35

La religión debe ser aceptada como una fuente de energía. Puede ser dirigida para nuestros propósitos, pero solamente dentro de unos límites que revela la experiencia. Este es el significado secreto del Libre Albedrío.

Missionaria Protectiva. Enseñanza Primaria

Un denso manto de nubes había avanzado aquella mañana sobre Central, y el cuarto de trabajo de Odrade estaba sumido en un silencio gris al cual ella se sentía responder con una rigidez interior, como si no se atreviera a moverse debido a que eso agitaría fuerzas peligrosas.

El día de la Agonía de Murbella, pensó. No debo pensar en presagios.

Control del Clima había lanzado una advertencia perentoria acerca de las nubes. Se trataba de un desplazamiento accidental. Habían sido tomadas medidas correctivas, pero eso requería tiempo. Mientras tanto, eran de esperar fuertes vientos, y podían producirse precipitaciones.

Sheeana y Tamalane permanecían de pie junto a la ventana, contemplando su pobremente controlado clima. Sus hombros se tocaban.

Odrade las observó desde su silla detrás de la mesa. Las dos se habían convertido como en una sola persona desde que ayer habían Compartido, lo cual no era algo inesperado. Se sabía de precedentes, aunque no de muchos. Los intercambios, producidos a menudo en presencia de la venenosa esencia de especia, o en el momento de la muerte, no permitían la mayor parte de las veces posteriores contactos en vida entre las participantes. Era interesante observar. Las dos espaldas eran extrañamente parecidas en su rigidez.

Las fuerzas del extremis que hacían posible el Compartir dictaban poderosos cambios en la personalidad, y Odrade lo sabía con una intimidad que la impulsaba a la tolerancia. Fuera lo que fuese lo que Sheeana ocultaba, Tam lo ocultaba también. Algo ligado con la humanidad básica de Sheeana. Y podía confiarse en Tam. Hasta que otra Hermana Compartiera con alguna de ellas, el juicio de Tam tenía que ser aceptado. No se trataba de que los perros guardianes dejaran de sondear y observar minuciosamente, sino de que no necesitaban nuevas crisis precisamente ahora.

Bellonda permanecía sentada inclinada hacia adelante en su silla-perro delante de Odrade, casi hosca tras una repulsa de Tamalane. Bell se consideraba a menudo la responsable de los perros guardianes. ¿Acaso no están canalizados los com-ojos a través de Archivos? Bell captaba la presencia de un secreto. Lo roería del mismo modo que un castor roe un árbol hasta que el secreto cayera derribado.

—Nuestra historia nos dice que los secretos pueden ser peligrosos. —Desplegando una clara irritación.

Tamalane había agitado una mano de largas uñas como si estuviera ahuyentando insectos de su rostro.

—¡Sé más cuidadosa con tus irritaciones, Bell!

Sheeana, por una vez, no se había mantenido al margen.

—¡Las irritaciones debilitan!

Sentada allí con aquella irritada expresión, Bellonda estaba preparando a todas luces un nuevo ataque. Nunca aceptaba fácilmente la frustración, pero Odrade sabía que ésta tenía que ser desviada. Estrechar el enfoque, como lo llamaban, era un pecado capital entre las hermanas. El primo primero de la ignorancia. Aquellos que aspiraban a hacer historia no se atrevían a observar el universo a través de unas lentes restrictivas.

—Este es el día de Murbella —dijo Odrade—. No deberías permitir que otras cosas nublen nuestros poderes de observación.

—Las posibilidades de que no sobreviva a la Agonía son grandes —dijo Bellonda, inclinada hacia adelante en su silla-perro—. ¿Qué le ocurrirá entonces a nuestro precioso plan?

¡Nuestro plan!

—Extremis —dijo Odrade.

En aquel contexto, era una palabra con varios significados. Bellonda la interpretó como una posibilidad de adquirir la persona/memorias de Murbella en el momento de su muerte.

—¡Entonces no debemos permitir a Idaho que observe!

—Mi orden sigue en pie —dijo Odrade—. Es la voluntad de Murbella, y he dado mi palabra.

—Es un error… un error… —murmuró Bellonda.

Odrade sabía la fuente de las dudas de Bellonda. Visible para todas ellas: en algún lugar en Murbella había algo extremadamente doloroso. Hacía que se apartara de algunas cuestiones como un animal enfrentado a un predador. Fuera lo que fuese, era algo muy profundo. La inducción por hipnotrance no lo explicaba.

—¡De acuerdo! —Odrade habló en voz muy alta para hacer notar que se dirigía a todas sus oyentes—. No es la forma en que lo hemos hecho siempre antes. Pero no podemos sacar a Duncan de la nave si queremos conseguirlo. Tiene que estar presente.

Bellonda se sentía aún absolutamente impresionada. Ningún hombre, excepto el maldito Kwisatz Haderach en persona y su hijo el Tirano, había conocido nunca los particulares de aquel secreto Bene Gesserit. Aquellos dos monstruos habían experimentado la Agonía. ¡Dos desastres! No importaba el que la Agonía del Tirano se hubiera abierto camino dentro de él célula a célula hasta transformarlo en un simbionte de gusano de arena (no ya el gusano original, no ya el hombre original). ¡Y Muad’Dib! Se había atrevido a enfrentarse a la Agonía, ¡y mirad en lo que se había convertido!

Sheeana se volvió de la ventana y dio un paso hacia la mesa, proporcionándole a Odrade la curiosa sensación de que las dos mujeres de pie allí se habían convertido en una figura de Jano: espalda contra espalda, pero solamente una persona.

—Bell está confundida por vuestra promesa —dijo Sheeana. Qué suave era su voz.

—Él puede ser el catalizador que impulse a Murbella a través de la prueba —dijo Odrade—. Tendéis a subestimar el poder del amor.

—¡No! —dijo Tamalane, como si se dirigiera a la ventana frente a ella—. Tememos su poder.

—¡Es posible! —Bell seguía burlona, pero eso era natural en ella. La expresión de su rostro decía que seguía implacablemente testaruda.

—Arrogancia —murmuró Sheeana.

—¿Qué? —Bellonda se dio la vuelta en su silla-perro, haciendo que esta chillara con indignación.

—Compartimos un fallo común con Scytale —dijo Sheeana.

—¿Oh? —Bellonda estaba sintiendo retortijones respecto al secreto de Sheeana.

—Creemos que hacemos la historia —dijo Sheeana. Volvió a su posición al lado de Tamalane, ambas mirando por la ventana.

Bellonda volvió su atención a Odrade.

—¿Entiendes eso?

Odrade la ignoró. Dejemos que el Mentat trabaje en ella. El proyector en la mesa de trabajo cliqueteó, y apareció un mensaje. Odrade informó:

—Aún no están preparados en la nave. —Miró a aquellas dos rígidas espaldas frente a la ventana.

¿Historia?

En la Casa Capitular había poco de lo que a Odrade le gustara pensar como elaboración de la historia antes de las Honoradas Matres. Tan sólo la firme graduación de las Reverendas Madres pasando por la Agonía.

Como un río.

Fluía, e iba a algún lugar. Podías permanecer en su orilla (como Odrade pensaba a veces que hacían allí), y podías observarlo fluir. Un mapa podía decirte dónde iba el río, pero ningún mapa podía revelarte detalles más esenciales. Un mapa nunca te mostraría los movimientos particulares de las cargas que descendían por el río. ¿Adónde iban? Los mapas poseían un valor limitado en aquella época. Un informe impreso o una proyección de Archivos; no era ése el mapa que necesitaban. Tenía que haber alguno mejor en algún lugar, uno unido a todas esas vidas. Podías llevar ese mapa en tu memoria y sacarlo ocasionalmente para echarle una mirada de cerca.

¿Qué le ocurrió a la Reverenda Madre Perinte, a la que enviamos el año pasado?

El mapa-en-la-mente podía ocupar un primer plano y crear un «Escenario Perinte». Te representaba realmente a ti en el río, por supuesto, pero esto significaba muy poca diferencia. Seguía siendo el mapa que necesitaban.

No nos gusta vernos atrapadas en la corriente de algún otro, no saber lo que va a sernos revelado en el siguiente recodo del río. Siempre preferimos sobrevolarlo incluso aunque cualquier posición de mando deba permanecer atada a otras corrientes. Cada fluir contiene cosas impredecibles.

Odrade alzó la vista para descubrir a sus compañeras observándola. Tamalane y Sheeana habían vuelto sus espaldas a la ventana.

—Las Honoradas Matres han olvidado que aferrarse a cualquier forma de conservadurismo puede ser peligroso —dijo Odrade—. ¿Lo hemos olvidado nosotras también?

Siguieron mirándola, pero habían oído. Conviértete en demasiado conservadora, y te hallarás poco preparada para las sorpresas. Eso era lo que Muad’Dib les había enseñado, y su hijo el Tirano había convertido la lección en algo eternamente inolvidable.

La sombría expresión de Bellonda no cambió.

En las profundidades de la consciencia de Odrade, Taraza susurró:

—Cuidado, Dar. Yo fui afortunada. Rápida en asir las ventajas. Del mismo modo que tú. Pero no puedes depender de la suerte, eso es lo que les preocupa. No esperes nunca la suerte. Es mucho mejor que confíes en tus imágenes de agua. Deja que Bell diga lo que tiene que decir.

—Bell —dijo Odrade—, creí que habías aceptado a Duncan.

—Dentro de unos ciertos límites. —Decididamente acusadora.

—Creo que deberíamos ir a la nave —dijo Sheeana con un énfasis exigente—. Este no es lugar para esperar. ¿Tenemos miedo de aquello en lo que pueda convertirse?

Tam y Sheeana se volvieron simultáneamente hacia la puerta, como si el mismo marionetista controlara sus hilos.

Odrade consideró bienvenida la interrupción. La cuestión de Sheeana las alarmó. ¿En qué podía convertirse Murbella? En una catalizadora, Hermanas mías. En una catalizadora.

El viento las sacudió cuando emergieron de Central, y por una vez Odrade dio las gracias al transporte por tubo. El caminar podía aguardar a temperaturas más suaves, sin aquella agitada minitormenta sacudiendo sus ropas.

Cuando se hallaron sentadas en un vehículo privado, Bellonda sacó a relucir una vez más su estribillo acusador.

—Todo lo que él haga puede ser simple camuflaje.

Una vez más, Odrade expresó en voz alta la a menudo repetida advertencia Bene Gesserit de limitar su confianza en los Mentats:

—La lógica es ciega y a menudo sólo conoce su propio pasado.

Tamalane terció con un inesperado apoyo.

—¡Te estás volviendo paranoica, Bell!

Sheeana habló más suavemente.

—Te he oído decir, Bell, que la lógica es buena para jugar al ajedrez pirámide, pero a menudo demasiado lenta para necesidades de supervivencia.

Bellonda permaneció sentada en un ceñudo silencio, con tan sólo el débil silbido de su paso por el tubo rompiendo la quietud.

Las heridas no deben entrar en la nave.

Odrade igualó su tono al de Sheeana:

—Bell, querida Bell. No tenemos tiempo para considerar todas las ramificaciones de nuestro empeño. Ya no podemos seguir diciendo: «Si ocurre esto, entonces seguramente deberemos seguir eso otro, y en tal caso, nuestros movimientos deberán ser éste y éste y éste otro…».

Bellonda dejó escapar una risita a pesar suyo.

—Oh, sí. La mente ordinaria es algo tan desordenado. Yo no debo exigir lo que todas nosotras necesitamos y no podemos conseguir… tiempo suficiente para cualquier plan.

Era la Bellonda-Mentat la que hablaba, diciéndoles que sabía que su mente ordinaria tenía la imperfección del orgullo. Que era un lugar sucio y mal organizado. Imaginad lo que la no-Mentat ha puesto en ella, imponiendo tan poco orden. Se inclinó en el pasillo y palmeó el hombro de Odrade.

—Todo está bien, Dar. Me comportaré como corresponde.

¿Qué pensaría alguien contemplando aquel intercambio de palabras desde fuera?, se preguntó Odrade. Las cuatro actuando en concordancia de acuerdo con las necesidades de una Hermana.

Y también con las necesidades de Murbella.

La gente veía tan sólo el exterior de la máscara de Reverendas Madres que llevaban.

Cuando es necesario (lo cual es la mayor parte de las veces en estos tiempos), funcionamos a sorprendentes niveles de competencia. No hay orgullo en ello; es un simple hecho. Pero dejadnos relajarnos, y oiremos farfullar como hace la mayor parte de la gente ordinaria. Sólo que el nuestro tiene más volumen. Vivimos nuestras vidas en pequeños cúmulos como cualquier otro. Compartimientos en la mente, compartimientos en el cuerpo.

Bellonda se había compuesto, las manos cruzadas sobre su regazo. Sabía lo que planeaba Odrade y lo guardaba para sí misma. Era una confianza que iba más allá de la Proyección Mentat, hasta algo más básicamente humano. La proyección era una herramienta maravillosamente adaptable, pero una herramienta pese a todo. Últimamente, todas las herramientas dependían de aquellos que las utilizaban.

Odrade no sabía cómo mostrar su agradecimiento sin reducir la confianza.

Debo caminar en silencio por mi cuerda floja.

Sentía el abismo bajo ella, la imagen-pesadilla conjurada por aquellos reflejos. El cazador invisible con su hacha estaba más cerca. Odrade deseaba volverse e identificar al acechante, pero se resistía. ¡No cometeré el error de Muad’Dib! La advertencia presciente que había sentido por primera vez en Dune en las ruinas del Sietch Tabr no sería exorcizada hasta el fin de ella o el fin de la Hermandad. ¿Creé esta terrible amenaza con mis temores? ¡Seguro que no! Sin embargo, tenía la sensación de haber mirado al Tiempo en aquella antigua fortaleza Fremen como si todo el pasado y todo el futuro estuvieran congelados en un cuadro que no pudiera ser cambiado. ¡Debo librarme completamente de ti, Muad’Dib!

Su llegada al Campo de Aterrizaje la extrajo de aquellos terribles pensamientos.

Murbella aguardaba en la sala que habían preparado las Censoras. En el centro había un pequeño anfiteatro de unos siete metros en su pared del fondo. Una serie de bancos acolchados formaban empinadas hileras en cerrados arcos, con una capacidad de no más de veinte observadores en cada uno. Las Censoras las dejaron sin ninguna explicación en el más inferior de los bancos, mirando a una mesa flotando sobre suspensores. Unas correas colgaban de los lados para confinar lo que hubiera en ella.

Yo.

Un sorprendente lugar, pensó. Nunca antes se le había permitido penetrar en aquella parte de la nave. Se sentía expuesta aquí, más aún de lo que se había sentido al aire libre. Las pequeñas habitaciones a través de las cuales la habían conducido hasta aquel anfiteatro estaban claramente diseñadas para emergencias médicas: equipo de resurrección, olores sanitarios, antisépticos.

Su traslado a aquella sala había sido perentorio, ninguna de sus preguntas había sido respondida. Las Censoras la habían ido a buscar a una clase de ejercicios prana-bindu para acólitas avanzadas. Simplemente le habían dicho:

—Ordenes de la Madre Superiora.

La cualidad de sus Censoras guardianas le había dicho mucho. Amables pero firmes. Estaban allí para impedir su huida y para asegurarse de que era llevada allá donde había sido ordenado. ¡No voy a intentar escapar!

¿Dónde estaba Duncan?

Odrade había prometido que él estaría con ella en la Agonía. ¿Significaba su ausencia que aquella no iba a ser su prueba definitiva? ¿O lo habían ocultado tras alguna pared secreta desde la cual podía ver sin ser visto?

¡Lo quiero a mi lado!

¿Acaso no sabían ellas cómo controlarla? ¡Por supuesto que lo sabían!

Amenazan con privarme de este hombre. Eso es todo lo que necesitan para dominarme y satisfacerme. ¡Satisfacerme! Qué palabra inútil. Completarme. Eso es mejor. Me siento disminuida cuando estamos separados. Y él también lo sabe, maldito sea.

Murbella sonrió. ¿Cómo lo sabe? Porque él se siente completado de la misma forma.

¿Cómo podía ser esto amor? No se sentía debilitada por las tensiones del deseo. Tanto las Bene Gesserit como las Honoradas Matres decían que el amor debilitaba. Ella se sentía fortalecida por Duncan. Incluso sus pequeñas atenciones eran fortalecedoras. Cuando le traía una humeante taza de té estim por la mañana, sabía mejor por el hecho de serle traído por sus manos. Quizá tenemos algo más que amor.

Odrade y sus compañeras penetraron en el anfiteatro por su tercio superior, y se detuvieron unos instantes contemplando la figura sentada bajo ellas. Murbella llevaba la larga túnica orlada de blanco de las acólitas de último grado. Permanecía sentada con los codos sobre las rodillas, la barbilla apoyada en un puño, su atención concentrada en la mesa.

Lo sabe.

—¿Dónde está Duncan? preguntó Odrade.

A sus palabras, Murbella se puso en pie y se volvió. La pregunta confirmó lo que ella había sospechado.

—Lo encontraré —dijo Sheeana, y se fue.

Murbella aguardó en silencio, enfrentando la mirada de Odrade.

Tenemos que conseguirla, pensó Odrade. Nunca había tenido una necesidad tan grande la Bene Gesserit. Qué insignificante figura era Murbella allí abajo para llevar tanto peso en su persona. El rostro casi ovalado, algo más ancho en las cejas, revelaba una nueva serenidad Bene Gesserit. Unos grandes ojos verdes, unas cejas arqueadas —ninguna mirada de soslayo—, no más naranja. Una boca pequeña… no más fruncimientos de sus comisuras.

Está preparada.

Sheeana regresó con Duncan a su lado.

Odrade le dirigió una breve mirada. Nervioso. Así que Sheeana se lo había dicho. Bien. Aquello era un acto de amistad. Podía necesitar amigos aquí.

—Te sentarás aquí arriba y permanecerás aquí a menos que yo te llame —dijo Odrade—. Quédate con él, Sheeana.

Sin que nadie se lo dijera, Tamalane flanqueó a Duncan por el otro lado. A un gesto de Sheeana, los tres se sentaron.

Con Bellonda a su lado, Odrade descendió hasta el nivel de Murbella y se dirigió hacia la mesa. A un lado había una serie de jeringuillas orales listas para ser colocadas en posición, pero todavía vacías. Murbella hizo un gesto hacia las jeringuillas y asintió con la cabeza a Odrade, que se dirigió hacia una puerta lateral en busca de la Reverenda Madre Suk encargada de la esencia de especia.

Apartando la mesa de la pared trasera, Odrade empezó a disponer las correas y ajustar las almohadillas. Se movía metódicamente, comprobando que todo hubiera sido dispuesto en el pequeño estante debajo de la mesa. La almohadilla bucal para impedir que la Agónica se mordiera la lengua. Odrade comprobó que fuera lo suficientemente fuerte. Murbella tenía una mandíbula musculosa.

Murbella observó trabajar a Odrade, sin decir nada, intentando no hacer ruidos que pudieran distraerla.

La Madre Superiora en pleno trabajo era un estudio fascinante incluso en circunstancias normales. Murbella había visto antes en su asociación que Odrade era una ejecutante virtuosa, tomando sus decisiones antes de que sus ayudantes terminaran de plantear sus problemas. Preguntas imaginativas…

Murbella vio de pronto a Odrade como una aliada. Ambas eran parecidas en muchos aspectos.

Bellonda regresó con la esencia de especia y procedió a llenar las jeringuillas. La venenosa esencia tenía un penetrante olor… canela amarga.

Llamando la atención de Odrade, Murbella dijo:

—Os agradezco que lo superviséis todo vos misma.

—¡Os lo agradece! —se burló Odrade, sin alzar la vista de su trabajo.

—Déjame esto a mí, Bell.

Mirando fijamente a Murbella, dijo:

—Sé las reservas que tienes en tu pecho, limitando tu compromiso con nosotras. Es lógico y está bien. No lo discutiré contigo porque tus reservas son muy poco diferentes de las que tenemos cualquiera de nosotras.

Sinceridad.

—La diferencia, si quieres saberla, se halla en el sentido de la responsabilidad. Yo soy responsable de mi Hermandad… de toda la que aún sobrevive. Eso representa una profunda responsabilidad, pese a lo que opine alguien que está aquí.

Bellonda resopló.

Odrade pareció no darse cuenta de ella mientras proseguía:

—La Hermandad de la Bene Gesserit se ha agriado algo desde el Tirano. Nuestro contacto con tus Honoradas Matres no ha mejorado las cosas. Las Honoradas Matres tienen en ellas el hedor de la muerte y la decadencia, están bajando la colina hacia el gran silencio.

—¿Por qué me decís estas cosas ahora? —Había miedo en la voz de Murbella.

—Porque, de alguna forma, lo peor de la decadencia de las Honoradas Matres no te ha afectado. Tu naturaleza espontánea quizá. Aunque eso se ha amortiguado algo desde Gammu.

—¡Es obra vuestra!

—Solamente hemos retirado un poco de salvajismo de ti, proporcionándote un mejor equilibrio. Puedes vivir más y de una forma más sana gracias a ello.

—¡Si sobrevivo a esto! —Un movimiento brusco de su cabeza hacia la mesa detrás de ella.

—El equilibrio es lo que quiero que recuerdes, Murbella. Homeostasis. Cualquier grupo que elija el suicidio cuando tiene otras opciones alcanza la locura. La homeostasis se vuelve loca.

Cuando Murbella miró al suelo, Bellonda restalló:

—¡Escúchala, estúpida! Esta haciendo todo lo posible por ayudarte.

—Tranquila, Bell. Esto es algo entre nosotras.

Cuando Murbella siguió mirando al suelo, Odrade dijo:

—Esta es la Madre Superiora dándote una orden. ¡Mírame!

La cabeza de Murbella se alzó bruscamente, y miró fijo a los ojos de Odrade.

—¿Cómo sabéis la energía que yo puedo manejar? —Aún furiosa.

Odrade se limitó a sonreír.

Cuando Odrade siguió en silencio, Murbella pareció encenderse. ¿Se había mostrado como una estúpida delante de la Madre Superiora, delante de Duncan y de todas esas otras? Qué humillante.

Odrade se recordó a sí misma que no era bueno hacer que Murbella fuera demasiado consciente de su vulnerabilidad. Era una mala táctica en aquellos momentos. No necesitaba provocarla.

—Estaré a tu lado a lo largo de toda tu Agonía. Si fracasas, será un hondo pesar para mí.

—¿Duncan? —Había lágrimas en sus ojos.

—Le será permitido darte cualquier ayuda que él pueda proporcionarte.

Murbella alzó la vista hacia las hileras de bancos y, por un breve momento, su mirada se encontró con la de Idaho. Él se alzó ligeramente, pero la mano de Tamalane sobre su hombro lo contuvo.

¡Pueden matar a mi amada!, pensó Idaho. ¿Debo permanecer sentado aquí y contemplar simplemente cómo ocurre? Pero Odrade había dicho que le permitiría ayudar. No hay forma de detener esto ahora. Debo confiar en Dar. Pero ¡dioses de las profundidades! Ella no sabe lo hondo de mi pesar si… si… Cerró los ojos.

—Bell. —La voz de Odrade tenía una sensación de finalidad, un borde afilado que la hacía casi quebradiza.

Bellonda tomó a Murbella del brazo y la ayudó a subir a La mesa. Esta osciló ligeramente, ajustándose al peso.

Este es el auténtico trampolín, pensó Murbella.

Tuvo tan sólo una remota sensación de las correas siendo atadas sobre ella, de movimientos precisos a su alrededor.

—Esta es la rutina habitual —dijo Odrade.

¿Rutina? Murbella había odiado las rutinas de convertirse en una Bene Gesserit, todos sus estudios, el escuchar y reaccionar a las Censoras. Había odiado particularmente la necesidad de refinar unas reacciones que había creído adecuadas pero que eran inadmisibles a aquellos atentos ojos.

¡Adecuadas! Qué peligrosa palabra.

Aquel reconocimiento había sido exactamente lo que ellos buscaban. Exactamente la palanca que sus acólitas requerían.

Si lo odias, hazlo mejor. Utiliza tu odio como guía; dirígete exactamente hacia lo que necesitas.

El hecho de que sus maestras vieran de una forma tan directa en su comportamiento… ¡qué maravilloso era! Deseaba esa habilidad. ¡Oh, cómo la deseaba!

Debo dominar eso.

Era algo que cualquier Honorada Matre envidiaría. Se vio bruscamente a sí misma en una especie de doble visión:

Bene Gesserit y Honorada Matre a la vez. Una intimidante percepción.

Murbella se dio cuenta entonces de lo que había estado haciendo Odrade con palabras y tono.

Una mano tocó su mejilla, movió su cabeza, y se retiró.

Responsabilidad. Estoy a punto de aprender lo que quieren decir ellas con «un nuevo sentido de la historia».

La visión de la historia de la Bene Gesserit la fascinaba. ¿Cómo contemplaban los pasados múltiples? ¿Era algo inmerso en un esquema más grande? La tentación de convertirse en una de ellas había sido abrumadora.

Este es el momento en el que aprendo.

Vio una jeringuilla oral en posición encima de su boca. La mano de Bellonda la movió.

—Llevamos nuestro grial en nuestras cabezas —había dicho Odrade—. Lleva este grial con gentileza si consigues poseerlo.

La jeringuilla tocó sus labios. Murbella cerró los ojos, pero sintió que unos dedos abrían su boca. El frío metal tocó sus dientes. La recordada voz de Odrade estaba con ella.

—Evita los excesos. Corrígelos demasiado, y siempre tendrás un revoltijo en tus manos, la necesidad de hacer mayores y mayores correcciones. Oscilación. Los lunáticos son maravillosos creadores de oscilaciones.

«Nuestro grial. Representa la linealidad porque cada Reverenda Madre lleva consigo la misma determinación. Perpetuaremos esto todas juntas».

Un líquido amargo inundó su boca. Murbella tragó convulsivamente. Sintió el fuego fluir garganta abajo hasta su estómago. Ningún dolor excepto el ardor. Se preguntó si podría librarse de él. Su estómago sentía ahora tan sólo una cierta calidez.

Lentamente, tan lentamente que necesitó varios latidos de su corazón para reconocerlo, el calor fluyó hacia afuera. Cuando alcanzó la punta de sus dedos sintió que su cuerpo se convulsionaba. Su espalda se arqueó en la mesa acolchada. Algo suave pero firme reemplazó a la jeringuilla en su boca.

Voces. Las oyó, y supo que había gente hablando, pero no pudo distinguir las palabras.

Mientras se concentraba en las voces fue consciente de que había perdido el contacto con su cuerpo. De alguna forma, su carne se contorsionaba, había dolor, pero ella había sido extirpada de él.

Una mano tocó su mano y la aferró firmemente. Reconoció el contacto de Duncan y, bruscamente, allí estuvo su cuerpo y su agonía. Sus pulmones le dolían cuando expulsaba el aire. No cuando lo inhalaba. Parecían estar como aplastados y nunca lo suficientemente llenos. El sentido de su presencia en la carne viviente se convirtió en un delgado hilo que se enroscaba en muchas presencias. Sintió a las otras a todo su alrededor, demasiada gente para aquel pequeño anfiteatro.

Otro ser humano flotó ante su vista. Murbella sintió que se hallaba en la lanzadera de una factoría… en el espacio. La lanzadera era primitiva. Demasiados controles manuales. Demasiadas luces parpadeantes. Una mujer a los controles, pequeña y sucia con el sudor del trabajo. Tenía un largo pelo castaño y lo llevaba atado en un moño del que escapaban algunos mechones más pálidos, que colgaban sobre sus chupadas mejillas. Llevaba un vestido de una sola pieza, corto, con brillantes rojos, azules y verdes.

Maquinaria.

Fue consciente de una monstruosa maquinaria justo más allá de su espacio inmediato. El vestido de la mujer contrastaba enormemente con la sensación vieja y deslustrada de la maquinaria. Habló, pero sus labios no se movieron.

—¡Escucha, tú! Cuando llegue el momento de que te hagas cargo de estos controles, no te conviertas en una destructora. Estoy aquí para evitar los destructores. ¿Lo sabes?

Murbella intentó hablar, pero no tenía voz.

—¡No lo intentes tan intensamente, muchacha! —dijo la mujer—. Te oigo.

Murbella intentó apartar su atención de la mujer.

¿Dónde es este lugar?

Una operadora, un almacén gigantesco… una factoría… todo automatizado… marañas de líneas de realimentación en aquel reducido espacio con sus complejos controles.

—¿Quién eres tú? —preguntó Murbella con intención de susurrarlo, y oyó su propia voz rugir. ¡Agonía en sus oídos!

—¡No tan alto! Soy tu guía del Mohalata, la que te conduce para librarte de los destructores.

¡Dur me proteja!, pensó Murbella. ¡Esto no es ningún lugar; soy yo!

Ante aquel pensamiento, la sala de control desapareció. Era una emigrante en el vacío, condenada a no estar nunca inmóvil, a no hallar nunca ni un momento de refugio. Todo excepto sus propios aleteantes pensamientos se había vuelto inmaterial. No tenía sustancia, tan sólo una tenue adherencia que reconoció como su propia consciencia.

He construido mi yo fuera de la niebla.

Llegaron las Otras Memorias, atisbos y fragmentos de experiencias que sabía que no eran suyas. Rostros que la miraban de soslayo y exigían su atención, pero la mujer en los controles de la lanzadera los rechazaba. Murbella reconoció las necesidades, pero no podía plantearlas de una forma coherente.

—Esas son vidas en tu pasado. —Era la mujer a los controles de la lanzadera, pero su voz poseía una cualidad incorpórea y procedía de un lugar indiscernible.

—Somos descendientes de gente que hizo cosas horribles —dijo la mujer—. No nos gusta admitir que hubo bárbaros entre nuestros antepasados. Una Reverenda Madre tiene que admitirlo. No tenemos elección.

Murbella consiguió la habilidad de pensar entonces en hacerle solamente preguntas. ¿Por qué debo…?

—Los vencedores procrean. Nosotras somos sus descendientes. La victoria fue ganada a menudo a cambio de un gran precio moral. Barbarie no es ni siquiera una palabra adecuada para algunas de las cosas que hicieron nuestros antepasados.

Murbella sintió una mano familiar en su mejilla. ¡Duncan! Aquel contacto restableció la agonía. ¡Oh, Duncan! Estás haciéndome daño.

A través del dolor, sintió abismos en las vidas que le eran reveladas. Cosas que eran retenidas.

—Solamente lo que eres capaz de aceptar ahora —dijo la voz incorpórea—. Otras vendrán más tarde cuando estés más fuerte… si sobrevives.

Un filtro selectivo. Aquellas eran palabras de Odrade. La necesidad abre puertas.

Un persistente gemido llegó de las otras presencias. Lamentos.

—¿Lo ves? ¿Ves lo que ocurre cuando ignoras el sentido común?

La agonía aumentó. No podía escapar a ella. Cada nervio estaba tocado por llamas. Deseaba llorar, gritar amenazas, implorar ayuda. Girantes emociones acompañaban la agonía, pero las ignoró. Todo aquello ocurría a lo largo de un delgado hilo de existencia. ¡El hilo podía romperse!

Estoy muriéndome.

El hilo estaba tensándose. ¡Iba a romperse! Era inútil resistirse. Los músculos no obedecían. Probablemente ya no le quedaban músculos. No los deseaba, de todos modos. Representaban dolor. Era un infierno y nunca terminaría… no aunque el hilo se rompiera. Las llamas ardían a lo largo del hilo, lamiendo su consciencia.

Unas manos agitaron sus hombros. Duncan… no lo hagas. Cada movimiento era dolor más allá de todo lo que había imaginado que fuera posible. Aquello merecía ser llamado realmente La Agonía.

El hilo ya no estaba tensándose. Estaba encogiéndose sobre sí mismo, comprimiéndose. Se convirtió en algo pequeño, un núcleo de dolor tan exquisito que ninguna otra cosa existía. La sensación de ser se volvió vaga, translúcida… transparente.

—¿Lo ves? —la voz de su guía Mohalata le llegó desde muy lejos.

Veo cosas.

No exactamente verlas. Una distante consciencia de otras existencias. Otros núcleos. Otras Memorias embutidas en las pieles de vidas perdidas. Se extendían detrás de ella en un tren cuya longitud no podía determinar. Una niebla translúcida. Ocasionalmente se rasgaba, y entreveía acontecimientos. No… no acontecimientos en sí. Memorias.

—Compartes el testimonio —dijo su guía—. Ves lo que han hecho tus antepasados. Es algo que supera las peores maldiciones que tú puedas inventar. ¡No busques excusas en las necesidades de los tiempos! Simplemente recuerda: ¡No existen los inocentes!

¡Horrible! ¡Horrible!

No podía aferrar nada de aquello. Todo se volvía reflejos y jirones de niebla. En algún lugar había una gloria que sabía podía alcanzar.

La ausencia de esta Agonía.

Eso era. ¡Qué glorioso debía ser!

¿Dónde está esa gloriosa condición?

Unos labios tocaron su frente, su boca. ¡Duncan! Se alzó. Mis manos están libres. Sus dedos se deslizaron por un muy recordado pelo. ¡Esto es real!

La Agonía recedió. Sólo entonces se dio cuenta de que había pasado por un dolor más terrible de lo que las palabras podían describir. ¿Agonía? Marchitaba la psique y la remodelaba. Una persona entraba, y otra emergía.

¡Duncan! Abrió los ojos, y allí estaba su rostro, directamente sobre ella. ¿Sigo amándolo? Está aquí. Es un ancla a la que me aferro en los peores momentos. ¿Pero lo amo? ¿Sigo estando equilibrada?

No hubo respuesta.

Odrade habló desde algún lugar fuera de su vista:

—Quitadle estas ropas. Traed toallas. Está empapada. ¡Y traedle ropas adecuadas!

Hubo sonidos de gente apresurándose, luego de nuevo Odrade:

—Murbella, lo hiciste de la forma más dura, y me alegra decirlo.

Había tanta excitación en su voz. ¿Por qué se alegraba?

¿Dónde está el sentido de la responsabilidad? ¿Dónde está el grial que se supone debo sentir en mi cabeza? ¡Respondedme, alguna!

Pero la mujer en los controles de la lanzadera había desaparecido.

Sólo quedo yo. Y recuerdo atrocidades que harían estremecerse a una Honorada Matre. Entonces entrevió el grial, y no era una cosa sino una pregunta: ¿Cómo conseguir estabilizar aquellos equilibrios?