Todos los gobiernos sufren de un problema recurrente: el poder atrae a las personalidades patológicas. El poder no es entonces corruptible. Esa gente tiene tendencia a emborracharse de violencia, a condición que se convierta rápidamente en adicta a él.
Missionaria Protectiva, Texto QIV (decto).
Rebecca se arrodilló en el suelo de losas amarillas tal como se le había ordenado que hiciera, sin atreverse a alzar la vista hacia la Gran Honorada Matre sentada tan remotamente alta, tan peligrosa. Dos horas había aguardado Rebecca allí, casi en el centro de una enorme estancia, mientras la Gran Honorada Matre y sus compañeras comían, servidas por obsequiosos asistentes. Rebecca observó con cuidado los modales de los asistentes y los emuló.
Los globos oculares aún le dolían de los trasplantes que le había efectuado el Rabino hacía menos de un mes. Esos ojos mostraban ahora un iris azul y una esclerótica blanca, sin el menor rastro de la Agonía de la Especia en su pasado. Era una defensa temporal. En menos de un año, los nuevos ojos volverían a traicionarla con un azul total.
Calculaba que el dolor en sus ojos iba a ser el último de sus problemas. Un implante orgánico alimentaba su cuerpo con cantidades dosificadas de melange, ocultando su dependencia. La reserva estaba prevista para que le durara unos seis días. Si aquellas Honoradas Matres la retenían más tiempo que eso, su ausencia la sumergiría en una agonía que haría que la original pareciera suave en comparación. Lo más inmediatamente peligroso era el shere, que era dosificado en su cuerpo junto con la especia. Si esas mujeres lo detectaban, seguramente entrarían en sospechas.
Lo estás haciendo bien. Ten paciencia. Era una de las Otras Memorias de la horda de Lampadas. La voz resonó con suavidad en su cabeza. Sonaba como si fuera Lucilla, pero Rebecca no podía estar segura.
Se había convertido en una voz familiar en los meses desde la Participación, cuando se había anunciado a sí misma como «Portavoz de tu Mohalata». Esas rameras no pueden alcanzar nuestros conocimientos. Recuerda eso y deja que te dé valor.
La presencia de las Otras Dentro de Ella que no restaban nada de su atención hacia lo que ocurría a su alrededor era algo que la llenaba de maravilla. Lo llamamos Simulflujo, había dicho la Portavoz. El Simulflujo multiplica tu consciencia. Cuando había intentado explicarle aquello al Rabino, éste había reaccionado furioso.
—¡Has sido impregnada con pensamientos impuros!
Habían permanecido hasta muy entrada la noche en el estudio del Rabino. «Robándole tiempo a los días que tenemos concedidos», lo había llamado él. El estudio era una habitación subterránea, con las paredes cubiertas con viejos libros, cristales ridulianos, rollos de papel. La habitación estaba protegida de las sondas por los mejores artilugios ixianos, que habían sido modificados por su propia gente para mejorarlos.
En tales ocasiones se le permitía sentarse al lado de su escritorio mientras él se reclinaba en una vieja silla. Un globo flotando bajo a su lado arrojaba una antigua luz amarilla sobre su barbudo rostro, lanzando destellos en las gafas que llevaba casi como un distintivo de su oficio.
Rebecca fingió confusión.
—Pero vos dijisteis que se nos había pedido que salváramos este tesoro de Lampadas. ¿No ha sido la Bene Gesserit honesta con nosotros?
Vio la preocupación en los ojos del Rabino.
—Oíste a Levi hablar ayer de las cuestiones que fueron planteadas aquí. ¿Por qué acudió a nosotros la bruja Bene Gesserit? Eso es lo que preguntaron.
—Nuestra historia es consistente y creíble —protestó Rebecca—. Las Hermanas nos enseñaron caminos que ni siquiera una Decidora de Verdad puede penetrar.
—No sé… no sé. —El Rabino agitó pesarosamente la cabeza—. ¿Qué es una mentira? ¿Qué es verdad? ¿No nos condenamos a nosotros mismos a través de nuestras bocas?
—¡Es contra el pogrom contra lo que resistimos, Rabino! —Aquello normalmente reforzaba su resolución.
—¡Cosacos! Sí, tienes razón, hija. Ha habido cosacos en todas las épocas, y nosotros no somos los únicos que hemos sentido sus látigos y sus espadas cuando penetraban en los poblados con el asesinato en el corazón.
Era extraño, pensó Rebecca, cómo el Rabino conseguía dar la impresión de que aquellos acontecimientos habían ocurrido recientemente y que sus ojos los habían visto. Nunca perdonar, nunca olvidar. Lidiche fue ayer. Qué poderoso era en la memoria del Israel Secreto. ¡Pogrom! Casi tan poderoso en su continuidad como esas presencias Bene Gesserit que ella llevaba ahora consigo en su consciencia. Casi. A eso era a lo que se resistía el Rabino, se dijo.
—Temo que seas apartada de nosotros —dijo el Rabino—. ¿Qué te he hecho? ¿Qué he hecho? Y todo en nombre del honor.
Miró a los instrumentos en la pared de su estudio que informaban de las acumulaciones nocturnas de energía procedentes de los molinos de viento de eje vertical situados en torno a la granja. Los instrumentos decían que las máquinas no dejaban de zumbar ahí arriba, almacenando energía para el mañana. Ese era un regalo de la Bene Gesserit: la libertad de Ix. La independencia. Una palabra muy peculiar.
Sin mirar a Rebecca, dijo:
—Encuentro eso de las Otras Memorias muy difícil, y siempre ha sido así. La memoria debería traer la sabiduría, pero no lo hace. Es la forma cómo ordenamos la memoria y dónde aplicamos nuestro conocimiento.
Se volvió y la miró, escrutando su rostro sumido en las sombras.
—¿Qué es lo que dice esa que hay dentro de ti? ¿Esa que crees que es Lucilla?
Rebecca pudo ver que al Rabino le complacía pronunciar el nombre de Lucilla. Si Lucilla podía hablar a través de una hija del Israel Secreto, entonces aún vivía y no había sido traicionada.
Rebecca bajó los ojos mientras hablaba.
—Dice que tenemos esas imágenes, sonidos y sensaciones internos que acuden a nuestra demanda o aparecen por sí mismos en momentos de necesidad.
—¡Necesidad, sí! ¿Y qué es eso excepto informes de los sentidos de carnes que pueden haber sido lo que tú no serías nunca y pueden haber hecho cosas ofensivas a Dios?
Otros cuerpos, otras memorias, pensó Rebecca. Una vez experimentado aquello, sabía que nunca lo abandonaría voluntariamente. Quizá me he convertido realmente en una Bene Gesserit. Eso es lo que teme, por supuesto.
—Te diré una cosa —dijo el Rabino—. Esta «intersección crucial de consciencias vivientes», como la llaman, no es nada a menos que tú conozcas cómo tus propias decisiones salen de ti como hilos para unirse a las vidas de los demás.
—Para ver nuestras propias acciones en las reacciones de los otros, sí, así es como lo ven las Hermanas.
—Eso es sabiduría. ¿Qué es lo que dice la dama que buscan?
—Influencia en la maduración de la humanidad.
—Hummm. Y considera que los acontecimientos no están más allá de su influencia, simplemente más allá de sus sentidos. Eso es casi sabio. Pero la madurez… ahhh, Rebecca. ¿Debemos interferir con un plan superior? ¿Tienen derecho los seres humanos a establecer límites a la naturaleza de Yaweh? Creo que Leto II comprendió eso. Esta dama que hay en ti reniega de ello.
—Ella dice que fue un maldito tirano.
—Lo fue, pero han habido tiranos sabios antes de él, e indudablemente habrá más después de nosotros.
—Lo llaman Shaitan.
—Tenía los poderes de Satán. Comparto su temor hacia eso. No era tan presciente como vinculante. Fijaba la forma de lo que veía.
—Eso es lo que dice la dama. Pero dice que es el grial de su Hermandad lo que él preservaba.
—Vuelven a ser de nuevo casi sabias.
Un gran suspiro agitó el pecho del Rabino, y miró una vez más a los instrumentos en su pared. Energía para el mañana.
Volvió su atención a Rebecca. Estaba cambiada. No podía evitar el darse cuenta de ello. Se había vuelto muy parecida a las Bene Gesserit. Era comprensible. Su mente estaba llena con toda aquella gente de Lampadas. Pero no eran tampoco el cerdo sacrificial que es llevado hasta el mar con toda su brujería con él. Y yo no soy otro Jesús.
—Eso que te dijeron acerca de la Madre Superiora Odrade… que a menudo maldice a sus propias Archiveras y a los Archivos con ellas. ¡Qué cosa! ¿Acaso los Archivos no son como los libros en los cuales preservamos nuestra sabiduría?
—¿Entonces yo soy una Archivera, Rabino?
Su pregunta lo confundió, pero al mismo tiempo iluminó el problema. Sonrió.
—Te diré algo, hija. Admito una cierta simpatía hacia esta Odrade. Siempre hay algo refunfuñante en los Archiveros.
—¿Es eso sabiduría, Rabino? —¡Con qué timidez lo preguntó!
—Créeme, hija, lo es. Los Archiveros suprimen muy cuidadosamente hasta el más pequeño asomo de juicio. Una palabra detrás de otra. ¡Una tal arrogancia!
—¿Cómo juzgan con las palabras que usan, Rabino?
—Ahhh, un poco de sabiduría llega a ti, hija. Pero esas Bene Gesserit no han conseguido la sabiduría, y es su grial lo que se lo impide.
Pudo verlo en su rostro. Intenta armarme con dudas contra esas vidas que llevo en mi interior.
—Déjame decirte algo acerca de la Bene Gesserit —murmuró él. Pero entonces no le vino nada a la mente. Ninguna palabra, ningún consejo sabio. Esto no le había ocurrido desde hacía años. Había tan sólo un camino abierto ante él: hablar con el corazón.
—Quizá han permanecido demasiado tiempo en el camino de Damasco sin un rayo cegador de iluminación, Rebecca. Las he oído decir que actúan en beneficio de la Hermandad. De alguna forma, no puedo ver eso en ellas, ni creo que el Tirano lo viera.
Cuando Rebecca iba a responder, la detuvo alzando una mano.
—¿Una humanidad madura? ¿Ese es su grial? ¿No es el fruto maduro que es arrancado y comido?
En el suelo del Gran Salón en Conexión, Rebecca recordó aquellas palabras, viendo su personificación no en las vidas que preservaba sino en las acciones de sus captoras.
La Gran Honorada Matre había terminado de comer. Se secó las manos en la túnica de una asistenta.
—Haced que se acerque —dijo la Gran Honorada Matre con un gesto.
El dolor traspasó el hombro izquierdo de Rebecca, y cayó de rodillas hacia adelante. La llamada Logno había acudido por detrás de ella tan furtivamente como un cazador y había clavado una pica eléctrica en la carne de la cautiva.
Las risas resonaron en toda la estancia.
Rebecca se puso tambaleante en pie y avanzó por delante de la pica hasta el pie de la escalinata que conducía hasta la Gran Honorada Matre, donde la pica la detuvo.
—¡De rodillas! —Logno remarcó la orden con otro aguijonazo.
Rebecca se dejó caer de rodillas y miró al frente, a lo alto de la escalinata. Las baldosas amarillas mostraban pequeñas ralladuras. De alguna forma, aquellas imperfecciones la alegraron.
—Déjala, Logno —dijo la Gran Honorada Matre—. Quiero respuestas, no gritos. —Luego, a Rebecca—. ¡Mírame, mujer!
Rebecca alzó los ojos y miró fijamente a aquel rostro mortal. Qué rostro más poco notable para albergar una tal amenaza. Con unos rasgos tan… tan poco pronunciados. Casi liso. Y una figura tan pequeña. Aquello amplificó el peligro que sentía Rebecca. Qué poderes debía poseer aquella pequeña mujer para gobernar a una gente tan terrible.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó la Gran Honorada Matre.
Con sus tonos más obsequiosos, Rebecca dijo:
—Me han dicho, oh, Gran Honorada Matre, que deseabais que volviera a contaros la ciencia de los Decidores de Verdad y otros asuntos de Gammu.
—¡Estuviste casada con un Decidor de Verdad! —Era una acusación.
—Está muerto, Gran Honorada Matre.
—¡No, Logno! —Las palabras iban dirigidas a la ayudante, que se había inclinado hacia adelante con la pica—. Esta escoria no conoce nuestras formas de actuar. Apártate a un lado, Logno, donde no me irrite tu impetuosidad. —Luego, a Rebecca, la Gran Honorada Matre gritó—: ¡Me hablarás solamente en respuesta a mis preguntas o cuando yo lo ordene, escoria!
Rebecca se contrajo ligeramente.
La Portavoz susurró en la cabeza de Rebecca: Eso fue casi la Voz. Ve con cuidado.
¡La Voz! Aquella habilidad de controlar a los demás simplemente a través de las entonaciones vocales adecuadas a la debilidad observada en el oponente era un recurso de las Bene Gesserit que había llenado de desánimo a Rebecca. Rebajaba a la persona a la que manipulabas.
—¿Has conocido alguna vez a ésas que se llaman a sí mismas Bene Gesserit? —preguntó la Gran Honorada Matre.
¡Vaya pregunta!
—Todo el mundo se ha encontrado alguna vez con las brujas, Gran Honorada Matre.
—¿Qué sabes de ellas?
Así que es por eso por lo que me han traído aquí.
—Sólo lo que he oído, Gran Honorada Matre.
—¿Son valientes?
—Se dice que siempre intentan evitar los riesgos, Gran Honorada Matre.
Eres tan valiosa como una de nosotras, Rebecca. Ese es el esquema de esas rameras. Las bolas ruedan hacia sus canales apropiados. Creen que no te gustamos.
—¿Son ricas esas Bene Gesserit? —preguntó la Gran Honorada Matre.
El Rabino le había advertido que le formularían aquella pregunta.
—Todo aquello que mide el poder… lo desean. Por eso tienen sus ojos puestos en nosotros.
Ya no se trataba de una simple bolsa. Podía definirse, dijo, como una especie de red subterránea. Pero sus nudos estaban ligados de una forma extremadamente suelta, basada en antiguos compromisos y acuerdos temporales.
—Algo parecido a un viejo traje con los bordes deshilachados y remiendos en los agujeros.
Lampadas estuvo de acuerdo. Ya no era la tensamente sujeta red comercial del Antiguo Imperio. La gente llevaba encima el viejo traje, tratándolo con el desprecio de la familiaridad, anhelando siempre algo nuevo. Pero no el nuevo que traían esas Honoradas Matres. No ése.
—Creo que las brujas son pobres al lado de vos, Honorada Matre —aseguró Rebecca.
—¿Por qué dices eso? ¡No hables solamente para complacerme!
—Pero Honorada Matre, ¿podrían enviar las brujas una gran nave de Gammu hasta aquí tan sólo para traerme? ¿Y dónde están las brujas ahora? Se ocultan de vos.
—Sí, ¿dónde están? —preguntó la Honorada Matre.
Rebecca se alzó de hombros.
—¿Estabas en Gammu cuando el que ellas llamaban Bashar huyó de nosotras? —preguntó la Honorada Matre.
Sabe que estabas.
—Estaba, Gran Honorada Matre, y oí las historias. No las creo.
—¡Creerás lo que nosotras te digamos que creas, escoria! ¿Qué historias oíste?
—Que se movía con una velocidad que el ojo ni siquiera podía captar. Que mató a muchas… a mucha gente con tan sólo sus manos. Que robó una no-nave y huyó a la Dispersión.
—Puedes creer que huyó, escoria. —¡Mira cómo tiene miedo! No puede ocultar los temblores.
—Háblame de los Decidores de Verdad —ordenó la Gran Honorada Matre.
—Gran Honorada Matre, no comprendo a los Decidores de Verdad. Solamente conozco las palabras de mi Sholem, de mi esposo. Puedo repetirlas si lo deseáis.
La Gran Honorada Matre meditó aquello, mirando a uno y otro lado a sus ayudantes y consejeros, que estaban empezando a mostrar signos de aburrimiento. ¿Por qué simplemente no mata a esa escoria?
Rebecca, viendo la violencia en los ojos que la miraban naranjas, se acurrucó dentro de sí misma. Pensó en su esposo por su nombre cariñoso, Shoel, y sus palabras la confortaron. Había mostrado el «talento adecuado» cuando era aún un niño. Algunos lo llamaban instinto, pero Shoel nunca había utilizado aquella palabra.
—Confía en lo que sienten tus entrañas. Eso es lo que decían siempre mis maestros.
Era una expresión tan realista que decía que normalmente servía para echar a aquellos que acudían en busca del «misterio esotérico».
—No hay ningún secreto —había dicho Shoel—. Sólo entrenamiento y trabajar duro, como en todo lo demás. Ejercitas lo que llaman pequeña percepción, la habilidad de detectar variaciones muy pequeñas en las reacciones humanas.
Rebecca podía ver esas pequeñas reacciones en aquellas que la miraban. Me quieren muerta. ¿Por qué?
La Portavoz tenía su opinión. A la más grande le gusta mostrar su poder sobre las demás. No hará lo que las otras desean sino lo que cree que no desean.
—Gran Honorada Matre —aventuró Rebecca—, sois tan ricas y poderosas. A buen seguro tendréis algún humilde empleo donde yo pueda permanecer a vuestro servicio.
—¿Deseas entrar a mi servicio? —¡Qué sonrisa de fiera!
—Me haría muy feliz, Gran Honorada Matre.
—No estoy aquí para hacerte feliz.
Logno avanzó un paso.
—Entonces hacednos feliz a nosotras, Dama. Dejad que nos divirtamos un poco con…
—¡Silencio! —Ahhh, eso fue un error, llamarla por su nombre íntimo aquí ante las demás.
Logno retrocedió y casi dejó caer la pica.
La gran Honorada Matre clavó fijamente sus ojos en Rebecca, con una mirada naranja.
—Volverás a tu miserable existencia en Gammu, escoria. No te mataré. Eso sería un acto de piedad. Ahora que has visto lo que podemos ofrecerte, vive tu vida sin ello.
—¡Gran Honorada Matre! —protestó Logno—. Tenemos sospechas acerca de…
—Yo tengo sospechas acerca de ti, Logno. ¡Devuélvela, y viva! ¿Me has oído? ¿Piensas que somos incapaces de encontrarla si alguna vez tenemos necesidad de ella?
—No, Gran Honorada Matre.
—Estaremos vigilándote, escoria —dijo la Gran Honorada Matre.
¡Un cebo! Piensa en ti como en alguien que le permitirá capturar una presa más grande. Qué interesante. Tiene cabeza, y la utiliza pese a su naturaleza violenta. De modo que así es cómo alcanzó el poder.
Durante todo el camino de regreso a Gammu, confinada en un hediondo compartimiento en una nave que en su tiempo había servido a la Cofradía, Rebecca consideró su situación. Seguro que no había engañado a las rameras. Aunque… quizá sí. Sumisión, temor. Se recrean en tales cosas.
Sabía que aquello procedía tanto de la cualidad de Decidor de Verdad de Shoel como de las consejeras de Lampadas.
—Acumulas un montón de observaciones pequeñas, captadas pero nunca traídas a la consciencia —había dicho Shoel—. Al acumularse te dicen cosas, pero no en un lenguaje como los que habla la gente. No. No es necesario el lenguaje.
Había pensado que aquella era una de las cosas más extrañas que jamás hubiera oído. Pero eso era antes de su propia Agonía. En la cama por la noche, confortados por la oscuridad y el contacto de la carne amada, habían actuado en silencio, pero habían compartido palabras también.
—El lenguaje es para nosotros una obstrucción —había dicho Shoel—. Todo lo que haces es aprender a leer tus propias reacciones. A veces, puedes encontrar palabras para describirlo… a veces… no.
—¿Ninguna palabra? ¿Ni siquiera para las preguntas?
—Quieres palabras, ¿no? ¿Cuáles? Confianza. Creencia. Verdad. Honestidad.
—Esas son palabras buenas, Shoel.
—Pero les falta la marca. No se puede depender de ellas.
—Entonces, ¿de qué dependes tú?
—De mis propias reacciones internas. Me leo a mí mismo, no a la persona que hay frente a mí. Siempre reconozco una mentira porque siempre deseo volverle la espalda al mentiroso.
—¡De modo que así es como lo haces! —Puñeando su desnudo brazo.
—Otros lo hacen de distinta manera. Oí a una persona decir que reconocía siempre una mentira porque sentía deseos de tomar al mentiroso del brazo y caminar un trecho con él, consolándole. Puede que pienses que es una tontería, pero funciona.
—Creo que es muy sabio, Shoel. —El amor hablaba por su boca. No sabía realmente lo que él quería decir.
—Mi precioso amor —dijo él, cobijando la cabeza de ella en su brazo—. Los Decidores de Verdad poseen un Sentido de la Verdad que, una vez despertado, funciona constantemente. Por favor, no me digas que soy sabio cuando es el amor el que habla por ti.
—Lo siento, Shoel. —Le gustaba el olor de su brazo, y enterró su cabeza en el hueco interno de su codo, haciéndole cosquillas—. Pero quiero saber todo lo que tú sabes.
Él atrajo su cabeza hacia una posición más cómoda.
—¿Sabes lo que decía mi instructor de Tercer Grado? Decía: ¡No sepas nada! Aprende a ser totalmente ingenuo.
Ella se mostró desconcertada.
—¿Nada en absoluto?
—Acércate a todo como si fueras una pizarra vacía, sin nada sobre ti o dentro de ti. Cualquier cosa que venga se escribirá en ella por sí misma.
Rebecca empezó a comprender.
—Nada que interfiera.
—Correcto. Tú eres el ignorante salvaje original, absolutamente no sofisticado hasta el punto de haber regresado a la sofisticación definitiva. Lo descubrirás sin haberlo buscado, podrías decir.
—Bien, eso es sabio, Shoel. Apostaría a que eras el mejor estudiante que hubieran tenido nunca, el más rápido y…
—Pensé que era una interminable estupidez.
—¡No es cierto!
—Hasta que un día leí una pequeña contracción en mí. No era el movimiento de un músculo o alguna otra cosa que cualquiera pudiese detectar. Simplemente una… una contracción.
—¿Dónde?
—En ningún lugar que pueda describir. Pero mi instructor de Cuarto Grado me había preparado para ello. «Sujétalo con manos suaves. Delicadamente». Uno de los estudiantes pensó que se refería a tus auténticas manos. Oh, cómo nos reímos.
—Eso fue cruel. —Acarició su mejilla, y notó las nacientes cerdas de su oscura barba—. Era tarde, pero no sentía sueño.
—Supongo que fue cruel. Pero cuando vino la contracción, la reconocí. Nunca antes había sentido nada así. Me sorprendió también, porque al reconocerla entonces, supe que había estado allí todo el tiempo. Era algo familiar. Era la contracción de mi Sentido de la Verdad.
Ella tuvo la sensación de que podía notar el Sentido de la Verdad agitándose también dentro de ella. La sensación de maravilla en su voz despertó algo.
—Entonces fue mío —dijo él—. Me pertenecía, y yo le pertenecía a él. Sabía que nunca más volveríamos a separarnos.
—Debió ser algo maravilloso. —Había asombro y envidia en su voz.
—¡No! Había algo en él que odié. Ver a alguna gente de esa forma es como verla eviscerada, con sus entrañas colgando.
—¡Eso es horrible!
—Sí, pero hay compensaciones, amor. Encuentras a gente que es como maravillosas flores tendidas hacia ti por un niño inocente. Inocencia. Mi propia inocencia responde y mi Sentido de la Verdad se ve fortalecido. Eso es lo que tú has hecho por mí, amor.
La no-nave de las Honoradas Matres llegó a Gammu, y la hicieron bajar al Campo de Aterrizaje en la lanzadera de los desechos. Fue eliminada junto con la basura y los excrementos de la nave, pero no le importó. ¡Estoy en casa! Estoy en casa, y Lampadas sobrevive.
El Rabino, sin embargo, no compartió su entusiasmo.
Se sentaron una vez más en su estudio, pero ahora ella se sentía más familiarizada con sus Otras Memorias, mucho más confiada. Él podía darse cuenta de ello.
—¡Eres más parecida a ellas que nunca! Esto es impuro.
—Rabino, todos nosotros tenemos antepasados impuros. Me siento afortunada conociendo a algunos de los míos.
—¿Qué significa esto? ¿Qué estás diciendo?
—Todos nosotros somos descendientes de gente que hizo cosas horribles, Rabino. No nos gusta pensar en los bárbaros que forman parte de nuestros antepasados, pero están ahí.
—¡Tonterías!
—Las Reverendas Madres pueden rastrearlos a todos, Rabino. Recuerda, son los vencedores los que engendran. ¿Comprendes?
—Nunca te había oído hablar de una forma tan franca. ¿Qué ha ocurrido contigo, hija?
—Sobreviví, sabiendo que a veces la victoria se consigue a un precio moral.
—¿Qué significa eso? Son palabras impuras.
—¿Impuras? Barbarismo no es ni siquiera la palabra adecuada para algunas de las cosas impuras que hicieron nuestros antepasados. Los antepasados de todos nosotros, Rabino.
Vio que lo que acababa de decir le había dolido, y notó la crueldad de sus propias palabras, pero no podía detenerlas. ¿Cómo podía él escapar a la verdad de lo que ella estaba diciendo? Era un hombre honorable.
Habló con una mayor suavidad, pero sus palabras se clavaron aún más profundamente en él.
—Rabino, si compartieras el testimonio de algunas de las cosas que las Otras Memorias me han forzado a conocer, verías que hay nuevas palabras para lo impuro. Algunas de las cosas que han hecho nuestros antepasados superan las peores etiquetas que puedas imaginar.
—Rebecca… Rebecca… Conozco necesidades de…
—¡No busques excusas acerca de «necesidades de los tiempos»! Tú, un Rabino, deberías saberlo mejor que nadie. ¿Cuándo no disponemos de un sentido moral? Sólo que a veces no escuchamos.
Él se cubrió el rostro con las manos, oscilando hacia adelante y hacia atrás en la vieja silla, que crujía quejumbrosamente.
—Rabino, siempre te he amado y respetado. Pasé por la Agonía por ti. Compartí Lampadas por ti. No niegues lo que he aprendido de todo ello.
Él bajó sus manos.
—No lo niego, hija. Pero permíteme mi dolor.
—Aparte todas esas realizaciones, Rabino, lo primero a lo que debemos enfrentarnos más inmediatamente y sin dudar es que no existen los inocentes.
—¡Rebecca!
—Culpabilidad quizá no sea la palabra adecuada, Rabino, pero nuestros antepasados hicieron cosas por las cuales hay que pagar.
—Eso lo comprendo, Rebecca. Hay un equilibrio que…
—No me digas que comprendes cuando sé que no es así. —Se puso en pie y lo miró fijamente—. No es un balance el libro que tienes que corregir. ¿Hasta cuán atrás en el tiempo quieres ir?
—Rebecca, soy tu Rabino. No debes hablar de esta forma, especialmente conmigo.
—Cuanto más atrás vayas, Rabino, peores son las atrocidades y más alto el precio. Tú no puedes ir tan lejos, pero yo me veo obligada a ello.
Volviéndose, se marchó, ignorando la súplica en su voz, la forma dolorosa en que pronunciaba su nombre. Mientras cerraba la puerta, lo oyó decir:
—¿Qué es lo que hemos hecho? Israel, ayúdala.