«Estoy totalmente desconcertado, se lo aseguro; por eso le expongo la situación, confiando en su buen juicio… Estoy totalmente desconcertado; por más que lo intento no alcanzo a comprender qué clase de ofensa… No fue el hecho de que yo desembarcara a esos prisioneros pérfidos y abominables en la isla Dragonera (aunque él lo desaprobó, desde luego) porque el problema había comenzado antes, por la mañana muy temprano». Stephen escuchaba muy serio y atento, sin interrumpir, mientras Jack, muy despacio, volviendo atrás para dar detalles pasados por alto y prosiguiendo luego en orden cronológico, le contaba la historia de sus relaciones con James Dillon —buenas y luego malas; buenas y luego malas— y cómo habían sufrido hacía poco un fuerte resquebrajamiento que no sólo era extraño e inexplicable, sino también doloroso, ya que entre ellos existía una auténtica simpatía además de la estima. Además, Jack se mostraba preocupado por la incomprensible conducta del señor Marshall; pero eso era mucho menos importante.
Con sumo cuidado, Jack expuso de nuevo sus argumentos sobre la importancia de la armonía en un barco si uno quería gobernarlo como una eficiente máquina de combate, y citó diferentes casos como ejemplo. Y la audiencia escuchaba y asentía. Sin embargo, Stephen no podía aplicar sus conocimientos para resolver ese tipo de problemas, ni tampoco (como Jack, abusando de su confianza hubiera querido) ofrecerle sus buenos oficios, ya que era un interlocutor que sólo existía en la mente de Jack, y su ser pensante estaba a treinta leguas al suroeste, al otro lado del desolado mar. Desolado y enfurecido. El viento había rolado al este por la noche y durante todo el día había estado rizando el mar, después de días de frustrante calma y vientos flojos alternados con fuertes rachas del suroeste. Ahora soplaba un vendaval y había marejada, y la Sophie se movía pesadamente con las mayores y las gavias con dos rizos. Las grandes olas rompían contra su proa por barlovento, empapando al serviola del castillo de proa y llegando hasta los pies de James Dillon, que allí en el alcázar, comulgando con el diablo, mecía la hamaca de Jack mientras éste dirigía su alocución a la oscuridad.
Jack solía estar muy ocupado. Sin embargo, al encontrarse en la inviolable soledad de su cabina, desde el momento en que pasaba junto al centinela de la puerta, tenía mucho tiempo para la reflexión, pues ya no lo empleaba en cambiar impresiones, ni en escuchar una escala incompleta interpretada por una trémula flauta germánica, ni en hacer comentarios sobre la Marina o la política. «Hablaré con él en cuanto lo recoja. Le hablaré de forma general de lo reconfortante que es para un hombre contar con un amigo íntimo a bordo y de lo singular que es la vida de un capitán, que se encuentra tan por encima de sus compañeros de tripulación, encerrados todos en la cámara de oficiales, que a veces no tiene casi tiempo de descansar, y mucho menos de tocar otra cosa que no sea una giga en el violín, y en cambio otras veces se hunde en una especie de hermética soledad desconocida hasta entonces».
Cuando Jack Aubrey estaba en un estado de tensión, tenía dos formas principales de reaccionar: se ponía agresivo o se ponía cariñoso. Y entonces o bien añoraba la violenta catarsis de la acción o bien la de hacer el amor. Le gustaba muchísimo estar en una batalla y también le gustaba muchísimo estar con una mujer.
«Comprendo muy bien que algunos capitanes lleven mujeres con ellos en sus viajes», pensó. «Aparte del placer, se encuentra refugio al hundirse en un cálido, vibrante, amoroso…»
Inmensa paz. «Desearía que hubiera una mujer en mi cabina», añadió tras una pausa.
Su confusión, su abierto reconocimiento de que no comprendía la situación, sólo los expresaba en su cabina, ante su compañero irreal; externamente, la expresión del capitán de la Sophie no dejaba traslucir nada sobre esto, y sólo un observador muy agudo hubiera podido afirmar que la incipiente amistad entre él y el primer oficial había quedado truncada. El segundo oficial era precisamente un observador de ese tipo. Durante un tiempo, la horrible apariencia de Jack con aquellas quemaduras y magulladuras le había provocado repulsión, pero a la vez la obvia simpatía de éste hacia James Dillon había despertado sus celos, que actuaban en sentido contrario. Además, había recibido una amenaza en términos bastante claros, de un modo casi tajante, y por eso observaba al capitán y al primer oficial con una terrible ansiedad.
«Señor Marshall», dijo Jack en medio de la oscuridad. Y el pobre hombre saltó como si hubieran disparado una pistola detrás de él, «¿cuándo cree usted que avistaremos tierra?»
«Dentro de unas dos horas, señor, si se mantiene este viento.»
«Sí, lo mismo pensaba yo», dijo Jack levantando la mirada hacia la jarcia. «Creo que puede soltar un rizo ahora, y en cuanto amaine un poco más, largue juanetes; navegaremos con todo el trapo que sea posible. Y avíseme cuando avistemos tierra, por favor, señor Marshall».
Antes de transcurridas dos horas reapareció, y pudo ver una remota línea irregular por la amura de estribor. Era España, con la ensenada donde estaba el manantial justamente frente a la proa de la Sophie y aquella característica montaña puntiaguda, conocida por los ingleses como la montaña del huevo, perfectamente alineada con el ancla de proa.
«¡Dios santo! Es usted un excelente navegante, señor Marshall», dijo bajando el catalejo. «Se merece ser el segundo oficial al mando de toda la flota».
Sin embargo, aún tardaron más de una hora en llegar a ella, y ahora que aquel acontecimiento estaba tan cercano, que había dejado de ser algo teórico, Jack se daba cuenta realmente de lo ansioso que estaba y de lo mucho que le importaba que todo saliera bien.
«Mande venir al timonel, por favor», dijo volviendo a su cabina después de pasearse nervioso de un lado a otro media docena de veces.
Barret Bonden, el timonel, que también era capitán de la cofa del mayor, era muy joven para el puesto que ocupaba. Era apuesto, de mirada franca, fuerte pero no violento, alegre, correcto y, por supuesto, un experto marinero, pues había estado navegando desde la infancia. «Siéntese, Bonden», dijo Jack serio, consciente de que iba a ofrecerle ni más ni menos que el alcázar y la posibilidad de ascender al pináculo de la jerarquía naval. «He estado pensando… si le gustaría ser clasificado como guardiamarina».
«¡Oh no, señor, en absoluto!», contestó Bonden inmediatamente, y sus dientes brillaron en la oscuridad. «Pero le agradezco mucho la buena opinión que tiene de mí, señor».
«¡Oh!», dijo Jack sorprendido. «¿Por qué no?»
«Porque no tengo suficientes conocimientos, señor. Créame», dijo riendo alegremente, «lo único que sé leer es la lista de la guardia, deletreándola despacio. Y estoy demasiado viejo para empezar desde abajo ahora. Además, señor, ¿qué aspecto tendría ataviado como un oficial de marina? Parecería una mona vestida de seda, y todos mis compañeros de rancho estarían riéndose para su capote y diciendo "¡Eh! ¡Mirad el escobén del ancla!"».
«Muchos excelentes oficiales empezaron en la cubierta inferior», dijo Jack. «Yo mismo estuve en la cubierta inferior hace tiempo», añadió, e inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado estas palabras.
«Lo sé, señor», dijo Bonden, y de nuevo brilló su sonrisa.
«¿Cómo lo sabía usted?»
«Hay un tipo en la guardia de estribor que fue compañero suyo de tripulación en el Reso, cuando estaban en las proximidades del cabo de Buena Esperanza.»
«¡Dios mío! ¡Dios mío!», dijo Jack para sí. «¡Y yo sin advertir su presencia! Mandando a las mujeres a tierra yo hacía justicia como Poncio Pilatos, y ellos lo sabían… ¡Vaya, vaya…!» Y en voz alta, con tono severo, dijo: «Bien, Bonden, piense en lo que le he dicho. Sería una lástima que se quedara estancado».
«Si me permite, señor», dijo Bonden poniéndose de pie torpemente y mostrándose de repente turbado y vergonzoso, «está también el hijo de mi tía Sloper, George Lucock, gaviero de proa, de la guardia de babor. Sabe mucho y escribe con una letra tan pequeña que apenas uno puede verla. Es más joven que yo y más listo, señor, mucho más listo».
«¿Lucock?», dijo Jack dubitativo. «Pero si no es más que un crío. ¿No lo azotaron la semana pasada?»
«Sí, señor, pero es que su cañón había ganado otra vez y él no pudo reprimirse de echar un trago, en consideración a quien se lo ofrecía.»
«Bien», dijo Jack pensando que tal vez sería más sensato dar otros premios en vez de una botella (aunque ninguno sería tan apreciado), «lo observaré a partir de ahora».
* * *
Mientras se llevaban a cabo las tediosas maniobras estuvo pensando en los guardiamarinas. «Señor Babbington», dijo deteniéndose de repente en su paseo, «saqúese las manos de los bolsillos. ¿Cuándo escribió a su familia por última vez?»
El señor Babbington tenía una edad en la cual casi cualquier pregunta provocaba un sentimiento de culpa, y esta pregunta era, de hecho, una acusación. Se sonrojó y dijo: «No lo sé, señor».
«Haga memoria, señor, haga memoria», dijo Jack, y su rostro afable se ensombreció súbitamente. «¿Desde qué puerto la envió? ¿Mahón? ¿Livorno? ¿Génova? ¿Gibraltar? Bueno, no importa». No se distinguía ninguna silueta en la lejana y oscura playa. «No importa. Escriba una hermosa carta, por lo menos de dos páginas, y entréguemela mañana con los papeles que me trae a diario. Transmítale mis saludos a su padre y dígale que mi banquero es Hoares». Pues Jack, como la mayoría de los capitanes, administraba la asignación que los padres daban a los jóvenes cadetes. «Hoares», repitió ausente varias veces, «mi banquero es Hoares». Un ruido desagradable, como un ahogado gorjeo, lo hizo volverse. El joven Ricketts se aferraba a la beta de la estrellera de la vela mayor intentando controlarse, sin mucho éxito. Pero la fría mirada de Jack cortó en seco su risa, lo que le permitió contestar a la pregunta «¿y usted, señor Ricketts, ha escrito a sus padres últimamente?» con un audible «no, señor» casi sin que le temblara la voz.
«Entonces, hará usted lo mismo: dos páginas, letra pequeña, y nada de pedir nuevos cuadrantes, ni sombreros con lazos, ni colgadores», dijo Jack. Y algo le decía al guardiamarina que aquel no era momento para protestar ni para señalar que el único de sus padres que aún vivía, su querido padre, se comunicaba con él cada día, incluso cada hora. En efecto, Jack tenía un estado de tensión que todo el bergantín había advertido. «Ricitos de oro está muy ansioso y preocupado por el doctor», decían. «¡Tened cuidado, que os puede chillar!» Y cuando los marineros recogían los coyes, los que debían pasar junto a él para estibarlos en la batayola a estribor, cerca del alcázar, lo miraban nerviosos. Uno de ellos, tratando de estar pendiente al mismo tiempo del oficial de derrota, del desnivel de cubierta, y del capitán, se cayó de bruces.
Pero Ricitos de oro no era el único que estaba ansioso, ni mucho menos, y cuando finalmente pudo verse a Stephen Maturin salir de entre los árboles y cruzar la playa para subir al bote, la exclamación «¡allí está!» fue general, desde el combés hasta el castillo de proa, desafiando toda disciplina.
«¡Cuánto me alegro de verlo!», exclamó Jack cuando Stephen subía a bordo torpemente, empujado y halado por bien intencionadas manos. «¿Cómo está usted, querido amigo? Venga a desayunar conmigo. He retrasado el desayuno a propósito. ¿Cómo se encuentra? Espero que bastante animado; sí, bastante animado».
«Estoy muy bien, gracias», dijo Stephen, con un aspecto un poco menos cadavérico, pues se había ruborizado por la satisfacción de haber tenido aquella franca y amable bienvenida. «Echaré un vistazo a la enfermería y después compartiré con usted el bacon con muchísimo gusto. Buenos días, señor Day. Quítese el sombrero, por favor. Muy bien, muy bien: esto dice mucho en nuestro favor, señor Day. Pero no debe darle el sol todavía; le recomiendo usar una peluca galesa bien ajustada. Buenos días, Cheslin. Espero que tenga un buen informe sobre los pacientes».
* * *
«Ese», dijo con la boca un poco grasienta por el bacon, «ese era un punto que me preocupaba durante mi ausencia. ¿Pagaría mi ayudante a los marineros con su propia moneda? ¿Sería perseguido de nuevo por ellos? ¿Con qué rapidez podría conseguir una nueva identidad?».
«¿Identidad?», preguntó Jack sirviéndose tranquilamente más café. «¿Acaso la identidad no es algo con lo que uno nace?»
«La identidad a que yo me refiero es algo variable que existe entre el hombre y el resto del universo, un punto medio entre el concepto que éste tiene de sí mismo y el que tienen los demás de él, pues influyen el uno sobre el otro constantemente. Se trata de un flujo recíproco, señor. La identidad de que le hablo no es algo absoluto. Usted mismo, si pasara ahora unos días en España, se encontraría con que la suya cambia, porque allí la opinión general es que usted es un canalla asesino, cruel, violento y traidor, un hombre odioso.»
«Creo que están enfadados», dijo Jack con una sonrisa. «Y creo que me llaman Belcebú. Pero eso no me convierte en Belcebú».
«¿Ah, no? ¿Ah, no? Bueno, aunque así sea, usted los ha encolerizado, ha perjudicado enormemente los intereses mercantiles en toda la costa. Hay un hombre muy rico llamado Mateu que está muy indignado con usted. El mercurio era suyo, y como iba de contrabando no estaba asegurado. También era suyo el barco que usted destruyó en Moraira, y la mitad del cargamento de la tartana que quemó a la altura de Tortosa. Tiene buenas relaciones con los ministros. Los ha hecho salir de su indolencia y ha sido autorizado a fletar uno de sus navíos de guerra…»
«Fletar no, amigo mío. Ningún particular puede fletar un navío de guerra, un navío de la nación, que pertenece al Rey, ni siquiera en España.»
«¡Oh! Tal vez no he usado el término correcto; casi nunca uso el término correcto cuando hablo de cuestiones navales. El caso es que se trata de un potente navío que no sólo protegerá el comercio de la costa sino que, sobre todo, perseguirá a la Sophie, ahora perfectamente conocida tanto por su nombre como por su descripción. Me lo contó la prima de Mateu mientras bailábamos.»
«¿Usted bailó?», preguntó Jack mucho más asombrado que si Stephen hubiera dicho «mientras comíamos niño asado frío».
«Claro que bailé. ¿Por qué no iba a bailar, a ver?»
«Claro que puede bailar, y estoy seguro de que lo hará con mucha gracia. Sólo que me preguntaba… si iba usted por allí bailando.»
«Sí. Usted no ha viajado por Cataluña ¿verdad?»
«No.»
«Entonces le diré que en esa región, los domingos por la mañana, es costumbre que todas las personas, de cualquier edad y condición, bailen al salir de la iglesia. Así fue cómo bailé con Ramón Mateu y Cadafalch en la plaza que hay delante de la catedral de Tarragona, adonde había ido a escuchar la Misa breve de Palestrina. Se baila una danza peculiar, en un corro, llamada sardana. Y si me alcanza usted su violín, tocaré la melodía de una que recuerdo, aunque pueda parecerle, por mi forma de tocar, un desagradable rebuzno.» Y la tocó.
«Es una melodía encantadora, sin duda. Un poco al gusto árabe, ¿no cree? Pero le aseguro que se me pone la carne de gallina de pensar que usted se paseaba por el campo, los puertos y las ciudades. Yo creía que al bajar a tierra usted permanecería junto a su amiga, escondido en su habitación… es decir…»
«Pero yo le había dicho que podía recorrer toda la región sin ser interrogado ni sentirme intranquilo en ningún momento, ¿no es cierto?»
«Sí, sí, me lo había dicho. Me lo había dicho». Jack estuvo pensando unos instantes. «Y también, por supuesto, si quería, podía averiguar qué barcos y convoyes estaban por llegar, cuándo los esperaban, qué cargamento traían y otros detalles. Tal vez incluso informarse sobre los propios galeones».
«Naturalmente que podía», dijo Stephen, «si quería hacer el papel de espía. Una serie de conceptos, extraños y aparentemente ilógicos, hacen considerar correcto y natural hablar de los enemigos de la Sophie, pero incorrecto y deshonroso, sin lugar a dudas, hablar de su presa».
«Sí», dijo Jack desilusionado. «Hay que dar ventaja a la liebre en la cacería, no cabe duda. Pero ¿qué me dice de ese potente navío? ¿De qué clase es? ¿Cuántos cañones tiene? ¿En qué lugar se encuentra?»
«Se llama Cacafuego.»
«¿Cacafuego? ¿Cacafuego? Nunca he oído hablar de él. Así que al menos no es un barco de línea. ¿Qué jarcia lleva?»
Stephen guardó silencio unos instantes. «Me da vergüenza decirle que no lo pregunté», dijo. «Pero a juzgar por la satisfacción con que pronunciaban su nombre, creo que debe de ser un enorme y potente navío».
«Bien, trataremos de mantenernos fuera de su camino. Y puesto que él sabe cómo somos intentaremos cambiar de aspecto. Es maravilloso lo que pueden conseguir una mano de pintura y una empavesada, o un foque con extraños remiendos, o un mastelero con una jimelga. Por cierto, supongo que en el bote le habrán dicho por qué nos vimos obligados a abandonarlo.»
«Me hablaron de las fragatas y de que ustedes abordaron a los americanos.»
«Sí. Y fue además una soberana tontería. Dillon registró el barco durante casi una hora, pero esos hombres no estaban a bordo. Me alegré mucho, pues recordaba que usted me había dicho que los miembros de Irlandeses Unidos eran buenas personas en general, mucho mejores que esos otros de los que siempre olvido el nombre. ¿Los irlandeses de la espada, los blancos, los orangistas?»
«¿Irlandeses Unidos? Había entendido que eran franceses. Me dijeron que habían registrado el barco americano buscando a unos franceses.»
«Se hacían pasar por franceses. Es decir, si hubieran estado en el barco se habrían hecho pasar por franceses. Por eso envié a Dillon, que habla tan bien el francés. Pero allí no estaban; y en mi opinión todo el asunto fue una bravuconada. Me alegré mucho, como le digo; pero Dillon, extrañamente, parecía disgustado. Supongo que estaba muy ansioso por aprehenderlos o muy enfadado porque nuestro crucero fue interrumpido bruscamente. Desde entonces… pero no debo molestarlo a usted con todo esto. ¿Le han hablado de los prisioneros?»
«Me dijeron que las fragatas habían sido tan buenas que les habían dado a ustedes cincuenta de los suyos.»
«Únicamente por su propia conveniencia. No fue en absoluto por el bien de la Marina. ¡Una acción mezquina y despreciable!», gritó Jack con los ojos fuera de las órbitas. «Pero yo vencí. Tan pronto como terminamos con el barco americano, nos aproximamos a la Amelia navegando con el viento, comunicamos que nos habíamos llevado un chasco e hicimos la señal que indicaba que nos separábamos; y un par de horas más tarde, con viento favorable, desembarcamos a todos esos tipos en la isla Dragonera».
«¿Cerca de Mallorca?»
«Exactamente.»
«Pero ¿no es eso incorrecto? ¿No será usted censurado, llevado a un consejo de guerra?»
Jack hizo una mueca, y tocando madera dijo: «Por favor, no pronuncie nunca esa horrible palabra. Basta oírla para que a uno se le estropee el día».
«Pero ¿no tendrá problemas?»
«No, si arribamos a Mahón llevando a la cola una enorme presa», dijo Jack riendo. «Pues precisamente ahora tal vez tengamos tiempo de llegar hasta la altura de Barcelona y quedarnos en los alrededores ¿comprende?, si el viento es favorable. Yo había puesto en ello todo mi afán. Sólo tendremos tiempo de hacer el recorrido una o dos veces y luego nos dirigiremos a Mahón con lo que hayamos capturado, pues el número de tripulantes es tan reducido que ya no podemos enviar ninguno más con las presas. Y por supuesto, si navegamos mucho más tiempo, lo único de comer que tendremos serán las botas».
«Aun así…»
«No se preocupe tanto, doctor. No había ninguna orden precisa de dónde debíamos desembarcarlos, ninguna orden; y naturalmente, haré un ajuste con el dinero de la recompensa. Además tengo las espaldas cubiertas. Todos los oficiales reconocieron formalmente que nos veíamos obligados a desembarcarlos por la escasez de agua y provisiones: Marshall, Ricketts e incluso Dillon, aunque éste mostró una actitud altiva como si fuera una autoridad eclesiástica.»
* * *
La Sophie apestaba a sardinas asadas y pintura fresca. Se encontraba a quince millas del cabo de Tortosa en calma chicha, invadida por el olor a grasa. Había comprado a un pesquero, una barcalonga, toda la captura de la noche; y media hora después de la comida, el humo azul de las sardinas, con su olor repugnante, flotaba todavía entre las velas y los aparejos.
Siguiendo las órdenes del contramaestre, una numerosa brigada de trabajo pintaba los costados de la corbeta de amarillo, cubriendo el blanco y el negro que le habían dado en el astillero; el velero y una docena de hombres con punzones y rempujos trabajaban en un trozo de lona largo y estrecho que se utilizaría para ocultar su condición de navío de guerra. El primer oficial iba remando en un bote alrededor de ella para juzgar el resultado. No había nadie con él, a excepción del doctor, a quien le decía: «… todo. Hice todo cuanto estaba a mi alcance para evitarlo. Todo, saltarme todas las normas. Cambié el rumbo, reduje velamen —algo impensable en la Marina— teniendo que chantajear al segundo oficial para hacerlo. No obstante, a la mañana siguiente lo teníamos a dos millas a sotavento, donde era inconcebible que estuviera. ¡Ah, señor Watt! ¡Bajar seis pulgadas más todo alrededor!»
«¡Menos mal! Si cualquier otro hombre hubiera subido a bordo los habría apresado.»
Tras una pausa James dijo: «Se inclinó sobre la mesa y se acercó tanto a mí que podía oler su asqueroso aliento, y con una cobarde expresión en su rostro me salió con esa majadería. Yo había tomado ya una decisión, como te he dicho, pero parecía que realmente estaba cediendo ante una vulgar amenaza. Y poco después estaba seguro de que había sido así».
«Pero no fue así; te has obsesionado con esa idea. Parece como si sintieras un amargo placer al recordar lo sucedido; debes tener mucho cuidado con ese pecado, James. Por lo demás, es una lástima que le des tanta importancia. ¿Qué valor tiene, después de todo?»
«Un hombre tendría que estar casi muerto para no darle tanta importancia; y tener embotado el sentido del deber, por no decir… ¡Señor Watt, así quedará muy bien!»
Stephen estaba allí sentado, ponderando la conveniencia de decirle: «No debes odiar a Jack Aubrey por ello. No bebas tanto. No te destruyas a ti mismo por algo que no durará», y la inconveniencia de provocar con ello que James estallara, pues éste, a pesar de su calma aparente, estaba en el disparadero, en un lamentable estado de exacerbación. No se decidió a decírselo. Se encogió de hombros y levantó la mano derecha con la palma hacia arriba en un gesto que significaba «¡bah! Es mejor dejarlo» y se dijo: «No obstante, lo obligaré a tomar un colagogo esta noche, al menos puedo hacer eso, y un poco de mandrágora como tranquilizante; y en mi diario escribiré "J. D., obligado a hacer el papel de Judas Iscariote, tanto por una parte como por la otra, y dado que rechaza el determinismo (el determinismo absoluto), concentra todo su odio en el pobre J. A., lo cual es un clarísimo ejemplo del proceso mental humano, pues J. D., de hecho, no siente antipatía por J. A., ni mucho menos"».
«Bien», dijo James mientras remaba de regreso a la Sophie, «espero que después de conseguir salir de esa vergonzosa situación, al menos podamos llevar a cabo alguna acción. Es una estupenda manera de que un hombre se reconcilie consigo mismo, y a veces también con los demás».
«¿Qué hace ese tipo con una chaqueta color de ante en el alcázar?»
«Ese es Pram. El capitán Aubrey lo viste como un oficial danés; es parte de nuestro plan para que no nos reconozcan. ¿Te acuerdas de la chaqueta amarilla que usaba el segundo oficial del Clomer? Los daneses suelen llevarlas así.»
«No me acuerdo. Dime, ¿ocurren con frecuencia estas cosas en el mar?»
«¡Oh, sí! Es una ruse de guerre totalmente legítima. También a menudo engañamos al enemigo con falsas señales, con cualesquiera menos las de socorro. Ten mucho cuidado con la pintura.»
En ese momento Stephen se cayó al mar, en el espacio que quedó entre el bote y la corbeta, al separarse las dos embarcaciones. Cayó de golpe, emergió cuando ambas se juntaban otra vez, chocando con la cabeza contra ellas, y se hundió de nuevo haciendo burbujas. La mayoría de los tripulantes de la Sophie que sabían nadar saltaron al agua, entre ellos Jack, y otros corrieron con bicheros, un arpón para delfines, dos rezones pequeños, un horrible gancho con lengüeta sujeto a una cadena. Pero fueron los hermanos Esponja quienes lo encontraron a cinco brazas de profundidad (sus huesos eran pesados, a pesar de su pequeña estatura, no tenía nada de grasa y sus botines eran de suela de plomo) y lo sacaron con su ropa más negra de lo habitual y su cara más pálida, chorreando agua, furioso e indignado.
No fue un suceso de los que hacen época, pero tampoco careció de importancia, pues sirvió de tema de conversación en la cámara de oficiales en un momento en que, para mantener la apariencia de una comunidad civilizada, era necesario un gran esfuerzo. Buena parte del tiempo James Dillon estaba abatido, distraído y silencioso, y tenía los ojos enrojecidos de beber tanto grog, aunque con él no conseguía emborracharse ni alegrarse. El segundo oficial tenía casi la misma actitud reservada, y desde su asiento lanzaba miradas furtivas a James de vez en cuando. Así que cuando todos se sentaban a la mesa, el tema que trataban, hasta agotarlo, era saber nadar: lo raro que era encontrar marineros que supieran, sus ventajas (salvar la vida, el placer que proporcionaba, en climas idóneos, poder llevar un cabo hasta la orilla en una emergencia), sus desventajas (entre otras, la prolongación de la agonía de la muerte en caso de naufragio, o de caída por la borda sin ser visto, y el hecho de que fuera una burla para la naturaleza, porque ¿era voluntad de Dios que el hombre nadara?), la extraña incapacidad para nadar que tenían las crías de foca, el uso de flotadores, la mejor manera de ejercitarse en el arte de nadar…
«La única forma correcta de nadar», dijo el contador por enésima vez, «es juntar las manos como si uno estuviera rezando», y entrecerró los ojos y juntó las manos exactamente de esa manera, «y moverlas rápidamente así». Esta vez le dio a la botella, que cayó en la fuente del picadillo de carne con melaza al estilo escocés y luego, llena de espesa salsa, sobre las piernas de Marshall.
«Sabía que lo haría», gritó el segundo oficial dando un salto y limpiándose. «Se lo dije. Dije, "tarde o temprano tirará esa condenada botella". Además, usted no sabe dar ni una brazada, y habla como si nadara igual que una maldita nutria. Me ha estropeado mis mejores pantalones de nanquín».
«No lo hice intencionadamente», dijo el contador apenado. Y la tarde volvió a sumirse en una tremenda tristeza.
En verdad, mientras la Sophie navegaba de ceñida hacia el norte, bordada tras bordada, no podía decirse que el ambiente a bordo fuera alegre. Jack estaba sentado en su hermosa cabina leyendo el Boletín Oficial de la Armada.
Se sentía deprimido, no tanto porque había vuelto a comer demasiado, ni porque en el escalafón estaban incluidos los nombres de muchos marinos de más alto rango que él, como porque se había dado cuenta del sentimiento que había a bordo. No podía determinar cuál era la naturaleza de la extraña aflicción que embargaba a Dillon y a Marshall. No podía saber que Dillon, muy cerca de él, trataba de vencer la desesperación con una serie de invocaciones y un difícil intento de resignarse, mientras la parte de su mente que no rezaba, cada vez más mecánicamente, transformaba su confusión y su desdicha en odio contra el orden establecido, contra los capitanes y contra todos aquellos que, sin haberse visto en ningún momento de su vida en un conflicto entre el deber y el honor, podían condenarlo sin vacilación. Por otro lado, aunque Jack oía el crujido de las pisadas del segundo oficial en cubierta, a pocas pulgadas por encima de su cabeza, tampoco podía adivinar que el pobre hombre estaba trastornado emocionalmente y sentía en su tierno corazón la angustia y el miedo de que se conociera su secreto. Jack sabía muy bien que su mundo hermético y autónomo, lamentablemente, no estaba en sintonía con el de ellos. Estaba atormentado por un deprimente sentimiento de fracaso, de no haber logrado lo que se había propuesto. Le habría gustado mucho preguntarle a Stephen Maturin por las razones de su fracaso; le habría gustado mucho hablar con él sobre diferentes temas y tocar un poco de música; pero sabía que una invitación a la cabina del capitán podía considerarse casi una orden, aunque sólo fuera porque rechazarla era algo excepcional. En eso había estado pensando mucho hacía unos días, cuando se había sentido tan sorprendido por el rechazo de Dillon. Donde no había igualdad, no había compañerismo; cuando un hombre se sentía obligado a decir «sí, señor», su asentimiento no valía nada, aunque fuera sincero. Todas esas cosas las había aprendido en sus muchos años de servicio en la Marina, le resultaban evidentes; pero nunca había creído que fueran tan reales ni que le pasarían a él.
Un poco más abajo, en la camareta de guardiamarinas, casi desierta, la melancolía era aún más profunda y allí sentados los cadetes estaban llorando. Desde que Mowett y Pullings se habían ido como tripulantes de las presas, los dos guardiamarinas se habían alternado en el sistema de dos guardias, y consecuentemente ninguno de ellos dormía más de cuatro horas. Esto les resultaba duro, porque les gustaba quedarse abrigados en el coy y estaban en una edad en que se duerme como un lirón y se desea estar siempre en la cama. Además, al escribir las cartas que les habían ordenado, se habían manchado tanto de tinta que los habían reprendido por su aspecto. Por otra parte, Babbington, a quien no se le ocurría nada que poner, había llenado las páginas preguntando por toda la familia y toda la gente del pueblo, por seres humanos, perros, caballos, gatos, pájaros e incluso el gran reloj del vestíbulo, de manera que ahora sentía una abrumadora nostalgia. Tenía, además, llagas y manchas cubriéndole la cara y el cuerpo, resultado inevitable de sus encuentros con rameras, y sentía el temor de que se le cayeran los dientes y el pelo, como le había dicho el escribiente Richards, tan mayor y experimentado y con tantos conocimientos. La pesadumbre del joven Ricketts tenía otra causa. Su padre le había dicho que pensaba trasladarse a una urca o a un barco de transporte porque le parecían más seguros y acogedores, y él había mostrado gran entereza ante la perspectiva de la separación. Pero ahora parecía que no iban a separarse, sino que él también debía trasladarse, y de esa forma sería arrancado de la Sophie y de aquella vida que amaba tan apasionadamente. Marshall, viendo que se caía de cansancio, lo había mandado abajo; y allí estaba, sentado sobre su cofre con la cara entre las manos y las lágrimas deslizándose entre sus dedos, a las tres y media de la madrugada, demasiado cansado incluso para meterse en su coy.
Delante del palo mayor había mucha menos tristeza, aunque algunos hombres —muchos más de lo habitual— esperaban con disgusto la mañana del jueves, cuando serían azotados. Y en cuanto a los restantes tripulantes, en su mayoría no tenían otros motivos para estar tristes que el trabajo duro y la media ración, pero puesto que la Sophie era ya casi una comunidad, todos los hombres a bordo se habían percatado de que algo iba mal, algo más que la irritación de los oficiales, algo que no sabían precisar pero que había acabado con la habitual corriente de afabilidad entre ellos. La tristeza del alcázar fue impregnando toda la corbeta y llegó hasta el establo, el pesebre e incluso los escobenes.
Así pues, la Sophie, considerada como colectividad, no estaba en plena forma cuando se abría paso en medio de la noche entre las ráfagas de la tramontana que amainaba; ni tampoco cuando el viento del norte, al amanecer, dejó paso (como es frecuente en esas aguas) a espirales de niebla que venían del suroeste anunciando un resplandeciente día, encantadoras para quienes no tienen que navegar a través de ellas cerca de la costa. Pero esto no era nada en comparación con el estado de tensión y la inquietud, por no hablar del abatimiento e incluso el miedo que Stephen pudo observar cuando se dirigía al alcázar al amanecer.
Lo había despertado el tambor llamando a todos a sus puestos. Inmediatamente había ido a la enfermería, y allí, con ayuda de Cheslin, había preparado su instrumental. Con el rostro radiante y ansioso, un marinero de las tierras altas había anunciado «un enorme jabeque cerca del cabo, muy próximo a la costa». Él recibió la noticia con un ligero asentimiento y poco después se puso a afilar el bisturí; luego afiló las lancetas y la sierra dentada con una pequeña piedra de afilar que con esa finalidad había comprado en Tortosa. El tiempo pasó y aquel marinero fue reemplazado por otro de rostro pálido y muy nervioso, que le transmitió los saludos del capitán y sus deseos de que subiera a cubierta.
«Buenos días, doctor», dijo Jack. Y Stephen notó que su sonrisa era forzada y su mirada dura y recelosa. «Parece que estamos metidos en un lío». Hizo una indicación con la cabeza hacia una hermosísima embarcación larga y puntiaguda, de color rojo vivo, que se destacaba contra el oscuro acantilado. Estaba bastante hundida en el agua considerando su tamaño (cuatro veces el de la Sophie), pero llevaba colocada a popa una especie de plataforma volante que sobresalía mucho de la bovedilla, y desde la proa salía proyectada una extraña pieza en forma de pico, unas seis yardas por delante de la roda. El palo mayor y el de mesana tenían inmensas vergas latinas curvas de doble rabisaco, cuyas velas atrapaban el viento del sureste para esperar a que la Sophie se acercara. Y las vergas también eran rojas, como pudo notar Stephen a aquella distancia. El costado de estribor, de cara a la Sophie, tenía por lo menos dieciséis portas, y las cubiertas estaban abarrotadas de hombres.
«Es un jabeque-fragata de treinta y dos cañones», dijo Jack, «y sólo puede ser español. Las portas abatibles nos engañaron por completo, y hasta el último momento pensamos que era un mercante; además, casi todos los hombres estaban abajo. Señor Dillon, haga que se oculten unos cuantos hombres más, sin llamar la atención. Señor Marshall, envíe tres o cuatro hombres, no más, a quitar el rizo de la gavia del trinquete, y que lo hagan despacio, como si fueran marineros inexpertos. Anderssen, grite algo en danés otra vez y deje ese cubo balanceándose en el costado». En voz más baja le dijo a Stephen: «¿Lo ve al muy zorro? Esas portas se abrieron hace dos minutos; estaban ocultas por la condenada pintura. Y aunque estaban pensando en guindar las vergas para velas cuadras —fíjese en el palo trinquete— pueden poner de nuevo la jarcia latina en un momento y apresarnos enseguida. Debemos seguir nuestro rumbo, no tenemos alternativa, y veremos si es posible no llamar su atención. Señor Ricketts, ¿tiene las banderas a mano? Quítese la chaqueta inmediatamente y guárdela en la taquilla. Sí, allá va». Sonó un disparo de aviso en el alcázar de la fragata, la bala saltó por delante de la proa de la Sophie, y cuando el humo se había dispersado, apareció la bandera española. «Adelante, señor Ricketts», dijo Jack. La bandera danesa lució de repente en el extremo de un cangrejo, seguida de la bandera de cuarentena en el palo trinquete. «Pram, venga aquí y salude moviendo los brazos. Dé órdenes en danés. Señor Marshall, vamos a fachear torpemente a medio cable de distancia, no menos».
Más y más cerca. Silencio absoluto a bordo de la Sophie; se podía escuchar el parloteo del jabeque. Justo detrás de Pram, en calzones y mangas de camisa, sin el abrigo de uniforme, estaba Jack al timón. «¡Mire a toda esa gente!», le dijo a Stephen casi como si hablara para sí. «Debe de haber trescientas personas o más. Dentro de un par de minutos se dirigirán a nosotros. Bueno, señor, Pram va a decirles que somos daneses y que venimos de Argel, y le ruego que usted lo apoye hablando en español, o en cualquier otra lengua que estime conveniente, cuando se presente la ocasión».
La pregunta se oyó claramente en la quietud de la mañana. «¿Qué bergantín?»
«Claro y en voz alta, Pram», dijo Jack.
«¡Clomer!», gritó el oficial de derrota con la chaqueta color de ante. Y desde el acantilado retornó muy débil el grito «¡Clomer!» con el mismo matiz desafiante, aunque algo menos perceptible.
«Ponga en facha la gavia del trinquete, señor Marshall», murmuró Jack, «y haga permanecer a los marineros junto a las brazas». Murmuraba porque sabía muy bien que los oficiales de la fragata observaban el alcázar con sus catalejos y tenía la falaz idea de que el cristal de aumento también amplificaría su voz.
El bergantín comenzó a moverse y, al mismo tiempo, los apretados grupos a bordo del jabeque, sus brigadas de artilleros, comenzaron a dispersarse. Por un momento Jack creyó que todo había terminado, y su corazón, hasta entonces tranquilo, comenzó a latir con fuerza y parecía saltarle en el pecho. Pero no. Un bote estaba desatracando.
«Tal vez no podamos evitar este enfrentamiento», dijo. «Señor Dillon, los cañones son de doble carga, me parece».
«Triple, señor», dijo James. Y cuando Stephen lo miró, advirtió aquella mirada alocada y feliz que había visto tan frecuentemente en años anteriores, la fría mirada que tiene un zorro cuando está a punto de hacer algo terrible.
La brisa y la corriente seguían llevando la Sophie hacia la fragata. Los tripulantes de ésta volvían a su tarea de cambiar el aparejo latino por el aparejo en cruz, y subían en enjambre a los obenques observando con curiosidad el dócil bergantín que estaba a punto de ser abordado por su lancha.
«Salude al oficial, Pram», dijo Jack. Pram fue hasta el pasamanos, y en voz alta hizo en danés un enfático relato de su travesía, propio de un experto marinero. Pero ocurrió algo absurdo: había empleado un danés macarrónico y no apareció la palabra Argel bajo ninguna forma reconocible, sino que fue reemplazada por las palabras costa berberisca, repetidas en vano.
El barquero español estaba a punto de enganchar el bichero cuando Stephen, hablando con acento escandinavo un español fácilmente comprensible, gritó: «¿Tienen ustedes un cirujano que conozca la epidemia que tenemos a bordo?»
El barquero bajó entonces el bichero. El oficial español preguntó: «¿Por qué?»
«Algunos de nuestros hombres se pusieron muy enfermos en Argel y tenemos miedo. No sabemos qué es.»
«¡Ciar!», dijo el oficial a sus hombres. «¿Dónde han dicho que atracaron?»
«En Algiers, Alger, Argel. Fue allí donde los marineros bajaron a tierra. Por favor, ¿sabe usted cómo es la peste? ¿Produce hinchazón y pústulas? Le ruego que venga a ver a esos hombres. Por favor, señor, coja este cabo.»
«¡Ciar!», dijo el oficial de nuevo. «¿Y bajaron a tierra en Argel?»
«¿Nos mandará usted a su médico?»
«No. ¡Pobre gente! ¡Que Dios y la Virgen os protejan!»
«¿Podemos ir a buscar medicinas? Por favor, déjeme subir a su bote.»
«No», respondió el oficial molesto. «No, no. Manténganse alejados o les dispararemos. Váyanse a alta mar, el mar curará a esos hombres. ¡Vayan con Dios! ¡Y que tengan buen viaje!» Se vio al oficial ordenar al barquero que tirara el bichero al mar, y la lancha se alejó remando rápidamente para regresar al jabeque-fragata.
Estaban a una distancia que les permitía hablarse con facilidad, y desde la fragata una voz gritó algunas palabras en danés. Pram le contestó y una figura alta y delgada apareció en el alcázar, sin duda el capitán, y preguntó si habían visto un barco de guerra inglés, un bergantín.
«No», contestaron. Y cuando las dos embarcaciones comenzaban a separarse Jack susurró: «Pregúntenle su nombre».
«¡Cacafuego!» La respuesta aún pudo oírse con claridad, aunque cada vez los separaba una mayor superficie de agua. «¡Buen viaje!»
«¡Buen viaje tengan ustedes!»
* * *
«Así que esa es una fragata», dijo Stephen mirando el Cacafuego.
«Un jabeque-fragata», dijo Jack. «Despacio con esas brazas, señor Marshall, que no parezca que tenemos prisa. Un jabeque-fragata. Una jarcia muy extraña, ¿verdad? Me parece que no hay nada más rápido. Tiene los baos anchos para poder soportar una gran presión de las velas, pero las varengas estrechas. Sin embargo, necesita una tripulación muy numerosa, pues cuando navega de bolina tiene aparejo latino, ¿sabe?, y cuando el viento es favorable, o sea que viene de popa o por las aletas, ese aparejo se quita y se deja sobre cubierta, y en su lugar se colocan vergas para velas cuadras; muchísimo trabajo. Debe de tener trescientos hombres por lo menos. Ahora están poniendo el aparejo en cruz, lo que significa que seguirán bordeando la costa hacia el norte. Así que nosotros debemos ir rumbo al sur, pues ya estamos muy hartos de su compañía. Señor Dillon, vamos a echar un vistazo a la carta náutica».
«¡Dios mío!», dijo ya en la cabina juntando las manos y riéndose entre dientes. «Creí que estábamos perdidos esta vez: la corbeta quemada, hundida o destruida, y nosotros colgados, ahogados o descuartizados. ¡Este doctor es una joya! ¿Y qué me dice de cuando agitaba el cabo y rogaba tan serio al oficial que subiera a bordo? Yo lo entendí, aunque hablaba muy rápido. ¡Ja, ja, ja! ¿No le pareció la cosa más divertida del mundo?»
«Muy divertida sin duda, señor.»
«"Le ruego que venga", decía lastimosamente agitando el cabo, y ellos comenzaron a retroceder serios y solemnes como una bandada de búhos. "¡Le ruego que venga!" ¡Ja, ja, ja…! ¡Dios mío! Pero usted no parece muy divertido.»
«Para serle sincero, señor, yo estaba tan asombrado de que lográramos evadirnos que apenas tuve tiempo de reírme con la broma.»
«Bueno», dijo Jack sonriendo, «¿qué quería usted que hiciéramos? ¿Atacarlos?»
«Estaba convencido de que íbamos a atacarlos», dijo James con vehemencia. «Estaba convencido de que esa era su intención. Y estaba encantado».
«¿Un bergantín de catorce cañones contra una fragata de treinta y dos? Usted no hablará en serio ¿verdad?»
«Naturalmente que sí. Cuando ellos estaban subiendo la lancha y la mitad de la tripulación estaba ocupada con la jarcia, nuestra batería y nuestras armas ligeras los habrían hecho pedazos, y con esta brisa los habríamos abordado antes de que se hubieran repuesto.»
«¡Vamos, hombre! Tampoco habría sido un acto muy honorable.»
«Tal vez yo no esté muy capacitado para juzgar lo que es honorable, señor», dijo Dillon. «Hablo simplemente como un hombre de acción».
* * *
Mahón. La Sophie estaba rodeada por su propio humo, pues disparaba sus dos baterías y un cañonazo de más como saludo a la bandera del almirante izada en el Foudroyant, el navío cuya masa imponente podía verse entre las escaleras Pigtail y el muelle del arsenal.
Mahón. Los tripulantes de la Sophie que estaban de permiso se atiborraban de cerdo recién asado y dulces, con mucho alboroto, animados y contentos; había habido una gran matanza de cerdos, los tapones de los barriles de vino saltaban, y las mujeres llegaban de todas partes.
Jack estaba rígido en la silla. Las manos le sudaban y tenía la garganta seca y agarrotada. Las cejas de lord Keith eran negras y espesas, con algunos reflejos plateados, y desde debajo de ellas lanzaba una mirada fría y penetrante al otro lado de la mesa. «¿Así que tuvo que hacerlo por necesidad?», dijo.
Hablaba del desembarco de los prisioneros en la isla Dragonera. Se había ocupado de este tema casi desde el principio de la entrevista.
«Sí, milord.»
El almirante tardó unos instantes en responder. «Si lo hubiera hecho por indisciplina, por no querer subordinarse al juicio de sus superiores, me habría visto obligado a considerar más grave el asunto. Lady Keith lo estima mucho, capitán Aubrey, usted lo sabe, y a mí me entristecería que usted mismo obstaculizara el logro de sus expectativas. Por eso permítame que le hable con toda franqueza…»
Jack sabía que iba a ser desagradable en cuanto vio la cara seria del secretario, pero esto era mucho más duro de lo que esperaba. El almirante estaba sumamente bien informado, conocía todos los detalles sobre él: reprimenda oficial por insolencia, incumplimiento de las órdenes en determinadas ocasiones, fama de ser demasiado independiente, de temerario e incluso de insubordinado, rumores de mal comportamiento en tierra, borrachera, y otros. El almirante no veía ni la más mínima posibilidad de promoción a un empleo superior, aunque él no debía tomárselo demasiado a pecho, pues muchos marinos ni siquiera llegaban nunca a capitán y, por otra parte, los capitanes constituían un cuerpo respetable. Pero un barco de línea no podía ser confiado a un hombre obstinado que, formando parte de una flota, pudiera entablar una batalla según sus propias nociones de estrategia. No, no había ni la más mínima posibilidad, a menos que ocurriera algo extraordinario. El historial del capitán Aubrey dejaba mucho que desear. Lord Keith hablaba tranquilamente, con gran rigor, citando hechos con mucha precisión y empleando las palabras justas. Al principio Jack había sufrido y se sentía avergonzado y desasosegado, pero después sintió un ardor cerca de su corazón o un poco más abajo, el inicio de una sensación de rabia que iba en aumento y podría apoderarse de él. Bajó la cabeza, porque estaba seguro de que se le notaría en los ojos.
«Pero por otra parte», dijo lord Keith, «usted tiene la principal cualidad que debe tener un capitán. Es usted afortunado. Ninguno de los otros navíos que envié de crucero ha hecho tanto daño al comercio del enemigo. Ninguno ha hecho ni la mitad de las presas que usted. Así que a su regreso de Alejandría lo enviaré otra vez de crucero».
«Gracias, milord.»
«Esto provocará celos y algunas críticas, pero la suerte es algo que raramente dura —al menos eso creo yo, por experiencia personal— y se debe aprovechar cuando se tiene.»
Jack expresó su reconocimiento, agradeció al almirante cortésmente su amabilidad al darle consejos, le envió saludos respetuosos —afectuosos, si se le permitía— a lady Keith, y se retiró. Pero a pesar del crucero prometido, en su corazón ardía un intenso fuego, y aunque consiguió hablar con serenidad, tenía aún una mirada tan terrible al salir que la expresión irónica del centinela de la puerta se volvió de inmediato seria e impenetrable.
«Si ese retaco de Harte piensa usar ese tono conmigo», se dijo Jack saliendo a la calle y aplastando a un hombre contra una pared, «u otro parecido, le parto la cabeza, y a la mierda la Marina».
«Mercy, cariño», gritó al entrar en el Crown, «tráeme un vaso de vino. Eso es, buena chica. Y una copita de aguardiente». Luego dijo: «Al demonio todos los almirantes» y el vino joven, de suave fragancia, refrescó su garganta.
«Pero él es un almirante muy bueno, querido capitán», dijo Mercedes sacudiéndole el polvo de las solapas de su uniforme azul. «Él lo enviará de crucero cuando usted vuelva de Alejandría».
Jack le dirigió una sagaz mirada y le dijo: «Mercy, querida, si supieras de las travesías de los españoles la mitad de lo que sabes de las nuestras, no sabes qué feliz me harías». Se bebió de un trago el aguardiente y pidió otro vaso de aquel vino, un caldo excelente y relajante. «Tengo una tía», dijo Mercedes, «que sabe muchas cosas». «¿Ah, sí, cariño? ¿De verdad?», preguntó Jack. «Háblame de ella esta noche». La besó ausente, se caló el sombrero sobre su nueva peluca y dijo: «Ahora a ver a ese retaco».
Pero dio la casualidad de que el capitán Harte lo recibió con mucha más cortesía de lo habitual, lo felicitó por los sucesos de Moraira —«esa condenada batería nos causaba problemas. Perforó el casco de la Pallas tres veces y derribó uno de los masteleros de la Esmeralda. Debíamos habernos ocupado de ella hace mucho tiempo»— y lo invitó a cenar. «Y traiga también al médico, por favor. Mi esposa me pidió muy especialmente que lo invitara».
«Estoy seguro de que estará encantado de ir, si no tiene ya un compromiso. Espero que la señora Harte esté bien. Debo presentarle mis respetos.»
«¡Oh, sí! Está muy bien, gracias. Pero no se moleste en visitarla esta mañana porque ha ido a montar a caballo con el coronel Pitt; aunque no sé cómo se le ocurre ir con este calor. Por cierto, usted puede hacerme un favor». Jack lo miró atentamente, con rostro inexpresivo. «Mi asesor financiero quiere que su hijo salga a navegar, y usted tiene una plaza de guardiamarina vacante, así de sencillo. Es un hombre respetable y su esposa fue al colegio con Molly. Los conocerá en la cena».
* * *
De rodillas, con la barbilla a la altura de la mesa, Stephen observaba la mantis religiosa macho aproximarse a la hembra. Ella era un bello y robusto ejemplar de color verde. Estaba apoyada en sus cuatro patas traseras y mantenía en alto las dos delanteras, juntándolas en ademán devoto. De vez en cuando un estremecimiento hacía inclinarse su cuerpo hacia las delgadas extremidades suspendidas en el aire, y entonces el macho, un ejemplar de color marrón, retrocedía. Este avanzaba en línea recta, con el cuerpo paralelo a la mesa, estirando sus depredadoras patas delanteras, largas y dentadas, y con las antenas dirigidas hacia delante. Aunque había mucha luz, Stephen podía ver un curioso brillo interior en sus ojos grandes y ovalados.
Deliberadamente, el macho volvió la cabeza unos cuarenta y cinco grados, como para mirarlo. «¿Trata de reconocerme?», se preguntó Stephen subiendo la lupa para ver si detectaba algún movimiento en las antenas. «¿Expresa consentimiento?»
Así era sin duda, pues el macho llegó en tres zancadas hasta donde estaba la hembra y se le subió encima. Se agarró a los élitros de ésta con sus patas. Luego juntó sus antenas con las de ella y comenzó a darles sacudidas. Aparte de un movimiento vibratorio, como el de un muelle, por aquel peso adicional, no hubo aparentemente ninguna otra respuesta por parte de ella. Y poco después comenzó la vehemente cópula de los ortópteros. Stephen puso su reloj exactamente en la hora y la anotó en un libro que estaba abierto en el suelo.
Pasaron unos minutos. El macho cambió un poco la forma de agarrar a la hembra. Ella comenzó a mover ligeramente su cabeza triangular de izquierda a derecha. A través de la lupa, Stephen podía ver cómo abría y cerraba sus mandíbulas. Entonces hubo una serie de movimientos que no pudo distinguir bien, tan rápidos que, a pesar de prestarles la máxima atención, no fue capaz de seguirlos. Y de repente la cabeza del macho se separó del cuerpo y quedó atrapada, como si fuera un limón desgajado, entre las verdes patas de la hembra, todavía unidas en actitud orante. La hembra mordió la cabeza y el brillo interior de aquellos ojos desapareció. Sobre ella, el macho continuó la cópula aún con más vehemencia que antes, una vez eliminadas todas sus inhibiciones. «¡Ahí!», dijo Stephen con gran satisfacción y apuntó la hora de nuevo.
Diez minutos después la hembra arrancó tres pedazos del largo tórax de su pareja, de la parte superior de éste, por encima de las articulaciones de las patas, y se los comió aparentemente con apetito, dejando caer trocitos quitinosos de caparazón. El macho seguía sobre ella, sostenido firmemente por las patas traseras.
«¡Ah, está usted ahí!», exclamó Jack. «Lo he estado esperando un cuarto de hora».
«¡Oh!», dijo Stephen levantándose. «Perdóneme. Perdóneme. Sé que para usted la puntualidad tiene mucha importancia, que le preocupa mucho, y yo había atrasado el reloj para poner la hora exacta al principio de la cópula», dijo cubriendo despacio la mantis religiosa y su almuerzo con una caja ventilada por agujeros. «Ya puedo irme con usted».
«No», dijo Jack. «No con esos horribles botines. A propósito, ¿por qué les ha puesto suela de plomo?»
En cualquier otro momento Jack hubiera obtenido una áspera respuesta, pero Stephen se daba perfecta cuenta de que él no había pasado una mañana agradable con el almirante y tan sólo respondió, mientras se cambiaba los botines por los zapatos: «No hace falta tener una cabeza, ni siquiera un corazón, para darle a una hembra todo lo que necesita».
«Eso me recuerda…», dijo Jack, «¿tiene usted algo para que mi peluca se mantenga fija? Me he visto en una situación sumamente ridícula cuando atravesaba la plaza. Dillon estaba del otro lado, con una mujer del brazo —creo que era la hermana del gobernador Wall— y yo le devolví el saludo muy cortésmente. Me quité el sombrero y junto con él se me quitó la condenada peluca. Puede usted reírse, y desde luego es algo muy gracioso, pero habría dado un billete de cincuenta libras por no hacer el ridículo ante él allí».
«Aquí tengo un emplasto», dijo Stephen. «Lo doblaré y se lo pegaré en la cabeza. Lamento muchísimo que tuviera este… contratiempo en presencia de Dillon».
«Yo también», dijo Jack inclinándose para que Stephen le pusiera el emplasto. Y entonces sintió el impulso de hacerle una confidencia, pues estaban en tierra y la relación entre ellos era muy diferente a la que tenían en el mar. «Nunca en mi vida había estado tan desconcertado, no sabía qué hacer. Prácticamente me acusó —me cuesta decir esa palabra— de comportamiento indebido después de nuestro encuentro con el Cacafuego. Primero pensé en pedirle explicaciones y una satisfacción, naturalmente. Pero la situación es muy peculiar, él siempre saldrá perdiendo. Si yo quisiera hundirlo, desde luego que lo conseguiría, y si él quisiera hundirme a mí, lo expulsarían de la Marina en un decir amén, así que ambas cosas tendrían el mismo resultado para él».
«Y la Marina es su pasión, no cabe duda.»
«Y en cualquier caso, la Sophie se quedaría en un estado lamentable… si cometiera un disparate. Además, es el mejor primer oficial que un capitán pueda desear. Es exigente pero no un negrero, y un excelente marino; teniéndolo a él, uno no tiene que pensar siquiera un momento en la rutina diaria de la corbeta. Quiero creer que no fue esa su intención.»
«Claro que no lo fue. Él nunca pondría en duda su valor», dijo Stephen.
«¿No lo haría?», preguntó Jack mirando fijamente a Stephen mientras daba vueltas a la peluca en la mano. «¿Le gustaría cenar con los Harte?», preguntó tras una pausa. «Yo tengo que ir y quisiera que me acompañara, si no está comprometido».
«¿Cenar?», preguntó Stephen como si acabaran de inventar la comida. «¿Cenar? ¡Oh, sí! Iré con mucho gusto, encantado».
«¿No tendrá por casualidad un espejo?», preguntó Jack.
«No. No. Pero hay uno en la habitación del señor Florey. Podemos entrar en ella cuando bajemos.»
A pesar de que sentía un auténtico placer por encontrarse bien, por llevar su mejor uniforme y su dorada charretera, Jack no había escuchado ninguna opinión sobre su apariencia, y hasta ese momento apenas había pensado en ella más de dos minutos. Pero ahora, después de haberse mirado detenidamente en el espejo durante largo tiempo, dijo: «Creo que este lado lo tengo horroroso».
«Sí», dijo Stephen. «Sí, así es».
Jack se había cortado muy corto el pelo que le quedaba y había comprado aquella peluca para cubrirlo. Pero no podía taparse con nada la cara quemada, la cual, además, se había enrojecido un poco por el sol, a pesar del ungüento que le había dado Stephen Maturin; tampoco podía taparse el ojo hinchado, que tras pasar por las diversas fases de una magulladura, ahora estaba amarillo y circundado por una franja azul, de modo el lado izquierdo de su cara tenía un aspecto semejante al de un mandril.
Cuando terminaron de tratar sus asuntos con el agente que se ocupaba de las presas (tuvieron un amable recibimiento, con muchas inclinaciones de cabeza y sonrisas) fueron andando a su cita para cenar. Mientras Stephen se quedó contemplando una rana de zarzal que había junto a la fuente del patio, Jack pudo estar a solas con Molly Harte unos momentos en la fresca antesala.
«¡Por Dios, Jack!», exclamó mirándolo atentamente. «¿Llevas peluca?»
«Sólo por un tiempo», dijo Jack aproximándose a ella.
«Ten cuidado», murmuró ella poniéndose detrás de una mesa de jaspe, ónix y cornalina de tres pies de ancho por siete y medio de largo, que pesaba diecinueve quintales. «La servidumbre…»
«¿En la glorieta esta noche?», susurró él.
Ella negó con la cabeza, y sin palabras, con un expresivo gesto de su cara, le dijo: «Indispuesta». Y luego, en un tono bajo pero perfectamente audible, un tono sensato, le dijo: «Permíteme que te cuente algo sobre esas personas que vienen a cenar, los Ellis. Ella era de buena familia, según tenía entendido. Iba a la escuela de la señora Capell conmigo, pero era mucho mayor que yo, desde luego; era una de las chicas mayores. Y se casó con el señor Ellis, de la City. Él es un hombre respetable, educado, muy rico, y se ocupa con habilidad de nuestro dinero. El capitán Harte le está sumamente agradecido, lo sé. Y yo conozco a Leticia desde muy pequeña, así que existe un doble… ¿cómo llamarlo?… lazo de unión. Ellos quieren que su hijo sea marino, por eso me complacería mucho que…»
«Haré todo lo que esté a mi alcance para complacerte», dijo Jack con desánimo. Las palabras nuestro dinero lo habían herido profundamente.
«Doctor Maturin, me alegro mucho de que haya podido venir», dijo Molly Harte volviéndose hacia la puerta. «Le presentaré a una señora muy instruida».
«¿De veras, señora? Me alegra saberlo. Y dígame, ¿en qué materia es instruida?»
«¡Oh, en todas!», dijo la señora Harte alegremente. Y ésta también parecía ser la opinión de Leticia, porque enseguida le dijo a Stephen qué era, según ella, lo más indicado para tratar el cáncer y para los aliados en la guerra: la oración, el amor y seguir la doctrina de Jesucristo. Era una rara criatura, pequeña y de rostro inexpresivo, que parecía una muñeca; era tímida y a la vez satisfecha de sí misma, y además extraordinariamente joven; hablaba despacio, moviendo el torso de un modo extraño, como si se retorciera, mirando al estómago o al codo de su interlocutor, y por eso su exposición se hacía larga. Su marido era alto, de ojos húmedos y manos sudorosas, con expresión apacible y comedida, y patizambo; de no haber tenido así las piernas, su aspecto habría sido exactamente igual al de un mayordomo. «Si ese hombre vive mucho tiempo», pensaba Stephen cuando Leticia hablaba sin parar de Platón, «se convertirá en un avaro. Pero lo más probable es que termine ahorcándose. Estreñimiento y almorranas, y también pies planos».
Se sentaron a la mesa. Eran diez invitados en total. A la izquierda de Stephen estaba la señora Ellis y a su derecha la señorita Wade, una chica sencilla y amable, con un excelente apetito que no se veía afectado por el húmedo calor, que alcanzaba los treinta grados, ni por los dictados de la moda. Luego estaba Jack, después la señora Harte, y a la derecha de ésta el coronel Pitt. Mientras Stephen estaba enzarzado en una discusión con la señorita Wade comparando las cualidades del cangrejo de río y la langosta, la insistente voz a su izquierda se fue haciendo más fuerte, hasta que fue imposible ignorarla. «No lo entiendo. Usted es médico, según me han dicho, entonces ¿por qué está en la Marina? ¿Por qué está en la Marina si es usted médico?»
«Por ser pobre, señora, por ser pobre. Porque en tierra no es oro todo lo que reluce. Y además, desde luego, por el ferviente deseo de morir por mi patria.»
«El caballero bromea, querida», dijo su marido al otro lado de la mesa. «Con todos esos botines está forrado, como decimos en la City».
«¡Oh!», dijo Leticia sorprendida. «Es una persona muy ingeniosa. Debo tener cuidado con él, ciertamente. Pero aun así, doctor Maturin, usted tiene que cuidar también a simples marineros, no sólo a guardiamarinas y oficiales, y eso debe de ser horrible».
«Bueno, señora», dijo Stephen mirándola con curiosidad. Para ser una mujer tan pequeña y comedida había bebido una considerable cantidad de vino y la cara se le estaba llenando de manchas rojas. «Bueno, señora, yo les encuentro un remedio rápidamente. Les suelo administrar aceite de látigo de nueve cuerdas».
«¡Así se hace!», dijo el coronel Pitt, que hablaba por primera vez. «En mi regimiento no tolero las quejas».
«El doctor Maturin es muy estricto», dijo Jack. «A menudo me pide que azote a los hombres para quitarles la apatía y dilatarles las venas, todo a un tiempo. Cien latigazos en el portalón tienen el mismo efecto que quince libras de sulfuro y melaza, se suele decir».
«Eso es disciplina», dijo el señor Ellis asintiendo con la cabeza.
Stephen notó que ya no tenía la servilleta sobre las piernas y pensó que sin duda se había caído al suelo. Se agachó debajo de la mesa para recogerla, y en aquel espacio cubierto, semejante al interior de una tienda, vio las cuatro patas de la mesa y las dieciocho piernas de los comensales. La señorita Wade se había quitado los zapatos; a la mujer sentada frente a él se le había caído un pañuelo arrugado; la reluciente bota militar del coronel Pitt estaba apoyada contra el pie derecho de la señora Harte, y contra el pie izquierdo de ésta —a bastante distancia del derecho— se apoyaba el no menos voluminoso zapato de hebilla de Jack Aubrey.
Se sucedieron los platos uno tras otro, con mediocres productos menorquines cocinados con agua inglesa; el vino también era mediocre, adulterado con agraz menorquín. Stephen oyó que su vecina de asiento decía: «Creo que tiene usted una gran autoridad moral en el barco», pero en ese momento la señora Harte se levantó y, cojeando ligeramente, se dirigió al salón. Los hombres se agruparon entonces en la punta de la mesa y el turbio oporto pasó de mano en mano una y otra vez.
El vino había logrado animar al señor Ellis, desvaneciendo su inseguridad y su timidez. Éste, sintiéndose respaldado por su riqueza, hablaba ahora a sus interlocutores de disciplina —de la importancia primordial del orden y la disciplina— y de la familia, la familia disciplinada, que era la piedra angular de la civilización cristiana. Los oficiales con mando eran (así los llamaba él) padres de familias numerosas y demostraban su amor mediante el rigor. Rigor. Su amigo Bentham, el caballero que había escrito Defence of Usury (Defensa de la usura; un libro que merecía estar impreso en letras de oro), había creado un instrumento de castigo. Rigor y temor; porque las dos fuerzas que movían el mundo eran la avaricia y el miedo. No había más que pensar en la Revolución francesa y en la infortunada rebelión que había tenido lugar en Irlanda, por no hablar —miraba maliciosamente a aquellos rostros petrificados— de los desagradables incidentes de Spithead y Nore: todos provocados por la avaricia y reprimidos mediante el miedo.
El señor Ellis estaba muy familiarizado con la casa del capitán Harte, porque sin preguntar nada fue hasta un mueble con una puerta emplomada, abrió la puerta y sacó un orinal; y mirando por encima del hombro siguió hablando.
Afirmaba que afortunadamente las clases más bajas, de un modo natural, respetaban y admiraban a los caballeros desde su humildad; y sólo los caballeros estaban preparados para ser oficiales. Dios lo había ordenado así, dijo abrochándose los botones de la portañuela de sus calzones. Y sentándose de nuevo a la mesa dijo que conocía una familia donde la disciplina era sólida como la plata. La familia era algo bueno; brindaría por la disciplina de ésta. El castigo físico era también algo bueno; brindaría por el castigo físico, en todas sus formas. Quien bien te quiere te hará llorar, eso era cierto; iban unidos amor y castigo.
«Debería usted hacernos una visita un jueves por la mañana y ver cómo el ayudante del contramaestre demuestra su amor a quienes cometen faltas», dijo Jack.
El coronel Pitt, que sin reparo había estado mirando al banquero fijamente con indisimulado desprecio, soltó una carcajada y luego se fue, con el pretexto de resolver asuntos relacionados con su regimiento. Jack estaba a punto de seguirlo cuando el señor Ellis le pidió que se quedara y le permitiera decirle unas palabras.
«Soy asesor financiero de la señora Jordán y tengo el honor de haber sido presentado al duque de Clarence», comenzó diciendo para impresionarlo. «¿Lo conoce?»
«Sí, conozco a Su Alteza», dijo Jack, que había sido compañero de tripulación de aquel miembro de la casa de Hannover muy poco destacado, irascible, falto de sensibilidad y arrogante.
«Me tomé la libertad de hablarle de nuestro Henry y le expresé nuestro deseo de que llegara a ser un oficial, y él tuvo la amabilidad de aconsejarnos que ingresara en la Marina. Mi esposa y yo hemos pensado mucho en ello y creemos que es preferible para él un barco pequeño a un navío de línea, porque en éste hay a veces bastante mezcla, usted ya me entiende, y mi esposa es muy especial, es descendiente de la casa de Plantagenet; además, algunos capitanes de este tipo de navío quieren que los cadetes tengan una asignación de cincuenta libras al año.»
«Siempre insisto en que a los guardiamarinas bajo mi mando se les garantice una asignación de cincuenta libras como mínimo.»
«¡Oh!», dijo el señor Ellis con cierto desánimo. «Bien, pero creo que muchas cosas pueden conseguirse de segunda mano. Aunque no es que me importe; al principio de la guerra los que estamos en la City le enviamos un mensaje a Su Majestad diciéndole que lo apoyaríamos con nuestras vidas y nuestras fortunas. Cincuenta libras, o incluso más, no tienen importancia para mí si el barco es de buena categoría. La señora Harte, amiga de la infancia de mi esposa, nos habló muy bien de usted, señor; y además, es usted un perfecto Tory, exactamente como yo. Y ayer vimos al teniente Dillon, que es sobrino de lord Kenmare, según creo, y tiene una pequeña fortuna; nos pareció un caballero. Así que, para no extenderme, señor, si usted acepta a mi hijo le estaré muy agradecido. Y permítame añadir», dijo con una jocosidad que resultó embarazosa, claramente en contra de su propio buen juicio, «que con mi experiencia y mi profundo conocimiento del mercado de valores usted no se arrepentirá. Tendrá ventajas, se lo aseguro ¡ja, ja!»
«Creo que debemos reunimos con las señoras», dijo el capitán Harte sonrojándose por lo que había dicho su invitado.
«Lo mejor es que esté navegando un mes aproximadamente», dijo Jack poniéndose de pie. «Entonces podrá saber si le gusta la Marina y si ha nacido para ser un hombre de mar, y después hablaremos de nuevo sobre el asunto».
«Siento haberlo metido en esto», dijo Jack cogiendo a Stephen por el brazo mientras ambos bajaban las escaleras Pigtail, por cuyas tórridas piedras corrían las lagartijas. «No podía imaginar que Molly Harte fuera capaz de ofrecernos una cena tan horrible. ¿Se fijó en aquel soldado?»
¿El hombre vestido de escarlata y dorado, con botas?
«Sí. Es un perfecto ejemplo de lo que yo le decía, de que en el ejército hay dos clases de personas, unas sumamente amables y corteses, como mi querido tío, y otras estúpidas, torpes y bárbaras como ese tipo. Muy distinto que en la Marina. Lo he visto muchas veces y aún no puedo entenderlo. ¿Cómo pueden convivir esas dos clases? Espero que no moleste a la señora Harte; ella a veces es tan franca y abierta, tan confiada, que pueden engañarla.»
«Ese hombre, no me acuerdo de su nombre, el asesor financiero, es un caso digno de estudio.»
«¡Ah, ese!», dijo Jack sin ningún interés. «¿Qué se puede esperar de un hombre que se pasa el día sentado pensando en el dinero? Y el vino enseguida se le sube a la cabeza a ese tipo de personas. Harte debe de tener mucho que agradecerle para invitarlo a su casa».
«Bueno, sin duda es un estúpido charlatán, superficial, ignorante y anodino, pero lo encuentro fascinante. Es el perfecto burgués en un estado de fermentación social. Tiene la facies típica de quien padece de estreñimiento y tiene hemorroides, es patizambo y encorvado de hombros, tiene pies planos y torcidos hacia afuera, mal aliento, ojos desorbitados, y en su actitud hay una mezcla de sumisión y vanidad; y, por supuesto, se fijaría usted en esa afeminada insistencia en la autoridad y el castigo físico cuando ya estaba completamente borracho. Apostaría a que es casi impotente. Eso explicaría la imparable locuacidad de su mujer y su deseo de dominar, combinados de modo absurdo con sus gestos infantiles; y también explicaría la caída de su cabello: se quedará calva en un año más o menos.»
«Entonces, si todo el mundo fuera impotente», dijo Jack muy serio, «se evitarían muchos problemas».
«Y después de ver a los padres estoy impaciente por ver al hijo, al fruto de la extraña e insípida unión de sus partes pudendas. ¿Será un condenado sabelotodo? ¿Un autoritario? ¿O acaso la resistencia de la infancia…?»
«Será el típico niño pesado, me parece a mí; pero al menos sabremos si puede sacarse algo de él cuando regresemos de Alejandría. Así no tendremos que cargar forzosamente con él durante el resto de nuestra misión.»
«¿Ha dicho Alejandría?»
«Sí.»
«¿En el bajo Egipto?»
«Sí. ¿No se lo había dicho? Debemos llevar un mensaje al batallón de sir Sidney Smith antes de emprender el próximo crucero. Él vigila a los franceses, ¿sabe?»
«¡Alejandría!», exclamó Stephen deteniéndose en medio del muelle. «¡Qué alegría! No entiendo cómo es posible que no me lo dijera lleno de satisfacción en cuanto me vio. ¡Qué almirante más benévolo, pater classis! ¡Cuánto aprecio su nobleza!»
«Bueno, no es más que un recorrido en línea recta desde un lado al otro del Mediterráneo, de alrededor de seiscientas leguas para cada lado, con escasísimas posibilidades de encontrar presas tanto a la ida como a la vuelta.»
«¡No creía que usted pudiera ser tan materialista!», gritó Stephen. «¡Qué vergüenza! Alejandría es un lugar histórico».
«Así es», dijo Jack recuperando su habitual buen humor y alegría de vivir al ver a Stephen tan contento. «Y si tenemos suerte también veremos las montañas de Creta. Pero vamos, tenemos que subir a bordo; si nos quedamos aquí parados nos van a atropellar».