Capítulo 12

La cabina de un navío de línea y la de una corbeta de guerra se diferencian en el tamaño, pero tienen en común las mismas curvas armoniosas, las mismas ventanas basculantes que se abren hacia el interior y, en el caso del Desaix y de la Sophie, el mismo ambiente tranquilo y agradable. Jack estaba sentado en la cabina del navío de setenta y cuatro cañones y a través de las ventanas de popa, rodeadas por la hermosa galería, contemplaba Isla Verde y Punta Cabrita. Mientras tanto, el capitán Christy-Palliére buscaba en su carpeta un dibujo que había hecho durante su última visita a Bath, cuando se encontraba en libertad condicional.

El almirante Linois tenía orden de unirse a la flota franco-española en Cádiz; y la habría cumplido cabalmente si, al llegar al estrecho, no se hubiera enterado de que en vez de uno o dos navíos de línea y una fragata, sir James Saumarez tenía nada menos que seis navíos de setenta y cuatros cañones y uno de ochenta vigilando la escuadra combinada. Esta situación hacía necesaria la reflexión, por lo que decidió permanecer con sus navíos en la bahía de Algeciras, frente al peñón de Gibraltar, protegido por los grandes cañones de las baterías españolas.

Jack sabía todo esto; en realidad, era obvio. Y mientras el capitán Falliere murmuraba algo sobre sus grabados y dibujos: «Landsdowne Terrace… otra panorámica… Clifton… el recinto donde se beben las aguas termales», él se imaginaba a los mensajeros cabalgando velozmente entre Algeciras y Cádiz, porque los españoles no disponían de semáforo. Sin embargo, sus ojos seguían fijos en Punta Cabrita, al otro extremo de la bahía. Y de repente, por detrás de la franja de tierra, Jack vio los mastelerillos y el gallardete de un barco que navegaba plácidamente. Lo observó uno o dos segundos, y el corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que el gallardete era inglés, antes incluso de valorar el hecho.

Le lanzó una mirada furtiva al capitán Falliere, quien exclamó: «¡Ya la tengo! Laura Place. El número dieciséis de Laura Place. Aquí es donde siempre se alojan mis primos, los Christy, cuando van a Bath. Y aquí, detrás de este árbol —lo vería mejor si no estuviera el árbol— está la ventana de mi dormitorio».

Entró un repostero y empezó a poner la mesa. El capitán Pallière no sólo tenía primos ingleses y conocía la lengua inglesa casi a la perfección, sino que también poseía sólidos conocimientos sobre los elementos que debían componer el auténtico desayuno de un marino. Les traerían un par de patos, un plato de riñones y un rodaballo a la plancha —casi del tamaño de una rueda de carro— además de otros alimentos habituales como jamón, huevos, pan tostado, mermelada de naranja amarga y café. Jack observó la acuarela con la mayor atención posible y dijo: «¿La ventana de su dormitorio, señor? Me deja usted asombrado».

* * *

El desayuno con el doctor Ramis era muy distinto; era austero, casi de penitencia. Consistía en un tazón de cacao sin leche, un trozo de pan con muy poco aceite. «Tan poco aceite no puede hacernos daño», dijo el doctor Ramis, que era un mártir de su hígado. Era un hombre delgado, de expresión adusta y rostro cetrino con profundas ojeras violáceas; aunque no parecía capaz de experimentar placer, había sonreído con afectación y se había sonrojado cuando Stephen, que estaba a su cargo como prisionero e invitado a la vez, le había preguntado: «¿No será usted, por casualidad, el ilustre doctor Juan Ramis, autor de Specimen Animalium?». Ahora regresaban de visitar la enfermería del Desaix, en la que había muy pocos enfermos debido a la obsesión del doctor Ramis por curar el hígado de los demás a base de dieta blanda y prohibiéndoles el vino. Sólo había una docena y con las enfermedades de costumbre: algunos casos de sífilis, los cuatro enfermos de la Sophie y los franceses heridos en combate —tres hombres mordidos por la perrita del señor Dalziel cuando trataban de acariciarla— que estaban en observación porque podrían tener hidrofobia. Según Stephen, el razonamiento de su colega a este respecto era erróneo, pues el hecho de que un perro escocés mordiera a un marinero francés no indicaba necesariamente que estuviera loco; aunque podría tratarse, en este caso particular, de un juicio según criterios falsos. No obstante, se reservó su opinión y dijo: «He estado reflexionando sobre la emoción».

«¡La emoción!», dijo el doctor Ramis.

«Sí», dijo Stephen. «La emoción y su expresión. En su quinto libro y en parte del sexto, habla usted de la emoción que experimentan, por ejemplo, el gato, el toro o la araña. Por mi parte, también he podido observar que, en ocasiones, hay destellos en los ojos de los licósidos. ¿Ha visto usted el brillo que aparece en los de la mantis religiosa?»

«Nunca, estimado colega. Aunque Busbequius[39] habla de ello», replicó el doctor Ramis muy complacido.

«A mí me parece que la emoción y sus formas de expresión son casi una misma cosa. Tomemos el gato de su ejemplo; supongamos que le afeitamos la cola para que no pueda erizarla, que le atamos una tabla al lomo para que no pueda arquearlo y que después le mostramos algo que le desagrade, por ejemplo, un perro de presa. El gato no podrá manifestar del todo sus emociones, pero ¿tendrá total capacidad para sentirlas? Seguramente las sentirá, porque lo único que habremos suprimido serán las manifestaciones externas, pero ¿tendrá total capacidad para sentirlas? ¿Serán acaso el erizamiento y el arqueo parte integral de la emoción y no simplemente un poderoso refuerzo, aunque también esto último?»

El doctor Ramis ladeó la cabeza entrecerrando los ojos y apretando los labios, y luego dijo: «¿Cómo podría medirse la emoción? No puede medirse. Es un concepto; un concepto muy valioso, sin duda. Pero, querido amigo, ¿cómo haría usted la medición? No puede medirse. Y la ciencia es medida, no hay conocimiento sin medida».

«Claro que puede medirse», replicó Stephen con vehemencia. «Vamos a tomarnos el pulso». El doctor Ramis se quitó el reloj, un bonito Bréguet con un segundero en el centro, y ambos se sentaron, muy serios, para contar las pulsaciones. «Ahora, estimado colega, le ruego que se imagine —que se imagine con viveza— que he cogido su reloj y lo he tirado al suelo sin motivo; y yo, por mi parte me imaginaré que es usted un malvado. Hagamos gestos violentos como si estuviéramos furiosos».

El doctor Ramis contrajo los músculos de la cara y sus ojos casi llegaron a desaparecer; luego echó la cabeza hacia delante temblando. Stephen retorció los labios, agitó el puño en el aire y farfulló algo. En ese momento entró un criado con una jarra de agua caliente (no estaba permitido tomar más de una taza de cacao).

«Ahora», dijo Stephen Maturin, «tomémonos el pulso de nuevo».

«Ese peregrino de la corbeta inglesa está loco», dijo el criado del cirujano al segundo cocinero. «Está loco y tiene la mente retorcida y atormentada. Y a nuestro cirujano poco le falta».

«No me parece una prueba concluyente», dijo el doctor Ramis, «pero es muy interesante. Tenemos que probar incluyendo palabras reprobatorias, comentarios hirientes y burlas crueles, pero sin ningún movimiento, pues éste podría ser, en parte, el causante del incremento de las pulsaciones. Si no me equivoco, usted trata de tomar esto como prueba per contra de lo que había anticipado, es decir, hacer una demostración al revés, a la inversa. Muy interesante».

«¿Verdad que sí?», dijo Stephen. «La escena de nuestra rendición y otras que he presenciado me han hecho pensar en estas cosas. Seguramente usted, señor, con una experiencia naval mayor que la mía, habrá presenciado infinidad de escenas de ese tipo».

«Seguramente», dijo el doctor Ramis. «Por ejemplo, yo mismo he tenido el honor de ser prisionero de ustedes nada menos que cuatro veces. Esa», dijo sonriente, «es una de las razones por las que nos alegramos tanto de tenerlos entre nosotros. Esto no ocurre tan a menudo como quisiéramos. Permítame que le ofrezca otro trozo de pan, media rebanada. Es muy bueno con ajo ligeramente pasado por la superficie, porque el ajo es saludable y antiflogístico».

«Es usted muy amable, estimado colega. Seguramente habrá observado que los hombres capturados han permanecido con el rostro impasible. Supongo que siempre será así.»

«Invariablemente. Como si todos fueran discípulos de Zenón.»

«¿Y no le parece que esa supresión, esa negación de signos externos que, en mi opinión, pueden ser refuerzos o tal vez auténticos componentes de la angustia…? ¿No le parece que esa expresión indiferente y esa actitud estoica, en realidad, hacen menor el sufrimiento?»

«Sí. Es muy posible que sea así.»

«Yo creo que es así. Había hombres a bordo a quienes conocía íntimamente, y estoy convencido de que sin eso que podría llamarse ceremonia de rendición se les hubiera partido el…»

«¡Señor, señor, señor!», exclamó el criado del doctor Ramis. «¡La bahía se está llenando de ingleses!»

En la toldilla encontraron al capitán Falliere y sus oficiales, que observaban cómo maniobraban el Pompee, el Venerable, el Audacious y, un poco más lejos, el Caesar, el Hannibal y el Spencer, tratando de atravesar con viento flojo e inestable del norte noroeste las corrientes tan fuertes y cambiantes que pasan del Atlántico al Mediterráneo; todos eran de setenta y cuatro cañones, excepto el Caesar, con la insignia de sir James, que era de ochenta. Jack permanecía a cierta distancia de ellos con una expresión indiferente en el rostro; y un poco más lejos, junto al pasamanos, estaban los oficiales de la Sophie, que trataban de mantener una actitud igualmente digna.

«¿Cree usted que atacarán?», preguntó el capitán Falliere, volviéndose hacia Jack. «¿O cree que fondearán frente a Gibraltar?»

«Para serle sincero, señor», dijo Jack mirando hacia el enorme Peñón, «estoy completamente seguro de que atacarán. Y me perdonará si le digo que, teniendo en cuenta las fuerzas presentes, me parece que esta noche dormiremos todos en Gibraltar. Le confieso que estoy muy contento, porque eso me permitirá corresponder en cierto modo al trato amable que he recibido aquí».

Había recibido un trato amable, muy amable, desde el momento en que había intercambiado saludos con el capitán Falliere en el alcázar del Desaix y había dado un paso al frente para entregarle su sable. El capitán, rechazándolo, había insistido en que continuara llevándolo y había elogiado la resistencia de la Sophie.

«Bien», dijo el capitán Falliere, «en cualquier caso, no permitiremos que esto nos estropee el desayuno».

«Un mensaje del almirante, señor», dijo un teniente. «Acérquense lo más posible a las baterías».

«Recibido. Cumpla la orden, Dumanoir», dijo el capitán. «Venga, señor; disfrutemos de los placeres de la vida mientras podamos».

Hicieron un extraordinario esfuerzo por mantener la conversación, subiendo la voz cuando las baterías de Isla Verde y de la península empezaron a rugir y el fragor de los cañonazos se escuchó en toda la bahía; pero Jack, de repente, se dio cuenta de que estaba untando el rodaballo con mermelada de naranja amarga y que estaba dando una respuesta sin ton ni son. Hubo entonces un gran estrépito y las ventanas de popa del Desaix se hicieron pedazos; el mueble acolchado que estaba debajo de ellas, donde el capitán Falliere guardaba sus mejores vinos, salió disparado hacia el centro de la cabina lanzando chorros de champán y madeira y trozos de vidrio; y en medio del destrozo rodó agotada una bala del Pompee, uno de los navíos de Su Majestad.

«Quizás sería mejor que subiéramos a cubierta», dijo el capitán Falliere.

La posición de los navíos era curiosa. El viento se había encalmado. El Pompee se había deslizado por detrás del Desaix para fondear por la amura de estribor del Formidable, el buque insignia francés, y le disparaba con furia mientras éste era llevado hacia la costa con espías para que pudiera sortear los traicioneros bancos de arena. El Venerable, por falta de viento, se había detenido a media milla del Formidable y el Desaix y los atacaba por babor enérgicamente, mientras el Audacious, según Jack podía ver a través de la humareda, estaba paralelo al Indomptable, a unas trescientas o cuatrocientas yardas. El Caesar, el Hannibal y el Spencer hacían todo lo posible por atravesar la zona donde la calma alternaba con rachas de viento del oeste noroeste. Los navíos franceses disparaban con regularidad; y al fondo de la bahía, desde la Torre del Almirante, al norte, hasta Isla Verde, al sur, las baterías de la costa disparaban incesantemente con gran estrépito, mientras las grandes cañoneras españolas, de valor incalculable en esta calma por su movilidad y su experto conocimiento de los arrecifes y las fuertes corrientes, se acercaban a los navíos enemigos fondeados para acribillarlos.

Las columnas de humo se alejaban de tierra moviéndose ora hacia un lado ora hacia otro, y a menudo ocultaban el Peñón al fondo de la bahía, y los tres barcos que estaban en alta mar. El viento se entabló y pudieron verse las sobrejuanetes y juanetes del Caesar por encima de la negra humareda. En el navío estaba izada la insignia del almirante Saumarez y ondeaban banderas de señales que ordenaban Fondear para apoyo mutuo. Jack vio que éste dejaba atrás al Audacious, viraba y pasaba muy cerca del Desaix. La nube de humo que lo rodeaba se hizo más densa, ocultándolo todo; hubo un gran resplandor, como el de un relámpago, en medio de aquella masa oscura y una bala a la altura de las cabezas golpeó de lleno una fila de infantes de marina en la toldilla del Desaix; las cuadernas del potente navío temblaron por la fuerza del impacto de los cañonazos, pues al menos la mitad de la andanada lo había alcanzado.

«Este no es lugar para un prisionero», pensó Jack. Miró con expresión respetuosa al capitán Falliere, a modo de despedida, y se fue al alcázar. Vio a Babbington y al joven Ricketts junto al pasamanos con aire dubitativo y exclamó: «¡Abajo los dos! Este no es el momento de hacerse el valiente, es una tontería exponeros a que os maten nuestras propias balas de cadenas». Y ya se escuchaba el silbido de una de ellas acercándose. Los condujo abajo, al pañol de cabos; luego se dirigió al jardín, es decir, al retrete de los oficiales. Ese no era el lugar más seguro del mundo, pero no había mucho sitio para un espectador en las entrecubiertas de un navío de guerra en combate, y él deseaba ansiosamente seguir el desarrollo de la batalla.

El Hannibal había fondeado delante del Caesar, atravesando la línea que formaban los navíos franceses, aproados al norte, y lanzaba sus descargas contra el Formidable y las baterías de Santiago; el Formidable apenas disparaba ya, y esto era una suerte porque el Pompee había borneado a causa de la corriente y ahora tenía la proa dirigida hacia el costado del Formidable, de tal forma que sólo podría dispararle con los cañones de estribor a las baterías de tierra y a las cañoneras. El Spencer estaba todavía lejos, a la entrada de la bahía; pero aun así, había cinco navíos de línea atacando a los tres del enemigo y, a pesar de la artillería española, las cosas iban muy bien. A través de un claro que el viento del oeste noroeste había hecho en la humareda, Jack pudo ver el Hannibal. El navío levó anclas, se hizo a la vela en dirección a Gibraltar y luego, tan pronto como alcanzó suficiente velocidad, viró y se dirigió hacia donde estaba el buque insignia francés para pasar entre éste y la costa disparando sin cesar. «Igual que en el Nilo», pensó Jack. En ese momento, el Hannibal encalló y quedó situado justo frente a los potentes cañones de la Torre del Almirante. La nube de humo se hizo más densa; y luego, cuando por fin se disipó, pudieron verse los botes que se acercaban desde los otros navíos ingleses y un ancla bajando. El Hannibal, con gran estrépito, disparaba furiosamente contra tres baterías de tierra y contra las cañoneras, y con los cañones delanteros de babor y los cañones de proa atacaba al Formidable. Jack se dio cuenta de que había juntado las manos con tal fuerza que le resultaba muy difícil separarlas. La situación no era muy mala, ni mucho menos desesperada. El viento del oeste había amainado y ahora una ligera brisa del nordeste dividía en dos la nube de humo producida por la pólvora. El Caesar levó el ancla, y rodeando el Venerable y el Audacious se aproximó al Indomptable, que estaba detrás del Desaix, y le disparó los más potentes cañonazos que se habían oído hasta entonces. Jack no pudo averiguar cuál era el mensaje de las banderas de señales que llevaba izadas, pero seguramente se trataba de Levar anclas y virar, junto con Atacar al enemigo más de cerca. También había una señal a bordo del buque insignia francés, Levar anclas y encallar, ya que ahora el viento permitía a los ingleses adentrarse más en la bahía y era mejor arriesgarse a quedar varados que el desastre total. Esta señal era más fácil de obedecer que la de sir James, pues el viento continuaba soplando en la zona donde se encontraban los franceses mientras que se había encalmado donde estaban los ingleses y, además, los franceses ya habían sacado todos los cabos para ser remolcados y docenas de botes se acercaban a ellos desde tierra.

Jack oyó las órdenes y el estruendo de las pisadas justo encima de él; y cuando el Desaix viró para poner apresuradamente rumbo a tierra, pasó ante su vista toda la bahía llena de humo y con restos de la batalla flotando. El navío encalló en un arrecife, justamente frente a la ciudad, con una sacudida tan brusca que Jack perdió el equilibrio. El Indomptable, que había perdido el mastelero de velacho, ya estaba varado en Isla Verde o muy cerca y el buque insignia francés, aunque Jack no podía verlo desde donde se encontraba, seguramente también estaba encallado.

Sin embargo, la situación se complicó de repente. Los navíos ingleses no se adentraron en la bahía ni arremetieron contra los navíos franceses varados, tampoco los incendiaron ni los destruyeron, y mucho menos pudieron sacarlos de allí a remolque, porque no sólo el viento se encalmó haciendo detenerse al Caesar, al Audacious, y al Venerable, sino que todos los botes supervivientes de la escuadra se ocupaban de remolcar al destrozado Pompee a Gibraltar. Las baterías españolas disparaban furiosamente desde hacía algún tiempo, y ahora los navíos franceses enviaban a tierra a centenares de sus excelentes artilleros. En pocos minutos el fuego de los cañones de la costa se hizo mucho más intenso y preciso. Incluso el pobre Spencer, que se encontraba a la entrada de la bahía y no había podido intervenir en el combate, sufrió grandes destrozos; el Venerable había perdido el mastelero de sobremesana y parecía que el Caesar se había incendiado por su parte central. Jack no pudo resistir más y corrió a cubierta a tiempo de ver, por la amura de estribor, cómo la escuadra se hacía a la vela con el terral que se había levantado y ponía rumbo al este, a Gibraltar, abandonando al desarbolado y desvalido Hannibal a su suerte frente a los cañones de la Torre del Almirante. Éste disparaba todavía, pero no podría hacerlo durante mucho más tiempo; cayó el mástil que le quedaba y poco después también su bandera descendía vacilante.

«Ha sido una mañana ajetreada, capitán Aubrey», dijo el capitán Falliere, al verlo.

«Sí señor», dijo Jack. «Espero que no hayamos perdido a muchos amigos». El alcázar del Desaix estaba horrible y un río de sangre corría por debajo de los restos de la escala de toldilla hacia el imbornal. La batayola estaba hecha trizas; había cuatro cañones desmontados detrás del palo mayor, y la red que protegía el alcázar de las astillas estaba abombada por el peso de los aparejos caídos. El navío estaba escorado tres o cuatro tracas sobre la roca y podía romperse al más mínimo embate de las olas.

«He perdido a muchos, a muchos más de lo que hubiera deseado», dijo el capitán Falliere. «Pero el Formidable y el Indomptable han quedado en peores condiciones y sus capitanes han muerto. ¿Qué están haciendo a bordo del navío capturado?»

El Hannibal izaba de nuevo la bandera. Era la suya, no la bandera francesa, pero estaba al revés, con la unión hacia abajo. «Supongo que se habrán olvidado de coger una tricolor cuando fueron a abordarla y a tomar posesión», observó el capitán Falliere y luego se volvió para dirigir la maniobra de desencallar su barco. Poco después regresó junto al destrozado pasamanos, y al ver la pequeña flota de botes que venían remando con todas sus fuerzas desde Gibraltar y los que salían de la corbeta Calpe tratando de acercarse al Hannibal, le dijo a Jack: «¿Cree usted que intentan recuperar el navío? ¿Qué se proponen hacer?»

Jack sabía muy bien lo que se proponían hacer. En la Armada real, izar la bandera al revés era una señal de socorro. Al verla, los hombres de la Calpe y del puerto de Gibraltar habían pensado que el Hannibal indicaba que estaba de nuevo a flote y pedía que lo remolcaran. Entonces habían llenado todas las lanchas disponibles con todos los hombres disponibles, incluyendo marineros de reemplazo y, sobre todo, los mejores carpinteros de ribera y artífices del astillero. «Sí», dijo con toda la sinceridad con que un marino fanfarrón podía hablarle a otro. «Sin duda, intentan recuperarlo. Vienen porque creen que todo ha terminado. Si usted ahora disparara a la proa del cúter que va en cabeza, virarían en redondo».

«¡Ah!», dijo el capitán Falliere, y enseguida un cañón de dieciocho giró con un gran chirrido y apuntó hacia el bote más próximo. «Aunque», dijo poniendo la mano sobre la llave del cañón y sonriéndole a Jack, «tal vez sea mejor no disparar». Anuló la orden de hacer fuego, y uno tras otro los botes fueron llegando hasta el Hannibal, donde los franceses, que estaban esperándolos tranquilamente, llevaban a las tripulaciones bajo las escotillas. «No se preocupe», dijo el capitán Falliere dándole palmaditas en la espalda. «El almirante ha dado la señal de desembarcar. Usted y sus hombres vendrán conmigo y trataremos de encontrarles un buen alojamiento hasta que nuestro barco esté reparado y podamos hacernos a la mar».

El alojamiento asignado a los oficiales de la Sophie era una casa en la parte alta de Algeciras con una inmensa terraza que daba a la bahía. A la izquierda de ésta se encontraba Gibraltar, a la derecha Punta Cabrita y de frente el borroso perfil de África. La primera persona a la que Jack vio allí fue el capitán Ferris, del Hannibal, que había sido compañero suyo de tripulación en dos viajes. Ferris estaba de pie, con las manos tras la espalda, observando su barco desarbolado. Jack había comido con él en una ocasión hacía tan sólo un año, pero apenas podía reconocerlo. El capitán de navío no parecía el mismo hombre, había envejecido muchísimo y había perdido vitalidad; y ahora hablaba lentamente, en tono vacilante, sobre el desarrollo de la batalla, indicando las distintas maniobras realizadas, las adversidades y los intentos frustrados, como si relatara algo que no hubiera ocurrido realmente o no le hubiera ocurrido a él.

«Así que usted, Aubrey, estaba a bordo del Desaix», dijo tras una pausa. «¿Sufrió muchos daños?»

«Por lo que he podido deducir, no tan graves como para dejarlo incapacitado para navegar, señor. No recibió muchos disparos por debajo de la línea de flotación ni los palos machos resultaron demasiado dañados; si no hace agua, enseguida estará reparado, pues tiene una excelente tripulación y sus oficiales son expertos marinos.»

«¿Cuántos hombres cree usted que ha perdido?»

«Muchos, seguramente. Pero aquí viene mi cirujano, que lo sabrá mejor que yo. Le presento al doctor Maturin. El capitán Ferris. ¡Por Dios, Stephen!», exclamó dando un paso atrás. Aunque estaba bastante habituado a las acciones cruentas, nunca había visto nada igual. Stephen parecía haber salido de un matadero. Las mangas, el cuello y todo el frente del abrigo estaban empapados de sangre y endurecidos porque ésta había comenzado a secarse, y los calzones y la camisa habían tomado un color rojo parduzco.

«Discúlpenme», dijo, «debería haberme cambiado de ropa, pero mi baúl ha quedado totalmente destrozado».

«Puedo dejarle una camisa y unos calzones», dijo el capitán Ferris. «Tenemos más o menos la misma talla». Stephen hizo una inclinación de cabeza.

«¿Ha estado echándoles una mano a los cirujanos franceses?», preguntó Jack.

«Sí, así es.»

«¿Tenían mucho trabajo?», le preguntó el capitán Ferris.

«Ha habido alrededor de cien muertos y cien heridos», dijo Stephen.

«Nosotros tuvimos setenta y cinco y cincuenta y dos», dijo el capitán Ferris.

«¿Pertenece usted al Hannibal, señor?», preguntó Stephen.

«Pertenecía a él, señor», dijo el capitán Ferris. «Arrié mi bandera», continuó titubeante. Entonces empezó a sollozar, y con los ojos desmesuradamente abiertos miraba ora a uno ora al otro.

«Capitán Ferris», dijo Stephen, «dígame, por favor, ¿cuántos ayudantes tiene su cirujano? ¿Tienen todos sus instrumentos? Voy a ir al convento a visitar a sus heridos en cuanto coma algo».

«Dos ayudantes, señor», dijo el capitán Ferris. «Y en cuanto a los instrumentos, me temo que no puedo responderle. Es usted muy bueno, señor, un verdadero cristiano. Pero le traeré la camisa y los calzones; debe de estar terriblemente incómodo». Volvió con un bulto de ropa limpia envuelta en una bata y le sugirió al doctor Maturin que operara con la bata puesta, como él había visto hacer después de aquel primero de junio, cuando hubo también escasez de ropa limpia. Poco después, bajo la vigilancia de centinelas de amarillo y rojo apostados a la puerta, varias criadas con ojos asustados les sirvieron la comida, rara y bastante pobre, y ellos se sentaron a la mesa. Ferris dijo: «Cuando haya atendido a mis pobres hombres, cuando haya terminado de ocuparse de ellos, doctor Maturin, si le queda un poco de paciencia, sería muy caritativo por su parte que me recetara algún preparado de adormidera o mandrágora. Debo confesarle que hoy he sentido una gran pesadumbre, y necesito… ¿cómo diría?… poner fin a esta tremenda angustia. Además, es probable que dentro de unos días seamos canjeados, así que, para colmo, pronto seré juzgado en consejo de guerra».

«Bueno, respecto a eso, señor», dijo Jack echándose hacia atrás en la silla, «no debe inquietarse, nunca ha habido un caso más claro de…»

«No esté usted tan seguro, joven», dijo el capitán Ferris. «Cualquier consejo de guerra es algo peligroso, tanto si tiene la razón de su parte como si no, la justicia no cuenta mucho. Recuerde al pobre Vincent, del Weymouth; recuerde a Byng, que cayó en la ruina por un juicio equivocado y por ser impopular entre su gente. Y piense en el sentimiento de derrota que experimentarán todos en Gibraltar y en nuestro país; seis navíos de línea han sido derrotados por tres barcos franceses y, además, otro barco y el Hannibal capturados».

La aprensión del capitán Ferris le pareció a Jack una especie de herida, el resultado de haberse quedado encallado y haber tenido que soportar durante horas, desarbolado y desvalido, el incesante fuego de tres baterías de tierra, un navío de línea y una docena de potentes cañoneras. Stephen tuvo el mismo pensamiento, aunque configurado de manera algo distinta. «¿Qué juicio es ese del que habla?», preguntó más tarde. «¿Es real o imaginario?»

«No es imaginario, es muy real», dijo Jack.

«¡Pero si él no ha hecho nada mal! Nadie puede decir que huyó o que no luchó lo más duramente que pudo.»

«Pero perdió su barco. Todo capitán de un barco del Rey que pierde su barco debe ser juzgado en consejo de guerra.»

«Comprendo. Sin duda, en su caso será una mera formalidad.»

«En su caso sí», dijo Jack. «Sus temores son infundados; parece que tuviera una pesadilla estando despierto».

Pero al día siguiente, cuando Jack bajó con el señor Dalziel para ver a los tripulantes de la Sophie en aquella iglesia de culto diferente al de ellos y decirles que en el Peñón ondeaba la bandera en señal de tregua, los temores le parecieron más razonables, no algo producido por la imaginación. Les dijo que tanto ellos como los hombres del Hannibal iban a ser canjeados y que a la hora de cenar ya estarían en Gibraltar, así que comerían guisantes deshidratados y tasajo de caballo, no más comidas raras. Y aunque sonrió y agitó su sombrero para acompañar los vivas con que acogían sus noticias, una preocupación comenzaba a turbar su mente.

La preocupación aumentó mientras él cruzaba la bahía en la falúa del Caesar, y más aún cuando esperaba en la antecámara para informar personalmente al almirante. A veces permanecía sentado, otras se levantaba, daba paseos por la habitación y hablaba con otros oficiales; y mientras tanto el secretario dejaba pasar a otros que iban a tratar asuntos urgentes. Se sorprendió al recibir tantas felicitaciones por la batalla con el Cacafuego, que ahora le parecía tan lejana como si hubiera ocurrido en otra vida. Pero las felicitaciones (aunque numerosas y amables) eran un poco superficiales, porque en Gibraltar había una actitud general de severa condena, un profundo abatimiento, gran dedicación a la ardua tarea por realizar y discusiones estériles sobre lo que se debía haber hecho.

Cuando por fin Jack fue recibido, encontró a sir James tan viejo y cambiado como al capitán Ferris. Y mientras él hizo su informe, el almirante estuvo mirándolo inexpresivamente a través de sus pesados párpados sin interrumpirlo, sin pronunciar ni una sola palabra de elogio o de reproche. Esto le produjo tal desasosiego que, de no haber sido por aquella tarjeta que ocultaba en la mano como un colegial, con la lista de los puntos a mencionar, se habría desviado del tema dando explicaciones y excusas incoherentes. Era obvio que el almirante estaba muy cansado, pero su aguda mente pudo discernir los hechos más significativos, que él anotó en un trozo de papel. «¿Según su opinión, en qué estado se encuentran los navíos franceses, capitán Aubrey?», le preguntó.

«El Desaix está a flote, señor, y en buen estado, igual que el Indomptable. No sé nada del Formidable ni del Hannibal, pero no hay duda de que hacen agua; y en Algeciras corre el rumor de que el almirante Linois envió ayer a tres oficiales a Cádiz, y esta mañana temprano a otro, para pedir que los barcos españoles y franceses allí fondeados vayan a recogerlo.»

El almirante Saumarez se puso la mano en la frente. Él había pensado que ya no podrían salir a flote y así lo había expuesto en su informe. «Bien, gracias, capitán Aubrey», dijo después de unos instantes, y Jack se levantó. «Veo que lleva su sable», observó el almirante.

«Sí señor. El capitán francés tuvo la amabilidad de devolvérmelo.»

«Muy generoso por su parte, aunque creo que el cumplido era bien merecido; y no tengo ninguna duda de que el consejo de guerra hará lo mismo. Pero, ya sabe usted, no está bien que lo lleve hasta que éste se haya celebrado. Nos ocuparemos de su caso tan pronto como sea posible; el pobre Ferris tendrá que ir a nuestro país, desde luego, pero a usted podremos juzgarlo aquí. Está usted en libertad condicional, ¿verdad?»

«Sí, señor, esperando un canje.»

«¡Qué fastidio! No me hubiera venido mal su ayuda, pues la escuadra está en un estado… Bien, que pase buen día, capitán Aubrey», dijo esbozando una sonrisa y adoptando una expresión amable. «Recuerde que está usted en libertad condicional; le ruego que tenga discreción».

Lo sabía perfectamente, aunque de un modo teórico, pero aquellas palabras lo enfrentaron con la realidad y se le encogió el corazón. Recorrió las abarrotadas calles de Gibraltar sintiéndose muy infeliz y cuando llegó a la casa donde se alojaba, se quitó el sable, lo empaquetó de cualquier manera y se lo envió al secretario del almirante con una nota. Luego salió a dar un paseo; tenía la impresión de estar desnudo y deseaba pasar desapercibido.

Los oficiales del Hannibal y de la Sophie estaban en libertad condicional. Esto significaba que habían dado palabra de honor de no atentar contra España ni contra Francia mientras esperaban ser canjeados por prisioneros franceses de igual rango y que simplemente eran prisioneros en un entorno más agradable.

En los días que siguieron se sintió tremendamente triste y solo, aunque a veces salía a dar un paseo con el capitán Ferris, con sus guardiamarinas o con el señor Dalziel y su perrita. Le resultaba muy raro estar apartado de la actividad del puerto y de la escuadra en un momento como aquel, cuando todos los hombres en buen estado de salud y muchos que no deberían haber dejado el lecho, trabajaban con ahínco para reparar los navíos. El puerto, allí abajo, parecía una colmena, un hormiguero; en cambio, en lo alto de aquella montaña rocosa donde crecía una finísima hierba, entre la muralla mora y la torre cercana a la Cueva de los monos, él estaba solo, haciéndose reproches, y lleno de dudas y ansiedad. Había leído los últimos números del Boletín oficial, pero en ninguno se mencionaba el triunfo de la Sophie ni su derrota; sólo había encontrado un par de referencias en los periódicos, pero desvirtuando los hechos, y un párrafo en la Revista del caballero que presentaba la acción como un ataque sorpresa, eso era todo. En los Boletines aparecían doce ascensos, pero no estaban ni el suyo ni el de Pullings, así que había acertado al apostar que la noticia de la captura de la Sophie llegaría a Londres al mismo tiempo que la de la captura del Cacafuego, si no antes, porque la buena noticia (suponiendo que se hubiera perdido su informe, suponiendo que éste hubiera estado en la bolsa que él mismo había hundido a noventa brazas frente al cabo Roig) sólo podía haber llegado en un despacho de lord Keith, desde el otro extremo del Mediterráneo, cerca de Turquía. Así que no era posible que le dieran un ascenso hasta después del consejo de guerra; nunca un prisionero había sido ascendido. ¿Y qué pasaría si el juicio le era adverso?

No se sentía muy tranquilo. Si Harte había orquestado todo esto, había tenido un endemoniado éxito, mientras que él se había comportado como un simplón, como un perfecto idiota. ¿Era posible que hubiera tanta maldad y tanto ingenio en aquel enano cornudo? Le habría gustado poder comentar esto con Stephen, porque Stephen era una persona de buen juicio; por primera vez en su vida, Jack dudaba de su capacidad de razonamiento, su inteligencia y su agudeza. El almirante no lo había felicitado. ¿Significaba eso que el criterio oficial era…? Por su parte, Stephen no creía que estar en libertad condicional le impedía ayudar en el hospital naval; más de doscientos hombres de la escuadra habían resultado heridos, y él pasaba en el hospital casi todo el tiempo. «Tiene usted que andar», le había dicho a Jack. «Por lo que más quiera, suba a esos empinados cerros, atraviese el Peñón de un extremo a otro, una y otra vez, con el estómago vacío. Está usted obeso, le tiemblan las rodillas cuando anda. Debe usted de pesar doscientas veinticinco o doscientas treinta y cinco libras».

«Desde luego, estoy sudando como una yegua de parto», pensó sentándose a la sombra de una enorme roca. Se secó el sudor, se desabrochó el cinturón y luego, intentando distraerse, cantó una balada que hablaba de la batalla del Nilo:

Anclamos junto a ellos, valientes y libres

como leones.

¡Qué maravilloso fue

ver sus palos y obenques caer!

Entonces el valiente Leander, de cincuenta

y cuatro cañones

a la proa del Franklindisparó con enorme fragor.

Una tremenda paliza, chicos, le dio, causando gran

destrucción,

y el navío francés, implorando clemencia,

su bandera arrió.

La melodía era encantadora, pero la inexactitud de la letra lo disgustaba; su querido Leander tenía cincuenta y dos cañones, lo sabía muy bien porque había dirigido el fuego de ocho de ellos. Entonces cantó otra de sus canciones navales favoritas:

Ocurrió no hace mucho una terrible refriega,

fue el día de San Jaime, y todo empezó

dando un golpe con el puño, puño, puño,

con el puño, puño, puño.

De repente, un mono que estaba en una roca no muy lejana le lanzó un mojón. Cuando él trataba de levantarse para responderle, el mono comenzó a dar gritos y a agitar con furia su arrugada mano; entonces él, que se sentía muy desanimado, volvió a sentarse.

«¡Señor, señor!», gritó Babbington, que subía rápidamente por las rocas. Su cara estaba enrojecida por el esfuerzo de subir y gritar. «¡Mire el bergantín! ¡Señor, mire allí, al otro lado del cabo!»

El bergantín era el Pasley; lo reconocieron enseguida. El bergantín de alquiler Pasley, un hermoso velero, se acercaba atagallando con el fuerte viento del noroeste.

«Eche un vistazo, señor», dijo Babbington dejándose caer sobre la hierba indisciplinadamente y pasándole un pequeño catalejo de bronce. La lente no tenía mucho aumento, pero podía verse claramente la bandera que ondeaba en uno de los palos del Pasley, con el mensaje enemigo a la vista.

«Ahí están, señor», dijo Babbington señalando las centelleantes gavias que se recortaban sobre la oscura curva de la costa, al final del estrecho.

«¡Adelante!», exclamó Jack y comenzó a ascender, jadeando y gimiendo, para llegar a la cima, y se dirigió tan rápido como pudo hacia la torre, el punto más alto del Peñón. Había en ella algunos albañiles trabajando, un oficial de artillería de la guarnición con un espléndido telescopio y algunos soldados. El oficial de artillería, muy cortésmente, le ofreció a Jack el telescopio. Jack lo apoyó en el hombro de Babbington, lo enfocó con cuidado y, mirando a través de él, dijo: «Ahí está el Superb. Y la Thames. Luego dos navíos españoles de tres puentes; uno de ellos lleva la insignia del vicealmirante, es el Real Carlos, estoy casi seguro. Son de setenta y cuatro cañones. No, uno es de setenta y cuatro y el otro probablemente de ochenta».

«El Argonauta», dijo uno de los albañiles.

«Otro de tres puentes. Y tres fragatas, dos francesas.»

Estaban sentados en silencio, observando la tranquila procesión: el Superb y la Thames mantenían su posición, justo a una milla por delante de la escuadra combinada que atravesaba el estrecho, y los bellos y enormes navíos españoles de primera clase avanzaban inexorablemente como el sol. Los albañiles se fueron a comer; el viento roló al oeste. La sombra de la torre se desplazó veinticinco grados.

Al doblar Punta Cabrita, el Superb y la fragata pusieron rumbo a Gibraltar, mientras que los navíos españoles orzaron para entrar en Algeciras; y ahora Jack pudo ver que el buque insignia era realmente el Real Carlos, de ciento doce cañones, uno de los más potentes navíos que surcaban los mares, y también que uno de los navíos de tres puentes tenía una potencia similar, y que el tercero era de noventa y seis cañones. Era una formidable escuadra, con cuatrocientos setenta y cuatro cañones grandes, sin contar los ciento y tantos de las fragatas, y todos los navíos estaban asombrosamente bien gobernados. Anclaron en una zona donde los protegían los cañones de las baterías españolas, quedando tan bien dispuestos como si el Rey fuera a pasar revista.

«¡Hola, señor!», dijo Mowett. «Pensé que estaría aquí y le he traído un pastel».

«¡Oh, gracias, gracias!», exclamó Jack. «Estoy muerto de hambre, lo confieso». Y enseguida cortó un trozo y se lo comió. ¡Cómo había cambiado la Armada!, pensaba mientras cortaba otro pedazo. Cuando él era guardiamarina no se le hubiera ocurrido nunca hablarle a su capitán, ni mucho menos llevarle pasteles; y si se le hubiera ocurrido, no se hubiera atrevido a hacerlo.

«¿Puedo sentarme en la peña con usted, señor?», le preguntó Mowett sentándose. «Han venido para ayudar a salir a los franceses, supongo. ¿Cree usted que vamos a ir por ellos, señor?»

«El Pompee no estará listo para volver a hacerse a la mar hasta dentro de tres semanas», dijo Jack dubitativo. «El Caesar ha sufrido muchos daños y tiene que ser arbolado de nuevo; pero aunque estuvieran a punto antes de que el enemigo se hiciera a la vela, sólo tendríamos cinco navíos de línea frente a diez, o nueve si no contamos el Hannibal; es decir, nuestros trescientos setenta y seis cañones contra más de setecientos de la escuadra combinada. Y también tenemos menos tripulantes que ellos».

«Pero usted iría por ellos, ¿verdad señor?», dijo Babbington. Y los dos guardiamarinas rieron alegremente.

Jack movió la cabeza meditabundo y Mowett dijo: «Como cuando los arponeros cercan y atacan, en hiperbóreos mares a la ballena adormecida. ¡Qué enormes son esos navíos españoles! Los tripulantes del Caesar han pedido que se les permita trabajar día y noche, señor. El capitán Brenton dice que pueden trabajar todo el día, pero por la noche sólo la mitad que esté de guardia. Están preparando fogatas de enebro en el muelle para tener luz».

Y fue junto a una de esas fogatas que Jack se encontró con el capitán Keats del Superb, con dos de sus tenientes y un civil. Después de los primeros instantes de sorpresa, los saludos y las presentaciones, el capitán Keats lo invitó a cenar a bordo; puesto que hacía un viaje de regreso, la comida no sería demasiado variada, desde luego, pero había coles de Hampshire, traídas del propio huerto del capitán Keats por el Astraea.

«Es usted muy amable, señor; le estoy muy agradecido, pero le ruego me disculpe. He tenido la desgracia de perder la Sophie y seguramente dentro de poco compareceré ante usted y muchos otros capitanes de navío.»

«¡Oh!», dijo el capitán Keats desconcertado.

«El capitán Aubrey tiene toda la razón», dijo el civil en tono sentencioso; y en ese momento un mensajero le dijo al capitán Keats que el almirante quería verlo urgentemente.

«¿Quién era ese tipo con tan mala cara, ese hijo de perra con el abrigo negro?», preguntó Jack a su amigo Heneage Dundas de la Calpe, que bajaba las escaleras.

«¿Coke? Pues es el nuevo fiscal», dijo Dundas con una extraña mirada. ¿Era en realidad una extraña mirada? El reflejo de las llamas podía hacer que cualquier mirada pareciera extraña. Las palabras del décimo artículo de las Ordenanzas vinieron a su mente de repente: Si algún miembro de la flota, pide tregua o se rinde cobardemente y es hallado culpable en consejo de guerra, sufrirá pena de muerte.

«Acompáñame al Blue Posts, Heneage, y nos tomaremos una botella de oporto», dijo Jack pasándose la mano por el rostro.

«Jack», dijo Dundas, «me encantaría acompañarte, te lo aseguro, pero le he prometido a Brenton que le echaría una mano. Ahora me dirigía hacia allá, ahí está el resto de mi grupo esperándome». Se fue corriendo hacia una parte del muelle que estaba más iluminada y Jack empezó a caminar sin rumbo fijo, en la oscuridad, a través de empinados callejones malolientes, pasando frente a deplorables burdeles y miserables tabernas.

A la mañana siguiente, al abrigo de la muralla de Carlos V, con el telescopio apoyado sobre una roca, y con la sensación de estar espiando o de ser indiscreto, contemplaba cómo situaban al Caesar (que ya no era el buque insignia) junto a la machina flotante para colocarle el nuevo palo macho mayor, de cien pies de largo y más de una yarda de ancho. El trabajo iba tan rápido que antes del mediodía ya estaba colocada la cofa, y eran tantos los hombres que trabajaban en la jarcia que no se podía ver la cubierta.

Y al otro día, todavía melancólico y con un sentimiento de culpa por estar ocioso, mientras allí abajo había una intensa actividad, especialmente en el Caesar, vio desde aquella altura que el San Antonio, un navío francés de setenta y cuatro cañones, llegaba retrasado, procedente de Cádiz, y fondeaba en Algeciras entre sus amigos.

Al día siguiente, había una gran actividad en la parte más distante de la bahía; numerosos botes iban y venían entre los doce navíos de la flota combinada, se envergaban nuevas velas, se subían a bordo las provisiones, y se izaban unas tras otras las banderas de señales en los buques insignia. En Gibraltar también había una gran actividad, incluso más intensa. No había esperanzas para el Pompee, pero el Audacious estaba casi preparado del todo, mientras que el Venerable, el Spencer y, desde luego, el Superb, estaban listos para el combate, y el Caesar estaba ya en las últimas fases de su reparación y posiblemente en veinticuatro horas estaría listo para zarpar.

Durante la noche comenzó a soplar levante, el viento que los españoles tanto deseaban, el viento que los llevaría directamente fuera del estrecho, una vez hubieran doblado Punta Cabrita, y que los conduciría a Cádiz. Al mediodía, el primero de los navíos de tres puentes largó el velacho y comenzó a separarse del grupo; luego lo siguieron los demás. Levaron anclas y zarparon uno tras otro a intervalos de diez o quince minutos para reunirse después frente a Punta Cabrita. El Caesar seguía amarrado en el muelle; estaban cargándolo con pólvora y balas, y todos a bordo, oficiales, marineros, civiles y soldados de la guarnición, trabajaban afanosamente y en silencio.

Finalmente toda la flota combinada se puso en camino; incluso su presa, el Hannibal, con una jarcia provisional, se dirigía hacia la punta remolcado por la fragata francesa Indienne. Y a bordo del Caesar se escucharon las agudas notas del pífano y el violín cuando la tripulación comenzó a dar vueltas al cabrestante para sacar del muelle el navío, ya preparado para la guerra. Se escucharon clamorosos vivas en la abarrotada orilla, desde las baterías, las murallas y las laderas llenas de espectadores; y cuando los vivas cesaron, la banda de la guarnición tocó tan alto como pudo: «Vamos, animad a nuestros chicos, que enviamos en busca de gloria…», y los infantes de marina del Caesar les respondieron con la canción Bretones a vencer. Como fondo a aquellas voces se oía el pífano; era algo extremadamente conmovedor.

Cuando el Caesar pasó bajo la popa del Audacious, izó de nuevo la insignia de sir James e inmediatamente después la bandera con la señal: levar anclas y prepararse para la batalla. La ejecución de esta orden fue tal vez la maniobra naval más hermosa que Jack vio en su vida. Todos esperaban la señal, todos estaban preparados, moviendo arriba y abajo los cables; y en un espacio de tiempo increíblemente corto, se levaron las anclas y las velas desplegadas formaron enormes pirámides en los palos, mientras la escuadra —cinco navíos de línea, dos fragatas, una corbeta y un bergantín— se alejaba del Peñón para alinearse frente a él, por babor. Jack salió de aquella aglomeración y se dirigió al hospital pensando en convencer a Stephen para que subiera a lo alto del Peñón con él. Cuando estaba a medio camino, vio a su amigo corriendo por la calle desierta.

«¿Ya ha salido del muelle?», preguntó Stephen desde lejos. «¿Ha empezado el combate?» Luego, más tranquilo, dijo: «No me lo perdería por nada del mundo. ¡Ese condenado tipo de la sala B es un inoportuno! ¡Vaya momento para cortarse el cuello! ¡Qué mala suerte!»

«No hay prisa, nadie tocará ningún cañón hasta dentro de muchas horas», dijo Jack. «Pero siento que no haya podido ver zarpar al Caesar, ha sido un grandioso espectáculo. Suba al cerro conmigo y veremos perfectamente las dos escuadras. Venga. Pasaré por la casa donde me alojo para coger un par de telescopios y una capa; por la noche refresca».

«Muy bien», dijo Stephen después de pensarlo un momento. «Puedo dejar una nota. Y nos llenaremos los bolsillos de jamón, así usted no pondrá mala cara ni dará respuestas tajantes».

* * *

«Mírelos ahí», dijo Jack deteniéndose de nuevo para tomar aliento. «Todavía por babor».

«Los veo perfectamente bien», dijo Stephen, que iba subiendo rápidamente a unos cien metros por delante de él. «Por favor, no se detenga tan a menudo. ¡Vamos!»

«¡Oh, Dios mío, Dios mío!», dijo Jack por fin, mientras se dejaba caer a la sombra de la roca que ya le era familiar. «¡Qué rápido anda usted! Bien, ahí están».

«Sí, sí, ahí están; sin duda es un magnífico espectáculo. Pero ¿por qué están situados con la proa en dirección a África? ¿Y por qué sólo llevan las mayores y las gavias con este viento suave? Ese de ahí incluso está poniendo en facha la gavia mayor.»

«Es el Superb; lo hace para mantenerse en su posición y no adelantar al almirante, porque es un velero excelente, ¿sabe?, el mejor de la flota.»

«¡Ah!»

«Creo que ha sido una maniobra muy hábil y acertada.»

«¿Por qué no se hacen a la vela y arriban?»

«¡Oh! No lucharán frente a frente; probablemente no habrá ningún tipo de acción a la luz de día. Sería una completa locura atacar la línea de batalla en este momento. El almirante quiere que el enemigo salga de la bahía y vaya hacia el estrecho, así él tendrá espacio para maniobrar y lanzarse sobre éste, que no podrá virar. Luego, si se mantiene este viento, intentará aislar su retaguardia cuando éste se encuentre ya en alta mar; y parece que sopla un auténtico levante de los que duran tres días. Mire, el Hannibal no puede doblar el cabo. ¿Lo ve? Irá a parar a la costa directamente. La fragata está pasando mucho trabajo. Están virándole la proa. Con cuidado… así está bien… las velas se hinchan… largad el foque, vamos… así. Está retrocediendo.»

Permanecieron sentados en silencio, y podían oír a su alrededor otros grupos, de los muchos que estaban diseminados por el Peñón. Escuchaban comentarios sobre el cambio del viento, la probable estrategia a seguir, el peso exacto del conjunto de cañones que había en cada bando, la gran precisión de la batería francesa y las corrientes que habría frente al cabo Trafalgar.

La flota combinada —ahora con nueve navíos de línea y tres fragatas— había facheado para formar la línea de batalla, con los dos grandes navíos españoles de primera clase en la retaguardia, y ahora navegaba derecho hacia el oeste con el viento en popa.

Un poco antes, todos lo barcos de la escuadra inglesa habían virado a la vez obedeciendo una señal, y ahora se deslizaban por estribor con poco velamen. Jack mantenía el telescopio dirigido hacia el navío insignia, y en cuanto vio que en éste izaban una bandera de señal murmuró: «¡Allá vamos!»

Y apareció la señal. De pronto, el velamen desplegado se duplicó, y unos minutos después la escuadra perseguía a franceses y españoles. Jack la veía alejarse y hacerse cada vez más pequeña.

«¡Oh, Dios mío, cuánto me gustaría estar con ellos!», dijo Jack con desesperación. Y diez minutos más tarde gritó: «¡Mire, el Superb va en cabeza! Debe de haberlo llamado el mismo almirante». Las alas de las juanetes del Superb aparecieron como por arte de magia a babor y estribor. «¡Cómo vuela!», dijo Jack y bajó el telescopio para limpiarlo, porque se veía borroso a través de él; pero esto no era debido a sus lágrimas ni a la suciedad, sino a que estaba oscureciendo. Allí abajo ya estaba oscuro; un rojizo anochecer inundaba la ciudad y por todas partes se encendían luces. Ahora podían verse luces de faroles dirigiéndose a lo alto del Peñón, desde donde tal vez podría verse la batalla; y al otro lado de la bahía, los destellos de las luces de Algeciras dibujaban una curva luminosa.

«¿Qué le parece si nos comemos un poco de jamón?», dijo Jack.

Stephen dijo que, en su opinión, el jamón podía resultar bueno para combatir el desánimo; y cuando ya llevaban un buen rato comiendo en la oscuridad, con sus pañuelos extendidos sobre las rodillas, dijo: «Me han dicho que voy a ser juzgado por la pérdida de la Sophie».

Jack no había pensado en el consejo de guerra hasta aquella mañana temprano, cuando se había comprobado que la escuadra combinada salía. Ahora éste volvía a su mente produciéndole un sobresalto, y le hacía sentir una sensación muy desagradable y una punzada en el estómago. Sin embargo, sólo respondió: «¿Quién le ha dicho eso? Supongo que han sido los médicos del hospital».

«Sí.»

«En teoría tienen razón, desde luego. El proceso, oficialmente, recibe el nombre de juicio del capitán, los oficiales y tripulación del barco. Se les pregunta formalmente a los oficiales si tienen alguna acusación contra el capitán, y al capitán si tiene alguna contra los oficiales; pero obviamente, lo que se juzga es mi conducta. No tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro, le doy mi palabra. Nada en absoluto.»

«¡Oh! Me declararé enseguida culpable», dijo Stephen. «Y añadiré que en aquel instante estaba sentado en el depósito de la pólvora con un farol sin cristal, que deseaba la muerte del Rey, dilapidaba los medicamentos, fumaba tabaco y hacía un uso fraudulento de las raciones de la enfermería. ¡Qué absurda tontería!» —se rió a gusto— «Me sorprende que un hombre tan sensato como usted le dé importancia a ese asunto».

«¡Oh, no me importa!», exclamó Jack. «¡Qué mentiroso!», dijo Stephen afectuosamente para sus adentros. Después de una larga pausa Jack dijo: «Me parece que usted no considera a los capitanes de navío y almirantes personas muy inteligentes. Le he oído decir cosas bastante duras sobre los almirantes, y también sobre los grandes hombres».

«Bueno, no hay duda de que algo lamentable suele ocurrirles con la edad a los grandes hombres y a los almirantes, e incluso también a los capitanes de navío. Una especie de atrofia, un debilitamiento de la mente y el corazón. Creo que se debe a…»

«Bien», dijo Jack poniendo la mano sobre el hombro de su amigo, apenas visible a la luz de las estrellas. «¿Qué le parecería si su vida, su carrera y su buen nombre estuvieran en manos de un puñado de oficiales de alta graduación?»

«¡Oh!», exclamó Stephen. Pero lo que tenía que decir no pudo escucharse, porque en un punto del horizonte, en dirección a Tánger, apareció un intenso resplandor semejante a la ráfaga de luz de un rayo. Ambos se levantaron de un salto y aguzando el oído trataron de escuchar el lejano estruendo, pero no lo lograron, pues el viento era demasiado fuerte. Entonces volvieron a sentarse y dirigieron los telescopios al oeste, hacia el mar. Pudieron distinguir dos fuentes de luz a unas veinte o veinticinco millas de distancia, apenas separadas un grado una de otra; luego vieron una tercera, una cuarta y una quinta, y finalmente una enorme mancha roja que no se movía.

«Hay un barco incendiado», dijo Jack con horror, y su corazón latía tan fuerte que apenas podía mantener enfocado el rojo resplandor con el telescopio. «Quiera Dios que no sea uno de los nuestros. Quiera Dios que hayan mojado el pañol de municiones».

Un enorme fogonazo iluminó el cielo deslumbrándolos y apagando el brillo de las estrellas; y casi dos minutos más tarde, llegó hasta ellos el ensordecedor estruendo de la explosión, que fue prolongado largamente por su propio eco en la costa africana.

«¿Qué ha sido eso?», preguntó Stephen al fin.

«El barco explotó», dijo Jack, y vino a su mente con toda nitidez el recuerdo de la batalla del Nilo y del interminable momento en que L’Orient explotó, el recuerdo de miles de detalles que creía haber olvidado, algunos de ellos espantosos. Y aún estaba recordando todo esto cuando una segunda explosión, que parecía mayor que la anterior, hirió la oscuridad.

Y después nada. Ni la más remota luz, ni el fogonazo de un cañón. El viento era cada vez más fuerte y la luna subía en el cielo apagando el brillo de las estrellas más pequeñas. Tras unos instantes, algunas luces de faroles comenzaron a descender, otras permanecieron donde estaban y otras incluso subieron más arriba; Jack y Stephen, sin embargo, se quedaron en el mismo lugar. Al amanecer, estaban aún bajo la roca; Jack escudriñaba el estrecho —ahora desierto y en calma— con el catalejo y Stephen Maturin dormía plácidamente.

Ni una palabra, ni una señal: un mar silencioso, un cielo silencioso y de nuevo un viento traicionero que hacía dar la vuelta completa al compás. A las siete y media Jack acompañó a Stephen al hospital y, revitalizado con un poco de café, volvió a subir al cerro.

En sus viajes de subida y bajada había llegado a conocer todos los vientos que soplaban en el sendero, y la roca en la que se apoyaba se había convertido en algo tan familiar para él como un abrigo viejo. El jueves, después del té, cuando subía con su cena en una bolsa de loneta, vio a Dalziel, a Boughton, del Hannibal, y a Marshall bajando la empinada pendiente a todo correr. Éstos, sin detenerse, le gritaron «¡Está llegando la Calpe, señor!», y a punto estuvieron de caer al tropezar con la perrita que corría a su alrededor muy contenta, ladrando sin parar.

Heneage Dundas, de la veloz corbeta Calpe, una persona afable, apreciada por sus buenas cualidades y, sobre todo, por su habilidad con las matemáticas, era ahora el hombre más popular de Gibraltar. Jack se abrió paso entre la multitud que rodeaba a Dundas con toda su fuerza y de un modo poco escrupuloso, empujando con todo el peso de su cuerpo y dando codazos. Cinco minutos más tarde salió de ella y corrió como un niño por las calles de la ciudad.

«¡Stephen!», gritó abriendo la puerta violentamente y con el rostro radiante. «¡Victoria! ¡Venga enseguida a brindar por la victoria! ¡Deléitese con una extraordinaria victoria, amigo mío!», exclamó dándole sacudidas mientras le estrechaba la mano. «¡Qué magnífica batalla!»

«Pero ¿qué ha pasado?», preguntó Stephen limpiando lentamente el bisturí y cubriendo la hiena africana.

«Venga y se lo explicaré mientras bebemos», le dijo Jack conduciéndolo a la calle llena de gente. Allí hablaban en tono vehemente, reían, intercambiaban saludos y se daban palmaditas en la espalda unos a otros; y allá abajo, en el nuevo malecón se oía el sonido de los vítores. «¡Vamos!, estoy sediento como Aquiles, mejor dicho, como Andrómaco. Es Keats quien hoy se ha cubierto de gloria, Keats pasará a la historia. ¡Ja, ja, ja! Un magnífico verso, ¿verdad? ¡Pedro, aquí! ¡Atiéndenos! ¡Pedro, champán! ¡Este por la victoria! ¡Y este por Keats y el Superb! ¡Este por el almirante Saumarez! ¡Pedro, trae otra botella! ¡Este otra vez por la victoria! ¡Tres veces tres! ¡Hurra!»

«Me haría usted un gran favor si me contara lo que ha sucedido», dijo Stephen. «Con todo detalle».

«No conozco todos los detalles», dijo Jack, «pero sí lo esencial. El gran Keats —¿recuerda que lo vimos tomar rápidamente la delantera?— alcanzó al enemigo por la retaguardia, formada por los dos navíos españoles de primera clase, justo antes de media noche. Esperó el momento oportuno, viró a sotavento y pasó a toda vela entre ellos disparando por los dos costados. ¡Un navío de setenta y cuatro enfrentándose a dos de primera clase! Disparó incesantemente, provocando una humareda densa como puré de guisantes, y cuando en medio de ésta los navíos españoles abrieron fuego, los disparos del uno alcanzaron el otro; de ese modo el Real Carlos y el Hermenegildo se atacaron mutuamente con furia en la oscuridad. El mastelero de velacho del Real Carlos fue derribado, no se sabe si por el Superb o el Hermenegildo, y su gavia cayó sobre los cañones y ardió en llamas. Y después de unos minutos, la borda del Real Carlos y del Hermenegildo se tocaron y éste también se incendió; esas fueron las dos explosiones que vimos. Pero mientras ambos se quemaban, Keats avanzó para entablar combate con el San Antonio; éste orzó y se defendió con extraordinaria valentía, pero tuvo que rendirse a la media hora ¿sabe?, porque el Superb disparaba tres andanadas en el tiempo en que él disparaba dos, y con mucha precisión. Entonces Keats tomó posesión de él; y el resto de la escuadra avanzó lo más rápido que pudo en dirección nornoroeste aprovechando una ráfaga de viento. Estuvieron a punto de apresar el Formidable, pero éste entró en Cádiz a tiempo; y nosotros por poco perdemos el Venerable, que quedó desarbolado y encallado. Pero han logrado desencallarlo y ahora está de regreso con una jarcia provisional, con un botalón de ala como palo de mesana. ¡Ja, ja, ja! Allí están Dalziel y Marshall. ¡Eh! ¡Dalziel! ¡Marshall! ¡Eh, aquí! ¡Vengan a brindar por la victoria!»

* * *

A bordo del Pompee apareció la bandera; el cañón disparó; los capitanes se reunieron para el consejo de guerra.

Era una ocasión solemne, y a pesar de la brillantez del día, el enorme regocijo que había en tierra y las sonrisas de todos a bordo, los capitanes de navío olvidaron su alegría y, con la gravedad de los jueces, subieron por la borda para ser saludados con la debida ceremonia y conducidos a la gran cabina por el primer oficial.

Jack ya estaba a bordo, desde luego; pero el suyo no iba a ser el primer caso a juzgar. En la parte izquierda del comedor, separada del resto de la habitación por un mamparo, había un capellán. Tenía una expresión atribulada, caminaba de un lado a otro y a veces recitaba jaculatorias muy bajito, juntando las manos. Era una lástima que se hubiera arreglado tanto y se hubiera afeitado hasta sacarse sangre, porque si tan siquiera la mitad del informe general sobre su comportamiento era cierta, no había ninguna esperanza para él.

En el momento en que se oyó el siguiente cañonazo, el capitán de artillería se llevó al capellán. Hubo una pausa, uno de esos largos períodos en que el tiempo parece haberse detenido. Los demás oficiales hablaban en voz baja; también ellos iban vestidos con esmero, todos con la misma elegancia que hacían posible el cuantioso dinero de las presas y los mejores tenderos de Gibraltar. ¿Iban así por respeto al consejo de guerra? ¿O porque la ocasión lo requería? ¿Acaso por sentirse un poco culpables, para aplacar al destino? Hablaban en voz muy baja, con ecuanimidad, y miraban a Jack de vez en cuando.

El día anterior, cada uno de ellos había recibido una notificación oficial y la habían traído doblada o enrollada. Después de un rato, Babbington y Ricketts, en una de las esquinas, empezaron a cambiar por obscenidades las palabras de la notificación, mientras Mowett escribía y tachaba algo al dorso de la suya, contando sílabas con los dedos y moviendo la boca como si articulara palabras. Lucock miraba al frente, al vacío. Stephen se entretenía en buscar con la vista, aunque infructuosamente, una pulga de rata color rojo oscuro sobre el suelo de loneta a cuadros.

La puerta se abrió y Jack volvió bruscamente a la realidad. Cogió su sombrero y, agachando la cabeza, entró en la gran cabina seguido por la fila de oficiales. Se detuvo en el centro de la estancia, se puso el sombrero bajo el brazo y saludó con la cabeza al tribunal; primero al presidente, luego a los capitanes que estaban a su derecha y finalmente a los que estaban a su izquierda. El presidente inclinó la cabeza levemente e invitó a tomar asiento al capitán Aubrey y a los oficiales. Un infante de marina colocó una silla para Jack algo más adelantada que las de los oficiales; Jack se sentó haciendo un movimiento para echar hacia delante el inexistente sable, mientras el fiscal leía el documento que autorizaba la convocatoria del consejo de guerra.

Esto había durado bastante tiempo, y Stephen, mientras tanto, había estado observando detenidamente la cabina de un lado a otro. Ésta era como una versión ampliada de la cabina privada del Desaix (¡qué feliz se sentía de que el Desaix estuviera a salvo!), que también era muy hermosa, estaba bien iluminada y tenía las mismas ventanas curvas de popa, la misma inclinación de las paredes hacia adentro (el recogimiento de costados del barco) y arriba los mismos baos macizos pintados de blanco que iban de un lado a otro formando perfectas curvas; era una estancia cuya estructura no guardaba relación con la geometría de una casa. En el extremo opuesto a la puerta, paralela a las ventanas, había una mesa larga, a la cual estaban sentados los miembros del consejo, de espaldas a las ventanas: el presidente estaba en el centro y tres capitanes de navío a cada lado. En una mesa frente a éstos estaba el fiscal con casaca negra, y en otra más pequeña, a la izquierda, un escribiente. Y aún más a la izquierda había un espacio acordonado para espectadores.

Había un ambiente solemne; los capitanes, sentados a la iluminada mesa con sus uniformes azules y dorados, tenían en el rostro una expresión grave. El último juicio y la sentencia habían sido terribles.

Eran precisamente sus rostros los que ocupaban toda la atención de Jack. Al estar a contraluz, era difícil distinguirlos con exactitud; pero todos estaban sombríos y meditabundos. Conocía a Keats, Hood, Brenton, Grenville, ¿era posible que Grenville le estuviera guiñando su único ojo o era un parpadeo involuntario? Desde luego, era un parpadeo; cualquier otra señal hubiera sido una falta de respeto. El presidente, desde que se había obtenido la victoria, parecía tener veinte años menos; sin embargo, su rostro permanecía impasible y sus párpados caídos impedían conocer qué expresaban sus ojos. A los otros capitanes los conocía de nombre. Uno de ellos, que era zurdo, hacía garabatos. Jack estaba cegado por la ira.

La voz del fiscal continuaba como una monótona cantinela: «La Sophie, antigua corbeta de Su Majestad, a la cual se le había ordenado proceder a… y considerando lo descrito, que aproximadamente a 40'O, 37° 40'N, cerca del cabo Roig…», dijo ante la absoluta indiferencia de los asistentes.

«Este hombre ama su trabajo», pensó Stephen. «¡Pero qué voz más horrible tiene! Es casi imposible que lo entiendan. Farfulla, como todos los abogados, por deformación profesional». Y estaba reflexionando sobre las enfermedades relacionadas con las profesiones, sobre los corrosivos efectos de la rectitud en los jueces, cuando de pronto observó que la postura de Jack, rígida al principio, era ahora más relajada; y a medida que continuaron las formalidades, la relajación se hizo más evidente. Jack tenía una expresión adusta, temible y extrañamente sosegada; su postura, con la cabeza inclinada ligeramente y los pies juntos, contrastaba con la perfección de su uniforme, y Stephen tuvo el fuerte presentimiento de que estaba a punto de ocurrir un desastre.

El fiscal había llegado al «… para hacer una investigación sobre la conducta de John Aubrey, capitán de la Sophie, antigua corbeta de Su Majestad, así como la de sus oficiales y su tripulación, por la pérdida de la susodicha corbeta, que fue capturada el día tres del corriente por una escuadra francesa al mando del almirante Linois», y la cabeza de Jack estaba aún más baja. «¿Hasta qué punto tiene uno derecho a influir en sus amigos?», se preguntó Stephen, y escribió en una esquina de un papel: Nada le proporcionaría mayor placer a H que usted explotara indignado en este instante y se lo pasó al segundo oficial señalándole a Jack. Marshall se lo pasó a Dalziel y éste a Jack, que lo leyó y, volviéndose hacia Stephen con expresión sombría, sin dar muestras de haberlo comprendido, sacudió la cabeza.

Inmediatamente después, Charles Stirling, el capitán de más alto rango y presidente del consejo de guerra, carraspeó y dijo: «Le ruego, capitán Aubrey, que explique las circunstancias de la pérdida de la antigua corbeta de Su Majestad, la Sophie».

Jack se puso en pie, miró atentamente a toda la fila de capitanes que lo juzgaban, tomó aliento y dijo con una voz más fuerte de lo normal, con fluidez, deteniéndose a pequeños intervalos, y con un extraño tono —áspero, como el de quien manda a alguien al diablo, como si se dirigiera a un grupo de hombres que fueran sus acérrimos enemigos—: «Alrededor de las seis de la madrugada del día tres del corriente, vimos al este, cerca del cabo Roig, tres navíos grandes que parecían franceses y una fragata, que poco después comenzaron a perseguir a la Sophie. La Sophie se encontraba entre la costa y los barcos que la perseguían, es decir, a barlovento de los barcos franceses. Intentamos alejarnos a toda vela y, empleando los remos —ya que el viento era muy flojo— mantenernos a barlovento del enemigo; pero viendo que, a pesar de nuestros esfuerzos por navegar velozmente, los barcos franceses se acercaban con mucha rapidez y que habían virado en diferentes direcciones, de modo que cualquiera de ellos podría ganar distancia según rolara el viento, y dándonos cuenta de la imposibilidad de huir, debido a la falta de viento, a las nueve lanzamos por la borda los cañones y otros objetos que estaban en cubierta; y tras esperar el momento oportuno, cuando teníamos por la aleta al navío francés más cercano, arribamos y largamos las alas; pero comprobamos que los navíos franceses seguían navegando a una velocidad mayor que la nuestra, a pesar de no haber largado las alas; y cuando el navío más cercano estaba a tiro de mosquete, di la orden de arriar la bandera, aproximadamente a las once de la mañana, con viento que rolaba al este y después de recibir varias andanadas del enemigo que arrancaron el mastelerillo de juanete mayor y la verga del velacho y cortaron varios cabos».

Luego, aunque era consciente de la falta de detalle de su relato, cerró la boca y apretó los labios dirigiendo la vista al frente, mientras la pluma del escribiente chirriaba al anotar sus últimas palabras: «y cortaron varios cabos». Hubo una breve pausa. El presidente miró a su derecha y a su izquierda, carraspeó y comenzó a hablar de nuevo. El escribiente hizo una rápida rúbrica después de cabos y se apresuró a continuar:

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: Capitán Aubrey ¿tiene usted algún motivo para censurar a sus oficiales o demás miembros de su tripulación?

RESPUESTA: No. Todos los hombres a bordo se esforzaron al máximo.

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: Oficiales y miembros de la tripulación de la Sophie, ¿tienen ustedes algún motivo para censurar la conducta de su capitán?

RESPUESTA: No.

«Que se retiren los testigos, excepto el teniente Dalziel», dijo el fiscal. Inmediatamente los guardiamarinas, el segundo oficial y Stephen se encontraron de nuevo en el comedor y se sentaron cada uno en un rincón, en silencio; y por un lado llegaban desde la enfermería los gritos del capellán (había intentado suicidarse), mientras por el otro continuaba escuchándose el rumor del juicio. Todos estaban profundamente preocupados por la inquietud, la ansiedad y la rabia de Jack. Lo habían visto tan imperturbable en circunstancias similares que la emoción que él sentía en ese momento los había sorprendido tremendamente y había alterado su capacidad de razonamiento. Ahora podían oír su voz, que en tono formal pero airado, y más potente que el resto de las voces en el juicio, decía: «¿Nos disparó el enemigo varias andanadas, y a qué distancia estábamos cuando disparó la última?» La respuesta del señor Dalziel llegó a través del mamparo como un murmullo ininteligible.

«Es un miedo totalmente irracional», dijo Stephen Maturin mirándose la palma de la mano, húmeda y pegajosa. «No es más que otro ejemplo de… porque bien sabe Dios que si hubieran querido hundirlo, le habrían preguntado "¿Qué hacía usted allí?" Aunque, en realidad, entiendo muy poco de asuntos navales». Miró al segundo oficial a los ojos en busca de consuelo, pero no lo encontró.

«Doctor Maturin», dijo el infante de marina abriendo la puerta.

Stephen entró despacio y procuró tardar en prestar juramento para poder detectar la atmósfera de la sala, dando tiempo al escribiente para que terminara de anotar con su chirriante pluma la declaración de Dalziel.

PREGUNTA: ¿Se acercaba a la Sophie sin las alas desplegadas?

RESPUESTA: .

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Parecía que navegaba mucho más rápidamente que ustedes?

RESPUESTA: Sí, los dos.

«Doctor Maturin, cirujano de la Sophie, convocado y bajo juramento».

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Es cierta, a su juicio, la declaración de su capitán respecto a la pérdida de la Sophie?

RESPUESTA: Sí, lo es.

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Sabe usted lo bastante sobre asuntos navales para reconocer si se hicieron toda clase de esfuerzos para escapar de los perseguidores de la Sophie?

RESPUESTA: Sé muy poco de asuntos navales, pero me pareció que todas las personas que iban a bordo se esforzaron al máximo; vi al capitán al timón, y a los oficiales y la tripulación del barco remando.

PREGUNTA DEL TRIBUNAL: ¿Estaba usted en cubierta cuando se arrió la bandera y a qué distancia estaba el enemigo en el momento de la rendición?

RESPUESTA: Yo estaba en cubierta, y el Desaix estaba a tiro de mosquete de la Sophie y nos disparaba en aquel momento.

Diez minutos más tarde la sala fue desalojada. Otra vez el comedor; esta vez, en la puerta no hubo dudas sobre quién debía pasar primero, porque Jack y el señor Dalziel ya estaban allí; todos estaban allí, pero ninguno pronunciaba palabra. ¿Era posible que en la habitación de al lado se oyeran risas, o tal vez el sonido venía de la sala de oficiales del Caesar?

Una larga pausa. Una larguísima pausa. Luego el infante de marina en la puerta.

«Por favor, caballeros».

Entraron todos. A pesar de todos los años que llevaba navegando, Jack olvidó agachar la cabeza y chocó con el dintel de la puerta con tal fuerza que un mechón de pelo y un trocito de cuero cabelludo quedaron incrustados en la madera. Luego siguió caminando, medio a ciegas, hasta colocarse de pie junto a la silla.

El escribiente, que en ese momento escribía la palabra Sentencia, levantó la vista sobresaltado por el golpe; luego volvió a bajarla para poner por escrito las palabras del fiscal. «En el consejo de guerra reunido y celebrado a bordo del Pompee, navío de Su Majestad… el tribunal (habiendo prestado juramento) procedió según orden de sir James Saumarez Bart, Rear-Admiral of the blue y… habiendo analizado todos los testimonios y habiendo considerado todas las circunstancias,…

Jack apenas podía escuchar el murmullo de aquella inexpresiva voz, pues su tono era muy parecido al del zumbido que él tenía en la cabeza; y tampoco podía distinguir el rostro del fiscal, pues las lágrimas se lo impedían.

«… el tribunal es de la opinión que el capitán Aubrey, sus oficiales y la tripulación hicieron el máximo esfuerzo posible para evitar que la corbeta del Rey cayera en manos enemigas y, por tanto, los absuelve. Y por la presente, como corresponde, quedan absueltos», dijo el fiscal, y Jack no se enteró de nada.

La voz inaudible cesó, y Jack, con la vista nublada, vio una forma negra que se sentaba. Sacudió la cabeza, aún sintiendo aquel zumbido, apretó las mandíbulas e hizo un esfuerzo por recuperar sus facultades, porque ahora era el presidente del tribunal quien se ponía de pie. Con la vista ya más clara, Jack vio que Keats sonreía y que el capitán Stirling cogía aquel viejo sable que le era tan familiar y lo sostenía dirigiendo hacia él la empuñadura, mientras con la mano izquierda alisaba un trozo de papel junto al tintero. El presidente carraspeó de nuevo en medio de un sepulcral silencio y con voz clara, en el tono propio de los marinos, combinando la seriedad y la formalidad con la alegría, dijo: «Capitán Aubrey, es un gran placer para mí haber recibido del tribunal que tengo el honor de presidir la orden de hacerle entrega de su sable y de felicitarlo por haberle sido devuelto por amigos y enemigos, con la esperanza de que pronto tenga la ocasión de desenvainarlo de nuevo en honrosa defensa de su país».

FIN.