Capítulo 11

Sophie, corbeta de Su Majestad.

En alta mar, frente a Barcelona.

Señor:

Tengo el honor de comunicarle que la corbeta que me honro en tener bajo mi mando, después de mutua persecución y de un intenso combate, ha capturado un jabeque-fragata español de 32 cañones, 22 largos de doce libras, 8 de nueve y 2 potentes carronadas, cuyo nombre es Cacafuego, capitaneado por don Martín de Lángara, con una dotación de 319 hombres integrada por oficiales, marineros e infantes de marina. La disparidad de fuerzas hizo necesario adoptar algunas medidas que resultarían decisivas. Decidí abordarlo, lo cual se llevó a cabo casi sin bajas, y después de una violenta lucha cuerpo a cuerpo, los españoles fueron obligados a arriar su bandera. Sin embargo, he de lamentar la pérdida del teniente Dillon, que cayó cuando la batalla era más encarnizada, mientras dirigía a su destacamento de abordaje, y del señor Ellis, un supernumerario. También lamento que el contramaestre, señor Watt, y cinco marineros hayan sufrido graves heridas. No encuentro palabras para elogiar al señor Dillon como se merece por la valentía y el ímpetu con que se lanzó al ataque.

«Lo vi un momento», había dicho Stephen, «lo vi a través del agujero que se abrió comunicando entre sí dos portas y convirtiéndolas en una; él estaba luchando junto al cañón. Y volví a verlo cuando usted gritó desde lo alto de aquella escala en el combés; él estaba delante, y los hombres con la cara tiznada detrás. Lo vi dispararle con la pistola a un hombre que llevaba una pica, luego atravesar con su sable a un tipo que había derribado al contramaestre y enseguida enfrentarse a otro con una chaqueta roja, un oficial. Después de un par de pases rápidos, le quitó el sable de un disparo al oficial; arremetió contra él clavándole con fuerza su sable, pero éste chocó en la punta con el esternón o una placa de metal, se dobló y se partió; y con los quince centímetros de hoja que quedaron él acuchilló a aquel hombre en un abrir y cerrar de ojos, con una fuerza y una rapidez inconcebibles. No puede usted imaginarse la inmensa felicidad de su rostro y el intenso brillo de su mirada».

Quisiera añadir que ninguna tripulación podría tener mejor conducta ni mayor determinación y serenidad que los hombres de la Sophie. Además, deseo expresar mi profundo agradecimiento, por su celo y su buen comportamiento, al timonel, al carpintero, al condestable, a los suboficiales y al señor Pullings, guardiamarina graduado y teniente en funciones, que le ruego usted recomiende a Su Señoría.

Tengo el honor de ser… etc.

Fuerzas de la Sophie al comienzo de la acción: 54 hombres, incluidos oficiales, marineros y grumetes. 14 cañones de 4 libras. 3 muertos y 8 heridos.

Fuerzas del Cacafuego al comienzo de la acción: 274 hombres, incluidos oficiales, marineros y supernumerarios. 45 infantes de marina. 32 cañones.

El capitán, el timonel y 13 hombres muertos;

41 heridos.

Leyó la carta, cambió en la primera página «Tengo el honor» por «Tengo la satisfacción», la firmó como John Aubrey y la dirigió al señor Harte, no a lord Keith, pues desgraciadamente el almirante estaba al otro extremo del Mediterráneo y todo pasaba por las manos del comandante.

Era una carta pasable; no muy buena, a pesar de sus esfuerzos y de todas las revisiones. Él no era muy hábil para escribir. Con todo, la carta relataba los hechos —sólo algunos— y no contenía ninguna falsedad, a excepción de poner frente a Barcelona en la forma acostumbrada cuando, en realidad, Jack la había escrito al día siguiente de su llegada a Puerto Mahón. Además, él pensaba que había hablado de todos como se merecían, o más bien de casi todos, pues Stephen había insistido en que no lo mencionara. Pero aunque la carta hubiera sido un modelo de elocuencia narrando acciones navales, habría sido igualmente inadecuada, como podría comprobar al leerla cualquier oficial de marina. Por ejemplo, en ella se hablaba del combate como algo puntual, observado serenamente, desarrollado con cierta lógica y recordado con claridad, y sin embargo, casi todos los hechos realmente importantes habían tenido lugar antes o después de que éste se desencadenara; y respecto a ellos, Jack ni siquiera podía decir con exactitud en qué orden habían ocurrido. En cuanto al período después de la victoria, él no era capaz de recordar toda la secuencia de hechos sin el diario de a bordo. Sólo se acordaba borrosamente de su esfuerzo, su cansancio y su ansiedad; trescientos hombres furiosos debían permanecer en la bodega custodiados por dos docenas que, además, tenían que llevar la presa de seiscientas toneladas hasta Menorca con el mar embravecido y vientos horribles; se debían renovar casi todos los aparejos de la corbeta, se debían reparar los mástiles, cambiar las vergas, envergar nuevas velas, y el contramaestre estaba entre los heridos graves; un viaje lleno de dificultades en que habían estado al borde del desastre, casi sin ninguna ayuda del mar ni del cielo. Un recuerdo borroso y una sensación de agobio; un sentimiento más próximo a la derrota del Cacafuego que a la victoria de la Sophie; y una prisa constante, como si eso fuera lo esencial en la vida. Su memoria estaba envuelta en una niebla por cuyos claros se veían algunas escenas.

Jack recordaba a Pullings, en la sangrienta cubierta del Cacafuego, gritándole que las cañoneras se acercaban desde Barcelona, sin que él pudiera escucharlo bien por estar ensordecido; y su propia decisión de dispararles con la batería de la fragata que estaba intacta; y el gran alivio que había sentido al contemplar incrédulo cómo se daban la vuelta —¿por qué sería?— y cada vez se veían más pequeñas en el amenazador horizonte.

También recordaba el sonido que lo había despertado en la guardia de media; un ronco quejido que aumentaba por cuartos de tono, a la vez que subía de volumen, hasta convertirse en un alarido; luego recitaciones y cantos, y otra vez el ronco quejido y después el alarido; los irlandeses velaban a James Dillon, que yacía con una cruz entre las manos, y habían colocado faroles a la cabeza y los pies de su cadáver.

Y los sepelios. El pequeño Ellis en su coy, cubierto por la bandera, parecía un trozo de pudding. Ahora, al recordarlo, a Jack se le volvían a nublar los ojos. Él había llorado mucho; las lágrimas corrían por sus mejillas cuando los cuerpos fueron arrojados por la borda y los infantes de marina dispararon una salva.

«¡Dios mío!», pensó. «¡Dios mío!» Al redactar la carta y traer a su memoria hechos pasados, se sentía de nuevo invadido por una profunda tristeza. Aquella tristeza que lo había acompañado desde el final de la batalla hasta que la brisa se encalmó, haciéndolos detenerse, a algunas millas del cabo de la Mola, y él disparó cañonazos indicando que necesitaba con urgencia un oficial de derrota y ayuda; aquella tristeza que, sin embargo, había perdido la batalla frente a la alegría que aumentaba por momentos. Alzó los ojos, y mientras se daba golpecitos en la oreja herida con la pluma, trataba de establecer el momento en que había comenzado a sentir alegría. Por la ventana de la cabina observaba la enorme prueba de su victoria, amarrada junto al astillero, con la misma majestuosidad del primer día que la había visto; y de cara a la Sophie estaba el costado de babor, aún intacto, rojo y dorado, reflejándose en las aguas de un gris otoñal.

Tal vez fue cuando recibió inesperadamente las primeras felicitaciones, por parte de Sennet, del Bellerephon, cuyo bote había sido el primero en acercarse. Luego lo habían felicitado Butler, de la Naiad, y el joven Harvey, Tom Widdrington y algunos guardiamarinas; y también Marshall y Mowett, que aunque se sentían profundamente afligidos por no haber tomado parte en la batalla, estaban resplandecientes por la gloria de sus compañeros. Sus botes habían llevado la Sophie y su presa a remolque, y sus tripulantes habían relevado a los exhaustos infantes de marina y a los desocupados que custodiaban a los prisioneros. Jack sentía el peso irresistible de la fatiga acumulada durante todos aquellos días y aquellas noches, y se quedó dormido mientras le hacían preguntas. Un sueño maravilloso, del cual lo despertaron en el silencioso puerto para darle una breve nota cuidadosamente plegada y cerrada, sin firmar, de Molly Harte.

Tal vez fue entonces. Al despertarse ya sentía alegría, o mejor dicho, inmenso placer. Lamentaba mucho, amargamente, la pérdida de sus compañeros de tripulación, y habría dado su mano derecha por salvarlos; además, junto con la pena que sentía por Dillon experimentaba un sentimiento de culpa cuya causa y naturaleza desconocía; sin embargo, un oficial en activo, en tiempo de guerra, siente una pena intensa pero no duradera. Tras un sereno razonamiento llegó a la conclusión de que no existían muchos casos en que un navío, individualmente, se hubiera enfrentado con éxito a un oponente muy superior, y que a menos que él hiciera una gran locura, a menos que él saltara por los aires, como había ocurrido con el Boyne, las próximas noticias que recibiría del Almirantazgo serían que su nombre estaba incluido en el Boletín Oficial, que había sido nombrado capitán de navío.

Con un poco de suerte, le darían una fragata; y desfilaron por su mente esas bien construidas y gloriosas embarcaciones: Emerald, Seahorse, Terpsichore, Phaëton, Sibylle, Sirius, la afortunada Ethalion, Naiad, Alcmène y Triton, la veloz Thetis. Endymion, San Fiorenzo, Amelia… docenas y docenas, más de cien en servicio. ¿Tenía algún derecho a una fragata? No; más bien le correspondía un navío de veinte cañones, de sexta categoría. No tenía derecho a una fragata. Ni tampoco a atacar al Cacafuego; ni a hacer el amor con Molly Harte. Y sin embargo, lo había hecho en el coche de posta, en una glorieta, en otra glorieta, toda la noche. Quizás por eso ahora estaba tan soñoliento y dormitaba, parpadeando mientras pensaba ilusionado en el futuro, como si estuviera frente a un fuego de carbón mineral. Y quizás por eso las heridas le dolían tanto. La herida que tenía en el hombro izquierdo se le había abierto por un extremo. La había notado después de terminada la batalla, pero no podía recordar cómo se la había hecho; Stephen se la había cosido y se la había vendado junto con la herida de pica que tenía en el pecho (una venda para las dos), y también le había puesto un vendaje en lo que le quedaba de oreja.

Pero dormitar no valía. Era el momento de navegar con la marea alta, de lanzarse a conseguir una fragata, de aprovechar la suerte mientras estuviera a su alcance, mientras la llevara a bordo. Enseguida le escribiría a Queeney; y por la tarde, antes de la fiesta, escribiría otra media docena de cartas, tal vez a su padre también. Éste, quien no servía para la intriga, el enredo o el manejo de los pocos intereses que tenían en común con los miembros más ilustres de la familia, nunca habría llegado al grado de general por derecho. No obstante, el informe oficial era lo primero; y Jack, con una dulce sonrisa, se puso de pie lentamente.

Era la primera vez que se sentía bien en tierra, y aunque todavía era temprano, advertía cómo lo miraban, murmuraban y lo señalaban con el dedo al pasar. Llevó la carta al despacho del comandante; se sentía turbado por el remordimiento de conciencia y las dudas sobre su ética y su honorabilidad cuando se dirigía a la ciudad, y más aún mientras esperaba en la antesala, pero con las primeras palabras del capitán Harte desapareció su turbación. «Bien, Aubrey», le dijo sin levantarse de su asiento, «supongo que tenemos que felicitarlo de nuevo por su extraordinaria suerte».

«Es usted muy amable, señor», dijo Jack. «Le traigo el informe oficial».

«¡Ah, sí!», dijo el capitán Harte, manteniéndolo a cierta distancia y mirándolo con fingida indiferencia. «Lo expediré dentro de poco. Me ha dicho el señor Brown que el astillero no puede suministrarle ni la mitad de las cosas que usted necesita; parece que está muy asombrado de que quiera usted tantas. ¿Cómo diablos tiene tantas vergas y palos dañados? ¿Y esa absurda cantidad de aparejos? ¿Y los remos destrozados? Aquí no hay remos. ¿No le parece que su contramaestre está exagerando un poco? También dice el señor Brown que, en el puerto militar, ninguna fragata ni ningún navío de línea han pedido nunca ni la mitad de esa cantidad de cabos».

«Si el señor Brown puede decirme la forma de apresar una fragata de treinta y dos cañones sin que algunas vergas y palos resulten dañados, le estaré muy agradecido.»

«¡Ah, claro! En esos ataques por sorpresa, ya se sabe… pero lo único que puedo decirle es que tendrá usted que ir a Malta para conseguir la mayoría de las cosas que necesita. La Northumberland y el Superb se han llevado todo lo que había aquí». Era tan evidente su mala intención que sobraban las palabras; pero el siguiente golpe cogió a Jack desprevenido y le dio justo donde más dolía. «¿Le ha escrito ya a la familia de Ellis? Decir estas cosas» —daba palmaditas al informe oficial— «es fácil; cualquiera puede nacerlo. En cambio, esa otra… No lo envidio, créame. Yo no sabría qué decirles…» Se mordía el nudillo del dedo pulgar y tenía una mirada furiosa. Jack tuvo la convicción de que la mala racha o los problemas o cualquier cosa perjudicial para su situación financiera lo afectaban mucho más que la depravación de su mujer.

En realidad, Jack había escrito ya aquella carta y las demás —al tío de Dillon, a las familias de los marineros—, y pensaba en ellas mientras cruzaba el patio con expresión melancólica. Una figura se detuvo a la sombra de los arcos de la entrada y, sin duda, lo miraba a él. Mientras Jack atravesaba la galería que conducía a la calle, sólo podía distinguir una silueta y las dos charreteras de un capitán de navío o un almirante; y aunque estaba preparado para el saludo, su mente aún seguía en blanco cuando la otra persona salió apresuradamente de la sombra con la mano extendida. «¿Es usted el capitán Aubrey, verdad? Soy Keats, del Superb. Permítame felicitarlo de todo corazón por su victoria tan espléndida, señor. Acabo de pasar con mi falúa junto a su captura, y estoy asombrado, señor, asombrado. ¿Ha sufrido muchos daños? Si puedo serle útil, si necesita los servicios de mi contramaestre, mi carpintero y mis veleros, no dude en decírmelo. ¿Me haría usted el honor de cenar a bordo conmigo o tiene ya un compromiso? Seguro que sí; todas las mujeres de Mahón desearán lucirse con usted. ¡Qué gran victoria!»

«Bueno, señor, se lo agradezco muchísimo», dijo Jack sonrojándose, invadido por una sincera y profunda satisfacción. Y le devolvió el apretón al capitán Keats con tal vehemencia que le produjo en la mano un leve crujido y luego una punzada de dolor. «Le estoy infinitamente agradecido por sus amables palabras. Tienen un inmenso valor para mí, señor. A decir verdad, estoy comprometido para cenar con el gobernador y quedarme al concierto. Pero si usted pudiera prestarme a su contramaestre y a una pequeña brigada —mis hombres se caen de cansancio, están rendidos— yo recibiría su ayuda con los brazos abiertos, como un regalo llovido del cielo».

«¡Eso está hecho! Me alegra mucho poder ayudarlo», dijo el capitán Keats. «¿Hacia dónde va usted, señor? ¿Hacia arriba o hacia abajo?»

«Hacia abajo, señor. Estoy citado con una persona en el Crown.»

«Entonces vamos en la misma dirección», dijo el capitán Keats cogiendo a Jack del brazo. Y cuando cruzaron la calle para seguir por el lado de la sombra, Keats llamó a un amigo: «Tom, mira quién está conmigo. ¡Es el capitán Aubrey, de la Sophie! Usted conoce al capitán Greenville ¿verdad?»

«Esto me complace extraordinariamente», dijo sonriendo Grenville, que tenía un solo ojo y un horrible aspecto por las cicatrices de las heridas en combate. Le estrechó la mano a Jack y enseguida lo invitó a cenar.

Jack había rechazado cinco invitaciones más cuando él y Keats se separaron ante el Crown; en boca de personas que le merecían respeto había oído las palabras «la acción llevada a cabo con mayor destreza de todas las que conozco», «Nelson estará encantado» y «si hay justicia en el mundo, el gobierno comprará la fragata y le dará al capitán Aubrey el mando de ella». Él había advertido sincero respeto, buena voluntad y admiración en las expresiones de los marineros y oficiales más jóvenes que pasaban por la calle llena de gente. Incluso dos capitanes de mayor rango que él, poco afortunados con las presas y a todas luces celosos, se habían apresurado a cruzar la calle para expresarle su admiración y felicitarlo cortésmente.

Entró y subió a su habitación. Se quitó el abrigo lo más rápidamente que pudo y se sentó. «Esto debe de ser lo que llaman hipocondría», dijo tratando de definir lo que experimentaba en su corazón y su pecho. Estaba tembloroso y conmovido, sentía alegría y a la vez ganas de llorar, algo muy parecido a un sentimiento religioso. Permaneció allí sentado y aquel sentimiento fue haciéndose más intenso; y cuando Mercedes entró apresuradamente él la miró con aire benevolente, afable y fraternal. Ella lo abrazó con pasión murmurándole al oído un torrente de palabras en catalán, y al final le dijo: «¡Valiente, valiente capitán! ¡Bueno, guapo y valiente!»

«Gracias, gracias, Mercy, querida. Te estoy infinitamente agradecido. Dime», dijo después de una pausa, intentando colocarse en una posición más cómoda (ella era rellenita, debía de pesar unas ciento quince libras), «dime, ¿serías tan buena chica, bona creatura, que me traerías un poco de negus [34]frío? ¿O sangría fría? Tengo sed, soif, mucha sed, te lo aseguro, querida».

«Tu tía tenía razón», dijo. Y se secó la boca mientras ponía a un lado la jarra, dejando caer algunas gotas. «El barco de Vinaroz llegó a la hora exacta y encontramos al falso mercante de Ragusa. Así que aquí, acqui, está la recompensa de tua tía, querida», se sacó del bolsillo de los calzones una bolsa de cuero, «y aquí», sacó un primoroso paquete sellado, «hay un pequeño regalo para vous, amor mío».

«¿Un regalo?», dijo Mercedes con ojos chispeantes al cogerlo. Y tras quitar hábilmente el papel de seda y el algodón colocado por el joyero, vio una pequeña cruz de diamantes con una cadena. Dio un gritó, besó a Jack y corrió a mirarse en el espejo. Volvió a gritar —¡oh! ¡oh!— y se le acercó con los diamantes centelleando un poco más abajo del cuello. Se puso frente a él, oprimió el estómago y sacó el pecho como una paloma buchona; luego se inclinó hacia delante, con la cruz de diamantes brillando entre sus senos, diciéndole: «¿Te gusta? ¿Te gusta? ¿Te gusta?»

La mirada de Jack era ahora menos fraternal, mucho menos fraternal. Se le hizo un nudo en la garganta y el corazón le empezó a latir con fuerza. «¡Oh, sí, me gusta!», respondió con voz ronca.

«¡Timely[35], señor, contramaestre del Superb!», se escuchó un vozarrón junto a la puerta que se abría. «¡Oh! Disculpe, señor…»

«No se preocupe, señor Timely», dijo Jack. «Me alegro mucho de verlo».

«¡Menos mal que llegó él!», pensó al subir de nuevo las escaleras del muelle, dejando atrás una numerosa brigada de hábiles tripulantes del Superb muy ocupados, reforzando estrepitosamente los obenques recién colocados. «¡Había tanto por hacer! Pero esa chica es tan dulce…» Se dirigía ahora a la cena con el gobernador, o por lo menos esa era su intención. Pero iba tan abstraído recordando el pasado y pensando en lo que le depararía el futuro y tenía tan pocas ganas de desfilar por la calle mayor, siempre tan llena de marineros, que sus pasos lo llevaron por oscuros callejones saturados del aroma del vino recién fermentado, con los canales de desagüe manchados de púrpura por el sedimento, hasta la iglesia de los franciscanos, en la cima de la colina. Allí recuperó el sentido de la realidad y se orientó de nuevo; entonces, mirando ansioso su reloj, comenzó a caminar rápidamente. Pasó por el arsenal, luego frente a la puerta verde de la casa del señor Florey, lanzándole una rápida mirada, y finalmente se dirigió hacia la residencia del gobernador, en dirección noroeste cuarta al norte.

Detrás de la puerta verde, en uno de los pisos superiores, Stephen y el señor Florey todavía estaban comiendo, de un modo muy informal, con la comida esparcida por las mesas y sillas donde había algún espacio sobrante. Desde su regreso del hospital, habían estado haciendo la disección de un delfín muy bien conservado que yacía sobre un banco junto a la ventana, cerca de un bulto cubierto con una sábana.

«Algunos capitanes creen que la mejor política es incluir todos los casos en que hay pérdida de sangre o incapacidad transitoria», dijo el señor Florey, «porque una larga lista que dé la idea de una carnicería queda bien en el Boletín Oficial. Otros no admiten en ella a ningún hombre que no esté prácticamente muerto, porque un número reducido de bajas indica que el capitán es prudente. Creo que su lista se acerca a la media, aunque peca de cautelosa; la ha hecho considerando el ascenso de su amigo, desde luego».

«Exactamente.»

«Sí… Permítame servirle un trozo de carne de buey fría. Por favor, alcánceme un cuchillo afilado; la carne de buey, sobre todo, debe cortarse muy fina para que tenga buen sabor.»

«Éste no tiene filo», dijo Stephen. «Pruebe con el bisturí». Se volvió hacia el delfín. «No», dijo mirando debajo de una aleta. «¿Dónde lo habremos dejado? ¡Ah!» —levantó la sábana— «Aquí hay otro. Tiene una excelente hoja; seguro que es de acero sueco. Veo que empezó usted la incisión en el punto hipocrático», dijo levantando un poco más la sábana y mirando a la joven que estaba debajo.

«Tal vez deberíamos lavarlo», dijo el señor Florey.

«Creo que será suficiente limpiarlo con un paño», dijo Stephen usando una punta de la sábana. «Por cierto, ¿cuál fue la causa de la muerte?», preguntó dejándola caer.

«Ese es un punto delicado», dijo el señor Florey. Cortó una loncha de carne y se la llevó a un buitre grifón que estaba atado por una pata en una esquina de la habitación. «Ese es un punto delicado, pero me inclinaría a creer que los golpes acabaron con su vida, no el agua. Esas debilidades en asuntos amorosos, esas locuras… Sí. El ascenso de su amigo». El señor Florey hizo una pausa mirando el largo bisturí de doble filo y agitándolo con solemnidad por encima del trozo de carne de buey. «Si a un hombre le ponen cuernos, probablemente él le dará cornadas a quien se los puso», dijo con aire despreocupado, y con una mirada furtiva trató de comprobar el efecto que causaba su comentario.

«Muy cierto», dijo Stephen lanzándole al buitre un pedazo de cartílago. «En general, fenum habent in Cornu [36]. Pero, sin duda», le dijo al señor Florey sonriendo, «usted no ha soltado un comentario general sobre los cornudos. ¿Puede ser más preciso? ¿Se refiere, tal vez, a la joven que hay bajo la sábana? Sé que usted habla de corazón, y le aseguro que por muy franco que sea no me sentiré ofendido».

«Bien», dijo el señor Florey, «el caso es que su joven amigo —nuestro joven amigo, diría yo, porque lo aprecio de veras y considero que la acción que ha realizado le da prestigio a la Marina, a todos nosotros—, nuestro joven amigo ha sido muy indiscreto; y la dama también. Usted me entiende ¿verdad?»

«¡Oh, naturalmente!»

«El marido se ha ofendido, y está en una posición en que puede dar rienda suelta a su rabia, a menos que nuestro amigo sea prudente, extremadamente prudente. El marido no lo retará a duelo, porque ese no es en absoluto su estilo; es un individuo despreciable. Pero puede tratar de tenderle una trampa para que cometa un acto de desobediencia y llevarlo a un consejo de guerra por ese motivo. Nuestro amigo es más conocido por su arrojo, su iniciativa y su buena suerte que por su estricto sentido de la subordinación; y algunos capitanes de más antigüedad están muy celosos y molestos por su éxito. Además, él es un Tory, o lo es su familia, mientras que el marido de la dama y el actual First Lord son Whigs, fanáticos, despreciables y violentos Whigs. ¿Me entiende, doctor Maturin?».

«Desde luego que sí, señor. Le estoy muy agradecido por ser tan sincero y contarme todo esto que, por otra parte, confirma lo que yo pensaba. Haré cuanto pueda para que él tenga conciencia de lo delicado de su situación. Aunque, para serle franco», añadió y exhaló un suspiro, «me parece que este caso, como no sea con la ablación del miembro viril, no se soluciona».

«Esa es, por lo general, la parte pecadora», dijo el señor Florey.

El escribiente David Richards también estaba cenando, pero en el seno de su familia. «Como todo el mundo sabe», le dijo a la respetable concurrencia, «uno de los puestos más peligrosos en un navío de guerra es el de escribiente del capitán; quien lo ocupa debe estar siempre en el alcázar, con la tablilla y el reloj, tomando nota de todas las indicaciones que hace el capitán, sobre el cual se concentra el fuego de todas las armas ligeras y de muchos cañones del enemigo. Sin embargo, el escribiente del capitán debe permanecer allí, manteniendo la serenidad y ayudando a éste con sus consejos».

«¡Oh, Davy!», exclamó su tía. «¿Te ha pedido consejo?»

«¿Que si me ha pedido consejo, señora? ¡Ja, ja! Bien lo sabe Dios.»

«No jures, Davy, querido», dijo su tía al instante. «No es de buena educación».

«"¡Oh, bachiller Richards!", me dijo cuando comenzaron a caer trozos de la cofa del mayor cerca del alcázar, con gran estrépito, desgarrando la batayola como si fuera de lana de Berlín. "No sé qué hacer. Estoy completamente perdido, se lo aseguro". "Ante esta situación, sólo podemos hacer una cosa, señor", le dije. "Abordarlos. Abordarlos por proa y popa; y le doy mi palabra de que en cinco minutos la fragata será nuestra". Bueno, señora, queridas primas, no me gusta presumir, y debo confesar que tardamos diez; pero valió la pena, porque conseguimos un jabeque-fragata recién recubierto de cobre, el más hermoso que he visto en mi vida. Y cuando llegué a popa, después de apuñalar al escribiente del capitán español, el capitán Aubrey me estrechó la mano, y con lágrimas en los ojos me dijo: "Richards, todos tenemos que estarle muy agradecidos". "Es usted muy amable, señor", le dije, "pero he hecho únicamente lo que haría cualquier escribiente de capitán que sea responsable". "Bien", dijo. "Muy bien"». Bebió un trago de cerveza negra y prosiguió: «Estuve a punto de decirle: "Mira, Ricitos de oro —porque en la Marina lo llamamos Ricitos de oro ¿saben?, igual que a mí me llaman Davy fuego del infierno o Richards el trueno—, tú me clasificas como guardiamarina en el Cacafuego cuando lo compre el Gobierno y entonces estaremos en paz". Tal vez llegue a serlo el día de mañana, porque siento que tengo don de mando. La fragata debería alcanzar un precio entre doce libras y media y trece libras la tonelada ¿no cree, señor?», le dijo a su tío. «No hemos dañado mucho el casco».

«Sí», dijo el señor Williams con aire apacible. «Si la comprara el Gobierno, la fragata alcanzaría ese precio y el contenido de las bodegas otro tanto; el capitán Aubrey sacaría cinco mil limpias, sin contar la recompensa, y tu parte ascendería a, digamos, doscientas sesenta y tres libras, catorce chelines, dos peniques. Si la comprara el Gobierno». «¿Qué quiere decir, querido tío, con ese si?»

«Pues quiero decir que cierta persona es la encargada de las compras que realiza el Almirantazgo; y cierta persona tiene una esposa que no es ningún modelo de discreción; y cierta persona está hecha una fiera. ¡Oh, Ricitos de oro, Ricitos de oro! ¿Por qué te comportas así, Ricitos de oro?», inquirió el señor Williams dejando perplejas a sus sobrinas. «Si él se hubiera ocupado de asuntos de trabajo en vez de andar por ahí como si fuera el más macho del lugar, entonces…»

«¡Fue ella la que lo provocó!», exclamó la señora Williams, que no dejaba que su marido terminara una frase desde que había dicho «sí quiero» en la Trinity Church del puerto de Plymouth, en 1782.

«¡La muy lagarta!», gritó su hermana soltera; y sus sobrinas la miraron abriendo aún más los ojos.

«¡Es una zorra!», exclamó la señora Thomas. «El primo de mi Paquita fue el cochero que la llevó en el calesín hasta el muelle, y no podrán ustedes creer…»

«Deberían atarla al carruaje y arrastrarla por toda la ciudad dándole latigazos, y no quisiera ser yo quien tuviera el látigo.»

«Vamos, querida…»

«Sé lo que estás pensando, señor W.», dijo su mujer, «pero es mejor que lo olvides. ¡Esa mala pécora! ¡Esa arpía!»

* * *

Sin duda, en los últimos meses, la reputación de la arpía había sufrido menoscabo, había sido mancillada, y por eso la esposa del gobernador la recibió con toda la frialdad que las formas permitían. En cambio, la apariencia de Molly Harte había mejorado tanto que ella estaba casi irreconocible; había sido una mujer graciosa, ahora era realmente hermosa. Ella y lady Warren llegaron juntas al concierto, y fuera, esperando su carruaje para darles la bienvenida, había un pequeño grupo de soldados y marinos; ahora ellos la rodeaban, resoplando y compitiendo furiosamente para captar su atención, mientras sus esposas, hermanas y novias, vestidas sin elegancia, estaban sentadas en sombríos grupos a cierta distancia, con los labios fruncidos, mirando el vestido escarlata casi oculto entre los apiñados uniformes.

Los hombres se apartaron cuando Jack apareció; algunos volvieron con sus mujeres, que les preguntaron si no encontraban a la señora Harte muy vieja, mal vestida y anticuada. ¡Qué pena, a su edad, pobrecita! Debía de tener por lo menos treinta, cuarenta, cuarenta y cinco. ¡Con mitones de encaje! A ellas no se les ocurriría llevar mitones de encaje. Aquella intensa luz no la favorecía; y desde luego, era una extravagancia llevar esas enormes perlas.

Ella era como una prostituta en algunos aspectos, pensaba Jack observando con gran satisfacción cómo erguía la cabeza en actitud desafiante, teniendo plena conciencia de los comentarios que hacían las mujeres; era como una prostituta, y ante esta idea el deseo de Jack aumentaba. Ella sólo se entregaba a los triunfadores; pero a Jack esto le parecía muy bien, pues la prueba de su triunfo, el Cacafuego, estaba amarrado junto a la Sophie en el puerto de Mahón.

Tras unos instantes de conversación insustancial —durante los cuales Jack creía haber disimulado a la perfección, aunque no era así— todos ellos entraron en tropel en la sala de música. Molly Harte se sentó con elegancia junto al arpa y los demás se acomodaron en las pequeñas sillas doradas.

«¿Qué vamos a escuchar?», preguntó una voz detrás de Jack. Él volvió la cabeza y vio a Stephen, empolvado, muy presentable a pesar de no llevar camisa, y ansioso por deleitarse con la música.

«Algo de Boccherini —una pieza para violoncelo— y el arreglo que hicimos del trío de Haydn. Y la señora Harte tocará el arpa. Venga a sentarse a mi lado.»

«Bien, me parece que no hay otro sitio», dijo Stephen, «con la sala tan llena. Anhelaba poder disfrutar de este concierto, pues no podremos escuchar otro en mucho tiempo».

«¡Tonterías!», dijo Jack sin hacer caso. «Vamos a asistir a la fiesta de la señora Brown».

«Para entonces, ya estaremos navegando rumbo a Malta. Se están poniendo por escrito las órdenes en estos momentos.»

«¡Pero si la corbeta aún no está lista para hacerse a la mar!», dijo Jack. «Usted debe de estar confundido».

Stephen se encogió de hombros. «Me he enterado por el propio secretario».

«¡El condenado granuja…!», exclamó Jack.

«¡Chsss!», dijeron los que estaban a su alrededor. El primer violín dio la señal con la cabeza, luego bajó el arco, e inmediatamente todos los instrumentos comenzaron a sonar, llenando la estancia de infinidad de deliciosos sonidos y preparando la entrada del violoncelo con su evocadora melodía.

* * *

«En general», dijo Stephen, «Malta ha resultado un lugar decepcionante. Pero al menos encontré una considerable cantidad de cebollas albarranas en la orilla de la playa y las voy a conservar en una cesta».

«Sí que lo es», dijo Jack. «Aunque bien sabe Dios que, aparte de lo ocurrido con el pobre Pullings, no tengo por qué quejarme. Nos han proporcionado todo lo que necesitábamos, excepto los remos —el encargado del astillero ha sido muy atento—, y nos han tratado como a emperadores. ¿No cree usted que las cebollas albarranas servirían para fortificar el organismo? Me siento muy decaído y estoy descompuesto».

Stephen lo miró atentamente, le tomó el pulso, le observó la lengua y luego lo reconoció, a la vez que le hacía algunas preguntas indiscretas. «¿Alguna herida no está bien?», preguntó Jack alarmado por la seriedad de su rostro.

«Una herida, si quiere llamarla así», dijo Stephen. «Pero no se la hizo en la batalla con el Cacafuego. Una dama amiga suya ha sido demasiado generosa con sus favores, demasiado bondadosa».

«¡Oh, Dios mío!», dijo Jack, a quien nunca le había pasado nada semejante.

«No se preocupe», dijo Stephen sintiendo compasión al ver a Jack horrorizado. «Ya verá como se recupera enseguida; si esto se ataca al principio, no habrá ningún problema. No le hará ningún daño mantenerse en su cabina, beber solamente agua de cebada, que es emoliente, y comer gachas poco espesas; nada de carne de vaca, ni de cordero, ni tampoco vino, ni licores. Si es cierto lo que dice Marshall de la travesía hacia el oeste en esta época del año, y además, con la escala que haremos en Palermo, cuando estemos a la altura del cabo de la Mola usted estará ya en condiciones de arruinar de nuevo su salud, su futuro, su fisonomía y de perder la sensatez y la felicidad».

Salió de la cabina de una forma que a Jack le pareció desconsiderada y poco humanitaria, y bajó rápidamente a la enfermería. Allí mezcló una poción con un polvo que eligió entre los muy diversos tipos que, como todos los cirujanos navales, tenía siempre a mano. Las ráfagas del gregal, que venían desde la punta Delimara, hicieron que la Sophie diera un bandazo a sotavento y que cayera demasiado líquido en la mezcla.

«Es demasiado», pensó Stephen manteniendo el equilibrio como un experto marino y vertiendo el líquido sobrante en un frasco de veinte dracmas. «No importa. Servirá para el joven Babbington». Tapó el frasco y lo colocó en un anaquel con barandilla, después contó los otros frascos, perfectamente etiquetados, y regresó a la cabina. Sabía muy bien que Jack actuaría según la antigua creencia marinera de que más es mejor y tomaría dosis que lo llevarían al otro mundo si no se le vigilaba de cerca. Por esa razón permaneció junto a Jack mientras se bebía, jadeando y sintiendo arcadas, la nauseabunda pócima que él le había preparado; y pensó en el paso de la autoridad de uno a otro en el tipo de relación que tenían (hipotéticamente, porque nunca se había producido una colisión entre la autoridad de ambos). Desde que Stephen se había enriquecido con el primer botín, compraba grandes cantidades de asa fétida, castóreo y otras sustancias para hacer que sus medicinas tuvieran el aspecto, el gusto y el olor más repugnantes de todas las de la flota, y había comprobado que esto le daba resultado, pues sus resistentes pacientes tenían así la absoluta certeza de que él los estaba medicando.

«El capitán se siente mal a causa de las heridas», dijo durante la comida, «de modo que no podrá aceptar la invitación para comer en la cámara de oficiales mañana. Bajo mi prescripción, permanecerá en su cabina y sólo comerá gachas».

«¿Recibió muchas heridas?», preguntó el señor Dalziel respetuosamente. El señor Dalziel era una de las decepciones de Malta; todos a bordo esperaban que a Thomas Pullings lo nombraran primer oficial, pero el almirante había enviado para ocupar ese cargo a un primo suyo, el señor Dalziel de Auchterbothie y Sodds. El almirante había tratado de suavizar la situación enviando una nota personal en la que prometía «tener presente al señor Pullings e informar muy favorablemente sobre él al Almirantazgo», pero el caso era que Pullings seguía siendo suboficial, no había sido ascendido; y ese era el primer acontecimiento que ensombrecía su victoria. El señor Dalziel se daba cuenta de esto y se mostraba en extremo conciliatorio, aunque, en realidad, no era necesario, ya que Pullings era la persona más modesta del mundo y su comportamiento era sumamente tímido, excepto en la cubierta del enemigo. «Sí», dijo Stephen, «recibió muchas: de sable, de pistola y de pica. Y cuando le estaba examinando la más profunda, encontré un trozo de metal, de una bala que había recibido en la batalla del Nilo».

«Es lo bastante para que cualquier hombre se sienta mal», dijo Dalziel, que no había estado en ningún combate, aunque no por falta de voluntad, y eso lo mortificaba.

«Corríjame si me equivoco, doctor», dijo el segundo oficial, «pero creo que la irritación puede hacer que las heridas se abran. Y él debe de estar muy irritado porque no nos encontramos en nuestra zona de crucero, y se nos está acabando el tiempo concedido».

«Sí, sin duda», dijo Stephen. Y verdaderamente Jack tenía motivos para estar irritado, igual que los demás a bordo, pues haber sido enviados a Malta, a pesar de tener autorización para realizar un crucero por aguas llenas de posibles presas, resultaba muy duro. Además corría el insistente rumor, gracias al destino y a la información secreta en poder de Jack, de que por ellas navegaba un galeón reservado para la Sophie. Sin duda, podría haber uno o incluso muchos galeones navegando cerca de la costa española en aquel mismo momento, y ellos estaban a quinientas millas de distancia.

Estaban muy impacientes por regresar a su crucero, por emplear los treinta y siete días que aún les quedaban, treinta y siete días que debían aprovechar, pues aunque muchos de ellos habían conseguido más guineas que chelines que habían ganado en tierra en toda su vida, todos deseaban ardientemente obtener más. Se calculaba, en general, que la parte que recibiría un marinero de segunda estaría en torno a las cincuenta libras, e incluso aquellos que habían sufrido heridas, contusiones y quemaduras en la batalla pensaban que era una buena paga por una mañana de trabajo y, por supuesto, muy superior a la cantidad de chelines que ganarían arando la tierra o en un telar, o a las ocho libras mensuales que, según decían, pagaban los capitanes de los mercantes con pocos recursos.

El hecho de haber conseguido entre todos el éxito en la batalla, la férrea disciplina y la gran destreza adquirida (aparte de Willy el chiflado, el loco de la Sophie, y otros casos sin esperanza, todos los marineros y grumetes sabían aferrar, arrizar y llevar el timón) los habían convertido en un grupo de gran cohesión que conocía perfectamente la embarcación y la forma de gobernarla. Y menos mal que era así, porque el nuevo primer oficial no era un gran marino, y ellos habían evitado que cometiera graves errores cuando la corbeta hacía la travesía hacia el oeste, a gran velocidad y había sido sorprendida por dos terribles temporales. Había sido azotada por olas inmensas, estuvo detenida durante desesperantes períodos en que el viento se había encalmado y en ocasiones fue zarandeada de tal modo por la fuerte marejada que su proa viraba como la aguja alrededor del compás y hasta el gato de a bordo se había mareado. La Sophie iba a la mayor velocidad posible no sólo porque sus tripulantes pensaban en aprovechar aquel mes de crucero cerca de la costa enemiga, sino también porque todos los oficiales estaban muy ansiosos por tener noticias de Londres, saber lo que se había publicado en el Boletín Oficial sobre su hazaña y conocer la reacción de las autoridades ante ella, que probablemente sería nombrar a Jack capitán de navío y ascender de categoría a los demás.

La travesía había hecho patente el buen hacer del astillero de Malta y la gran habilidad de la tripulación, ya que durante el segundo temporal, en aquellas mismas aguas y a menos de veinte millas al sur de la Sophie, la corbeta de dieciséis cañones Utile, se había hundido cuando viraba a barlovento buscando el viento de popa y todos sus tripulantes habían perecido. Pero el último día el tiempo mejoró y sopló una tramontana fuerte y estable. Por la mañana avistaron Menorca, y poco después de la comida todos ocuparon sus puestos; y antes de que el sol terminara su descenso hacia el horizonte, doblaron el cabo de la Mola.

Nuevamente animado, aunque menos bronceado por haber permanecido encerrado en su cabina, Jack miraba con atención las nubes que empujadas por el viento pasaban sobre el monte Toro, presagiando que se mantendría el viento del norte. Y dijo: «Tan pronto como lleguemos a la bocana del puerto, señor Dalziel, prepare los botes y comience a colocar los toneles en cubierta. Tendremos que comenzar a cargar el agua esta noche para zarpar lo antes posible por la mañana. No hay un minuto que perder. Pero veo que ya ha colocado los ganchos en las vergas y también los estayes. Eso», añadió, «está muy bien». Y riendo entre dientes se dirigió a su cabina.

Sin embargo, el señor Dalziel no los había visto hasta entonces; los silenciosos marineros, que conocían mejor la forma en que Jack hacía las cosas, se habían anticipado a la orden. El pobre hombre sacudió la cabeza con toda la tranquilidad que le fue posible; se encontraba en una posición difícil, pues aunque era un oficial respetable y concienzudo, no podía compararse ni remotamente con James Dillon. El anterior primer oficial estaba muy presente en la mente de los tripulantes, a quienes había ayudado a formar, y era recordado por su dinamismo, su autoridad, sus amplios conocimientos técnicos, su habilidad y su vocación de marino. Jack lo recordaba cuando la Sophie se deslizaba por el gran puerto, pasando una tras otra las calas e islas que le eran familiares. Cuando pasaban junto a la isla del hospital y Jack estaba pensando que con James Dillon se hacían las maniobras con mucho menos ruido, se oyó el grito de «¡bote a la vista!» en cubierta y el lejano grito de respuesta indicando que se acercaba un capitán. Jack no pudo oír el nombre, pero instantes después Babbington, muy alarmado, llamó a su puerta y anunció: «La falúa del comandante se acerca, señor».

En cubierta había bastante jaleo; Dalziel intentaba que se emprendieran a la vez tres tareas diferentes y los hombres que debían engalanar el costado de la corbeta también trataban de conseguir a toda prisa que su apariencia fuera decente. Pocos capitanes habrían salido tan precipitadamente de detrás de una isla, pocos habrían molestado a una embarcación a punto de amarrar, y la mayoría de ellos, incluso en una emergencia, habrían dado a su tripulación la oportunidad de prepararse, le habrían concedido unos minutos de gracia; pero no el capitán Harte, que subió por el costado lo más rápidamente que pudo. Se oyeron voces gritando las órdenes en tono exasperado; los pocos oficiales vestidos correctamente, aunque con la cabeza descubierta, se quedaron rígidos; los infantes de marina presentaron armas, y uno de ellos dejó caer el mosquete.

«Bienvenido a bordo, señor», dijo Jack, que en esos momentos sentía una gran benevolencia hacia todos los que lo rodeaban, tanto que se alegraba incluso de ver aquel rostro huraño que ya le resultaba familiar. «Creo que es la primera vez que tenemos el honor de recibirlo a bordo».

El capitán Harte se volvió hacia el alcázar y saludó llevándose la mano al sombrero, pero sin llegar a tocarlo y observó con afectado gesto de desagrado a los sucios grumetes que estaban en el costado y a los infantes de marina con las cananas en bandolera torcidas. Luego miró el montón de toneles de agua y la regordeta y mansa perrita color crema del señor Dalziel, que había ido hasta allí porque era el único espacio libre en cubierta y ahora estaba haciendo un inmenso charco, si bien pedía disculpas a todos agachando la cabeza y las orejas.

«¿Mantiene usted normalmente la cubierta en estas condiciones, capitán Aubrey?», preguntó. «¡Válgame Dios! Esto se parece más a una casa de empeño de Wapping[37] que a la cubierta de una corbeta del Rey».

«¡Oh, no, señor!», dijo Jack todavía de excelente humor, pues veía bajo el brazo del capitán Harte un sobre encerado del Almirantazgo, y éste no podía ser otra cosa que un nombramiento de capitán de navío para J. A. Aubrey enviado con gran rapidez. «Me temo que usted ha sorprendido a la Sophie mientras se hacían algunos cambios a bordo. ¿Quiere pasar a la cabina, señor?»

Los tripulantes estaban muy atareados deslizando la corbeta a través de las embarcaciones del puerto y preparándose para amarrarla, y afortunadamente sabían manejarla y soltar el ancla muy bien, porque tenían puesta gran parte de su atención en escuchar las voces que salían de la cabina.

«Es como el viejo Jarvie[38]», susurró Thomas Jones a William Witsover con una amplia sonrisa, una sonrisa que se hizo general desde el palo mayor a la popa, pues quienes estaban escuchando allí supieron enseguida que a su capitán le estaban echando una reprimenda. Ellos lo apreciaban mucho, lo habrían seguido al fin del mundo, pero les divertía pensar en cómo se las arreglaría para soportar aquel rapapolvo, aquella tremenda bronca.

«Cuando doy una orden espero que se cumpla puntualmente», le dijo en tono rimbombante y en voz baja Robert Jessup a William Agg, ayudante del oficial de derrota.

«Silencio», gritó el segundo oficial, que no podía oír las voces de la cabina.

Pero ahora todos iban perdiendo la amplia sonrisa. Primero la perdieron los hombres que estaban más cerca de la claraboya, luego los que se comunicaban con ellos con la mirada o por medio de significativos gestos y expresivas muecas, y después los que estaban más cerca de proa. Y cuando el ancla de leva cayó al mar, en un susurro se extendió el rumor: «No hay crucero».

El capitán Harte reapareció en cubierta. Se le vio subir a su falúa muy ceremoniosamente, silencioso y receloso, mientras el rostro del capitán Aubrey tenía una expresión fría y reservada.

El cúter y la lancha comenzaron a cargar el agua enseguida; el chinchorro llevó a tierra al contador para comprar provisiones y ocuparse del correo; los vivanderos se dispusieron a ofrecer sus delicias de costumbre; y el señor Watt y los tripulantes de la Sophie que se habían curado de sus heridas en el hospital se acercaron rápidamente a la corbeta para ver cómo habían dejado la jarcia esos cabrones de Malta.

A éstos, sus compañeros les dijeron: «¿Ya lo sabéis?»

«¿Qué, compañero?»

«¿Entonces no lo sabéis?»

«Dinos lo que ocurre, compañero.»

«No vamos a seguir de crucero, eso es lo que ocurre. Ya hemos terminado, dice ese maldito hijo de puta, ya hemos agotado nuestro tiempo. Lo hemos empleado en ir a Malta. Hemos empleado nuestros treinta y siete días. Escoltaremos ese condenado y torpe paquebote hasta Gibraltar, eso es lo que haremos; y nos agradecen amablemente nuestros esfuerzos en el crucero. El Cacafuego no ha sido comprado por el Gobierno, sino vendido a los condenados moros por dieciocho peniques y una libra de mierda. ¡Y era el jabeque más endemoniadamente veloz que haya navegado jamás! Nuestro regreso ha sido demasiado lento. "No tiene que decírmelo, señor", dijo él, "porque lo sé mejor que nadie". No publicaron nada sobre nosotros en el Boletín Oficial, y el viejo pedorro no ha solicitado el ascenso de Ricitos de oro. Dice que hubo irregularidades en la captura y que su capitán no estaba en ninguna misión; mentira podrida. ¡Si pudiera le daría una patada en los cojones y se las haría pagar todas juntas!» En ese momento fueron interrumpidos por un apremiante mensaje que el ayudante del contramaestre, agitando el extremo de un cabo, les enviaba desde el alcázar. No obstante, ellos siguieron dando rienda suelta a su profunda indignación, aunque bajando un poco la voz. Y si el capitán Harte hubiera aparecido de nuevo en aquel momento, se habrían amotinado y lo habrían arrojado a las aguas del puerto. Estaban furiosos por aquella reacción ante su victoria, furiosos por ellos mismos y por Jack, y sabían muy bien que los reproches de sus oficiales carecían de convicción. Aunque el mensaje se lo hubieran dado agitando un pañuelo en vez del extremo de un cabo, ellos habrían hecho el mismo caso. Incluso Dalziel, que era un recién llegado, estaba sorprendido del tratamiento que habían recibido, al menos por lo que se rumoreaba, lo que habían oído detrás de las puertas y las noticias que traía el vivandero, y también por deducciones y sobre todo por la ausencia en el puerto del hermoso Cacafuego.

El tratamiento que les dieron fue incluso peor de lo que se rumoreaba. El capitán se encontraba sentado en su cabina con el cirujano de la Sophie, ambos rodeados por un montón de papeles; Stephen Maturin había ayudado a Jack a ocuparse de ellos y había escrito sus propias cartas, y ahora eran ya las tres de la madrugada. La Sophie se mecía suavemente allí amarrada y su apiñada tripulación dormía dando ronquidos (podía dormir toda la noche pues felizmente contaba con la guardia del puerto). Jack no había bajado a tierra y no tenía intención de hacerlo; y el silencio, la falta de movimiento y las largas horas pasadas con la pluma en la mano parecían haberlos aislado del mundo a él y a Stephen en la iluminada cabina. Por sentirse aislados, precisamente, su conversación, que en cualquier otro momento habría sido inaceptable, parecía corriente y natural. «¿Conoce usted a ese tal Martínez, el dueño de la casa donde viven los Harte?», preguntó Jack.

«He oído hablar de él», dijo Stephen. «Es un especulador y, según dicen, muy rico».

«Bueno, el caso es que ha firmado un contrato por el que se ocupa de transportar el correo; un condenado trabajo, sin duda. Y para transportarlo ha comprado el Ventura, que más que un paquebote es una carraca, pues nunca ha navegado a más de seis millas por hora. Nosotros lo escoltaremos hasta el Peñón. Bastante razonable, pensará usted. Sí, pero lo que haremos nosotros será coger la saca, llevarla a bordo del paquebote cuando estemos justo a la entrada del puerto, y luego volver aquí enseguida, sin bajar a tierra ni comunicarnos con Gibraltar. Y le diré algo más: él no ha enviado mi carta oficial en el Superb, que inició un recorrido por el Mediterráneo dos días después de nuestra partida, ni tampoco en el Phoebe, que iba directamente a Inglaterra, y le apuesto lo que quiera a que está aquí, en esta mugrienta saca. Es más, sé lo que dice en la carta que ha adjuntado a la mía como si la hubiera leído, mencionará esas supuestas irregularidades sobre la captura del Cacafuego y esas sutilezas sobre su carácter oficial. Desagradables insinuaciones y demora. Por eso no se ha publicado nada en el Boletín Oficial; por eso no ha habido tampoco ningún ascenso. En aquel sobre del Almirantazgo sólo estaban sus propias órdenes, por si yo insistía en que me las entregara por escrito.»

«Naturalmente, hasta a un niño le parecerían obvios sus motivos. Él espera provocarlo hasta el punto de que usted se deje llevar por un arrebato de cólera. Espera que usted lo desobedezca y arruine su carrera. Le ruego que no se ofusque por la ira.»

«¡Oh, no! No voy a hacer el tonto», dijo Jack con una sonrisa algo forzada. «Pero en cuanto a provocarme, le aseguro que lo ha conseguido admirablemente. Cuando pienso en todo esto, la mano me tiembla tanto que no creo que pueda tocar ni una escala», dijo cogiendo su violín. Y mientras pasaba el violín por el espacio de apenas dos pies que había entre la taquilla y su hombro, se agolparon en su mente una serie de pensamientos que lo afectaban en lo más profundo de su ser: aquellas semanas, e incluso meses, en que creía haber adelantado su camino hasta el escalafón se habían perdido. Ya Douglas, del Phoebe, Evans, del destacamento militar de las Antillas, y un hombre que no conocía llamado Raitt habían sido ascendidos; sus nombramientos aparecían en el último Boletín Oficial. Todos ellos estaban por encima de él, habían entrado en la inalterable lista de capitanes de navío; él tendría para siempre menos antigüedad que ellos. Tiempo perdido; y, para colmo, esos insistentes rumores de que estaba próxima la paz. Y aunque no lo reconocía abiertamente, tenía la fundada sospecha o, más bien, el temor de que todo le había salido mal y no había conseguido un ascenso; las palabras de lord Keith habían sido proféticas. Levantó la cabeza para colocarse el violín bajo la barbilla, y mientras tanto apretaba los labios, descargando así buena parte de su tensión. Enrojeció y exhaló un profundo suspiro abriendo mucho los ojos, que parecían más azules por la contracción de las pupilas; apretó todavía más los labios y al mismo tiempo la mano derecha. Las pupilas se contraen de forma simétrica hasta que su diámetro llega a medir aproximadamente la décima parte de una pulgada, anotó Stephen en la esquina de una página. Hubo un fuerte crujido, un sonido de cuerdas confuso y melancólico, y con una extraña expresión, mezcla de duda, sorpresa y dolor, Jack apartó de sí el violín con las cuerdas dislocadas y el mango partido. «¡Se ha roto!», gritó. «¡Se ha roto!» Juntó los dos extremos rotos con sumo cuidado colocándolos en su sitio. «Quisiera que esto nunca hubiera ocurrido», dijo en tono grave. «Este violín ha estado conmigo desde que era un adolescente, desde que comencé a llevar calzones».

* * *

La indignación por el tratamiento que había recibido la Sophie no se sentía tan sólo en la corbeta, aunque, naturalmente, allí era mayor; y mientras la tripulación daba vueltas al cabrestante para soltar las amarras, cantaba una nueva canción que no había sido inspirada por las castas musas del señor Mowett:

Viejo Harte, viejo Harte,

despreciable hijo de un pedorro francés.

¡Eh, pisa fuerte y adelante!

¡Pisa fuerte y adelante! ¡Pisa fuerte y adelante!

¡Eh, pisa fuerte y adelante!

El que tocaba el silbato, sentado en el tope del cabrestante con las piernas cruzadas, se lo quitó de la boca y cantó solo:

El viejo Harte le dice a su mujer:

¿Pero qué veo?

¡Si es el osado capitán de la Sophie

tocando con su violín!

Y de nuevo todos cantaron a voz en cuello el estribillo:

Viejo Harte, viejo Harte,

hijo tuerto de un indecente y pedorro francés.

James Dillon nunca habría permitido aquello, pero el señor Dalziel, que no entendía las alusiones, los dejó cantar, y ellos continuaron hasta que enrollaron por completo el cable, con el desagradable olor del cieno menorquín, y comenzaron a izar los foques de la Sophie y a bracear para hacer girar el velacho. Estaban fondeados junto a la Amelia, a la que no habían visto desde el combate con el Cacafuego, y de repente el señor Dalziel vio a los tripulantes de la fragata subirse a su jarcia y, con el sombrero en la mano, colocarse de cara a la Sophie.

«Señor Babbington», dijo en voz baja, por si acaso estaba equivocado, porque sólo en una ocasión había visto suceder esto, «dígale al capitán, en cumplimiento de mi obligación, que me parece que la Amelia va a vitorearnos».

Jack, con expresión de sorpresa, llegó a cubierta cuando se escuchó el primer viva, una impresionante onda sonora que llegó a veinticinco yardas de distancia. Después se oyó el silbato del contramaestre de la Amelia y el segundo viva, con la misma precisión de sus andanadas; y luego el tercero. Él y sus oficiales permanecieron en posición de firmes con la cabeza descubierta; y tan pronto como se apagaron en el puerto los ecos del último viva, él gritó: «¡Tres vivas por la Amelia!» Los tripulantes de la Sophie, aunque ocupados en las tareas de a bordo, respondieron como héroes, con el rostro enrojecido de satisfacción y la suficiente energía para vitorear como era debido, en realidad, con una gran energía, porque ellos sabían lo que eran buenos modales. Entonces en la Amelia, que ahora quedaba atrás, gritaron «¡otro viva!» y los hombres bajaron a cubierta.

Fue un caluroso saludo, una magnífica despedida, y les produjo una gran satisfacción, pero no evitó que se sintieran muy apenados —no evitó que repitieran «¡Que nos devuelvan nuestros treinta y siete días!», a modo de consigna o de contraseña, en la entrecubierta y también, cuando se atrevían, por encima de las escotillas— ni que volvieran a sus tareas con escaso interés, ni que los días y semanas que siguieron les resultaran mucho más tediosos de lo normal.

El breve tiempo que la corbeta había estado amarrada en Puerto Mahón había afectado considerablemente la disciplina. Los tripulantes, ante el mal trato recibido, tenían una actitud desafiante y habían formado un grupo muy unido, de manera que la jerarquía (en sus aspectos más sutiles) había desaparecido casi por completo durante un tiempo. Además, los hombres que volvían al servicio, tras recuperarse de las heridas, habían sido autorizados por el cabo de la corbeta a traer a bordo botas y odres de coñac español, anís, y un líquido incoloro que llamaban ginebra. Era vergonzoso ver cómo tantos hombres habían sucumbido a la tentación, entre ellos el capitán de la cofa del trinquete (borracho como una cuba) y los dos ayudantes del contramaestre. Jack degradó a Morgan y ascendió a Alfred King, el negro mudo, cumpliendo la amenaza que había hecho. Sin duda, un ayudante de contramaestre mudo, especialmente alguien con un brazo tan fuerte, sería mucho más temible, más disuasorio.

«Además, señor Dalziel», dijo, «por fin prepararemos un verdadero enjaretado en el portalón, pues a ellos les importa un comino que los azoten en el cabrestante. Acabaré con esas borracheras infernales pase lo que pase».

«Sí señor», dijo el primer oficial. Y tras una breve pausa continuó: «Wilson y Plimpton me han dicho que sería muy ofensivo para ellos que fuera King el que los azotara».

«Naturalmente que será ofensivo. Por eso van a ser azotados. Estaban borrachos, ¿no?»

«Borrachos perdidos, señor. Dijeron que era el día de Acción de Gracias.»

«¡Voto a Dios! No sé de qué tienen que dar gracias, pues el Cacafuego fue vendido a los argelinos.»

«Son de las colonias, señor, y parece que allí ese día es festivo. Sin embargo, no muestran disconformidad con la azotaina, sino con el color del que da los azotes.»

«¡Bah!», dijo Jack. «Hay alguien más que va a ser azotado si esto continúa así», dijo inclinándose y mirando por la ventana de la cabina, «y no es otro que el capitán de ese condenado paquebote. Hágale una señal con un cañonazo, señor Dalziel, por favor. Un disparo no muy lejos de popa le indicará que debe mantenerse en su posición».

En el condenado paquebote lo pasaban muy mal desde que habían salido de Puerto Mahón. Su capitán esperaba que la Sophie navegaría directamente hasta Gibraltar, manteniéndose en alta mar, para no encontrarse con corsarios y, sobre todo, estar fuera del alcance de los disparos de las baterías costeras. La Sophie, que no era un caballo alado, a pesar de todas las mejoras, podía navegar, sin embargo, al doble de la velocidad del paquebote, tanto de ceñida como con el viento en popa. Y mientras descendía bordeando la costa, aprovechaba al máximo su superioridad para aproximarse y escrutar todas las bahías y calas que encontraba a su paso, de forma que el paquebote se veía obligado a permanecer a babor, a muy poca distancia, con su tripulación presa de un miedo espantoso.

Hasta entonces, esa ansiosa búsqueda, casi como la de un perro de caza, sólo había provocado pocos y muy breves intercambios de disparos con las baterías costeras, pues las órdenes tajantes y estrictas de Jack le impedían perseguir embarcaciones y hacían prácticamente imposible poder hacer presas. Pero esta consideración era algo secundario, porque verdaderamente él iba en busca de acción; y en aquel momento, pensaba, daría cualquier cosa por encontrarse de frente con una embarcación más o menos de su tamaño y, de forma directa, sin complicaciones, poder entablar un combate.

Subió a cubierta pensando en todo esto. La brisa marina, durante toda la tarde, había estado amainando, y ahora estaba casi encalmada y sólo había rachas a intervalos; la Sophie aún la atrapaba y tenía algún movimiento, pero el paquebote se había detenido casi por completo. A estribor tenían la oscura y extensa costa rocosa, de la cual salía perpendicularmente una protuberancia, un pequeño cabo o punta donde había un castillo árabe en ruinas, más o menos a una milla de distancia.

«¿Ve usted ese cabo?», dijo Stephen mientras lo observaba con un libro abierto en la mano, marcando la página con el pulgar. «Es el cabo Roig, la frontera de la lengua catalana por la parte de la costa, y a muy poca distancia de éste se encuentra Orihuela, que es, por el interior, el último pueblo donde se habla catalán; a partir de Orihuela comienza Murcia, donde se habla la jerigonza bárbara de al Andalus. Incluso en el pueblo que está al doblar el cabo hablan como moriscos, o sea, algarabía, farfulla, como si mascullaran las palabras». Aunque Stephen era muy liberal en todos los demás aspectos, no podía soportar a los moros.

«De modo que hay un pueblo ahí», dijo Jack con un intenso brillo en los ojos.

«Bueno, es una aldea; enseguida la verá». Hizo una pausa; podía oírse el murmullo del agua mientras la corbeta se deslizaba suavemente, y el paisaje parecía girar de forma casi imperceptible. «Según Estrabón, los antiguos irlandeses consideraban un honor que sus propios familiares comieran sus restos, era una forma de sepelio que mantenía el alma en la familia», dijo mientras agitaba el libro.

«Señor Mowett, tráigame mi catalejo, por favor. Disculpe, doctor, creo que me decía usted algo sobre Estrabón.»

«Puede que usted piense que no son más que las teorías de Eratóstenes redivivas ¿o tal vez debería decir renovadas?»

«¡Oh, sí! Puede decirlo así, por supuesto. En la cumbre de la colina, por debajo del castillo, va un hombre cabalgando como si se lo llevara el diablo.»

«Se dirige al pueblo.»

«Así es. Ahora veo el pueblo, extendiéndose por detrás de la peña». Y añadió como para sí: «Además veo otra cosa». La corbeta navegaba lentamente, y también lentamente aparecía la bahía de aguas poco profundas, en cuya orilla se amontonaban las casas blancas. A cierta distancia de la costa y a un cuarto de milla al sur del pueblo, había anclados tres barcos, dos heurs y un pingue, mercantes no muy grandes pero cargados hasta los topes.

Aun antes de que la corbeta comenzara a aproximarse, había mucha actividad en la orilla, y todos los que disponían de un catalejo a bordo pudieron ver cómo la gente corría por todas partes y los botes remaban enérgicamente para llegar hasta los barcos anclados. Después pudieron ver a sus tripulantes ir apresuradamente de un lado a otro y, en el silencio de la tarde, oyeron sus acaloradas discusiones. Luego se escucharon los gritos de éstos mientras accionaban rítmicamente los molinetes para levar anclas; se les vio largar las velas y acercarse aún más a la costa.

Jack la estuvo observando durante un tiempo con mirada penetrante y calculadora; si el mar no se rizaba, sería fácil sacar de allí los barcos a remolque, sería fácil tanto para los españoles como para él. Indudablemente, sus órdenes no dejaban margen para ninguna posible expedición aislada; pero el enemigo vivía del comercio de la costa —pues sus caminos eran abominables, el empleo de carros de mulas para cosas a granel era absurdo, y los carros de caballos no merecían tenerse en cuenta; en este punto había hecho hincapié lord Keith— y él tenía la obligación de apresar, quemar, hundir o destruir sus barcos. Mientras tanto los tripulantes de la Sophie estuvieron observando a Jack; sabían muy bien lo que pasaba por su mente, pero también tenían una idea muy clara de lo que decían las órdenes, de que aquel no era un crucero sino estrictamente un viaje de escolta. Lo habían observado con tanta atención que se había acabado la arena que marcaba el tiempo. Joseph Button, el centinela cuya función era darle la vuelta a la ampolleta de media hora en el momento en que se quedaba vacía y tocar la campana, miraba absorto al capitán Aubrey; sus compañeros trataron de sacarlo de su abstracción con empujones, pellizcos y diciéndole en voz baja pero enérgica: «¡Joe, Joe, despierta Joe, gordo hijo de puta!» y finalmente el señor Pullings le dijo al oído: «¡Button, déle la vuelta a esa ampolleta!»

Cuando se extinguió el tañido de la campana, Jack dijo: «Vire en redondo, señor Pullings, por favor».

Describiendo una curva casi perfecta y entre débiles pitidos y las órdenes apenas audibles: «¡Preparados! ¡Timón a sotavento! ¡Arriba puños de amura y escotas! ¡Cazar la mayor!», la Sophie viró, y con las velas hinchadas puso rumbo hacia la distante zona de aguas color violeta donde se encontraba aún detenido el paquebote.

Después de haberse separado algunas millas del pequeño cabo, también la Sophie se detuvo por falta de viento y se quedó allí en la penumbra, con las velas fláccidas y deformes, mientras el rocío iba cubriéndola.

«Señor Day», dijo Jack, «por favor, prepare algunos barriles para ser incendiados, digamos media docena. Señor Dalziel, a menos que se levante viento, creo que arriaremos los botes a medianoche. Doctor Maturin, podríamos solazarnos y pasar un buen rato».

El modo en que pasaron un buen rato fue haciendo pentagramas y copiando un dueto que les habían prestado, lleno de semifusas. «¡Voto a Dios!», dijo Jack apartando del papel los ojos enrojecidos y llorosos, después de una hora más o menos. «Estoy demasiado viejo para hacer esto». Hizo presión sobre los ojos con las manos y se mantuvo así unos instantes. Después dijo con un tono de voz muy distinto: «He estado pensando en Dillon todo el día. Durante todo el día me he acordado de él. No puede imaginarse cuánto lo echo de menos. Cuando me contó usted lo que decía ese clásico, me lo recordó… seguramente porque hablaba de los irlandeses y Dillon era irlandés. Aunque nadie lo hubiera creído, pues nunca se le vio borracho, casi nunca le gritó a nadie, hablaba como un cristiano, era el hombre más caballeroso del mundo, no era nada fanfarrón… ¡Oh, Dios mío! Mi querido amigo, querido Maturin, discúlpeme por haber dicho esas malditas cosas… Lo lamento profundamente».

«¡Bah!», dijo Stephen moviendo la mano de un lado al otro; luego aspiró rapé.

Jack tiró de la campanilla y, entre los distintos ruidos del barco, casi apagados en aquella calma, pudo oír los ligeros pasos de su despensero. «Killick», dijo, «tráigame un par de esas botellas de madeira que tienen el precinto amarillo y galletas Lewis». Y después le explicó a Stephen: «No consigo que prepare un bizcocho de semillas aromáticas decente. Por otra parte, esas galletitas se digieren muy bien y dan relieve al vino. Este vino», dijo mirando con atención la botella al trasluz, «me lo dio nuestro agente de Mahón, y fue embotellado el año en que nació mi caballo Eclipse. Se lo brindo como ofrenda para que perdone mi falta, pues reconozco que lo he ofendido. ¡A su salud, señor!».

«¡A la suya, querido amigo! Es un extraordinario vino de solera. Seco pero de intenso sabor. Excelente.»

«Digo esas malditas cosas», prosiguió Jack mientras iban bebiéndose la botella, «y en el momento en que las digo no tengo conciencia de ello, aunque vea que la gente se pone colorada y me mira con reprobación, y oiga a mis amigos diciendo "Pst, pst". Y entonces me digo: "Has vuelto a meter la pata, Jack". En general, termino por darme cuenta de lo que he hecho mal, pero para entonces ya es demasiado tarde. Me temo que debido a esto le ocasioné disgustos a Dillon con bastante frecuencia» —bajó la mirada con aire triste— «pero, ya sabe usted, no soy el único. No crea que pretendo desacreditarlo, ni mucho menos —cito esto sólo como ejemplo de que incluso un hombre muy bien educado puede, a veces, cometer errores de este tipo, porque estoy convencido de que él no tenía mala intención— pero también Dillon me hirió mucho en una ocasión. Empleó la palabra comercial cuando hablábamos con entusiasmo de hacer presas. Estoy seguro de que él no tenía mala intención, como tampoco yo tenía intención ahora de que mi observación resultara ofensiva; pero he tenido esto atragantado desde entonces. Esa es una de las razones por las que estoy tan contento…»

Llamaron a la puerta. «Le ruego que me disculpe, su señoría. El ayudante del cirujano está en un apuro, señor. El joven Ricketts se ha tragado una bala de mosquete y no se la pueden sacar. Se está asfixiando, señor».

«Perdóneme», dijo Stephen, dejando con cuidado el vaso sobre la mesa y cubriéndolo con un pañuelo rojo de lunares.

«¿Va todo bien? ¿Lo consiguió…?», preguntó Jack cinco minutos más tarde.

«Tal vez no podamos hacer todo lo que queremos en medicina», dijo Stephen con satisfacción, «pero creo que al menos podemos administrar un emético que haga efecto. ¿Qué estaba usted diciendo?»

«La palabra que empleó fue comercial», dijo Jack. «Comercial. Y por eso estoy tan contento de hacer esa expedición con los botes esta noche, pues aunque las órdenes que he recibido no me permiten llevarme a esos barcos, nada me impide quemarlos. De ese modo no pierdo el tiempo, ya que tengo que esperar a que el paquebote nos alcance. Y hasta la persona más escrupulosa reconocería que esta empresa no tiene nada de comercial. Es demasiado tarde, desde luego —estas cosas siempre suceden demasiado tarde—, pero llevarla a cabo me produce una gran satisfacción. ¡Cómo le hubiera complacido a James Dillon! ¡La realizaré en su honor! ¿Lo recuerda cuando iba en los botes en Palamós? ¿Y en Palafrugell?».

La luna ascendió a lo alto del cielo mientras éste, lleno de estrellas, giraba sobre su eje haciendo subir las Pléyades. El cielo estaba como en pleno invierno (aunque brillante y sereno) cuando la lancha, el cúter y el chinchorro se abordaron con la corbeta y el destacamento de desembarco descendió hasta ellos. Todos llevaban chaqueta azul y un brazalete blanco en el brazo. Estaban a cinco millas de su presa, pero ya no hablaban más que en susurros y tan sólo se oían algunas risas ahogadas y el tintineo de las armas al bajarlas. Empezaron a remar silenciosamente, pues los remos estaban forrados de tela, y fueron adentrándose en la oscuridad; y a los diez minutos, a pesar de forzar la vista, Stephen ya no podía distinguirlos.

«¿Los ve usted todavía?», le preguntó al contramaestre, que ahora estaba al gobierno de la corbeta por estar cojo a consecuencia de una herida.

«Sólo puedo distinguir la linterna sorda con la que el capitán mira el compás», dijo el señor Watt, «por detrás del pescante».

«Use mi catalejo de noche, señor», dijo Lucock, el único guardiamarina que se había quedado a bordo.

«Quisiera que ya hubiera terminado todo», dijo Stephen.

«Yo también, doctor», dijo el contramaestre. «Lo pasamos mucho peor quienes nos quedamos a bordo. Ellos están juntos, alegres, y el tiempo se les pasa como si estuvieran en la feria de Horndean, mientras que nosotros, los pocos que permanecemos aquí, pasamos un mal rato y no podemos hacer otra cosa que esperar, teniendo la impresión de que se ha atascado la arena en el reloj. Nos va a parecer que pasan años y años sin que sepamos nada de ellos, señor, ya verá usted».

Horas, días, semanas, años, e incluso siglos de espera. La oscuridad y el silencio eran absolutos, tanto que, a veces, el tiempo parecía no existir. Sólo en una ocasión oyeron un gran estrépito por encima de sus cabezas: eran flamencos volando hacia el mar Menor, o tal vez hacia las lejanas marismas del Guadalquivir.

Los fogonazos de los mosquetes y el subsiguiente ruido de disparos no provenían del pequeño círculo que Stephen observaba con gran atención, sino de una zona mucho más a la derecha. ¿Se habrían extraviado los botes? ¿Se habrían dirigido al lado opuesto? ¿O tal vez él había estado mirando en una dirección equivocada? «Señor Watt», dijo, «¿están los botes en el lugar correcto?»

«¡Oh, no, señor!», dijo el contramaestre muy tranquilo. «Si no me equivoco, el capitán está tratando de despistar al enemigo».

El ruido de disparos continuó, y a intervalos se oían débiles gritos. Entonces, a la izquierda, apareció un intenso resplandor, luego un segundo, y finalmente un tercero. De repente, el tercero se hizo enorme, y una roja lengua de fuego se elevó en el aire, subiendo y subiendo cada vez más, una gigantesca fuente de luz: estaba ardiendo un barco cargado de aceite de oliva.

«¡Dios todopoderoso!», murmuró el contramaestre aterrorizado. Y se escuchó «amén» entre los silenciosos y atónitos tripulantes.

A la luz de la enorme llamarada pudieron verse el humo y las llamas de los otros incendios menos intensos, el pueblo y toda la bahía con las pardas colinas recortándose al fondo en marcado claroscuro; y también el cúter y la lancha alejándose de la orilla y el chinchorro atravesando la bahía para reunirse con ellos.

Al principio el fuego se elevaba formando una gran columna, alta como un ciprés, pero después de quince minutos las llamas comenzaron a inclinarse hacia el sur, hacia las montañas, y la nube de humo que flotaba sobre ellas fue extendiéndose como un manto. El brillo de las llamas pareció hacerse más intenso, y Stephen observó cómo éstas atraían las gaviotas que revoloteaban alrededor de la corbeta y cerca de la costa. «El fuego atraerá a todo ser viviente», pensó con ansiedad. «¿Cómo se comportarán los murciélagos?»

Ahora las llamas estaban muy inclinadas; las olas que rompían contra el costado de babor de la Sophie la hicieron balancearse.

El señor Watt salió entonces de su asombro y dio las órdenes pertinentes. Luego, al regresar al pasamanos, dijo: «Les resultará muy difícil remar si esto continúa así».

«¿No podríamos acercarnos y recogerlos?», preguntó Stephen.

«No, señor. El viento está rolando tres grados y, además, hay bancos de arena en las proximidades del cabo.»

Otro grupo de gaviotas pasó volando a ras del agua. «El fuego está atrayendo a todos los seres vivientes en muchas millas alrededor», dijo Stephen.

«No se preocupe, señor», dijo el contramaestre. «Dentro de una o dos horas habrá amanecido y ya no le prestarán ninguna atención, ninguna en absoluto».

«Ilumina todo el cielo», dijo Stephen.

También iluminaba la cubierta del Formidable, un espléndido navío de línea de ochenta cañones, de construcción francesa, al mando del capitán Lalonde y con la insignia del contralmirante Linois en el palo de mesana. El navío, que se encontraba a siete u ocho millas de la costa, hacía el recorrido de Tolón a Cádiz. Al frente de él, en formación en línea, navegaba el resto de la escuadra: el Indomptable, de ochenta cañones, bajo el mando del capitán Moncousu, el Desaix, de setenta y cuatro, bajo el del capitán Christy-Palliére (un gran marino), y la Muiron, una fragata de treinta y ocho cañones que hasta fecha muy reciente había pertenecido a la República veneciana.

«Pondremos rumbo a la costa para ver qué ocurre», dijo el almirante, un hombre de carácter enérgico y un excelente navegante, moreno y de baja estatura, que vestía calzones rojos. Momentos después se subían los faroles con luces de colores. Los navíos viraron ordenadamente uno tras otro, y sus tripulantes demostraron una eficiencia que hubiera enorgullecido a cualquier armada, pues la mayoría de ellos procedían de la escuadra de Rochefort, muchos eran marineros de primera clase y, además, estaban al mando de magníficos oficiales.

Habían virado a estribor y se acercaban a la costa con el viento a un grado mientras iba amaneciendo, y cuando pudieron verse desde la cubierta de la Sophie fueron recibidos con alegría. Los botes habían acabado de llegar junto a la corbeta después de un largo y difícil recorrido, y aunque los hombres tardaron en divisar los navíos, en cuanto lo hicieron se olvidaron del hambre, la fatiga, el dolor de los brazos, el frío y la humedad; y por la corbeta corrió enseguida el rumor: «¡Nuestros galeones se acercan rápidamente!» La riqueza de las Antillas, Nueva España y Perú: lingotes de oro llevados como lastre. Desde que la tripulación supo que Jack recibía información secreta sobre los movimientos de los barcos españoles, corría el rumor de que encontrarían un galeón; y ahora ese rumor se confirmaba.

Frente a las colinas se alzaba todavía la impresionante llama, aunque su contorno se hacía menos nítido a medida que la luz del amanecer aumentaba de intensidad. Pero los hombres dejaron de fijarse en ella, con el afán por ponerlo todo en orden y preparar la corbeta para la persecución, y si en algún momento apartaban la vista de su trabajo, miraban alegres y expectantes hacia el Desaix, que se encontraba a tres o cuatro millas, y hacia el Formidable, a bastante distancia por detrás de éste.

La alegría se desvaneció, aunque no se supo exactamente en qué momento. Tal vez comenzó a perderse cuando el despensero, todavía calculando cuánto le costaría abrir un pub en la calle Hunstanton, al llevarle una taza de café a Jack al alcázar, oyó que éste le decía al señor Dalziel: «Una horrible posición, señor Dalziel». En ese momento advirtió que la Sophie no navegaba en dirección a los supuestos galeones, sino que se alejaba de ellos a la mayor velocidad posible, de ceñida, con todo el velamen desplegado, incluyendo las bonetas y las barrederas.

Para entonces ya se veía el casco del Desaix —en realidad, desde hacía algún tiempo— y también el del Formidable; por detrás del buque insignia se veían las juanetes y las gavias del Indomptable, y aproximadamente a dos millas a barlovento de éste, en alta mar, las velas de la fragata cortaban el cielo. La corbeta estaba en una horrible posición, pero tenía ventaja; el viento era inestable, y además podrían tomarla por un insignificante barco mercante al que una escuadra ocupada en cumplir su misión no le dedicaría su atención más de una hora. Sin embargo, no estaban en una situación grave, pensó Jack mientras bajaba el catalejo. Estaba convencido de que el comportamiento de los hombres en el castillo de proa del Desaix, el moderado despliegue de velamen y muchos otros detalles no eran propios de un navío que hubiera emprendido una persecución. Pero aun así, éste navegaba con gran rapidez; su proa, alta y redondeada, de elegante estilo francés, y sus velas, de contorno perfecto, tensas y lisas, la hacían deslizarse suavemente por el agua, tan suavemente como el Victory. Además, estaba muy bien gobernada; parecía correr por un sendero trazado sobre el mar. Jack confiaba en que cortaría la proa del navío antes de que éste hubiera satisfecho su curiosidad acerca del incendio en la costa y lo llevaría de un lado a otro hasta que desistiera de su intento, hasta que el almirante le hiciera señales para que se retirara.

«¡Cubierta!», gritó Mowett desde el tope. «La fragata ha apresado el paquebote».

Jack asintió con la cabeza y enfocó con su catalejo al pobre Ventura y luego al buque insignia, situado detrás del navío de setenta y cuatro cañones. Esperó durante unos minutos, tal vez cinco. Ese era el momento crucial. El Formidable comenzó a hacer señales y disparó un cañonazo para darles más énfasis. Pero por desgracia no eran señales de retirada. Inmediatamente el Desaix orzó, ya sin ningún interés por lo que sucedía en la costa, y luego aparecieron sus sobrejuanetes, que quedaron izadas y con las empuñiduras atadas rápidamente; Jack frunció los labios como si fuera a dar un silbido. También en el Formidable se largaban más velas; y el Indomptable se acercaba con rapidez, con todas las velas desplegadas, aprovechando la suave brisa.

Era evidente que los hombres del paquebote habían dicho cuál era en realidad la Sophie. Pero también era evidente que cuando saliera el sol el viento sería más inestable o incluso se encalmaría. Jack observó el velamen de la Sophie; todo había sido desplegado, por supuesto, y estaba tenso, a pesar del caprichoso viento. El segundo oficial gobernaba la corbeta, y Pram, el oficial de derrota, llevaba el timón e intentaba que ésta, aunque era vieja y rechoncha, diera lo mejor de sí. Todos los hombres estaban silenciosos en sus puestos, preparados y atentos; Jack ya no tenía nada que decir ni que hacer, pero no apartaba los ojos de las raídas y fláccidas velas que pertenecían al Almirantazgo, y le remordía la conciencia por haber perdido tiempo, por no haber envergado las gavias de lona de calidad que había comprado, aunque no estaba autorizado a hacerlo.

«Señor Watt», dijo después de transcurrido un cuarto de hora, mientras miraba hacia alta mar, donde el aire encalmado parecía de cristal, «vamos a sacar los remos».

Pocos minutos después, el Desaix izó la bandera y abrió fuego con los cañones de proa; y como si aquel doble estruendo hubiera estremecido el aire, las pronunciadas curvas de las velas desaparecieron y éstas ondearon, se hincharon momentáneamente y luego volvieron a ponerse fláccidas.

La Sophie continuó atrapando el viento unos minutos más, pero también entró en una zona de calma. Antes de que se detuviera por completo —mucho antes— los hombres sacaron todos los remos que habían conseguido en Malta (sólo cuatro, desgraciadamente) y cinco de ellos se colocaron en cada uno. La corbeta avanzaba con lentitud, como si navegara en contra del viento, y los remos se curvaban peligrosamente por la fuerza con que remaban los hombres. Era un trabajo duro, muy duro. De repente, Stephen notó que también había oficiales remando, y entonces avanzó hasta uno de los puestos vacíos; cuarenta minutos después tenía las palmas de las manos en carne viva.

«Señor Dalziel, mande a la guardia de estribor a desayunar. ¡Ah, está usted ahí, señor Ricketts! Creo que deberíamos dar doble ración de queso, pues no habrá nada caliente en bastante tiempo.»

«Si me permite decirlo, señor», dijo el contador con una mirada maliciosa, «me parece que habrá algo muy caliente dentro de poco».

La guardia de estribor, que había desayunado rápidamente, se hizo cargo de los pesados remos para que sus compañeros comieran su ración de galletas queso y grog, y los oficiales la suya de dos huevos con jamón. El desayuno tuvo que ser breve, pues el viento, que había rolado dos grados, estaba rizando el mar. Los navíos franceses fueron los primeros en atraparlo en sus enormes velas, y en un santiamén ya estaban deslizándose con asombrosa rapidez. La Sophie perdió en veinte minutos la ventaja que con tanto esfuerzo había conseguido, y antes de que sus velas se hincharan, ya podían verse desde el alcázar los mostachos del Desaix, que se acercaba con un fuerte cabeceo. Ahora la Sophie tenía las velas hinchadas, pero la escasa velocidad a la que navegaba no mejoraría su situación.

«¡Guardar los remos!», dijo Jack. «Señor Day, tire los cañones por la borda».

«Sí, sí, señor», dijo el condestable con decisión, pero al soltar las retrancas, sus movimientos eran sumamente lentos, faltos de naturalidad, forzados, como los de un hombre que caminara por el borde de un acantilado, tan sólo movido por una gran fuerza de voluntad.

Stephen volvió a cubierta tras ponerse un par de guantes. Observó que, en el alcázar, los artilleros del cañón de bronce de estribor tenían en las manos barras y espeques, y una expresión ansiosa y a la vez preocupada, casi temerosa; ellos estaban esperando el redoble del tambor y, al escucharlo, empujaron despacio el brillante cañón, su querido cañón número catorce, y lo tiraron por la borda. La caída de éste al mar coincidió con la de una bala del cañón de proa del Desaix, a unas diez yardas de distancia, cuyas salpicaduras se elevaron como el agua de una fuente; por eso el siguiente cañón fue arrojado por la borda menos ceremoniosamente. Catorce impactos, cada uno producido al caer al agua una mole de media tonelada. Después fueron lanzados los pesados carros por encima del pasamanos, y a ambos lados de las portas abiertas quedaron colgando las retrancas rotas y los aparejos; era un espectáculo desolador.

Miró hacia proa, luego hacia popa, y comprendió la situación; frunció los labios y se dirigió al coronamiento. La Sophie, ahora más ligera, ganaba velocidad minuto a minuto, y por todo aquel peso que había perdido muy por encima de la línea de flotación, navegaba más adrizada y resistía mejor el embate del viento.

El primer cañonazo del Desaix atravesó la juanete, pero los dos siguientes no alcanzaron la corbeta. Todavía quedaba tiempo para hacer maniobras, muchas maniobras.

Para empezar, pensó Jack, le sorprendería que la Sophie no pudiera virar el doble de rápido que el navío de setenta y cuatro cañones. «Señor Dalziel», dijo, «viraremos y luego volveremos a la misma posición. Señor Marshall, la corbeta debe llevar gran velocidad». Podía ser desastroso para la Sophie que se colocaran mal los estayes en el segundo cambio de bordo; y por otra parte, aquel suave viento no era el más conveniente para ella, pues navegaba mejor cuando el mar estaba un poco agitado y tenía al menos un rizo en las gavias.

«Preparados para virar». El silbato sonó, la corbeta viró por babor, se colocó contra el viento y luego se estabilizó; las bolinas estaban tensas como las cuerdas de un arpa antes de que el gran navío de setenta y cuatro cañones hubiera empezado a virar.

En ese momento, el Desaix inició el cambio de bordo, sus vergas giraron y su cuadriculado costado comenzó a verse desde la corbeta. En cuanto Jack lo vio a través de su catalejo, dijo: «Será mejor que baje, doctor». Stephen bajó, aunque sólo hasta la cabina, y desde la ventana de popa logró ver el casco del Desaix envuelto en humo de proa a popa segundos después de que la Sophie empezara a virar de nuevo. De la contundente andanada, novecientas veintiocho libras de hierro, casi todas las balas cayeron en una amplia zona cerca de estribor, a excepción de dos que pasaron silbando entre la jarcia ocasionándole destrozos y dejando a su paso muchos cabos colgando. Por unos instantes pareció que la Sophie no iba a resistir y que iba a abandonar impotente, a perder toda su ventaja y a exponerse a otro saludo como aquel, disparado con mucha más puntería; sin embargo, la suave brisa atrapada en sus velas la hizo virar y volver a su posición inicial. Y la Sophie ya ganaba velocidad cuando aún en el Desaix no habían terminado de bracear, cuando aún la primera maniobra no había concluido.

La corbeta había conseguido una ventaja de un cuarto de milla aproximadamente. «Pero no me dejará hacerlo otra vez», pensó Jack.

El Desaix se encontraba a estribor y, tratando de recuperar el tiempo perdido, viró sin dejar de disparar los cañones de proa. Sus disparos, cuya precisión aumentaba a medida que la distancia entre ambas embarcaciones era más corta, pasaban rozando las velas de la corbeta o las rasgaban, provocando frecuentes sacudidas y haciéndola perder velocidad poco a poco. El Formidable estaba situado en el lado opuesto para evitar que la Sophie escapara, y el Indomptable, a media milla de distancia, se dirigía hacia el oeste navegando contra el viento con el mismo propósito. Los perseguidores de la Sophie, casi alineados, iban acercándose a gran velocidad mientras ésta trataba de navegar más rápidamente. El buque insignia, de ochenta cañones, estaba ahora más cerca, y después de dar una guiñada disparó una andanada; y el inflexible Desaix daba bordadas cortas y disparaba también. El contramaestre y su brigada estaban muy atareados atando cabos, y en las velas había algunos agujeros horribles, pero hasta ese momento nada importante había sido derribado ni ningún hombre había resultado herido.

«Señor Dalziel», dijo Jack, «comience a arrojar las provisiones por la borda, por favor».

Se abrieron los cuarteles y fue lanzado al mar todo lo que había en las bodegas: barriles de carne de buey salada y de carne de cerdo, montones de galletas, guisantes, harina de avena, mantequilla, queso y vinagre. Pólvora y balas. Luego, con la bomba, los tripulantes echaron por la borda el agua. Una bala de veinticuatro libras perforó el casco por debajo de la bovedilla, y por ese motivo tuvieron que bombear agua salada además de agua dulce.

«Quiero que me informe cómo va el trabajo del carpintero, señor Ricketts», dijo Jack.

«Las provisiones han sido arrojadas por la borda», dijo el primer oficial.

«Muy bien, señor Dalziel. Ahora las anclas y las perchas. Deje sólo el anclote.»

«El señor Lamb dice que en la sentina hay dos pies y medio de agua», dijo jadeante el guardiamarina, «pero que el agujero hecho por el cañonazo está bien taponado».

Jack asintió y volvió la cabeza para observar la escuadra francesa; ya no había ninguna esperanza de poder escapar de ella navegando de bolina. Sin embargo, si arribaban muy rápidamente podrían pasar entre los navíos, pues la corbeta estaba ahora muy ligera y tenía el viento de uno o dos grados por la aleta y las olas de popa; podrían sobrevivir y llegar a Gibraltar. La Sophie ahora estaba tan ligera —como un cascarón de nuez— que podría aventajarlos navegando viento en popa; y con suerte, si viraba con destreza, conseguiría una milla de ventaja antes de que los navíos ganaran velocidad en su nueva posición. Sin duda tendría que resistir dos andanadas mientras pasaba… Sin embargo, esa era la única esperanza; y el factor sorpresa era fundamental.

«Señor Dalziel», dijo, «vamos a arribar dentro de dos minutos. Largaremos las alas y pasaremos entre el buque insignia y el navío de setenta y cuatro cañones. Tenemos que hacerlo todo con rapidez, antes de que ellos adviertan la maniobra». Estas palabras iban dirigidas al primer oficial, pero toda la tripulación supo enseguida lo que debía hacer, así que los gavieros corrieron a sus puestos y se prepararon para enjarciar los botalones de las alas. En la abarrotada cubierta todos estaban atentos y la actividad era intensa. «Espera… espera», murmuró Jack observando cómo el Desaix se acercaba de través por estribor. Era el navío con el que debían tener más cuidado, pues estaba alerta y su capitán esperaba ansiosamente que la Sophie iniciara alguna maniobra antes de dar las órdenes. A babor estaba el Formidable, con un excesivo número de tripulantes, como todos los buques insignia, lo que le restaba eficiencia en una situación de emergencia. «Espera… espera», dijo de nuevo con los ojos fijos en el Desaix, que continuaba acercándose. Contó hasta veinte y dijo: «¡Ahora!»

El timón giró y la Sophie viró ágilmente, como una veleta, hacia el lado donde se encontraba el Formidable. El buque insignia hizo fuego de inmediato, pero sus cañones no estaban tan preparados como los del Desaix, de modo que la apresurada andanada cayó en el mar, en el lugar que la corbeta había ocupado minutos antes. La ofrenda del Desaix fue lanzada con mayor precisión, aunque con cierta cautela porque se temía que las balas llegaran de rebote hasta el navío del almirante; sólo media docena provocó daños, el resto no alcanzó la corbeta.

La Sophie había atravesado velozmente la línea de navíos sin sufrir daños importantes ni perder su capacidad para navegar, con las alas desplegadas y el viento a favor. La sorpresa había sido total, y la corbeta, alejándose con rapidez, ya se había separado de ellos una milla en los primeros cinco minutos. La segunda andanada del Desaix, disparada desde una distancia de más de mil yardas, fue producto de la furia y la precipitación. Hubo un estrépito y saltaron por los aires las astillas de la bomba de tronco de olmo, que quedó completamente destruida; pero eso fue todo. El buque insignia, obviamente, había dado una contraorden para que no se disparara la segunda andanada, y durante un tiempo continuó navegando de bolina y mantuvo el mismo rumbo, como si la Sophie no existiera.

«Tal vez lo hayamos conseguido», dijo Jack para sí, apoyando sus manos en el coronamiento y observando la alargada estela de la Sophie. El corazón aún le latía con fuerza, pues había soportado una gran tensión esperando recibir las andanadas y pensando en cómo éstas afectarían a su Sophie. Ahora, sin embargo, esos fuertes latidos tenían un motivo muy diferente. «Tal vez lo hayamos conseguido», se dijo de nuevo; pero apenas estas palabras habían acabado de formarse en su mente cuando vio aparecer una señal en el navío del almirante, y el Desaix comenzó a virar para colocarse proa al viento.

El navío de setenta y cuatro cañones viró con la misma agilidad de una fragata; sus vergas giraron como si las hubiera movido un mecanismo de relojería, y era evidente que todo a bordo estaba perfectamente colocado y amarrado, ya que la tripulación era experta y muy numerosa. La Sophie también tenía excelentes tripulantes, tan cumplidores del deber y tan bien adiestrados como Jack deseaba; pero ellos, hicieran lo que hicieran, no podrían conseguir que la corbeta navegara a más de siete nudos con aquella brisa. El Desaix, en cambio, había alcanzado en los últimos quince minutos una velocidad de más de ocho nudos sin las alas. Y no se iba a molestar en desplegarlas. La tripulación de la Sophie se dio cuenta de ello —el tiempo había pasado y estaba claro que el navío no tenía ni la más mínima intención de desplegrarlas— y perdió las esperanzas.

Jack miró al cielo, el inmenso espacio que lo dominaba todo y por el que cruzaban nubes errantes. El viento no amainaría por la tarde, y aún faltaban muchas horas para que llegara la noche.

¿Cuántas? Miró su reloj. Las diez y catorce. «Señor Dalziel», dijo, «me voy a mi cabina. Llámeme si ocurre algo. Señor Richards, tenga la amabilidad de decirle al doctor Maturin que quiero hablar con él. Señor Watt, déme un par de brazas del cordel para la corredera y tres o cuatro cabillas».

En la cabina, Jack hizo un paquete con el libro de señales, de tapas de plomo, y con otros documentos secretos; luego metió las cabillas de cobre en la bolsa del correo y la ató fuertemente. Pidió su mejor abrigo y guardó su nombramiento en el bolsillo interior. Las palabras «respecto a lo expresado anteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo» afloraron a su mente, y en ese momento Stephen entró. «¡Ah, ya está usted aquí, querido amigo! Me temo que, a menos que se produzca un milagro, en la próxima media hora seremos apresados o hundidos». Stephen dijo: «Exactamente» y Jack continuó: «Por tanto, si hay algo que tenga especial valor para usted, sería conveniente que me lo confiara».

«Así que roban a los prisioneros», dijo Stephen.

«Sí, a veces. A mí me despojaron de todo cuando apresaron al Leander. Y al cirujano le robaron los instrumentos, por lo que no pudo atender a nuestros heridos.»

«Traeré mis instrumentos enseguida.»

«Y su dinero.»

«¡Oh, sí, mi dinero!»

Jack volvió apresuradamente a cubierta y enseguida miró hacia popa. No creía que el navío de setenta y cuatro cañones pudiera acercarse tanto. «¡Serviola!», gritó. «¿Qué ve usted?»

Tal vez veía siete navíos de línea. Tal vez la mitad de la flota del Mediterráneo. «Nada, señor», respondió el serviola después de reflexionar unos instantes.

«Señor Dalziel, en caso de que yo resultara herido, debe tirar esto por la borda en el último momento», dijo dando palmaditas al paquete y a la bolsa.

Las estrictas normas de comportamiento de la corbeta ya se iban relajando. Los hombres estaban atentos y serenos; el reloj de las guardias funcionaba con exactitud; las cuatro campanadas de la guardia de tarde sonaron con precisión. Sin embargo, muchos subían y bajaban por la escotilla de proa sin ser reprendidos; estaban poniéndose su mejor ropa (dos o tres chalecos y encima una chaqueta para bajar a tierra) y pedían a los oficiales correspondientes que cuidaran de su dinero o de sus curiosos tesoros, pues así tenían algunas esperanzas de conservarlos. Babbington tenía en la mano un diente de ballena tallado, y Lucock un vergajo de toro de Sicilia. Dos hombres ya se habían emborrachado, seguramente con algunas reservas muy bien escondidas.

«¿Por qué no dispara?», pensó Jack. Durante veinte minutos los cañones de proa del Desaix habían permanecido en silencio, aunque en la última milla que habían recorrido la Sophie estaba a su alcance. Ahora la corbeta estaba a tiro de mosquete, y en la proa del navío podían distinguirse muy bien los diferentes miembros de su tripulación: marineros, infantes de marina, oficiales. Había un hombre con una pata de palo. Estaba pensando en lo bien cortadas que estaban las velas y, de repente, vino a su mente la respuesta a su pregunta. «¡Dios mío! Nos van a acribillar con sus cañonazos». Por eso el navío se había acercado tan silenciosamente.

Jack se aproximó al costado de la corbeta e inclinándose sobre la batayola echó al mar los paquetes y observó cómo se hundían.

En la proa del Desaix hubo un rápido movimiento, la respuesta a una orden. Jack llegó junto al timón y agarró las cabillas, reemplazando al timonel; luego miró hacia atrás por encima del hombro izquierdo. Sintió en sus manos el impulso vital de la Sophie; y vio cómo el Desaix comenzaba a dar una guiñada. Éste respondió al giro del timón con la rapidez de un cúter, y en un abrir y cerrar de ojos sus treinta y siete cañones giraron y apuntaron a la corbeta. Jack, que seguía al timón, dio un profundo suspiro. El estruendo de la andanada y la caída del mastelerillo del mayor y de la verga del velacho fueron casi simultáneos; una lluvia de poleas, trozos de cabos y astillas cayeron con gran estrépito. Se oyó un impresionante chasquido cuando una bala le dio a la campana de la Sophie; luego todo quedó en silencio. La mayoría de las balas del navío de setenta y cuatro cañones habían pasado a pocos metros de la roda; la metralla dispersa había hecho jirones las velas y los aparejos, los había destrozado por completo.

«¡Cargar las velas!», gritó Jack mientras viraba la Sophie para colocarla proa el viento. «Bonden, arríe la bandera».