Las leyes supresoras tienden a fortalecer lo que prohíben. Este es el punto preciso sobre el cual todos los legalistas de nuestra historia han basado su seguridad en el trabajo.
Coda Bene Gesserit
Es sus incansables merodeos por Central (infrecuentes en estos días, pero más intensos debido a ello), Odrade buscaba señales de negligencia, y especialmente zonas de responsabilidad que estuvieran funcionando demasiado bien.
La Perro Guardián Jefe tenía su propia opinión al respecto:
—Mostradme una operación que funcione completamente sin problemas y os mostraré a alguien que está encubriendo errores. Los auténticos barcos cabecean.
Decía esto a menudo, y se había convertido en una frase identificadora que las hermanas (e incluso algunas acólitas) empleaban para hacer sus comentarios acerca de la Madre Superiora.
—Los auténticos barcos cabecean. —Suaves risas. Bellonda acompañaba a Odrade en la inspección de primera hora de la mañana de hoy, sin mencionar el que «una vez al mes» se había alargado a «una vez cada dos meses»… si era posible. Su inspección llevaba una semana suplementaria de retraso. Bell deseaba utilizar este tiempo para lanzar sus advertencias sobre Idaho. Y había arrastrado a Tamalane con ella, aunque se suponía que Tam debía estar revisando las realizaciones de las Censoras en aquellos momentos.
¿Dos contra una?, se preguntó Odrade. No creía que Bell o Tam sospecharan lo que pretendía la Madre Superiora. Bien, ya saldría a la superficie, como lo había hecho el plan de Taraza. A su debido tiempo, ¿eh, Tar?
Bellonda aún no había mencionado a Idaho. Aguardaba «el momento adecuado». Se estaba acercando. Bell había ido a la no-nave ayer, y había tenido una larga sesión con Idaho y Murbella.
Caminaron por los corredores, sus negras túnicas siseando con urgencia, sus ojos perdiéndose muy poco. Todo era familiar, y sin embargo buscaban cosas que fueran nuevas. Odrade llevaba su Oído-C sobre su hombro izquierdo como un lastre de buceo mal colocado.
Nunca estés fuera de alcance de las comunicaciones en estos días.
Entre telones en cualquier centro Bene Gesserit estaban los servicios de apoyo: hospitales-clínicas, cocinas, morgue, control de desechos, sistemas de reciclado (anexionados a alcantarillado y desechos), transporte y comunicaciones, aprovisionamiento de las cocinas, salas de adiestramiento y mantenimiento físicos, escuelas para acólitas y postulantes, aposentos para todas las denominaciones, centros de reunión, y muchas otras cosas. El personal cambiaba a menudo debido a la Dispersión y al traslado de gente a nuevas responsabilidades, todo ello de acuerdo con la sutil consciencia Bene Gesserit. Pero las tareas y los lugares para ellas permanecían.
Mientras avanzaban rápidamente de una zona a la siguiente, Odrade habló de la Dispersión de la Hermandad, sin intentar ocultar su desánimo ante la «familia atómica» en que se habían convertido.
—¡Espacio vital! No más límites, nunca más. ¡Traslada tus muebles a ese enorme espacio abierto, humanidad! Arréglalo como tú quieras.
—Entonces, ¿por qué las Honoradas Matres acuden a quitarnos nuestros lugares? —quiso saber Tam.
La pregunta era casi una súplica. ¿Cómo, por favor, amueblarías tu universo si fueras una Honorada Matre? Las Honoradas Matres llevaban un «mobiliario» desconocido en sus mentes.
—Encuentro difícil contemplar a la humanidad esparciéndose por un universo ilimitado —dijo Tam—. Las posibilidades…
—Es un juego de números infinitos. —Odrade dio un paso más largo para salvar un bordillo roto—. Eso tendría que ser reparado. Hemos estado jugando al juego del infinito desde que aprendimos a saltar por los Pliegues espaciales.
No había la menor alegría en Bellonda.
—¡No es ningún juego!
Odrade podía apreciar los sentimientos de Bellonda. Nunca hemos visto el espacio vacío. Siempre más galaxias. Tam tiene razón. Es intimidante cuando enfocas tu atención a esa Senda de Oro.
Los recuerdos de exploraciones daban a la Hermandad una base estadística, pero poco más que eso. Tantos planetas habitables en un conglomerado en particular y, además de ésos, un esperado número adicional que podían ser terraformados.
—¿Qué es lo que está evolucionando ahí afuera? —preguntó Tamalane.
Una pregunta a la que no podían responder. Pregunta lo que puede producir el Infinito, y la única respuesta posible es: «Nada».
Cualquier bien, cualquier mal; cualquier bien, cualquier mal.
—¿Y si las Honoradas Matres están huyendo de algo? —preguntó Odrade—. ¿No es una interesante posibilidad?
—Esas especulaciones son inútiles —murmuró Bellonda—. Ni siquiera sabemos si los Pliegues del espacio nos introducen a un universo o a muchos… o a un número infinito de burbujas que se expanden y se colapsan.
—¿Acaso el Tirano comprendió eso algo mejor que nosotras? —preguntó Tamalane.
Hicieron una pausa mientras Odrade miraba en una habitación donde cinco acólitas Adelantadas y una Censora estudiaban una proyección de los almacenamientos regionales de melange. El cristal que contenía la información creaba una intrincada danza en el proyector, saltando en su rayo como una pelota en una fuente. Odrade observó el resumen y se volvió antes de fruncir el ceño. Tam y Bell no vieron la expresión de Odrade. Tenemos que empezar a limitar el acceso a los datos de la melange. Son demasiado deprimentes para la moral.
¡Administración! Todo recaía sobre la Madre Superiora.
Delega demasiado a la misma gente, y caerás en la burocracia.
Odrade sabía que dependía demasiado de su sentido interno de la administración. Un sistema frecuentemente probado y revisado, utilizando la automatización solamente allá donde era esencial. «La maquinaria», lo llamaban. Cuando se convertían en Reverendas Madres, todas ellas poseían alguna sensibilidad a «la maquinaria», y tendían a utilizarla sin hacer preguntas. Ahí residía el peligro. Odrade presionaba para constantes mejoras (incluso pequeñas) a fin de introducir cambios en sus actividades. ¡Al azar! Sin ningún esquema en absoluto que otros pudieran descubrir y utilizar contra ellas. Era posible que una sola persona no apreciara tales cambios en el transcurso de una vida, pero las diferencias al final de largos períodos de tiempo eran a buen seguro mensurables.
El grupo de Odrade descendió al nivel del suelo y penetró en la principal arteria de Central. «La Vía», la llamaban las Hermanas. Y algunas la completaban, como queriendo hacer un inconcreto chiste particular: «La Vía Bene Gesserit».
La Vía enlazaba la plaza contigua a la torre de Odrade con los arrabales del sur de la zona urbana… recta como el rayo de una pistola láser, casi doce kilómetros de edificios altos y bajos. Los bajos tenían todos algo en común: habían sido edificados con la suficiente solidez como para ser expandidos hacía arriba.
Odrade hizo señales a un transporte abierto con asientos vacíos, y las tres se apiñaron en un espacio donde pudieran seguir hablando. Las fachadas de La Vía tenían un atractivo pasado de moda, pensó Odrade. Edificios como aquellos, con sus altas ventanas rectangulares de aislante plaz, habían enmarcado las «Vías». Bene Gesserit a lo largo de buena parte de la historia de la Hermandad. En el centro había una larga hilera de olmos genéticamente controlados a fin de que presentaran un perfil alto y estrecho. Los pájaros anidaban en ellos, y la mañana resplandecía con aleteantes puntos rojos y anaranjados… oropéndolas, tanagras.
¿Es un esquema peligroso para nosotras el preferir este ambiente familiar?
Odrade les hizo bajar del transporte en Senda Torcida, pensando en la forma en que el humor Bene Gesserit se desplegaba en todos esos curiosos nombres. Haciendo broma con las calles. Senda Torcida se llamaba así debido a que los cimientos de uno de sus edificios habían cedido ligeramente, dando a aquella estructura una apariencia curiosamente beoda. Era el único miembro del grupo que se salía de la línea.
Como la Madre Superiora. Sólo que ellas aún no lo saben.
Su Oído-C zumbó cuando llegaron al Callejón de la Torre.
—¿Madre Superiora? —Era Streggi. Sin dejar de caminar, Odrade dio la señal de que estaba en línea—. Pedisteis un informe sobre Murbella. La Central Suk dice que está en condiciones para iniciar las clases asignadas.
—Entonces que se las asignen. —Siguieron caminando por el Callejón de la Torre: todo edificios de un solo piso.
Odrade lanzó una breve mirada a los bajos edificios de ambos lados de la calle. A uno de ellos se le habían añadido dos pisos. Puede que algún día hubiera una auténtica Torre allí, y el chiste (si es que había alguno) fuera abandonado.
De todos modos se discutía que los nombres eran solamente una conveniencia, y que podían disfrutar de aquel aventurarse a lo que era un tema delicado para la Hermandad.
Uno raras veces se reía con una Reverenda Madre, y nunca de ella. Podías sonreír ligeramente si te decían que te reunieras con la Reverenda Madre tal en el Camino del Árbol Socarrón. En consecuencia, las Hermanas raras veces analizaban los nombres que sus predecesoras habían dado a las calles y callejones y edificios. Eran como otro idioma, fragmentos de un pasado que seguía en uso debido a que un cambio sería algo demasiado brusco (como ese edificio torcido en Senda Torcida), y además esos eran los nombres que utilizaba todo el mundo. ¿Por qué complicar las cosas pidiéndole a toda la gente que aprendiera otros nombres?
Este es uno de nuestros esquemas. Quizá no peligroso, mientras lo limitemos a nuestros propios lugares.
Odrade se detuvo bruscamente en una concurrida acera y se volvió hacia sus compañeras.
—¿Qué diríais si sugiriera que denomináramos las calles y las plazas con los nombres de las Hermanas partidas?
—¡Hoy estás llena de tonterías! —acusó Bellonda.
—No han partido —dijo Tamalane.
Odrade prosiguió su errante caminar. Había esperado aquello. Casi podía oír los pensamientos de Bell: ¡Llevamos a las «partidas» con nosotras en nuestras Otras Memorias!
Odrade no deseaba discutir allí al aire libre, pero pensaba que su idea era meritoria. Algunas Hermanas habían muerto sin Compartir. Las Líneas Principales de la Memoria resultaban duplicadas, pero perdías un hilo y esto terminaba con toda una sección. Schwangyu, del Alcázar de Gammu, había desaparecido de esa forma, muerta por las Honoradas Matres atacantes. Claro que quedaban muchas memorias para eternizar sus buenas cualidades… y sus complejidades. Una vacilaba en decir que sus errores enseñaban más que sus éxitos.
Bellonda aceleró su paso para caminar al lado de Odrade en una calle relativamente vacía.
—Tengo que hablar de Idaho. Un Mentat, sí, pero esas memorias múltiples ¡Supremamente peligrosas!
Estaban pasando por delante de una morgue, el fuerte olor a antisépticos se notaba incluso en plena calle. La entrada en forma de gran arco permanecía abierta.
—¿Quién ha muerto? —preguntó Odrade, ignorando la ansiedad de Bellonda.
—Una Censora de la Sección Cuatro y un hombre de mantenimiento de las plantaciones —dijo Tamalane. Tam siempre sabía aquellas cosas.
Bellonda se enfureció al sentirse ignorada, y no hizo ningún intento por ocultarlo.
—¿Quieres centrarte en lo importante?
—¿Qué es lo importante? —preguntó Odrade. Muy suavemente.
Emergieron a la terraza sur y se detuvieron en el pretil de piedra para contemplar las plantaciones… los viñedos y los huertos. La luz matutina tenía un halo de polvo que no se parecía en nada a las brumas creadas por la humedad.
—¡Sabes qué es lo importante! —Bell no iba a dejarse desviar.
Odrade contempló la vista, apretándose contra las piedras. El pretil estaba frío. La bruma ahí afuera era de distinto color, pensó. La luz del sol llegaba a través del polvo con un espectro reflexivo distinto. Más fuerte e intensa. Absorbida de un modo distinto. La aureola más densa. El polvo y la arena en suspensión se metían por todas las hendiduras de la misma forma que el agua, pero el raspar y el chirriar traicionaban su fuente. Lo mismo ocurría con la persistencia de Bell. No había lubricación.
—Esa es la luz del desierto —dijo Odrade, señalando.
—Deja de eludirme —gruñó Bellonda.
Odrade eligió no responder. La polvorienta luz era algo clásico, pero no tranquilizador en la forma de los viejos pintores y sus brumosas mañanas.
Tamalane se situó al lado de Odrade.
—Es hermoso, a su manera —dijo. El tono remoto que empleó indicaba que estaba efectuando comparaciones con sus Otras Memorias similares a las de Odrade.
Si es así como fuiste condicionada a buscar la belleza. Pero algo muy profundo dentro de Odrade dijo que no era la belleza lo que estaba anhelando.
En los someros terrenos pantanosos bajo ellas, donde en un tiempo se habían plantado verduras, había ahora una sequedad y una sensación de la tierra siendo destripada, de la misma forma que los antiguos egipcios habían preparado su muerte… secando la materia esencial, preservándola para la eternidad. El desierto como dueño de la muerte, envolviendo la tierra en natrón, embalsamando nuestro hermoso planeta con todas sus joyas ocultas.
Bellonda permanecía al lado de ellas, murmurando y agitando la cabeza, negándose a ver en lo que su planeta iba a convertirse.
Odrade casi se estremeció en un repentino acceso de simulflujo. La memoria la inundó: volvió a verse a sí misma registrando las ruinas del Sietch Tabr, descubriendo los cadáveres embalsamados por el desierto de los piratas de la especia allá donde sus asesinos los habían dejado.
¿Qué es el Sietch Tabr ahora? Una masa fundida y solidificada y sin nada que señale su orgullosa historia. Las Honoradas Matres, asesinas de la historia.
—Si no tienes intención de eliminar a Idaho, entonces debo protestar de que lo utilices como Mentat.
¡Bell era una mujer tan exigente! Odrade observó que estaba mostrando más que nunca su edad. Llevando montadas sobre su nariz incluso ahora unas gafas para leer. Aumentaban el tamaño de sus ojos hasta darle la apariencia de un pez. La utilización de gafas no era una las más sutiles prótesis que decían algo acerca de ella. Alardeaba de una contradictoria vanidad que anunciaba: «Soy más grande que los artificios que mis menguantes sentidos requieren».
Bellonda se sintió positivamente irritada por la Madre Superiora.
—¿Por qué me estás mirando de esta forma?
Odrade, atrapada por la brusca consciencia de una debilidad en su Consejo, desvió su atención hacia Tamalane. El cartílago nunca dejaba de crecer, y esto había aumentado el tamaño de las orejas, nariz y barbilla de Tam. Algunas Reverendas Madres ajustaban esto mediante el control de su metabolismo, o se sometían periódicamente a corrección quirúrgica. Tam no se inclinaba ante ninguna de tales vanidades.
—Así es como soy. Tómame o déjame.
Mis consejeras son demasiado viejas. Y yo… yo debería ser más joven y fuerte para llevar todos esos problemas sobre mis hombros. ¡Oh, maldito sea este lapso de autocompasión!
Sólo un supremo peligro: una acción contra la supervivencia de la Hermandad.
Lo que no podemos permitirnos es la autopiedad o, en cuanto a eso, la autoindulgencia. Ahora que las Honoradas Matres han demostrado que una Reverenda Madre puede morir tan fácilmente como cualquiera, tienen que existir mejores razones para nuestras acciones.
—¡Duncan es un soberbio Mentat! —Odrade habló con toda la fuerza de su posición—. Pero no utilizo a ninguno de vosotros más allá de vuestras capacidades.
Bellonda guardó silencio. Conocía las debilidades de un Mentat.
¡Mentats!, pensó Odrade. Eran como Archivos andantes, pero cuando más necesitabas respuestas ellos se sumían en preguntas.
—No necesito otro Mentat —dijo Odrade—. ¡Necesito un inventor!
Dejemos que Bell mastique un poco esto. Inspiración, eso era lo que requería la Hermandad. Algo subterráneo cuya labor exacta nunca se había sometido a una autopsia clínica. El racionalismo podía matar, y todas ellas lo sabían. ¡Ni siquiera podríamos plantar un árbol frutal sobre ello!
Cuando vio que Bellonda seguía sin hablar, prosiguió:
—Estoy liberando su mente, no su cuerpo.
—¡Insisto en un análisis antes de que le abras todas las fuentes de datos!
Considerando la posición habitual de Bellonda, aquello era suave. Pero Odrade no confiaba en ello. Detestaba esas sesiones… interminables repeticiones de informes de los Archivos. Bellonda gozaba con ellas. ¡La Bellonda de la minuciosidad Archivera y las aburridas excursiones a los detalles irrelevantes! ¿A quién le importaba si la Reverenda Madre X prefería la leche desnatada en sus gachas?
Odrade se volvió de espaldas a Bellonda y miró al cielo meridional. ¡Polvo! ¡No hacemos más que cribar polvo! Bellonda estaría flanqueada por sus ayudantas. Odrade sintió el tedio con sólo imaginarlo.
—¡Puede confiarse en esto! —dirían las ayudantas con cada uno de sus gestos. Como si estuvieran escribiendo sus preciosas palabras del mismo modo que lo haría un antiguo escribiente sentado ante su alta mesa, mirando a sus libros de contabilidad a través de sus medias gafas. Complacidas miradas de sabiduría hacia todos sus interlocutores.
—No más análisis —dijo Odrade, más secamente de lo que había pretendido. Pero los Archivos estaban rebosantes de datos inaccesibles. ¿Seguros? ¿De confianza? ¿Quién lo sabía? ¿Exhaustivamente preparados? ¡Seguro! Exhaustivos de contemplar también. Pequeñas acumulaciones de datos tras datos tras datos.
—Tengo un punto de vista que exponer. —Bellonda sonó dolida.
¿Un punto de vista? ¿Acaso no somos más que ventanas sensoriales sobre nuestro universo, cada una de ellas con un solo punto de vista?
Instintos y memorias de todos tipos… incluso Archivos… ninguna de esas cosas hablaban por sí mismas excepto a través de apremiantes intrusiones. Ninguna arrastraba consigo ningún peso hasta que era formulada en una consciencia viva. Pero fuera lo que fuese lo que producía la formulación, torcía las escalas. ¡Todo orden es arbitrario! ¿Por qué este dato antes que algún otro? Cualquier Reverenda Madre sabía que los acontecimientos ocurrían en su propio fluir, en su propio entorno relativo. ¿Por qué no podía una Reverenda Madre Mentat actuar a partir de ese conocimiento?
—¿Rechazas el consejo? —Esa era Tamalane. ¿Se estaba colocando del lado de Bell?
—¿Cuándo he rechazado nunca el consejo? —Odrade dejó bien claro que se sentía ultrajada—. Estoy negándome a otro de los tiovivos archiveros de Bell.
—Entonces, en realidad… —intervino rápidamente Bellonda.
—¡Bell! ¡No me hables de realidad! —¡Dejemos que se empape en eso! ¡Reverenda Madre y Mentat! No existe la realidad. Sólo nuestro propio orden impuesto sobre todo. Un dictamen básico Bene Gesserit.
Había ocasiones (y esa era una de ellas) en las que Odrade deseaba haber nacido en una era anterior… una matrona romana en la larga paz de los aristócratas, o una consentida victoriana. Pero estaba atrapada por el tiempo y las circunstancias.
¿Atrapada para siempre?
Hay que enfrentarse a esa posibilidad. Era probable que la Hermandad tuviera solamente un futuro confinado a secretos escondites, siempre temiendo ser descubierta. El futuro de los perseguidos. Y aquí en Central puede que no se nos conceda más de un error.
—¡Ya he tenido bastante de esta inspección! —Odrade llamó a un transporte privado y regresó apresuradamente a su cuarto de trabajo.
¿Qué haremos si los cazadores caen sobre nosotras aquí?
Cada una de ellas tenía su propio escenario, una pequeña obrita llena de reacciones planeadas. Pero cada Reverenda Madre era lo suficientemente realista como para saber que su obrita podía ser más un impedimento que una ayuda.
En el cuarto de trabajo, la luz de la mañana revelaba con duras líneas todo lo que había a su alrededor. Odrade se dejó caer en su silla y aguardó a que Tamalane y Bellonda ocuparan también sus asientos.
No más de aquellas malditas sesiones de análisis. Necesitaba realmente acceso a algo mejor que los Archivos, mejor que cualquier otra cosa que hubieran utilizado antes. Inspiración. Odrade se frotó las piernas, sintiendo que sus músculos temblaban. Hacía días que no dormía bien. Aquella inspección la había dejado frustrada.
Un error puede acabar con nosotras, y estoy a punto de embarcarme en una decisión sin vuelta atrás.
¿Estoy siendo demasiado engañosa?
Sus consejeras argumentaban contra las soluciones engañosas. Decían que la Hermandad tenía que avanzar con paso firme y seguro, conociendo por anticipado el terreno que tenía delante. Todo lo que hacían debía hallarse equilibrado contra el desastre que las aguardaba al menor paso en falso.
Y yo estoy en la cuerda floja sobre el abismo.
¿Tenían espacio para experimentar, para probar posibles soluciones? Todas jugaban a aquel juego. Bell y Tam comprobaban un constante fluir de sugerencias, pero nada más efectivo que su atómica Dispersión.
—Tenemos que estar preparadas para matar a Idaho al menor signo de que es un Kwisatz Haderach —dijo Bellonda.
—¿No tenéis nada que hacer? ¡Salid de aquí, las dos!
Mientras se ponían en pie, el cuarto de trabajo en torno a Odrade adquirió un aspecto extraño. ¿Qué era lo que iba mal? Bellonda la miró con aquella horrible expresión de censura. Tamalane parecía más juiciosa de lo que probablemente podía serlo.
¿Qué ocurre con esta habitación?
Un cuarto de trabajo era algo reconocido por los humanos por su función desde la historia preespacial. ¿Qué era lo que parecía tan extraño? Una mesa de trabajo era una mesa de trabajo, y las sillas se hallaban en sus posiciones convenientes. Bell y Tam preferían sillas-perro. Sospechaba que todo aquello que parecía raro a las más antiguas de las Otras Memorias coloreaba su visión. Los cristales ridulianos resplandecían extrañamente, con la luz pulsando y parpadeando en ellos. Los mensajes danzando encima de la mesa podían ser sorprendentes. Los instrumentos de su trabajo aparecían como algo completamente extraño a cualquier humano antiguo que compartiera su consciencia.
Pero me siento extraña a mí misma.
—¿Te encuentras bien, Dar? —La voz de Tam sonó con preocupación.
Odrade agitó una mano para que se fueran, pero ninguna de las dos mujeres se movió.
Estaban ocurriendo cosas en su mente cuya culpa no podía imputarse a las largas horas y al insuficiente descanso. No era la primera vez que sentía que trabajaba en medio de un entorno extraño. La noche anterior, mientras comía algo en su mesa, cuya superficie estaba llena de órdenes de asignaciones como ahora, se había encontrado de pronto simplemente sentada contemplando un trabajo inacabado.
¿Qué Hermanas podían ser asignadas a qué puestos en aquella terrible Dispersión? ¿Cómo podían mejorar las posibilidades de supervivencia de las pocas truchas de arena que las Hermanas Dispersas se llevaban consigo? ¿Cuál era una provisión adecuada de melange? ¿Había que aguardar a la posibilidad de que Scytale fuera inducido a decirles cómo producían la especia los tanques axlotl?
Odrade recordaba que la sensación extraña le había ocurrido mientras masticaba un bocadillo. Lo había mirado, abriéndolo ligeramente. ¿Qué es eso que estoy comiendo? Higadillos de pollo y cebolla en un trozo del mejor pan de la Casa Capitular.
Analizando sus propias rutinas, eso formaba parte de esta extraña sensación.
—Pareces enferma —dijo Bellonda.
—Sólo cansancio —mintió Odrade. Sabían que estaba mintiendo, pero ¿quién se atrevería a contradecirla?—. Vosotras dos también tenéis que estar agotadas. —Con afecto en su tono.
Bell no se sintió satisfecha.
—¡Das un mal ejemplo!
—¿Quién? ¿Yo? —Bell no había perdido totalmente el sentido de la ironía.
—¡Sabes condenadamente bien que sí!
—Está hablando de tus despliegues de afecto —dijo Tamalane.
—Incluso hacia Bell.
—¡No quiero tu maldito afecto! Es perjudicial.
—Solamente si dejo que gobierne mis decisiones, Bell. Solamente entonces.
La voz de Bellonda descendió a un ronco susurro.
—Algunas piensan que eres una romántica peligrosa, Dar. Ya sabes lo que eso puede producir.
—Aliar a las Hermanas para otras cosas además de para nuestra supervivencia. ¿Es eso lo que quieres decir?
—¡A veces me produces dolor de cabeza, Dar!
—Es mi deber y mi derecho producirte dolores de cabeza. Cuando tu cabeza deja de dolerte, te vuelves descuidada. Los afectos te preocupan, pero los odios no.
—Conozco mis imperfecciones.
No podrías ser una Reverenda Madre y no conocerlas.
El cuarto de trabajo se había vuelto de nuevo un lugar familiar, pero ahora Odrade conocía una fuente de sus extrañas sensaciones. Estaba pensando en aquel lugar como en parte de la antigua historia, viéndolo como lo vería cuando llevara desaparecido mucho tiempo. Como sería a buen seguro si su plan tenía éxito. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Era el momento de revelar el primer paso.
Con cuidado.
Sí, Tar. Soy tan cautelosa como tú lo fuiste.
Tam y Bell podían ser viejas, pero sus mentes eran agudas cuando la necesidad lo requería.
—Bell, ¿sigues insistiendo en que no castiguemos a los cazadores, violencia por violencia?
—No podemos atrevemos a encender ese fuego. Todavía no.
—Pero tampoco podemos atrevemos a permanecer sentadas aquí estúpidamente aguardándoles a que nos encuentren. Lampadas y nuestros otros desastres nos cuentan lo que ocurrirá cuando lleguen. Cuando, no si.
Mientras hablaba, Odrade sintió el abismo entre ellas, el cazador de la pesadilla con el hacha más cerca que nunca. Deseaba sumergirse en la pesadilla, volver allí para identificar a quien la acosaba, pero no se atrevía. Ese había sido el error del Kwisatz Haderach.
Tú no ves ese futuro, tú lo creas.
Tamalane quería saber por qué Odrade había sacado a relucir este tema.
—¿Has cambiado de opinión, Dar?
—Nuestro ghola-Teg tiene diez años.
—Demasiado joven para que intentemos restaurar sus memorias originales —dijo Bellonda.
Odrade inspiró profundamente y bajó la vista hacia su mesa de trabajo. Finalmente había llegado. Aquella otra y lejana mañana, cuando había extraído al bebé ghola de su obsceno «tanque», había notado aquel momento aguardándola. Incluso entonces había sabido que iba a poner a prueba a aquel ghola antes de tiempo. Pese a los lazos de sangre.
Inclinándose debajo de su mesa, Odrade tocó un campo de llamada. Sus dos consejeras permanecieron aguardando de pie, en silencio. Sabían que iba a decir algo importante.
Una de las cosas de las que podía estar segura una Madre Superiora era de que sus Hermanas la escuchaban siempre con la mayor atención, con una intensidad que hubiera halagado a alguien más apegado al ego que una Reverenda Madre.
—Política —dijo Odrade.
¡Aquello hizo restallar su atención! Una palabra cargada. Cuando entrabas en la política de la Bene Gesserit, clasificando tus poderes en orden a su impulso ascensional hacia la eminencia, te convertías en un prisionero de la responsabilidad. Te lastrabas con deberes y decisiones que te ataban a las vidas de aquellos que dependían de ti. Esto era lo que ataba realmente a la Hermandad a su Madre Superiora. Esa palabra decía a las consejeras y a los perros guardianes que la Primera-Entre-Las-Iguales había llegado a una decisión.
Todas ellas oyeron el suave sonido de pasos de alguien llegando ante la puerta del cuarto de trabajo. Odrade tocó la placa blanca en el extremo derecho de su mesa. La puerta tras ella se abrió, y Streggi apareció al otro lado, aguardando las órdenes de la Madre Superiora.
—Tráelo —dijo Odrade.
—Sí, Madre Superiora. Casi desapasionadamente. Una acólita muy prometedora, aquella Streggi.
Desapareció de la vista, y regresó conduciendo a Miles Teg de la mano. El pelo del muchacho era muy rubio, pero estriado con mechones más oscuros que indicaban que el color se haría más fuerte cuando madurara. Su rostro era afilado, con la nariz apenas empezando a mostrar aquella angulosidad de halcón tan característica de los machos Atreides. Sus azules ojos se movieron alertas, escrutando habitación y ocupantes con una expectante curiosidad.
—Espera afuera, Streggi, por favor.
Odrade aguardó a que se cerrara la puerta.
El niño se quedó observando a Odrade sin el menor signo de impaciencia.
—Miles Teg, ghola —dijo Odrade—. Recuerdas a Tamalane y a Bellonda, por supuesto.
Teg favoreció a ambas mujeres con una breve mirada, pero siguió en silencio, indiferente a todas luces ante la intensidad de su inspección.
Tamalane frunció el ceño. Se había mostrado en desacuerdo desde un principio a llamar a aquel niño ghola. Los gholas crecían a partir de las células de un cadáver. Este era un clon, del mismo modo que Scytale era un clon.
—Voy a enviarlo a la no-nave con Duncan y Murbella —dijo Odrade—. ¿Quién mejor que Duncan para restaurar las memorias originales de Miles?
—Justicia poética —admitió Bellonda. No formuló en voz alta sus objeciones, aunque Odrade sabía que aparecerían apenas el muchacho se hubiera ido. ¡Demasiado joven!
—¿Qué significa justicia poética? —preguntó Teg. Su voz tenía una cualidad aguda.
—Cuando el Bashar estaba en Gammu, él restauró las memorias originales de Duncan.
—Es algo realmente doloroso.
—Duncan lo consideró así.
Algunas decisiones tienen que ser despiadadas.
Odrade consideró aquello una gran barrera a aceptar el hecho de que podías tomar tus propias decisiones. Algo que no había necesitado explicar a Murbella.
¿Cómo ablandar el golpe?
Había veces en que no podías ablandarlo; de hecho, en las que era más compasivo arrancar los vendajes para acelerar la agonía.
—¿Puede este… este Duncan Idaho, devolverme realmente mis memorias de… de antes?
—Puede y lo hará.
—¿No estamos precipitándonos demasiado? —preguntó Tamalane.
—He estado estudiando informes del Bashar —dijo Teg—. Fue un famoso militar y un Mentat.
—Y tú estás orgulloso de ello, supongo. —Bell estaba trasladando sus objeciones al muchacho.
—No especialmente. —Le devolvió la mirada, sin vacilar en lo más mínimo—. Pienso en él como en otra persona. Interesante, sin embargo.
—Como otra persona —murmuró Bellonda. Miró a Odrade con mal disimulada desaprobación—. ¡Le estás dando la enseñanza más profunda!
—Como hizo su auténtica madre.
—¿La recordaré? —preguntó Teg.
Odrade le dirigió una sonrisa conspiradora, la misma que habían compartido a menudo en sus paseos por los huertos.
—La recordarás.
—¿Todo?
—Lo recordarás todo de tu vida… tu esposa, tus hijos, las batallas. Todo.
—¡Hazlo salir! —dijo Bellonda.
El niño sonrió y miró a Odrade, aguardando su orden.
—Muy bien, Miles —dijo Odrade—. Dile a Streggi que te lleve a tus nuevos aposentos en la no-nave. Más tarde vendré y te presentaré a Duncan.
—¿Puedo ir sobre los hombros de Streggi?
—Pídeselo a ella.
Impulsivamente, Teg se lanzó hacia Odrade, se alzó sobre la punta de sus pies, y besó su mejilla.
—Espero que mi auténtica madre fuera como vos. Odrade palmeó su hombro.
—Fue muy parecida a mí. Ahora vete. Cuando la puerta se cerró tras él, Tamalane dijo:
—¡No le has dicho que eres una de sus hijas!
—Todavía no.
—¿Se lo dirá Idaho?
—Si es conveniente.
Bellonda no estaba interesada en detalles insignificantes.
—¿Qué es lo que estás planeando, Dar?
Tamalane respondió por ella:
—Una fuerza de castigo mandada por nuestro Bashar Mentat. Esto es obvio.
¡Tragó el anzuelo!
—¿Eso es todo? —quiso saber Bellonda.
Odrade les dedicó una dura sonrisa.
—Teg fue el mejor que tuvimos nunca. Si alguien puede castigar a nuestros enemigos…
Tamalane.
—No me gusta la influencia que puede tener Murbella sobre él —dijo Bellonda.
—¿Cooperará Idaho? —preguntó Tamalane.
—Hará lo que le pida un Atreides.
Odrade dijo aquello con mayor confianza de la que sentía, pero las palabras abrieron su mente a otra fuente de sensaciones extrañas.
¡Estoy viéndonos tal como nos ve Murbella! ¡Al menos puedo pensar como una Honorada Matre!