TERCERA PARTE
ENERO

Si no consigo refugio,
Oh, voy a desvanecerme…

ROLLING STONES

5 de enero de 1974

Lo que sucedió aquel día en los grandes almacenes Shop and Save fue lo único que le había ocurrido en toda su vida que no pareció ni planeado ni premeditado, y que aconteció de casualidad. Fue como si un dedo invisible lo hubiera escrito en otro ser humano, expresamente para que él lo leyera.

Se le ocurrió ir de compras. Era algo muy tranquilizador, muy cuerdo. Disfrutaba haciendo cosas cuerdas, sobre todo después de su juerga con la mescalina. El día de Año Nuevo no se despertó hasta primeras horas de la tarde y se pasó el resto del día deambulando por la casa, sintiéndose como fuera del espacio y extraño. Cogía cosas y las contemplaba, sintiéndose como Iago examinando la calavera de Yorick. Aunque en menor medida, aquella sensación se mantuvo durante el día siguiente, e incluso el otro. Pero, a pesar de ello, el efecto había sido bueno. Sentía la mente desempolvada y limpia, como si una maníaca ama de llaves interior la hubiese vuelto cabeza abajo, frotándola y puliéndola después a conciencia. No se emborrachó, y, de ese modo, no lloró. Cuando Mary le llamó por teléfono, muy cauta, el primero de enero hacia media tarde, habló con ella de una manera serena y razonable, y tuvo la impresión de que sus posiciones no habían variado mucho. Jugaban a ser una especie de estatuas sociales, cada uno en espera de que el otro hiciera el primer movimiento. Pero en algo había cambiado ella, puesto que mencionó el divorcio. Sólo la posibilidad, el más pequeño movimiento de un dedo, pero movimiento al fin y al cabo. No, lo único que le perturbaba tras la ingestión de la mescalina era el destrozado televisor en color. No comprendía por qué lo había hecho. Se había pasado muchos años deseando tener un aparato como aquél, aun cuando sus programas favoritos eran los antiguos, filmados en blanco y negro. Ni siquiera era la acción en sí lo que le afligía, sino la persistente evidencia de la misma… el cristal roto, los cables al descubierto. Y parecían reprochárselo: «¿Por qué lo has hecho? Te he servido con fidelidad y me has destrozado. Nunca te hice daño y tú me has destrozado. Estaba indefenso». Y era un terrible recordatorio de lo que ellos querían hacerle a su casa. Finalmente cogió una vieja colcha y cubrió el televisor. Eso hizo que la situación mejorara y empeorara al mismo tiempo. Mejoró porque ya no veía el aparato; empeoró porque aquello era como tener en casa un cadáver amortajado. Se desembarazó del martillo, como si se tratase del arma empleada por un asesino.

Pero ir a los grandes almacenes fue algo bueno, como tomar café en Benjy's Grill o limpiar el coche en el servicio automático o detenerse ante el quiosco de Henry, en el centro de la ciudad, para comprar el Time. El Shop and Save era muy grande; estaba iluminado con tubos fluorescentes sujetos al techo y lleno de mujeres que empujaban carritos, reñían a sus hijos y fruncían el entrecejo al ver los tomates envueltos en plástico transparente, pero que no permitía examinar bien el producto. Una música suave, emitida por unos altavoces aéreos fluía uniformemente en sus oídos en tonos apenas audibles.

Ese sábado, los grandes almacenes estaban abarrotados de compradores de fin de semana, y había más hombres de lo habitual acompañando a sus esposas y molestándolas con sugerencias de inexpertos. Contempló a los maridos, las esposas y el producto de sus diversos matrimonios con ojos tolerantes. El día era brillante y la luz del sol penetraba por los grandes ventanales de los almacenes, configurando alegres cuadrados de luz junto a las cajas registradoras o bailoteando ocasionalmente sobre el cabello de alguna mujer y transformándolo en un halo de luz. Cuando se veía aquello, las cosas no parecían tan graves pero siempre resultaban mucho peores por la noche.

Su carrito estaba lleno con la habitual selección de productos que hace un hombre solitario: espaguetis, carne en salsa en un tarro de cristal, catorce platos variados de comida preparada, una docena de huevos, mantequilla, y un paquete de naranjas para protegerse contra el escorbuto.

Se hallaba en el centro de un pasillo lateral, camino de las cajas registradoras, cuando quizá Dios le habló. Había una mujer frente a él que vestía pantalones azules y un suéter azul marino. Tenía el cabello muy amarillo. Contaría unos treinta y cinco años, agraciada y con aspecto de ser abierta y espabilada. Emitió un gorgoteo, como un gorjeo en la garganta, y se tambaleó. El frasco de mostaza que sostenía en la mano cayó al suelo y rodó mostrando como un gallardete rojo la palabra FRANCESA una y otra vez a medida que rodaba.

—¿Señora? —le preguntó—. ¿Está bien?

La mujer cayó hacia atrás y su mano izquierda, que había levantado para sostenerse, arrastró al suelo una hilera de botes de café. En cada uno de ellos se leía:

«MAXWELL HOUSE. Bueno hasta la última gota».

Ocurrió todo con tal rapidez que él ni siquiera tuvo tiempo de asustarse —no por sí mismo, en cualquier caso—, pero vio algo que le impresionó, y que más tarde surgió de nuevo en sus sueños. Los ojos de la mujer se pusieron en blanco y se desorbitaron, igual que le ocurría a Charlie durante sus ataques.

La mujer cayó al suelo. Emitió un débil graznido. Sus pies, enfundados en botas de cuero, tabalearon contra las baldosas. Una mujer que se hallaba detrás de él lanzó un grito débil. Un empleado que se dedicaba a poner precios en latas de sopa acudió a la carrera dejando caer al suelo su estampadora. Dos de las chicas de las cajas registradoras se acercaron al principio del pasillo y se quedaron contemplando la escena fijamente, con los ojos muy abiertos.

—Creo que ha sufrido un ataque epiléptico —se escuchó decir a sí mismo.

Pero se equivocó. La mujer había sufrido una especie de hemorragia cerebral, y un médico que se hallaba comprando con su esposa certificó la muerte. El joven doctor parecía asustado, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que su profesión lo perseguiría hasta la tumba, como un vengativo y horroroso monstruo. Cuando terminó de examinar a la mujer, un pequeño grupo de personas adultas se les había congregado alrededor, entre las latas de café, que habían sido la última parte del mundo sobre la que aquella mujer había ejercido su prerrogativa humana de intentar disponer a su gusto. Pero se había convertido ya en parte de aquel otro mundo, y sería dispuesta por otros seres humanos. Su carrito estaba lleno con provisiones para el fin de semana, y la visión de las latas, cajas y carnes envueltas lo llenó de un agudo y angustioso terror.

Al mirar el carrito de la mujer muerta se preguntó qué harían con aquellos comestibles. ¿Ponerlos otra vez en las estanterías? ¿Guardarlos en el despacho del director, hasta que el pago al contado los redimiera, como prueba de que el ama de casa había muerto con las botas puestas?

Alguien había conseguido encontrar un agente de policía, quien se abrió paso entre la gente.

—Apártense —decía el policía, dándose importancia—. No le quiten el aire.

Como si ella pudiera utilizarlo.

Él se volvió y se abrió paso con un hombro. La calma sentida durante los cinco últimos días se había visto conmocionada, y probablemente para bien. ¿Habría un presagio más claro que ése? Casi seguro que no. Pero ¿qué significaba? ¿Qué?

Cuando llegó a casa, guardó los platos precocinados en el frigorífico y se preparó una bebida fuerte. El corazón le latía con fuerza. Durante todo el trayecto de regreso a casa había tratado de recordar qué habían hecho con las ropas de Charlie.

Habían regalado sus juguetes a la Tienda de la Buena Voluntad, en Norton, habían transferido el saldo de mil dólares de su cuenta de ahorros (destinado a pagar sus estudios en la universidad, la mitad de cuanto Charlie había obtenido de sus parientes el día de su nacimiento o en Navidades) a su propia cuenta conjunta. Habían quemado su ropa de cama, siguiendo el consejo de mamá Jean; aunque él no había comprendido la razón de aquello, no tuvo el valor de protestar. Todo se había desmoronado y él no pensaba discutir sobre la conveniencia o no de salvar un colchón de lana y un somier, ¿verdad? Pero su ropa… eso era diferente. ¿Qué habían hecho con la ropa de Charlie?

La cuestión le preocupó durante toda la tarde, inquietándole, y en una ocasión estuvo a punto de llamar por teléfono a Mary para preguntárselo. Pero eso sería como la gota que colma el vaso, ¿no? Después de hacerle una pregunta como aquélla, Mary ya no tendría dudas acerca de su estado mental.

Poco antes de la puesta de sol subió al pequeño desván al que se accedía por una trampilla que había en el techo del cuarto de baño del dormitorio principal. Tuvo que subirse a una silla para auparse hasta él. Hacía mucho tiempo que no había subido a aquel lugar, pero la única bombilla de cien vatios que había allí aún funcionaba. Estaba cubierta de polvo y telarañas, pero funcionaba.

Abrió una caja polvorienta elegida al azar y halló todos sus libros de calificaciones del instituto y la universidad, perfectamente ordenados. Sobre la cubierta de cada uno de los correspondientes al instituto se habían grabado las palabras: «EL CENTURIÓN. Instituto de Bay…».

En los de la universidad, mucho más pesados y mejor encuadernados, se leía: «EL PRISMA. Recuérdanos…».

Abrió primero los del instituto y hojeó las páginas («Arriba, abajo, alrededor de la ciudad / Soy el tipo que arruinó tu armario del curso / Escribiendo en él… A. F. A., Connie»). Después contempló las fotografías de los maestros de otros tiempos, inmóviles tras su mesa y delante de su pizarra, sonriendo vagamente; también estaban las fotos de compañeros de clase a quienes apenas recordaba, junto con sus notas relacionadas debajo, acompañadas por sus apodos y un pequeño eslogan. Conocía el destino de algunos de ellos (en el ejército; muerto en un accidente de tráfico; secretario de un director bancario), pero la mayoría había desaparecido, y su futuro era desconocido para él.

En el anuario del último curso de instituto se encontró con un joven George Barton Dawes, que miraba soñador hacia el futuro desde una fotografía retocada tomada en los Estudios Cressey. Le extrañó lo poco que aquel muchacho había sabido sobre el futuro, y lo mucho que se parecía al hijo cuyos recuerdos ese hombre había subido allí a buscar. El muchacho de la fotografía ni siquiera había producido el esperma que diera vida a su hijo. Bajo la fotografía se leía:

BARTON G. DAWES El Silbador (Club Excursionista, 1, 2, 3, 4 Poe Society, 3, 4)

Instituto de Bay

¡Bart, el payaso de clase, nos ayudó a soportar nuestra carga!

Volvió a dejarlo en la caja y siguió buscando. Encontró cortinas que Mary había guardado cinco años antes. Una vieja mecedora con un brazo roto. Un radiodespertador que no funcionaba. Un álbum de fotografías de su boda que no se atrevió a mirar. Montones de revistas. «Debo sacarlas de aquí —se dijo—. Representan un peligro de incendio en el verano». El motor de una lavadora que en cierta ocasión había cogido de la lavandería para arreglarlo, pero no tuvo éxito. Y la ropa de Charlie.

Estaba repartida en tres cajas de cartón, de cada una de las cuales salía olor a naftalina. Las camisas, los pantalones y los suéteres de Charlie. Incluso su ropa interior. La sacó de la caja y contempló cuidadosamente cada pieza, tratando de imaginarse a Charlie con aquellas ropas, moviéndose en ellas, reajustando pequeñas partes del mundo que lo rodearía. Al final, el olor a naftalina hizo que abandonara el desván, temblando y con una mueca de dolor en el rostro. Necesitaba una copa. Era el olor de las cosas que habían permanecido intactas e inútiles por años, cosas que carecían de propósito, excepto el de producir dolor. Estuvo pensando en ellas durante casi toda la noche, hasta que la bebida nubló su capacidad de pensar.

7 de enero de 1974

El timbre de la puerta sonó a las diez y cuarto de la mañana, y cuando abrió se encontró frente a un hombre vestido con traje y abrigo, de expresión amable, bien afeitado, y que sostenía un delgado maletín. Al principio pensó que se trataba de un vendedor con el maletín lleno de muestras —suscripciones de revistas o periódicos o algo así—, y se dispuso a hacerle entrar; escucharía atentamente su discurso, le haría preguntas y quizá incluso le comprara algo. A excepción de Olivia, era la primera persona que había llegado a la casa desde la partida de Mary. Y de eso hacía ya casi cinco semanas.

Pero el hombre no era vendedor, sino abogado. Se presentó como Philip T. Fenner, y su cliente era el ayuntamiento. Anunció estos datos con una mueca vergonzosa y un caluroso apretón de manos.

—Pase —dijo él, y suspiró.

Pensó que, en cierto modo, era un vendedor. Fenner estaba hablando, como a un kilómetro de distancia.

—Tiene usted una casa muy bonita. Realmente hermosa. La propiedad bien cuidada siempre se pone de manifiesto, es lo que yo digo. No le haré perder mucho tiempo, señor Dawes. Sé que es usted un hombre ocupado, pero Jack Gordon pensó que me diera una vuelta por aquí, puesto que me cogía de camino, para entregarle este formulario de renuncia a su casa. Me imagino que habrá recibido uno por correo; pero, con las fiestas de Navidad, todo se pierde. Así pues, me pongo a su disposición para contestar cualquier pregunta que usted quiera hacerme.

—Sí, tengo una pregunta —dijo él, sin sonreír.

La alegría externa de su visitante desapareció por un momento, y vio al Fenner real escondido allí detrás, tan frío y mecanizado como un reloj de cuarzo.

—¿De qué se trata, señor Dawes?

—¿Quiere tomar una taza de café? —preguntó él, sonriendo.

La sonrisa regresó al rostro de Fenner, alegre mensajero de los recados del ayuntamiento.

—Eso sería muy amable por su parte, si no es demasiada molestia. Hace un poco de frío ahí fuera, unos cinco grados bajo cero. Creo que el invierno se hace cada año más frío, ¿no le parece?

—Sin duda alguna. —Aún tenía agua caliente de su café del desayuno—. Espero que no le importe que sea café instantáneo. Mi esposa ha ido a ver a sus padres por unos días, y me las estoy arreglando solo.

Fenner esbozó una sonrisita, y él se dio cuenta de que aquel hombre conocía con toda exactitud cuál era la situación entre él y Mary, y era probable que también conociera la situación entre él y cualquier otra persona o institución: Steve Ordner, Vinnie Mason, la empresa, Dios…

—En modo alguno. El café instantáneo es estupendo. Yo siempre lo tomo así. No sé cuál es la diferencia. ¿Puedo dejar estos papeles sobre la mesa?

—Adelante. ¿Quiere crema?

—No, café solo.

Fenner se desabrochó el abrigo, pero no se lo quitó. Se lo alisó un poco bajo él antes de sentarse, como haría una mujer para no arrugarse la falda. En un hombre, aquel gesto resultaba discordante, casi fastidioso. Abrió el maletín y extrajo un formulario que parecía uno de devolución de impuestos. Él le sirvió una taza de café y se la entregó.

—Gracias. Muchas gracias. ¿No quiere tomar una taza conmigo?

—Creo que me tomaré una copa —replicó él.

—Oh —dijo Fenner, y esbozó una encantadora sonrisa. Tomó un sorbo de café y añadió—: Bien, muy bien, esto sí que le calienta a uno.

Él se preparó una copa.

—Discúlpeme un momento —dijo—, señor Fenner, pero tengo que hacer una llamada telefónica.

—Claro, desde luego. —Tomó otro sorbo de café y se relamió los labios.

Él se dirigió al teléfono del vestíbulo, dejando la puerta abierta. Marcó el número de los Calloway y Jean contestó.

—Soy Bart —dijo—. ¿Está Mary en casa, Jean?

—Está durmiendo —contestó la gélida voz de su suegra.

—Despiértala, por favor. Es muy importante.

—Apuesto a que sí lo es. Se lo dije a Lester la otra noche. Le dije: Lester, ya va siendo hora de que cambiemos el número de teléfono y no lo publiquemos en la guía. Y él estuvo de acuerdo conmigo. Ambos pensamos que te has salido de tus casillas, Barton Dawes, y ésa es la única verdad de lo que ocurre.

—Siento mucho oír eso. Pero, de veras, tengo que… —El supletorio del piso superior se levantó y Mary preguntó:

—¿Bart?

—Sí. Mary, ¿ha ido a verte un abogado llamado Fenner? ¿Un tipo delgado que trata de actuar como si fuese James Stewart?

—No —contestó ella. Mierda, pensó él, pero Mary añadió—: Me llamó por teléfono.

¡Bingo! Fenner estaba en el umbral de la puerta, con la taza de café en la mano, bebiendo tranquilamente. De su rostro había desaparecido aquella expresión medio tímida, medio alegre, siendo ocupada por un gesto doloroso.

—Mamá, cuelga el teléfono, ¿quieres? —dijo Mary, y Jean Calloway así lo hizo con un amargo bufido.

—¿Te ha hecho alguna pregunta sobre mí? —preguntó él.

—Sí —contestó Mary.

—¿Ha hablado contigo después de la fiesta?

—Sí, pero… no le conté nada de lo ocurrido.

—Puedes haberle contado mucho más de lo que tú misma sabes. Ha venido por aquí como si fuese un recadero medio adormilado, pero en realidad es el mastín del ayuntamiento. —Dirigió una sonrisa a Fenner, quien se la devolvió débilmente—. ¿Tienes una cita con él?

—¿Por qué…? Sí. —Ella parecía sorprendida—. Si sólo quiere hablar sobre la casa, Bart…

—No, eso es lo que te ha dicho. Pero en realidad quiere hablar sobre mí. Creo que a estos tipos les encantaría enviarme ante un juez para determinar mi estado mental.

—¿Qué…? —Su voz sonó verdaderamente aturdida.

—Todavía no he aceptado su dinero. Por lo tanto debo estar loco. Mary, ¿recuerdas lo que hablamos en Handy Andy's?

—Bart, ¿está el señor Fenner en casa?

—Sí.

—¿Te refieres a lo del psiquiatra? —preguntó ella con tono apagado—. Bueno, mencioné que ibas a ver a un… Oh, Bart, lo siento.

—No te preocupes —repuso él con suavidad, y lo dijo en serio—. Esto va a solucionarse como es debido, Mary. Te lo juro. Quizá no se solucione ninguna otra cosa, pero ésta sí.

Colgó el auricular y se volvió hacia Fenner.

—¿Quiere usted que llame a Stephan Ordner? —preguntó—. ¿O a Vinnie Mason? No me molestaría en llamar a Ron Stone o a Tom Granger, porque ellos reconocerían a un leguleyo como usted antes de que abriese el maletín. Pero ése no es el caso de Vinnie. Y en cuanto a Ordner, le recibiría a usted con los brazos abiertos. Estaría sobre mí si pudiera.

—No me ha comprendido bien, señor Dawes —dijo Fenner—. Y al parecer tampoco ha comprendido a mis clientes. No hay nada personal en esto. Nadie está sobre usted. Pero desde hace algún tiempo se sabe que a usted no le gusta la ampliación de la 784. El pasado agosto escribió una carta al periódico…

—El pasado agosto —se maravilló él—. Disponen ustedes de un servicio de recortes de prensa, ¿verdad?

—Por supuesto.

Él se encogió, como acosado, con una expresión de temor en los ojos.

—¡Más recortes! ¡Más abogados! ¡Ron, sal ahí fuera y echa a esos periodistas! Tenemos enemigos por todas partes. ¡Mavis, tráeme mis pastillas! —Se irguió y añadió—: ¿Alguien sufre de paranoia? Santo cielo, y yo me creía mal.

—También tenemos un equipo de relaciones públicas —dijo Fenner con rigidez—. No estamos hurgando aquí y allá, señor Dawes. Hablamos de un proyecto de diez millones de dólares.

—Deberían llevar ante el juez a todos ustedes, no a mí —dijo él, sacudiendo la cabeza, disgustado.

—Voy a poner todas mis cartas sobre la mesa, señor Dawes.

—Mire, según mi experiencia, cuando alguien dice eso significa que está dispuesto a dejar a un lado los pequeños embustes para empezar a decir las grandes y verdaderas mentiras.

Fenner enrojeció, ya enfadado.

—Usted escribió al periódico. Dejó pasar una opción de compra para una nueva fábrica destinada a La Cinta Azul, y fue despedido por ello.

—No es cierto. Dimití por lo menos media hora antes de que me echaran.

—Y ha ignorado usted —prosiguió el otro sin hacerle caso— todas nuestras comunicaciones referentes a esta casa. Hemos llegado a la conclusión de que quizá esté planeando algún golpe de efecto ante los periodistas y las cámaras de televisión, convocándolos aquí para mostrarles al heroico propietario que es sacado a rastras de su hogar, entre empujones e insultos, por los agentes municipales de la Gestapo.

—Y eso les preocupa, ¿verdad?

—¡Pues claro que nos preocupa! La opinión pública es volátil, cambia de dirección como una veleta…

—Y sus clientes son funcionarios elegidos por el público. —Fenner lo miró, inexpresivo.

—¿Y ahora, qué? ¿Piensa hacerme una oferta que yo no pueda rechazar?

—No comprendo por qué discutimos, señor Dawes —dijo Fenner con un suspiro—. El ayuntamiento le ha ofrecido sesenta mil dólares por…

—Sesenta y tres mil quinientos.

—Bien, muy bien. Le ofrecen esa cantidad por la casa y el terreno. Otras personas han conseguido menos. ¿Y qué le ofrecen además de ese dinero? Ninguna disputa, ningún problema. Esos dólares están prácticamente libres de impuestos porque usted ya pagó al tío Sam los impuestos por el dinero que gastó cuando compró la casa. Sólo tiene que pagar los impuestos correspondientes a la plusvalía. ¿O acaso cree que la valoración no es justa?

—Bastante justa —dijo él, pensando en Charlie—. Por lo que se refiere a dólares y centavos, lo es. Probablemente representa más de lo que conseguiría si quisiese venderla, teniendo en cuenta el precio de los préstamos hoy día.

—En tal caso, ¿por qué discutimos?

—No estamos discutiendo —dijo él, tomando un sorbo de su vaso. En efecto, ya tenía a su vendedor, muy bien—. ¿Posee usted una casa, señor Fenner?

—Así es —se apresuró a contestar el otro—. Una casa muy buena en Greenwood. Y si me pregunta qué haría o cómo me sentiría en su situación, le seré franco. Le sacaría al ayuntamiento cuanto me fuera posible y después acudiría riéndome al banco.

—Por supuesto que lo haría. —Lanzó una carcajada y pensó en Don y Ray Tarkington, que habían hecho lo mismo—. ¿Creen ustedes realmente que he perdido la cabeza?

—No lo sabemos —contestó Fenner con prudencia—. La decisión que tomó usted acerca del cambio de fábrica para la lavandería apenas puede considerarse como normal.

—Bien, voy a decirle algo. Me queda el suficiente sentido común para saber que puedo contratar a un abogado a quien no le guste el estatuto de expropiación forzosa… alguien que crea todavía en ese viejo dicho según el cual la casa de un hombre es su castillo. Él conseguiría una orden de paralización de las obras, y eso bastaría para atar de pies y manos al ayuntamiento durante un mes, quizá dos. Con suerte, y confiando en la rectitud de los jueces, todo este asunto se retrasaría hasta el próximo septiembre.

Fenner pareció más contento que desconcertado, como él había sospechado que haría. Al fin Fenner estaba pensando. Ha picado el anzuelo, Freddy. ¿Lo estás disfrutando? Sí, George, debo admitir que sí.

—¿Qué quiere usted? —preguntó Fenner.

—¿Cuánto está dispuesto a ofrecer?

—Podemos elevar la oferta en cinco mil dólares. Ni un centavo más. Y nadie se enterará de lo ocurrido con la chica.

Todo se detuvo en seco.

—¿Qué? —susurró él.

—La chica, señor Dawes. La joven que estuvo con usted en esta casa el seis y el siete de diciembre.

Una serie de pensamientos irrumpieron en su mente en un período de segundos, algunos de ellos extremadamente delicados, pero casi todos parecieron agolpados y recubiertos por una tenue y amarillenta pátina de miedo. Pero por encima del temor y los pensamientos delicados surgió una enorme cólera roja que le hizo querer saltar por encima de la mesa y acogotar a aquel leguleyo. Y no debía hacer nada de eso; sobre todo, nada de eso.

—Deme un número —dijo él.

—¿Un número…?

—Un número de teléfono. Le llamaré esta tarde y le comunicaré mi decisión.

—Sería todo mucho más fácil si solucionásemos la cuestión ahora mismo.

«Te gustaría, ¿eh? Prolonguemos el asalto treinta segundos más. Tengo a este hombre contra las cuerdas».

—No, no lo creo. Por favor, salga de mi casa. —Fenner se encogió de hombros con un gesto suave e inexpresivo.

—Aquí tiene mi tarjeta. El número de teléfono va en ella. Estaré en mi despacho entre las dos y media y las cuatro.

—Le llamaré.

Fenner se marchó. Él lo observó desde la ventana situada junto a la puerta de la calle, mientras el otro recorría el camino de entrada, subía a un Buick azul oscuro y se alejaba. Entonces, él golpeó duramente el puño contra la pared.

Se preparó otra copa y se sentó ante la mesa de la cocina para reflexionar sobre la situación. Conocían la existencia de Olivia. Y estaban dispuestos a utilizarlo como palanca, aunque no era una palanca muy buena para obligarle a moverse. Sin duda alguna, aquello acabaría con su matrimonio, pero su matrimonio ya tenía graves problemas. Sin embargo, lo habían espiado.

La cuestión era cómo.

Si habían destinado algunos hombres a vigilarle, sin duda alguna estarían al corriente de su actuación con las bombas incendiarias. De ser así, lo habrían utilizado contra él. ¿Por qué molestarse con una insignificante aventurilla extramarital cuando se podía meter en la cárcel al recalcitrante propietario por incendiario? Eso quería decir que le habían intervenido el teléfono. Cuando pensó en lo cerca que había estado de confesar su crimen por teléfono a Magliore, unas gotitas de sudor frío aparecieron en su frente. Menos mal que Magliore le había obligado a cerrar la boca. Lo que había hecho ya era bastante malo de por sí.

Así pues, vivía en una casa con el teléfono intervenido, y aún tenía que contestar la pregunta clave: ¿qué hacer con respecto a la oferta de Fenner y los métodos de sus clientes?

Metió en el horno una comida precocinada para el almuerzo y, mientras se calentaba, se sentó a esperar, tras haberse preparado otra copa. Había sido espiado, habían tratado de chantajearle. Cuanto más pensaba en ello, la cólera se adueñaba de él.

Después de comer deambuló por la casa, reflexionando. Y una idea empezó a cobrar forma en su mente.

A las tres de la tarde llamó a Fenner y le pidió que le enviara el formulario. Lo firmaría si Fenner se ocupaba de los dos asuntos que habían discutido. Fenner pareció muy complacido, e incluso aliviado. Dijo que estaría encantado de hacerse cargo del asunto, y que al día siguiente le enviaría un formulario. También le dijo que le complacía que hubiera decidido con sentido común.

—Hay un par de condiciones —dijo él.

—Condiciones —repitió Fenner, con un tono de voz cauteloso.

—No se preocupe. No es nada que usted no pueda hacer.

—Escuchémoslas —dijo Fenner—. Pero le advierto, Dawes, que ya nos ha sacado cuanto era posible.

—Usted me envía el formulario mañana. Yo se lo llevaré a su despacho el miércoles. Y quiero que entonces tenga usted preparado para mí un cheque confirmado y al portador por un importe de sesenta y ocho mil quinientos dólares. Le entregaré el formulario de renuncia a cambio del talón.

—Señor Dawes, nosotros no hacemos así los negocios…

—Es posible que no, pero usted puede hacerlo. Del mismo modo que es ilegal intervenir un teléfono y Dios sabe qué cosas más, y sin embargo lo han hecho. Si no hay cheque, no hay formulario. Y entonces acudiré al abogado.

Fenner guardó silencio. Él casi escuchaba su pensamiento.

—Está bien. ¿Qué más?

—No quiero ser molestado a partir del miércoles. El día veinte, todo será suyo. Hasta entonces es mío.

—Estupendo —dijo Fenner de inmediato porque aquello no suponía una condición.

La ley decía que la casa era del propietario hasta la medianoche del 19, y propiedad del ayuntamiento un minuto después. Si él firmaba el formulario municipal de renuncia y aceptaba el dinero del consistorio, no conseguiría ni una pizca de simpatía por parte de ningún periódico o emisora de televisión de la ciudad.

—Eso es todo —dijo él.

—Bien —replicó Fenner, cuyo tono de voz sonó extremadamente feliz—. Me alegro de que al fin nos hayamos puesto de acuerdo de una forma racional, señor…

—¡Que te den por el culo! —lo interrumpió él, y cortó la comunicación.

8 de enero de 1974

No estaba en casa cuando el mensajero metió en el buzón el abultado sobre marrón que contenía el formulario municipal 6983-426-73-74 (carpeta azul). Había salido en dirección a Norton con intención de hablar con Sal Magliore. Éste no experimentó una gran alegría al verle aunque, a medida que él hablaba, fue adoptando una actitud más reflexiva.

Les sirvieron el almuerzo en el despacho… espaguetis, ternera y una botella de Gallo tinto. Fue un almuerzo estupendo. Magliore alzó una mano para detenerle cuando él empezó a contarle la parte del chantaje de los cinco mil dólares, y del conocimiento que tenía Fenner sobre la existencia de Olivia. Hizo una llamada telefónica y habló escuetamente con alguien al otro extremo de la línea. Magliore dio la dirección de Crestallen Street.

—Utiliza la camioneta —dijo, y colgó. Enrolló más espaguetis en el tenedor e hizo un gesto de asentimiento para que él siguiera con la historia. Una vez hubo terminado de contarla, Magliore le dijo:

—Ha tenido suerte de que no lo vigilaran. De ser así, ahora mismo estaría entre rejas.

Él estaba a punto de estallar, incapaz de tomar un solo bocado más. No había comido tanto desde hacía por lo menos cinco años. Felicitó a Magliore y éste sonrió.

—Algunos de mis amigos ya no comen pasta. Necesitan mantener su imagen. Así pues, comen filetes o platos franceses o suecos, o cosas por el estilo. Y las úlceras que padecen así lo demuestran. ¿Por qué les salen úlceras? Porque no se puede cambiar lo que uno es. —Estaba vertiendo sobre su plato salsa de espagueti, contenida en el grasiento cartón en que había llegado la comida. Empezó a rebañarla con trozos de pan de ajo, se detuvo, miró por encima de la mesa con aquellos grandes y extraños ojos, y dijo—: Usted está pidiéndome que lo ayude a cometer un pecado mortal.

Él se quedó mirando a Magliore a los ojos, incapaz de ocultar su desconcierto. Magliore se echó a reír.

—Sé lo que está pensando. No soy el más indicado para hablar de pecados. Ya le dije que en cierta ocasión me cargué a un tipo. A más de uno, en realidad. Pero nunca he matado a nadie que no se lo mereciera. El asunto puede verse desde este ángulo: un tipo que muere antes de que Dios lo haya planeado, es igual que si cae un aguacero imprevisto sobre el parque. Los pecados que ese tipo cometió no cuentan. Dios tiene que dejarle entrar en el cielo porque no dispuso del tiempo que Él tenía intención de concederle para que se arrepintiera. De modo que matar a un tipo así es ahorrarle el dolor de que vaya al infierno. En cierto sentido, yo hago más por esos individuos de lo que podría hacer incluso el Papa. Creo que Dios lo sabe. Pero eso no es asunto mío. Usted me agrada mucho. Tiene pelotas. Hacer lo que hizo con aquellas bombas de gasolina… eso requiere pelotas. Esto, en cambio… Esto es algo diferente.

—No le estoy pidiendo que haga nada en mi lugar. Sólo pretendo hacer uso de mi libre albedrío. —Magliore puso los ojos en blanco.

—¡Jesús, María y José el carpintero! ¿Por qué no me deja en paz?

—Porque usted tiene lo que yo necesito.

—Le aseguro que desearía que no fuese así.

—¿Me ayudará?

—No lo sé.

—Ahora tengo el dinero. O lo tendré dentro de poco.

—Ya no se trata de dinero, sino de una cuestión de principios. Nunca he hecho tratos con un loco como usted. Tendré que pensar bien sobre ello. Yo lo llamaré.

Se dio cuenta de que sería un error presionarle más. Y se marchó.

Estaba rellenando el formulario cuando llegaron los hombres de Magliore. Conducían una furgoneta Econoline blanca en cuya parte lateral aparecía escrito: VENTAS Y SERVICIOS DE TELEVISIÓN RAY, bajo el dibujo de un aparato de televisión que bailaba y reía. Eran dos hombres, con mono de trabajo verde, que transportaban grandes cajas con herramientas y tubos para la reparación de televisores, aunque también contenían otra clase de equipo. Le «peinaron» la casa. Tardaron una hora y media. Encontraron micrófonos en ambos teléfonos, uno en el dormitorio, otro en el comedor. Afortunadamente, no había ninguno en el garaje, lo que hizo que se sintiera aliviado.

—Hijos de puta —dijo él, sosteniendo los diminutos artilugios en la mano.

Los dejó caer al suelo y los machacó con el tacón. Cuando se iban, uno de los hombres le dijo, no sin cierta admiración:

—Señor, realmente le ha sacado las tripas a ese televisor. ¿Cuántos golpes tuvo que darle?

—Sólo uno —replicó él.

Una vez que se hubieron marchado bajo la fría luz solar del atardecer, recogió los micrófonos con una pala y arrojó sus retorcidos restos al cubo de la basura que había en la cocina. Después, se preparó una copa.

9 de enero de 1974

A las dos y media de la tarde sólo había unas pocas personas en el banco. Se encaminó hacia una de las mesas situadas en el centro, con el cheque al portador del ayuntamiento. Tomó asiento, extrajo su talonario del bolsillo y extendió un talón al portador por la suma de 34.250 dólares. Después se dirigió a una ventanilla donde presentó el cheque del ayuntamiento y su propio cheque.

La cajera, una joven morena que llevaba un corto vestido de color púrpura, con unas piernas embutidas en medias de nailon que habrían obligado al Papa a presentar armas, miró ambos cheques y luego a él, extrañada.

—¿Ocurre algo? —preguntó él, con tono amable. Debía admitir que estaba disfrutando de la situación.

—No, pero… ¿desea usted depositar un talón de 34.250 y cobrar en efectivo 34.250? ¿Es eso? —Él asintió con un gesto de cabeza.

—Un momento, por favor.

Él sonrió, sin dejar de mirarle las piernas mientras ella se dirigía hacia la mesa del director, situada tras una barandilla de protección, aunque sin cristal, como para indicar que aquel hombre era tan humano como cualquiera… o casi. Era un hombre de mediana edad vestido con ropas de joven. Tenía el rostro tan estrecho como las puertas del cielo, y cuando miró a la cajera del vestido púrpura enarcó las cejas.

Discutieron sobre el depósito, el cheque, las implicaciones que supondría aquello para el banco y, posiblemente, para todo el sistema federal de depósitos. La chica se inclinó sobre la mesa y la falda se le subió un poco, poniendo al descubierto unas bragas de color malva ribeteadas con puntilla. «Amor, descuidado amor —pensó él—. Ven a casa conmigo y retozaremos hasta el fin de los tiempos, o hasta que echen abajo mi casa, lo que ocurra primero». Aquel pensamiento le hizo sonreír. Tuvo una erección… aunque a medias. Apartó la mirada y dio un vistazo al vestíbulo del banco. Había un guardia, probablemente policía retirado, que permanecía de pie, impasible, entre las cajas de seguridad y la puerta de salida. Una anciana firmaba trabajosamente su cheque azul de la seguridad social. En la pared de la izquierda había un póster que mostraba una imagen de la Tierra, fotografiada desde el espacio exterior. Era como una gran gema azulverdosa recortada contra un fondo negro. Por encima del planeta, con grandes letras, aparecía escrito: MÁRCHESE. Por debajo, con letras algo más pequeñas: DE VACACIONES CON UN PRÉSTAMO DEL FIRST BANK.

La guapa cajera regresó a su puesto.

—Tendré que pagárselo en billetes de quinientos y de cien —le dijo.

—Me parece muy bien.

Le extendió un recibo por su depósito y a continuación entró en la cámara acorazada del banco. Cuando salió, lo hizo empujando ante sí un pequeño carrito. Habló un momento con el guarda y éste la acompañó. El guardia le miró sospechosamente.

La joven contó tres paquetes de diez mil dólares, con veinte billetes de quinientos dólares en cada uno. Puso una goma alrededor de cada paquete e introdujo una nota de calculadora entre la goma y el billete superior de cada paquete. En cada caso, la nota de la calculadora indicaba: «10.000$».

A continuación contó cuarenta y dos billetes de cien, elevando los billetes rápidamente con el índice de su mano derecha. Encima colocó diez billetes de diez dólares. Sujetó el paquete con una goma e introdujo una nueva nota de calculadora que indicaba: «4.250$».

Los cuatro pequeños paquetes estaban alineados uno al lado del otro, y los tres los miraron con recelo por un momento. Era dinero suficiente para comprar una casa, o cinco Cadillacs, o una avioneta Piper Club, o casi cien mil cartones de cigarrillos.

—Si quiere, puedo darle una bolsa con cremallera —dijo la joven, con tono dubitativo.

—No, así está bien, gracias.

Cogió los paquetes y se los metió en los bolsillos del abrigo. El guardia observó este tratamiento caballeroso de su razón de ser con un desprecio impasible; la joven cajera parecía fascinada (su salario de cinco años estaba desapareciendo de un modo natural en los bolsillos de aquel hombre de abrigo anticuado, en el que apenas hacían bulto); el director lo miraba con una expresión de disgusto apenas disimulada, porque un banco era un lugar donde se suponía que el dinero era como un dios, algo que no se veía y se reverenciaba.

—Muy bien —dijo él, guardándose el talonario de cheques junto con los paquetes de diez mil dólares—. Que les vaya bien.

Se marchó y todos lo siguieron con la mirada. La anciana se acercó a la ventanilla de la joven cajera y le presentó su cheque de la seguridad social, debidamente firmado para su cobro. La bonita cajera le entregó doscientos treinta y cinco dólares con sesenta y tres centavos.

Cuando llegó a su casa dejó el dinero en una polvorienta jarra de cerveza, en el estante superior del armario de la cocina. Mary se la había regalado para su cumpleaños, cinco años antes. A él nunca le había importado mucho, pues prefería beberse la cerveza de la botella. La jarra llevaba un emblema que mostraba una antorcha olímpica y las palabras: EQUIPO DE BEBEDORES DE EE.UU.

Volvió a dejarla en su sitio, ahora llena con algo capaz de marearle a uno, y subió a la habitación de Charlie, donde estaba su mesa de despacho. Abrió el cajón inferior, revolvió un poco en él y encontró un pequeño sobre manila. Se sentó ante la mesa, sumó el nuevo saldo de la cuenta y vio que ascendía a 35.053,49. Escribió la dirección de Mary en el sobre, en casa de sus padres. Deslizó el talonario de cheques en el interior y cerró el sobre. Revolvió de nuevo en un cajón y encontró media hoja de sellos y puso en el sobre cinco sellos de ocho centavos. Lo contempló por un momento y después, bajo la dirección, escribió: CORREO URGENTE.

Dejó el sobre encima de la mesa y bajó a la cocina para prepararse una copa.

10 de enero de 1974

Ya estaba bien avanzada la tarde, nevaba y Magliore no había llamado todavía. Se encontraba sentado en la sala de estar, tomando una copa y escuchando el estéreo porque la televisión seguía fuera de combate. Aquella tarde había salido, después de coger dos billetes de diez dólares de la jarra, y había comprado cuatro discos de rock and roll. Uno de ellos se titulaba Let It Bleed (Déjalo sangrar), de los Rolling Stones. Lo habían puesto durante la fiesta, y era el que más le gustaba de los que había comprado. Los otros le parecían bobos. Uno de ellos, perteneciente a un grupo llamado Crosby, Stills, Nash y Young, era tan estúpido que lo partió contra una de sus rodillas. Pero Let It Bleed contenía una música fuerte, atronadora, impúdica. Estallaba y sonaba de un modo discordante. Le gustaba mucho. Le recordaba Let's Make a Deal (Hagamos un trato), de los MC. Mick Jagger cantaba en ese momento:

Bien, todos necesitamos a alguien a quien quitar lo mejor. Y, si tú quieres, puedes quitarme lo mejor a mí.

Había estado pensando en el póster del banco en que se veía la Tierra, variopinta y nueva, con la leyenda que invitaba al espectador a MARCHARSE. Eso le hizo pensar en el «viaje» que había hecho en Nochevieja. Había ido lejos, muy lejos. Pero ¿no lo había disfrutado? El pensamiento se le ocurrió de pronto. Durante los dos últimos meses se había arrastrado de un lado a otro como un perro al que han atrapado las pelotas en una puerta batiente. Pero ¿acaso no había encontrado compensaciones en el camino?

Había hecho cosas que, de otro modo, nunca habría hecho. Los viajes por la autopista, tan estúpidos y libres como una migración. La chica y el sexo, el tacto de sus senos, tan diferente al de Mary. Hablar con un hombre que pertenecía al hampa. Ser aceptado finalmente por ese mismo hombre como una persona seria y digna. La ilegal excitación de arrojar bombas incendiarias, y el terror experimentado cuando pareció que el coche no subiría aquel terraplén para alejarlo de allí. De su reseca alma de ejecutivo medio habían surgido emociones profundas como reliquias de una oscura religión extraídas de un pozo arqueológico. Sabía lo que significaba estar «vivo».

Claro que también había cosas malas. La forma en que había perdido el control en Handy Andy's, gritando a Mary. La aburrida soledad de aquellas dos primeras semanas que pasó solo, por primera vez en veinte años, teniendo como única compañía el terrible y mortal latido de su propio corazón. El ser golpeado por Vinnie —¡precisamente por Vinnie Mason!— en los grandes almacenes. El horrible miedo que experimentó a la mañana siguiente de lanzar las bombas incendiarias contra la construcción. Eso era lo que más persistía en él.

Pero incluso aquellas cosas, por muy malas que fuesen, eran nuevas y, de algún modo, excitantes, como el pensamiento de que podía estar loco o volviéndose loco. Las huellas dejadas en el paisaje interior en su deambular (¿o se había arrastrado?) durante aquellos dos últimos meses eran las únicas huellas. Se había explorado a sí mismo y si lo encontrado le pareció a menudo banal, en algunas ocasiones también fue terrible y hermoso.

Sus pensamientos se dirigieron hacia Olivia, tal y como la había visto por última vez, de pie en la entrada de la autopista, con su cartel sostenido de un modo desafiante a la fría indiferencia de las cosas. Pensó en el póster del banco: MÁRCHESE. ¿Y por qué no? Nada lo retenía allí, excepto una sucia obsesión. No había esposa, y sólo quedaba el fantasma de un hijo. No tenía trabajo, y la casa sería demolida al cabo de una semana y media. Disponía de dinero en efectivo y el coche estaba pagado. ¿Por qué no cogerlo todo y largarse?

Una especie de salvaje excitación se apoderó de él. Se imaginó a sí mismo: apagaba las luces, subía a la ranchera y conducía hasta Las Vegas, con el dinero en el bolsillo. Encontraba a Olivia. Y le decía: ¡MARCHÉMONOS! Conducía después hasta California, vendía el coche y compraba pasajes para los mares del Sur. Desde allí hasta Hong Kong, de Hong Kong a Saigón, Bombay, Atenas, Madrid, París, Londres, Nueva York. Después a…

¿Aquí?

El mundo era redondo, ahí estaba lo terrible del asunto. Le sucedería como a Olivia, cuando se fue a Nevada porque había decidido dejar la droga. Se drogó y fue violada la primera vez que dio la vuelta a la esquina para seguir el nuevo camino, porque el nuevo camino era como el viejo, de hecho siempre era el viejo, y uno lo seguía una y otra vez hasta que lo había desgastado tanto y tan profundamente que tenía que salir de él escalando, y entonces había llegado la hora de cerrar la puerta del garaje, poner el coche en marcha y sentarse a esperar… esperar…

La noche lo rodeó y sus pensamientos daban vueltas y más vueltas, como un gato tratando de agarrarse la cola. Al fin se quedó dormido en el sofá y soñó con Charlie.

11 de enero de 1974

Magliore le llamó a la una y cuarto de la tarde.

—Está bien —le dijo—. Usted y yo haremos un trato. Le costará nueve mil dólares. Pero no creo que eso le haga cambiar de idea.

—¿En efectivo?

—¿Qué quiere decir «en efectivo»? ¿Acaso cree que yo le aceptaría un cheque personal?

—De acuerdo. Lo siento.

—Estará usted mañana en la bolera Revel Lanes a las diez. ¿Sabe dónde está?

—Sí. En la carretera siete. Después de los almacenes Skyview.

—Eso es. En la pista dieciséis habrá dos tipos con camisa verde y el anagrama de Firestone en la espalda. Vaya hacia allí. Uno de ellos le explicará cuanto necesita saber. Y eso lo hará mientras juegan a los bolos. Jugará usted dos o tres partidas. A continuación saldrá del local y conducirá por la carretera hasta la taberna Town Line. ¿Sabe dónde está?

—No.

—Siga la carretera siete dirección oeste. Está a unos tres kilómetros de la bolera, en el mismo lado. Aparque en la parte de atrás. Mis amigos lo harán a su lado. Conducirán una camioneta Dodge Custom azul. Pasarán una caja de su camioneta a la ranchera de usted. Entonces les entrega el sobre. Debo de estar loco, ¿sabe? Debo de estar fuera de mis casillas. Es probable que me agarren por esto. Y entonces dispondré de mucho tiempo para preguntarme por qué cojones lo hice.

—Me gustaría hablar con usted la semana que viene. Personalmente.

—No. Absolutamente no. Yo no soy su confesor. No quiero verle nunca más. No deseo hablar con usted. Si quiere que le diga la verdad, Dawes, ni siquiera deseo ver su nombre escrito en los periódicos.

—Sólo es para tratar una cuestión de inversión. —Magliore hizo una pausa.

—No —dijo finalmente.

—Esto es algo por lo que nadie podrá meterse con usted —dijo él—. Quiero crear una… cuenta en fideicomiso para alguien.

—¿Para su esposa?

—No.

—Pase el martes a verme —dijo al fin Magliore—. Quizá esté dispuesto a verle. O quizá me lo piense mejor.

Y colgó.

De regreso en la sala de estar, pensó en Olivia y en la vida… Las dos parecían estar constante y estrechamente unidas. Pensó en marcharse. Pensó en Charlie y apenas recordó el rostro de su hijo, excepto en forma de fotografía. Entonces, ¿cómo era posible que estuviera sucediendo aquello?

Tomando una resolución repentina, se levantó, se dirigió hacia el teléfono y buscó en VIAJES en las páginas amarillas. Marcó un número. Pero cuando una amistosa voz femenina le contestó al otro extremo de la línea y dijo: «Agencia de viajes Arnold, ¿en qué puedo servirle?», colgó y se apartó rápidamente del teléfono, frotándose las manos con fuerza.

12 de enero de 1974

La bolera Revel Lanes era un edificio largo, iluminado con tubos fluorescentes, donde resonaba la música, los gritos, las conversaciones, los tartamudeantes timbres de las máquinas tragaperras y, por encima de todo, la atronadora concatenación de los bolos que caían y el retumbar de las grandes bolas negras arrojadas sobre las pistas.

Se dirigió hacia el mostrador donde recibió un par de zapatillas rojas y blancas (que el empleado pulverizó ceremoniosamente con un aerosol desinfectante antes de permitirles abandonar su custodia). Después avanzó hacia la pista dieciséis. Los dos hombres ya se encontraban allí. Vio que el que estaba de pie, dispuesto a lanzar la bola, era el mecánico que había reemplazado el silenciador el día que él conoció a Magliore. El tipo sentado ante la mesa de tanteo era uno de los que habían acudido a su casa en la furgoneta de reparaciones de televisión. Tomaba una cerveza en un vaso de plástico. Ambos lo miraron cuando él se aproximó.

—Soy Bart —dijo.

—Yo soy Ray —dijo el hombre sentado ante la mesa—. Y ése Alan —añadió, señalando al mecánico que se disponía a lanzar la bola.

La bola abandonó la mano izquierda de Alan y rodó por la pista. Los bolos saltaron por todas partes, aunque Alan hizo un gesto de contrariedad: dos de ellos habían quedado en pie. Intentó derribarlos con su segunda bola lanzándola sobre el canalón derecho. La bola se metió en el canalón y él volvió a emitir otro sonido de disgusto cuando la máquina colocadora volvió a situar los bolos.

—Es a una tirada —le advirtió Ray—. Siempre sólo a una. ¿Quién te crees que eres?

—No les había dado de lleno. Un poco más y lo habría conseguido. Hola, Bart.

—Hola.

Se estrecharon las manos.

—Me alegra verte —dijo Alan. Después, dirigiéndose a Ray, añadió—: Iniciemos una nueva partida en la que participe Bart. De todos modos, ésta me la has ganado.

—Claro.

—Adelante, tú primero, Bart —dijo Alan.

Hacía por lo menos cinco años que no jugaba a los bolos. Seleccionó una bola de seis kilos que se adaptara bien a sus dedos y no tardó en lanzarla. La bola se metió por el canalón de la izquierda. Observó su avance, sintiéndose ridículo. Llevó más cuidado con el siguiente lanzamiento, pero finalmente se desvió y sólo derribó tres bolos. Ray consiguió un pleno. Alan derribó nueve a la primera y el último, con la siguiente.

Después de cinco tiradas, Ray tenía 89 puntos, Alan 76 y Bart 40. Pero disfrutaba la sensación de sudor que sentía en la espalda y el insólito ejercicio de ciertos músculos que raras veces tenían oportunidad de moverse.

Estaba ya tan concentrado en el juego que no supo de qué hablaba Ray cuando le dijo:

—Se llama malglinita.

Lo miró, frunciendo un poco el entrecejo al escuchar la palabra desconocida, y entonces comprendió. Alan estaba frente a la pista, sosteniendo su bola y mirando seriamente hacia adelante, concentrado en los dos palos separados que le faltaban por derribar.

—Muy bien —dijo.

—Se fabrica en cartuchos de unos diez centímetros de longitud. Hay cuarenta cartuchos. Cada uno de ellos tiene una fuerza explosiva equivalente a la de sesenta cartuchos de dinamita.

—Oh —exclamó, sintiendo una repentina punzada en el estómago.

Alan lanzó su bola y dio un salto en el aire cuando logró derribar ambos bolos.

Él lanzó su bola, derribó siete y volvió a sentarse. Ray logró un pleno. Alan cogió una bola y la sostuvo bajo la barbilla, frunciendo el entrecejo hacia el fondo de la pista. A continuación hizo sus cuatro pasos reglamentarios de aproximación.

—Hay más de cien metros de mecha. Se necesita una carga eléctrica para hacerla explotar. Se le podría aplicar una antorcha y no ocurriría nada, excepto que se desharía. Eso… ¡Oh, ésa ha sido muy buena, Al!

Al había logrado un pleno perfecto.

Se levantó, lanzó dos bolas y volvió a sentarse. Ray lanzó.

Mientras Alan se aproximaba a la pista, Ray siguió diciendo:

—Se necesita electricidad, que se consigue por medio de una batería de acumuladores. ¿Lo ha comprendido?

—Sí.

Miró su puntuación: 47. Siete más que su edad.

—Puede cortar largos trozos de mecha, empalmarlos y lograr una explosión simultánea, ¿lo ha comprendido?

—Sí.

Alan consiguió otro pleno. Cuando regresó, sonriente, Ray le dijo:

—No puedes confiar en conseguir siempre un pleno si lanzas de ese modo.

—Ya lo veremos, sólo me llevas ocho de ventaja.

Él lanzó, derribó seis bolos y se sentó. Ray alcanzó un nuevo pleno. Había logrado 116 puntos en siete lanzamientos. Al sentarse, Ray le dijo:

—¿Alguna pregunta?

—No. ¿Podemos marcharnos al final de esta partida?

—Claro. Pero no se sentiría tan mal si hiciese un poco de ejercicio. Usted gira la mano cuando lanza. Ése es su problema.

Alan volvió a lanzar de un modo perfecto, pero en esa ocasión le quedó un bolo en un extremo y regresó hacia ellos con el ceño fruncido.

—Ya te dije que no confiaras en ese tipo de lanzamiento —comentó Ray, sonriente.

—Vete al diablo —gruñó Alan. Él volvió a lanzar y la bola se metió por el canalón.

—Hay algunos tipos que no aprenden nunca —dijo Ray echándose a reír—. ¿Lo sabías? Nunca aprenden.

La taberna Town Line tenía un enorme cartel de neón rojo que hacía caso omiso de la crisis energética. Se apagaba y encendía con una estúpida y eterna confianza. Bajo el neón rojo había un entoldado blanco donde se leía: ESTA NOCHE LOS FABULOSOS OYSTERS. VENIDOS DIRECTAMENTE DE BOSTON.

A la derecha de la taberna había un aparcamiento de tierra apisonada, lleno con los coches de los clientes del sábado por la noche. Al llegar allí, vio que se extendía hacia la parte de atrás, formando una L. Allí había varios lugares libres. Aparcó en uno vacío, apagó el motor y bajó del coche.

La noche era despiadadamente fría, de esas noches que no parecen tan frías hasta que uno se da cuenta de que tiene las orejas entumecidas quince segundos después de estar en el exterior. En el cielo, un millón de estrellas titilaba con un brillo magnífico. A través de la pared trasera del local oyó a los fabulosos Oysters interpretando After Midnight. Recordó que aquella canción la había escrito J. J. Cale, y se preguntó de dónde habría sacado aquella información tan inútil. Era extraña la forma en que el cerebro humano se llenaba de basura. Era capaz de recordar quién había escrito After Midnight y, en cambio, no podía recordar el rostro de su hijo. Parecía algo muy cruel.

La camioneta Custom Cab aparcó junto a su coche; Ray y Alan bajaron de ella. Ahora se mostraban muy en plan de negocios, ambos llevaban puestos pesados guantes y parkas del ejército.

—Tiene usted cierto dinero para nosotros, ¿verdad? —preguntó Ray.

Se sacó el sobre del bolsillo del abrigo y se lo entregó. Ray lo abrió y pasó un dedo por el canto de los billetes, estimándolos más que contándolos.

—Muy bien. Abra su coche.

Ray abrió la portezuela trasera de la ranchera (que, en los folletos de la Ford, era denominada «Puerta Mágica») mientras los dos hombres sacaban una pesada caja de madera que transportaron cuidadosamente hasta su coche.

—La mecha está en el fondo —dijo Ray, expeliendo chorros blancos y vaporosos de su nariz—. Recuerde que necesita un contacto eléctrico. De otro modo, ya podría utilizar esto como velas de cumpleaños.

—Lo recordaré.

—Y debería jugar más a los bolos. Tiene un balanceo poderoso.

Los dos hombres regresaron a la camioneta y se alejaron. Pocos momentos después él también se marchó, dejando a los fabulosos Oysters haciendo lo que quisieran. Tenía las orejas heladas y le picaron cuando la calefacción las calentó.

Al llegar a casa transportó la caja al interior y la abrió, utilizando un destornillador como palanca. El material tenía exactamente el aspecto que Ray le había descrito: como velas de cera grisácea. Por debajo de las barras de explosivo y de una capa de periódicos había dos gruesos rollos de mecha, asegurados con cinta de plástico, idéntica a la que él mismo utilizaba para cerrar las bolsas de basura.

Dejó la caja en el armario de la sala de estar y trató de olvidarse de ella, pero parecía emitir emanaciones diabólicas que, partiendo de aquel armario, se extendían por toda la casa, como si algo demoníaco hubiese ocurrido allí varios años antes, algo que, con toda lentitud y segundad, lo había impregnado todo.

13 de enero de 1974

Se dirigió hacia Landing Strip, y deambuló de un lado a otro por las calles, buscando el lugar donde trabajaba Drake. Vio grandes edificios de viviendas, de apariencia tan frágil que daban la impresión de que se desmoronarían si se retirasen los edificios construidos a ambos lados. Un bosque de antenas de televisión se elevaba de los tejados de cada uno, recortándose contra el cielo como el cabello de una persona aterrorizada. Bares, cerrados hasta el mediodía. Un coche abandonado en medio de una calle lateral, sin neumáticos, sin faros, sin embellecedores, lo que le daba el aspecto del blanqueado esqueleto de una vaca en medio del valle de la Muerte. Había vidrios rotos en las aceras. Todas las casas de empeño y licorerías tenían rejas plegables en las ventanas y escaparates. Eso es lo que aprendimos de los disturbios raciales de hace ocho años, pensó. A prevenir el saqueo en caso de emergencia. A medio camino de la Venner Street vio la pequeña entrada de un local con un cartel con letras inglesas de tipo antiguo que anunciaba: CAFETERÍA DROP DOWN MAMMA.

Aparcó, cerró el coche y entró en el local. Sólo había dos clientes, un joven negro con un abrigo desproporcionadamente grande que parecía estar dormitando, y un viejo borracho blanco que bebía café en una gruesa taza de porcelana blanca. Cada vez que se llevaba la taza a la boca, las manos le temblaban inconteniblemente. Su piel era amarillenta y cuando levantó la mirada hacia él, vio que sus ojos estaban obsesionados por la luz, como si el hombre se hallara atrapado dentro de aquella nauseabunda prisión, demasiado profunda para salir de ella.

Drake estaba sentado detrás del mostrador, al fondo, cerca de una plancha caliente de dos quemadores. Sobre la plancha había un cacharro con agua caliente y otro con café. En el mostrador se veía una caja de puros abierta, con calderilla dentro. Había también dos letreros, escritos sobre papel basto. Uno de ellos informaba:

MENÚ

Café 15 c

Té l5c

Soda 25 c

Balogna 30 c

PB & J 25 c

Hot dog 35 c

El otro cartel rezaba:

¡POR FAVOR, ESPERE A SER SERVIDO! Los que trabajan aquí son VOLUNTARIOS y si usted se sirve a sí mismo, hace que se sientan inútiles y estúpidos. Espere, por favor, y recuerde:

¡DIOS LO AMA!

Drake levantó la mirada de la revista que estaba leyendo, un manoseado ejemplar de The National Lampoon. Por un momento, en sus ojos apareció esa extraña sombra peculiar que se apodera de un hombre que busca mentalmente el nombre correcto de alguien. Finalmente, dijo:

—Señor Dawes, ¿cómo está usted?

—Bien. ¿Puedo tomar una taza de café?

—Desde luego. —Cogió una de las gruesas tazas de la pirámide que había tras él y sirvió el café—. ¿Leche?

—Solo. —Entregó a Drake un cuarto de dólar y éste le devolvió una moneda de diez centavos que sacó de la caja de puros—. Quiero darle las gracias por lo de la otra noche, y también quisiera hacer una contribución.

—No hay nada que agradecer.

—Sí, lo hay. Aquella fiesta fue lo que puede considerarse como una mala escena.

—Los químicos pueden hacer eso. No siempre, pero a veces ocurre. El verano pasado, unos chicos trajeron a un amigo que había tomado ácido en el parque municipal. El muchacho se puso a gritar porque creía que las palomas lo perseguían para comérselo a picotazos. Suena a una historia de horror del Reader's Digest, ¿verdad?

—La muchacha que me dio la mescalina me dijo que, en cierta ocasión, extrajo la mano de un hombre del fregadero. Más tarde, no sabía si aquello había ocurrido de verdad o no.

—¿Quién era ella?

—Realmente no lo sé —contestó con sinceridad—. En cualquier caso, tenga.

Dejó un rollo de billetes de banco sobre el mostrador, cerca de la caja de puros. El rollo estaba asegurado con una goma elástica.

Drake frunció el entrecejo, sin tocar el dinero.

—En realidad, es para este lugar —dijo él. Estaba seguro de que Drake lo sabía, pero necesitaba llenar el silencio del hombre.

Drake le quitó la goma elástica, sosteniendo los billetes en la mano izquierda y manipulándolos con la derecha, en la que se veía aquella terrible cicatriz. Contó el dinero lentamente.

—Son cinco mil dólares —dijo.

—Sí.

—¿Se sentiría ofendido si le preguntase dónde…?

—¿Lo conseguí? —le interrumpió él—. No, no me sentiría ofendido. Ese dinero procede de la venta de mi casa al ayuntamiento de esta ciudad. Van a construir una carretera a través de ella.

—Y su esposa, ¿está de acuerdo?

—Mi esposa no tiene nada que decir sobre la cuestión. Estamos separados. Pronto nos divorciaremos. Ella dispone de la mitad de la venta para que haga lo que crea más conveniente.

—Comprendo.

Detrás de ellos, el viejo borracho comenzó a murmurar. No era el tarareo de una canción, sino simplemente un murmullo.

Drake empujó suavemente los billetes con el dedo índice de la mano derecha. Las esquinas de los billetes estaban curvadas como consecuencia de haber estado enrollados.

—No puedo aceptarlo —dijo Drake finalmente.

—¿Por qué no?

—¿Acaso no recuerda nuestra conversación?

—No tengo ningún plan en ese sentido.

—Creo que sí. Un hombre con los pies bien plantados en este mundo no entrega su dinero por capricho.

—Esto no es un capricho —le aseguró él con firmeza.

—¿Cómo lo llamaría usted? —preguntó Drake mirándole fijamente—. ¿Una amistad hecha por casualidad?

—Demonios, he entregado dinero a gente a la que no he visto jamás. Investigadores del cáncer, una fundación infantil, un hospital de distrofia muscular en Boston. Y yo nunca he estado en Boston.

—¿Se refiere a sumas tan importantes como ésta?

—No.

—Y, además, es dinero en efectivo, señor Dawes. Un hombre que sabe qué ha de hacer con su dinero nunca va por ahí con tanto billete en el bolsillo. Cobra con cheques, firma papeles. Incluso para jugar al póquer utiliza fichas. Eso hace que el dinero sea algo simbólico. Y, en nuestra sociedad, un hombre que no sabe qué hacer con su dinero tampoco sabe qué hacer con su vida.

—Ésa es una actitud condenadamente materialista para un…

—¿Sacerdote? Le dije que ya no soy sacerdote. Desde que ocurrió esto. —Levantó la mano con la horrible cicatriz—. ¿Quiere que le diga cómo consigo el dinero para mantener en pie este lugar? Llegamos demasiado tarde para recibir caridad institucional de organismos como la United Fund o la City Appeal Fund. La gente que trabaja aquí está jubilada. Son ancianos que no comprenden a los jóvenes que vienen por aquí, pero que están dispuestos a hacer algo además de asomarse a una ventana del tercer piso para contemplar la calle durante todo el día. He reunido a modo de prueba a varios chicos para formar grupos musicales que toquen gratuitamente los viernes y sábados por la noche. Son conjuntos que acaban de empezar y que necesitan darse a conocer. Pasamos el sombrero. Pero los únicos que pueden untar de verdad son los de arriba, los ricos. Hago giras. Hablo a las damas que se reúnen para tomar el té. Les hablo de estos muchachos casi andrajosos que a veces duermen bajo los viaductos y que hacen fogatas con periódicos para no congelarse en invierno. Les hablo de la muchachita de quince años que había estado en la carretera desde 1971, y que acudió aquí con enormes piojos blancos correteando por su cabeza y su vello púbico. Les hablo de todas las enfermedades venéreas que hay en Norton. Les hablo de los cazadores, tipos que deambulan por las terminales de autobuses en busca de chicos perdidos, ofreciéndoles trabajo como prostitutos. Les hablo de cómo esos chicos terminan por chupársela a un tipo en el lavabo de un cine por diez dólares, quince si se tragan lo que salga. El cincuenta para el chico, y el otro cincuenta para su chulo. Y esas damas abren los ojos desmesuradamente, conmocionadas, y se enternecen, y es probable que también se les humedezcan los muslos, pero terminan por entregar algo, y eso es lo que importa. A veces se puede llegar a conmover a una de ellas y obtener una contribución superior a los diez dólares. Y la dama en cuestión le lleva a uno a cenar en su casa de Crescent, le presenta a su familia, y le pide a uno que bendiga la mesa una vez que la doncella ha servido el primer plato. Y uno lo hace, sin importarle el mal sabor que tengan las palabras en la boca, y le acaricia la cabeza al pequeño, porque siempre hay un pequeño, Dawes, sólo uno, no como las nauseabundas conejas de esta parte de la ciudad que cada una cría un regimiento. Y uno dice «¡Qué jovencito más inteligente tienen aquí!», o bien «¡Qué niña tan bonita!», y si uno tiene suerte, la dama en cuestión invitará a sus amigas del club de campo para que escuchen a esta especie de sacerdote marginal, que probablemente es un radical que compra armas para los Panteras Negras o para la Liga de Liberación de Argelia, y uno juega un poco a ser el viejo padre Brown, y a sonreír hasta que le duele el rostro. A todo eso se le conoce como «sacudir el árbol del dinero», y se hace en el más elegante de los ambientes, pero cuando uno regresa a casa se siente como si se hubiese arrodillado y se la hubiese tenido que chupar a uno de esos hombres de negocios del centro en los establos del Cinema 41. Pero ¡qué demonios!, ése es mi juego, eso forma parte de mi «expiación», si usted me permite la palabra. Pero mi expiación no incluye la necrofilia. Y eso, señor Dawes, es lo que usted me está ofreciendo. Y ésa es la razón por la que tengo que decirle que no.

—¿Expiación por qué?

—Eso es algo entre Dios y yo —contestó Drake con una sonrisa retorcida.

—En tal caso, ¿por qué elegir ese método de financiación, si le resulta personalmente tan repugnante? ¿Por qué no…?

—Lo hago de este modo porque es la única forma posible. Estoy metido en esto, encerrado en esto.

Con una repentina y horrible punzada de desesperación, él se dio cuenta de que Drake acababa de explicar por qué había acudido allí, por qué había hecho todo lo que había hecho.

—¿Se encuentra bien, señor Dawes? Parece usted…

—Me encuentro perfectamente. Quiero desearle mucha suerte. Aun cuando no vaya usted a ninguna parte.

—No tengo ilusiones —dijo Drake, y sonrió—. Debería usted reconsiderar… no hacer nada drástico. Hay alternativas.

—¿Las hay? —preguntó él, devolviéndole la sonrisa—. Cierre este local ahora mismo. Salga conmigo y haremos negocios juntos. Le estoy haciendo una proposición seria.

—Se está burlando de mí.

—No —le aseguró—. Quizá alguien se está burlando de ambos.

Se volvió, enrollando de nuevo los billetes en un cilindro apretado. El muchacho seguía dormitando. El viejo había dejado la taza medio vacía sobre la mesa y la miraba con una expresión bobalicona. Seguía murmurando algo. Al pasar junto a él, dejó caer el rollo de billetes sobre la taza de café, salpicando de líquido la mesa. Se marchó rápidamente hacia su coche, esperando que Drake saliera tras él y lo retuviera, quizá para salvarle. Pero Drake no lo hizo, esperando quizá que él regresara y se salvara a sí mismo.

En lugar de hacerlo así, subió a su coche y se alejó.

14 de enero de 1974

Se dirigió hacia los almacenes Scars, en el centro de la ciudad. Allí compró una batería de automóvil y un par de cables de conexión. En la parte lateral de la batería aparecían impresas en plástico las palabras MATRIZ DURA.

Regresó a casa y lo dejó todo en el armario, junto a la caja de madera. Pensó qué ocurriría si la policía acudía a su casa con una orden de registro. Armas en el garaje, explosivos en la sala de estar, una gran cantidad de dinero en efectivo en la cocina. B. G. Dawes, desesperadamente revolucionario. Agente secreto X-9 en la nómina de un cártel extranjero, demasiado horrible para ser mencionado. Estaba suscrito al Reader's Digest, lleno de historias de espías, junto con una interminable serie de cruzadas, antitabaco, antipornografía, anticrimen. Resultaba siempre mucho más aterrador cuando el supuesto espía era blanco, anglosajón y religioso, uno de los «nuestros». Agentes del KGB en Willmette o Des Moines, pasando microfilmaciones en la sección de préstamos de la biblioteca del drugstore, planeando derrocar la república en cines para automovilistas, comiendo hamburguesas con un diente hueco en el que se ocultaba la cápsula de ácido prúsico…

Sí, una orden de registro y lo crucificarían. Pero ya no sentía miedo alguno. Las cosas parecían haber progresado más allá de ese punto.

15 de enero de 1974

—Dígame qué quiere hacer —pidió débilmente Magliore.

Neviscaba en el exterior; la tarde era gris y triste, un día en el que cualquier autobús municipal sacudiéndose bajo el tiempo gris y membranoso, arrojando partículas de barro de todas direcciones con sus enormes ruedas, parecería como una quimera de fantasías maniaco-depresivas, cuando ya el simple acto de vivir era un poco psicopático.

—¿Mi casa? ¿Mi coche? ¿Mi esposa? Le daré cualquier cosa, Dawes. Sólo le pido que me deje tranquilo en mis últimos años.

—Mire —dijo él sintiéndose azorado—. Sé que soy como la peste.

—Sabe que es como la peste —repitió Magliore dirigiéndose a las paredes. Elevó las manos y las volvió a dejar caer sobre sus rollizos muslos—. Entonces, ¿por qué no se detiene, en el nombre de Dios?

—Esto será lo último que le pida. —Magliore puso los ojos en blanco.

—Debería ser hermoso —dijo de nuevo a las paredes—. ¿De qué se trata?

—Aquí tiene dieciocho mil dólares —dijo, sacando un fajo de billetes—. Tres mil son para usted. Es el pago por encontrar a alguien.

—¿A quién quiere encontrar?

—A una chica en Las Vegas.

—¿Y los quince mil restantes son para ella?

—Sí. Quiero que se haga cargo de ese dinero y lo invierta en cualquier operación en que valga la pena invertirlos. Y que le pague a ella los dividendos.

—¿Se refiere a operaciones legítimas?

—A las que produzcan los mejores beneficios. Confío en su buen juicio.

—Confía en mi buen juicio —informó Magliore a las paredes—. Las Vegas es una ciudad grande, señor Dawes. Una ciudad llena de transeúntes.

—¿No tiene usted conexiones allí?

—Pues claro que las tengo. Pero creo entender que estamos hablando de una muchacha medio hippie, que a estas horas puede haberse marchado ya a San Francisco o a Denver…

—Ella se llama Olivia Brenner. Y creo que todavía está en Las Vegas. Últimamente trabajaba en un restaurante de comidas rápidas…

—De los que hay por lo menos dos millones en Las Vegas —lo interrumpió Magliore—. ¡Jesús, María y José!

—Vive en un apartamento con otra chica, o al menos vivía cuando hablé con ella la última vez. No sé dónde. Mide metro setenta de estatura, tiene el cabello oscuro y los ojos verdes. Buena figura. Veintiún años de edad. Al menos, eso es lo que ella dice.

—¿Y si no puedo localizar a esa maravillosa pieza de mierda?

—Invierta el dinero y quédese usted con los beneficios. Considérelo como un pago por las molestias.

—¿Cómo sabe usted que no haré eso de todos modos?

Él se levantó, dejando los billetes sobre la mesa de Magliore.

—Eso nunca puedo asegurarlo. Pero tiene usted cara de ser honrado.

—Escuche —dijo Magliore—. Mi intención no es la de morderle el culo. Usted es un hombre a quien ya se lo han mordido bastante. Pero esto no me gusta. Es como si me convirtiera en el ejecutor de su condenada última voluntad y testamento.

—Niéguese a ello si opina así.

—No, no, no, no me entiende. Si ella está todavía en Las Vegas y se llama realmente Olivia Brenner, creo que puedo encontrarla sin grandes problemas, y ganar tres mil pavos por eso es algo más que justo. Eso no me hace ningún daño, ni en un sentido ni en otro. Pero usted me intriga, Dawes. Realmente se halla encerrado en una especie de callejón sin salida.

—Sí.

Magliore frunció el entrecejo, mirando hacia el cristal de la mesa, debajo del cual estaban las fotografías de él mismo, su esposa y sus hijos.

—De acuerdo —dijo Magliore—. Está bien, por ser la última vez. Pero nunca más, Dawes. En absoluto. Si vuelvo a verle o me llama por teléfono, olvídese de todo. Lo digo en serio. Bastantes problemas tengo yo para meterme en los suyos.

—Estoy de acuerdo con esa condición. —Tendió la mano, no muy seguro de que Magliore se la estrechara, pero éste lo hizo.

—Para mí, usted no tiene ningún sentido —replicó Magliore—. ¿Por qué demonios ha de agradarme un tipo que carece de sentido para mí?

—Es una expresión sin sentido —dijo él—. Y si lo duda, piense por un momento en la perra del señor Piazzi.

—Le aseguro que pienso mucho en ella —repuso Magliore.

16 de enero de 1974

Cogió el sobre manila que contenía el talonario de cheques, lo llevó al buzón de correos que había en la esquina y lo echó en él. Aquella tarde se fue a ver una película titulada El exorcista porque Max von Sydow actuaba en ella, y él siempre había admirado a Max von Sydow. En una escena de la película una niña pequeña vomitaba a un sacerdote católico en el rostro. Algunas de las personas sentadas en las filas de atrás gritaron de entusiasmo.

17 de enero de 1974

Mary le llamó por teléfono. Su voz sonaba aliviada, alegre, y eso hizo que todo fuera más fácil.

—Has vendido la casa —dijo ella.

—Así es.

—Pero aún sigues ahí.

—Sólo hasta el sábado. He alquilado una gran granja en el campo. Voy a intentar salir adelante.

—Oh, Bart. Eso me parece maravilloso. Me alegro mucho. —Él se dio cuenta de por qué resultaba todo tan fácil: porque ella era una hipócrita. No se alegraba por nada. Simplemente había arrojado la toalla—. En cuanto al talonario de cheques…

—Sí.

—Has dividido el dinero en dos partes iguales, ¿verdad?

—En efecto. Si quieres comprobarlo, puedes llamar al señor Fenner…

—No. Oh, no era eso. —Y casi pudo verla haciendo gestos de rechazo con la mano—. Lo que quiero decir es que… has separado el dinero así… ¿Significa que…?

Dejó astutamente la pregunta en el aire y él pensó:

«Oh, zorra, me tienes harto. Vete al infierno».

—Sí, supongo que sí. Eso significa divorcio…

—¿Lo has pensado bien? ¿Has tenido en cuenta…?

—Lo he pensado mucho.

—Yo también. Creo que es la única cosa que podemos hacer. Pero no tengo nada contra ti, Bart. No estoy enojada contigo.

«Cielo santo, ha estado leyendo todas esas noveluchas. Seguro que ahora me dice que va a reanudar sus estudios». Se sorprendió ante la amargura de sus pensamientos. Ya creía haber dejado atrás aquella parte.

—¿Qué harás?

—Voy a reanudar mis estudios —contestó ella y no hubo hipocresía en su tono de voz, que sonó excitada, brillante—. He rescatado mi último libro de notas. Estaba en la buhardilla de mamá, junto con mis ropas viejas. ¿Sabes que sólo necesito aprobar unas cuantas asignaturas para graduarme? Bart, ¡apenas me queda un año para conseguirlo!

Se imaginó a Mary arrastrándose por la buhardilla de la casa de su madre, y la imagen se contrapuso a la de sí mismo buscando ansiosamente un montón de ropas de Charlie. Alejó aquellos pensamientos de su mente.

—¿Bart? ¿Sigues ahí?

—Sí. Me alegra que estar sola otra vez te complazca tanto.

—Bart —dijo ella con un tono de reproche. Pero ahora ya no tenía necesidad de gritarle nada, de jorobarla o de hacer que se sintiera mal. Las cosas habían llegado tan lejos que eso ya no importaba. La perra del señor Piazzi, después de haber mordido, continúa su camino. Aquel pensamiento le pareció divertido y se echó a reír por lo bajo.

—Bart, ¿estás llorando? —preguntó ella. Lo dijo con voz tierna, hipócrita pero tierna.

—No —se limitó a contestar con firmeza.

—Bart, ¿puedo hacer algo? Si es así, deseo hacerlo.

—No. Creo que estaré bien. Y me alegro de que reanudes tus estudios. Escucha, este divorcio… ¿quién lo pide? ¿Tú o yo?

—Creo que sería mejor que lo pidiera yo —contestó ella tímidamente.

—Muy bien. De acuerdo.

Hubo un silencio y, de pronto, ella lanzó la pregunta de sopetón, como si las palabras se le hubiesen escapado sin su conocimiento o aprobación.

—¿Te has acostado con alguien desde que yo me marché?

Él reflexionó sobre la pregunta y las distintas formas que tenía de contestarla: decir la verdad, una mentira o una evasión que le hiciera perder el sueño aquella noche.

—No —contestó cuidadosamente, y añadió—: ¿Y tú?

—Pues claro que no —contestó ella, arreglándoselas para parecer asombrada y contenta al mismo tiempo—. No haría una cosa así.

—Terminarás por hacerlo.

—Bart, será mejor que no hablemos de sexo.

—Muy bien —dijo él tranquilamente, aunque había sido ella quien sacara a relucir el tema.

Siguió buscando algo agradable que decirle, algo que ella recordara. Pero no se le ocurrió nada y, además, no sabía para qué demonios quería que ella lo recordara, al menos tal y como estaban las cosas. Habían pasado buenos años juntos. Estaba seguro de que debían haber sido buenos porque no recordaba gran cosa de lo ocurrido en aquel tiempo, excepto, quizá, aquella loca apuesta para comprar el televisor.

—¿Recuerdas cuando llevamos a Charlie por primera vez al jardín de infancia? —preguntó él por fin.

—Sí. Se echó a llorar y tú dijiste que se vendría con nosotros. No querías dejarle allí, Bart.

—Y tú sí.

Ella dijo algo a modo de justificación, en un tono ligeramente herido, pero él estaba recordando la escena y no le prestó atención. El jardín de infancia era dirigido por la señora Ricker. Poseía un certificado estatal, y daba a los niños un buen almuerzo caliente antes de enviarlos de regreso a casa, a la una de la tarde. La escuela estaba situada abajo, en un sótano amplio, y cuando bajaron la escalera, con Charlie entre ellos, él se sintió como un traidor, como un granjero que acariciaba la vaca que llevaba al matadero. Charlie había sido un chico guapo. Cabello rubio, que se había oscurecido un poco con el tiempo, ojos azules y observadores, manos que habían actuado inteligentemente, incluso cuando sólo era un bebé. Y el chico se quedó de pie entre ellos, al final de la escalera, más tieso que un palo, observando a los otros niños, que se dedicaban a corretear y a colorear y a cortar papel con tijeras sin puntas. Había muchos y Charlie nunca había parecido tan vulnerable como en aquel instante, simplemente por observar a los otros niños. En sus ojos no había alegría ni temor, únicamente observación, una especie de actitud marginal, y él nunca se había sentido más padre de su hijo que en aquel momento, nunca había estado tan cerca del curso de sus pensamientos. La señora Ricker se acercó a ellos, sonriendo como una barracuda, diciendo: «Nos alegra tanto verte aquí, Chuck», y él sintió ganas de gritar:

«¡Ése no es su nombre!». Cuando la mujer tendió la mano, Charlie no se la estrechó. Se limitó a mirarla, de modo que ella se la pasó por la espalda, y empezó a empujarle suavemente hacia los demás niños. El niño avanzó dos pasos y entonces se detuvo, volvió la vista hacia ellos, y la señora Ricker les dijo muy serenamente: «Ya pueden ustedes marcharse. Estará bien aquí». Mary tuvo que cogerle del brazo y decirle: «Vamos, Bart», porque él se había quedado helado mirando a su hijo, y sabía que los ojos del pequeño le estaban diciendo: «¿Vas a permitir que me hagan esto, George?», y sus propios ojos le respondían: «Sí, supongo que sí Freddy». Él y Mary empezaron a subir la escalera, dando la espalda a Charlie, la cosa más terrible que puede ver un niño pequeño, y Charlie empezó a gemir. Pero los pasos de Mary no vacilaron porque el amor de una mujer es algo extraño y cruel, y casi siempre perspicaz; el amor que ve es siempre un amor horrible, y ella sabía que lo correcto era marcharse, y eso se disponía a hacer, sin tener en cuenta el llanto del niño, considerándolo como una parte más de su desarrollo infantil, como las rodillas peladas a causa de una caída. Él, por su parte, sintió en el pecho un dolor tan agudo, tan físico, que se preguntó por un momento si no estaría sufriendo un ataque al corazón. El dolor pasó con rapidez, dejándole tembloroso e incapaz de interpretarlo, pero ahora creía que aquel dolor había sido sencillamente el producido por el adiós. Las espaldas de los padres no son la cosa más terrible. Lo más terrible de todo es la velocidad con que los niños desprecian esas mismas espaldas y vuelven su atención hacia sus propios asuntos… hacia el juego, al rompecabezas, el nuevo amigo y, finalmente, la muerte. Aquéllas eran las cosas terribles que ahora sabía con certeza. Charlie había empezado a morir mucho antes de caer enfermo, y no hubo allí nadie para impedirlo.

—¿Bart? —le llamó ella—. ¿Sigues ahí, Bart?

—Estoy aquí.

—¿Qué bien te hace estar pensando en Charlie todo el tiempo? Eso te está devorando. Eres su prisionero.

—Pero tú eres libre —replicó él—. Sí.

—¿Quieres que vea al abogado la semana que viene?

—Me parece bien. De acuerdo.

—No deberíamos convertirlo en algo asqueroso, ¿no te parece, Bart?

—No. Será algo muy civilizado.

—¿No cambiarás de opinión y te opondrás?

—No.

—Yo… te llamaré.

—Sabías que había llegado el momento de dejarlo, y eso fue lo que hiciste. Desearía poder tener ese mismo instinto.

—¿De qué hablas?

—De nada. Adiós, Mary. Te amo.

Se dio cuenta de que lo había dicho después de colgar. Lo había dicho automáticamente, sin sentimientos… como una puntuación verbal. Pero no era un mal final. En absoluto.

18 de enero de 1974

—¿De parte de quién, por favor? —preguntó la voz de la secretaria.

—De Bart Dawes.

—¿Quiere esperar un momento?

—Desde luego.

Le dejó esperando, con el auricular silencioso pegado a la oreja, dando golpecitos con el pie en el suelo y mirando por la ventana, hacia la calle fantasma en que se había convertido Crestallen Street West. Era un día luminoso, pero muy frío, con una temperatura de un par de grados sobre cero, pero con un viento tan frío que daba la impresión de que estuvieran bajo cero. El viento levantaba remolinos de nieve en la calle hacia donde estaba la casa de los Hobart, ahora tristemente en silencio, como un cascarón vacío en espera de la bola de derribos. Los Hobart se habían llevado hasta las contraventanas.

Se escuchó un clic y a continuación la voz de Steve Ordner dijo:

—Bart, ¿cómo estás?

—Estupendo.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Llamo por lo de la lavandería —dijo—. Me preguntaba qué había decidido hacer la corporación sobre la reinstalación.

Ordner suspiró y con una reserva de cierto buen humor contestó:

—Un poco tarde para eso, ¿no te parece?

—No he llamado para que me muerdas con eso, Steve.

—¿Y por qué no? Sin duda alguna tú has mordido a todos con ese asunto. Bueno, no importa. El consejo ha decidido abandonar el negocio de la lavandería industrial. Las lavanderías automáticas, en cambio, se mantendrán; están funcionando bien. Sin embargo, vamos a cambiar el nombre de la cadena. Le pondremos «Lavado automático». ¿Cómo te suena eso?

—Terrible —contestó con aire ausente—. ¿Por qué no despides a Vinnie Mason?

—¿A Vinnie? —Ordner pareció sorprendido—. Vinnie está haciendo un buen trabajo para nosotros. Está adquiriendo grandes responsabilidades. Debo decirte que no esperaba tanta amargura por tu parte…

—Vamos, Steve. Ese trabajo no tiene más futuro que el de un portero de viviendas viejas. Dale algo que valga la pena o despídele.

—Me temo que eso no es asunto tuyo, Bart.

—Le has atado un buen sambenito alrededor del cuello, y él ni siquiera lo sabe porque aún no se huele nada. Sigue creyendo que todo va bien.

—Tengo entendido que te golpeó un poco antes de Navidad.

—Le dije la verdad, y eso no le gustó.

—«Verdad» es una palabra muy escurridiza, Bart. Creía que lo habías comprendido así mejor que nadie, sobre todo después de todas las mentiras que me dijiste.

—Eso sigue picándote, ¿verdad?

—Cuando uno descubre que un hombre a quien se creía bueno está lleno de mierda, eso puede picarle a uno, sí.

—Picarle a uno —repitió él—. ¿Sabes una cosa, Steve? Eres la única persona que he conocido en mi vida capaz de decir algo así. Suena como un anuncio en un aerosol.

—¿Querías decirme algo más, Bart?

—No, nada. Sólo quería que dejaras de ensañarte con Vinnie, eso es todo. Es un buen hombre. Y lo estás echando a perder. Y eso es algo que tú sabes muy bien.

—Te lo repito, ¿por qué razón iba a querer ensañarme con Vinnie?

—Porque a mí no puedes hacerme nada.

—Te estás volviendo paranoico, Bart. No siento el menor deseo de hacerte nada, excepto olvidarte.

—¿Por esa razón has comprobado si alguna vez hice que me lavaran gratuitamente la ropa en la empresa? ¿O si me llevé a casa alguna sábana de motel? Tengo entendido que incluso has revisado los vales de la calderilla de los últimos cinco años.

—¿Quién te ha dicho eso? —ladró Ordner. Parecía sorprendido, desequilibrado.

—Alguien de tu organización —mintió él alegre—. Alguien a quien no le caes muy bien. Alguien que pensó que yo soltaría la pelota con tiempo suficiente para que se viera en la próxima reunión de directores.

—¿Quién?

—Adiós, Steve. Piensa en Vinnie Mason, y yo pensaré con qué personas puedo o no puedo hablar.

—¡No me cuelgues! ¡No me…!

Colgó, sonriendo. Hasta el mismo Steve Ordner tenía los proverbiales pies de barro. ¿A quién le recordaba Steve? Una investigación judicial de la armada. Helado de fresa robado de la despensa. Herman Wouk. Capitán Queeg, eso era. Humphrey Bogart había interpretado ese papel en una película. Se echó a reír con fuerza y cantó:

Todos necesitamos a alguien como Queeg. Y, si tú quieres, ¿por qué no te haces Queeg conmigo?

Estoy loco, de acuerdo, pensó, riendo todavía. Pero, al parecer, eso representa tener ciertas ventajas. Se le ocurrió pensar que una de las señales más seguras de locura era un hombre solo, riendo en medio del silencio, en una calle vacía llena de casas vacías. Pero aquel pensamiento no acalló su buen humor y rió más fuerte, de pie ante el teléfono, sacudiendo la cabeza y riendo.

19 de enero de 1974

Cuando oscureció, salió al garaje y cogió las armas de fuego. Cargó la Magnum cuidadosamente, siguiendo las instrucciones señaladas en el folleto, después de haber disparado vanas veces sin munición. Los Rolling Stones sonaban en el estéreo, cantando Midnight Rambler (Excursionista de medianoche). No dejaba de pensar en lo bueno que era aquel disco. Pensó en sí mismo como Barton George Dawes, excursionista de medianoche, visitas sólo con cita previa.

El Weatherbee 460 aceptaba ocho cartuchos. Parecían lo bastante grandes como para encajar en un obús de tipo medio. Una vez cargado el rifle, lo miró con curiosidad, preguntándose si sería tan potente como Dirty Harry Swinnerton afirmaba. Decidió llevárselo a la parte posterior de la casa y dispararlo. ¿Quién había en Crestallen Street West para denunciar disparos de arma de fuego?

Se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta de atrás, pero antes de atravesar la cocina regresó de nuevo a la sala de estar para llevarse uno de los pequeños cojines que había sobre el sofá. Salió al exterior, deteniéndose sólo para encender la luz de 200 vatios que él y Mary habían utilizado durante el verano para hacer barbacoas en el patio. Allí detrás, la nieve era tal y como se la había imaginado poco más de dos semanas antes: sin huellas, sin echar a perder, totalmente virgen. Nadie había pisado aquella nieve. En años anteriores el hijo de Don Upslinger, Kenny, utilizaba a veces el patio trasero para acortar camino cuando iba a casa de su amigo Ronnie. También Mary lo utilizaba para tener acceso a la cuerda, que él había instalado entre la casa y el garaje, para tender unas pocas cosas (habitualmente innombrables), los días en que hacía demasiado calor para que se refrescaran. Pero él siempre iba al garaje siguiendo el camino de salida de la casa, y ahora le pareció maravilloso que nadie hubiera pisado aquel patio trasero desde que cayeran las primeras nieves, a finales de noviembre. Y, por el aspecto que tenía, ni siquiera un perro había pasado por allí.

Sintió la repentina y alocada urgencia de caminar por el centro, donde solía instalar el hibachi cada verano, y hacer un muñeco de nieve que representara un ángel.

En lugar de ello, se colocó el cojín contra el hombro derecho, lo sostuvo un momento allí con la barbilla y después se apretó la culata del Weatherbee contra el cojín. Miró por el alza, cerrando el ojo izquierdo, y trató de recordar el consejo que siempre se daban los actores unos a otros justo antes de que las barcazas llegaran a las playas, en las películas sobre la última guerra. Habitualmente, era un bronceado veterano como Richard Widmark quien se dirigía a un soldado novato, como Martin Milner, por ejemplo, y le decía: «No le des una sacudida al gatillo, hijo… Sólo presiónalo».

De acuerdo, Fred. Veamos si puedo darle a mi propio garaje.

Y presionó el gatillo.

El rifle no produjo un estampido, sino una explosión. Al principio, temió que le hubiera estallado entre las manos. Supo que estaba vivo cuando el retroceso le arrojó contra la puerta de la cocina. El estampido viajó en todas direcciones, con un curioso efecto de sonido rodante, como el producido por la tobera de un avión de reacción. El cojín cayó sobre la nieve. El hombro le dolió.

—¡Cielos, Fred! —balbuceó.

Miró hacia el garaje y apenas si pudo creerlo. En la parte lateral había un agujero astillado lo bastante grande como para pasar por él una taza de té.

Apoyó el arma contra la puerta de la cocina y caminó sobre la nieve, sin importarle el hecho de que llevara calzado de estar por casa. Examinó el agujero durante un minuto, entreteniéndose en arrancar con los dedos las astillas. Después rodeó el garaje para verlo por dentro.

El agujero de salida aún era mayor. Miró su coche. También había un hueco en la portezuela del conductor, y la pintura había quedado chamuscada, mostrando el metal desnudo alrededor del agujero cóncavo, lo bastante grande para introducir las puntas de dos dedos. Sí, la bala también había atravesado la chapa, justo por debajo de la manija de la puerta.

Se dirigió al otro lado del coche y, en la puerta del pasajero, vio por dónde había salido la bala, abriendo otro gran agujero, esta vez dejando diminutas astillas de metal. Se volvió y miró la pared del garaje opuesta a aquella por donde había entrado la bala. También la había atravesado. Y, por lo que podía deducir, había seguido su camino.

Escuchó a Harry, el propietario de la armería, decir: «De modo que su primo dispara al vientre de los animales… Pues este bebé extenderá sus tripas en siete metros a la redonda». ¿Qué le haría aquello a un hombre? Probablemente lo mismo. Y ese pensamiento hizo que sintiera náuseas.

Regresó a la puerta de la cocina, se detuvo para recoger el cojín y el rifle y entró de nuevo en la casa, deteniéndose automáticamente para limpiarse las suelas de los zapatos y no dejar huellas en la cocina de Mary. Ya en la sala de estar se quitó la camisa. A la altura de su hombro había una zona enrojecida que tenía la forma de la culata del rifle, y eso a pesar del cojín.

Volvió a la cocina sin haberse puesto la camisa; se preparó una taza de café y una comida rápida. Cuando terminó de cenar regresó a la sala de estar y se tumbó en el sofá. Empezó a llorar, y el llanto fue convirtiéndose en un convulsivo ataque de histeria, que él escuchó y temió, pero que fue incapaz de controlar. Finalmente, empezó a remitir y cayó profundamente dormido, respirando con dificultad. En su sueño tenía aspecto de viejo y algunos de los pelos de la barba de varios días eran blancos.

20 de enero de 1974

Se despertó con un sobresalto de culpabilidad, temiendo que ya se hubiese hecho de día y fuese demasiado tarde. Su sueño había sido tan oscuro y denso como el café viejo; era la clase de sueño del que siempre se despertaba sintiéndose estúpido y con la cabeza como el corcho. Miró su reloj y vio que eran las dos y cuarto. El rifle seguía donde lo había dejado, apoyado descuidadamente en un sillón. La Magnum estaba sobre la mesita.

Se levantó, fue a la cocina y se lavó la cara con agua fría. Subió al otro piso y se puso una camisa limpia. Volvió a bajar, abrochándosela. Cerró todas las puertas de la planta baja y, por razones sobre las que no quería reflexionar muy atentamente, su corazón se sintió un poco más ligero a medida que sonaba el clic producido por cada seguro al cerrarse. Empezó a sentirse de nuevo como él mismo, por primera vez desde que aquella condenada mujer se había derrumbado frente a él en el supermercado. Dejó el Weatherbee en el suelo, junto a la ventana, y colocó junto a él las cajas de cartuchos, abriéndolas a medida que lo hacía. Arrastró el sillón y lo tumbó de lado.

Fue a la cocina y cerró las ventanas. Cogió una de las sillas de la sala y la dejó inclinada bajo el pomo de la puerta de la cocina. Se sirvió una taza de café viejo y la bebió con aire ausente, hizo una mueca y arrojó el resto del café en el fregadero. Después, se preparó una copa.

Regresó a la sala de estar y sacó de su caja la batería de automóvil. La colocó detrás del sillón tumbado, cogió luego los cables de conexión y los dejó junto a la batería.

Transportó la caja de explosivos al primer piso, gruñendo y bufando. Al llegar al rellano la dejó en el suelo y se incorporó lanzando un bufido. Se estaba haciendo demasiado viejo para toda aquella clase de mierda, a pesar de que seguía conservando buena parte de los músculos que había desarrollado en la lavandería, en los tiempos en que él y su compañero levantaban cargas de sábanas planchadas, de varias decenas de kilos de peso, para subirlas a los camiones de reparto. Pero con músculo o sin músculo, cuando un hombre llega a los cuarenta, hacer algunas cosas es como tentar al destino. A partir de los cuarenta siempre se estaba expuesto a un ataque.

Recorrió todas las habitaciones del primer piso, encendiendo todas las luces: la habitación de los invitados, el cuarto de baño de los invitados, el dormitorio principal, el despacho que antes había sido la habitación de Charlie. Colocó una silla bajo la trampilla que daba acceso al desván y se subió allí, encendiendo la polvorienta bombilla. Después, bajó a la cocina y cogió un rollo de cinta aislante, un par de tijeras y un afilado cuchillo de cortar carne.

Sacó dos barras de explosivos de la caja (era una materia blanda y, si se apretaba, uno dejaba en ella las huellas de los dedos), y los subió al desván. Cortó dos trozos de cable y, utilizando el cuchillo, dejó al descubierto los extremos de cobre, arrancando el aislamiento blanco. Después introdujo cada extremo pelado en una de las barras. Bajó por la trampilla con el otro extremo del cable y peló las puntas, introduciéndolas cuidadosamente en otras dos barras, apretando firmemente el cable en el interior de cada una de ellas para que el extremo pelado no se soltara.

Tarareando llevó más cable hacia el dormitorio principal, y dejó dos barras sobre cada una de las camas. Desde allí extendió más cable hacia el rellano y dejó una barra en el cuarto de baño de los invitados y dos más en la habitación de los invitados. Cuando salía de una estancia, apagaba las luces. Dejó cuatro barras en la antigua habitación de Charlie, bien juntas entre sí, formando un racimo. Sacó más cable de la habitación y lo dejó caer por el hueco de la escalera. Después, descendió a la planta baja.

Colocó cuatro barras en el mostrador de la cocina, junto a su botella de Southern Comfort. Otras cuatro en la sala de estar. Cuatro más en el comedor. Y cuatro en el vestíbulo.

Volvió a llevar el cable de vuelta hacia la sala de estar, respirando con cierta dificultad a causa de las idas y venidas y las subidas y bajadas. Pero aún tenía que hacer un viaje más. Regresó arriba y cogió la caja, mucho más ligera ahora. En su interior sólo quedaban once barras de explosivos. Según pudo ver, la caja había contenido anteriormente naranjas. Escrito en un lado, con caracteres deslucidos se leía la palabra POMONA.

Junto a la palabra se veía la imagen de una naranja, con una hojita sujeta al tallo.

Llevó la caja al garaje, yendo esta vez por el camino delantero, y la dejó en el asiento posterior del coche. Introdujo un cable corto en cada barra de malglinita, después hizo las conexiones entre las once, utilizando la cinta aislante y a continuación extendió el cable hacia el interior de la casa, llevando cuidado de deslizarlo por la grieta que quedaba bajo la puerta lateral que se abría al camino, y cerrando ésta a continuación.

En la sala de estar unió el cable maestro que recorría la casa con el que había extendido desde el garaje. Trabajando cuidadosamente, y sin dejar de tararear, cortó otro trozo y lo empalmó con los otros dos volviendo a emplear la cinta aislante. Después extendió este último cable hacia la batería y le arrancó el aislante del extremo con el cuchillo de cortar la carne.

Separó los hilos de cobre y retorció cada uno de ellos formando una especie de trenza. Cogió después los cables de conexión que había comprado y sujetó una de las trenzas con la pinza negra y la otra con la pinza roja. Después, se volvió hacia la batería y sujetó la otra pinza negra del extremo a la terminal marcada POS.

Dejó la pinza roja al lado del lugar de la batería marcado NEG.

Una vez terminado todo esto puso en marcha el estéreo y escuchó a los Rolling Stones. Eran las cuatro y cinco. Más tarde fue a la cocina, se preparó otra copa y regresó con ella a la sala de estar, sin tener ya nada más que hacer. Sobre la mesita de café vio un ejemplar de Good Housekeeping. En él había un artículo sobre la familia Kennedy y sus problemas. Lo leyó. Después, leyó un artículo titulado «Mujeres y cáncer de mama». Había sido escrito por una doctora.

Llegaron poco después de las diez, cuando las campanas de la iglesia congregacional, que se hallaba a cinco manzanas de distancia, acababan de dar la hora llamando a la gente a maitines, o a lo que demonios llamaran los congregacionistas.

Eran dos coches, un sedán verde y un coche blanco y negro de la policía. Los dos vehículos aparcaron tranquilamente en la curva y tres hombres bajaron del sedán. Uno de ellos era Fenner. No sabía quiénes eran los otros dos. Cada uno de ellos portaba un maletín.

Dos policías descendieron también del coche patrulla blanco y negro y aguardaron, apoyados contra el capó. Por las actitudes de todos ellos, era evidente que no esperaban encontrar el menor problema. Los policías estaban discutiendo de algo apoyados contra el capó, y las palabras salían de sus bocas al tiempo que expelían pequeñas nubecillas blancas de vapor.

Y las cosas se detuvieron.

Tiempo final, 20 de enero de 1974

Bien, Fred, supongo que ha llegado el momento de callar o de hacer lo que se tiene que hacer oh ya lo sé en cierto sentido ya es demasiado tarde para callarse pero tengo explosivos colocados por toda la casa como si fuesen objetos decorativos de cumpleaños un rifle en la mano y otra pistola metida en el cinturón como el jodido de john dillinger bien como tú dirías ésta es la última decisión como subir a un árbol en el que uno va agarrándose de esta rama y luego de aquélla y la otra de más allá hasta que llega un momento en que no quedan ramas para agarrarse

(los hombres quedan helados en el paisaje exterior fenner lleva un traje verde y a medida que avanza sus zapatos de buena calidad embutidos en chanclos de goma que están de moda si es que los chanclos de goma pueden estar de moda y su abrigo verde abriéndose al viento como un abogado que hace una cruzada por la televisión y su cabeza está ligeramente vuelta de lado hacia el hombre que le sigue y que acaba de hacer algún comentario y fenner se vuelve para captar sus palabras y el hombre que acaba de hablar lleva una pluma blanca medio salida de la boca este segundo hombre lleva una chaqueta azul y pantalones de color marrón oscuro y el tercer hombre acaba de rodear el coche los policías se inclinan apoyándose contra su coche blanco y negro con las cabezas vueltas el uno hacia el otro pueden estar discutiendo del matrimonio de alguien o de un caso difícil o de la condenada estación fría o del estado de sus pelotas y el sol ha salido por entre las nubes que hay en el cielo sólo lo suficiente para hacer un guiño sobre la placa de uno de los policías que tiene metido uno de los dedos en el cinturón mientras la luz brilla en uno de los cristales de las gafas de sol del otro y sus labios son gruesos y sensuales y parecen esbozar el principio de una sonrisa: ésta es la fotografía)

voy a seguir adelante freddy muchacho si tienes algo que te importe decir ahora en este momento favorable dilo en este punto de los procedimientos quizá será mejor que te lo guardes freddy para la gente de los medios de comunicación verdad seguro que sí dice george las palabras que correspondan a las imágenes de la demolición en las noticias sé que sólo son el punto de visibilidad pero freddy no te impresiona lo solitario que es esto cómo en toda esta ciudad y en todo el mundo la gente come y caga y jode y se rasca su eczema y todo eso más todas las cosas que escriben en los libros mientras que nosotros tenemos que hacer esto solos sí ya lo he considerado george de hecho traté de decirte algo al respecto si eres capaz de recordarlo y si eso significa algún consuelo para ti esto es algo que parece correcto precisamente ahora ahora parece muy bien porque cuando no te puedes mover puedes entregarles su carretera maldita pero por favor george no mates a nadie no no a propósito fred pero ya ves en qué posición me encuentro sí ya lo veo y lo comprendo pero george estoy asustado ahora estoy tan asustado no no te asustes porque voy a manejar esto y estoy en perfecto control de mí mismo adelante

20 de enero de 1974

—Adelante —dijo él en voz alta, y todo empezó a moverse.

Se llevó el rifle al hombro, apuntó a la rueda derecha delantera del patrullero de la policía y apretó el gatillo.

La escopeta le golpeó contra el hombro y el cañón se levantó una vez disparado el cartucho. La gran ventana de la sala estalló en pedazos hacia fuera, dejando sólo astillas de cristal sobresaliendo del marco, como flechas de cristal impresionistas. La rueda del coche patrulla no se deshinchó, sino que explotó con un fuerte bang y todo el vehículo se estremeció sobre sus ejes como un perro al que le han pegado una patada mientras dormía. El capó saltó por los aires y cayó sobre la helada superficie de Crestallen Street West.

Fenner se detuvo en seco y miró con incredulidad hacia la casa. Tenía una expresión conmocionada en el rostro. El tipo de la chaqueta azul dejó caer el maletín. El otro tuvo mejores reflejos, o quizá un sentido de la autoconservación mucho más desarrollado. Dio media vuelta y echó a correr, luego rodeó el sedán verde, se agachó tras él y desapareció de la vista.

Los dos policías se movieron a la derecha y a la izquierda, protegiéndose tras su propio coche. Instantes después, el que llevaba gafas de sol se asomó por encima del motor sosteniendo el revólver con ambas manos y disparó tres veces. El arma produjo una inicua detonación, ridícula tras el estruendo producido por la Weatherbee. Se dejó caer tras el sillón y escuchó silbar las balas por encima de su cabeza. Realmente, pudo escucharlas, y el sonido que hicieron en el aire fue algo así como ¡zzizzzz! Las balas se incrustaron en el yeso de la pared, por encima del sofá. El ruido que hicieron al penetrar el yeso le recordó el que produce un puño al golpear el saco de entrenamiento en un gimnasio. «Así es como sonarían si entrasen dentro de mí», pensó.

El policía con gafas de sol estaba gritando algo a Fenner y al hombre de la chaqueta azul.

—¡Agáchense! ¡Maldita sea, agáchense! ¡Tiene un condenado obús ahí!

Él levantó la cabeza un poco más para ver mejor y el policía de las gafas de sol lo vio y disparó dos veces más. Las balas se incrustaron también en la pared pero, en esta ocasión, el cuadro favorito de Mary, Pescadores de cangrejos, de Winslow Homer, cayó sobre el sofá y de allí al suelo. El vidrio que lo cubría se hizo añicos.

Volvió a levantar la cabeza, porque tenía que ver qué sucedía (¿por qué no había pensado en comprarse un periscopio de juguete?). Tenía que ver si trataban de flanquearle, que era como Richard Widmark y Marty Milner atacaban los nidos de ametralladoras de los japoneses en las películas, y si trataban de hacer eso él tendría que intentar derribar a uno, pero los policías seguían detrás del patrullero y Fenner y el tipo de la chaqueta azul se retiraban detrás del coche verde. El maletín del hombre de la chaqueta azul estaba sobre la acera, como un pequeño animal muerto. Apuntó hacia él, parpadeando ante el retroceso de la escopeta, incluso antes de que éste se produjera, y disparó.

¡CRRRACCCC!, y el maletín explotó en dos trozos y saltó salvajemente en el aire, desparramando una lluvia de papeles que el viento agitó como un dedo invisible.

Volvió a disparar, esta vez contra la rueda delantera derecha del sedán verde, y la rueda explotó. Uno de los hombres agazapados tras el coche gritó lleno de terror con voz de soprano.

Miró hacia el coche de la policía y vio que la portezuela del lado del conductor estaba abierta. El policía con gafas de sol se hallaba medio tumbado sobre el asiento, utilizando la radio. No tardarían en acudir allí todos los coches patrulla. Iban a cazarle como una pequeña pieza para quien la quisiera, y ya no sería nada personal. Sintió un alivio que le pareció tan amargo como el acíbar. Fuera lo que fuera, al margen de la triste enfermedad que lo hubiera conducido hasta allí, lo cierto era que ya no seguiría solo, susurrando y llorando en secreto. Se había unido ya a la corriente principal de la locura, había salido del retrete. No tardarían en reducirle a simples titulares en los periódicos… SE MANTIENE EL INESTABLE ALTO EL FUEGO EN CRESTALLEN STREET.

Dejó la escopeta y avanzó sobre el suelo de la sala, apoyándose en rodillas y manos, llevando cuidado de no cortarse con los cristales del cuadro. Recogió el pequeño cojín y regresó a su puesto. El policía ya no estaba en el coche cuando miró.

Cogió la Magnum y disparó dos tiros contra el coche. La pistola abultaba pesadamente en su mano, pero el retroceso era manejable. El hombro le palpitaba como un diente cariado.

Uno de los policías, el que no llevaba gafas de sol, se levantó por encima de la parte trasera del coche para devolverle los disparos; él envió dos balas hacia la ventanilla trasera del coche patrulla, destrozándola. El policía volvió a agacharse sin haber llegado a disparar.

—¡Alto! —gritó Fenner—. ¡Déjenme hablar con él!

—Adelante —dijo uno de los policías.

—¡Dawes! —gritó Fenner con más fuerza, sonando como un detective en el último rollo de una película de Jimmy Cagney. (Las luces de alarma del coche de policía giran incansablemente frente a la vivienda donde Perro Loco Dawes se ha encerrado con una humeante automática del 45 en cada mano. Perro Loco se protege tras un sillón tumbado, y lleva una camiseta a rayas)—. ¡Dawes! ¿Puede escucharme desde ahí?

(Y Perro Loco, con el rostro contorsionado en una expresión de desafío, aunque tiene la frente perlada de sudor, grita):

—¡Venid a cogerme, sucios polis!

Se asomó por encima del sillón y vació el cargador de la Magnum contra el sedán verde, dejando en él una hilera de agujeros.

—¡Jesús! —gritó alguien—. ¡Oh, Jesús, está loco!

—¡Dawes! —volvió a gritar Fenner.

—¡Nunca me cogeréis vivo! —gritó él, delirante de alegría—. ¡Sois las sucias ratas que matasteis a mi hermano pequeño! ¡Enviaré al infierno a algunos de vosotros antes de que me cojáis!

Volvió a cargar la Magnum con dedos temblorosos y puso en la Weatherbee los cartuchos suficientes para llenar el cargador.

—¡Dawes! —gritó Fenner de nuevo—. ¿Qué le parece si hacemos un trato?

—¿Qué te parece un poco de plomo caliente, sucio puerco? —gritó él a Fenner.

Pero estaba mirando al coche patrulla y cuando el policía que llevaba gafas de sol asomó ligeramente la cabeza por encima del coche, le hizo agacharse de inmediato con dos disparos. Uno de ellos atravesó la ventana de la casa de los Quinn, al otro lado de la calle.

—¡Dawes! —siguió gritando Fenner inútilmente.

—Oh, cierre el jodido pico —dijo uno de los policías—. No hace más que envalentonarle.

Hubo un silencio embarazoso y a través de él se escuchó el ulular de sirenas, aún distante, aunque ya empezaba a aumentar. Dejó la Magnum y cogió la escopeta. El alegre delirio le había dejado sintiéndose cansado, dolorido y con ganas de defecar.

Por favor, que los de la televisión se den prisa, rogó. Que vengan rápidos con sus cámaras.

Él estaba preparado cuando el primer coche de policía llegó, patinando calculadamente en la curva, como ensayado para la película The French Connection. Había disparado dos cartuchos sobre el coche patrulla aparcado para obligarles a bajar las cabezas, y ahora apuntó contra el morro del coche de policía recién llegado y apretó el gatillo con suavidad, como un curtido veterano al estilo de Richard Widmark. El morro del vehículo pareció explotar y el capó saltó por los aires. El coche avanzó rugiendo unos quince metros calle arriba y chocó contra un árbol. Las portezuelas se abrieron y cuatro policías salieron despedidos con las armas en la mano y expresión asombrada. Dos de ellos tropezaron entre sí. Entonces, los policías del primer coche («sus» policías, como él pensaba de ellos, con un extraño sentido de la propiedad) abrieron fuego y él se parapetó tras el sillón, mientras las balas silbaban sobre su cabeza. Eran las once y diecisiete minutos. Pensó que ahora tratarían de rodearle.

Levantó la cabeza porque tenía que mirar y una bala rugió junto a su oreja derecha. Otros dos coches de policía subían por Crestallen Street desde la otra dirección, haciendo sonar las sirenas y con las luces azules encendidas. Dos de los policías del vehículo accidentado trataban de salvar la verja que había entre la acera y el patio trasero de los Upslinger, y les disparó tres veces con el rifle, no tiró a dar ni trató de fallar, lo hizo con la intención de obligarles a retroceder hacia su coche. Así lo hicieron. La madera de la verja de Wilbur Upslinger (la hiedra la cubría en primavera y en verano) se desparramó por todas partes, y un trozo cayó sobre la nieve.

Los dos coches patrulla se habían detenido frente a la casa de Jack Hobart formando una V que bloqueaba la calle. Los policías se parapetaban en el vértice de la V. Uno de ellos hablaba con los policías del vehículo accidentado con un walkie-talkie. Instantes después, los recién llegados comenzaron a disparar sin cesar, tratando de hacer una barrera de fuego que le obligara a cubrirse de nuevo. Las balas alcanzaron la puerta de la calle y penetraron por todas partes del ventanal. El espejo del vestíbulo explotó en una confusión de diamantes. Una bala penetró por la colcha que cubría el televisor, y la colcha bailoteó un instante.

Se arrastró por la estancia sobre pies y manos y se incorporó junto a la pequeña ventana que había tras el aparato de televisión. Desde allí veía directamente el patio trasero de los Upslinger. Dos policías intentaron de nuevo el movimiento de flanqueo. A uno de ellos le sangraba la nariz.

Freddy, puede que tenga que matar a uno de ellos para detenerlos.

No hagas eso, George. Por favor, no lo hagas.

Destrozó el cristal de la ventana con la culata de la Magnum, haciéndose un corte en la mano. Todos miraron en aquella dirección al escuchar el ruido, le vieron y empezaron a disparar. Devolvió el fuego y vio que dos de sus balas agujereaban el nuevo forro de paredes de aluminio que había instalado Wilbur (¿le había pagado eso el ayuntamiento?). Escuchó las balas incrustándose en la casa, justo por debajo de la ventana y a ambos lados. Una de ellas arrancó astillas del marco y éstas le dieron en la cara. Esperaba que una bala le volara la cabeza en cualquier momento. Resultó difícil saber cuánto tiempo duró el intercambio de disparos. De pronto, uno de los policías se llevó la mano al antebrazo contrario y lanzó un grito. El hombre dejó caer la pistola como un niño que se ha cansado de un juego estúpido. Empezó a correr, trazando un pequeño círculo. Su compañero le sostuvo y ambos corrieron hacia el coche accidentado. El que no estaba herido rodeaba con su brazo armado la cintura de su compañero.

Se dejó caer al suelo y volvió a arrastrarse hacia el sillón tumbado para mirar. Ahora había otros dos coches patrulla en la calle, uno en cada extremo. Aparcaron en el lado de los Quinn y ocho policías salieron y se parapetaron tras el primer coche y el sedán verde.

Bajó la cabeza y se arrastró hacia el vestíbulo. La casa estaba soportando un fuego intenso. Sabía que debería coger la escopeta y subir al primer piso; desde allí tendría mejor ángulo de visión que desde abajo, e incluso quizá podría hacerles retroceder desde los coches hasta las casas de enfrente. Pero no se atrevió a alejarse tanto del cable principal y de la batería. Los de la televisión llegarían en cualquier momento.

La puerta principal estaba llena de agujeros de bala, y el barniz marrón oscuro había saltado, mostrando la madera de debajo. Gateó hasta la cocina. Todas las ventanas estaban destrozadas y los cristales rotos llenaban el suelo de linóleo. Una bala perdida había alcanzado la cafetera, que ahora yacía tumbada sobre la cocina. Se acurrucó bajo la ventana, después se levantó de improviso y vació el cargador de la Magnum en dirección a los coches aparcados en forma de V. Inmediatamente se intensificó el fuego en dirección a la cocina. Dos agujeros de bala aparecieron en el esmalte blanco de la nevera y otra bala alcanzó la botella de Southern Comfort que estaba sobre el mostrador. La botella explotó, esparciendo cristales rotos y su contenido.

Regresó arrastrándose a la sala de estar y sintió algo como la picadura de una abeja en la parte más carnosa del muslo derecho, justo por debajo de la nalga. Se llevó la mano hacia aquel lugar y la retiró con los dedos manchados de sangre.

Se reclinó tras el sillón y volvió a cargar la Magnum. Cargó también la Weatherbee. Asomó un poco la cabeza y tuvo que agacharse inmediatamente, con una mueca, ante la ferocidad del fuego que le dirigieron. Las balas alcanzaron el sofá, la pared y el televisor, haciendo temblar la colcha que lo cubría. Asomó de nuevo la cabeza y disparó contra los coches de policía aparcados al otro lado de la calle. Voló una ventana. Y vio…

En la parte superior de la calle había un camión blanco y una furgoneta Ford también blanca. En los lados de ambos vehículos y escrito con letras azules se leía: ONDA INFORMATIVA DE LA WHLM. CANAL 9.

Se arrastró dolorosamente hacia la ventana que daba al patio de los Upslinger. Los vehículos de la televisión avanzaban con lentitud por Crestallen Street. De pronto, un coche de la policía los adelantó, rodeándoles y les bloqueó el paso, sacándole humo a los neumáticos. Un brazo vestido de azul surgió de la ventanilla trasera del coche patrulla y empezó a hacer señas a los vehículos de la televisión para que se retiraran.

Una bala alcanzó el alféizar de la ventana y penetró en la estancia en ángulo.

Se arrastró hacia el sillón, sosteniendo la Magnum en la ensangrentada mano derecha y gritó:

—¡Fenner!

El fuego disminuyó un poco.

—¡Fenner! —volvió a gritar.

—¡Alto! —gritó Fenner a su vez—. ¡Alto el fuego! —Hubo algunos disparos aislados y después nada.

—¿Qué quiere? —preguntó Fenner.

—¡A los de la televisión! ¡Los que están detrás de esos coches patrulla, al otro lado de la calle! ¡Quiero hablar con ellos!

Hubo una larga pausa, dedicada a la reflexión.

—¡No! —gritó finalmente Fenner.

—¡Dejaré de disparar si puedo hablar con ellos! —Eso, al menos, era cierto, pensó, mirando en dirección a la batería.

—¡No! —volvió a gritar Fenner.

Hijo de puta, pensó, desesperado. ¿Acaso es tan importante para ti? ¡Tú, y Ordner y todo el resto de jodidos burócratas!

El fuego se reanudó, al principio débilmente, pero cobrando virulencia de inmediato. Y entonces, increíblemente, un hombre con camisa a cuadros y vaqueros azules corrió por la acera, sosteniendo en una mano una cámara portátil.

—¡He oído eso! —gritó el hombre de la camisa a cuadros—. ¡Lo he oído todo! ¡Conseguiré saber su nombre! Él ha ofrecido dejar de disparar y usted…

Un policía le lanzó un puñetazo y el hombre de la camisa a cuadros se encogió sobre la acera. Su cámara portátil cayó sobre uno de los vehículos e instantes después tres balas la hicieron pedazos. Un rollo de película quedó sobresaliendo perezosamente de entre los restos. Entonces, el fuego flanqueó de nuevo, haciéndose incierto.

—¡Fenner, déjelos hablar conmigo! —aulló él. Sintió la garganta ronca e irritada, como estaba todo el resto de su cuerpo. Le dolía la mano y un dolor profundo y palpitante empezaba a subirle por su muslo herido.

—¡Salga usted primero! —gritó Fenner—. ¡Le dejaremos que les cuente lo que quiera!

Se sintió invadido por la rabia, en una oleada roja, ante aquella mentira descarada.

—¡Maldita sea, tengo aquí una gran escopeta y empezaré a disparar contra los depósitos de gasolina y encenderé una buena hoguera cuando lo haya hecho!

Hubo un silencio impresionante.

Después, cauteloso, Fenner preguntó:

—¿Qué quiere usted?

—¡Envíeme a ese tipo con el que estaba hablando! ¡Deje que se acerque el equipo de televisión!

—¡Absolutamente no! ¡No vamos a entregarle a ningún rehén!

Un policía corrió agachado hacia el sedán verde y se parapetó tras él. Hubo una breve consulta. Y una nueva voz gritó:

—¡Hay treinta hombres detrás de su casa! ¡Tienen rifles! ¡Salga o les ordenaré que disparen!

Había llegado el momento de jugar su última baza.

—¡Será mejor que no lo hagan! ¡Toda la casa está llena de explosivos! ¡Mire esto! —Y sostuvo la pinza roja ante la ventana—. ¿Puede verlo?

—¡Es un farol! —replicó la voz, muy segura de sí misma.

—Si conecto esto con la batería del coche que tengo a mi lado, en el suelo, ¡todo saltará por los aires! —Silencio. Hubo más consultas.

—¡Eh! —gritó finalmente alguien—. ¡Eh, el de la casa!

Asomó un poco la cabeza y vio que el hombre de la camisa a cuadros y los vaqueros se acercaba, caminando por el centro de la calle, sin protección alguna. O bien estaba heroicamente seguro de su profesión, o era un loco. Tenía el pelo negro tan largo que casi le caía sobre el cuello y llevaba un delgado bigote negro.

Los policías empezaron a rodear los vehículos de la televisión, pero cambiaron de opinión cuando él disparó un tiro al aire.

—¡Dios santo, qué lío! —gritó alguien enojadamente.

Ahora, el hombre de la camisa a cuadros estaba en el césped delantero de su casa. Algo zumbaba en su oreja, seguido de una crónica, y él se dio cuenta de que todavía estaba mirando por encima del sillón. Escuchó cómo el hombre de la camisa a cuadros intentaba abrir la puerta delantera y, al no conseguirlo, la aporreaba.

Se arrastró por el suelo, salpicado ahora de polvo y yeso caído de las paredes. Le dolía terriblemente la pierna derecha, y al mirarla, vio que tenía la pernera del pantalón manchada de sangre, desde el muslo hasta la rodilla. Corrió el cerrojo y abrió la puerta.

—¡Entre! —gritó, y el hombre de la camisa a cuadros así lo hizo.

Al mirarle de cerca no parecía estar asustado, aunque jadeaba. Mostraba un rasguño en la mejilla, allí donde le había golpeado el policía, y tenía desgarrada la manga izquierda de la camisa. Una vez que hubo entrado, él volvió a arrastrarse hacia la sala de estar, cogió el rifle y disparó dos veces al aire por encima del sillón. Después, se volvió hacia el hombre de la camisa a cuadros, que estaba de pie en el marco de la puerta y parecía increíblemente sereno. Se había sacado del bolsillo trasero del pantalón una gran libreta de apuntes.

—Muy bien —dijo—. ¿Qué coño pasa aquí?

—¿Cómo se llama usted?

—Dave Albert.

—Esa furgoneta blanca, ¿dispone de más equipo de filmación?

—Sí.

—Acérquese a la ventana. Y dígale a la policía que permita a un equipo de filmación situarse en el prado de los Quinn. Es la casa que está al otro lado de la calle. Dígales que si no lo hacen en cinco minutos tendrá usted problemas.

—¿Y es verdad?

—Desde luego.

—No tiene usted el aspecto de matar a nadie, amigo —dijo Albert riendo.

—Dígaselo.

Albert se dirigió a la destrozada ventana de la sala de estar y permaneció enmarcado allí por un instante, disfrutando evidentemente del momento.

—¡Dice que mi equipo de filmación se instale en la casa de enfrente! —gritó—. ¡Dice que me matará si no se lo permiten!

—¡No! —volvió a gritar Fenner furiosamente—. ¡No, no, n…! —Alguien le hizo callar. Hubo silencio.

—¡Está bien! —Era la misma voz que le había acusado de haberse marcado un farol—. ¿Permitirá que dos de nuestros hombres vayan a buscarlos?

Él se lo pensó un momento e hizo un gesto de asentimiento hacia el periodista.

—¡Sí! —gritó Albert.

Hubo una pausa y los dos policías uniformados corrieron calle arriba, hacia donde esperaba la furgoneta de la televisión, cuyo motor ronroneaba en punto muerto. Mientras tanto habían llegado otros dos patrulleros, e inclinándose hacia la derecha pudo ver que habían bloqueado Crestallen Street West por la parte de abajo. Una gran multitud de gente permanecía detrás de las barreras amarillas que impedían el paso.

—Muy bien —dijo Albert, tomando asiento—. Disponemos de un minuto. ¿Qué quiere usted? ¿Un avión?

—¿Un avión? —repitió él estúpidamente.

Albert hizo oscilar los brazos, sin dejar de sostener la libreta de notas.

—Largarse de aquí, hombre. Sólo largarse de aquí.

—Oh. —Asintió con un gesto para demostrar que había comprendido—. No, no quiero un avión.

—Entonces, ¿qué quiere usted?

—Quiero… —dijo cuidadosamente— … tener veinte años para poder volver a tomar toda una serie de decisiones. —Vio la mirada en los ojos de Albert y añadió—: Sé que eso no puede ser. No estoy tan loco.

—Le han herido.

—Sí.

—¿Es eso lo que usted ha dicho que es? —preguntó el periodista, señalando el cable principal y la batería.

—Sí. El cable principal pasa por todas las habitaciones de la casa. Y también por el garaje.

—¿Dónde consiguió los explosivos? —La voz de Albert era amable pero mantenía los ojos alerta.

—En mi calcetín de los regalos de Navidad.

—Oiga, eso no está nada mal —dijo el otro, riendo—. Voy a utilizarlo en mi historia.

—Estupendo. Cuando vuelva a salir, será mejor que les diga a todos los policías que se retiren.

—¿Va usted a volarse con todo esto? —preguntó Albert. Parecía interesado, nada más que eso.

—Ésa es mi intención.

—¿Sabe una cosa, amigo? Ha visto usted demasiadas películas.

—Hace tiempo que no voy al cine. Sin embargo, el otro día vi El exorcista. Desearía no haberla visto. ¿Está ya instalado su equipo de filmación ahí fuera?

Albert miró por la ventana.

—Casi. Disponemos de otro minuto. ¿Se llama usted Dawes?

—¿Se lo han dicho ellos?

Albert se echó a reír con desprecio.

—Ellos no me dirían nada, ni siquiera si tengo un cáncer. Lo he leído junto al timbre de la puerta. ¿Le importaría decirme por qué hace todo esto?

—En absoluto. Es a causa de la carretera maldita.

—¿Se refiere a la ampliación de la autopista? —Los ojos de Albert se hicieron más brillantes. Empezó a garabatear en su libreta de notas.

—Sí, así es.

—¿Le han quitado la casa?

—Lo han intentado. Yo me la voy a llevar conmigo. —Albert lo escribió, después cerró la libreta de notas de golpe y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

—Es algo bastante estúpido, señor Dawes. ¿Le importa que se lo diga? ¿Por qué no sale de aquí conmigo?

—Ahora tiene usted una exclusiva —dijo él cansadamente—. ¿Qué está tratando conseguir, el premio Pulitzer?

—Lo aceptaría si me lo concedieran. —Sonrió ampliamente y luego rogó—: Vamos, señor Dawes. Salga conmigo. Yo me ocuparé de que se tengan en cuenta sus argumentos. Me ocuparé…

—No hay ningún argumento.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Albert, frunciendo el ceño.

—No tengo ningún argumento. Por eso hago lo que hago. —Miró por encima del sillón y vio una lente telescópica, montada sobre un trípode, hundido en la nieve del patio de los Quinn—. Váyase ahora. Dígales que se aparten.

—¿Va usted realmente a conectar eso?

—En realidad, no lo sé.

Albert se dirigió hacia la puerta de la sala y después se volvió y preguntó:

—¿Le he visto a usted en alguna otra parte? ¿Por qué tengo la impresión de haberle visto antes?

Él sacudió la cabeza. Pensó que él nunca había visto a Albert en toda su vida.

Mientras observaba al periodista atravesar el césped, haciéndose ligeramente a un lado para que la cámara pudiera captar su lado bueno, se preguntó qué estaría haciendo Olivia en aquellos precisos momentos.

Esperó quince minutos. Su fuego se había intensificado, pero nadie cargó por la parte de atrás de la casa. Su propósito principal parecía ser el de cubrir la retirada de los policías hacia las casas del otro lado de la calle. El equipo de televisión permaneció en su sitio, filmándolo todo.

Algo negro y tubular silbó por el aire, aterrizó en el césped, entre la casa y la acera, y empezó a soltar gas. El viento lo arrastró calle abajo. Una segunda bomba lacrimógena cayó a corta distancia y después escuchó un ruido en el tejado. Otra cayó sobre las begonias de Mary, cubiertas de nieve, y él respiró un poco de gas. La nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Se arrastró por el suelo, confiando en no haber dicho a aquel periodista, Albert, nada que fuera considerado como profundo. No había en el mundo ningún buen lugar para defender los argumentos propios. Pensó en Johnny Walker, muerto en un inútil accidente de tráfico. ¿Para qué había muerto? ¿Para que se pudieran entregar las sábanas limpias? O aquella mujer del supermercado. Ningún esfuerzo valía la pena por los resultados que se obtenían.

Puso el estéreo y aún funcionaba. Empezaron a sonar los últimos compases de Monkey Man (El hombre mono), de los Rolling Stones.

Regresó junto al sillón y arrojó la escopeta por la ventana. Cogió la Magnum y también la arrojó. Adiós, Nick Adams.

You can't always get what you want (No siempre puedes conseguir lo que quieres), cantaba el estéreo, y supo que aquello era un hecho. Pero eso no le impedía a uno desearlo. Una bomba lacrimógena entró por la ventana, chocó contra la pared y explotó dejando escapar una nube de humo blanco.

Pero si intentas algo, puedes encontrar, puedes conseguir lo que necesitas.

Bien, vamos allá, Fred. Cogió la pinza roja y la conectó al polo negativo de la batería.

Cerró los ojos y su último pensamiento fue que el mundo no explotaba a su alrededor, sino dentro de él, y aunque la explosión fue cataclísmica, no fue mayor que, digamos, una nuez de buen tamaño.

Y después, todo quedó en blanco.