La boda de Samuel y Carla fue una boda sencilla, entrañable y bonita. Todo fue rápido y organizado en dos semanas. La vida por fin sonreía a Carla y Rebeca estaba feliz por ella. Las llamadas de Paul cada vez eran más seguidas y más íntimas, hasta que por fin llegó el día de su regreso. Llegaba aquella noche tras el premio de Japón, y Rebeca estaba tan nerviosa que no sabía qué ponerse, ni qué le diría cuando le tuviera delante. Habían pasado tres semanas y cuatro días desde que se despidiera de él en la puerta de su casa con un beso abrasador, y eso la tenía al borde de un ataque de nervios.
Era sábado y se encontraba en su mesa de trabajo cuando sonó el timbre de la puerta. Rápidamente, Pizza se puso a ladrar. Rebeca se levantó y se dirigió hacia la puerta para ver quién era, y, cuál no sería su sorpresa, cuando al abrir, allí estaba Paul con la mejor de sus sonrisas y un precioso ramo de flores. Durante unos segundos se miraron desconcertados, hasta que él la agarró y la besó apasionadamente.
—¿Pero qué haces tú aquí? —preguntó Rebeca segundos después—. ¿No llegabas esta noche?
—Muy bonito —se mofó él—. Yo cambiando vuelos para llegar cuanto antes, y tú me preguntas que qué hago aquí.
Cogió su maleta y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.
—De acuerdo. Me voy y hasta esta noche no regresaré.
—No, Paul —rio agarrándole del brazo—. ¿Qué haces, tonto? No quiero que te vayas.
Soltando la maleta con una espléndida sonrisa, él volvió a abrazarla y la besó de una manera que la dejó sin aliento.
—Eso es lo que yo quería oír —susurró haciéndola reír—. No sabes las veces que he pensado en este momento.
Rebeca le miró encantada. Ella también había pensado mil veces en aquel momento, y estaba siendo mil veces mejor de lo que su cabeza había imaginado, le miró y susurró:
—Tú no sabes las vueltas que le he estado dando para saber qué me ponía esta noche, y ahora resulta que llegas antes de la hora y me pillas con estas pintas —susurró tras varios besos abrasadores.
Devorándola con la mirada, él respondió encantado mientras contenía sus ganas de desnudarla y poseerla como tantas veces había soñado.
—Estás preciosa.
—Sí… seguro —rio separándose de él. Si continuaba tan cerca le tumbaría y le haría el amor como estaba deseando desde hace meses—. Por cierto, ¿has llamado a Lorena para decirle que ya has llegado?
Dejando la cazadora encima del sillón, asintió.
—He hablado con Julia y me ha dicho que Lorena estaba en el cumpleaños de su amiguito Dani. Un niño del colegio. Por lo tanto, tengo unas horas para estar contigo.
—¿Cenaremos juntos esta noche? —preguntó Rebeca.
—Por supuesto. Dentro de un rato iré a casa a darle un besazo a Lorena y, cuando la acueste, la noche será para nosotros —murmuró tras suspirar—. ¿Has decidido a qué restaurante quieres que te lleve?
—No se me ocurre ninguno. Vayamos a cualquiera que conozcas tú.
Feliz por estar con ella, Paul la atrajo hacia él y se dejó caer sobre el sofá abrazados.
—De acuerdo, preciosa —murmuró con gesto cansado—. Pero de momento ven aquí para que yo pueda disfrutar de ti.
Mimosa, Rebeca se dejó abrazar y besar por el que tantas noches en vela había pasado. Lo que más le apetecía en esos momentos era aquello y no se lo iba a negar. Paul era un hombre terriblemente sexy y ella le deseaba. Cuando Paul sintió que ella bajaba sus manos por su abdomen y se detenía en el botón de su vaquero, la miró y preguntó con voz ronca.
—¿Estás segura?
Con una cautivadora sonrisa, asintió y Paul la besó. Le devoró los labios con tal ansia que ella se estremeció. Echados en el sillón y llevados por la pasión, acabaron en el suelo.
—Subamos a mi habitación —propuso Rebeca entre risas.
Levantándose del suelo, subieron las escaleras entre besos y abrazos. Una vez llegaron a la cama, Rebeca se sentó y Paul, con un dedo, la tumbó para dejarse caer con cuidado y posesión sobre ella. Con movimientos torpes al principio pero a cada segundo más rápidos, se desnudaron.
—Eres preciosa —susurró mirándole los tersos pechos.
Atizada por un extraño ardor, sonrió. Metió la húmeda lengua en su boca y, con fiereza, le besó. Ella siempre había sido una chica buena, recatada y poco exigente, pero aquel hombre la tentaba tanto que su comportamiento se volvió loco y provocador.
¡Deseaba tenerle dentro de ella ya!
Paul, al sentirla tan excitada, sonrió y dándole lo que ella quería, se posicionó entre sus piernas y no se hizo de rogar. Saco un preservativo de la cartera y se lo colocó. Luego bajó una de sus manos para tocarle el centro de su deseo mientras guiaba su miembro hasta él.
—Oh Dios… te deseo tanto —murmuró agitada.
—Tanto como yo a ti —suspiró él al notar cómo el calor del interior del cuerpo de ella rodeaba totalmente su miembro.
Rebeca, al sentir cómo él entraba en ella, se arqueó y subió las caderas impaciente por recibirle. Al sentir aquel movimiento, algo en Paul se volvió salvaje y primitivo y, posicionando una de sus manos bajo el trasero de ella, alzó sus caderas y, mirándole a los ojos, comenzó a entrar y salir de ella con movimientos rápidos y certeros hasta que la vio soltar un pequeño gemido que le indicó que ella había llegado al orgasmo. Paul la apretó contra él y, tras bombear un par de veces con más profundidad dentro de ella, se dejó ir. Rebeca sonrió al escuchar de su garganta un sonido seco y varonil.
Durante unos segundos, Paul mantuvo su cara hundida en el cuello de Rebeca. Le gustaba lo que había ocurrido pero deseaba volver a repetirlo con más calma. Quería gozar más de ella. Instantes después, al escucharla respirar con celeridad, levantó la cabeza y la besó con tal pasión que Rebeca supo que sería una tarde para recordar.
—¿Todo bien?
—Sí —asintió gustosa—. ¡Genial!
Divertido por la sonrisa guasona que vio en sus labios se sentó a horcajadas sobre ella y cogiéndole las muñecas con ambas manos se las puso sobre la cabeza e indicó bajando su boca hacia ella.
—¿Te apetece seguir jugando o prefieres que me marche?
Ella le besó en la comisura de los labios mientras sentía como su erección crecía por segundos.
—Si se te ocurre levantarte de esta cama sin satisfacer todos mis deseos, considérate hombre muerto.
Paul, sorprendido, la miró y ella de pronto enrojeció por lo que había dicho.
—Bueno yo… la verdad es que…
Divertido por verla tan azorada le soltó una mano para colocarle un mechón detrás de la oreja y besarle en el lóbulo.
—Tengo en mi cabeza tantos pensamientos lujuriosos contigo que estoy seguro de que tus deseos quedaran satisfechos —al ver que ella sonreía prosiguió—. En este tiempo sin verte he imaginado que te poseía de tantas maneras que no te puedes imaginar.
—¿En serio?
—Sí, preciosa… sí.
Con el aliento entrecortado y excitada como nunca en su vida ella exigió.
—¿Qué has imaginado?
—Fantasías húmedas que te aseguro que te gustarán.
Rebeca abrió los ojos desmesuradamente.
—Aunque reconozco que la que más me excitaba era verte desnuda sobre mi bicha.
—¿Tu bicha?
Divertido Paul sonrió y prosiguió.
—Mi bicha es mi moto, y en ella me encantaría tenerte sentada a horcajadas sobre mí, mientras me haces el amor.
—Pero… yo… yo nunca hago esas cosas.
Él rio.
—Nunca digas… nunca.
Con su cálido aliento, su voz y su mirada consiguió que Rebeca sintiera un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo mientras sus pezones se erizaban excitados. Saber que él había tenido fantasías con ella le gustaba más de lo que nunca hubiera imaginado.
—Te deseo, preciosa —le susurró Paul al oído con una masculinidad tan posesiva que casi solo el sonido de su voz la lleva al orgasmo.
Con el corazón latiéndole con fuerza y un ardoroso calor instalado entre sus piernas le mordió el labio inferior. Aquello gustó tanto a Paul que al percibir su excitación la besó hasta dejarla sin aliento. Eso la animó y asiendo sin ninguna vergüenza su erección con la mano comenzó un suave y ondulante movimiento que lo enloqueció.
—Si sigues haciendo eso, no dudaré ni tres segundos.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Consciente del erotismo que en sus ojos veía, bajó su boca y tomó uno de aquellos duros y tersos pezones. Cómo era de esperar ella gimió al límite hasta que gritó.
—¡Para!
Él paró, la miró y con voz ronca susurró.
—¿Quieres dejarlo aquí?
Ella deslizó su mano por aquellos marcados abdominales e incorporándose sobre los codos pidió.
—No… solo quiero cambiar de posición. Déjame estar a mi sentada sobre ti.
Paul asintió y sin perder tiempo se dejó caer sobre la cama. Ella se sentó a horcajadas sobre él y sin hablar le besó el cuello. Después bajo su boca hasta sus pezones y continuó bajando hasta rodear con la lengua su ombligo. Mientras continuaba su exploración por aquel musculoso cuerpo le escuchó gemir. Eso la hizo sentirse poderosa y, al tener ante ella aquella impresionante erección, la besó y metió su aterciopelada punta en su boca.
Por primera vez en su vida sintió que ella tenía el control en sus manos. Sentirse como una mujer liberal le hacía sentirse viva y le gustó. Siempre había temido arrepentirse de hacer algo así pero con Paul era diferente. Él la hacía sentir viva, deseada y sexy y sabía que no se iba a arrepentir.
Durante lo que a Paul se le hizo una eternidad, ella jugó con él hasta que incapaz de seguir inerte la agarró por las axilas, la hizo ponerse de nuevo a horcajadas sobre él y mirándola a los ojos la penetró. Ella estaba tan húmeda que sintió el pene entrar hasta el cuello del útero. Ambos gritaron de placer mientras él con las manos sobre la cintura de ella la ayudaba a salir y entrar una y otra vez.
El ritmo se aceleró.
Rápido, intenso, fuerte.
Ella gritó al llegar al clímax y cuando él no pudo más, la levantó con fuerza, sacó su erecto pene de ella y se corrió.
Con las respiraciones entrecortadas y los corazones acelerados se miraron y sonrieron. Aquello había estado muy, pero que muy bien y estaban dispuestos a repetir.
Tras una magnifica tarde de sexo, Paul, a regañadientes, se marchó a su casa para ver a su hija.
Durante unas horas estuvo con su pequeña hasta que llegó la noche, y de nuevo fue a buscar a Rebeca, quien al verle le besó con ardor.
—Si me sigues besando así, te llevo de nuevo a la cama —bromeó él.
Divertida, dijo con un gesto que a él le enloqueció:
—No me tientes… No me tientes. Pero no, prometiste llevarme a cenar y eso haremos.
Al cerrar la puerta de su casa, Rebeca vio aparcada una bonita moto frente a ella. Mirándole, dijo en tono guasón.
—Menos mal que no me he puesto vestido. —Aquella ocurrencia le hizo reír y ella aclaró—. Paul, no te lo tomes a mal, pero creo que te dije que me daban miedo las motos.
—Y yo creo que te dije que ese miedo se debía a que aún no habías montando con alguien que te proporcionara seguridad. —Dándole uno de los cascos, susurró antes de plantarle un dulce beso—: Póntelo y confía en mí. No te pasará nada.
Nerviosa, obedeció, y diez minutos después se encontró disfrutando junto a él de la libertad que proporciona viajar sobre una moto. Tras un divertido viaje aparcaron, y cogidos de la mano llegaron hasta el restaurante. Un local de moda, grande, con varios ambientes y distintas cocinas.
El maître, al ver a Paul y reconocerle, rápidamente le ofreció una de las mejores mesas en la zona francesa. Era un lujo tener en el restaurante al famoso piloto de MotoGP Paul Stone.
Encantada por la compañía, Rebeca se dejó asesorar en cuanto a la comida. Le gustó todo excepto los caracoles, que se negó a comer. Solo con verlos, el estómago se le removía. Tras la cena, decidieron ir a tomar algo a un bar de copas de un amigo de Paul.
Al llegar, Rebeca se sorprendió; estaba ante el DeMarios, el local más de moda de Madrid. En cuanto aparcaron, pudo comprobar cómo la entrada del local estaba plagada de fotógrafos buscando una instantánea que les diera un titular. Rebeca, azorada por las fotos que les disparaban, sintió la mano de Paul que la apretaba con fuerza y sonreía a los fotógrafos, eso le dio confianza. En aquello él estaba muy puesto. Era un deportista guapo, adinerado y soltero, y eso, a los fotógrafos, les encantaba.
Una vez dentro del local, Rebeca se sorprendió al verse rodeada de gente que solía ver en la televisión y en el cine. Eso la intimidó, pero Paul, con su seguridad, de nuevo consiguió que sonriera, mientras le cuchicheaba cosas de todos ellos.
Tras saludar al dueño del local, Paul se dirigió hacia donde le indicó que estaban algunos de sus compañeros. Pilotos como él. Encantada, conoció a Iván Vázquez y a su mujer Rita. Paul le presentó como el gran rival en pista, pero grandísimo amigo en la vida e inmejorable compañero de equipo. Más tarde llegaron Tomi, Valentino, Raúl y Salinski, acompañados por sus mujeres, excepto Tomi, que no tenía pareja.
Mientras Rebeca observaba cómo charlaban animadamente, Iván se acercó a ella para invitarla a bailar. Bailó con él y rio por las cosas que este le contaba. Cuando Iván y ella dejaron la pista, Rebeca vio que Paul saludaba a una mujer mayor que él. Se notaba cierta familiaridad entre ellos. Segundos después, ambos se dirigían hacia donde ella estaba sentada.
—Rebeca, te presento a Elena, una amiga y colosal periodista deportiva. —Al ver cómo le miraba, aclaró—: Es la madre de Susana y Dani. El cumpleaños al que asistía hoy Lorena.
Al recordar aquel detalle, Rebeca sonrió.
—Encantada de conocerla y felicidades a Dani.
La mujer la miró a los ojos unos segundos. Luego, se acercó a ella.
—Gracias, querida, y por favor, no me llames de usted que me haces mayor —le dijo amablemente.
—De acuerdo, Elena. —Y al reconocerla dijo—: Trabajas en las noticias de Telecinco, ¿verdad?
—Sí, querida. ¡Acertaste!
Paul, sonrió al ver cómo Rebeca miraba a la mujer.
—A todo esto, ¿dónde está tu marido? —preguntó Paul.
La mujer miró a su alrededor antes de contestar.
—Ha ido la barra a pedir unas copas con Toño. Yo —dijo echando un vistazo de nuevo a su alrededor— estoy esperando a Marga, que ha ido al guardarropa un momento.
—Toño y Marga son unos amigos —aclaró al ver que Rebeca la miraba—. Cada año salimos a celebrar los cumpleaños de los niños por la noche. —Con una encantadora sonrisa aclaró—: Por la tarde es el cumpleaños de los niños, pero por la noche es la fiesta de los mayores.
—¡Genial! —rio Rebeca.
—Siempre es bueno un pretexto para salir a cenar fuera de casa —continuó la mujer que, moviendo el brazo, dijo—: Allí está Marga. Por cierto, no ve tres en un burro, pero la muy presumida no quiere ponerse las gafas y hay que estar pendiente de ella todo el rato.
Rebeca volvió a reír y la mujer, al ver que su amiga no la veía hizo ademán de levantarse.
—Bueno, queridos, os dejo, que si no se me pierde. Hasta luego. —Y acercándose a la joven susurró—: Debes de ser muy especial para que este hombre te mire así. Aprovéchalo.
Rebeca y Paul se miraron y se echaron a reír, ante la vivacidad y el buen humor de Elena.
—Qué mujer más maja —rio ésta.
—Sí. Ella y su marido son dos personas encantadoras.
Paul le explicó que les conocía desde el primer día de colegio de Lorena. Siempre le había parecido una pareja ejemplar. Solía coincidir con ella o su marido Iñigo a veces, cuando iba a recoger a su hija al colegio. Incluso Susana, la hija de ellos, más de una vez se había quedado a dormir con Lorena. Eran inseparables.
Mientras hablaban, el ritmo de la música cambió. Pusieron música lenta y Paul la invitó a bailar. Al abrazarla, Paul le susurró al oído, poniéndole la carne de gallina.
—No sabes cuánto te he echado de menos.
—Me gusta.
Sorprendido por aquella respuesta, la miró a los ojos.
—¿Que te gusta qué? Que me hayas echado de menos. Eso quiere decir que has pensado en mí.
Paul sonrió. Durante un buen rato bailaron y se besaron. Se saborearon con tranquilidad. Ambos ambicionaban intimidad y anhelaban llegar de nuevo a casa. Varias canciones después caminaron hacia la mesa donde estaban todos para refrescar sus gargantas. Estaban sedientos. Aunque la sed que tenían era de sus cuerpos. Al llegar, Iván les hizo una seña con la mano. Ellos se acercaron.
—¿Qué quieres, pesado? —rio Paul sin soltar a su chica.
Iván, levantándose, se abrió camino entre la gente.
—Vamos, os invito a una copa.
Divertidos, siguieron a Iván y Rita hasta la barra. Aquellos le cayeron muy bien a Rebeca. Era una pareja encantadora y con solo ver cómo Iván miraba a su mujer se podía ver el gran amor que le profesaba. Cambiaron la música de nuevo, y el ritmo de Beyoncé se escuchó por los bafles. La bailona de Rita le preguntó a Rebeca si quería bailar y esta asintió. Las dos, encantadas, caminaron hacia la pista, donde comenzaron a mover sus cuerpos.
Horas después, cansados, Paul le propuso al oído marcharse. Ella asintió. Deseaba estar a solas con él. Pero cuando estaban a punto de salir por la puerta del local, Paul se detuvo al reconocer a alguien y tiró de Rebeca.
—Cariño, quiero presentarte al marido de Elena.
Rebeca, feliz, se volvió, pero su sonrisa se congeló al ver de quién se trataba. Los músculos se le agarrotaron y, de pronto, respirar se le hizo difícil. Paul, confundido por aquello, miró a su amigo y se extrañó al ver que a aquel le ocurría lo mismo. No entendió nada hasta que Rebeca le saludó.
—Hola, papá.
No pudo decir más. El nudo de emociones de su garganta le impedía hablar. El hombre, al escuchar aquella voz, se emocionó y susurró procurando contener sus emociones.
—Rebeca, ¿cómo estás?
—Bien —asintió escuetamente.
Paul, totalmente alucinado, no sabía a quién mirar. ¿Papá? ¿Iñigo era el padre de Rebeca? Si mal no recordaba, ella le dijo que estaba muerto.
Repuesta de la sorpresa inicial, se recompuso, y dio un paso atrás.
—Paul, es tarde y estoy cansada. Te espero en la puerta. —Dicho esto se marchó.
Sorprendido y boquiabierto, Paul vio cómo se alejaba, y se volvió hacia Iñigo.
—Pero… ¿cómo?… ¿Rebeca es tu hija?
El hombre, que seguía mirando la puerta con los ojos cargados de lágrimas, asintió.
—Sí, Paul. Rebeca es la pequeña de mi anterior matrimonio.
Incómodo por la situación creada, le dio la mano al hombre y se apresuró hacia la puerta.
—Iñigo, ya hablaremos. Siento muchísimo esto… pero yo no sabía nada.
El hombre, aún sorprendido por lo ocurrido, le miró.
—No te preocupes, Paul. Es una historia complicada. Anda, ve, te está esperando.
Los hombres se despidieron, y cuando Paul salió del local, ella le abrazó y contuvo su llanto hasta que se alejaron de los fotógrafos. Una vez fuera de los flashes, lloró. Paul intentó calmarla pero apenas lo consiguió. En esta ocasión, Rebeca no disfrutó del trayecto en moto. Solo deseaba llegar a su casa. Una vez allí, Pizza les recibió. Sin pararse ante la perra, Rebeca fue a la cocina para preparar café. Sabía que Paul le iba a preguntar y odiaba dar explicaciones.
Quince minutos después, con el café en una bandeja, entró en el salón donde Paul jugueteaba con Pizza. Se quitó los zapatos y se sentó como un indio frente a él. El silencio tomó el lugar hasta que Paul habló.
—Cariño, lo siento. Yo no sabía… Es más, creí que tus padres…
—No te preocupes —le cortó—. Tú no tenías por qué saber que él era mi padre. Además, te dije que mis padres habían muerto y…
Pero ya no pudo continuar, las lágrimas desbordaron sus ojos y Paul la abrazó con rapidez. Cinco minutos después, y más calmada, logró articular palabra.
—Cuando le vi delante de mí, no supe qué decir; los sentimientos me paralizaron. Por una parte es un extraño, y por otra mi padre. —Secándose con un pañuelo las lágrimas continuó—. Muchas veces he pensado cómo sería ese reencuentro. Tenía claro que lo despreciaría y le echaría en cara muchísimas cosas. Pero cuando… cuando le he visto no he sabido qué decir. Allí estaba él, mirándome con esos ojos que yo adoraba cuando era pequeña.
Se sonó la nariz entre lágrimas.
—Siempre me trató bien. Incluso recuerdo que todos decían que yo era su niña preferida. ¡Su princesa! —se mofó, y levantándose concluyó—. Pero le odio por todo lo que nos hizo sufrir. En especial a mi madre.
Paul, sin entender aún lo que pasaba, se dirigió a ella con suavidad.
—A ver, Rebeca, yo no sé lo que ha pasado, pero la gente cambia, y quizá deberías hablar con él…
Volviéndose furiosa hacia él, se apartó gritando.
—¡¿Pero qué dices?! No quiero verle. Él eligió. Decidió marcharse con… con su nueva familia. Con esa mujer.
Al recordar a Elena, maldijo. Aquella simpática mujer había sido la que tanto sufrimiento había causado a su madre.
—No te pongas así. Yo solo quería que…
—¡Oh, cállate! —protestó sin apenas mirarle.
Sin poder evitarlo, recordó las palabras que su hermano Kevin le dijo a su padre años atrás, Para Donna y para mí estás más muerto que nuestra madre. Rebeca es mayor de edad y, sin presiones, tomará su decisión. Su decisión fue no volver a verle nunca. De la noche a la mañana había perdido a sus padres y ella solo le culpabilizó a él.
Paul, confundido por el giro que estaba tomando todo, se acercó para abrazarla, pero esta no le dejó. Volvió a intentarlo un par de veces más, pero su reacción fue la misma. Al final, molesto por su actitud, cogió su chaqueta y se dispuso a marcharse.
—Creo que es mejor que me marche. Mañana te llamaré.
Ella ni le miró. Estaba sumida en su pasado. En sus tristes recuerdos. Paul se dirigió hacia la puerta, pero se paró. Volvió sobre sus pasos y, sin tocarla, murmuró:
—Si quieres que me quede, me quedaré.
Ella negó con la cabeza.
—Vete, por favor, Paul.
Tras mirarla durante unos segundos, él asintió y se dio la vuelta.
—De acuerdo. Te llamaré.
Esta vez se fue y ella suspiró. Una vez sola se tumbó en el sofá y, con el berrinche, se quedó dormida. Soñó con su décimo cumpleaños. Ese en el que papá le compró la bicicleta de sus sueños. Recordó las veces que había pasado con su padre por delante de aquella tienda, y siempre se paraban a admirarla. Era preciosa y de color rosa. De los manillares colgaban unos flequitos, y delante portaba una cesta. En aquellos momentos era lo que Rebeca más quería tener en el mundo. Y lo tuvo. Su padre siempre le intentaba dar todos los caprichos. También soñó con su viaje de fin de curso. En esa época sus padres no estaban muy bien de dinero, y ese viaje suponía un lujo que apenas se podían permitir. Pero su padre comenzó a trabajar en una fábrica por las noches y el día que le dio el sobre con el dinero para el viaje, ella se emocionó.
Recordó la cantidad de veces que él quería hacer lo mismo por Donna, pero su madre siempre le recordaba que por su hija mayor decidía ella.
Su madre era buena, aunque en muchas ocasiones demasiado recta y severa. Por aquel entonces sus hermanos se mofaban de ella, y la llamaban «la princesita de papá». Quizá en su momento fue así. Pero les gustara o no a sus hermanos, su padre era quien convencía la mayor parte de las veces a su madre para que Donna pudiera ir de fiesta o Kevin salir con sus amigos.
Horas después se despertó sobresaltada y sudando a causa de los sueños. Con tristeza, Rebeca suspiró al recordar a ese papá que ella tenía guardado en su memoria. Era atento. Le adoraba. Por ello, cuando pasó lo de su madre y se enteró de su doble vida, todo su cariño y amor se convirtieron en odio. En ese momento, Pizza se acercó a ella y, dándole con el morro en la mano, hizo que esta la mirase. Rebeca, al verla, sonrió e, incorporándose, miró el reloj. Las cinco de la mañana.
—Vamos a dormir. Es muy tarde.
Levantándose, se dirigió hacia su dormitorio seguida por su fiel Pizza.