh… sí, hija, por Dios. Claro que te he entendido.
Rebeca se detuvo ante la perrilla que movía alegremente el rabo y dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—Bueno, preciosidad, espero que te encuentren un hogar bonito. Hasta pronto. Ángela… hasta luego.
Pero Ángela no le prestó atención. Cuando se enfadaba murmuraba bajito, como estaba haciendo en ese momento.