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Las mayores imperfecciones de un gobierno surgen del temor a efectuar cambios internos radicales aún cuando sea claramente visible su necesidad.

DARWI ODRADE

Para Odrade, la primera melange de la mañana era siempre distinta. Su carne respondía como alguien muerto de hambre aferrando una dulce y jugosa fruta. Luego seguía la lenta, penetrante y dolorosa restauración.

Aquello era lo más temible de la adicción a la melange.

Permaneció de pie junto a la ventana de su dormitorio, aguardando a que el efecto siguiera su curso. El Control del Clima, observó, había conseguido otra lluvia matutina. El paisaje parecía recién lavado, con todo sumergido en una romántica bruma, todos los bordes difusos y reducidos a lo esencial, como antiguas memorias. Abrió la ventana. El frío y húmedo aire sopló en su rostro, trayendo recuerdos en torno a ella del mismo modo que uno se pone unas ropas familiares.

Inspiró profundamente. ¡Los olores después de la lluvia! Recordó lo esencial de la vida amplificado y suavizado por la caída del agua, pero esas lluvias eran distintas. Dejaban un aroma residual a pedernal que podía captar. A Odrade no le gustaba. El mensaje no era de cosas limpias sino de vida resentida, deseando que toda lluvia fuera detenida y encerrada lejos. Aquella lluvia ya no suavizaba y traía plenitud. Traía consigo la inescapable consciencia del cambio.

Odrade cerró la ventana. Inmediatamente estuvo de vuelta a los olores familiares de sus aposentos, y a ese constante olor a shere del implante dosificador necesario exigido a todo el mundo que conocía la localización de la Casa Capitular. Oyó a Streggi entrar, el suave sonido del mapa del desierto siendo cambiado.

Fui afortunada descubriendo a Streggi. El reemplazo al que está adiestrando no es tan bueno, sino tan sólo «adecuado».

Había un sonido de eficiencia en los movimientos de Streggi. Semanas de cercana asociación habían confirmado el primer juicio de Odrade. Se podía confiar en ella. No era brillante, pero sí soberbiamente sensitiva a las necesidades de la Madre Superiora. Bastaba observar con qué discreción se movía. Transfiere la sensibilidad de Streggi a las necesidades del joven Teg, y tendremos la altura y la movilidad requeridas. ¿Un caballo? Mucho más.

La asimilación de la melange por parte de Odrade alcanzó su punto máximo y recedió. El reflejo de Streggi en la ventana la mostró aguardando a que le fueran ordenadas sus tareas. Sabía que esos momentos habían de ser dedicados a la especia. Empezaría a enfrentarse a los problemas del día en el momento en que entrara en su misteriosa intensificación.

Me gustaría que ella también se vertiera.

La mayoría de las Reverendas Madres seguían las enseñanzas y raramente pensaban en su especia como en una adicción. Odrade sabía cada mañana lo que representaba su ritual. Tomabas tu especia durante el día a medida que tu cuerpo la exigía, siguiendo un esquema de adiestramiento primario: dosificación mínima, sólo lo suficiente para estimular el sistema metabólico y conducirlo al máximo de eficiencia. Las necesidades biológicas se mezclaban mucho más fácilmente con la melange. La comida sabía mejor. De no mediar un accidente o un asalto fatal, vivías mucho más tiempo del que vivirías sin ella. Pero te convertías en una adicta.

Sintiendo su cuerpo restaurado, Odrade parpadeó y examinó a Streggi. La curiosidad acerca del ritual matutino era evidente en ella. Hablando al reflejo de Streggi en la ventana, Odrade dijo:

—¿Has aprendido algo acerca de la abstinencia de melange?

—Sí, Madre Superiora.

Pese a las advertencias de mantener la consciencia de la adicción en una clave baja, nunca estaba más lejos que de un parpadeo de Odrade, y sentía los resentimientos acumulados. Las preparaciones mentales de cuando acólita (firmemente impresas en la Agonía) se habían visto erosionadas por las Otras Memorias y la acumulación del tiempo. La advertencia: «La abstinencia extirpa algo esencial de tu vida y, si ocurre en tu madurez, puede llegar a matarte», tenía tan poco significado ahora.

Streggi mostró impaciencia con un carraspeo. Una costumbre que debería ser corregida.

—La abstinencia posee un intenso significado para mí —dijo Odrade—. Soy una de esas para quienes la melange matutina es dolorosa. Estoy segura de que te han dicho que esto suele ocurrir a veces.

—Lo lamento, Madre Superiora.

Odrade estudió el mapa. Mostraba un largo dedo de desierto penetrando hacia el norte, y una pronunciada ampliación de las tierras secas hacia el sudeste de Central, donde Sheeana tenía su estación. Finalmente, Odrade volvió su atención a Streggi, que estaba observando a la Madre Superiora con un nuevo interés.

¡Alucinada por los pensamientos del lado oscuro de la especia!

—La cualidad única de la melange es raramente tenida en cuenta en nuestra época —dijo Odrade—. Todos los antiguos narcóticos a los cuales se han aficionado los humanos poseen en común un notable factor… todos excepto la especia. ¿Sabes cuál es?

—Yo… nosotras nunca…

—¡En común, Streggi! Nicotina, cocaína, heroína, morfina, polvo de ángel (¡qué nombre horrible!), los incontables conocidos por sus iniciales… todos ellos conducen a vidas más cortas y dolorosas.

—Oh, entiendo. Se nos ha explicado eso, Madre Superiora.

—Pero probablemente no se te ha hablado de un hecho del ejercicio del poder que puede resultar oscurecido por nuestra preocupación por las Honoradas Matres. Hay una codicia de energía en los gobiernos (sí, incluso en el nuestro) que puede hacerte caer en una trampa.

—Las Censoras nos hablan de la energía de…

—¡Las palabras no son suficientes, Streggi! Si me sirves, lo sentirás en tus entrañas porque cada mañana me observarás sufrir. Permite que ese conocimiento se hunda profundamente en ti, esta trampa mortal. No te conviertas en una indiferente aprietabotones, atrapada en un sistema que desplaza la vida con una indiferencia hacia la muerte de la forma en que lo hacen las Honoradas Matres. Recuerda: los narcóticos aceptables pueden ser tasados para que paguen sueldos o de otro modo creen trabajos para funcionarios despreocupados.

—Pero la melange…

—¡La especia! Cada lado apoyando al otro mientras nos tambaleamos hacia la extinción.

Streggi estaba desconcertada.

—Pero la melange amplía nuestras vidas, incrementa la salud y despierta los apetitos hacia…

Se detuvo ante el ceño fruncido de Odrade.

¡Salido directamente del Manual de las Acólitas!

—Tiene ese otro lado, Streggi, y puedes verlo en mí. El Manual de las Acólitas no miente. Pero la melange es un narcótico, y nosotras nos convertimos en unas adictas.

—Sé que sus efectos no son buenos para todo el mundo, Madre Superiora. Pero vos habéis dicho que las Honoradas Matres no la…

—El sustituto que emplean reemplaza la melange con muy pocos beneficios excepto impedir las agonías y la muerte de la abstinencia. Es paralelamente adictivo.

—Entonces, la cautiva…

—Murbella lo utilizaba, y ahora utiliza la melange. Son intercambiables. Interesante, ¿no?

—Yo… supongo que aprenderé más sobre esto. Observo, Madre Superiora, que vos nunca las llamáis rameras.

—¿Como lo hacen las acólitas? Ahhh, Streggi. Bellonda ha sido una mala influencia. Oh, reconozco las presiones —se apresuró a decir cuando Streggi empezó a protestar—. Las acólitas sienten la amenaza. Miran a la Casa Capitular y piensan en ella como en su fortaleza durante la larga noche de las rameras.

—Algo así, Madre Superiora. —Muy vacilante.

—Streggi, este planeta es tan sólo otro lugar temporal. Hoy iremos al sur e imprimiremos eso en ti. Busca a Tamalane, por favor, y dile que haga los arreglos que discutimos para nuestra visita a Sheeana. No le hables a nadie más de eso.

—Sí, Madre Superiora. Queréis decir que os acompañaré…

—Te quiero a mi lado. Dile a la que estás adiestrando que por el momento se queda totalmente a cargo de mi mapa.

Cuando Streggi se hubo ido, Odrade pensó en Sheeana e Idaho. Ella quiere hablar con él y él quiere hablar con ella.

El análisis de los com-ojos indicaba que los dos conversaban a veces con el lenguaje de las manos mientras ocultaban la mayor parte de sus movimientos con sus cuerpos. Tenía la apariencia de un antiguo lenguaje de batalla Atreides. Odrade reconoció parte de él, pero no lo suficiente como para determinar el contenido. Bellonda deseaba una explicación de Sheeana. «¡Secretos!». Odrade era más cautelosa. «Déjales seguir un poco. Quizá salga algo interesante de todo ello».

¿Qué es lo que quiere Sheeana?

Fuera lo que fuese lo que Duncan tenía en mente, estaba relacionado con Teg. Crear el dolor necesario para que Teg recobrara sus memorias originales iba en contra de la disposición de Duncan.

Odrade había notado esto cuando había interrumpido a Duncan ante su consola ayer.

—Llegáis tarde, Dar. —Sin alzar la vista de lo que fuera que estuviese haciendo. ¿Tarde? Apenas había pasado el mediodía.

La había estado llamando frecuentemente Dar durante los últimos años, un aguijoneo, un recordatorio de que se resentía de su existencia de pez en un acuario. El aguijoneo irritaba a Bellonda, que discutía contra «esas malditas familiaridades». A Bellonda la llamaba «Bell», por supuesto. Duncan era generoso con su aguijoneo.

Recordando esto, Odrade hizo una pausa antes de entrar en su cuarto de trabajo. Duncan había estrellado su puño contra el sobre de la mesa al lado de su consola.

—¡Tiene que haber una forma mejor para Teg!

¿Una forma mejor? ¿Qué es lo que tiene en mente?

Un movimiento al final del corredor, más allá del cuarto de trabajo, la sacó de sus reflexiones. Streggi, regresando de Tamalane. Streggi entró en la Sala de Guardia de las acólitas. Para avisar a su reemplazo con el mapa del desierto.

Un montón de grabaciones de Archivos aguardaba sobre la mesa de Odrade. ¡Bellonda! Miró al montón. No importaba cuánto intentara delegar, siempre había aquel residuo organizado que sus consejeras insistían en que tan sólo la Madre Superiora podía manejar. Buena parte de aquel nuevo lote era consecuencia de la petición de Bellonda de «sugerencias y análisis».

—Debemos buscar activamente nuevas ideas. ¡Nuestras decisiones afectan al destino mismo de la Hermandad!

El destino. Qué pequeña y triste palabra.

Tras revisar el montón, Odrade exhibió su mal humor echándolo a un lado. ¡Estiércol de granja picoteado por las gallinas! Ni una buena idea. Ni siquiera nada sugerente.

«No dejar rastros, no dejar indicios», advertía uno de los análisis. Suspiró. ¿Meter nuestros cuellos aún más adentro? ¿Imitar a la tortuga?

¡Bellonda se estaba volviendo positivamente maligna! ¡Ella y su gente están intentando controlarme inundándome con trivialidades!

Un típico truco de Archivos. Al menos, deseaban que ella pensara que era típico. ¡No evites los chismes de las hermanas sobre tu comportamiento! Oh, no. Los perros guardianes tenían que saber todo lo que hace una hermana.

Odrade pulsó su consola.

—¡Bell!

La voz de una subalterna de Archivos respondió:

—¿Madre Superiora?

—¡Envía a Bell aquí! ¡La quiero delante de mí tan rápido como sus gordas piernas puedan trasladarla!

Fue menos de un minuto. Bellonda se detuvo delante de la mesa de trabajo como una casta acólita. Todas conocían aquel tono en la voz de la Madre Superiora.

Odrade tocó el montón encima de su mesa y retiró su mano como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

—¿Qué es todo eso, en nombre de Shaitan?

—Lo hemos considerado significativo para…

—¿Crees que tengo que verlo todo y a todos? ¿Dónde están las notas resumen? Este es un trabajo chapucero. ¡Bell! Yo no soy estúpida, y tú tampoco. Pero esto… delante de esto…

—He delegado tanto como…

—¿Delegado? ¡Mira esto! ¿Qué debo ver y qué puedo delegar? ¡Ni una nota resumen!

—Haré que eso sea corregido inmediatamente.

—Por supuesto que lo harás, Bell. Porque Tam y yo vamos a ir hoy al sur, en una gira de inspección por sorpresa, y a visitar a Sheeana. Y mientras estoy fuera, tú te sentarás en mi silla. ¡Verás lo que te gusta este diluvio diario!

—¿Estarás fuera de contacto con…?

—Tendré una línea de luz y un Oído-C en todo momento.

Bellonda respiró más tranquila.

—Sugiero, Bell, que vuelvas a Archivos y pongas a alguien con responsabilidad al cargo de aquello. Que me maldiga si no estáis empezando a actuar como burócratas. ¡Cubriendo vuestros culos!

—Los barcos auténticos cabecean, Dar.

¿Estaba Bell intentando tomarse aquello por la vía del humor? ¡No todo estaba perdido!

Cuando Bellonda se hubo ido, Odrade contempló aquella estancia donde tantas decisiones se habían tomado. Estamos volviéndonos chapuceras. El miedo a las emociones —su propia supresión— creaba un peligroso abismo.

Debo recordarle a Bell que la burocracia odia las emociones ¡interfieren con la correcta administración de las reglas!

Era algo completamente natural que las leyes no tuvieran sentimientos, pensó Odrade. ¡Y eso nos pone en peligro! Los buenos burócratas emulaban las reglas, no a sus semejantes. Los mejores burócratas alcanzaban una fría inhumanidad. «La compasión no se halla en la descripción de mi trabajo». Ese era el camino a la promoción.

Odrade agitó una mano sobre su proyector, y ahí estaba Tamalane en la Sala de Transporte.

—¿Tam?

—¿Sí? —Sin volver la cabeza de una lista de tareas.

—¿Cuándo podemos irnos?

—Dentro de dos horas.

—Llámame cuando estés lista. Oh, y Streggi viene con nosotros. Hazle sitio. —Odrade cortó la comunicación antes de que Tamalane pudiera responder.

Había cosas que debían hacerse, Odrade lo sabía muy bien. Tam y Bell no eran las únicas fuentes de preocupación de la Madre Superiora.

Nos quedan dieciséis planetas… y eso incluye Buzzell, un lugar definitivamente en peligro. ¡Sólo dieciséis! Empujó ese pensamiento a un lado. No había tiempo para él. La compasión drenaba también las energías.

Murbella. Tendría que llamarla y… No. Eso puede esperar. ¿El nuevo Consejo de Censoras? Dejemos que Bell se ocupe de eso. ¿La desbandada de las comunidades?

El sifonear personal a una nueva Dispersión había forzado las consolidaciones. ¡Permanecer por delante del desierto! Era deprimente, y no se sentía con fuerzas para enfrentarse hoy a ello. Siempre me siento inquieta antes de un viaje.

Bruscamente, Odrade huyó del cuarto de trabajo y echó a andar sin rumbo fijo por los pasillos, observando cómo se realizaban las tareas, deteniéndose en las puertas, comprobando lo que leían las estudiantes, cómo se comportaban en sus eternos ejercicios prana-bindu.

—¿Qué estás leyendo aquí? —preguntó a una joven acólita de segundo grado ante un proyector en una habitación medio a oscuras.

—Los diarios de Tolstoi, Madre Superiora.

Aquella mirada de complicidad en los ojos de la acólita decía: «¿Vos tenéis estas palabras directamente en vuestras Otras Memorias?». ¡La pregunta estaba ahí en la punta de la lengua de la muchacha! Siempre estaban intentando esos insignificantes gambitos cuando la atrapaban a solas.

—¡Tolstoi era un nombre de familia! —restalló Odrade—. Al mencionar sus diarios, supongo que te refieres al conde Leo Nicolaievich.

—Sí, Madre Superiora. Avergonzadamente consciente de la censura.

Suavizándose, Odrade citó una frase a la muchacha:

—«No soy un río, soy una red». Dijo esas palabras en Yasnaia Poliana cuando tenía solamente doce años. No las encontrarás en sus diarios, pero probablemente son las palabras más significativas que pronunciara nunca.

Odrade se alejó antes de que la acólita pudiera darle las gracias. ¡Siempre enseñando!

Vagabundeó entonces hasta las cocinas principales y las inspeccionó, repasando los bordes interiores de los alineados calderos en busca de huellas de grasa, notando la forma cautelosa con que incluso el maestro chef observaba su avance.

La cocina humeaba con agradables aromas de los preparativos de la comida. Había un reconfortante sonido de cortar y picar y remover, pero las bromas habituales se interrumpieron a su entrada.

Odrade no encontró nada que requiriera una queja seria (aunque habían sido demasiado generosos con la sal en la sopa, y había un poco de perejil picado derramado por el suelo sin que nadie le hubiera prestado atención). El subchef observó su mirada al perejil, e hizo un gesto a una postulante para que lo limpiara. Odrade se alegró de no tener que censurar a nadie. Hacía más fácil su próximo movimiento.

Recorrió el largo mostrador con sus ajetreados cocineros hasta la plataforma elevada del maestro chef. Era un hombre grande y fornido de prominentes pómulos, con un rostro tan enrojecido como las carnes sobre las cuales señoreaba. Odrade no dudaba de que era uno de los más grandes chefs de la historia. Su nombre encajaba con él: Plácido Salat. Se había ganado un lugar cálido en sus pensamientos por varias razones, incluido el hecho de que había adiestrado a su chef particular. Visitantes de importancia en los tiempos anteriores a las Honoradas Matres habían efectuado una gira por las cocinas y habían podido probar sus especialidades.

—¿Puedo presentaros a nuestro jefe de chefs, Plácido Salat?

Su buey plácido (las minúsculas eran exigencia suya) era la envidia de muchos. Casi crudo, y servido con una salsa de mostaza a las hierbas y especias que no oscurecía la carne.

Odrade consideraba el plato demasiado exótico, pero nunca había expresado su juicio en voz alta.

Cuando consiguió toda la atención de Salat (tras una breve interrupción para corregir una salsa), Odrade dijo:

—Tengo hambre de algo especial, Plácido.

El hombre reconoció la insinuación. Así era como ella empezaba siempre su petición de su «plato especial».

—Quizá un guiso de ostras —sugirió.

Es una comedia, pensó Odrade. Ambos sabían lo que ella deseaba.

—¡Excelente! —admitió, y siguió con la comedia—. Pero tienen que ser tratadas suavemente, Plácido, las ostras no muy cocidas. Y algo de nuestro propio apio en polvo en el caldo.

—¿Y quizá un poco de pimentón picante?

—Siempre lo prefiero así. Ten mucho cuidado con la melange. Un suspiro y no más.

—¡Por supuesto, Madre Superiora! —Haciendo girar los ojos ante el pensamiento de que podía utilizar demasiada melange—. Es demasiado fácil dejar que la especia lo domine todo.

—Cuece las ostras en néctar de almejas, Plácido. Preferiría que te cuidaras tú mismo de ello, agitándolas suavemente hasta que los bordes de las ostras empiecen a curvarse.

—Ni un segundo más, Madre Superiora.

—Caliéntame al lado un poco de leche con toda su crema. ¡No la hiervas!

Plácido evidenció una dolida sorpresa ante el hecho de que ella pudiera pensar que él iba a hervir la leche para su guiso de ostras.

—Un poco de mantequilla en el bol de servir —dijo Odrade—. Echa el combinado del caldo sobre ella.

—¿Nada de jerez?

—Cuánto me alegra que te ocupes tú personalmente de mi plato especial, Plácido. Había olvidado el jerez. (La Madre Superiora nunca olvidaba nada y los dos lo sabían, pero era un acto requerido en la comedia).

—Tres onzas de jerez en el caldo de la cocción —dijo él.

—Caliéntalo para que desprenda el alcohol.

—¡Por supuesto! Pero no debemos arañar los sabores. ¿Deseáis daditos de pan tostado o galletitas saladas?

—Daditos, por favor.

Sentada ante una mesa en un reservado, Odrade comió dos tazones de guiso de ostras, recordando cómo lo había saboreado la Hija del Mar. Papá le había hecho probar por primera vez aquel plato cuando ella era apenas capaz de llevarse la cuchara a la boca. Había hecho él mismo el guiso, su propia especialidad. Odrade se lo había enseñado luego a Salat.

Lo felicitó por el vino.

—Me ha encantado particularmente tu elección de un chablis para acompañamiento.

—Un chablis un poco afrutado, Madre Superiora. Una de nuestras mejores cosechas. Realza admirablemente el sabor de las ostras.

Tamalane la encontró en el reservado. Siempre sabían dónde encontrar a la Madre Superiora cuando la necesitaban.

—Estamos listas. —¿Había desagrado en el rostro de Tam?

—¿Dónde nos pararemos esta noche?

—En Eldio.

Odrade sonrió. Le gustaba Eldio.

¿Tam complaciéndome porque estoy de un humor crítico? Quizá tengamos un poco de diversión.

Siguiendo a Tamalane a los muelles de transporte, Odrade pensó en lo poco característico que era que Tam prefiriera viajar por tubo. Los viajes por superficie la irritaban.

—¿Quién desea perder el tiempo a mi edad?

A Odrade no le gustaban los tubos para el transporte personal. ¡Estabas tan encerrada ahí dentro, tan indefensa! Ella prefería la superficie y el aire y utilizaba los tubos únicamente cuando la urgencia requería un medio veloz. No dudaba en absoluto en utilizar tubos más pequeños para comunicaciones y notas. A las notas no les importa mientras lleguen a su destino.

Este pensamiento siempre le hacía tomar consciencia de la invisible red que se ajustaba a sus movimientos fuera donde fuese.

En algún lugar en el corazón de las cosas (siempre había un «corazón de las cosas»), un sistema automatizado conducía las comunicaciones y se aseguraba (la mayor parte de las veces) de que las misivas importantes llegaran allá donde eran dirigidas.

Cuando no era necesario el Despacho Privado (todas lo llamaban el DP), podía disponerse de líneas de sonido y visión a través de redes derivadas y líneas de luz. Las comunicaciones fuera del planeta eran otro asunto, especialmente en estos tiempos de persecución. Lo más seguro era enviar a una Reverenda Madre con el mensaje memorizado o un implante distrans. Todos los mensajeros tomaban enormes dosis de shere en estos días. Las Sondas-T podían leer incluso una mente muerta no protegida por el shere. Cada mensaje fuera del planeta iba cifrado, pero un enemigo podía descubrir la clave de un solo uso que lo protegía. Los mensajes fuera del planeta eran un gran riesgo. Quizá era por eso que el Rabino guardaba silencio.

¿Por qué estoy pensando en tales cosas en este momento?

—¿Ninguna noticia todavía de Dortujla? —preguntó, mientras Tamalane se preparaba para entrar en la sala de Despacho donde aguardaban los demás miembros de su grupo. Tanta gente. ¿Por qué tanta?

Odrade vio a Streggi allá delante, al borde del muelle, hablando con una acólita de Comunicaciones. Había al menos otras seis personas de Comunicaciones cerca.

Tamalane se volvió, a todas luces picada.

—¡Dortujla! ¡Todas te hemos dicho que te lo notificaríamos apenas supiéramos algo de ella!

—Sólo estaba preguntando, Tam. Sólo preguntando. Mansamente, Odrade siguió a Tamalane al Despacho.

Debería instalar un monitor en mi mente y preguntar acerca de todo lo que aparece por ahí. Las intrusiones mentales siempre tenían tras ellas una buena razón. Aquella era la manera Bene Gesserit, como le recordaba a menudo Bellonda.

Odrade se sorprendió ligeramente entonces, al darse cuenta de que estaba algo más que harta de la manera Bene Gesserit.

¡Dejemos que Bell se preocupe un poco de estas cosas para variar!

Aquél era un momento para flotar libre, para responder como un fuego fatuo a las corrientes que se movían a su alrededor.

La Hija del Mar sabía mucho de corrientes.