Capítulo 10

«Maimónides relata una anécdota sobre un intérprete de laúd que, en una ocasión señalada, cuando se disponía a interpretar una pieza, se encontró con que no sólo se había olvidado de ella sino también de la forma de tocar el instrumento, la digitación, todo», escribió Stephen. «A veces siento el temor de que pueda pasarme lo mismo; y no es un miedo irracional, pues siendo niño tuve una experiencia similar, a mi regreso a Aghamore tras ocho años de ausencia, cuando fui a visitar a Bridie Coolan y ella me habló en irlandés. Su voz me era muy familiar (ninguna podría serlo más, ella había sido mi nodriza) y también lo eran las propias palabras y la entonación; sin embargo, no podía entender nada, sus palabras no tenían ningún significado para mí. Me quedé sin habla, desconcertado. Esto ha venido a mi memoria al haber descubierto que ya no sé lo que sienten o pretenden mis amigos, ni siquiera lo que piensan. Está claro que J. A. tuvo una gran decepción en Ciudadela y sufre profundamente por ello, más de lo que yo le creía capaz; y está claro que J. D. todavía se siente muy infeliz. No obstante, fuera de eso no sé nada más; no me hablan y no los puedo seguir escudriñando. Y sin duda, mi irritabilidad no facilita las cosas. Debo impedir que persista esta fuerte tendencia a mostrar obstinación y hostilidad, a actuar con resentimiento (fomentada en gran manera por la falta de actividad); pero también debo confesar que aunque los aprecio mucho, los mandaría a los dos al diablo, con sus ínfulas, su egocentrismo, su amor propio desmesurado y la insistente incitación del uno al otro a realizar notables proezas que podrían provocar innecesariamente su muerte. Y no solamente la suya, que es cosa de ellos, sino también la mía, e incluso la del resto de la dotación. Para ellos, la masacre de la tripulación, el hundimiento de la corbeta y la destrucción de mis colecciones no tiene ninguna importancia, sólo la tiene su pundonor. Me indigna que sistemáticamente consideren los restantes aspectos de la existencia insignificantes, sin valor, despreciables. Me paso la mitad del tiempo ocupándome de purgarlos, hacerles sangrías, y prescribirles dietas blandas y somníferos. Los dos comen demasiado, y también beben demasiado, sobre todo J. D. A veces pienso que se muestran reservados conmigo porque han acordado batirse en cuanto bajen a tierra y están seguros de que, si yo lo supiera, trataría de impedirlo. ¡Qué aflicción tan grande provocan en mi alma! Si ellos tuvieran que restregar las cubiertas, izar las velas o limpiar el fondo de la corbeta, no dirían tantas fanfarronadas. No los aguanto. Son sumamente inmaduros para su edad y su rango; aunque, en realidad, cabe suponer que si no lo fueran no estarían aquí. Los hombres maduros, los de mente equilibrada, no se embarcan en un navío de guerra, no van navegando a la ventura por el océano en busca de violencia. Porque J. A., a pesar de su sensibilidad (y lo cierto es que tocó su adaptación del Deh vieni con una delicadeza verdaderamente exquisita, justo antes de llegar a Ciudadela), tiene una personalidad más propia de un capitán pirata del Caribe del siglo pasado. Y J. D., a pesar de su perspicacia, corre el peligro de convertirse en un fanático, en un Loyola de nuestros días, si es que no recibe antes una herida de bala o un sablazo. Estoy muy preocupado por ese desafortunado comentario…» Para sorpresa de la tripulación de la Sophie, al partir de Ciudadela no pusieron rumbo a Barcelona, sino al oeste noroeste; y al alba, cuando doblaban el cabo de Salou, a muy corta distancia de la costa, habían apresado un barco de cabotaje español cargado en abundancia, de unas doscientas toneladas de arqueo y armado (pero sin disparar) con seis cañones de seis libras. Lo habían apresado por el lado más próximo a tierra, tan sencillamente como si se hubieran dado cita varias semanas antes y el capitán español hubiera acudido puntual a ella. «Una acción muy rentable», dijo James observando la presa alejarse por el este con viento favorable, rumbo a Puerto Mahón, mientras ellos se dirigían, dando bordadas, hacia el norte de su zona de crucero, una de las rutas marítimas más concurridas del mundo. Pero no era ese el comentario de James (aunque desafortunado también) en que Stephen pensaba.

No. Aquello había pasado más tarde, después de la comida, cuando él y James estaban en el alcázar hablando en tono cordial, con naturalidad, sobre las diferencias entre las costumbres de los países. Habían citado algunas: los españoles eran trasnochadores; los franceses se levantaban de la mesa y pasaban al salón todos juntos, hombres y mujeres; los irlandeses permanecían sentados a la mesa bebiendo vino hasta que uno de los invitados sugería pasar al salón; entre los ingleses, era el anfitrión quien sugería pasar al salón; todos tenían una forma de batirse muy diferente.

«Los duelos son muy raros en Inglaterra», observó James.

«Ya lo creo», dijo Stephen. «La primera vez que estuve en Londres, me sorprendió el hecho de que allí un hombre podía pasarse un año sin reunirse con otros».

«Sí», dijo James. «Y las ideas sobre cuestiones de honor también son muy distintas en los dos reinos. Hasta ahora he provocado a los ingleses, sin obtener respuesta, de un modo que en Irlanda necesariamente hubiera dado lugar a un duelo. Nosotros los llamaríamos timoratos o, tal vez mejor, cobardes». Se encogió de hombros, y estaba a punto de continuar cuando se abrió la claraboya de la cabina empotrada en el suelo del alcázar, y asomaron por ella la cabeza y los anchos hombros de Jack. «Nunca hubiera imaginado que una expresión tan afable pudiera volverse tan airada y malévola», pensó Stephen.

«¿Dijo esto J. D. a propósito?», escribió. «No estoy seguro, pero sospecho que sí. Es un comentario similar a los que ha hecho últimamente, tal vez sin mala intención pero con evidente falta de tacto, que tienden a provocar recelo, e incluso odio y desprecio. Antes los entendía a los dos, ahora no. Sólo sé que cuando J. A. está furioso con sus superiores, irritado por la subordinación que exige la Marina, excitado por su temperamento nervioso e inquieto (o como ahora), lastimado por la infidelidad de su amante, recurre a la violencia y a la acción para desahogarse. Y J. D., aunque empujado por sentimientos muy distintos, hace lo mismo. Sin embargo, creo que hay una diferencia entre ellos, pues mientras J. A. sólo añora el ruido ensordecedor de la batalla, la gran actividad mental y física que conlleva, y la sensación de estar viviendo intensamente el momento presente, mucho me temo que J. D. desea algo más». Cerró el libro y permaneció con los ojos fijos en la tapa mucho tiempo y con el pensamiento lejos, muy lejos de allí, hasta que una llamada a la puerta lo hizo volver a la Sophie.

«Señor Ricketts», dijo, «¿en qué puedo ayudarlo?»

«Señor», dijo el guardiamarina, «dice el capitán que si le gustaría subir a cubierta para ver la costa».

* * *

«A la izquierda del humo, hacia el sur, está la montaña de Montjuich, con el gran castillo; y ese saliente a la derecha es la Barceloneta», dijo Stephen. «Y a lo lejos puede verse el Tibidabo, elevándose detrás de la ciudad; allí vi por primera vez el halcón de patas rojizas, cuando era niño. Luego, si seguimos una línea que parta del Tibidabo, pase por la catedral y llegue hasta el mar, nos encontramos con el Moll de la Santa Creu y el gran puerto comercial y, a la izquierda, con la dársena donde están atracados los barcos del Rey y las cañoneras».

«¿Muchas cañoneras?», preguntó Jack.

«Creo que sí, aunque nunca me preocupé por saberlo.»

Jack asintió con la cabeza. Observó de nuevo la bahía atentamente para retener en la memoria todos sus detalles, y después, inclinándose hacia cubierta exclamó: «¡Cubierta! ¡Bajarlo ahora, lentamente! ¡Babbington, mueva ese cabo!»

Stephen se elevó unas seis pulgadas por encima del tope en que se encontraba. Tenía las manos cruzadas para evitar agarrarse inconscientemente a cabos, vergas y poleas, al pasar junto a ellos mientras Babbington lo hacía subir, con la agilidad de un simio, hasta el brandal de barlovento. Luego, desde aquella altura vertiginosa, descendió en el vacío hasta cubierta, y allí fue sacado de la canasta en que había subido; lo habían metido en ella porque todos a bordo pensaban que no tenía en absoluto la destreza de un hombre de mar.

Les dio las gracias con la mirada ausente y se dirigió abajo, donde los ayudantes del velero cerraban con una costura el coy en que reposaba el cuerpo de Tom Simmons.

«Estamos esperando a que suene el disparo, señor», dijeron. Y en ese momento, apareció el señor Day con balas de cañón de la Sophie metidas en una red.

«Pensé que debía ocuparme de él», dijo el condestable disponiéndolas a los pies del joven con mano experta. Y añadió inmediatamente: «Fue compañero mío en la Phoebe, aunque ya desde entonces no gozaba de buena salud».

«¡Oh, sí! Tom siempre fue enfermizo», dijo uno de los ayudantes del velero cortando el hilo con su colmillo roto.

Sus palabras y la extraordinaria benevolencia de su mirada tenían por objeto consolar a Stephen por haber perdido a su paciente, pues a pesar de todos los esfuerzos de éste, su estado de coma se había agravado los últimos cuatro días hasta llegar al desenlace fatal.

«Dígame, señor Day», dijo cuando los veleros se habían ido, «¿cuánto bebía al día? Les he preguntado a sus amigos, pero me responden con evasivas; sin duda, me mienten».

«Naturalmente que sí, señor, porque la ley prohibe beber alcohol. ¿Cuánto bebía al día? Bueno, Tom era un tipo de buen comportamiento, así que probablemente tendría la ración completa, y bebería tal vez uno o dos sorbos para acompañar las comidas. En total debía de ser casi un litro.»

«Así que un litro. Es mucho, pero me sorprende que esa cantidad le cause la muerte a alguien. En una mezcla de tres partes por una, equivale a ciento cincuenta gramos más o menos, y puede provocar una borrachera, pero no es letal.»

«¡Dios mío!, dijo el condestable mirándolo con afecto y lástima a la vez. «Esa cantidad no es de mezcla, doctor. Es de ron».

«¿Un litro de ron? ¿De ron puro?», gritó Stephen.

«Eso mismo, señor. A cada hombre se le da medio litro dos veces al día, de modo que dispone de un litro para la comida y la cena, y a esa cantidad se le añade el agua. ¡Oh Dios mío!», dijo riéndose y dándole palmaditas al cadáver que estaba junto a ellos. «Si a la tripulación se le diera grog sólo con un cuarto de litro de ron y tres partes de agua, pronto estallaría un sangriento motín. Y además, con toda la razón».

«¿Un litro de alcohol por día, para cada hombre?», dijo Stephen rojo de ira. «¿Un vaso grande? Hablaré con el capitán; insistiré en que lo tire por la borda».

* * *

«Y así entregamos su cuerpo al mar», dijo Jack cerrando el libro. Los compañeros de rancho de Tom Simmons inclinaron el enjaretado; se oyó el sonido de la lona al resbalar por él y luego un suave impacto, e inmediatamente las burbujas ascendieron en el agua transparente formando una gran columna.

«Ahora, señor Dillon», dijo sin haber perdido totalmente el tono formal con el que había hecho la lectura, «creo que podemos seguir con las armas y la pintura».

La corbeta estaba al pairo, tan lejos de Barcelona que ésta ya no podía verse en el horizonte. Y poco después de que Tom Simmons llegara al fondo, a cuatrocientas brazas de profundidad, estaba terminando de transformarse en un paquebote blanco con la borda negra, con un guindaste —en realidad, un trozo de cabo que se mantenía vertical con una estrellera— representando el palo que lleva ese tipo de embarcación para la vela de capa. Y mientras tanto, la piedra de amolar colocada en el castillo de proa giraba sin parar, afilando el borde y la punta de alfanjes, picas y hachas de abordaje, y también de las bayonetas de los infantes de marina, las dagas de los guardiamarinas y los sables de los oficiales.

Todos en la Sophie estaban muy ocupados, pero tenían, extrañamente, una expresión grave. Era natural que, después de enterrar a un hombre, sus compañeros de rancho, e incluso sus compañeros de guardia, se sintieran abatidos (porque Tom Simmons era muy apreciado; de lo contrario, estando moribundo, no le habrían regalado nada en su cumpleaños). Sin embargo, esa gravedad afectaba a toda la tripulación; ya no se oía cantar de repente una melodía en el castillo de proa, ni hacer en alta voz los chistes de costumbre. Había una atmósfera tranquila, cargada de melancolía, sin el menor asomo de ira o rabia; y Stephen, tumbado en su litera (había pasado toda la noche en vela con el pobre Simmons) trataba de encontrar una palabra que la definiera ¿Era sofocante?… ¿Espantosa?… ¿Premonitoria? Pero a pesar del terrible ruido que hacían el señor Day y su brigada en el pañol de tiro, apartando las balas que tenían óxido u otra irregularidad, cientos y cientos de balas de cañón de cuatro libras, y haciéndolas rodar con estruendo detrás de ellos hasta un nivel más bajo, donde chocaban estrepitosamente unas contra otras al caer, a pesar de todo eso, Stephen se durmió sin haberla encontrado.

Se despertó al oír su nombre. «¿El doctor Maturin? No, por supuesto que no puede ver al doctor Maturin», decía el segundo oficial en la sala de oficiales. «Puede dejarme el mensaje y yo se lo daré a la hora de comer, si para entonces se ha despertado».

«Quería preguntarle qué remedio iría bien para un guardainfante», dijo Ellis con voz temblorosa y ahora lleno de dudas.

«¿Y quién le dijo que se lo preguntara? Seguro que ha sido ese bribón de Babbington. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo puede ser tan tonto después de todas estas semanas en el mar? ¿No sabe usted que el guardainfante es una pieza del cabrestante?»

Sin duda, en la camareta de guardiamarinas aún no había aquella atmósfera de tristeza, o tal vez la hubo y ya había desaparecido. Pensó en lo aislada que era la vida interior de los jóvenes; su felicidad era completamente independiente de las circunstancias. Recordó su propia infancia; vivía con intensidad el presente, pues la felicidad, entonces, no estaba en mirar retrospectivamente ni hacia el futuro… En ese momento, al oír el pitido del contramaestre llamando a comer, sintió de repente un agudo pinchazo en el estómago y sacó las piernas de la litera para bajarse. «Comienzo a actuar por instinto, como los hombres de mar», pensó.

Aquellos días eran estupendos, como siempre lo eran los primeros de un crucero; todavía todos tenían un comportamiento amable en la mesa. Dillon estaba de pie, con la cabeza inclinada bajo los baos, cortando una excelente pierna de cordero. «Cuando suba a cubierta se encontrará con una prodigiosa transformación. Ya no somos un bergantín, sino un paquebote», le dijo a Stephen.

«Con un palo de más», dijo el segundo oficial levantando tres dedos.

«¿Ah sí?», dijo Stephen pasando su plato con impaciencia. «¿Podrían decirme por qué se ha hecho el cambio? ¿Para lograr mayor velocidad, por conveniencia, para mejorar la apariencia?»

«Para despistar al enemigo.»

La comida transcurrió entre comentarios sobre los diferentes aspectos de la guerra, las cualidades del queso de Mahón y el de Cheshire, y la sorprendente profundidad que tenía el Mediterráneo a muy corta distancia de la costa. Y una vez más, Stephen observó aquella curiosa habilidad de los marinos (sin duda, resultado de pasar muchos años en el mar y de seguir la tradición de generaciones que habían vivido encerradas juntas en una embarcación) por la que incluso un hombre tan tosco como el contador contribuía a que la conversación no se interrumpiera y a suavizar posturas encontradas y tensiones, recurriendo generalmente a tópicos, pero proporcionándole la suficiente fluidez para conseguir que la comida resultara no sólo agradable sino también bastante amena.

«¡Tenga cuidado doctor!», dijo el segundo oficial sujetándolo por detrás en la escala de toldilla. «La corbeta empieza a balancearse».

Era cierto; y aunque la cubierta de la Sophie estaba a muy poca distancia por encima de lo que podría llamarse la sala de oficiales submarina, en ella el movimiento se notaba mucho más. Stephen se tambaleó, se agarró a un candelero y miró ansioso al segundo oficial.

«¿Dónde está esa prodigiosa transformación?», preguntó. «¿Dónde está ese tercer palo que va a despistar al enemigo? ¿Dónde está la gracia de burlarse de un hombre de tierra adentro, qué broma es ésta? Le aseguro, señor bufón, que cualquier miserable borracho de poteen [33]sería más considerado que usted. ¿No se da cuenta de que eso está muy mal?»

«¡Oh, señor!», exclamó el señor Marshall impresionado por la mirada de Stephen, en la que una extraordinaria ferocidad había aparecido súbitamente. «Le doy mi palabra… Señor Dillon, se lo ruego…»

«Querido compañero de tripulación, cálmese», dijo James. Y acompañó a Stephen hasta el guindaste, es decir, el cabo tenso que bajaba paralelo al palo mayor, unos quince centímetros por detrás de él. «Puedo asegurarle que para cualquier marinero esto es un palo, es el tercer palo; y enseguida verá usted colocar en él una vela de capa, muy parecida a la vela de cuchillo, al mismo tiempo que se coloca una mesana redonda en la verga situada justo encima de nosotros. En alta mar, ningún marinero nos tomaría por un bergantín».

«Bien», dijo Stephen. «Tengo que creerle. Señor Marshall, le ruego que me perdone por hablar a la ligera».

«No tiene importancia, señor. Tendría usted que hablar mucho más a la ligera para incomodarme», dijo el segundo oficial, que era consciente del aprecio que Stephen sentía por él y lo valoraba mucho.

La marejada se extendía desde la lejana costa africana, y aunque las pequeñas olas de la superficie la ocultaban, se notaban sus largos y uniformes intervalos cuando desde la corbeta se veía subir y bajar el horizonte. Stephen podía imaginarse muy bien las grandes olas rompiendo contra las rocas de la costa catalana y abalanzándose sobre las playas de guijarros para luego retroceder, arrastrándolos con un ensordecedor estrépito. «Ojalá que no llueva», dijo. Muchas veces, al principio del otoño, había visto cómo en aquel mar en calma se formaba marejada; luego se levantaba viento del sureste, el cielo tomaba un color amarillento y la cálida lluvia caía torrencialmente sobre la uva, justo cuando estaba lo bastante madura para recogerla.

«¡Barco a la vista!», exclamó el serviola.

Era una tartana de mediano tamaño, bastante hundida en el agua, que navegaba contra la brisa fresca del este, seguramente procedente de Barcelona. Se encontraba a dos grados por la amura de babor de la corbeta.

«¡Qué suerte que esto no sucediera una hora antes!», dijo James. «Señor Pullings, presente mis respetos al capitán y comuníquele que hay una embarcación desconocida a dos grados por la amura de babor». Antes de que acabara de hablar, Jack había subido a cubierta, con su pluma en la mano y un intenso brillo en los ojos que reflejaba su gran excitación.

«¿Sería tan amable…?», le dijo Jack a Stephen dándole la pluma. Y subió corriendo hasta el tope como un niño. La cubierta estaba llena de marineros realizando las tareas de la mañana, cambiando la orientación de las velas cuando la corbeta tomaba discretamente un nuevo rumbo para aislar a la tartana de la costa, y corriendo de un lado a otro con pesadas cargas. Stephen, después de haber chocado dos o tres veces con ellos y de oír con frecuencia que le susurraban «con su permiso, señor» y «¿me permite pasar? ¡Oh, perdón, señor!», se dirigió tranquilamente a la cabina, se sentó sobre el baúl de Jack y se puso a reflexionar sobre la naturaleza de una comunidad; su realidad, las diferencias entre ella y cada uno de los individuos que la componen y el modo en que se establece la comunicación dentro de ella.

«¡Vaya, está usted aquí!», dijo Jack al regresar a la cabina. «Me temo que no es más que la tartana de un navío mercante. Esperaba que fuera algo mejor».

«¿Cree que podrá atraparla?»

«¡Oh, sí! Creo que sí, incluso aunque virara en este momento. Pero yo esperaba una pelea, como decimos nosotros. No sé cómo explicárselo, pero una pelea despierta la mente; sus negras pócimas de ruibarbo y sen y sus sangrías no son nada comparadas con ella. Dígame, si no surge ningún impedimento, ¿podríamos interpretar alguna pieza musical esta noche?»

«Me complacería muchísimo», dijo Stephen. Miró a Jack e imaginó cómo sería cuando se apagara la llama de su juventud: grueso, de pelo cano y autoritario, o cuando menos, violento y malhumorado.

«Sí», dijo Jack, y vaciló como si fuera a decir muchas más cosas. Pero no las dijo, y pasados unos instantes regresó a cubierta.

La Sophie se deslizaba velozmente por el agua, sin haber largado más velas y sin mostrar ninguna intención de acercarse a la tartana; parecía un paquebote que seguía tranquilamente una ruta mercantil fija en dirección a Barcelona. Pasada media hora, pudieron ver que la tartana llevaba cuatro cañones y la tripulación era escasa (el cocinero ayudaba en las maniobras), y que tenía un aire terriblemente despreocupado, de embarcación neutral. No obstante, cuando la tartana se preparaba para virar hacia el sur, después de dar una bordada, la Sophie izó las trinquetillas en un momento, largó las juanetes y arribó con asombrosa rapidez; la tartana, realmente sorprendida, no pudo virar y se abatió de nuevo sobre el bordo de babor.

Cuando estaban a media milla de distancia, el señor Day (a quien le encantaba apuntar con un cañón) le disparó cerca del pie de la roda, y la tartana se mantuvo al pairo con la verga baja hasta que la Sophie se situó paralela a ella y Jack le ordenó a su capitán que subiera a bordo.

«Caballero, él lo sentía mucho, pero no podía; si pudiera lo haría con gusto, caballero, pero se le había roto el casco de la lancha», decía con la ayuda de una jovencita encantadora, seguramente su amante o algo parecido. «Y en todo caso, él era de Ragusa y, por tanto, neutral; era neutral y se dirigía a Ragusa en lastre». El hombrecillo moreno golpeó la lancha para reforzar sus palabras; y, en efecto, ésta tenía un agujero.

«¿Qué tartana?», preguntó Jack.

«Pola», respondió la jovencita.

Se quedó pensativo; estaba de mal humor. Las dos embarcaciones subían y bajaban, y cuando el movimiento del oleaje era ascendente, aparecía la costa por detrás de la tartana. Para colmo de su irritación, vio al sur un barco pesquero navegando rápidamente con el viento en popa, y luego otro detrás, dos barcas longas vigilantes. Los tripulantes de la Sophie permanecían silenciosos observando a la mujer; se lamían los labios y tragaban.

Esa tartana no iba en lastre; se trataba de una estúpida mentira. También dudaba que hubiera sido construida en Ragusa. Y Pola tal vez no fuera su verdadero nombre. «Bajar el cúter y abordarlo al costado», dijo. «Señor Dillon, ¿a quién tenemos a bordo que hable italiano? John Baptist es italiano».

«Y Abram Codpiece, señor; tiene nombre de contador.»

«Señor Marshall, llévese a Baptist y a Codpiece y compruebe todos los detalles respecto a la tartana, revise su documentación y registre la bodega e incluso la cabina si lo cree necesario.»

El cúter se abordó con la corbeta; el barquero tenía mucho cuidado de mantenerse apartado del costado recién pintado. Los hombres, armados hasta los dientes, saltaron a bordo de éste por un cabo que pendía del penol de la verga principal, prefiriendo romperse la cabeza o ahogarse antes que estropear la pintura negra, aún fresca, de la borda tan primorosamente pintada.

Remaron hasta la tartana y la abordaron. Marshall, Codpiece y John Baptist entraron a la cabina. Se oyó una voz femenina que subía de tono, encolerizada, y luego un agudo grito. Los hombres del castillo empezaron a dar saltos, mirándose con rostros resplandecientes.

Marshall reapareció en cubierta. «¿Qué le ha hecho usted a esa mujer?», gritó Jack.

«Le di un puñetazo, señor», respondió Marshall flemático. «La tartana es tan ragusea como yo. El capitán sólo habla francés, dice Codpiece, no italiano. La señorita lleva documentos españoles en su delantal, y la bodega está llena de fardos destinados a Génova».

«¡Bruto infame! ¡Qué vileza golpear a una mujer!», dijo James en voz alta. «¡Y pensar que tengo que compartir el rancho con un individuo así!»

«Ya verá cuando se case, señor Dillon», dijo el contador riéndose entre dientes.

«Muy bien hecho, señor Marshall», dijo Jack. «Muy bien hecho. ¿Cuántos tripulantes hay? ¿Qué aspecto tienen?»

«Hay ocho personas, señor, contando los pasajeros; parecen tipos rebeldes y peligrosos.»

«¡Entonces, mándelos para acá! Señor Dillon, por favor, elija los hombres que integrarán la tripulación de la presa». Mientras hablaba empezó a llover, y con las primeras gotas llegó un sonido que les hizo volver la cabeza; un instante después todos miraban fijamente hacia el noroeste. No eran truenos, eran disparos.

«¡Deprisa con esos prisioneros!», gritó Jack. «¡Señor Marshall, venga con ellos! No le molestará encargarse de la mujer ¿verdad?»

«No me importa, señor», dijo Marshall.

Cinco minutos más tarde ya estaban navegando de nuevo, desplazándose diagonalmente a la dirección de la marejada, con un rápido movimiento serpenteante. Ahora tenían el viento de través, y aunque habían aferrado las juanetes muy rápido, tardaron media hora en dejar atrás la tartana.

Stephen estaba observando la larga estela apoyado en el coronamiento, con el pensamiento a mil millas de allí, cuando notó que una mano le tiraba suavemente del abrigo. Se volvió y vio a Mowett, que le sonreía, y a Ellis, a cierta distancia detrás de éste, que a gatas, terriblemente mareado, vomitaba por un pequeño agujero cuadrado de la amurada, un escotillón. «¡Señor, señor», dijo Mowett, «se está empapando!».

«Sí», dijo Stephen. Y tras una pausa añadió: «Es por la lluvia».

«Así es, señor», dijo Mowett. «¿No preferiría bajar para no mojarse? ¿O quiere que le traiga una capa aguadera?»

«No, no, no. Es usted muy amable. No…», dijo Stephen con aire distraído. Y Mowett, que no había tenido éxito con la primera parte de su misión, pasó animadamente a la segunda, que consistía en hacer que Stephen dejara de silbar, porque ponía muy nerviosos e intranquilos a los hombres que estaban en el alcázar y los que hacían guardia a popa, y a la tripulación en general. «¿Me permite que le explique algo de náutica, señor…? ¿Oye usted otra vez esos cañones?»

«Por favor», dijo Stephen dejando de fruncir los labios.

«Bien, señor», dijo Mowett señalando hacia la derecha, en dirección a Barcelona, con el brazo extendido sobre el mar grisáceo y embravecido. «Eso es lo que nosotros llamamos costa a sotavento».

«¿Ah, sí?», dijo Stephen con un brillo en la mirada que denotaba cierto interés. «Es esa situación que a ustedes les desagrada tanto, ¿verdad? ¿No será un simple prejuicio; una creencia impuesta por la tradición, una mera superstición?»

«¡Oh, no, señor!», exclamó Mowett. Y le explicó lo que significaba navegar con la costa a sotavento; se perdía barlovento al virar en redondo, era imposible virar si el viento era fuerte, era inevitable derivar a sotavento en caso de estar en medio de un vendaval que soplara justo en dirección a la costa, y en esa situación se sentía un tremendo pavor. Sus palabras habían tenido como fondo el intenso ruido de los cañones, a veces en forma de roncos rugidos que se sucedían durante medio minuto, y otras como una sorda detonación. «¡Oh, cuánto me gustaría saber qué está ocurriendo!», exclamó interrumpiendo su explicación, poniéndose de puntillas y estirando la cabeza.

«No tiene por qué temer», le dijo Stephen. «Pronto el viento soplará en la dirección de las olas; esto pasa muy a menudo en la sanmiguelada. ¡Si se pudieran proteger las viñas con un inmenso paraguas!»

Mowett no era el único que se preguntaba qué estaría ocurriendo. El capitán y el primer oficial de la Sophie, anhelando escuchar el fragor de una batalla y experimentar en ella un sentimiento de liberación, un sentimiento profundamente humano, permanecían en el alcázar uno junto a otro pero a la vez infinitamente distantes, mirando fijamente hacia el noroeste y escuchando con atención los sonidos que llegaban desde allí. Casi todos los restantes miembros de la tripulación estaban igualmente atentos; y también los hombres del Felipe V, un navío corsario español de siete cañones.

Apareció en medio de la torrencial lluvia, como una amenazadora ráfaga, por la aleta del costado más próximo a tierra, y se dirigía hacia donde se escuchaba el estruendo del combate. Ambas embarcaciones se vieron al mismo tiempo; el Felipe V disparó e izó su bandera, y enseguida recibió la andanada de la Sophie en respuesta. Pero comprendió su equivocación y dio vuelta al timón poniendo rumbo directo a Barcelona, con el fuerte viento por la aleta de babor y sus grandes velas latinas hinchadas y balanceándose violentamente con el oleaje.

El timón de la Sophie giró un segundo después que el del navío corsario; se quitaron los tapabocas de los cañones de estribor; los hombres protegían con las manos ahuecadas el cebo y las mechas retardadas que chisporroteaban.

«¡Disparen todos a la proa!», gritó Jack; y con palancas y espeques los cañones fueron levantados cinco grados. «¡Adelante! ¡Disparar cuando viremos!» Viró el timón dos cabillas y los cañones dispararon. Inmediatamente, el navío corsario dio una guiñada, como si intentara virar a barlovento, pero entonces su vela de mesana, que daba gualdrapazos, cayó sobre cubierta. Guiñó de nuevo y comenzó a alejarse viento en popa. Sin embargo, uno de los disparos había dado en la parte superior del timón, y sin él no podía llevar velas a popa. Sacaron un remo para virar y trataron de ajustar la verga del palo de mesana. Dispararon sus dos cañones de babor y uno de los disparos alcanzó la Sophie haciendo un extraño ruido. Pero la siguiente andanada de la corbeta, disparada a un mismo tiempo y a muy corta distancia, junto con una descarga de mosquetes, puso fin a toda resistencia. Doce minutos después del primer disparo, el navío arrió su bandera, y en la corbeta estalló un fuerte y alegre viva y los hombres se daban palmadas en la espalda, se estrechaban las manos y reían.

La lluvia se había desplazado en dirección oeste y formaba una amplia franja grisácea que ocultaba el puerto, ahora mucho más cercano. «Señor Dillon, tome usted posesión del navío, por favor», dijo Jack mirando el cataviento. El viento estaba cambiando, como ocurría a menudo en esas aguas después de la lluvia, y pronto soplaría del sureste.

«¿Ha habido daños, señor Lamb?», preguntó cuando el carpintero subió a informarle.

«Lo felicito por la captura, señor», dijo el carpintero. «No ha habido daños, hablando con propiedad; no ha habido ninguno en la estructura, pero esa bala que nos alcanzó ha desmontado el mambrú y ha provocado un terrible desorden en la cocina volcando todos los peroles».

«Ahora echaremos un vistazo», dijo Jack. «Señor Pullings, esos cañones de proa no están bien asegurados. ¿Qué diablos pasa?», dijo. Los artilleros tenían un aspecto muy extraño, estaban completamente negros. Por la mente de Jack pasaron ideas horribles, hasta que se dio cuenta de que estaban cubiertos de pintura y de hollín de la cocina; y ahora, con gran regocijo, los hombres que estaban a proa embadurnaban a sus compañeros. «¡Basta con esa maldita… tontería! ¡Que Dios os… confunda!», exclamó con voz de trueno. Pocas veces juraba, aparte del habitual condenado o una blasfemia sin sentido; y los hombres, que incluso esperaban verlo bastante más satisfecho por el apresamiento de un estupendo navío corsario, enmudecieron, pero siguieron expresando su alegría y comunicándose secretamente con la mirada y con guiños.

«¡Cubierta!», gritó Lucock desde la cofa. «Se acercan cañoneras desde Barcelona. Seis. Y detrás vienen más. Ocho… nueve… once. Tal vez más».

«¡Bajad la lancha y el chinchorro!», gritó Jack. «Señor Lamb, suba a bordo del navío corsario, por favor, y mire si puede repararse el timón».

Con aquel oleaje, no era tarea fácil llevar los botes hasta los penoles y bajarlos al agua, pero los hombres estaban excitados y los subían con ímpetu; era como si hubieran bebido mucho ron pero no hubieran perdido su destreza en absoluto. Se oían sus risas apagadas; y en ese momento éstas fueron cortadas por el grito «¡barco a barlovento!» Era un barco que podría situarlos entre dos fuegos. Luego volvieron a reír, cuando supieron que se trataba de su propia presa, la tartana.

Los botes iban y venían; los prisioneros, unos taciturnos y otros huraños, bajaban a la bodega de proa con el pecho abultado por sus objetos personales. Desde el navío llegaba el ruido de las azuelas del carpintero y su brigada, que hacían una nueva caña para el timón. Stephen vio a Ellis pasar apresuradamente y le preguntó: «¿Cuándo se le pasó el mareo?» «En cuanto los cañones empezaron a disparar, señor», dijo Ellis. Stephen asintió con la cabeza. «Eso me parecía», dijo. «Lo estaba observando».

El primer cañonazo hizo saltar un blanco penacho de agua, de la altura de un mastelero, entre las dos embarcaciones. Era un tiro de punto en blanco hecho con extraordinaria práctica, pensó Jack, y la bala era condenadamente grande y potente.

Las cañoneras todavía estaban a más de una milla de distancia, pero se acercaban con asombrosa rapidez, navegando con el viento en contra.

Las tres primeras llevaban un cañón largo de treinta y seis libras y tenían treinta remos. Incluso a una milla era posible que un disparo de aquellos cañones traspasara la Sophie de lado a lado. Tuvo que contener aquel deseo vehemente de decirle al carpintero que se diera prisa. «Si un cañón de treinta y seis libras no lo hace apresurarse, nada de lo que yo le diga lo hará», pensó mientras paseaba de un lado a otro, mirando en cada vuelta el cataviento y las cañoneras. Las siete delanteras habían comprobado el alcance de sus cañonazos y ahora hacían disparos intermitentes que en su mayoría no llegaban a la corbeta, aunque alguno que otro pasaba silbando por encima de ella.

«¡Señor Dillon!», dijo dirigiendo la voz hacia el navío, después de dar media docena de vueltas. Una bala que cayó en ese momento cerca de popa le salpicó de agua el cuello. «Señor Dillon, trasladaremos al resto de los prisioneros más tarde y nos haremos a la vela tan pronto como usted pueda. ¿O prefiere que le pasemos un cabo de remolque?»

«No, gracias, señor. La caña del timón estará montada en dos minutos.»

«Mientras tanto, también nosotros podríamos acribillarlos, no perderíamos nada», pensó Jack observando que los tripulantes de la Sophie estaban silenciosos y bastante tensos. «Por lo menos, quedaremos bastante ocultos por el humo. Señor Pullings, la batería de babor disparará a discreción».

Esta situación era mucho más agradable; el estallido de los disparos, el estruendo, el humo y la enorme e incesante actividad. Sonrió al ver a los artilleros del cañón de bronce más cercano siguiendo atentamente con la mirada la bala que habían disparado, ansiosos por saber dónde caía. Los disparos de la Sophie provocaron que las cañoneras intensificaran el fuego, y el mar, turbio y grisáceo, brilló con sus fogonazos a lo largo de un cuarto de milla.

Babbington estaba frente a él y le señalaba algo. Jack se volvió y vio a Dillon, que en medio la barabúnda le decía a gritos que ya estaba montada la nueva caña del timón.

«¡Nos hacemos a la vela!», gritó Jack, y el velacho de la Sophie, que estaba en facha, cambió de dirección y se hinchó. Aunque iban a orzar rumbo al nornoroeste, antes tenían que ganar velocidad, de modo que comenzaron a navegar con todas las velas de proa desplegadas y con el viento en popa. Esto hizo que la corbeta se acercara más a las cañoneras y tuviera que pasar frente a ellas. Los cañones de babor no cesaban de disparar; los cañonazos enemigos caían al agua o les pasaban por encima. Por un momento, Jack se sintió embargado por una placentera sensación ante la alocada idea de pasar rápidamente entre las cañoneras; pensaba en lo torpes que eran cuando el objetivo estaba muy cerca. Pero luego pensó en que llevaban con ellos las presas y Dillon todavía tenía a bordo un buen número de peligrosos prisioneros, así que dio la orden de agarrochar las vergas.

Las presas orzaron al mismo tiempo que la corbeta, y todos juntos se alejaron hacia alta mar a cuatro o cinco nudos. Las cañoneras los siguieron durante media hora, pero cuando empezó a oscurecer y era ya imposible alcanzarlos con los disparos porque estaban demasiado alejados, viraron una a una y regresaron a Barcelona.

«He tocado muy mal», dijo Jack bajando el arco.

«Sin entusiasmo», dijo Stephen. «Ha sido un día muy activo, realmente agotador, pero también satisfactorio».

«¡Ya lo creo!», dijo Jack con una resplandeciente mirada. «Sí, sin lugar a dudas. Estoy sumamente complacido». Hubo una pausa. «¿Recuerda a un tipo llamado Pitt con el que cenamos una vez en Mahón?»

«¿Un soldado?»

«Sí. ¿Diría usted que es guapo, que es atractivo?»

«No. No, no.»

«Me alegra oírle decir eso. Su opinión es muy importante para mí. Dígame», añadió tras una larga pausa, «¿se ha fijado en que las cosas vuelven a la mente cuando uno está melancólico? Lo mismo que las viejas heridas se le abren a quien está enfermo de escorbuto. No me he olvidado ni por un momento de lo que me dijo Dillon el otro día, sino que, por el contrario, me ha seguido lastimando y le he estado dando vueltas últimamente. Creo que debo pedirle explicaciones; ya hace tiempo que debí pedírselas. Lo haré tan pronto como lleguemos a puerto, a menos que en los próximos días ocurra algo que me haga considerarlo innecesario».

«Pom, pom, pom, pom», dijo Stephen al unísono con su violoncelo mirando a Jack. Tenía un aire melancólico y abatido, y su mirada reflejaba una gran tristeza. «He llegado a la convicción de que las leyes son la principal causa de infelicidad. No se trata simplemente de que uno haya nacido al amparo de una ley y deba obedecer otra; usted recordará unos versos que hablan de ello, yo no tengo memoria para la poesía. No, señor; uno nace al amparo de media docena de leyes y debe obedecer otras cincuenta. Además, hay grupos paralelos de leyes, en claves diferentes, que no tienen nada que ver unos con otros y, a veces, son incluso completamente contradictorios. Usted mismo, ahora quiere hacer algo que las Ordenanzas militares y (según me explicó) las reglas de caballerosidad prohiben, pero que su idea actual de la moral y su sentido del honor requieren. Esto no es más que un ejemplo de algo tan corriente como respirar. El asno de Buridan murió de hambre entre dos pesebres equidistantes, sin decidirse a ir a ninguno de los dos. Además, aunque con una ligera diferencia, tenemos la doble lealtad, otra gran fuente de tormento».

«Le aseguro que no entiendo lo que quiere decir con doble lealtad. Uno sólo puede tener un rey. Y el corazón de un hombre sólo puede estar atado a un lugar a la vez, a menos que sea un miserable.»

«Eso que ha dicho es una soberana tontería», dijo Stephen. «Es algo sabido que un hombre puede sentirse profundamente unido a dos mujeres a la vez, incluso a tres, a cuatro, o a un sorprendente número de ellas. Aunque», dijo, «sin duda, sabe usted más que yo de esas cosas. No; yo me refería a la lealtad en sentido más amplio, a conflictos más generales. Por ejemplo, los americanos leales antes de que prevalecieran sentimientos emponzoñados; los desapasionados jacobitas en el 45; los sacerdotes católicos en la Francia actual y los franceses de muy diversas ideas que viven en Francia y fuera de ella. ¡Cuánto sufrimiento! Y mientras más honesta es la persona más grande es el sufrimiento. Pero en estos casos, al menos el conflicto es evidente; en mi opinión, producen mayor confusión y angustia las divergencias menos claras entre distintas reglas y leyes: las reglas de la moral, el derecho civil, el código militar, el derecho consuetudinario, el código de honor, las costumbres y las reglas de la vida cotidiana, de la cortesía, del diálogo amoroso y de la galantería, por no hablar de las reglas del cristianismo, para quienes lo profesan. Todas, en mayor o menor medida, son contradictorias; ninguna está en completa armonía con las demás. Y, sin embargo, un hombre debe siempre elegir entre ellas y, a veces (como en su caso), elige las que están en franca contradicción. Es como si cada una de nuestras cuerdas estuvieran afinadas según un sistema completamente diferente, es como si el pobre asno estuviera rodeado de veinticuatro pesebres».

«Usted es un antinomiano», dijo Jack.

«En realidad, soy un pragmatista», dijo Stephen. «¿Qué le parece si nos bebemos un vaso de vino? Le prepararé una poción; quizás mañana debería hacerle una sangría, pues ya han pasado tres semanas desde que le hice la última».

«Bueno, me tragaré la poción», dijo Jack. «Pero le diré una cosa, mañana por la noche me meteré entre esas cañoneras y seré yo quien haga la sangría. Y no creo que a esos hombres les guste mucho».

En la Sophie estaba muy racionada el agua para lavarse y no se les daba jabón a los hombres. Ni los marineros que accidentalmente se habían manchado de pintura negra, ni los que habían sido embadurnados por sus compañeros, pudieron quitarse la pintura; su apariencia siguió siendo muy desagradable. Y los que habían trabajado en la destrozada cocina, que se habían manchado con la grasa de los peroles y el hollín de los fogones, siguieron teniendo un aspecto espantoso; parecían horribles monstruos, sobre todo los de cabello rubio.

«Los únicos que tienen un aspecto decente son los negros», dijo Jack. «Están todos a bordo todavía ¿no?»

«Davies se fue con el señor Mowett en el navío corsario, señor», dijo James, «pero el resto aún sigue con nosotros».

«Contando los hombres que se quedaron en Mahón y los tripulantes de las presas, ¿cuántos nos faltan ahora?»

«Treinta y seis, señor. Quedamos cincuenta y cuatro en total.»

«Muy bien. Entonces nos queda mucho espacio libre. Deje que los hombres duerman lo máximo posible, señor Dillon; nos acercaremos a la costa a medianoche.»

Tras la lluvia, el ambiente se había vuelto de nuevo veraniego; soplaba una suave y cálida tramontana, la atmósfera era diáfana y el mar estaba fosforescente. Las luces de Barcelona brillaban con extraordinaria intensidad, y el centro de la ciudad estaba envuelto en una nube luminosa. Contra este fondo, las cañoneras que vigilaban la entrada del puerto pudieron distinguirse claramente desde la Sophie mucho antes de que aquéllas la vieran a ella. Era obvio que estaban alerta, pues se habían alejado de la costa más de lo habitual.

«Tan pronto como vengan por nosotros», pensó Jack, «largaremos las juanetes, viraremos en dirección a la luz naranja, y luego, en el último momento, orzaremos y pasaremos entre las dos que están en el extremo norte de la formación». Su corazón latía con fuerza, un poco más rápidamente que de costumbre. Stephen le había extraído casi trescientos gramos de sangre y él pensaba que a causa de esto se encontraba mucho mejor. En cualquier caso, tenía la mente tan clara y aguda como era de desear.

La luna comenzó a destacarse en el cielo por alta mar. Una de las cañoneras disparó y una nota grave hirió el silencio, como el aullido de un perro viejo y solitario.

«La luz, señor Ellis», dijo Jack, y enseguida pudo verse el resplandor azulado con el que tratarían de confundir al enemigo. Los españoles respondieron haciendo señales con luces de colores y con un lejano cañonazo por la derecha. «¡Juanetes!», dijo. «Jeffreys, vire hacia donde está esa luz naranja».

Era magnífico; la Sophie se acercaba a las cañoneras rápidamente, con gran decisión, confiada y feliz. Pero las cañoneras no venían hacia ella como Jack esperaba. Ora una ora otra disparaban; pero todas retrocedían. Con el fin de provocarlas, la corbeta dio una guiñada y disparó una andanada que cayó entre ellas y que, a juzgar por el lejano estruendo que se escuchó, había surtido efecto. Sin embargo, las cañoneras continuaban retirándose. «¡Maldita sea!», dijo Jack. «Quieren hacernos entrar. ¡Señor Dillon, que larguen la vela mayor de capa y las trinquetillas! ¡Iremos por esa que está más apartada del puerto!»

La Sophie viró con rapidez para colocarse con el viento de través y se lanzó a toda velocidad contra la cañonera más próxima, tan escorada que las olas pasaban suavemente por encima de los batiportes. Entonces las demás demostraron lo que eran capaces de hacer si querían: todas dieron la vuelta rápidamente y comenzaron a disparar. Mantuvieron un fuego nutrido mientras la cañonera elegida huía para refugiarse en el puerto, dejando la popa de la Sophie desprotegida frente a las demás. Un disparo lanzado oblicuamente hizo estremecerse de nuevo el casco de la corbeta con un tintineo, y otro pasó justo por encima de sus cabezas a lo largo de toda la cubierta; dos brandales fueron cortados de cuajo, derribando al caer a Babbington, Pullings y el timonel, y una pesada polea cayó sobre el timón en el momento en que James saltaba para sujetarlo por las cabillas.

«Vamos a virar, señor Dillon», dijo Jack. Y minutos más tarde, la Sophie se alejaba navegando contra el viento.

Los tripulantes de la corbeta se movían por cubierta con la agilidad que habían alcanzado tras sus muchas horas de práctica, pero vistos a la luz de los fogonazos de los disparos que hacían las cañoneras, parecían moverse como marionetas. Justo después de la orden «¡largar y halar!» se sucedieron rápidamente seis disparos; Jack, mientras tanto, observaba a los marineros que ajustaban las escotas de la mayor, y los vio realizar una serie de movimientos como si recibieran una descarga eléctrica, moviéndose unos centímetros entre uno y otro fogonazo, sin dejar de estar atentos ni de halar con todas sus fuerzas.

«¿De bolina, señor?», preguntó James.

«Libre un grado», dijo Jack. «Pero despacio, despacio; vamos a ver si conseguimos que se alejen del puerto. Haga bajar la verga de la gavia mayor unos dos pies y afloje el amantillo de estribor; quiero que parezca que nos han dado. Señor Watt, hay que ocuparse de los brandales de las juanetes antes de nada».

Y así, todos ellos se alejaron de la costa navegando por las mismas aguas que habían recorrido antes, la Sophie anudando y ayustando, las cañoneras siguiéndola y disparando regularmente, mientras la luna, indiferente, subía en el cielo como cada noche.

Sin embargo, la persecución se realizaba sin demasiado ímpetu. Y poco después de que James Dillon informara a Jack de la terminación de las reparaciones más urgentes, éste dijo: «Si viramos y largamos todo el velamen como un relámpago, creo que podremos aislar de la costa a esas dos condenadas».

«¡Todos a sus puestos!», dijo James. El contramaestre empezó a dar las órdenes; y mientras subía a su puesto junto a la bolina de la gavia mayor, Isaac Isaacs le comentó a John Lackey con inmensa satisfacción: «Vamos a aislar de la costa a esas dos hijas de puta».

Y lo habrían conseguido, si un desafortunado disparo no hubiera dado en la verga de la juanete de proa de la Sophie. No perdieron la vela, pero su velocidad se redujo inmediatamente. Las cañoneras viraron en redondo y fueron alejándose hasta llegar al puerto y refugiarse detrás del malecón.

«Bien, señor Ellis», dijo James cuando la luz del amanecer permito ver los inumerables daños que la jarcia de la corbeta había sufrido durante la noche, «ahora tiene usted una gran oportunidad de aprender su profesión; creo que aquí hay suficiente trabajo para mantenerlo ocupado hasta el crepúsculo, o tal vez más tiempo, haciendo empalmes y nudos de todo tipo y aforrando y precintando». Estaba muy alegre, y mientras iba de un lado a otro de cubierta tarareaba o cantaba de vez en cuando una cancioncilla.

También había que guindar la nueva verga, reparar algunos agujeros hechos por los disparos, y volver a trincar el bauprés, porque una bala, al rebotar, había rozado la trinca cortando la mitad de las vueltas del nudo sin tocar siquiera la madera, algo muy curioso que los marineros más viejos no habían visto nunca, un milagro que merecía figurar en el diario de a bordo. Durante todo aquel día agradable y soleado, la Sophie permaneció allí al pairo, sin ser importunada, mientras los tripulantes, como en una colmena, trabajaban arduamente para poner todo en orden, manteniéndose alerta, dispuestos para la acción, y con ánimo belicoso. Había un curioso ambiente a bordo, no sólo porque los hombres sabían muy bien que pronto volverían a aproximarse a la costa, tal vez para hacer una incursión en ella o llevar a cabo una rápida acción, sino también porque muchas otras cosas afectaban su estado de ánimo: las capturas del día anterior y del último martes (la opinión unánime era que cada hombre ya tenía catorce guineas más que cuando había zarpado), la inmutable seriedad del capitán, la convicción de que éste tenía información secreta sobre el movimiento de las naves españolas y la extraña y repentina alegría o, más bien, ligereza de espíritu del primer oficial. Esto último era patente, pues James había sorprendido a Michael y Joseph Kelly, Matthew Johnson y John Melsom robando en el entrepuente del Felipe V, lo cual constituía un delito muy grave, que se juzgaba en consejo de guerra (aunque era costumbre hacer la vista gorda si los hombres cogían algo que estuviera por encima de las escotillas), y uno de los que él aborrecía más por considerarlo «un maldito y despreciable acto de corsario», pero no había dado parte. Ellos seguían mirándolo por detrás de los palos, las vergas y los botes con aire culpable, lo mismo que sus compañeros, porque los tripulantes de la Sophie eran muy dados a la rapiña. Como resultado de todos estos factores, a bordo había una alegría contenida y una gran expectación no exenta, sin embargo, de una ligera sensación de angustia.

Puesto que la tripulación estaba tan ocupada, Stephen tuvo reparo en pasar a proa hasta la bomba de tronco de olmo como hacía diariamente para, una vez desmontada la parte superior, observar a través de ella las maravillas del mar. Sin duda, su presencia allí se había convertido en algo tan normal que los tripulantes no se cohibían de hablar ante él; era como si para ellos él formara parte de la propia bomba. Y aunque no había estado allí escuchando sus conversaciones, había advertido aquella ligera sensación de angustia y la compartía.

James estuvo muy animado durante la comida. Había invitado de manera informal a Pullings y Babbington, y la presencia de éstos, coincidiendo con la ausencia de Marshall, dio a la comida un aire festivo, pese a que el contador estaba pensativo y silencioso. Stephen observaba a James mientras con gran estruendo cantaba a coro con su potente voz la canción de Babbington:

Y esta es la ley, y mantengo

hasta el último de mis días, señor,

que sea quien sea, el rey al gobierno

seré vicario de Bray, señor.

«¡Muy bien!», exclamó dando golpes en la mesa. «Ahora una ronda de vino para mojar los gaznates y luego tendremos que regresar a cubierta, aunque está muy mal que un anfitrión diga esto. ¡Qué reconfortante es volver a luchar contra navíos de una Armada real otra vez, en lugar de hacerlo contra esos malditos barcos corsarios!», dijo inesperadamente cuando ya se habían ido los jóvenes y el contador.

«Eres un romántico, no cabe duda», dijo Stephen. «Una bala disparada por el cañón de un corsario hace el mismo agujero que la del cañón de un rey».

«¿Romántico yo?», exclamó James con verdadera indignación y un intenso brillo en sus ojos verdes.

«Sí, amigo mío», dijo Stephen. Y tras aspirar rapé dijo: «Seguro que me vas a hablar de su mandato divino».

«Bien, a pesar de tu entusiasmo por esas extravagantes ideas sobre la igualdad, no me negarás que el rey es la única fuente de honor.»

«No», dijo Stephen. «Ni por un momento».

«La última vez que estuve en mi país», dijo James llenando el vaso de Stephen, «fui al velatorio del viejo Terence Healy, que había sido arrendatario de mi abuelo. Allí cantaron una canción que he tenido en la mente todo el día, pero no la puedo cantar porque no acabo de recordarla entera».

«¿Era irlandesa o inglesa?»

«También tenía palabras inglesas. Empezaba con los versos:

Oh, los gansos salvajes volando, volando, volando.

Los gansos salvajes nadando sobre el grisáceo mar.»

Stephen continuó la melodía silbando un compás y luego, con su voz áspera y desagradable, cantó:

«Nunca regresarán, porque el caballo blanco los

asustó,

los asustó, los asustó.

El caballo blanco en la verde pradera los asustó.»

«¡Eso es, eso es! ¡Que Dios te bendiga!», exclamó James y salió tarareando. Al llegar a cubierta comprobó que la Sophie estaba recobrando toda su fuerza.

Al ponerse el sol, la corbeta se dirigió hacia alta mar, dando muestras visibles de que su alejamiento de la costa sería definitivo, y puso rumbo a Menorca a velocidad moderada. Sin embargo, poco antes del alba se acercó de nuevo a la costa, con la misma brisa favorable, un poco al noroeste, tan fría y húmeda ahora que parecía otoñal; y esa humedad le recordaba a Stephen las setas en los bosques de hayas. Y justamente sobre el agua se extendía la impalpable calina, de un color parduzco fuera de lo común.

La Sophie, con rumbo nornoroeste, se aproximaba a la costa; los coyes ya se habían estibado en la batayola; el aroma del café y el del bacon frito se mezclaban formando remolinos que subían por el lado de barlovento de la tensa vela mayor de capa. A proa de la corbeta, la parduzca niebla ocultaba todavía el valle del río Llobregat y su desembocadura, pero más al norte de la costa, donde la ciudad ya se dibujaba en el horizonte, se había disipado casi por completo con los primeros rayos del sol, quedando sólo algunos bancos que podrían ser tomados por promontorios, islas o bancos de arena.

«Lo sé, lo sé, esas cañoneras trataban de tendernos una trampa», dijo Jack, «y tengo curiosidad por saber cuál era».

Jack no sabía fingir muy bien, y a pesar de sus palabras Stephen tuvo la certeza de que él sabía perfectamente qué clase de trampa era o, por lo menos, tenía una idea bastante aproximada de cuál podría ser.

El sol se reflejaba en la superficie del agua dándole muy diversas tonalidades, provocando la formación de bruma en unas zonas y disolviéndola en otras, haciendo bellos dibujos con la sombra de los tensos cabos de la jarcia y las pronunciadas curvas de las velas sobre la blanca cubierta, que ahora los marineros frotaban con piedra arenisca dejándola resplandeciente. De repente se disipó una capa de niebla azul grisácea, haciendo visible una gran embarcación, a tres grados por la amura de babor, que bordeaba la costa en dirección sur. El serviola anunció la presencia de la embarcación con voz monótona, por pura formalidad, porque ésta se encontraba tan cerca cuando había desaparecido la niebla que podía verse su casco desde cubierta.

«Muy bien», dijo Jack guardando el catalejo después de una larga observación. «¿Qué piensa del navío, señor Dillon?»

«Creo que es nuestro viejo amigo, señor», dijo James.

«Yo también. Largue la trinquetilla del mayor. Orzaremos para acercarnos a él. Dé orden de lampacear la popa y secar la cubierta. Y llame a desayunar a la tripulación enseguida, señor Dillon. ¿Por qué no viene a tomar una taza de café con el doctor y conmigo? Sería una lástima desperdiciarlo.»

«Con mucho gusto, señor.»

Apenas conversaron durante el desayuno. Jack dijo: «Doctor, supongo que preferirá que nos pongamos medias de seda».

«¿Por qué demonios medias de seda?»

«Porque todo el mundo dice que así al cirujano le resulta más fácil cortar, si tiene que hacerlo.»

«Sí. Sí, sin duda. Por favor, les ruego que usen medias de seda.»

Aunque no hablaban, podía advertirse el sincero compañerismo que había entre ellos; y cuando Jack se levantó para ponerse la chaqueta del uniforme, le dijo a James: «Indudablemente, tiene usted razón», como si hubieran estado hablando sobre la identidad del navío desconocido durante todo el desayuno.

Al volver a cubierta, pudo comprobarlo: el navío avistado era, en efecto, el Cacafuego. Éste había cambiado su rumbo para encontrarse con la Sophie, y en aquel instante estaba largando las alas. A través del telescopio, Jack veía brillar al sol su costado rojo vivo.

«¡Todos a popa!», dijo. Y mientras la tripulación se reunía, Stephen vio asomar al rostro de Jack una sonrisa que éste reprimió, con gran esfuerzo, tratando de que su expresión fuera grave.

«¡Escuchadme!», dijo mirándolos a todos con satisfacción. «Tenemos el Cacafuego a barlovento. Ya sé que algunos de ustedes no quedaron contentos cuando lo dejamos ir sin hacerle un saludo; pero ahora que nuestra artillería es la mejor de la flota, eso ya es otra cosa. Entonces, señor Dillon, por favor, haremos zafarrancho de combate».

Cuando había empezado a hablar, la mitad de los tripulantes de la Sophie, aproximadamente, mostraban franco entusiasmo, la cuarta parte de ellos parecían un poco preocupados, y los restantes tenían una expresión abatida y angustiada. Pero la serenidad que mostraban el capitán y el primer oficial y la felicidad que irradiaban sus rostros, así como los espontáneos vivas de la mitad entusiasta de la tripulación, hicieron cambiar por completo la situación. Y cuando empezaron a hacer zafarrancho de combate, sólo cuatro o cinco hombres tenían aspecto sombrío, los demás parecían que iban a una verbena.

El Cacafuego, que llevaba ahora la jarcia en cruz, descendía por la costa y estaba virando hacia el oeste para colocarse a barlovento de la Sophie, por el lado de alta mar; la Sophie viraba para colocarse contra el viento. De ese modo, cuando ambas embarcaciones estuvieran a alrededor de una milla de distancia, la corbeta quedaría completamente desprotegida frente a una devastadora andanada de aquel jabeque-fragata de treinta y dos cañones.

«Lo bueno de luchar contra los españoles, señor Ellis», dijo Jack con una sonrisa que iluminó su grave rostro y sus ojos grandes y redondos, «no es que son cobardes, puesto que no lo son, sino el hecho de que nunca, nunca, están preparados».

El Cacafuego casi había llegado a la posición indicada por su capitán; disparó un cañonazo e izó la bandera española.

«¡La bandera americana, señor Babbington!», dijo Jack. «Eso les dará que pensar. Anote la hora, señor Richards».

Ahora la distancia se acortaba con rapidez. No por minutos, sino por segundos. La Sophie navegaba con la proa dirigida a la popa del Cacafuego, como si fuera a cortar su estela; y ni un solo cañón asomaba. A bordo había un completo silencio, pues toda la tripulación estaba preparada para cuando dieran la orden de virar; y era probable que ésta no llegara antes que la andanada del navío.

«¡Preparados con la bandera!», dijo Jack en voz baja. Y luego más alto: «¡A la derecha, señor Dillon!»

«¡Virar a sotavento!» Y la voz del contramaestre se oyó casi en el mismo momento; la Sophie viró sobre la popa e inmediatamente fue izada la bandera inglesa. Entonces, tras cambiar de rumbo y con todas las velas hinchadas, se dirigió de ceñida hacia al costado del jabeque español. Enseguida el Cacafuego disparó una estrepitosa andanada que pasó a la altura de las juanetes de la Sophie, haciendo tan sólo cuatro agujeros. Los tripulantes de la Sophie dieron un viva todos a una y permanecieron tensos y ansiosos junto a los cañones.

«¡Subir al máximo! ¡No disparar hasta que toquemos!», exclamó Jack con una potente voz mientras observaba los gallineros, cajas y trastos que eran arrojados por la borda de la fragata. A través del humo vio cómo se alejaban nadando unos patos que habían salido de una jaula, y también un gato en una caja, presa del pánico. Hasta ellos llegaba el olor de la pólvora y también la bruma que se dispersaba. La corbeta se acercaba más y más; en el último momento, cuando se colocara a sotavento de la fragata española, la falta de viento le impediría moverse, pero iría a suficiente velocidad… Ahora Jack podía ver las negras bocas de sus cañones, que justo en aquel momento vomitaron fuego, provocando destellos en medio de una blanca nube de humo que ocultó su costado. De nuevo demasiado alto, pensó Jack, pero no podía permitirse divagar mientras trataba de ver el costado de la fragata para dirigir la corbeta exactamente hacia sus cadenas principales.

«¡Adelante, rápido!», exclamó. Y cuando se oyó un estrepitoso chirrido, gritó: «¡Fuego!»

El jabeque-fragata estaba bastante hundido en el agua, pero la Sophie lo estaba más todavía. Ésta se había quedado con las vergas trabadas en la jarcia del Cacafuego y los cañones por debajo del nivel de sus portas. Entonces disparó directamente a la cubierta del Cacafuego, y su primera andanada, a una distancia de quince centímetros, produjo grandes destrozos. Hubo un silencio momentáneo después del viva de los tripulantes de la Sophie, y durante esa pausa de medio segundo, Jack pudo escuchar confusos gritos en el alcázar del jabeque-fragata. Luego, los cañones españoles volvieron a disparar, de forma intermitente, pero con gran estruendo y los disparos pasaban a un metro por encima de su cabeza.

La batería de la Sophie disparaba como si hiciera un espléndido redoble, uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete, con medio redoble al final y el estruendo de los carros; y en la cuarta o quinta pausa, James cogió a Jack del brazo y gritó: «¡Han dado la orden de abordar!»

«¡Señor Watt, separe la corbeta!», exclamó Jack dirigiendo la bocina hacia proa. «¡Sargento, que todos estén preparados!» Un brandal del Cacafuego había caído a bordo, chocando con el carro de un cañón; él lo pasó alrededor de un candelero y luego, al levantar la vista, vio un enjambre de españoles que aparecían por el costado del Cacafuego. Los infantes de marina y los hombres con armas ligeras les lanzaron una imponente descarga que los hizo vacilar. La separación entre los navíos aumentaba a medida que el contramaestre, a proa, y la brigada de Dillon, a popa, empujaban las vergas. En medio de un ruido de pistolas, unos españoles intentaban saltar y otros lanzar rezones; algunos cayeron al agua y otros de espaldas. Los cañones de la Sophie, ahora a tres metros del costado de la fragata, dispararon hacia donde estaba el grupo de indecisos produciendo siete espantosos agujeros.

El Cacafuego había abatido la proa colocándola casi en dirección sur, y la Sophie disponía de todo el viento que necesitaba para volver a abordarse con él. Otra vez volvió el ruido atronador y retumbó en el cielo; los españoles trataban de inclinar hacia abajo sus cañones y hacían fuego con mosquetes y pistolas, disparando ciegamente por la borda, en un intento de matar a los artilleros de la corbeta. Sus actos eran valerosos —uno de ellos, estando herido, siguió disparando hasta que las balas lo alcanzaron por tercera vez— pero ellos parecían estar muy desorganizados. Intentaron abordar dos veces más, y en las dos ocasiones la corbeta se separó, estuvo cinco o diez minutos disparando contra la obra muerta, desde una cierta distancia, provocando una terrible matanza, y luego volvió a acercarse para destrozar las entrañas de la fragata. Los cañones seguían retrocediendo con violencia tras cada andanada; ya estaban tan calientes que apenas se podían tocar, y los escobillones se chamuscaban y producían un siseo cuando se introducían en ellos. Se estaban volviendo tan peligrosos para los artilleros como para sus enemigos.

Y durante todo ese tiempo, los españoles habían continuado disparando de forma intermitente. La cofa del mayor de la Sophie había sido alcanzada por los disparos repetidamente, y ahora desde ella caían sobre la cubierta grandes pedazos de madera, candeleros y coyes. La verga del trinquete sólo estaba sujeta por cadenas. Por todas partes colgaban los aparejos y las velas tenían innumerables agujeros. Constantemente caían a bordo tacos ardiendo, y las brigadas de estribor, que estaban desocupadas, corrían de un lado a otro con cubos de agua. Pero a pesar de la confusión, en la cubierta de la Sophie los movimientos se hacían con perfecto orden: el proceso de llevar la pólvora desde la santabárbara hasta la cubierta y luego hacer fuego, el constante subir-disparar-empujar de las brigadas de artilleros, la sustitución inmediata, sin cruzar palabra, de un hombre herido o muerto que enseguida era llevado abajo, el paso cauteloso entre el espeso humo, todo sin choques, sin empujones, y casi sin órdenes.

«Mucho me temo que dentro de poco sólo nos va a quedar el casco», pensó Jack. Parecía increíble que aún no hubiera caído ningún palo ni ninguna verga, pero eso no podía durar. Inclinándose hacia Ellis le dijo al oído: «Vaya rápidamente a la cocina y dígale al cocinero que ponga todas las sartenes y los peroles tiznados boca abajo. ¡Pullings, Babbington! ¡Que cese el fuego! ¡Retroceder! ¡Retroceder! ¡Poner en facha las gavias! Señor Dillon, después de que yo hable con la tripulación, deje que la guardia de estribor vaya a la cocina a tiznarse la cara. ¡Escuchadme todos! ¡Escuchadme todos!», gritó mientras el Cacafuego avanzaba despacio. «Debemos abordarlo y apresarlo. Ahora es el momento, ahora o nunca, ahora, sin cuartel, ahora mientras vacila. Cinco minutos luchando con todas nuestras fuerzas y será nuestro. ¡Coged hachas y sables y adelante! ¡Que la guardia de estribor se tizne la cara en la cocina y siga al señor Dillon! ¡El resto a popa conmigo!»

Bajó corriendo a la enfermería. Había allí cuatro heridos de los que Stephen cuidaba diligente; y también había dos cadáveres. «Vamos a abordarlo», dijo Jack. «Necesito a su ayudante, a todos los marineros a bordo. ¿Vendrá usted?»

«No, yo no iré», dijo Stephen. «Si quiere, llevaré el timón».

«Está bien. Vamos», dijo Jack.

Desde la cubierta llena de escombros, a través del humo, Stephen vio la enorme toldilla del jabeque, a unos veinte metros por la amura de babor. También vio a los tripulantes de la Sophie formando dos grupos; uno salía de la cocina y se dirigía a proa, con todos sus componentes armados y con las caras tiznadas, y el otro se encontraba a popa, alineándose a lo largo del pasamanos. En este último estaban el contador, pálido y con una mirada furiosa; el condestable, que guiñaba los ojos, pues los tenía acostumbrados a la oscuridad del interior de la corbeta; el cocinero con su cuchillo; el barbero del barco; e incluso su propio ayudante. Stephen vio que éste tenía una amplia sonrisa, en la que se destacaba su labio leporino, y acariciaba la punta redondeada del hacha de abordaje diciendo una y otra vez: «¡Atizaré a esos cabrones! ¡Atizaré a esos cabrones! ¡Atizaré a esos cabrones!» Algunos cañones españoles todavía disparaban al vacío.

«¡Bracear!», exclamó Jack, y las vergas empezaron a cambiar de dirección para que el viento hinchara las gavias. «Estimado doctor, ¿sabe lo que hay que hacer?» Stephen asintió con la cabeza, y cogiendo las cabillas del timón sintió su vitalidad. El timonel se alejó y cogió un alfanje con una expresión de macabro regocijo. «Doctor, recuerde las palabras "otros cincuenta"».

«Otros cincuenta.»

«Otros cincuenta», dijo Jack mirándolo sonriente. «Ahora aborde la corbeta con el navío, por favor», dijo Jack, y tras hacerle un saludo con la cabeza, se dirigió hacia la borda seguido del timonel, se subió a ella ágilmente, a pesar de su corpulencia, y permaneció allí cogido a un obenque y blandiendo su sable, un sable largo y pesado de caballería.

No obstante sus agujeros, las gavias se hincharon; la Sophie se aproximó; Stephen viró el timón con rapidez; hubo un terrible crujido, el chasquido de algunos cabos al soltarse, una sacudida, y enseguida la corbeta quedó situada junto a la fragata. Con un enorme clamor a proa y a popa, los tripulantes de la Sophie saltaron a su costado.

Jack saltó por encima de la destrozada borda y fue a caer sobre un cañón aún caliente y humeante, y el artillero que estaba junto a él lo empujó con una barra. En respuesta, Jack le lanzó lateralmente un sablazo, a la altura de la cabeza, que éste esquivó agachándose con rapidez, y luego saltó por encima de él hacia el centro de la cubierta del Cacafuego. «¡Adelante! ¡Adelante!», gritó con voz atronadora y avanzó descargando furiosos golpes contra los artilleros que huían y contra las picas y sables que se le oponían; había cientos, cientos de hombres en cubierta, observaba Jack; y gritaba sin parar: «¡Adelante!»

Los españoles se replegaban atónitos mientras todos los marineros y grumetes de la Sophie subían a bordo por el centro y la proa del jabeque. Fueron retrocediendo desde atrás del palo mayor hasta el combés, pero una vez allí se recobraron. Entonces se entabló un feroz combate, y unos a otros comenzaron a asestarse golpes atroces; la mayoría de los hombres luchaban entre los mástiles en una densa masa, tropezando unos con otros sin apenas espacio donde caer, dándose golpes y hachazos y disparándose, mientras que otros, en aislados grupos de dos o tres, peleaban junto a la borda aullando como bestias. Por la parte menos densa de la masa que sostenía el combate principal, Jack se había adentrado en ella unos tres metros; ahora un soldado estaba frente a él, y cuando sus sables chocaron en lo alto, un piquero le clavó la pica bajo el brazo derecho, levantándole la carne de las costillas, y la sacó para clavársela de nuevo. Justo por detrás de Jack, Bonden hizo un disparo, arrancándole a él la parte inferior de la oreja y matando al piquero allí mismo. Jack tiró rápidamente un doble tajo, confundiendo al soldado, y luego le dio un sablazo en el hombro con una fuerza terrible. Sintió que tras él la lucha se recrudecía; el soldado se desplomó. Jack sacó su sable, que había llegado hasta el hueso, y echó una rápida mirada a su alrededor. «Esto no saldrá bien», dijo.

En el castillo de proa, los españoles, ya casi recuperados de su sorpresa y con la fuerza, que su elevado número les proporcionaba, hacían retroceder hacia proa a los tripulantes de la Sophie, rompiendo los vínculos entre el destacamento de Jack y el de Dillon. Éste debía de estar retenido. Las cosas podrían cambiar en cualquier momento. Jack se subió a un cañón y gritó destrozándose la garganta: «¡Dillon, Dillon! ¡Al pasamanos de estribor! ¡Abrase paso hacia el pasamanos de estribor!» Por un momento, en el límite de su campo de visión, pudo ver a Stephen allí abajo, en la cubierta de la Sophie, que con el timón en sus manos miraba tranquilamente hacia arriba. «¡Otros cincuenta!», le gritó y Stephen, asintiendo con la cabeza repitió las mismas palabras; él volvió al combate, con el sable en alto y la pistola preparada.

En ese momento se escucharon espantosos gritos en el castillo de proa; la lucha por llegar al pasamanos se hizo más encarnizada, desesperada. Algo cedió detrás de la densa masa de españoles en el combés; éstos se volvieron y vieron unas caras negras que se acercaban con rapidez. Se formó una confusa aglomeración en torno a la campana de la fragata; se oían los más diversos gritos; los tripulantes de la Sophie con la cara tiznada chillaban como locos al reunirse con sus compañeros; se oían tiros, el choque de las armas, pasos apresurados de retirada. Todos los españoles apiñados en el combés se quedaron paralizados, incapaces de luchar. Los pocos que estaban en el alcázar corrieron hacia proa por el costado de babor para intentar reunir y organizar a los hombres y hacer que se retiraran los infantes de marina, que no podían luchar en aquellas condiciones.

El oponente de Jack, un marino de baja estatura, se alejó retorciéndose hasta caer detrás del cabrestante. Jack exhaló un suspiro de alivio y recorrió la cubierta con la mirada. «¡Bonden, arríe la bandera!»

Bonden corrió a popa saltando sobre el cadáver del capitán español. Jack gritó llamando la atención de todos y señaló la bandera. Miles de ojos, unos atentos, otros desconcertados, se volvieron hacia ella; y sin que los hombres acabaran de comprender lo que estaba pasando, vieron cómo bajaba rápidamente la bandera del Cacafuego hasta quedar arriada.

Todo había terminado. «¡Cesad la lucha!», gritó Jack, y la orden se extendió por toda la cubierta. Los tripulantes de la Sophie se separaron de los hombres amontonados en el combés, y éstos tiraron sus armas, súbitamente desanimados, muy asustados y defraudados. De aquella muchedumbre, abriéndose paso con dificultad, salió el oficial de más rango superviviente y le ofreció su sable a Jack.

«¿Habla usted inglés, señor?», le preguntó Jack.

«Lo entiendo, señor», dijo el oficial.

«Los marineros deberán bajar a la bodega, señor, enseguida», dijo Jack. «Los oficiales se quedarán en cubierta. Los marineros irán abajo a la bodega, abajo a la bodega».

Los españoles dieron la orden. La tripulación de la fragata empezó a desfilar por las escotillas. Y al hacerlo, quedaron visibles los muertos y heridos —una masa enmarañada de cuerpos en el centro del barco, muchos también a proa, cuerpos dispersos por todas partes— y también se hizo patente cuál era el número real de atacantes.

«¡Rápido, rápido!», gritó Jack, y sus hombres condujeron a los prisioneros más de prisa a la bodega, agrupándolos con diligencia, porque ellos comprendían tan bien como su capitán el peligro que existía. «¡Señor Day! ¡Señor Watt! Apunten un par de esos cañones —esas carronadas— hacia las escotillas. Cárguenlos con botes de metralla; hay muchos detrás de las defensas. ¿Dónde está el señor Dillon? Llamen al señor Dillon».

Lo llamaron, pero no hubo respuesta. Dillon estaba tendido cerca del pasamanos de estribor, donde había tenido lugar el combate más encarnizado, a pocos pasos del joven Ellis. Cuando iba a levantarlo, Jack creía que estaba herido, pero al darle la vuelta, vio la profunda herida en su corazón.