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No puedes conocer la historia a menos que conozcas como se movieron sus líderes en sus corrientes. Cada líder requiere intrusos para perpetuar su liderazgo. Examinad mi carrera: yo fui un líder y un intruso. No supongáis que simplemente creé una iglesia-Estado. Esa fue mi función como líder, y copié modelos históricos. Las artes bárbaras de mi tiempo me revelan como un intruso. La poesía favorita: la épica. El ideal dramático popular: el heroísmo. Las danzas: violentamente abandonadas. Estimulantes para hacer que el pueblo sintiera que yo tomaba de ellos. ¿Qué es lo que tomé? El derecho a elegir un papel en la historia.

Leto II (El Tirano), traducción de VETHER BEBE

¡Voy a morir!, pensó Lucilla.

¡Por favor, queridas hermanas, no dejéis que eso ocurra antes de que transmita la preciosa carga que llevo en mi mente!

¡Hermanas!

La idea de familia era raramente expresada entre las Bene Gesserit, pero allí estaba. En un sentido genético, existían relaciones familiares. Y debido a las Otras Memorias, sabían a menudo dónde. No necesitaban términos especiales tales como «prima segunda» o «tía abuela». Veían los lazos familiares del mismo modo que una tejedora ve su tela. Sabían cómo la trama y la urdimbre creaban el tejido. He aquí una palabra mejor que Familia: era el tejido de la Bene Gesserit lo que formaba la Hermandad, pero era el antiguo instinto familiar el que proporcionaba la urdimbre.

Lucilla pensaba ahora en sus hermanas únicamente como una Familia. La Familia necesitaba lo que ella transportaba.

¡Fui una estúpida buscando refugio en Gammu!

Pero su dañada no-nave no hubiera podido ir mucho más lejos. ¡Qué diabólicamente extravagantes habían sido las Honoradas Matres! El odio que implicaba aquello la aterraba.

Sembrando todas las rutas de escape en torno a Lampadas con trampas mortales, diseminando pequeños no-globos por todo el perímetro del Pliegue espacial, cada uno de ellos conteniendo un proyector de campo y un arma láser para activar el contacto. Cuando el láser golpeaba el generador Holzmann en el no-globo, una reacción en cadena liberaba la energía nuclear. Entrabas en el campo de la trampa, y una devastadora explosión te englobaba silenciosamente. ¡Costoso pero efectivo! Un número suficiente de tales explosiones, e incluso una gigantesca nave de la Cofradía se convertiría en un retorcido pecio en el vacío. El sistema de análisis defensivo de su nave había captado la naturaleza de la trampa tan solo cuando ya era demasiado tarde, pero pese a todo había sido afortunada, supuso.

No se sintió tan afortunada mientras miraba afuera por la ventana del segundo piso de aquella aislada granja en Gammu. La ventana estaba abierta, y la brisa de la tarde le traía el inevitable olor a petróleo, algo sucio en el humo de un fuego allí afuera. Los Harkonnen habían dejado tan profundamente su marca de petróleo en aquel planeta que jamás podría ser extirpada.

Su contacto allí era un doctor Suk jubilado, pero ella sabía mucho más de él, algo tan secreto que tan sólo un número limitado de personas en la Bene Gesserit lo compartían. Aquel conocimiento tenía una clasificación especial:

Los secretos de los cuales no debemos hablar, ni siquiera entre nosotras mismas, puesto que podrían dañarnos. Los secretos que no transmitimos de Hermana a Hermana en la participación de nuestras vidas porque no constituyen un sendero abierto. Los secretos que no nos atrevemos a saber hasta que surge la necesidad. Lucilla lo había conocido a raíz de unas veladas observaciones de Odrade.

—¿Sabes una cosa interesante en Gammu? Hummm, existe allí toda una sociedad basada en el hecho de que todos sus miembros comen alimentos consagrados. Una costumbre traída por inmigrantes que nunca fueron asimilados. Se mantienen encerrados en sí mismos, no aceptan matrimonios con gente de fuera de su círculo, cosas así. Por supuesto, despiertan la habitual basura mítica: comentarios, rumores. Sirven para aislarlos aún más. Lo cual es precisamente lo que quieren.

Lucilla sabía de una antigua sociedad que encajaba perfectamente en esta descripción. Se sintió curiosa. La sociedad que tenía en mente había muerto supuestamente poco después de la Segunda Migración Interespacial. Una discreta búsqueda en los Archivos despertó aún más su curiosidad. Estilos de vida, descripciones deformadas por los rumores de rituales religiosos —especialmente los candelabros—, y el mantenimiento de días especiales sagrados con prohibición de realizar en ellos ningún trabajo. ¡Y estaban no sólo en Gammu! Las casuales observaciones de Odrade se tiñeron con el color de algo profundamente secreto.

Una mañana, aprovechándose de una tranquilidad poco común, Lucilla entró en el cuarto de trabajo de Odrade para probar su «conjetura proyectiva», algo en lo que no se podía confiar tanto como en su equivalente Mentat pero más que una teoría.

—Sospecho que tienes una nueva misión para mí.

—He observado que has estado pasando un cierto tiempo en los Archivos.

—Me parecía algo provechoso a lo que dedicarme por el momento.

—¿Haciendo conexiones?

—Una conjetura. —Esa sociedad secreta en Gammu… son judíos, ¿verdad?

—Puede que necesites información especial a causa del lugar donde vamos a enviarte. —De una forma extremadamente casual.

Lucilla se dejó caer en la silla-perro de Bellonda sin esperar a ser invitada a ello.

Odrade tomó un estilo, escribió algo en una hoja desechable, y se la pasó a Lucilla de una forma que quedaba oculta a los com-ojos.

Lucilla comprendió la alusión y se inclinó sobre el mensaje, manteniéndolo cerca bajo el escudo de su propia cabeza.

«Tu conjetura es correcta. Debes morir antes que revelarla. Ese es el precio de su cooperación, una señal de gran confianza». Lucilla hizo pedazos el mensaje.

Odrade utilizó la identificación de ojo y palma para abrir el panel en la pared a sus espaldas. Tomó de allí un pequeño cristal riduliano y se lo tendió a Lucilla. Era cálido, pero Lucilla notó un estremecimiento. ¿Qué podía ser tan secreto? Odrade extrajo el cono de seguridad de debajo de su mesa de trabajo y lo situó en posición.

Lucilla dejó caer el cristal en su receptáculo con mano temblorosa y colocó el cono sobre su cabeza. Las palabras se formaron inmediatamente en su cerebro, una sensación oral de acentos extremadamente antiguos que pudo reconocer:

—La gente que ha llamado tu atención son los judíos. Tomaron una decisión defensiva hace eones. La solución a los recurrentes pogroms fue desaparecer de la escena pública. El viaje espacial hizo esto no sólo posible sino también atractivo. Se ocultaron en incontables planetas, realizaron su propia Dispersión, y probablemente tengan planetas donde solamente vivan ellos. Eso no quiere decir que hayan abandonado con el tiempo sus antiguas prácticas, en las que eran maestros por pura necesidad de supervivencia. La antigua religión persiste con toda seguridad, aunque ligeramente alterada. Es probable que un rabino de los tiempos antiguos no se sintiera fuera de lugar tras el menorá del Sabbat en una casa judía de nuestra época. Pero su sentido del secreto es tal que podrías estar trabajando durante toda una vida al lado de un judío sin llegar a sospecharlo nunca. Ellos lo llaman «Cobertura Completa», aunque conocen muy bien sus peligros.

Lucilla aceptó aquello sin discutir. Algo que fuera tan secreto debía ser percibido necesariamente como peligroso por cualquiera que sospechara de su existencia. «¿Pero para qué más mantienen el secreto, eh? ¡Respóndeme a eso!».

El cristal continuó vertiendo sus secretos en su consciencia:

—Ante la amenaza de ser descubiertos, tienen una reacción estándar. «Buscamos la religión de nuestras raíces. Es un revival, que nos trae de vuelta lo mejor de nuestro pasado».

Lucilla conocía aquel esquema. Siempre había «locos revivalistas». Era algo que garantizaba descorazonar cualquier curiosidad. «¿Esos? oh, no son más que otro puñado de revivalistas».

—El sistema de enmascaramiento —prosiguió el cristal— no tuvo éxito con nosotras. Tenemos bien registrada nuestra propia herencia judía y un nutrido grupo de Otras Memorias para contarnos las razones de su secreto. No alteramos la situación hasta que yo, Madre Superiora durante y después de la batalla de Corrin —¡muy antigua, por supuesto!—, vi que nuestra Hermandad necesitaba una sociedad secreta, un grupo que en un determinado momento pudiera responder a nuestras peticiones de ayuda.

Lucilla sintió un asomo de escepticismo. ¿Peticiones?

La hacía mucho tiempo desaparecida Madre Superiora había anticipado el escepticismo.

—En ocasiones, hacemos peticiones que ellos no pueden evitar. Pero también ellos nos hacen peticiones a nosotras.

Lucilla se sintió inmersa en la mística de aquella sociedad clandestina. Era algo más que ultrasecreto. Sus torpes preguntas a los Archivos habían despertado principalmente rechazos.

—¿Judíos? ¿Qué es eso? Oh, sí… una antigua secta. Busca por ti misma. No tenemos tiempo para investigaciones religiosas sin objeto.

El cristal tenía más que impartir:

—Los judíos se sienten divertidos y a veces consternados por lo que interpretan como copias nuestras de sus esquemas. Nuestros archivos genéticos dominados por las líneas femeninas para controlar el esquema de emparejamientos son vistos como judíos. Tú eres judío tan sólo si tu madre era judía.

El chico que conoce a su padre es un chico listo, pensó Lucilla. Era divertido. A menudo las Reverendas Madres no conocían a sus padres ni siquiera después de la Agonía. La memoria debía ser lanzada hacia adelante y organizada, rompiendo a veces las barreras. La Memoria Selectiva era una realidad aunque todo lo demás fuera un caos en una nueva Reverenda Madre.

—El título trae emparejado consigo un gran significado, pero no es una licencia a la omnipotencia —la habían advertido las Censoras.

El cristal llegó a su conclusión:

—La diáspora será recordada. Mantener todo esto secreto es algo que toca nuestro más profundo sentido del honor.

Lucilla alzó el cono de encima de su cabeza.

—Eres una buena elección para una misión extremadamente delicada en Lampadas —había dicho Odrade, devolviendo el cristal a su escondrijo.

Esto es el pasado y probablemente esté muerto. ¡Mira dónde me ha llevado la «delicada misión» de Odrade!

Desde su ventajosa posición en la granja en Gammu, Lucilla observó un enorme transporte lleno de productos penetrar en la propiedad. Hubo un rumor de actividad bajo ella. Aparecieron trabajadores de todos lados para acudir al encuentro del gran transporte lleno de verduras. Captó el penetrante olor de los jugos que rezumaban de los tallos recién cortados.

Lucilla no se movió de la ventana. Su anfitrión le había proporcionado ropas del lugar… una larga túnica de tela gris y una pañoleta azul brillante para cubrir su pelo color arena. Era importante no hacer nada que pudiera llamar una indeseada atención hacia ella. Había visto a otras mujeres detenerse para contemplar los trabajos de la granja. Su presencia allí podía ser tomada como curiosidad.

Era un transporte enorme, cuyos suspensores trabajaban a toda potencia bajo la carga de los productos apilados ya en sus secciones articuladas. El operador permanecía de pie en una cabina transparente en su parte frontal, las manos sobre las palancas, los ojos fijos al frente. Mantenía las piernas abiertas, ligeramente recostado en su red inclinada de apoyo, tocando la barra energética con su cadera izquierda. Era un hombre robusto, de rostro oscuro y lleno de arrugas, el pelo semicanoso. Su cuerpo era una extensión de la máquina… la guía de sus poderosos movimientos. Alzó brevemente la mirada hacia Lucilla cuando pasó delante de ella, luego la devolvió a su camino hacia la gran zona de carga delimitada por los edificios de abajo.

Construido dentro de su máquina, pensó. Aquello decía algo acerca de la forma en que los humanos eran adaptados a las cosas que hacían. Lucilla sintió una fuerza debilitante en aquel pensamiento. Si te adaptabas demasiado a una cosa, otras habilidades se atrofiaban. Nos convertimos en lo que hacemos.

Se imaginó de pronto a sí misma como otro operador en alguna gran máquina, no muy diferente de aquel hombre en el transporte.

Avanzamos con majestuosa determinación, cada una inclinada hacia un rumbo secreto. Del mismo modo que se inclina este operador, así avanza el rumbo. La culpa de todo lo que ocurre puede echársele al Destino. Una de las funciones más útiles del Destino, o de Dios. Si las cosas van mal siempre tienes a alguien aparte de a ti mismo a quien echar la culpa. Los chivos expiatorios prestos a ser sacrificados, la forma mortal de los antiguos dioses. ¿Y en qué soy yo mejor que un conductor de verduras?

¡Autocompasión! Qué fácil era caer en esa trampa.

La enorme máquina pasó delante de ella alejándose del patio, sin que su operador se dignara dirigirle otra mirada. La había visto una vez. ¿Para qué volver a mirar?

Sus anfitriones habían hecho una juiciosa elección con aquel escondite, pensó. Una zona escasamente poblada, con trabajadores en los que se podía confiar en las inmediaciones, y muy poca curiosidad en la gente que pasaba. El trabajo duro no animaba la curiosidad. Había notado el carácter de la zona cuando había sido traída allí. Era por la tarde, y la gente se encaminaba ya de vuelta a sus casas. Podías medir la densidad urbana de una zona cuando terminaba el trabajo. Si la gente se iba pronto a la cama te hallabas en una región poco densamente poblada. La actividad nocturna indicaba que la gente permanecía inquieta, agitada por el prurito de la convicción interna de que había otras personas activas y vibrando demasiado cerca.

¿Qué es lo que me ha arrastrado hasta este estado introspectivo?

En la primera retirada de la Hermandad, antes de los peores y más furiosos ataques de las Honoradas Matres, Lucilla había experimentado dificultad en llegar a aceptar la creencia de que «alguien ahí afuera está persiguiéndonos con la intención de matarnos».

¡Pogrom! Así lo había llamado el Rabino antes de marcharse aquella mañana, «para ver lo que puedo hacer por vos».

Sabía que el Rabino había elegido aquella palabra de antiguos y amargos recuerdos, pero desde su primera experiencia en Gammu antes de aquel pogrom no había sentido Lucilla un tal confinamiento a unas circunstancias que no podía controlar.

Entonces también era una fugitiva.

La actual situación de la Hermandad tenía algunas semejanzas con la que habían sufrido bajo el Tirano, excepto que el Dios Emperador no había obviamente intentado nunca (en retrospectiva) exterminar a la Bene Gesserit, tan sólo controlarla. ¡Y ciertamente la había controlado!

¿Dónde está ese condenado Rabino?

Era un hombre robusto y fuerte con unas gafas pasadas de moda. Un amplio rostro tostado por mucho sol. Pocas arrugas pese a la edad que ella podía leer en su voz y movimientos. Las gafas centraban la atención sobre unos profundos ojos marrones que la observaban con una peculiar intensidad. ¿No podemos desligarnos lo suficiente de esta condenada religión como para utilizar los ajustes médicos habituales para ver los problemas? En los casos extremos, siempre hay contactos a los que recurrir. O tal vez este sea un pequeño gesto de su parte, algo para decir: «No me gustan todas estas estupideces técnicas».

Aunque dijo que había sido un doctor Suk. Ahora retirado, pero sin embargo…

—Honoradas Matres —había dicho (exactamente allí mismo, en aquella habitación superior de desnudas paredes) cuando ella le hubo explicado su difícil situación—. ¡Oh, Dios mío! Eso es complicado.

Lucilla había esperado aquella respuesta y, más aún, podía ver que él lo sabía.

—Hay un Navegante de la Cofradía aquí en Gammu ayudando a los que os buscan —dijo el hombre—. Es uno de los Edric, muy poderoso, me han dicho.

—Llevo la sangre de Siona. No puede verme.

—Ni a mí ni a ninguno de mi gente y por la misma razón. Nosotros los judíos nos ajustamos a muchas necesidades, ¿sabéis?

—Ese Edric es un gesto —dijo ella—. Puede hacer poco.

—Pero lo han traído. Me temo que no haya ninguna forma de poder sacaros sana y salva del planeta.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Veremos. Mi gente no está totalmente desprovista de recursos, ¿sabéis?

Lucilla reconoció sinceridad y preocupación por ella. El hombre hablaba tranquilamente de resistir a los halagos sexuales de las Honoradas Matres, «haciéndolo tan discretamente que no despertamos sus sospechas».

—Iré a susurrar algunas cosas en algunos oídos —dijo.

Se sintió extrañamente reconfortada por aquello. A menudo había algo fríamente remoto y cruel en caer en manos de las profesiones médicas. Se tranquilizó a sí misma con el conocimiento de que los Suks estaban condicionados para permanecer alertas a tus necesidades, mostrando siempre toda su compasión y apoyo (todas esas cosas que pueden quedar a un lado en las emergencias). Había notado esa desfavorable característica incluso entre las Hermanas que se convertían en Suks: una postura objetiva que embotaba su sensibilidad clínica.

Era por eso por lo que las Censoras decían a menudo que sus responsabilidades desembocaban rápidamente a su fin (a veces incluso violento), «siempre que, por supuesto, sus memorias puedan ser Compartidas».

Exactamente mi problema actual.

Redobló sus esfuerzos por recuperar la calma, enfocándolos en el mantra personal que había conseguido en el solo de la educación para la muerte.

Si tengo que morir, debo tener en cuenta una lección trascendental. Debo marcharme con serenidad.

Aquello ayudó, pero aún se sentía temblorosa. El Rabino hacía mucho que se había ido. Algo iba mal.

¿Hice bien confiando en él?

El hombre había hablado mucho de comprensión y conocimiento. Entendimiento. Era una actitud ante la cual se enseñaba a las Bene Gesserit la desconfianza. «El entendimiento arroja tachuelas en vuestro camino». Un pronto entendimiento era algo de lo más peligroso, y podía ser también tremendamente doloroso. Pero siempre había el señuelo de la comprensión. Erigía opacas pantallas ante el conocimiento. «No comprendas nada. Todo entendimiento es temporal».

Pese a una creciente sensación de fatalidad, Lucilla se obligó a practicar la ingenuidad Bene Gesserit mientras revisaba su encuentro con el Rabino. Sus Censoras llamaban a aquello «la inocencia que surge naturalmente con la inexperiencia, una condición que se confunde a menudo con la ignorancia». Todo tipo de cosas fluyeron dentro de su ingenuidad. Era algo parecido a lo que hacía un Mentat. La información entraba sin ningún prejuicio. «Eres un espejo en el cual se refleja el universo. Ese reflejo es toda tu experiencia. Las imágenes saltan de tus sentidos. Surgen las hipótesis. Importantes incluso cuando son erróneas. Este es el caso excepcional en el que más de una cosa errónea puede producir decisiones en las que se puede confiar».

—Somos vuestros voluntarios servidores —había dicho el Rabino.

Eso era suficiente como para alertar a una Reverenda Madre.

Las explicaciones del cristal de Odrade parecieron de pronto inadecuadas. Siempre se trata de un asunto de beneficios. Aceptó aquello como algo cínico pero fruto de una enorme experiencia. Los intentos de arrancar aquella mala hierba del comportamiento humano se habían estrellado siempre contra las rocas de la dedicación. Los sistemas socialistas y comunistas tan sólo habían cambiado las ventanillas donde se medían los beneficios. Enormes burocracias administrativas… las ventanillas significaban poder.

Lucilla se advirtió a sí misma que las manifestaciones eran siempre las mismas. ¡Mira la enorme granja de este Rabino! ¿Un plácido retiro para un Suk? Había visto algo de lo que había detrás de todo aquello: sirvientes, ricos aposentos. Y debía haber más. No importaba el sistema, siempre era lo mismo: las mejores comidas, magníficas amantes, viajes sin restricciones, magníficos lugares de vacaciones.

Empieza a resultar muy cansado cuando lo has visto tan a menudo como lo hemos visto nosotras.

Se daba cuenta de que su mente estaba poniéndose nerviosa, pero se sentía impotente para impedirlo. El dinero y otras medidas de cambio en mitad de un juego interminable. Bienes negociables. La melange puede dominar todo eso de nuevo. En Dune era el agua. La supervivencia. El auténtico fondo de cualquier sistema es siempre la supervivencia.

Y yo amenazo la supervivencia del Rabino y su gente.

La había halagado. Hay que tener siempre cuidado de aquellos que nos halagan, arrimándose a todo el poder que supuestamente poseemos. ¡Qué halagador descubrir grandes multitudes de sirvientes aguardando y ansiosos de hacer nuestra voluntad! Qué terriblemente debilitador.

El error de las Honoradas Matres.

¿Qué es lo que está retrasando al Rabino?

¿Estaba viendo todo lo que podía conseguir para la Reverenda Madre Lucilla? Siempre aquellas consideraciones económicas que incumbían a cuestiones de energía. Hay una gran cantidad de energía visible en esta granja. ¿Cuánta gente? ¿Cuántos hombres-hora? Un concepto atroz. Reduce a los humanos al nivel de los animales. Los equipara a los caballos de fuerza. Hombres de fuerza, caballos de fuerza… ¿cuál es la diferencia excepto la energía aplicada?

Lucilla refrenó sus pensamientos. La diferencia residía en lo que hacía la Bene Gesserit, el constante debatirse por perfeccionar la sociedad humana. Los animales salvajes se dedicaban a la muerte y al canibalismo sin pensar en ello. Consciencia. Ese era el nombre del constante desafío. ¿De qué soy consciente? Ahí estaba su palanca: aunque apilaras unos sobre otros todos los «peores tiempos», los humanos cometían menos actos de violencia que los animales salvajes.

Somos un tipo distinto de animal. Es su crueldad consciente la que ofende más. La bestialidad consciente. La exultante crueldad que se recrea en producir dolor por el simple placer de contemplarlo. Sadismo. El animal sin inteligencia en las profundidades.

El gusano que conservaba la perla de gran valor era tan sólo una metáfora para describir al animal en todos los seres humanos. Y ella no había visto ninguna crueldad exultante en el Rabino. Aquello la tranquilizaba.

Una puerta sonó abajo, haciendo retemblar el suelo bajo sus pies. Qué primitiva era aquella gente. ¡Escaleras! Lucilla se volvió al tiempo que se abría la puerta. Entró el Rabino, trayendo consigo un intenso olor a melange. Se detuvo junto a la puerta, estudiando su talante.

—Perdonad mi tardanza, querida dama. Fui llamado para ser interrogado por Edric, el Navegante de la Cofradía.

Aquello explicaba el olor a especia. Los Navegantes permanecían siempre bañados en el gas naranja de la melange, hasta el punto que sus rasgos quedaban a menudo ocultos por la neblina de los vapores. Lucilla casi podía visualizar la pequeña V de la boca del Navegante y el feo faldón de su nariz. Boca y nariz parecían pequeños en el gigantesco rostro de un Navegante con sus pulsantes sienes. Sabía lo amenazado que debía haberse sentido el Rabino escuchando el sonsonete del ulular de la voz del Navegante emparejado a la mecatraducción simultánea al impersonal galach.

—¿Qué deseaba?

—A vos.

—¿Acaso…?

—No lo sabe seguro, pero estoy convencido que sospecha de nosotros. De todos modos, sospecha de todo el mundo.

—¿Os han seguido?

—No necesariamente. Pueden encontrarme en cualquier momento que deseen.

—¿Qué vamos a hacer? —Se dio cuenta de que hablaba demasiado rápido, con una voz demasiado fuerte.

—Mi querida dama… —Se acercó tres pasos, y ella observó el sudor que perlaba su frente y nariz. Miedo. Podía olerlo.

—Bien, ¿de qué se trata?

—El aspecto económico tras las actividades de las Honoradas Matres… Las hemos encontrado muy interesantes.

Aquellas palabras cristalizaron los temores de Lucilla. ¡Lo sabía! ¡Está vendiéndome!

—Como sabéis muy bien las Reverendas Madres, siempre hay grietas en los sistemas económicos.

—¿Sí? —muy cautelosamente.

—La supresión incompleta del comercio de cualquier producto incrementa siempre los beneficios del comerciante, especialmente los beneficios de los últimos distribuidores. —Su voz era ominosamente vacilante—. Ese es el error de pensar que puedes controlar los narcóticos indeseados deteniéndolos en tus fronteras.

¿Qué estaba intentando decirle? Sus palabras describían hechos elementales conocidos incluso para las acólitas. El incremento de los beneficios era siempre usado para comprar rutas de entrada seguras más allá de los guardias fronterizos, a menudo comprando a los propios guardias.

¿Ha comprado a servidores de las Honoradas Matres? Estoy segura de que no cree poder hacerlo con la suficiente seguridad.

Aguardó mientras él ordenaba sus pensamientos, formando a todas luces una presentación que creía poder ganar la aceptación de ella.

¿Por qué dirigía su atención hacia los guardias fronterizos? Eso era lo que había hecho, con toda seguridad. Los guardias siempre tenían preparada una racionalización para traicionar a sus superiores, por supuesto. «Si no lo hago yo, lo hará cualquier otro». Estaba además el ineludible hecho de que los guardias se volvían muy pronto cínicos con el conocimiento de la forma en que sus superiores eran quienes primero elegían lo que deseaban guardarse para sí mismos. Todo aquello estaba basado principalmente en la tributación.

Deja pasar solamente aquellas cosas sobre las que puedas cargar tranquilamente un impuesto sin preocupar a aquellos que te apoyan.

(Es decir, aquellas cosas sobre las cuales era posible recaudar el impuesto).

Los contrabandistas eran meros moscardones en todo aquel asunto. El objetivo real era mantener a un mínimo manejable las importaciones no deseadas.

—Siempre hay los comisionistas del poder —dijo el Rabino.

Ella pensó que iba a decir algo más pero, de nuevo, el hombre vaciló.

¿Los comisionistas del poder? La gente en la cúspide sabía muy bien que no se podían erigir barreras perfectas en sus fronteras. De todos modos, sabían que podían conseguir un respaldo importante a su propio empleo prometiendo barreras perfectas. Otra gran ilusión. Los guardias sabían que habría muy pocos de ellos si se permitía a los artículos indeseados cruzar las fronteras sin ninguna interferencia excepto un control mínimo.

¿Soy yo un artículo indeseado?

Se atrevió a tener esperanzas.

El Rabino carraspeó. Era evidente que había encontrado las palabras que deseaba y las había colocado en su orden correspondiente.

—No creo que haya ninguna forma de sacaros de Gammu viva.

No había esperado una condena tan franca.

—Pero…

La información que lleváis con vos, en cambio, es otro asunto.

¡Así que eso era lo que había tras aquel enfoque de las fronteras y los guardias!

—No comprendéis, Rabino. Mi información no es tan sólo unas cuantas palabras y algunas advertencias. —Se golpeó la frente con un dedo—. Aquí hay muchas vidas preciosas, gran cantidad de experiencias irreemplazables, unos conocimientos tan vitales que…

—Ahhh, pero si lo comprendo, querida dama. Nuestro problema es que vos no comprendéis.

¡Siempre esas referencias a la comprensión!

—Es de vuestro honor de lo que dependo en este momento —dijo el hombre.

¡Ahhh, la legendaria honestidad y confianza de la Bene Gesserit cuando hemos empeñado nuestra palabra!

—Sabéis que moriré antes que traicionaros —dijo ella.

El abrió las manos en un gesto amplio y casi impotente.

—Tengo plena confianza en ello, querida dama. La cuestión no es de traición, sino de algo que nunca antes hemos revelado a vuestra Hermandad.

—¿Qué estáis intentando decirme? —Muy perentoriamente, casi con la Voz (que le habían advertido no intentara usar con aquellos judíos).

—Debo arrancaros una promesa. Necesito vuestra palabra de que no os volveréis contra nosotros a causa de lo que voy a revelaros. Tenéis que prometerme aceptar mi solución a vuestro dilema.

—¿Sin saber cuál es?

—Simplemente porque yo os lo pido y os aseguro que hacemos honor a nuestro compromiso con vuestra Hermandad.

Lo miró fijamente, intentando ver a través de aquella barrera que el hombre había levantado entre los dos. Sus reacciones superficiales podían leerse, pero no aquello misterioso que había bajo su inesperado comportamiento.

El Rabino aguardó a que aquella temible mujer alcanzara su decisión. Las Reverendas Madres siempre lo ponían nervioso. Sabía cuál debía ser su decisión, y sentía lástima por ella. Se daba cuenta de que ella podía leer esa lástima en su expresión. Sabían tanto y tan poco. Sus poderes eran manifiestos. ¡Y su conocimiento del Israel Secreto tan peligroso!

Tenemos con ellas esta deuda, sin embargo. No pertenece a los Elegidos, pero una deuda es una deuda. El honor es el honor. La verdad es la verdad.

La Bene Gesserit había preservado al Israel Secreto en muchas horas de necesidad. Y un pogrom era algo que su pueblo conocía sin demasiadas explicaciones. El pogrom era algo que embebía la psique del Israel Secreto. Y gracias a lo Inexpresable, el pueblo elegido nunca olvidaría. No más de lo que ellas pudieran olvidar.

La memoria, mantenida fresca a través del ritual diario (con énfasis periódicos en la participación comunal), arrojaba un halo resplandeciente sobre lo que el Rabino sabía que debía hacer. ¡Y esta pobre mujer! Ella también estaba atrapada por las memorias y las circunstancias.

¡En el caldero! ¡Los dos estamos en él!

—Tenéis mi palabra —dijo Lucilla.

El Rabino se volvió hacia la única puerta de la habitación y la abrió. Una mujer vieja llevando una larga túnica marrón permanecía de pie al otro lado. Entró a un gesto del Rabino. Llevaba el pelo del color de la madera vieja atado en un moño en la parte de atrás de su cabeza. Su rostro era reseco y arrugado, tan oscuro como las almendras tostadas. ¡Los ojos, sin embargo! ¡Totalmente azules! Y aquella dureza de acero dentro de ellos…

—Esta es Rebecca, una de las nuestras —dijo el Rabino—. Como sin duda podéis ver, ha hecho algo peligroso.

—La Agonía —susurró Lucilla.

—Lo hizo hace mucho, y nos sirve bien. Ahora os servirá a vos.

Lucilla tenía que estar segura.

—¿Puedes Compartir?

—Nunca lo he hecho, mi dama, pero sé lo que es. —Mientras hablaba, Rebecca se acercó a Lucilla y se detuvo cuando estaban casi tocándose.

Se inclinaron la una hacía la otra hasta que sus frentes entraron en contacto. Sus manos se adelantaron y se posaron en los ofrecidos hombros de la otra.

Mientras sus mentes encajaban, Lucilla forzó la proyección de un pensamiento:

—¡Debes transmitir esto a mis Hermanas!

—Lo prometo, mi dama.

No podía haber engaño en su fusión total de las mentes, su definitiva sinceridad accionada por la inminencia y la certeza de la muerte o la venenosa esencia de melange que los antiguos Fremen habían llamado correctamente «la pequeña muerte». Lucilla aceptó la promesa de Rebecca. Aquella loca Reverenda Madre de los judíos empeñaba su vida en su palabra. ¡Y algo más! Lucilla jadeó cuando lo vio. El Rabino tenía intención de venderla a las Honoradas Matres. El conductor del transporte de productos agrícolas había sido uno de sus agentes enviado para confirmar que había realmente una mujer con la descripción de Lucilla en la granja. ¡Nada más retorcido que eso!

La sinceridad de Rebecca no dejó escapatoria a Lucilla:

«Es la única forma en que podemos salvarnos y mantener nuestra credibilidad».

¡De modo que era por eso por lo que el Rabino le había hecho pensar en guardias y en intermediarios del poder! Sagaz, sagaz. Y yo he aceptado como él sabía que lo haría.