PRÓLOGO

Yo no sé por qué. Usted no sabe por qué. Lo más probable es que Dios tampoco sepa por qué. Sólo es un asunto del gobierno, eso es todo.

Entrevista a un hombre de la calle acerca de Vietnam, hacia 1967

Pero lo de Vietnam había pasado, y el país seguía su marcha.

En esa calurosa tarde de agosto de 1972, el Newsmobile de la WHLM estaba aparcado cerca de Westgate, al final de la autopista 784. Había un pequeño grupo de gente delante de un estrado decorado con banderolas que había sido construido apresuradamente; las banderolas eran como una delgada capa de carne alrededor del esqueleto formado por los tablones desnudos. Detrás, en la parte superior de un terraplén herboso, se hallaban las cabinas de peaje. Frente a él, el terreno abierto y pantanoso se extendía hacia los límites suburbanos de las afueras de la ciudad.

Un joven periodista llamado Dave Albert estaba haciendo una serie de entrevistas al hombre de la calle, mientras él y sus colaboradores esperaban la llegada del alcalde y el gobernador para presidir la ceremonia de iniciación de los trabajos.

Tendió el micrófono hacia un anciano que llevaba gafas de color.

—Bueno —dijo el anciano, mirando tembloroso hacia la cámara—, creo que es algo estupendo para la ciudad. Hace tiempo que lo necesitábamos. Es… algo estupendo para la ciudad. —Tragó saliva, consciente de que su mente sólo emitía ecos de sí misma, incapaz de detenerse, hipnotizada por el agobiante ojo ciclópeo de la posteridad—. Es estupendo —añadió simplemente.

—Gracias, señor. Muchas gracias.

—¿Cree usted que la utilizarán? ¿En las noticias de esta noche?

—Resulta difícil saberlo —contestó Albert con una sonrisa inocua, muy profesional—. Hay grandes posibilidades de que sí.

Su técnico de sonido le hizo una indicación hacia la entrada del peaje, donde el Chrysler Imperial del gobernador, parpadeante y brillante como un balón de cromo bajo la luz del sol veraniego, acababa de llegar. Albert asintió con la cabeza y elevó un solo dedo. Él y el cámara se aproximaron a un hombre con camisa blanca remangada. El hombre contemplaba el estrado con gesto malhumorado.

—¿Le importaría decirnos su opinión sobre todo esto, señor…?

—Dawes. No, no me importa —dijo con un tono de voz bajo y atento.

—Rápido —murmuró el cámara.

—Creo que es una verdadera mierda —añadió el hombre de la camisa blanca. Su tono de voz seguía siendo agradable.

El cámara hizo una mueca. Albert asintió con un gesto mirando al de la camisa blanca con una expresión de reproche, y a continuación, con los dos primeros dedos de la mano derecha, hizo gestos de que cortaran.

El anciano contemplaba aquel cuadro con verdadero horror. Más arriba, junto a las cabinas de peaje, el gobernador descendía de su Imperial. Su corbata verde resplandecía bajo el sol.

El hombre de la camisa blanca preguntó con amabilidad:

—¿Lo pasarán en las noticias de las seis o de las nueve?

—Vaya, hombre, ¡usted es la monda! —dijo Albert con tono seco, y se dirigió hacia donde estaba el gobernador.

El cámara se apresuró a seguirle. El hombre de la camisa blanca observó al gobernador mientras éste descendía cuidadosamente por el terraplén cubierto de hierba.

Diecisiete meses más tarde, Albert se encontró de nuevo con el hombre de la camisa blanca, pero como ninguno de los dos se acordó de que ya se habían visto en otra ocasión, fue como si se encontraran por primera vez.