Capítulo 9

«Es ingrato por mi parte quejarme», escribió Stephen, «pero cuando pienso que podría haber caminado por la ardiente arena del desierto de Libia, donde abundan (como nos cuenta Goldsmith) serpientes de diversa peligrosidad, que podría haber recorrido la costa de Canope, haber visto los ibis, los cuervos del lago Mareotis y tal vez incluso los cocodrilos, y que, sin embargo, pasé como un remolino por la costa norte de Creta, teniendo todo el día a la vista el monte Ida; cuando pienso que llegamos a estar apenas a media hora de Citera y que a pesar de mis ruegos no nos detuvimos, no facheamos, como dicen los hombres de mar; cuando pienso en las maravillas que se encontraban a tan corta distancia de nuestra ruta —las Cícladas, el Peloponeso, la gran Atenas— y que no nos desviamos de ella ni siquiera medio día; cuando pienso todo esto, tengo que hacer un esfuerzo para no desear que Jack Aubrey se vaya al diablo. Pero, por otra parte, si en vez de ver esta situación negativamente, considerando las cosas posibles que no pude alcanzar, la veo positivamente, teniendo en cuenta lo que conseguí, ¡tengo tantos y tan fundamentados motivos para estar exultante! He visto el mar de Homero (aunque no vi su tierra), los pelícanos, los enormes tiburones blancos que los marineros no perdieron la oportunidad de pescar, las holoturias, las euspongia mollisima (las mismas con las que Aquiles llenó su casco, según Poggio), las indescriptibles gaviotas y las tortugas. Además, esos días de travesía pueden contarse entre los más tranquilos que he pasado en mi vida; y podrían contarse entre los más felices, si yo no me hubiera dado cuenta de que J. A. y J. D. podrían matarse, de la forma más civilizada posible, en la primera escala en tierra que hiciéramos, ya que en el mar no puede haber duelos, según parece. J. A. todavía está profundamente herido por algunos comentarios sobre el Cacafuego, pues cree que con ellos se ha cuestionado su valor; no puede soportar esta idea que ha hecho presa en él. Y en cuanto a J. D., aunque está más tranquilo, sus reacciones son imprevisibles, pues siente una gran infelicidad y una inmensa rabia contenida; esa rabia estallará de alguna forma, aunque no sé de cuál. Es como si él estuviera sentado en un barril de pólvora, en una forja en plena actividad, con chispas saltando por todas partes (las chispas en mi metáfora serían los motivos de ofensa)».

En verdad, si no hubiera sido por esa tensión, por esa nube pasajera, habría resultado difícil imaginar una forma más agradable de pasar los últimos días del verano que navegando por el Mediterráneo a la máxima velocidad de la corbeta. Ahora ésta navegaba mucho más rápido, pues Jack había encontrado su mejor punto de equilibrio, redistribuyendo el peso en la bodega para que se levantara la popa y haciendo que los mástiles tuvieran la inclinación que los constructores españoles habían proyectado. Además, los hermanos Esponja, con una docena de los marineros que sabían nadar a sus órdenes, habían pasado los largos períodos de calma en aguas griegas (su elemento natural) limpiando el casco de la corbeta. Stephen incluso recordaba una cálida tarde en que estaba sentado mirando el mar envuelto en penumbra y, aunque la superficie sólo estaba algo rizada, la Sophie atrapaba bastante viento en las juanetes, dejando en el agua una susurrante estela larga y recta, una brillante franja de fosforescencia sobrenatural que se extendía un cuarto de milla detrás de ella. Días y noches de increíble perfección. Noches en que la brisa jónica era estable y abombaba la vela cuadra mayor —se sucedían las guardias sin que hubiera que tocar ni una braza— y Jack y él permanecían en cubierta rascando sin parar sus instrumentos, entregados a la música, hasta que las gotas de rocío desafinaban las cuerdas. Y días en que el amanecer era tan hermoso y había tanta quietud que los hombres casi no se atrevían a hablar.

Había sido un viaje cuyos dos objetivos se habían perdido de vista; un viaje que había valido la pena en sí mismo. Por lo que se refería a la navegación, la corbeta estaba bien gobernada, pues estaba a bordo de nuevo toda la tripulación que se había ido con las presas; no había mucho trabajo ni tampoco demasiada prisa; día tras día la rutina era la misma; día tras día se hacían prácticas con los cañones, tratando cada vez de reducir en segundos el tiempo que se tardaba en hacer las descargas, y hubo un día, cuando la corbeta se encontraba situada a 16°31 'E, en que la guardia de babor consiguió hacer tres exactamente en cinco minutos. Y sobre todo, el tiempo había sido excelente y los vientos favorables (excepto una semana más o menos en la que había habido calma, cuando estaban en la parte más oriental del Mediterráneo, poco después de haberse separado del escuadrón de sir Sidney); tanto había sido así, que cuando comenzó a soplar un levante moderado, en el momento en que la escasez de agua había alcanzado un nivel tal que hacía realmente necesario dirigirse a Malta, Jack dijo preocupado: «Es demasiado bueno para que dure. Me temo que cambiará enseguida».

Él estaba especialmente interesado en hacer un viaje rápido, un viaje extraordinariamente rápido que persuadiera a lord Keith de su constante atención al cumplimiento del deber y de su seriedad. No había escuchado en su vida de adulto nada que lo hubiera desanimado más (después de darle vueltas) que los comentarios del almirante sobre la promoción a un rango superior; eran comentarios hechos en tono amable, pero muy convincente, y se sentía obsesionado por ellos.

«No creo que debiera usted preocuparse por un simple título, por un título que es casi puramente formal», dijo Stephen. «De todas maneras, ya lo llaman capitán Aubrey, y después de ese ascenso lo seguirán llamando capitán Aubrey, porque no creo que nadie le diga "capitán de navío tal y tal". ¿Acaso no será que usted se obstina en conseguir la simetría, que anhela llevar dos charreteras?»

«Ese anhelo ocupa un importante lugar en mi corazón, desde luego, junto con el deseo de ganar dieciocho peniques más cada día. Pero permítame puntualizar, señor, que se equivoca por completo en la afirmación que ha hecho. Actualmente me llaman capitán sólo por cortesía —dependo de la cortesía de un montón de personas insignificantes— lo mismo que a un cirujano lo llaman por cortesía doctor. ¿Le gustaría que cualquier maldito zoquete lo llamara señor Maturin cuando quisiera ser descortés? En cambio, si llego a ser capitán de navío algún día, seré capitán por derecho; pero tan sólo cambiaría mi charretera de un hombro al otro. No tendría derecho a llevar dos charreteras hasta pasados tres años desde mi nombramiento. No. La razón por la que todo oficial de marina en su sano juicio desea ardientemente ser nombrado capitán de navío es la siguiente: una vez que uno pasa al otro lado de la barrera, pues, ¡ya está! ¡Sí, ya está, mi querido amigo! Es decir, a partir de ese momento lo único que uno tiene que hacer para llegar a almirante es seguir vivo.»

«Y sin duda ese es el punto culminante de la felicidad humana.»

«Desde luego que lo es», dijo Jack mirándolo fijamente. «¿No le parece algo evidente?»

«Sí, claro.»

«Entonces», dijo Jack sonriendo al pensar en ello, «entonces, una vez incluido en el escalafón, uno va subiendo, tenga o no tenga barco, por antigüedad, en perfecto orden —de rear-admiral of the blue, rear-admiral of the white, rear-admiral of the red [30], vice-admiral of the Blue y así sucesivamente… hasta arriba— no por méritos ni por selección. Eso es lo que yo quiero. Hasta llegar a ese punto uno está a merced del interés, de la suerte o de la aprobación de los superiores, viejos cascarrabias en su mayoría. Uno debe tener una actitud servil ante ellos y repetir: "Sí, señor", "no, señor", "con su permiso, señor", "su más humilde servidor…" ¿Siente usted ese olor a cordero asado? Vendrá a comer conmigo ¿verdad? He invitado al oficial y al guardiamarina de esta guardia».

El oficial en cuestión resultó ser Dillon, y el guardiamarina el joven Ellis. Jack había decidido desde el principio que no debía notarse la ruptura de sus relaciones ni debía cambiar drásticamente una costumbre arraigada, de modo que una vez por semana invitaba a comer al oficial (y a veces al guardiamarina) de la guardia de mañana, quienquiera que fuera; y también, una vez por semana, era invitado a comer con los oficiales. Dillon, por su parte, había aceptado tácitamente esta situación; por tanto, él y Jack parecían estar en perfecta armonía, y el hecho de que en su vida cotidiana se encontraran, por lo general, ante la presencia de otras personas, les ayudaba a guardar las apariencias.

En aquella ocasión, la presencia de Henry Ellis les servía de protección. Éste había resultado ser un chico normal y más agradable de lo que se esperaba. Aunque al principio era sumamente tímido y reservado, y Babbington y Ricketts se burlaban de él de forma terrible, ahora que ya no era considerado un extraño, hablaba bastante. Pero no a la mesa del capitán; estaba sentado a ella callado y rígido, con los codos pegados al cuerpo y las puntas de los dedos y los bordes de las orejas resplandecientes, y devoraba el cordero a enormes bocados que se tragaba enteros. Jack siempre había sentido simpatía por los jóvenes, y en cualquier caso, pensaba que un invitado merecía consideración a su mesa, así que después de invitar a Ellis a beber con él un vaso de vino, le sonrió afablemente y le dijo: «Ustedes estaban recitando algunos versos en la cofa del trinquete esta mañana. Unos versos excelentes, en mi opinión. ¿Eran del señor Mowett? El señor Mowett compone bonitos poemas». Y así era. Su poema dedicado a la nueva vela cuadra mayor recién envergada había sido admirado por todos en la corbeta; pero su inspiración también lo había llevado a escribir, con poco acierto, como parte de una descripción general:

Blanca como las nubes en la resplandeciente luz del mediodía, su culo en las traslúcidas aguas brilla.

Para entonces este pareado había acabado con la fama que Mowett tenía entre los cadetes; y éstos lo habían recitado en la cofa para provocar aún más al joven.

«Por favor, ¿sería tan amable de recitarnos esos versos? Seguro que al doctor le gustará escucharlos.»

«¡Oh, sí! Por favor, recítelos», dijo Stephen.

El infeliz muchacho metió bruscamente un gran trozo de cordero en uno de sus carrillos, se puso muy pálido, y haciendo acopio de todas sus fuerzas dijo: «Sí, señor». Fijó la vista en la ventana de popa y comenzó:

«Blanca como las nubes en la resplandeciente luz del mediodía…

¡Oh, Dios mío, no me abandones!

Blanca como las nubes en la resplandeciente luz del mediodía su c…»

La voz le tembló, se extinguió y surgió de nuevo débilmente, como un desesperado espectro. Y por fin el joven logró decir en tono chillón «su culo»; pero no pudo continuar.

«Un verso muy bonito, ya lo creo», dijo Jack después de una breve pausa. «Y también edificante. Doctor Maturin, ¿le apetece un poco más de vino?»

Mowett apareció como un actor que entra en escena un poco después de la indicación convenida. «Perdone que lo interrumpa, señor, pero hay un navío con las gavias izadas a tres grados por la amura de estribor.»

En este maravilloso viaje no habían visto casi ninguna embarcación en alta mar, a excepción de algunos caiques en aguas griegas y un barco de transporte que hacía su recorrido de Sicilia a Malta. Por eso, cuando finalmente el desconocido estuvo lo bastante cerca para que pudieran verse desde cubierta sus gavias y una pequeñísima parte de sus mayores, todos lo miraban fijamente, con más intensidad de lo habitual. La Sophie había franqueado el canal de Sicilia aquella mañana y viraba hacia el oeste noroeste con una brisa moderada del noroeste, teniendo el cabo de Teulada, en Cerdeña, a veintitrés leguas al norte cuarta al este, y Puerto Mahón tan sólo a unas doscientas cincuenta millas. El desconocido viraba aparentemente al sursuroeste o al sur, como si se dirigiera a Gibraltar, o tal vez a Orán, y estaba situado al noroeste cuarta al norte de la corbeta. Si ambas embarcaciones mantenían su rumbo llegarían a cruzarse, pero por el momento no era posible decir cuál de ellas cortaría la estela de la otra.

Alguien que observara la Sophie desde fuera la habría visto escorar ligeramente cuando la tripulación se agrupó en el costado de estribor, habría notado que en el castillo de proa cesaba la excitada conversación y habría sonreído al ver a dos tercios de la tripulación y a todos los oficiales fruncir los labios cuando el lejano navío largó las juanetes. Eso significaba que aquél era casi seguro un navío de guerra; casi seguro una fragata, o bien un navío de línea. Pero las juanetes no habían sido aferradas con la habilidad propia de buenos marinos, y mucho menos con la que era característica en la Armada real.

«Haga la señal secreta, señor Pullings. Señor Marshall, comience a alejarse. Señor Day, prepare el cañón.»

La bandera roja, formando una gran bola, se elevó por el palo trinquete, y al llegar arriba se desplegó bruscamente y comenzó a ondear; y cuando la bandera blanca y el gallardete estuvieron colocados en el tope del palo mayor, un cañonazo fue disparado por barlovento.

«Una bandera azul en el palo trinquete, señor», dijo Pullings, pegado a su telescopio. «Y un gallardete rojo en el palo mayor. La del trinquete es la bandera de salida del puerto».

«¡A las brazas!», gritó Jack. «Suroeste cuarta al sur medio sur», le dijo al timonel, porque aquella señal era la respuesta que se había quedado esperando seis meses antes. «¡Largad las sobrejuanetes, las rastreras y las alas de las gavias! Señor Dillon, le ruego que me diga su opinión».

James se subió a las crucetas y dirigió el catalejo hacia el distante navío; tan pronto como la Sophie cambió de rumbo, cabeceando entre las olas que venían del sur, James contrarrestó aquel cambio de posición moviendo como un péndulo el brazo que tenía libre y enfocó al desconocido con su telescopio. Observó el cañón de bronce de proa, que lanzaba destellos bajo el sol de la tarde. Estaba seguro de que era una fragata; todavía no podía contar sus portas, pero sin duda era una fragata muy potente. Y refinada. También a bordo de ella estaban izando las rastreras y tenían dificultades en la maniobra con una botavara.

«Señor», dijo el guardiamarina de la cofa del mayor al descender de ésta con un marinero. «Andrews cree que es la Dédaigneuse».

«Mírela de nuevo con mi telescopio», dijo Dillon pasándole a Andrews su telescopio, el mejor de la corbeta.

«Sí. Es la Dédaigneuse», dijo el marinero, un hombre de mediana edad que cubría su bronceado torso únicamente con un grasiento chaleco rojo. «Observe la curva de su proa de moderno diseño. Fui prisionero a bordo de ella más de tres semanas; me sacaron de un barco carbonero».

«¿Cuántos cañones tiene?»

«Veintiséis cañones de dieciocho en la cubierta superior, señor, dieciocho largos de ocho en el alcázar y el castillo de proa, y uno largo de doce, hecho de bronce, a proa. Me obligaban a sacarle brillo a ese cañón.»

«Es una fragata, señor, no cabe duda», informó James. «Y Andrews, de la cofa del mayor, un hombre sensato, dice que es la Dédaigneuse. Estuvo prisionero en ella».

«Bien», dijo Jack sonriendo, «es una suerte que ahora los días sean más cortos». Faltaban, en realidad, alrededor de cuatro horas para que el sol se pusiera; el crepúsculo no duraba mucho en esas latitudes y pronto habría total oscuridad. La Dédaigneuse, para alcanzar a la Sophie, tendría que navegar a una velocidad casi dos nudos superior a la de ésta, pero Jack no creía que pudiera hacerlo; si bien estaba muy bien armada, no se distinguía por su habilidad para navegar como la Astrée o la Pomone. Él puso entonces toda su atención en conseguir que su querida corbeta alcanzara cuanto antes la máxima velocidad. Podría suceder que no lograra escabullirse durante la noche —cuando él estaba en la guarnición de las Antillas, había tomado parte en una persecución a lo largo de más de doscientas millas que había durado treinta y dos horas— y cada yarda podría contar. Ahora el viento soplaba casi por la aleta de babor de la Sophie, no lejos del punto por donde era más favorable y permitía navegar de manera óptima, y la velocidad de ésta era de más de siete nudos; la tripulación, numerosa y bien adiestrada, había largado tan ágilmente las sobrejuanetes y las alas que durante los primeros quince minutos la corbeta parecía aventajar a la fragata.

«Quisiera que esto durara», dijo Jack mirando hacia el sol a través de la delgada y gastada lona de la gavia. Las prodigiosas lluvias de primavera en el Mediterráneo occidental, el sol griego y los fuertes vientos habían eliminado hasta la última partícula del acabado que el constructor había dado a las velas, haciendo que éstas perdieran gran parte de su consistencia y colgaran por la parte central y los rizos; no había problema si navegaban con el viento en popa, pero si debían dar bordadas en su enfrentamiento con la fragata, el aparejo terminaría destrozado; nunca habían estado tan cerca de que esto ocurriera.

Sin embargo, aquello no duró. Cuando en el casco de la fragata se notó la presión de las velas que habían sido desplegadas lentamente, ésta trató de recuperar el tiempo perdido y comenzó a dar caza a la Sophie. Al principio fue difícil estar seguro de esto —en el horizonte, por la arrufadura, hubo relámpagos, y por debajo de ellos apareció una oscura sombra— pero cuando pasaron cuarenta y cinco minutos su casco era visible desde el alcázar de la Sophie; y Jack ordenó largar la anticuada sobrecebadera, haciendo caer la corbeta otro medio grado.

Junto al coronamiento, Mowett le daba detalles a Stephen sobre la vela que acababan de largar en la Sophie; era una vela volante que iba sujeta por un nervio al extremo del botalón y tenía una raca de hierro y, desde luego, raramente se encontraba en un navío de guerra. Jack permanecía junto al último cañón de popa de la batería de estribor con los ojos fijos en la fragata, tratando de no pasar por alto ninguno de los movimientos a bordo de ésta, y estaba abstraído en el cálculo de los riesgos que correrían al largar las alas de las juanetes con aquella brisa cada vez más intensa. Entonces se oyó un confuso rumor a proa y el grito «¡hombre al agua!» Casi al mismo tiempo, Jack vio pasar a Henry Ellis arrastrado por la suave y ondulante corriente, con expresión de asombro, haciendo un gran esfuerzo por sacar la cabeza del agua. Mowett le tiró la beta de un pescante. Henry sacó los brazos del agua y los extendió para agarrarse a ella, pero su cabeza se hundió y sus manos no pudieron alcanzarla. Enseguida quedó atrás, balanceándose en la estela.

Todos los rostros se volvieron hacia Jack, que tenía una expresión muy grave. Éste miró hacia el chico y luego hacia la fragata, que se acercaba navegando a ocho nudos. En diez minutos perderían una milla o más de ventaja; al fachear se destrozarían las alas; luego tardarían en ganar velocidad de nuevo. Noventa hombres estaban en peligro. Estas consideraciones se agolparon en su mente en breves instantes, mientras él se quedaba sin respiración; pero también pensó en lo intensas que eran las miradas dirigidas hacia él y se acordó de los odiosos padres del chico y de que éste era considerado casi un invitado, pues era un protegido de Molly Harte.

«¡Desatracar el chinchorro!», dijo con voz áspera. «¡Preparados! ¡Todos preparados! Señor Marshall, ponga la corbeta en facha».

La Sophie viró rápidamente colocándose contra el viento; el chinchorro saltó al agua. No fue necesario dar muchas órdenes. La tripulación, casi sin decir ni una palabra, cambió la orientación de las vergas y redujo trapo haciendo pasar rápidamente por las poleas las drizas, los brioles y los chafaldetes; y Jack, a pesar de su amargura y su rabia, admiró la habilidad demostrada en la maniobra.

El chinchorro se deslizaba por el mar con dificultad, tratando de atravesar de nuevo la estela de la Sophie lentamente, lentamente. Sus tripulantes miraban atentos por ambos lados de la embarcación, con el bichero metido en el agua, sin parar de moverlo. Una búsqueda interminable. Ahora por fin habían virado. Y cuando sólo les faltaba la cuarta parte del recorrido para llegar a la corbeta, Jack vio a través del catalejo cómo todos los remeros caían violentamente al fondo del bote, pues el primero de ellos remaba con tanta fuerza que su remo se había roto y él había caído hacia atrás.

«¡Jesús, María…!», murmuró Dillon a su lado.

La Sophie había virado y se movía un poco cuando el chinchorro llegó junto a ella. El joven ahogado fue subido a bordo. «Está muerto», dijeron los hombres. «¡Nos haremos a la vela!», dijo Jack. De nuevo se sucedieron las silenciosas maniobras con asombrosa rapidez. Con demasiada rapidez; pues cuando aún la corbeta no se había situado en su rumbo, ni había alcanzado siquiera la mitad de la velocidad que tenía anteriormente, se oyó un horrible crujido y la verga de la juanete de proa se resquebrajó por la parte sujeta por las eslingas.

Ahora se daban órdenes rápidamente. Stephen, al levantar la vista del cuerpo de Ellis, vio a Jack dando órdenes a Dillon, soltando una sarta de vocablos técnicos; luego éste, tras elaborarlas, las transmitió a través de la bocina al contramaestre y a los gavieros de proa, que se apresuraron a subir a lo alto de la jarcia. Jack dio también instrucciones al carpintero y su brigada, calculó los cambios de las fuerzas que actuaban en la corbeta y le dio al timonel las indicaciones para seguir un rumbo apropiado. Por encima del hombro, dirigió la vista hacia la fragata, y después miró hacia abajo con mucha atención. «¿Puede usted hacer algo por él? ¿Necesita usted ayuda?»

«Su corazón ha dejado de latir», dijo Stephen. «Pero me gustaría intentar… ¿podría colgarlo por los pies en cubierta? No hay sitio abajo».

«Shannahan. Thomas. Echad una mano. Usad la estrellera y esa meollar. Haced lo que el doctor os indique. Señor Lamb, esa reparación…»

Stephen mandó a Cheslin a buscar lancetas, cigarros y el fuelle de la cocina. Y cuando el cuerpo inerte de Henry Ellis quedó suspendido sobre cubierta, lo dobló por la cintura dos o tres veces con la cara hacia abajo y la lengua afuera, sacándole un poco de agua. «Manténgalo así», dijo, y lo pinchó con una lanceta detrás de las orejas. «Señor Ricketts, tenga la amabilidad de encenderme ese cigarro». Los tripulantes de la Sophie que no estaban ocupados en reparar la agrietada verga, ni en envergar de nuevo la vela y guindarla, ni en cambiar la orientación de las velas constantemente, ni en lanzar miradas furtivas a la fragata, tuvieron la enorme satisfacción de observar lo que hacía el doctor Maturin. Con el humo del cigarro, Stephen llenó el fuelle y luego metió la punta de éste en uno de los agujeros de la nariz del paciente, mientras su ayudante le mantenía cerrada la boca y el otro agujero de la nariz. Entonces insufló el humo acre en los pulmones de Ellis y dobló su cuerpo de modo que el vientre oprimiera el diafragma. Boqueadas, ahogo, una fuerte presión del vientre sobre el diafragma, más humo, boqueadas más regulares, y finalmente Ellis tosió. «Ya pueden bajarlo», dijo Stephen a los fascinados marineros. «Los hay que nacen para ser colgados».

La fragata había recorrido una gran distancia en ese tiempo, y ahora podían contarse sus portas sin usar el catalejo. Era una potente fragata —cada una de sus baterías podía lanzar un total de trescientas libras de metal, mientras que la Sophie sólo veintiocho— pero iba muy cargada, e incluso con aquel viento moderado tenía dificultad para avanzar. Parecía estar haciendo un esfuerzo por navegar entre las olas que rompían regularmente bajo la proa, salpicando la cubierta. Todavía continuaba acercándose a la Sophie perceptiblemente. «Pero», dijo Jack para sí, «apuesto a que con esa tripulación arriará las sobrejuanetes antes de que oscurezca del todo». Por su atenta observación del modo de navegar de la Dédaigneuse, estaba convencido de que gran parte de los marineros eran inexpertos; incluso era posible que toda la tripulación fuera novata, ya que esto no era raro en los navíos franceses. «Pero tal vez haga antes un tiro de punto en blanco».

Levantó la vista hacia el sol, que aún estaba a bastante distancia del horizonte. Y después de ir y venir cien veces del coronamiento al cañón y del cañón al coronamiento, observó que el sol aún estaba a bastante distancia del horizonte, justo en el mismo lugar, brillando con absurda viveza en el espacio entre el pujamen de la gavia y la verga, mientras que la fragata había avanzado ostensiblemente. Entretanto, la rutina diaria de la corbeta continuaba casi mecánicamente. Se dio la voz de rancho al comenzar la guardia del primer cuartillo; y al sonar dos campanadas, cuando Mowett levantaba la corredera, James Dillon preguntó: «¿Llamo a todos a sus puestos, señor?» Estaba un poco indeciso, pues no sabía cuáles eran las intenciones de Jack, y por encima del hombro de éste miraba fijamente la Dédaigneuse, que se aproximaba brillando bajo el sol, con un aspecto impresionante por todo el velamen que tenía desplegado y aquella especie de bigote blanco que la hacía parecer más veloz.

«¡Oh, sí, por supuesto! Veamos el resultado de la medición de Mowett y después, por favor, llame a todos a sus puestos.»

«Siete nudos y cuatro brazas, señor, con su permiso», le dijo Mowett al primer oficial, que se dio la vuelta, se llevó la mano al sombrero y le repitió el resultado al capitán.

Se oyó el redoble del tambor y retumbó en cubierta el ruido ensordecedor de los pasos de los hombres, con sus pies descalzos, en el interior del barco; todos ocuparon sus puestos. Luego se llevó a cabo el largo proceso de atar bonetas a las gavias y las juanetes, la colocación de contraestayes adicionales en los mastelerillos (pues Jack había decidido largar más velas durante la noche), y cientos de pequeños cambios de la tensión y la orientación de las velas. Todo esto llevó tiempo; pero el sol aún brillaba, y la Dédaigneuse se acercaba cada vez más, y más, y más. Ésta llevaba demasiado velamen desplegado en la parte superior de la jarcia y a popa, pero todo a bordo parecía hecho de acero; nada se había roto ni se había desprendido (Jack precisamente tenía puestas sus mayores esperanzas en ello) a pesar de que había dado dos bruscas guiñadas en la guardia del segundo cuartillo que debían de haber dejado a su capitán paralizado. «¿Por qué no amollará la vela mayor por barlovento para que la fragata no soporte tanta presión?», se preguntó Jack. «Es muy práctico el condenado».

A bordo de la Sophie, se había hecho todo lo que se podía hacer. Las dos embarcaciones, silenciosas, navegaban a gran velocidad por las cálidas aguas bajo el sol de la tarde; y la fragata se aproximaba a un ritmo constante.

«Señor Mowett», llamó Jack al terminar su paseo. Mowett se separó del grupo de oficiales que, desde el costado de babor del alcázar, miraban atentos la Dédaigneuse. «Señor Mowett…» Hizo una pausa. Desde abajo, medio apagados por el canto del viento que soplaba por la aleta y el crujido del aparejo, llegaban fragmentos de una suite para violoncelo. El larguirucho guardiamarina lo miró atento, dispuesto a servirlo, y por deferencia se inclinó hacia delante y trató de mantenerse así unos instantes, adaptándose al rápido movimiento serpenteante de la corbeta. «Señor Mowett, ¿sería tan amable de recitarme su poema dedicado a la nueva vela mayor?», dijo. «Me gusta mucho la poesía», añadió sonriendo al ver la expresión tímida y asustada de Mowett, resultado de su tendencia a negarlo todo.

«Bueno, señor», dijo indeciso en tono afable. Luego tosió, y en un tono muy diferente, ceremonioso, dijo: «La nueva vela mayor», y prosiguió:

La vela mayor, por la ráfaga de viento rasgada,

con sus pedazos ondeando como gallardetes,

fue desenvergada.

Con candalizas sujeta, otra nueva enseguida es

preparada,

sube y se despliega bajo la verga,

hasta los penoles se extiende el cabo principal,

y enseguida los puños altos y los envergues hay que ayustar.

Acabada esa tarea, primero las brazas hay que filar,

y luego hasta la castañuela el puño de amura halar.

Y mientras se baja el palanquín de sotavento,

se tensan las escotas y se ajustan y amarran con tiento.

«¡Excelente! ¡Estupendo!», exclamó Jack dándole palmadas en el hombro. «Merece publicarse en la Gentleman’s Magazine, se lo aseguro. Recite otros versos, por favor».

Mowett bajó los ojos con humildad, tomó aliento y comenzó de nuevo. «Poema ocasional:

¡Ah! Si yo tuviera el arte sagrado de Marot

para despertar en los corazones sensibles los

sentimientos,

entonces expresaría, con palabras insuperables,

el espantoso horror de la costa a sotavento».

«Sí, la costa a sotavento», murmuró Jack asintiendo con la cabeza. Y en ese momento se oyó el primer cañonazo de la fragata. La Dédaigneuse había disparado el cañón de proa, y el ruido sordo del disparo había interrumpido el poema de Mowett cuando aún faltaban ciento veinte versos. Sin embargo, no se vio caer ninguna bala hasta que el borde inferior del sol estuvo sobre el horizonte; entonces una bala de doce libras pasó junto al costado de estribor de la corbeta, rebotando a unas veinte yardas, justo cuando Mowett llegaba al desafortunado dueto:

Aterrorizados por la inminencia de la muerte,

tan sólo lástima de sí mismos en el pecho sienten.

Y él consideró que debía hacer una pausa para explicar que «desde luego, señor, no eran más que marinos mercantes».

«Bueno, esa es una interesante reflexión», dijo Jack. «Pero me temo que ahora debo interrumpirlo. Dígale al contador que necesitamos tres barriles de los más grandes y encargúese de que los suban al castillo de proa. ¡Señor Dillon! ¡Señor Dillon! Construiremos una balsa para colocar en ella un fanal de popa y tres o cuatro faroles más pequeños; pero el trabajo se debe hacer detrás de la trinquete, para no ser vistos».

Jack mandó encender el fanal de popa un poco antes de lo habitual, y él mismo bajó a la cabina para comprobar si las ventanas de popa quedaban tan iluminadas como quería. Cuando empezó a oscurecer, a bordo de la Dédaigneuse también aparecieron luces, y poco después desaparecieron las sobrejuanetes. Y así, con las sobrejuanetes aferradas, su oscura silueta se recortaba sobre el cielo violeta, mientras su cañón de proa, aproximadamente cada tres minutos, lanzaba rojas lenguas de fuego que podían verse mucho antes de que su sonido llegara a la corbeta.

Venus se ocultó por la amura de estribor, y sin su presencia el firmamento quedó mucho menos iluminado. Desde hacía media hora, la fragata no disparaba, y sólo se podía calcular su posición por las luces. Parecía mantenerse a la misma distancia; era casi seguro que se mantenía a la misma distancia.

«Llevad la balsa a popa», dijo Jack. Entonces, el extraño artefacto, chocando con los botalones de las alas y todo lo que quedaba a su alcance, fue llevado hasta el costado, y luego, balanceándose, fue bajado por él; tenía un fanal de popa colgado de un palo de la misma altura que el coronamiento de la Sophie, y debajo cuatro faroles más pequeños formando una fila. «Necesito a un marinero que sea muy ágil y habilidoso», dijo Jack. «¡Lucock!»

«¿Señor?»

«Quiero que baje a la balsa y encienda los faroles a medida que se apaguen a bordo los faroles correspondientes.»

«Sí, señor. Encenderlos cuando se apaguen los de a bordo.»

«Lleve esta linterna sorda y átese una cuerda a la cintura.»

Era una operación difícil, con el mar agitado y la corbeta salpicando tanta agua al moverse. Y existía la posibilidad de que alguno de los hombres de la Dédaigneuse, mirando a través de su catalejo, descubriera a una figura actuando de modo extraño detrás de la popa de la Sophie. Pero ahora ya estaba hecho, y Lucock pasó por encima del coronamiento y se dirigió al alcázar envuelto en sombras.

«Muy bien», dijo Jack en voz muy baja. «Soltad la balsa».

La balsa se alejó de la popa y Jack sintió cómo la Sophie hizo un movimiento brusco cuando fue liberada de la carga que arrastraba. Llevaba una loable imitación de las luces de la corbeta, aunque cabeceaba demasiado, y el contramaestre le había colocado cuerdas entrecruzadas simulando marcos de ventanas.

Jack la miró unos instantes y luego dijo: «Largad las alas de las juanetes». Los gavieros subieron, perdiéndose de vista inmediatamente, mientras todos en cubierta estaban muy atentos, inmóviles, mirándose unos a otros. El viento había amainado un poco, pero la verga resquebrajada suponía un problema; y en cualquier caso, el velamen desplegado hacía una gran presión…

Se ataron las empuñiduras de las alas recién desplegadas, se tensaron los contraestayes adicionales, y el rumor de la jarcia aumentó un cuarto de tono; la Sophie se movía más velozmente. Los gavieros reaparecieron en cubierta y se quedaron junto a sus atentos compañeros, volviendo la vista hacia atrás para observar las luces cada vez más lejanas. No se desprendió nada en el aparejo; la presión disminuyó un poco. Y de repente, todos miraron hacia la Dédaigneuse, que había comenzado a disparar de nuevo. La fragata disparó una y otra vez, una y otra vez; y de pronto se vio su costado iluminado, pues había dado una guiñada para dispararle una andanada a la balsa; era una magnífica visión, una larga hilera de brillantes fogonazos acompañados de un terrible estruendo. Sin embargo, la balsa no sufrió daños, y en la cubierta de la Sophie los hombres se reían entre dientes. Una andanada tras otra; la fragata parecía furiosa. Y finalmente se apagaron las luces de la balsa, todas a un tiempo.

«¿Pensarán que nos hemos hundido?…», se preguntaba Jack mirando el costado de la lejana fragata, «… ¿o habrán descubierto el engaño? ¿Se habrán detenido? En todo caso, estoy seguro de que no pensarán que hemos seguido recto».

Pero una cosa era decir que estaba seguro de ello y otra muy distinta era estar en el fondo realmente convencido, así que subió al tope y comenzó a recorrer el horizonte con su telescopio de noche, desde el nornoroeste al estenordeste; allí estaba cuando las Pléyades aparecieron en el cielo, y allí seguía al rayar el alba, e incluso al salir el sol; aunque ya para entonces era evidente que, o bien habían dejado atrás la fragata, o bien ésta, tratando de darles caza, había tomado un nuevo rumbo, hacia el este o el oeste.

«Nornordeste es el rumbo más probable», pensó Jack entrecerrando los ojos a causa del brillo cegador del sol que comenzaba a salir, mientras se apoyaba el catalejo contra el pecho para cerrarlo. «Eso es lo que yo habría hecho». Descendió del tope con dificultad, pasando rígido entre los aparejos, y fue hasta su cabina caminando pesadamente. Mandó buscar al segundo oficial para calcular cuál era la posición de la corbeta en esos momentos y, con los ojos cerrados, esperó a que él llegara.

Debían de estar ahora a cinco leguas del cabo Bougaroun, en la costa africana, pues habían recorrido más de cien millas durante la persecución, y buena parte de ellas desviándose de su rumbo. «Tendremos que navegar con el viento en contra, si volviera a soplar» —había estado rolando y amainando durante la guardia de media— «y mantenernos de ceñida lo más que podamos. Pero aún así, adiós a una travesía rápida». Jack se echó hacia atrás y cerró de nuevo los ojos, pensando en decir que era estupendo que África no se hubiera movido hacia el norte medio grado durante la noche, y sonriendo por esta idea se durmió enseguida.

El señor Marshall hizo algunas observaciones que no obtuvieron respuesta. Contempló a Jack unos instantes y luego, con infinita delicadeza, le colocó los pies sobre el baúl, lo tumbó y le puso un cojín bajo la cabeza. Entonces enrolló las cartas náuticas y salió sigilosamente de la cabina.

Adiós a una travesía rápida, en efecto. La Sophie se dirigía hacia el nornoroeste, y el viento, cuando soplaba, venía precisamente del nornoroeste. Además, éste dejó de soplar varios días consecutivos, y al final, hasta llegar a Menorca, los hombres tuvieron que remar durante doce horas seguidas, y atravesaron el gran puerto trabajosamente, llevando la lengua fuera, pues en los últimos cuatro días sólo habían recibido un cuarto de su ración de agua.

* * *

También salieron trabajosamente del puerto. La lancha y el cúter remolcaban la corbeta y los hombres levantaban los pesados remos, mientras el hedor de las curtidurías, que impregnaba el aire, los iba siguiendo.

«¡Qué lugar tan deprimente!», dijo Jack desviando los ojos de la isla de la cuarentena.

«¿Piensa de verdad que lo es?», dijo Stephen. Había subido a bordo con una pierna envuelta en un trozo de lona que le había regalado el señor Florey. «A mí me parece que tiene sus encantos».

«Es que a usted le gustan mucho los reptiles», dijo Jack. «Señor Watt, se supone que esos hombres tienen que levantar los remos ¿no?»

La más reciente decepción, o mejor dicho, humillación que había sufrido —insignificante pero dolorosa— no tenía justificación. Él se había ofrecido a llevar en su bote a Evans, de la bombarda Aetna, aunque tenía que desviarse de su camino y pasar entre los navíos abastecedores y de transporte que componían el convoy que salía para Malta;

Y Evans, mirando su charretera con su habitual insolencia, había dicho «¿Dónde has comprado ese galón?»

«En Paunch.»

«Eso me parecía. En Paunch tienen nueve partes de bronce; casi no les ponen oro puro. Enseguida se nota.»

Envidia y mala voluntad. Lamentablemente, Jack había oído varios comentarios de ese tipo, todos provocados por los mismos condenados motivos. En cambio, él nunca había sido grosero con nadie porque lo hubieran autorizado a hacer un crucero, ni porque hubiera tenido suerte con las presas. Y por otra parte, tampoco había tenido tanta suerte con las presas, no tanta como los demás pensaban. El señor Williams lo había recibido con cara larga, y la causa era que parte del cargamento del San Carlo no había podido confiscarse, ya que había sido consignado por un comerciante de Ragusa bajo protección británica; y los gastos del juicio ante el tribunal del Almirantazgo habían sido muy altos. Y tal como estaban las cosas en esos momentos, realmente casi no había valido la pena enviar las presas más pequeñas. Por otro lado, en el astillero lo habían reprendido como a un niño por la rotura de la verga de la juanete, que después de todo era una simple vara y se había gastado muy justificadamente. Y también por los brandales. Pero sobre todo, se sentía decepcionado porque Molly Harte, durante su estancia, sólo había estado allí una tarde y luego se había ido a pasar unos días con lady Warren en Ciudadela; según había dicho, estaba comprometida hacía tiempo. Y Jack no había imaginado que esto tuviera tanta importancia para él ni que lo hiciera tan infeliz.

Una serie de decepciones. Se sentía bastante satisfecho con Mercy y las cosas que ésta le había contado, pero eso era todo. Lord Keith se había hecho a la vela dos días antes de que él llegara y había dicho que era extraño que el capitán Aubrey no hubiera regresado en el plazo fijado, según le refirió el capitán Harte sin tardar. En cambio, los horribles padres de Ellis no habían abandonado aún la isla, y él y Stephen se vieron obligados a soportar su hospitalidad; había sido la única vez en su vida que Jack había visto compartir media botella de vino blanco entre cuatro. Decepciones. Los propios tripulantes de la Sophie, desenfrenados por haber recibido un anticipo del dinero del botín, se habían comportado mal, muy mal, incluso juzgándolos según los patrones de comportamiento del puerto. Cuatro estaban en prisión por violación; otros cuatro se habían quedado en los burdeles, pues no los habían encontrado antes de que la Sophie zarpara; uno se había roto la clavícula y una muñeca. «Estúpidos borrachos», dijo Jack mirando furioso a los tripulantes que estaban en cubierta. Por otra parte, muchos de los marineros que llevaban los remos en el combés remaban con desgana y estaban todavía sucios, sin afeitarse y algo desconcertados; algunos vestían aún su mejor ropa, la que usaban para bajar a tierra, toda manchada y baboseada. Había olor a rancio, a tabaco de mascar, a sudor y a prostíbulo. «Ellos no hacen caso de los castigos. Nombraré a ese negro mudo, a King, ayudante del contramaestre. Y prepararé un verdadero enjaretado; eso les ayudará a recordar lo que deben hacer». Decepciones. Los rollos de lona número tres y cuatro, de excelente calidad, que había encargado y pagado personalmente, no le habían sido entregados. En las tiendas se habían agotado las cuerdas de violín. Su padre le había enviado una carta en la que hablaba con vehemencia, casi con entusiasmo, de las ventajas de volverse a casar, de la conveniencia de tener una mujer que se ocupara del gobierno de la casa, de lo importante que era estar casado, desde todos los puntos de vista, especialmente desde el social, pues la sociedad exigía al hombre ciertos requisitos. El rango, decía el general Aubrey, no tenía ninguna importancia; la bondad del alma era lo que contaba; y podían encontrarse personas de buen corazón y, sin duda, mujeres buenas incluso en una choza; la diferencia de edad entre una persona de sesenta y cuatro años y otra de veinte y tantos tenía muy poca importancia. Las palabras «un viejo semental para una joven…» estaban tachadas, y había una flecha señalando la frase «que se ocupara del gobierno de la casa» con una anotación al lado: «sería casi como un primer oficial de marina, creo yo».

Jack miró hacia su primer oficial que, al otro lado del alcázar, enseñaba al joven Lucock cómo colocar el sextante para medir la altura del sol sobre el horizonte. Notaba que Lucock, aunque trataba de contenerse, estaba muy entusiasmado por conocer aquel misterio que le explicaban cuidadosamente y (de forma más general) por su ascenso; y eso fue causa de que su horrible humor comenzara a mejorar. En ese momento, decidió que virarían hacia el sur y que bordeando la isla irían hasta Ciudadela. Quería ver a Molly. Quizás había algún malentendido que él aclararía enseguida; y pasarían juntos una hora maravillosa en el jardín rodeado de altos muros que daba a la bahía.

Por detrás del castillo de San Felipe, una oscura línea sobre el mar indicaba la formación de ráfagas de viento, posiblemente del oeste. Y después de dos horas con aquel calor que aumentaba por momentos, llegaron sudorosos a la altura del castillo, subieron la lancha y el cúter y se prepararon para hacerse a la vela.

«Ponga rumbo a la isla del Aire», señor Marshall.

«¿Al sur, señor?», preguntó el segundo oficial asombrado, pues virar hacia el norte bordeando Menorca era la forma más directa de llegar a Barcelona, y el viento les sería favorable.

«Sí, señor», dijo Jack secamente.

«Sur cuarta al oeste», le dijo el segundo oficial al timonel.

«Sur cuarta al oeste, señor», replicó éste. Y las velas de proa se hincharon rápidamente.

Desde alta mar soplaba un fuerte viento, cargado de salitre, llevándose consigo la suciedad del ambiente. La Sophie escoró un poco, animándose de vida nuevamente. Jack vio a Stephen alejarse de la bomba de tronco de olmo y dirigirse hacia popa, y cuando éste pasó junto a él le dijo: «¡Dios mío, es estupendo estar en el mar de nuevo! ¿No se siente usted en tierra como una fiera enjaulada?».

«¿Como una fiera enjaulada?», repitió Stephen. «No».

Hablaron despreocupadamente de varios temas, saltando de uno a otro. Hablaron de tejones, nutrias y zorros, de la caza del zorro, de algunos casos de zorros de asombrosa astucia y perfidia y también de gran resistencia y buena memoria. De la caza del ciervo y el jabalí. Y mientras ellos conversaban, la corbeta bordeaba la costa menorquina.

«Recuerdo que una vez comí jabalí», dijo Jack, que había recuperado su buen humor casi por completo. «Recuerdo que comí estofado de jabalí cuando tuve el placer de comer con usted por primera vez; usted me dijo lo que era. ¡Ja, ja! ¿Se acuerda de aquello?»

«Sí. Y me acuerdo también de que hablamos de la lengua catalana, lo cual me trae a la memoria algo que quería decirle ayer por la tarde. James Dillon y yo fuimos hasta Ulla para ver sus monumentos prehistóricos —hechos por los druidas, no cabe duda— y había dos campesinos separados por una cierta distancia que se hablaban a gritos e hicieron comentarios sobre nosotros. Le relataré la conversación. El primer campesino dijo: "¿Ves a esos herejes paseando tan satisfechos de sí mismos? El pelirrojo es un descendiente de Judas Iscariote, no hay duda". El segundo campesino contestó: "Por donde pasan los ingleses, las ovejas tienen partos prematuros o abortan; todos son iguales. ¡Malditos sean! ¿Dónde van? ¿De dónde vienen?" El primer campesino dijo: "Van a ver la naveta [31]y la taula d’en Xart [32]. Vienen del navío de dos palos camuflado que está frente al almacén de Pep Ventura. Zarpan el martes al alba para un crucero de seis semanas a lo largo de la costa, desde Castellón al cabo de Creus. Han pagado los cerdos a cuatro dólares la veintena. Lo mismo digo. ¡Malditos sean!"».

«El segundo campesino no era muy original», dijo Jack. Y añadió pensativo y con un gesto de asombro: «No parece que los ingleses les gusten mucho. Y eso que, usted ya sabe, en los últimos cien años han estado bajo nuestra protección casi en todo momento».

«Es sorprendente ¿no?», dijo Stephen Maturin. «Pero lo que yo quería indicar es que nuestra aparición quizás ya no resultará inesperada en la península, como usted supone. El comercio de pescadores y contrabandistas es fluido entre esta isla y Mallorca. En la mesa del gobernador español no faltan los cangrejos de río de Fornells, la mantequilla de Xambo y el queso de Mahón».

«Sí, entiendo lo que quiere decir, y le agradezco mucho la atención que…»

Una oscura figura se alejó del acantilado que tenían a estribor; una figura de puntiagudas alas y enorme envergadura, siniestra como la muerte. Stephen dio un gruñido y le arrebató a Jack el telescopio que llevaba debajo del brazo. Luego, apartando a Jack de su camino, se agachó junto al pasamanos y apoyó sobre él el telescopio, enfocándolo con mucho cuidado.

«¡Un buitre leonado! ¡Es un buitre leonado!», gritó. «Una cría de buitre leonado.»

«Bueno», dijo Jack, y continuó sin dudarlo ni un segundo: «parece que se le olvidó peinarse la melena esta mañana». Trató de reprimir una carcajada, enrojeciendo y arrugando la cara, y entrecerrando sus brillantes ojos azules, y dándose una palmada en el muslo se dobló hacia delante, alegre y divertido hasta el paroxismo. Y a pesar de la estricta disciplina de la Sophie, el timonel no pudo evitar contagiarse, y se le escapó un ahogado ¡Jo, jo, jo! que fue cortado inmediatamente por el oficial de derrota que gobernaba la corbeta.

* * *

«A veces», dijo James en tono confidencial, «comprendo que sientas simpatía por tu amigo. Nunca he conocido a nadie que fuera capaz de disfrutar tanto con una insignificante ocurrencia».

El segundo oficial estaba de guardia; el contador estaba a proa haciendo cuentas con el contramaestre. Jack estaba en su cabina, todavía risueño, ideando un nuevo camuflaje para la Sophie y pensando con deleite en lo feliz que sería su encuentro con Molly Harte esa tarde. Seguro que ella se sorprendería mucho de verlo en Ciudadela y se pondría muy contenta. ¡Serían tan felices! En la cámara de oficiales, Stephen y James jugaban ajedrez. James había lanzado un furioso ataque, basado en el sacrificio de un caballo, un alfil y dos peones, que casi había alcanzado el máximo nivel de error; y Stephen había estado pensando largamente cómo evitar darle jaque mate en tres o cuatro jugadas de una forma más discreta que tirando al suelo el tablero. Finalmente decidió (por la gran importancia que daba James a estas cosas) quedarse allí sentado hasta que el tambor llamara a todos a sus puestos; y mientras esperaba movía la reina en el aire pensativamente, tarareando una melodía.

«Por lo que parece», dijo James rompiendo el silencio con sus palabras, «desafortunadamente, existe la posibilidad de un acuerdo de paz». Stephen frunció los labios y cerró un ojo. Él también había oído ese rumor en Puerto Mahón. «Así que espero, con la ayuda de Dios, que podamos tomar parte en alguna batalla antes de que sea demasiado tarde. Tengo curiosidad por saber lo que pensarás de una acción de guerra cuando participes en ella; la mayoría de los hombres la encuentran por completo distinta a lo que esperaban; pasa lo mismo con el amor. Y es muy decepcionante, porque no es posible volver atrás. Ahora te toca a ti».

«Lo sé perfectamente bien», dijo Stephen con aspereza. Miró a James y se sorprendió al ver reflejada en su rostro la más absoluta desolación. El tiempo no había hecho lo que Stephen esperaba, ni mucho menos. El barco americano seguía allí en el horizonte. Y añadió: «Entonces, ¿tú no crees que hemos tomado parte en batallas?»

«Fueron simples peleas. Yo pensaba en algo a una escala mucho mayor.»

* * *

«No, señor Watt», dijo el contador marcando el último punto de su acuerdo privado con el contramaestre, según el cual ambos obtenían el trece y medio por ciento de una serie de provisiones que pertenecían por igual a sus respectivos reinos, «usted puede decir lo que quiera, pero este jovencito terminará perdiendo la Sophie, más aún, conseguirá que resultemos heridos o caigamos prisioneros. Y yo no quiero pasar el resto de mis días en una prisión francesa o española, y no digamos encadenado a un remo en una galera argelina, soportando la lluvia y el sol y sentado sobre mi propio excremento. Tampoco quiero que hieran a mi Charlie. Por eso me traslado. Esta es una profesión que tiene sus riesgos, lo admito; y acepto que él corra riesgos. Pero, entiéndame, señor Watt, acepto que corra los riesgos normales de la profesión, no éstos. No hacer locuras como la de aquella enorme batería de los demonios; ni adentrarse en la costa de noche como si fuera el dueño del lugar; ni repostar agua en cualquier parte con tal de seguir navegando un poco más de tiempo; ni atacar todo lo que ve independientemente de su tamaño o su número. Velar por el propio interés me parece muy bien; pero no debemos pensar solamente en el propio interés, señor Watt».

«Es cierto, señor Ricketts», dijo el contramaestre. «Y le diré que a mí nunca me han gustado esas jaretas cruzadas. Pero se equivoca usted al decir que únicamente vela por su propio interés. Mire esa guindaleza acalabrotada, no existe un cabo de mejor calidad. Y no tiene filástica dentro», dijo abriendo uno de los chicotes con un pasador. «Mírelo usted mismo, señor Ricketts. ¿Y sabe por qué no tiene filastica, señor Ricketts? Porque no es del astillero del Rey, por eso; ¡ya quisiera ese maldito tacaño de Brown tener cabos así! Ricitos de oro lo compró con su propio dinero, como el bote de pintura sobre el que está usted sentado». Y habría añadido: «Para que vea, mezquino y avaro hijo de perra», si él no hubiera sido un hombre pacífico y callado y si el tambor no hubiera empezado a llamar a todos a sus puestos.

* * *

«Que venga mi timonel», dijo Jack después de que el tambor tocara la retirada. El mensaje pasó —¡El timonel del capitán! ¡El timonel del capitán! ¡Vamos! ¡Date prisa! ¡Ven corriendo! ¡Te meterás en un lío! ¡Te van a linchar! ¡Ja, ja, ja!— y Barret Bonden apareció. «Bonden, quiero que los tripulantes del bote tengan un aspecto impecable, que estén limpios y afeitados, y bien arreglados, con sombrero de paja, jersey de Guernesey y cintas».

«Sí, señor», dijo Bonden con rostro inexpresivo, a pesar de que en su interior se agolpaban las preguntas. ¿Afeitados? ¿Arreglados? ¿Un martes? Ellos se lavaban los jueves y los domingos, cuando formaban por divisiones; pero afeitarse un martes, en el mar, eso sí que era raro. Corrió a avisar al barbero de la corbeta. Y cuando ya la mitad de la tripulación del cúter, gracias a su arte, tenía la piel tersa y sonrosada, Bonden obtuvo respuesta a sus preguntas. Doblaban el cabo de Artrutx y, por la amura de estribor, había aparecido Ciudadela; pero en vez de seguir navegando hacia el noroeste, viraron en dirección a la ciudad y, con la gavia del trinquete en facha, se detuvieron en aguas de quince brazas de profundidad, a un cuarto de milla del muelle.

«¿Dónde está Simmons?», preguntó James, pasando revista rápidamente a la tripulación del cúter.

«Está enfermo, señor», dijo Bonden. Y añadió en voz más baja: «Es su cumpleaños, señor».

James asintió con la cabeza. Sin embargo, haberlo sustituido por Davies no era muy acertado, pues aunque éste era de su misma estatura y le servía su sombrero de paja con la cinta bordada con el nombre de Sophie, tenía la piel de color negro azulado y no pasaría desapercibido. De todas maneras, no había tiempo de hacer nada al respecto, pues ya el capitán se aproximaba luciendo su mejor uniforme, con su mejor sable y su sombrero de lazo dorado.

«No creo que tarde más de una hora, señor Dillon», dijo Jack tratando de adoptar un tono solemne y ocultar su excitación. Y cuando el contramaestre daba las órdenes, bajó al inmaculado y reluciente cúter. Bonden había comprendido la situación mejor que Dillon; aunque la tripulación del cúter hubiera sido de todos los colores del arco iris, o incluso totalmente negra, al capitán Aubrey eso no le habría importado en aquel momento.

El sol se puso en el cielo nuboso. Las campanas de Ciudadela tocaban llamando al ángelus, y las de la Sophie a la guardia del segundo cuartillo. La luna, casi en plenilunio, atravesó las nubes hasta aparecer radiante en el cielo detrás del cabo Negre. Los marineros colgaron los coyes. La guardia cambió. Todos los guardiamarinas, contagiados de la pasión de Lucock por la navegación, hicieron cálculos de la posición de la luna en su ascenso y de todas las estrellas fijas. Ocho campanadas; la guardia de media. Las luces de Ciudadela se apagaban.

«El cúter a lo lejos, señor», dijo el serviola por fin. Y diez minutos después Jack subía por el costado de la corbeta. Estaba muy pálido, y a la luz intensa de la luna tenía el aspecto de una calavera, pues parecía que su boca era un agujero negro y que las cuencas de los ojos estaban vacías. «¡Ah, si aún está usted en cubierta, señor Dillon!», dijo intentando sonreír. «Nos haremos a la vela; los coletazos de la brisa marina nos alejarán de aquí», dijo, y con paso vacilante se dirigió a su cabina.