Capítulo 10

Seré tonta. ¿Por qué he tenido que decir que sí? Si es que soy masoquista. Sé que ese tío me va a traer problemas, y yo, ZAS… quedo con él, se regañaba Rebeca mientras subía por las escaleras hasta la casa de Carla. Una vez delante, llamó a la puerta. No abrieron. Volvió a llamar repetidas veces pero nadie contestó.

Bajaré al parque. Seguro que Carla está allí con la enana, pensó.

Pero cuando iba hacia las escaleras, el llanto de un bebé llamó su atención. Regresó a la puerta de Carla y comprobó que el llanto salía de allí. Volvió a llamar. Ahora estaba segura de que la que lloraba era Noelia. Pero no abrieron. Bajó a la portería y Pepe, el portero, como la conocía, le dio la llave que Carla tenía allí de emergencia, pero no le alarmó. Quizá Carla se había quedado dormida. Angustiada subió los escalones de dos en dos, metió la llave en la cerradura, abrió y entró. Al entrar en el salón, no había nadie.

—¡Carla! —llamó, pero no hubo contestación.

Solo se oían los gemidos de Noelia. Se dirigió rápidamente al dormitorio y vio en la cuna a la niña llorando desconsoladamente. Rebeca la cogió en brazos e intentó tranquilizarla, mientras miraba por las habitaciones. Al intentar abrir la puerta del baño, lo encontró cerrado con el pestillo por dentro. Acercando el oído a la puerta, oyó sollozar a su amiga.

Alarmada, Rebeca le gritó que abriese la puerta. No sabía qué había pasado, pero ella estaba allí para ayudarla. Tras un rato de angustiosa espera, Rebeca sintió que quitaban el pestillo de la puerta y, cuando por fin abrió, lo que vio la dejó sin habla.

Acurrucada al lado del bidé estaba Carla. Sangraba por el labio y tenía un feo golpe en el rostro. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar y su pelo… ¿qué se había hecho en el pelo?

Su precioso pelo rojo estaba cortado a trasquilones. Tenía un aspecto horroroso.

La habló. Intentó consolarla. Logró sacarla del baño y llevarla hasta el salón. Allí la tumbó en el sillón y la tapó con una manta y sin perder un segundo, se ocupó de Noelia. Fue hasta la cocina con ella en brazos y le hizo un biberón. La niña estaba hambrienta. Cuando se lo hubo tomado, le cambió de pañal y la llevó a la cuna, donde la pequeña se quedó dormida. Acelerada, regresó junto a Carla, y vio que no se había dormido. Se acercó a ella y comenzó a limpiarle con una esponja la sangre reseca que tenía en la cara, pero esta empezó a llorar.

—Tranquilízate, Carla —dijo mientras la abrazaba.

—Oh, Rebeca… ha sido horrible —sollozó.

—¿Pero qué ha pasado? ¿Quieres que llame a la policía? —dijo mientras alargaba la mano para coger el teléfono.

—¡No! —gritó Carla—. No llames. Por favor, Rebeca, no llames a la policía.

—Pero Carla, ¿cómo no voy a llamar a la policía? Te miro y veo que tienes el labio partido, un ojo hinchado y moratones en el cuerpo. ¡Dios mío! Cuando he llegado, la niña estaba totalmente histérica. Y tu pelo, Carla… —se paró para no continuar. Estaba perdiendo el control de sí misma—. ¿Se puede saber por qué no quieres que llame a la policía? Quien te haya hecho esto tiene que pagarlo. ¿Quién ha sido?

Tapándose la cara con las manos, Carla sollozó.

—Él no quería hacerlo. He sido yo, que soy muy cabezona, y… —De pronto le dio un ataque de tos y su cara se transformó en un rictus de dolor. Se llevó las manos al estómago e intentó decir algo, pero el dolor fue tan intenso que se desmayó.

Asustada como nunca en su vida, Rebeca llamó rápidamente al 112. Minutos después, viajaba con Carla y su hija en una ambulancia.