Capítulo 11

El Hospital Doce de Octubre le traía millones de recuerdos tristes. Pero allí estaba de nuevo, sola y con la pequeña Noelia en brazos. Llamó a la madre de Carla, pero como era de esperar, no quiso saber nada de su hija. Tras colgar el teléfono y sentir ganas de matarla, no sabía qué hacer ni a quién llamar. Pensó en Ángela. La llamó y en media hora estaba allí. Asustada por lo que esta le contaba, finalmente Rebeca consiguió que se llevara a Noelia a casa. Ella iría más tarde.

Angustiada durante horas, suspiró cuando un médico salió y preguntó por los familiares de Carla Benítez. Rebeca se acercó rápidamente. Este se presentó, su nombre era Samuel Álvarez, un médico joven, agradable y simpático. Sentándose con ella, le preguntó datos sobre Carla. Una vez cumplimentado todo, le informó que su amiga tenía dos costillas rotas, un derrame en el ojo, un fuerte golpe en la cara y varios moratones por todo el cuerpo que indicaban haber sido víctima de una brutal paliza. Debía quedarse ingresada en el hospital.

Horrorizada, Rebeca se llevó las manos a la boca y lloró. ¿Cómo le podía haber pasado aquello a Carla? Era una chica tan buena y plácida, que era imposible pensar que alguien quisiera hacerle daño. El médico preguntó si conocía al animal que le había propinado tal paliza. Sin saber qué decir, negó con la cabeza. Debía hablar con Carla. Tras charlar con aquel sobre la necesidad de que Carla denunciara el caso, este le indicó que podía pasar a verla unos minutos.

Con el corazón encogido, siguió al doctor hasta la habitación donde su amiga estaba postrada. Nada más verla, Rebeca le cogió la mano y se la besó. El doctor Álvarez al comprobar que la paciente estaba consciente se acercó a la cabecera de su cama. Le preguntó si estaba mejor, y Carla asintió. Antes de marchar, aquel solícito medico recordó a la enferma que aquella noche estaba de guardia que si le necesitaba o sentía el más mínimo dolor, que le llamara. Después se marchó. Rebeca, consternada, se sentó en la silla que había en la cabecera de la cama. Le temblaban las piernas.

—¿Y… la… niña…? —logró pronunciar Carla.

—Está con Ángela. —Y pasándole con cariño la mano por el pelo, prosiguió—: Ya sabes que ella va a cuidarla mejor que nadie. Y no te preocupes, durante los días que estés aquí, Noelia se quedará conmigo en casa.

—Lo… siento… lo… siento —repetía Carla mientras le resbalaban las lágrimas por las mejillas.

Conmovida, Rebeca se le acercó y la besó mientras le secaba las lágrimas.

—Escucha, cielo —dijo mirándola con dulzura—, no te preocupes por nada. Ahora lo que tienes que hacer es ponerte buena. Cuando estés mejor hablaremos. Pero de momento lo más importante es que te mejores. ¿De acuerdo?

Apareció una enfermera para avisar de que Carla tenía que descansar. Rebeca, tras darle un dulce beso en la frente, le recordó que al día siguiente regresaría. Al salir, le dio a la enfermera su número de teléfono por si tenían que contactar con ella.

Cuando salió del hospital eran las once de la noche. Le encantó recibir el aire fresco de la calle, pero recordó que Ángela estaba en casa con Noelia. Cogió un taxi y, tras darle la dirección de su casa, pensó en su cita con Paul para el día siguiente. ¿Cómo avisarle? No tenía su teléfono, ni su email ni nada, pero decidió no pensar en ello. Bastante agobiada estaba ya.

Al pasar por una farmacia de guardia, le pidió al taxista que parase unos minutos. Allí Rebeca compró biberones, chupetes, pañales, un muñeco de goma y leche en polvo para la niña. Una vez hubo pagado volvió a montar en el taxi. Cuando llegó a su hogar, como siempre salió Pizza a recibirla.

Por fin en casa, pensó tocando la barriga del animal, hasta que una voz la sobresaltó.

—Por fin estás aquí. Estábamos preocupados por ti.

Boquiabierta se quedó al ver a Paul frente a ella con gesto de preocupación.

¿Pero qué hacía allí?

¿En su casa?

Él, al ver cómo le miraba, rápidamente se acercó a ella y dijo:

—Siento haberte sobresaltado. —Y con una sonrisa encantadora le susurró—: Como verás, ya me estoy disculpando por algo.

Sonrió al oír aquello.

—Pero… ¿tú qué haces aquí?

—Te llamé al móvil pero no me lo cogiste. Por eso llamé a tu casa —explicó Paul—. Te olvidaste en el coche la bolsa en la que iba la muñeca que le compraste a la hija de tu amiga. Ángela contestó al teléfono, y la pobre mujer me contó angustiada lo que había sucedido. Acababa de llegar del hospital con la niña. El resto creo que no hace falta que te lo cuente.

Rebeca asintió pero, torciendo el cuello, murmuró:

—Vale… entiendo lo que me dices, ¿pero por qué has venido a mi casa?

Dispuesto a aclararle el porqué, sonrió y dijo:

—Ángela me comentó que no tenía nada de ropa para cambiar a la pequeña, ni pañales, ni leche… nada. Y yo me ofrecí a traerle lo que necesitara. En casa tengo todavía ropa de Lorena y compré en una farmacia lo necesario. Aunque lo realmente gracioso fue ver su cara cuando llamé a tu puerta y abrió —continuó haciéndola sonreír a su vez—. Casi le da algo. Luego llamé al hospital pero allí me dijeron que ya habías salido y aquí estoy, esperándote por si necesitas lo que sea.

En ese momento apareció Ángela que rápidamente la abrazó y preguntó por Carla. Mientras esta hablaba, la mujer le hizo pasar a la cocina. Rebeca necesitaba comer y ella rápidamente se puso manos a la obra.

—Hermosa, ahora mismo vas a comer algo —dijo Ángela obligándola a sentarse a la mesa—. Conociéndote, no habrás comido nada a excepción de las guarrerías de la maquinita del hospital.

Con gesto pícaro la mujer le guiñó el ojo y miró a Paul. Rebeca tuvo que hacer esfuerzos por no reír, a pesar de la situación. Ángela, a veces, era tan cómica.

—Vale… vale —asintió divertida—. ¿Dónde está Noelia?

La mujer, moviéndose por la cocina, contestó:

—Está durmiendo en tu cuarto. Paul la durmió. Por cierto, este hombretón tiene mano para los niños, y Noelia está totalmente rendida a él.

—Gracias, Ángela —se mofó Paul.

—No sé qué habría podido hacer si él no hubiera venido a echarme una mano —continuó la mujer.

—No olvides, Ángela, que tengo una hija. Algo aprendí cuando era un bebé —respondió Paul divertido.

Uiss, hermoso —indicó esta—. Mi marido y yo tuvimos cinco hijos y te aseguro que él no aprendió nada. Siempre decía: ¡los niños pa su madre!

Los tres volvieron a reír y Rebeca, levantándose, dijo tras pasar junto a Paul, que estaba apoyado en el quicio de la puerta:

—Voy a ver a la pequeñaja y a ducharme mientras terminas la cena. —Y, mirándole, preguntó—: ¿Te apetece cenar algo?

Él asintió con la cabeza y Rebeca tuvo que volver a reír al ver que Ángela, tras un aplauso, ponía otro plato en la mesa. Rebeca suspiró y le miró divertida.

—Si te apetece beber algo, coge lo que quieras. No tardaré mucho.

Rebeca subió al primer piso de su chalecito seguida por Pizza. Se acercó a su cama y allí, en el centro, y entre almohadas para que no se cayera, dormía Noelia. Con una sonrisa se dirigió al baño, abrió el agua, se desnudó y se duchó. La ducha le sentó fenomenal. Se puso unos leggins blancos y un blusón rojo. El pijama lo dejó para cuando Paul se marchara. Se secó el pelo un poco y bajó las escaleras, desde las que no pudo evitar fijarse cómo Paul miraba por la ventana mientras se tomaba una cerveza. Se le veía tan guapo y varonil con aquel vaquero y su polo azul, que daban ganas de acurrucarse junto a él.

Uff… este hombre es una auténtica tentación para cualquiera, pensó.

Realmente necesitaba que alguien la acurrucara y la mimara, pero no él. Era demasiado perfecto para ella. Además, aquella tarde le había dejado claro que solo serían amigos.

—No te había oído llegar —dijo Paul dándose la vuelta—. ¿Te encuentras mejor tras la ducha?

—Sí, gracias —consiguió balbucear—. ¿Cenamos algo? Desde que comí la hamburguesa con vosotros no he vuelto a comer. Por cierto, ¿dónde está Lorena?

Consultando su reloj y viendo la hora que era, contestó:

—Me imagino que a estas horas llevará dormida unas cuantas horas. Ella está en casa, con Julia.

¡¿Julia?! ¿Quién es esa Julia?, pensó, y Paul al ver su gesto, aclaró:

—Julia es la señora que me ayuda a cuidarla desde que era pequeña. Le dejé tu teléfono por si ocurría algo. Espero que no te importe.

Extrañada porque ella no se lo había dado, preguntó con una pícara sonrisa:

—Vamos a ver, Paul Stone, ¿cómo sabías mi número de teléfono?

—Mejor no preguntes —se mofó, mientras esbozaba una encantadora sonrisa que hizo que a Rebeca le temblaran las piernas.

En ese momento apareció Ángela poniéndose el abrigo. Paul se ofreció para llevarla en su coche, pero ella se negó. Les había dejado la cena encima de la mesa de la cocina y quería que se la comieran caliente.

Tras batallar con ella, al final Rebeca le susurró a Paul que era inútil discutir con esa mujer. Si ella decía que no, era que no. Con una sonrisa en los labios, Ángela terminó de ponerse el abrigo y les ordenó ir a la cocina. Ellos, entre risas, obedecieron rápidamente.

—Menudo carácter tiene esa mujer —rio Paul mientras se sentaba en una de las sillas.

—Es un sol. Mi ángel de la guarda. No sé qué habría sido de mí si no la hubiera tenido a ella. Por cierto, ¿agua o vino? —preguntó mientras abría el frigorífico.

—¿Tú qué bebes?

—Soy poco exótica, pero me gusta comer con agua o coca-cola.

—Pues no se hable más —asintió él—. ¡Agua para todos!

Mientras cenaban, Paul se interesó por lo ocurrido con Carla. Ella le contó lo poco que sabía, hasta que se oyó llorar a Noelia. Rebeca subió corriendo a la planta de arriba para calmarla.

—Hola, chiquitina —susurró con cariño mientras se sentaba en la cama y la cogía—. ¿Tienes hambre?

La niña la miraba con los ojos muy abiertos y empapados en lágrimas. Pero en cuanto la reconoció, sus pucheros cesaron. Rebeca le habló con dulzura, y poco después la niña sonrió.

—Por lo que veo te gustan los niños —dijo Paul, que llevaba un rato apoyado en el marco de la puerta.

Azorada, pues no se había dado cuenta de que él la había seguido hasta su habitación, se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta.

—La verdad es que sí. Me encantan. Especialmente esta brujita, que creo que nos está diciendo que tiene hambre, ¿verdad, preciosa? —sonrió mirando a la niña—. Venga, vamos a prepararle un biberón.

Ya en la cocina, Rebeca pidió a Paul:

—Por favor, cógela un momento mientras le preparo el bibe.

Él la tomó en brazos encantado y fue con ella al salón seguido de Pizza. Allí comenzó a tirarle a la perrita una pelota y la niña reía a carcajadas. Una vez preparado el biberón, Rebeca fue al salón y Paul se lo pidió para dárselo. Ella, divertida, se lo entregó y se sentó en el poyete de la ventana para mirarles.

—Vaya, parece que has nacido para esto.

—Querida amiga —rio él—, a mi pequeña le di todos los biberones del mundo. Era una glotona.

—¿Puedo preguntarte por la madre de Lorena?

Él suspiró.

—Ella no quiso cambiar su estilo de vida cuando nació la niña. Para ella, Lorena nunca fue importante —respondió cambiando el tono de voz.

—Lo siento, Paul, no quería…

—No te preocupes, Rebeca —dijo mirando a Noelia y luego a ella con una sonrisa—. Ese es un tema que ya tengo superado. Por suerte tengo a Lorena. Ella es lo más precioso que tengo en este mundo. Y volvería a hacer todo lo que he hecho por ella, mil veces más.

Ay, Dios… cada vez me parece más interesante pensó, tras un breve suspiro.

—Me alegro de que pienses así. ¿Pero creerías que soy poco discreta si te pregunto qué pasó?

—Para eso están los amigos, ¿no crees? —dijo mirándola a los ojos de una manera que le hizo estremecer—. Estuve tres años casado con Silvia, la madre de Lorena. Ella es de Madrid. Siempre tuvimos claro que no íbamos a tener hijos. Pero, como se dice ahora, un fallo técnico nos hizo encontrarnos de pronto con que íbamos a ser padres. En un principio estábamos tan confundidos con el tema que no sabíamos qué hacer, pero finalmente decidimos tenerlo. Cuando estaba de cinco meses y en su cuerpo se comenzaban a notar bastante los cambios, su carácter se volvió irascible. Todo le molestaba; decidió de la noche a la mañana que no quería tener ese hijo. Como podrás imaginar, los cuatro meses restantes fueron horribles. Llegó el parto y tuvieron que practicarle una cesárea porque no dilataba. Ese fue el primer gran enfado de Silvia contra la niña.

Incrédula por lo que escuchaba, Rebeca tuvo que sentarse.

—En ese momento, yo como un tonto, pensé que cuando Silvia viera a la pequeña todo cambiaría. Pero no. Al nacer la niña comenzó el verdadero infierno. Desde el primer momento pasó de ella, incluso cuando le pregunté por el nombre que le gustaría ponerle, me dejó muy claro que no deseaba saber nada del tema. Si yo quería ser padre, lo sería. Pero ella no sería madre, ni me ayudaría. —Tomando aire prosiguió—: Cuando Silvia salió del hospital y volvió a casa, ya no quiso compartir la misma habitación conmigo ni con Lorena. En ese tiempo creí volverme loco con el trabajo, mis viajes y la niña. Hice todo lo que pude para aprender a cuidar a un bebé y trabajar al mismo tiempo. Pero tengo que aclarar que lo conseguí gracias a la ayuda de mi madre y de Julia. Cuando Lorena cumplió seis meses la situación se hizo insostenible entre Silvia y yo.

Hubo un breve silencio en el que Paul le hizo a Noelia echar un aire.

—La gota que colmó el vaso fue cuando un día se presentó en casa con unos amigos que iban hasta las cejas de cocaína y se empeñó en montar una de sus fiestas. Cuando ya estaba harto de música, risas y gritos, finalicé la fiesta y la encontré en la habitación de invitados haciendo un trío con dos hombres. Como podrás imaginarte, mi indignación fue enorme. Pero no por verla en esa situación, su vida sexual me daba igual, sino porque no podía aceptar que eso ocurriera en la casa en la que vivía mi pequeña. Al día siguiente hablé con un amigo abogado y presenté la demanda de divorcio. Ella firmó encantada, junto a la renuncia como madre por la custodia y derechos de Lorena. —Paul, echándose a Noelia sobre el hombro para que echara más aire, finalizó—: Esa es mi historia. Y en lo concerniente a bebés, entiendo tanto de biberones y pañales como de enfermedades infantiles.

Rebeca, aún boquiabierta y sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, murmuró:

—Me has dejado sin habla. —Él sonrió. Era lógico—. No puedo entender cómo una madre o un padre renuncie a su derecho de amar y educar a un hijo.

—En su momento yo tampoco lo entendí. Pero lo primero que tienes que sentir por un hijo es amor. Si no lo tienes, el resto sobra.

—¿Lorena no te pregunta nunca por su madre?

Paul asintió cabeceando.

—Ese es un problema al que ahora me estoy empezando a enfrentar —contestó mirándola a los ojos—. Ahora es cuando comienza a preguntar y querer saber. En un par de ocasiones le he dicho que su mamá murió. Siento mentirle, pero soy incapaz de decirle otra cosa. Ella aún es demasiado pequeña para entender.

—Es comprensible, Paul.

Con delicadeza, él sentó a Noelia sobre sus rodillas y, le dio un cariñoso beso en la frente.

—Parece mentira que el tiempo pase tan rápidamente. Hace poco estaba dándole el biberón a mi pequeña, y ahora… es casi una señorita. Es tan encantadora, vivaz y locuela, que me tiene a sus pies.

Eso les hizo sonreír. Verdaderamente Lorena era una auténtica pillina.

—¿Te apetece un café? —preguntó Rebeca.

—Sí, gracias. Con leche, por favor.

Aquella amabilidad le tocó la fibra sensible y, mirándole, dijo mientras se levantaba para preparar los cafés:

—Gracias a ti, Paul, por hacerme compañía en un día como hoy.

Instantes después, mientras Rebeca miraba cómo pasaban los segundos en el reloj digital del microondas, pensó en la historia que le había contado Paul. Ella nunca podría haber abandonado a un hijo, ni a un hombre como aquel tan cariñoso y comprensivo. Cuando sonó el timbre del microondas puso los cafés en una bandeja y al llegar al salón se quedó sorprendida al ver a Paul cambiándole el pañal a la niña. Al ver su gesto él sonrió.

—¿Sabes? Esto me trae recuerdos preciosos —dijo él—. Es lo que hacía siempre cuando terminaba de darle el biberón a Lorena. Primero el biberón y luego el pañal.

Con una amplia sonrisa Rebeca no pudo contenerse.

—Ay, Dios, Paul. Que te estás poniendo melancólico. —Él soltó una carcajada—. Anda, trae aquí a Noelia, echémosla en el sillón a ver si se duerme.

Con los cafés en la mano, continuaron charlando. Rebeca le habló de su trabajo y él se sorprendió al saber que era abogada. Pero más asombrada se quedó ella cuando supo que él era piloto oficial de motos, además de tener acabada la carrera de filología inglesa.

—Ahora lo entiendo… —asintió Rebeca al pensar.

—¿El qué?

—Ahora entiendo por qué siempre nos mira alguien. ¡Eres famosete! Y la gente te reconoce por la calle.

Él sonrió al oír aquello. Precisamente que no le hubiera reconocido, ni supiera nada de él, le encantaba. Estaba harto de las mujeres que se le acercaban con el único propósito de salir en las revistas y la prensa del corazón.

Entre risas continuaron hablando y ella le confesó que siempre se había imaginado a los pilotos de carreras de motos como tipos rudos, que bebían cerveza y eructaban. Eso le hizo carcajearse y reírse como hacía tiempo que no hacía.

—Cada vez que me cuentas algo me dejas sin palabras —dijo ella impresionada—. Pero, cuéntame cómo te metiste en esto de las motos.

—Uf… esto viene de familia, aunque fue mi padre quien me metió el gusanillo de la velocidad. Él era otro motero. —Sonrió al recordar—. Comencé participando en carreras sobre tierra de Dick Track. En Illinois es muy típico participar en carreras de motillos, y bueno…

—Qué locura, por Dios ¡¿Piloto de motos?! —rio ella.

—Sí… te doy la razón. Soy consciente que para competir en esta profesión, hay que estar un poco loco.

Tras aquello, Paul le contó que el primer loco de las motos que hubo en la familia había sido su abuelo antes que su padre. Tenía un taller de coches y motos, y en su séptimo cumpleaños le había regalado su primera moto. Con los años se apuntó —primero su padre y luego él— a todas las carreras que se presentaban cerca de donde vivía. Algo que su madre llevaba fatal, pues rara vez no regresaba lesionado o escayolado.

Con el paso del tiempo, comenzó a conseguir patrocinadores y, al cumplir los dieciocho, tuvo su primera oportunidad de participar en un Mundial de Motos. A los veintiún años fue campeón del mundo de 125 c.c. A los veinticinco de 250 c.c., y actualmente a los treinta y dos, de MotoGP.

—Recuerdo la alegría de mi padre cuando gané el Gran Premio de Australia —susurró con los ojos humedecidos—. Yo tenía veintiún años y fue mi primer pódium como profesional. Él siempre confió en mí y dijo que el día que me vio arriba saludando a la gente y con el trofeo en la mano, fue el tercer gran día de su vida.

—¿Y cuáles fueron los otros dos? —preguntó Rebeca.

Con cariño en la mirada, Paul respondió:

—Papá decía que el primer gran día de su vida fue cuando conoció a mi madre. El segundo cuando yo nací, y el tercero el que te acabo de decir. Desgraciadamente, mi padre murió hace ahora siete años a consecuencia de un cáncer.

—Oh… —dijo levantándose para acercarse a él—. Lo siento, Paul.

Tenerla tan cerca era una tentación para él. Su olor a fresa le envolvía de tal manera que en cierto modo le nublaba la razón. Deseó devorar aquellos labios tentadores mientras le hacía el amor. Pero no. No podía hacer aquello. Debía retener sus apetencias si quería que confiara en él. Ella era demasiado vulnerable, su mirada la delataba. Finalmente optó por recoger con delicadeza uno de sus mechones tras la oreja mientras le explicaba.

—Llevaba enfermo varios años, y sabíamos que tarde o temprano ocurriría. Lo que pasa es que cuando ocurre siempre es demasiado pronto.

—Sí… te entiendo —murmuró Rebeca al recordar a su madre.

Tras un tenso silencio, Paul prosiguió.

—Recuerdo que cuando mi padre murió, no me creí con ganas de seguir compitiendo. Pero mi madre —sonrió Paul—… ¡Caray, qué mujer! Me dijo que mi padre y yo habíamos luchado mucho para llegar donde estaba, y que no me iba a permitir dejarlo. Que si era necesario, ella se subiría en otra moto para acompañarme.

—Olé por tu madre —aplaudió Rebeca haciéndole sonreír.

—Siempre recordaré la cara de mi padre cuando gané el Gran Premio de Australia. Era la viva imagen de la felicidad y el orgullo —susurró emocionado—. La pena es que no pudo ver más victorias.

—Pues claro que sí las ha visto —contestó ella con cariño—. Tienes que pensar que allá donde esté, él te anima y está muy orgulloso de todo lo que has llegado a conseguir.

Aquellas emotivas palabras hicieron que Paul la mirara directamente a los ojos. En todos sus años nunca se había sincerado con una mujer como lo estaba haciendo con ella, y le gustó escuchar y sentir sus palabras.

—¿Sabes, Rebeca?

—¿Qué?

—Eres un encanto.

Su voz varonil sonó tan profunda que a Rebeca se le encogió el estómago. No sabía qué le pasaba, pero deseaba besarle. Pero no. No lo haría. No quería que pensara que era una fresca. Nerviosa como pocas veces en su vida, Rebeca se levantó del sofá.

—¿Quieres otro café? —preguntó.

No… lo que quiero es besarte pensó él. Pero en lugar de eso miró su reloj.

—Te lo agradezco, pero no. Creo que ya es hora de que me vaya. —Sacó su cartera y de ella una tarjeta—. Mis números de teléfono. Si necesitas algo, lo que sea, sea la hora que sea, me llamas, ¿de acuerdo?

—Está bien. Si cunde el pánico cuando tenga que cambiarle los pañales a Noelia, te llamaré —bromeó mientras le acompañaba hasta la puerta.

—Mañana te llamo… y espero que la próxima vez que nos veamos seas tú la que cuente algo de ti. Por cierto, ¿sigue en pie la cena de mañana?

Ella arrugó la nariz. Aquel gesto le gustó.

—Pues… no sé… ahora tengo una inquilina nueva —dijo señalando a Noelia, que dormía plácidamente en el sillón—, y no puedo dejársela a nadie. Creo que vamos a tener que posponer la cena para otro día.

—Está bien. ¿Con quién comes mañana? —propuso Paul sin darse por vencido.

Con rapidez, y segura de lo que hacía respondió:

—Por la mañana iré al hospital para ver a Carla, pero si quieres podemos vernos a mediodía para comer. Lo único es que tendré que ir con la niña —respondió.

—¡Perfecto! —Sonrió Paul—. No hay problema, yo llevaré a Lorena. —Y acercándose a ella murmuró, poniéndole la carne de gallina—: De lo más íntimo, ¿no crees?

Ella rio a carcajadas. Pero eran carcajadas nerviosas. Al tenerle tan cerca sintió deseos de tirarle contra el sillón y arrancarle la ropa para hacerle el amor. Pero no. ¿O sí?

—Hasta mañana, Paul —dijo cuando este salió.

—Hasta mañana —respondió encaminándose hacia el coche—. Te llamaré.

—De acuerdo —asintió mientras cerraba la puerta.

Una vez se hubo quedado sola, se apoyó en ella, cerró los ojos y suspiró. ¿Qué estaba haciendo? ¿Ella y un piloto de motos? No sabía hacia dónde iba, pero la sensación de estar cerca de Paul le gustaba.