La tierra avistada era el cabo de la Nao, límite de su zona de crucero por el sur; podía distinguirse al oeste en el horizonte, a pesar de que su contorno aparecía desdibujado sobre el oscuro cielo.
«¡Qué gran agudeza, señor Marshall!», dijo Jack bajando de la cofa, donde había estado escrutando el cabo con su catalejo. «El astrónomo real no lo hubiera hecho mejor».
«Gracias, señor, gracias», dijo el contramaestre que, en efecto, había tomado cuidadosamente numerosos datos sobre la luna, además de anotar los de rutina, para calcular la posición de la corbeta. «Muy contento por… aprobación». Le faltaban las palabras y terminó por expresarse tan sólo moviendo la cabeza y frotándose las manos nerviosamente. Era curioso ver a aquel hombre fuerte, de facciones duras y gran corpulencia, conmovido por un sentimiento que necesitaba una forma de expresión dulce y delicada; y muchos tripulantes intercambiaron miradas de complicidad con sus compañeros. Sin embargo, Jack no tenía ni idea de lo que pasaba; siempre había pensado que el singular esmero del señor Marshall en todos los aspectos de la navegación y su celo como oficial se debían a su buena disposición natural y a su condición de marino íntegro; y en cualquier caso, su mente estaba muy ocupada en ese momento con la idea de probar los cañones en la oscuridad. Estaban suficientemente alejados de tierra para que no pudiera escucharse su sonido, llevado por el viento; y aunque la artillería de la Sophie había mejorado mucho, él no podía estar tranquilo si no intentaba cada día alcanzar la perfección. «Señor Dillon», dijo, «quiero que la guardia de estribor y la de babor se enfrenten en la oscuridad. Sí, lo sé», prosiguió al observar cierto reparo en la expresión adusta del primer oficial, «pero si la práctica se realiza desde la luz hacia la oscuridad, ni siquiera la peor tripulación se caería bajo los cañones ni se precipitaría desde los costados. De modo que prepararemos un par de toneles, si le parece bien, para la práctica de día, y otro par y un farol o una antorcha, o algo similar, para la noche».
Desde la primera vez que vio aquella práctica repetitiva (le parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces), Stephen evitaba presenciarla; no le gustaban ni el estampido de los cañones, ni el olor de la pólvora, ni la posibilidad de que los marineros sufrieran dolorosas heridas, ni la certeza de un cielo sin pájaros, así que pasaba el tiempo abajo leyendo, pero con el oído atento por si se producía un accidente; era muy fácil que algo saliera mal, pues los cañones se desplazaban rápidamente sobre la cubierta y ésta se movía con el balanceo y el cabeceo del barco. Esa tarde, sin embargo, ignorando el jaleo que se preparaba, subió para dirigirse a proa, hasta la bomba de tronco de olmo, la bomba de madera cuya parte superior, por orden suya, era desmontada dos veces al día por diligentes marineros para que la parte inferior del barco estuviera iluminada, aprovechando la luz que llegaba hasta allí oblicuamente. Al verlo, Jack dijo: «¡Vaya, si está aquí el doctor! Seguro que ha venido a cubierta a ver los progresos que hemos hecho. Es un bonito espectáculo ver cómo disparan los cañones, ¿no es cierto? Y esta noche lo verá en la oscuridad, que es aún mejor. ¡Oh Dios, tenía que haber visto la batalla del Nilo! ¡Y haberla oído! ¡Qué feliz se hubiera sentido!»
El aumento de la potencia de fuego de la Sophie era verdaderamente sorprendente, incluso para un espectador tan ajeno a lo militar como Stephen. Jack había establecido un sistema que no era agresivo con las cuadernas de la corbeta (que realmente no podrían soportar una sacudida provocada por toda la batería de un costado), y propiciaba la emulación y la regularidad: primero disparaba el cañón de sotavento de la batería, y cuando éste se encontraba en pleno retroceso disparaba el siguiente, produciéndose una sucesión de disparos en la cual el último artillero todavía podía ver a través del humo. Jack explicaba todo esto mientras el cúter se alejaba en la penumbra con los toneles a bordo. «Naturalmente», añadió, «no hacemos un recorrido de gran distancia —sólo lo suficiente para hacer tres descargas. ¡Cuánto me gustaría que fueran cuatro!»
Los artilleros estaban desnudos hasta la cintura y llevaban un pañuelo de seda negra en la cabeza; parecían muy preparados y atentos, se diría que estaban en su elemento. Habría un premio, por supuesto, para los cañones que alcanzaran el objetivo, pero el mejor premio sería para la guardia que disparara más rápido, sin disparar al azar ni errar tiros.
El cúter estaba lejos, a popa y por sotavento, y el tonel se balanceaba con las olas. A Stephen le resultaba asombroso el hecho de que dos siluetas que navegaban por el mar en calma, que se veían juntas en un momento dado, luego cuando uno volvía la cabeza parecían estar a millas de distancia una de otra, aparentemente sin hacer esfuerzos ni acelerar. La corbeta viró y se desplazó suavemente bajo las gavias pasando a un cable de distancia del tonel por barlovento. «No tiene sentido alejarnos más», observó Jack sosteniendo el reloj en una mano y un trozo de tiza en la otra. «No podemos disparar con la fuerza suficiente.»
Pasaron unos momentos. El tonel se veía a proa cada vez más grande. «¡Destrincar los cañones!», gritó James Dillon. Ya se sentía en cubierta el olor de las mechas retardadas. «¡Nivelar los cañones… sacar los tapabocas… sacar las bocas por las portas… cebar… apuntar los cañones… fuego!»
Fue como si un gran martillo hubiera golpeado una piedra a intervalos de medio segundo, con asombrosa regularidad; el humo formó una gran columna que se alejaba rápidamente de la fragata. Había disparado la batería de babor, y la guardia de estribor estiraba la cabeza y se ponía de puntillas en los lugares desde donde podía observar mejor dónde caían las balas. Cayeron demasiado lejos, casi un metro más lejos, pero estaban bien agrupadas. La guardia de babor trabajaba con ímpetu y concentración, lampaceando, atacando, empujando y tirando de los cañones; los chorros de sudor hacían brillar sus espaldas.
El tonel no estaba muy transversal cuando fue destrozado completamente por la siguiente descarga. «Dos minutos cinco», dijo Jack riendo entre dientes. Sin detenerse siquiera para dar vivas, la guardia de babor continuó su carrera; inclinaron hacia arriba los cañones y el gran martillo repitió sus siete golpes, mientras el agua salpicaba las duelas rotas. Los lampazos y pisones brillaron, y los marineros, entre gruñidos, colocaron violentamente los cañones cargados contra las portas y los subieron con aparejos y espeques lo más que pudieron; pero los disparos sobrepasaron el objetivo, así que no podrían disparar la cuarta andanada.
«No importa», dijo Jack. «Casi lo habéis conseguido. Seis minutos y diez segundos». La guardia de babor lanzó un suspiro colectivo. Habían puesto todo su afán en hacer la cuarta descarga y en no pasar de seis minutos, pues sabían muy bien que la guardia de estribor tardaría menos.
En verdad, la guardia de estribor consiguió cinco minutos y cincuenta y siete segundos; pero, por otra parte, no dieron en el tonel, y en la penumbra se escucharon críticas anónimas a los cabrones manazas sin escrúpulos que dispararon a ciegas, imprudentemente, cualquier cosa para ganar. Y con pólvora de treinta y cinco peniques el kilo.
Se había hecho de noche y, para gran satisfacción de Jack, casi nada cambió en cubierta. La corbeta orzó, cambió de bordo y luego se dirigió con el viento a favor hacia aquel ondulante resplandor en el tercer tonel. Las descargas se sucedían una tras otra, como rojas lenguas que penetraban a través del humo; los grumetes servidores de pólvora iban de un lado a otro de cubierta, bajaban hasta la santabárbara entre los tabiques acorazados situados detrás del centinela y volvían con la carga; los artilleros jadeaban y gruñían; el ritmo apenas cambiaba. «Seis minutos y cuarenta y dos segundos», dijo Jack después de observar atentamente su reloj junto al farol. «La guardia de babor se lleva la campanada. No estuvo mal la práctica, ¿verdad señor Dillon?»
«Mucho mejor de lo que esperaba, señor, para ser sincero.»
«Y ahora, amigo mío», dijo Jack a Stephen, «¿qué me dice de un poco de música, si no tiene los oídos embotados? ¿Le gustaría acompañarnos, Dillon? El señor Marshall se ocupa ahora de cubierta, ¿no es así?»
«Gracias, señor, muchas gracias, pero usted sabe que, por desgracia, la música es demasiado elevada para mí, no se ha hecho la miel para la boca del asno.»
«Estoy muy satisfecho de la práctica de esta noche», dijo Jack tensando su violín. «Ahora creo que podemos costear con más tranquilidad, sin arriesgar demasiado nuestra querida corbeta».
«Me alegro de que esté satisfecho; y en verdad los marineros parecían manejar los cañones con gran destreza, pero permítame que insista en que esa nota no es la.»
«¿Ah, no?», dijo Jack ansioso. «¿Está mejor así?»
Stephen asintió con la cabeza, golpeó el suelo con el pie tres veces y ambos emprendieron el divertimento menorquín del señor Brown.
«¿Se dio cuenta de que he acompañado el pom-pom-pom con la cabeza?», preguntó Jack.
«Sí, claro. Con mucha energía y mucha agilidad. Me fijé en que no golpeó ni la balda ni la lámpara. Yo sólo rocé la taquilla una vez.»
«Creo que lo importante es no pensárselo. Esos marineros, cuando movían estruendosamente los cañones, no se lo pensaban. Dar socolladas a los aparejos, limpiar con escobillones, lampacear, recalcar: todo se ha vuelto muy mecánico. Su comportamiento ha sido muy satisfactorio, sobre todo el del tres y el cinco de la batería de babor. No eran más que un puñado de zoquetes al principio, se lo aseguro.»
«Usted tiene suficiente tesón para convertirlos en expertos.»
«Bueno, sí: no hay que perder ni un momento.»
«Bien, pero ¿no cree que esa prisa constante produce una sensación de agobio, de agotamiento?»
«¡No, por Dios! Forma parte de nuestra vida, lo mismo que el cerdo salado, especialmente cuando estamos en aguas donde cambia tanto la marea. Puede pasar cualquier cosa en el mar en cinco minutos. ¡Ja, ja! ¡Debería usted oír a lord Nelson! Con este tipo de artillería, una sola andanada puede derribar un mástil y hacer ganar la batalla; y es imposible saber lo que va a pasar una hora después, cuando tal vez haya que disparar. En el mar es imposible saber lo que va a pasar.»
Era una gran verdad. Un ojo que lo viera todo, que pudiera penetrar la oscuridad con la mirada, habría visto la estela de la fragata española Cacafuego, navegando rumbo a Cartagena, que habría cortado la estela de la Sophie si la corbeta no hubiera permanecido quince minutos tirando agua a los toneles incendiados; sin embargo, la Cacafuego pasó silenciosamente al oeste de la Sophie, a una milla y media de distancia, sin que ninguna de ellas divisara la otra. El mismo ojo habría visto muchas otras embarcaciones en las proximidades del cabo de la Nao porque, como Jack sabía muy bien, todos los barcos que salieran de Almería, Alicante o Málaga, deberían bordear aquella punta; sobre todo habría divisado un pequeño convoy que se dirigía a Valencia bajo la protección de un navío corsario; y habría visto que el rumbo de la Sophie (si no cambiaba) la acercaría a la costa y a barlovento del convoy una media hora antes de rayar el alba.
* * *
«¡Señor, señor!», le dijo Babbington al oído a Jack.
«¡Chsss, cariño!», murmuró Jack, que soñaba con alguien de muy distinto sexo. «¿Eh?»
«El señor Dillon dice que se ven luces de cofa en alta mar, señor.»
«¡Ajá!», dijo Jack, que se había despertado inmediatamente, y corrió en camisón a cubierta, donde todavía estaba oscuro.
«Buenos días, señor», dijo James haciendo un saludo y ofreciéndole su catalejo.
«Buenos días, señor Dillon», dijo Jack tocándose el gorro de dormir en respuesta y cogiendo el catalejo. «¿Por dónde se ven?»
«Justo a babor, señor.»
«¡Por Dios que tiene usted buena vista!», dijo Jack bajando el catalejo; lo limpió y volvió a escrutar la inconstante neblina. «Dos. Tres. Me parece que cuatro».
La Sophie estaba facheando, con el velacho izado y la gavia mayor casi totalmente desplegada, uno contrarrestando a la otra, y se encontraba al abrigo del oscuro acantilado. El viento, el poco que soplaba, era débil, inestable y cálido, venía del norte noroeste y traía el olor de las montañas; pero a medida que la tierra se caldeara viraría sin duda hacia el nordeste o totalmente al este. Jack se agarró a los obenques. «Analicemos las posiciones desde arriba», dijo. «¡Malditos faldones de los demonios!»
Se hizo más claro; la bruma se disipaba dejando al descubierto cinco embarcaciones formando una fila desordenada, o más bien amontonadas; estaban tan cerca que se podían ver sus cascos, y la más próxima no distaba más de un milla.
De norte a sur iba primero el Gloire, un barco corsario de Tolón aparejado como navío, muy rápido, con doce cañones de ocho, contratado por un rico comerciante de Barcelona llamado Jaume Mateu para proteger sus dos saetías, Pardal y Xaloc. Las dos saetías eran de seis cañones, y la segunda llevaba un valioso (e ilegal) cargamento de mercurio, y por añadidura camuflado; la Pardal estaba situada en el cuadrante de sotavento del navío corsario; y casi al mismo nivel de la Pardal, pero a barlovento y sólo a cuatrocientas o quinientas yardas de la Sophie, estaba el Santa Lucía, un paquebote napolitano lleno de desconsolados monárquicos franceses, capturado en su travesía hacia Gibraltar por el Gloire; luego estaba la segunda saetía, la Xaloc; y por último una tartana que se había unido al grupo cerca de Alicante, contenta de estar amparada contra piratas bereberes, navíos corsarios menorquines y cruceros británicos. Todas eran embarcaciones más bien pequeñas; todas esperaban que el peligro viniera de alta mar (por eso iban costeando: una forma incómoda y arriesgada de navegar, comparada con viajar por las largas rutas de alta mar, pero que les permitía correr a buscar la protección de las baterías costeras); y si alguna de ellas divisaba la Sophie cuando hubiera más luz, diría: «¡Vaya! Una pequeña corbeta va deslizándose despacio cerca de la costa, hacia Denia seguramente».
«¿Qué opina del navío?», preguntó Jack.
«No puedo contar sus portas con esta luz. Parece un poco pequeño para ser una corbeta de dieciocho cañones. Pero de todos modos tiene cierta potencia; y no hay duda de que es el guardián.»
«Sí». Eso era cierto. Se situaba a barlovento del convoy a medida que viraba el viento, mientras doblaban el cabo. Jack comenzó a pensar con rapidez. Una larga serie de posibilidades pasó por su mente sometiéndose a su juicio: él era a la vez el capitán de aquel navío y de la corbeta que tenía bajo sus pies.
«¿Puedo hacer una sugerencia, señor?»
«Sí», dijo Jack secamente. «Mientras que no tengamos un consejo de guerra; ellos nunca deciden nada». Le había pedido a Dillon que subiera como una atención por haber divisado el convoy; pero, en realidad, no deseaba consultarlo a él ni a nadie, y esperaba que Dillon no interrumpiera la rápida sucesión de sus ideas con ninguna observación, por muy sensata que fuera. Sólo una persona debía ocuparse de esto: el capitán de la Sophie.
«Tal vez debería llamar a todos a sus puestos, ¿no cree, señor?», dijo Dillon muy serio, pues la indirecta había sido muy clara.
«¿Ve aquel pequeño y desastrado paquebote entre nosotros y el navío?», dijo Jack volviéndose hacia él. «Si giramos despacio la verga trinquete para navegar viento en popa, en diez minutos estaremos a unas cien yardas por detrás de él, ocultándonos así del navío. ¿Me comprende?»
«Sí, señor.»
«Con la lancha y el cúter llenos de hombres podemos capturarla desprevenidamente. Si hacemos ruido, el navío arribará para protegerla: no puede dar bordadas, debe virar en redondo; y si ponemos el paquebote viento en popa, puedo pasar entre los dos, disparar una o dos veces al navío mientras se da la vuelta y quizás derribar un palo de las saetías al mismo tiempo. ¡A ver, en cubierta!», dijo subiendo ligeramente la voz. «¡Silencio en cubierta! ¡Mande abajo a esos hombres!» Ya se había difundido la noticia y los hombres subían corriendo por la escotilla de proa. «Mandaremos el destacamento de abordaje; deberíamos mandar a todos los negros, porque son hombres muy robustos y además temidos por los españoles. Luego haremos zafarrancho de combate lo más discretamente posible y los hombres estarán preparados para volar a sus puestos. Pero todos deben permanecer abajo sin ser vistos; todos a excepción de una docena. Debemos parecer un barco mercante». Se balanceaba al borde de la cofa con el camisón inflado alrededor de la cabeza. «Se pueden quitar los tortores, pero no debe verse ningún otro preparativo».
«¿Y los coyes, señor?»
«¡Sí, por Dios bendito!», dijo Jack e hizo una pausa. «Tendremos que hacerlos subir muy rápidamente, si no queremos luchar sin ellos, una situación bastante incómoda. Pero no deje que nadie suba a cubierta hasta que se vaya el destacamento de abordaje. La sorpresa lo es todo».
Sorpresa, sorpresa. Sorpresa la de Stephen cuando lo despertaron dándole sacudidas y diciéndole: «Todos a sus puestos, señor, todos a sus puestos», y cuando se encontró en medio de una extraordinaria actividad, intensa si bien silenciosa; los hombres corrían de un lado a otro aunque estaba oscuro como boca de lobo —ni un rayo de luz— y se escuchaba el suave choque de las armas entregadas sigilosamente; los hombres elegidos para el abordaje se deslizaban por el costado más próximo a tierra hasta los botes, en tandas de dos o tres, los ayudantes del contramaestre siseaban: «Preparados, preparados para ocupar sus puestos, todos los hombres preparados»; en algo muy parecido a un grito susurrado; los suboficiales y sus ayudantes controlaban a sus brigadas, tranquilizando a todos los majaderos que había en la tripulación de la Sophie (y eran bastantes), que querían saber con urgencia el cómo y el por qué; y la voz de Jack llegaba desde arriba en la oscuridad: «Señor Ricketts, señor Babbington». «¿Señor?» «Cuando les avise, ustedes y los gavieros deben subir enseguida; las juanetes y las velas mayores serán desplegadas inmediatamente». «Sí, señor».
Sorpresa. La sorpresa de la soñolienta guardia del Santa Lucia fue aumentando poco a poco, al contemplar cómo aquel bergantín se acercaba cada vez más; ¿querría unirse a su grupo? «Es ese barco danés que siempre viene y va bordeando la costa», afirmó Jean Wiseacre. Su asombro fue total cuando vieron que dos botes salían de detrás del bergantín navegando a toda velocidad. Después de un primer momento de incredulidad, hicieron todo lo que pudieron: corrieron a buscar sus mosquetes, sacaron sus alfanjes y comenzaron a destrincar un cañón. Pero los siete actuaron por su cuenta y tuvieron menos de un minuto para decidirse, de manera que cuando los vociferantes marineros de la Sophie se colgaron a la cadena principal y a la de proa y se deslizaron en tropel por la amurada, la tripulación del paquebote los recibió tan sólo con un disparo de mosquete, dos de pistola y un choque de espadas sin mucho entusiasmo. Instantes después, los cuatro más ágiles se refugiaron en el aparejo, uno corrió hacia abajo y dos se quedaron en cubierta.
Dillon abrió de una patada la puerta de la cabina, miró ferozmente al joven corsario que estaba al timón por encima de su gran pistola y dijo «¿Se rinde?»
«Oui, monsieur», dijo el joven con voz trémula.
«A cubierta», dijo Dillon moviendo la cabeza. «Murphy, Busell, Thompson, King, tapad las escotillas con los cuarteles. ¡Vamos, echad una mano! Davies, Chambers, Wood, rebujad las escotas. Andrew, acuartele el foque». Corrió hacia el timón y lo levantó, tras apartar un cuerpo de su camino, y el Santa Lucía fue abatiéndose a sotavento, primero lentamente y luego cada vez más rápidamente. Miró por encima del hombro y vio cómo se desplegaban las juanetes en la Sophie y, casi simultáneamente, la trinquete, la carbonera y la cangreja; se agachó para ver por debajo de la trinquete del paquebote y allí delante estaba el navío empezando a virar en redondo, o sea a girar con el viento en popa y volver en dirección contraria para rescatar la presa. Había gran actividad a bordo del navío; había gran actividad también a bordo de las otras tres embarcaciones que componían el convoy —hombres corriendo de un lado a otro, gritos, silbidos, el lejano retumbar de un tambor—; pero con aquella brisa ligera y tan poco velamen desplegado, se movían despacio, como aletargados, siguiendo tranquilamente suaves curvas predeterminadas. Por todas partes se largaban velas, pero todavía las embarcaciones no ganaban velocidad, y debido a esa lentitud Dillon notaba un silencio muy extraño: un silencio que se rompió un momento después, cuando la Sophie pasó a babor rozando la proa del paquebote, luciendo su bandera y haciéndole un estruendoso saludo. Era la única de las embarcaciones cuya proa cabeceaba considerablemente, y James, de repente, se sintió orgulloso al ver que ya todas sus velas habían sido tensadas y cazadas y estaban hinchadas. Los coyes eran apilados a una velocidad increíble —James vio caer dos por la borda— y desde el alcázar, inclinándose por encima de la batayola y sosteniendo en alto su sombrero, Jack dijo al pasar: «¡Muy bien, señor!» El destacamento de abordaje devolvió el saludo a sus compañeros, y al hacerlo, aquella atmósfera de terrible y feroz matanza que había en la cubierta del paquebote cambió por completo. De nuevo se escuchó un saludo, y desde el interior del paquebote, bajo las escotillas, salió un grito colectivo en respuesta.
La Sophie, con todas las velas desplegadas, navegaba a unos cuatro nudos. El Gloire iba a una velocidad apenas superior a la necesaria para maniobrar, y ya había empezado una maniobra, moviendo el timón para describir gradualmente una curva a babor que dejaría la popa sin protección contra el fuego de la Sophie. Estaban a menos de un cuarto de milla uno de otro, y esa distancia iba acortándose rápidamente. Pero el francés no era tonto; y Jack vio desplegar la sobremesana y girar las vergas trinquete y mayor para conseguir que el viento empujara la popa a sotavento e invirtiera el movimiento, pues el timón no tenía ningún agarre.
«Demasiado tarde, me parece, amigo mío», dijo Jack. La distancia se hacía menor. Trescientas yardas. Doscientas cincuenta. «¡Edwards!», le dijo al capitán del cañón de popa, «¡dispare a la proa de la saetía!». El disparo atravesó la trinquete. La saetía rebujó las drizas, las velas bajaron en picado, y una nerviosa figura corrió hasta popa para agitar vehementemente arriba y abajo su bandera. Sin embargo, no había tiempo de ocuparse de la saetía. «¡Orzar!», gritó. La Sophie dirigió la proa hacia donde venía el viento y la trinquete flameó y volvió a hincharse. El Gloire estaba al alcance de los cañones de proa. «Así, así», dijo Jack, y escuchó por toda la fila los gruñidos y el jadeo de los hombres al girar ligeramente los cañones para mantenerlos apuntando. Los marineros estaban silenciosos, colocados en el lugar exacto y tensos. Los sirvientes estaban de rodillas, vueltos hacia el interior de la corbeta, sosteniendo las mechas encendidas y soplándolas suavemente para que no se apagaran; los capitanes estaban agachados mirando por encima de los cilindros de los cañones la popa y la aleta indefensas del navío.
«¡Fuego!» La palabra quedó cortada en seco por el rugido; una nube de humo ocultó el mar, y la Sophie tembló hasta la quilla. Jack estaba metiéndose inconscientemente el camisón por dentro de los calzones cuando notó que algo no iba bien, que algo pasaba con el humo. En efecto, un repentino cambio en el viento, una repentina ráfaga del nordeste lo empujaba hacia popa. Al mismo tiempo la corbeta quedó en facha y la proa viró a estribor.
«¡Marineros, a las brazas!», gritó Marshall subiendo el timón para hacer que la corbeta volviera a su posición. Volvió, aunque lentamente, y tronó la segunda andanada, pero la ráfaga de viento había virado también la popa del Gloire, que respondió al disiparse el humo. En los breves segundos transcurridos, Jack había visto que habían alcanzado la popa y la aleta —se habían roto algunas ventanas de las cabinas y la pequeña galería— y que el Gloire llevaba doce cañones y su bandera era francesa.
La Sophie había perdido mucha velocidad, y el Gloire, que estaba de nuevo amurado a babor como al principio, ganaba velocidad rápidamente; ambos iban por rutas paralelas, navegando de bolina en aquella inestable brisa, pero la Sophie iba un poco rezagada. No dejaban de dispararse el uno al otro en medio de un estrépito casi continuo y del espeso humo gris negruzco jaspeado de blanco por el que asomaban rojas lenguas de fuego. Una y otra vez; el tiempo pasó, la campana sonó, el humo se hizo muy denso; el convoy desapareció a popa.
No había nada que decir, nada que hacer. Los capitanes tenían órdenes y las estaban cumpliendo con gran ímpetu, disparando al casco, disparando lo más rápido posible; los guardiamarinas al mando de las divisiones corrían de una punta a otra de la fila echando una mano a los hombres y evitando que se armara confusión; la pólvora y las balas de cañón llegaban de la santabárbara con puntual regularidad; el contramaestre y sus ayudantes daban vueltas por el barco comprobando si los aparejos habían sufrido daños. En las cofas, los certeros mosquetes crepitaban con furia. Jack permanecía allí reflexionando y muy cerca; a su izquierda, sin inmutarse apenas cuando las balas azotaban la cubierta o perforaban el casco (con un tremendo y desgarrador estrépito), estaban el escribiente y Ricketts, el guardiamarina del alcázar. Una bala atravesó la batayola, pasó frente a Jack a corta distancia, dio en un pescante de hierro y perdió impulso en los coyes del otro lado. «Un cañón de ocho», pensó mientras la bala rodaba hacia él.
El francés disparaba alto, como siempre, y bastante al azar; en la zona tranquila, azul y sin humo, a barlovento, Jack había visto salpicaduras de agua a unas cincuenta yardas de distancia, a proa y a popa, sobre todo a proa. Avanzaba. Estaba claro que el Gloire avanzaba rápidamente, por los destellos que iluminaban la parte más lejana de la nube de humo y por la diferencia de sonido. Eso no le serviría. «Señor Marshall», dijo cogiendo la bocina, «pasaremos bajo su popa». Cuando levantaba la bocina hubo un tumulto y gritos en la proa: un cañón se había volcado, tal vez dos. «¡Dejar de disparar allí!», gritó con fuerza. «¡Cañones de babor, esperar!»
El humo era menos denso. La Sophie empezó a virar a estribor para cruzar la estela del enemigo y hacer que la batería de babor apuntara a la popa de éste, abarcándola en toda su extensión. Pero el Gloire no iba a permitirlo; como si una voz interior le hubiera advertido, el capitán del navío había subido el timón apenas cinco segundos después que la Sophie. En aquel momento, el humo se hizo aún menos espeso, y Jack, desde su posición junto a los coyes de babor, pudo ver a unas ciento cincuenta yardas el coronamiento del Gloire, y en él a su capitán, un hombre bajito, canoso, de buena presencia, que miraba hacia atrás fijamente. El francés estiró la mano tras la espalda y cogió un mosquete, y apoyando los codos en el coronamiento apuntó deliberadamente hacia Jack. Era un asunto muy personal. Jack sintió que, de forma involuntaria, se le tensaban los músculos de la cara y el pecho, como si fuera a contener la respiración.
«¡Las sobrejuanetes, señor Marshall!», dijo. «¡Se está alejando de nosotros!» El fuego de los cañones había cesado y el ruido de los disparos se había desvanecido, y en aquella calma Jack oyó disparar el mosquete como si lo tuviera junto a su oído. Un segundo después, Christian Pram, el timonel, lanzó un agudo alarido, se balanceó sin llegar a caer, dando sacudidas al timón, y en su antebrazo se abrió una herida desde la muñeca hasta el codo. La proa de la Sophie se situó rápidamente contra el viento, y aunque Jack y Marshall cogieron el timón de inmediato, habían perdido la ventaja. Para que la batería de babor apuntara a la popa de nuevo, la corbeta tendría que dar un gran giro que la haría perder aún más velocidad; y no debían perder velocidad. La Sophie estaba ahora unas doscientas yardas por detrás del Gloire, por la aleta de estribor, y la única esperanza era ganar velocidad, alcanzarlo y reanudar el combate. Él y el contramaestre se miraron; habían desplegado todo el velamen posible, pero el viento era demasiado fuerte para desplegar las alas.
Tenía la vista fija en su presa, esperando un movimiento a bordo de ésta, o un ligero cambio en su estela, que indicaran el comienzo de un giro a estribor; el Gloire viraría y cortaría la proa de la Sophie disparándole de proa a popa al dirigirse a proteger el desperdigado convoy. Pero Jack miraba en vano. El Gloire mantenía su rumbo. Le había sacado ventaja a la Sophie incluso sin las sobrejuanetes, que ahora estaba izando, y también la brisa le era más favorable. Jack esperaba con los ojos entrecerrados y llenos de lágrimas, pues el sol le daba de frente. Un cambio de viento hizo alejarse al navío y el agua se arremolinó a sotavento; su estela era cada vez más larga. Su capitán disparaba pertinazmente —un marinero junto a él le pasaba los mosquetes cargados— y una bala arrancó un flechaste a medio metro de la cabeza de Jack; sin embargo, poco después la Sophie quedaba casi fuera del alcance de los mosquetes y, en cualquier caso, se había cruzado la frontera indefinible entre la animadversión personal y la guerra contra desconocidos; eso no lo afectaba.
«¡Señor Marshall!», dijo. «Vire poco a poco hasta que podamos hacerle un saludo. ¡Señor Pullings! ¡Señor Pullings, dispáreles como se merecen!» La Sophie se desvió dos, tres, cuatro grados de su rumbo. El cañón de proa disparó, y el resto de la batería de babor lo siguió en una secuencia regular. Demasiado impacientes, lamentablemente. Estaban bien colocados, pero se observaron las salpicaduras a veinte e incluso treinta yardas de popa. El Gloire, atendiendo más a su seguridad que a su honor, olvidando completamente su deber con el señor Mateu, el magnánimo Gloire, orzó en vez de dar guiñadas para responder. Puesto que era un navío, podía navegar de bolina mejor que la Sophie, y no tuvo escrúpulos en hacerlo, aprovechando al máximo la brisa favorable. Estaba sencillamente huyendo. De la siguiente andanada, dos balas parecieron darle, y de hecho una pasó a través de la sobremesana. Pero el blanco se alejaba minuto a minuto, a medida que sus rumbos se hacían divergentes, y con él se alejaba la esperanza.
Después de otras ocho descargas, Jack mandó cesar el fuego. Le habían dado al navío con astucia, habían arruinado su aspecto, pero no habían destrozado su aparejo como para hacerlo ingobernable, ni habían arrancado ningún mástil o verga importante. Y en verdad no habían conseguido persuadirlo de que regresara y luchara penol a penol. Mientras miraba cómo el Gloire huía rápidamente, Jack decidió lo que haría y dijo: «Nos dirigiremos hacia el cabo de nuevo, señor Marshall, sursuroeste.»
La Sophie había sufrido escasos daños. «¿Hay alguna reparación que no pueda esperar media hora, señor Watt?», dijo atando distraídamente un briolín suelto alrededor de una chaveta.
«No, señor. El velero tendrá trabajo para un rato, pero el navío no nos lanzó balas de cadena ni de barras, y en ningún momento rozó nuestra jarcia, ni la rozó. Poca práctica, señor. No como aquel turco malvado y despreciable, que nos aporreó.»
«Entonces, llamaremos a la tripulación a desayunar y anudaremos y empalmaremos después. Señor Lamb, ¿qué daños ha apreciado?»
«Ninguno por debajo de la línea de flotación, señor. Cuatro huecos bastante considerables en la zona central y las portas dos y cuatro casi reducidas a una: ese es el peor. Nada comparado con lo que le hicimos a él… ese sodomita», añadió en voz muy baja.
Jack avanzó hacia el cañón desmontado. Una bala del Gloire había destrozado la parte de la borda donde se fijaban los cáncamos de popa, justamente cuando el cañón número cuatro retrocedía. El cañón, sujeto en parte al otro lado, había girado en redondo chocando con violencia contra el que estaba a su lado destrincado, y se había volcado. Por una gran suerte, los dos hombres que hubieran quedado aplastados entre los cañones no estaban allí en ese momento: uno se limpiaba la sangre de las rozaduras de la cara en el cubo de agua para apagar incendios, y el otro corría a buscar más mechas; también fue una gran suerte que el cañón se volcara en vez de seguir su mortífera carrera por cubierta.
«Bien, señor Day», dijo, «tuvimos suerte por un lado, pero por otro no. El cañón puede trasladarse a proa hasta que el señor Lamb ponga cáncamos nuevos».
Mientras se dirigía a popa iba quitándose el abrigo —de repente el calor se había hecho insoportable— mirando hacia el suroeste y recorriendo el horizonte con la vista. No se divisaba el cabo de la Nao, ni se veía ninguna embarcación entre la neblina que se disipaba. No había notado la salida del sol, pero allí estaba, en lo alto del cielo; debían de haber hecho un recorrido asombrosamente largo. «¡Voto a Dios que no me vendría mal un café!», dijo volviendo de repente a la realidad, donde el transcurrir del tiempo era de nuevo normal y el apetito contaba. «Pero, por otra parte», reflexionó, «tengo que bajar». Ese era el lado negativo; allí se veía lo que pasaba cuando una bala de hierro golpeaba la cara de un hombre.
«¡Capitán Aubrey!», dijo Stephen cerrando de golpe el libro, al ver a Jack en la enfermería. «Tengo una terrible queja que darle».
«Le escucho con atención», dijo Jack, tratando de distinguir en la oscuridad de la cámara lo que temía ver.
«Han tocado mi áspid. Se lo aseguro, señor, han tocado mi áspid. Fui a mi cabina a buscar un libro no hace ni tres minutos y he visto algo increíble. Habían vaciado el tarro donde está el áspid, vaciado, como lo oye.»
«Cuénteme cuál es el saldo de esta carnicería; entonces yo me ocuparé de su áspid.»
«¡Bah! Algunos arañazos, un hombre con una herida poco profunda en el antebrazo, un par de astillas que sacar: nada grave, simplemente poner vendas. Los únicos casos para la enfermería son uno de gonorrea crónica con poca fiebre y uno de hernia inguinal; y el antebrazo. Ahora mi áspid…»
«¿No hay muertos? ¿No hay heridos?», gritó Jack sintiendo que su corazón se le salía del pecho.
«No, no, no. Ahora mi áspid…» Stephen lo había traído a bordo metido en un tarro con alcohol de vino. Algún marinero había cogido el tarro y se había bebido todo el alcohol dejando el áspid seco, varado, cuarteado.
«Lo siento de veras», dijo Jack. «Pero… ¿no se morirá ese hombre? ¿No debería hacerse un lavado?»
«No se morirá: eso es lo que molesta. Ese condenado, ese ladrón borracho, más bárbaro que los hunos, no se morirá. Era un inmejorable alcohol de doble destilación.»
«Por favor, venga a desayunar conmigo en la cabina; un tazón de café y una chuleta asada a la parrilla le quitarán ese escozor por lo que han hecho con el áspid, lo aplacarán…» Con aquel regocijo en su corazón, Jack estuvo a punto de encontrar una frase graciosa; la sentía flotar, casi a su alcance, pero se le escapó y se limitó a reírse tan alegremente como el disgustado Stephen podía con decoro tolerar. Luego comentó: «El condenado bribón huyó de nosotros y me temo que nuestro regreso será muy aburrido. Me pregunto si Dillon pudo capturar la saetía o si ésta también huyó».
Era natural su curiosidad, una curiosidad compartida por todos los hombres a bordo de la Sophie, excepto por Stephen; pero no sería satisfecha esa mañana, ni mucho después de la meridiana. A mediodía, el viento amainó casi hasta la calma; las velas recién envergadas gualdrapeaban y colgaban abultadas y fláccidas de las vergas, y los hombres que trabajaban en las velas rasgadas tenían que ser protegidos por un toldo. Era uno de aquellos días tremendamente húmedos en que no corría el aire, y hacía tanto calor que, a pesar de su gran impaciencia por recuperar al destacamento de abordaje, asegurarse el botín y seguir hacia el norte bordeando la costa, Jack no era capaz de mandar que emplearan los remos. Los hombres habían luchado contra el navío bastante bien (aunque los cañones eran todavía demasiado lentos) y habían estado muy ocupados reparando los daños causados por el Gloire. «Los dejaré tranquilos hasta la guardia de cuartillo», pensó.
Allí en alta mar el calor era aplastante; el humo que había salido por la chimenea de la cocina flotaba en cubierta, junto con el olor del ponche y del quintal de carne salada que la tripulación había devorado en la comida; el regular tan-tan de la campana llegaba a intervalos tan largos que, mucho antes de que el paquebote fuera divisado, a Jack le parecía que el encarnizado combate de aquella mañana pertenecía a otra época, a otra vida, o incluso (si no fuera por el persistente olor a pólvora del almohadón que tenía bajo la cabeza) a otro tipo de experiencia, a un cuento que hubiera leído. Reclinado sobre el cofre bajo la ventana de popa, Jack dio vueltas a esto en su cabeza, le dio vueltas otra vez, más lentamente, y otra vez, y así cayó en un profundo sueño.
Se despertó de repente, renovado, fresco y plenamente consciente de que la Sophie había estado navegando suavemente durante bastante tiempo, con una brisa que la inclinaba un par de tracas, haciendo que la popa estuviera más alta que la proa.
«Me temo que esos jovenzuelos lo han despertado, señor», dijo contrariado el solícito señor Marshall. «Los mandé arriba, pero me parece que ya era demasiado tarde. Gritando y alborotando como una manada de babuinos. Con esos malditos correteos».
Jack, tan abierto y sincero por lo general, respondió, sin embargo: «¡Oh, yo no estaba dormido!» En cubierta, alzó la vista hacia los topes de los palos, desde donde los guardiamarinas miraban hacia abajo para comprobar si se daba el parte de su falta. Sus ojos se cruzaron con los de ellos, que para demostrar que cumplían cabalmente con su deber, desviaron la mirada hacia el paquebote y la saetía que se aproximaban a la Sophie con la brisa que soplaba del este.
«¡Allí está!», pensó muy satisfecho. «Y capturó la saetía. Es un hombre competente y enérgico, un formidable marino». Sintió simpatía hacia Dillon; hubiera sido fácil dejar escapar la segunda presa mientras controlaba a la tripulación del paquebote. En realidad, debía de haber hecho un gran esfuerzo para traerlas a las dos, pues la saetía no habría respetado ni un momento la rendición.
«¡Muy bien, señor Dillon!», gritó cuando James, seguido por una figura con un desconocido uniforme hecho jirones, subía a bordo por el costado del barco. «¿Intentó huir la saetía?»
«Lo intentó, señor», dijo James. «Permítame presentarle al capitán La Hire, de la artillería real francesa». Se quitaron el sombrero, se saludaron con una inclinación de cabeza y se dieron la mano. «Mis respetos», dijo La Hire con voz baja y penetrante. Jack respondió: «Servidor, monsieur».
«El paquebote era una presa napolitana, señor; el capitán La Hire tuvo la amabilidad de hacerse cargo de los monárquicos franceses que iban como pasajeros y de los marineros italianos, manteniendo a la tripulación controlada mientras nosotros íbamos a apoderarnos de la saetía. Lamento que cuando ya la teníamos controlada, la tartana y la otra saetía estuvieran tan lejos a barlovento. Ambas huyeron bordeando la costa, y ahora están bajo la protección de los cañones de la batería de Moraira.»
«¡Ah! Miraremos con detenimiento esa bahía después de ocuparnos de los prisioneros. ¿Hay muchos, señor Dillon?»
«Sólo una veintena, señor, pues los tripulantes del paquebote son aliados. Iban camino de Gibraltar.»
«¿Cuándo fue apresado?»
«Bueno, hace muy poco: alrededor de ocho días.»
«Tanto mejor. Dígame, ¿hubo algún problema?»
«No, señor. O quizá uno muy pequeño. Golpeamos a dos tripulantes del paquebote en la cabeza y además hubo una estúpida pelea a bordo de la saetía en la que un hombre sufrió una herida de pistola. Espero que a usted le haya ido bien, señor.»
«Sí, sí; no hubo muertos ni heridos graves. El navío huyó de nosotros demasiado rápidamente para que pudiera causarnos un gran daño; navegaba a cuatro millas, sin haber desplegado las sobrejuanetes, y nosotros a tres. Una extraordinaria embarcación.»
Jack creyó advertir una sombra fugaz de desconfianza en la expresión de James, y en su voz, que le molestó, aunque no se detuvo a pensar en ello, ya que andaba con prisas por hacer cosas, inspeccionar las presas y ocuparse de los prisioneros; pero dos o tres horas después, aquella impresión se hizo más nítida y llegó casi a confirmarse.
Estaba en su cabina. Sobre la mesa había desplegado un mapa donde figuraba el cabo de la Nao, y sobresaliendo por debajo de éste el cabo de Moraira y el peñón de Ifach, entre los cuales quedaba el pueblecito de Moraira, al fondo de la bahía. James estaba sentado a su derecha, Stephen a su izquierda y el señor Marshall frente a él.
«… es más», decía, «el doctor dice que, según los españoles, la otra saetía lleva un cargamento de mercurio escondido en sacos de harina, así que debemos tratarla con sumo cuidado».
«Sí, desde luego», dijo James Dillon. Jack le lanzó una feroz mirada y luego volvió a fijar sus ojos en el mapa y en el dibujo de Stephen, en el que se veía una pequeña bahía con un pueblo y una torre cuadrada al fondo. Un malecón de poca altura se adentraba en el mar unas veinte o treinta yardas y continuaba ligeramente hacia la izquierda otras cincuenta yardas, hasta terminar en un montículo rocoso, encerrando el puerto, que así quedaba protegido de todo, excepto del viento del suroeste. Desde el pueblo hasta el extremo nordeste de la bahía se extendía el acantilado. De la otra parte había una playa de arena que iba desde la torre hasta el extremo suroeste, donde comenzaba de nuevo el acantilado. «¿Creerá que soy cobarde?», pensó Jack. «¿O que dejé de perseguir al navío porque no quería sufrir ningún daño y que volví de prisa para coger un botín?» La torre dominaba la entrada del puerto; estaba situada a unas veinte yardas al sur del pueblo y de la playa de guijarros donde estaban varados los botes de pesca. «Bien, ese montículo al final del malecón», dijo en voz alta, «¿qué altura tendrá, unos diez pies?»
«Tal vez más. Hace ocho o nueve años que estuve allí», dijo Stephen, «así que no puedo estar seguro; pero la capilla que está sobre él resiste las olas altas durante las tormentas de invierno».
«Entonces, sin duda protegerá nuestro casco. Bien, si anclamos la corbeta con una codera en la cadena», dijo describiendo una línea con el dedo desde la batería a la roca y hasta el punto, «estaría bastante segura. Podrá abrir fuego lo más intensamente posible, disparando hacia el malecón y la torre. Los botes del paquebote y la saetía atracan en la cala del doctor», señaló una pequeña hendidura en la costa muy cerca del extremo suroeste, «y nosotros vamos por la orilla lo más rápido posible y tomamos la torre desde atrás. Cuando estemos a unas veinte yardas, lanzamos la bengala y usted apunta los cañones lejos de la batería, pero sin dejar de disparar».
«¿Yo, señor?», dijo James.
«Sí, usted, señor; yo voy a tierra». No hubo réplica a estas palabras con las que Jack comunicaba su decisión. Después de una pausa continuó con los detalles del plan.
«Digamos diez minutos para desplazarnos desde la cala hasta la torre, y…»
«Que sean veinte, por favor», dijo Stephen. «Ustedes los hombres corpulentos, de complexión sanguínea, es probable que mueran de repente al hacer esfuerzos desmedidos cuando hace calor. Apoplejía, congestión».
«Quisiera… quisiera que no dijera esas cosas, doctor», dijo Jack con tono grave; todos miraron a Stephen con cierto reproche y Jack añadió: «Además, yo no soy corpulento».
«El capitán tiene una figura extraordinariamente apuesta», dijo el señor Marshall.
* * *
Las condiciones eran perfectas para el ataque. Los últimos soplos del viento del este acercarían la Sophie a tierra y, al salir la luna, el viento que soplaría desde tierra la empujaría hacia alta mar junto con todo aquello que consiguiera llevarse. Durante la prolongada observación del puerto desde el tope, Jack divisó la saetía y numerosas embarcaciones amarradas en la parte interna del malecón, y una hilera de botes de pesca fondeados a lo largo de la costa. La saetía se encontraba cerca del extremo del malecón próximo a la capilla, justamente enfrente de los cañones de la torre, que se encontraban a unas cien yardas al otro lado del puerto.
«Puede que yo no sea perfecto», pensó Jack, «pero por Dios que no soy cobarde; y si no puedo sacar la saetía, por Dios que le prenderé fuego donde está». Pero estas reflexiones no duraron mucho. Desde la cubierta del paquebote napolitano, observó en la oscuridad casi total cómo la Sophie doblaba el cabo de Moraira y se disponía a entrar en la bahía, mientras las dos presas, con los botes a remolque, navegaban hacia la otra punta. Puesto que la saetía estaba ya en el puerto, no habría ninguna sorpresa para la Sophie: antes de que anclara recibiría los disparos de la batería. Si había alguna sorpresa la darían los botes. La noche era ya demasiado oscura para que se vieran las dos presas cruzando por fuera de la bahía y dirigiéndose a la cala de Stephen, del otro lado de la punta, donde los botes atracarían, una cala «de las pocas en que los vencejos de pecho blanco construyen su nido». Jack observó la corbeta con ternura y a la vez con gran ansiedad, atormentado por el deseo de estar en los dos lugares al mismo tiempo. Las posibilidades de un horrible fracaso afluían a su mente: los cañonazos de la batería costera (¿qué potencia tendrían? Stephen no había podido precisarlo) que atravesarían el casco de la Sophie incesantemente, el intenso fuego que cruzaría por ambos lados, el viento que amainaría o se levantaría para luego calmarse en la costa, el hecho de no haber dejado suficientes marineros a bordo de la corbeta para ponerla fuera del alcance de las balas, el extravío de los botes. Era una tentativa temeraria, absurda, imprudente. «¡Silencio a proa y a popa!», gritó con aspereza. «¿Quieren despertar a toda la costa?»
No tenía idea de que sus sentimientos hacia la corbeta fueran tan profundos; sabía exactamente cómo se estaba moviendo, cómo eran el peculiar crujido de la verga de la mayor en su racamento y el susurro del timón, amplificado por la tabla de armonía de la popa; y su paso a través de la bahía le pareció interminable.
«Señor», dijo Pullings, «creo que la punta nos queda a babor ahora».
«Tiene razón, señor Pullings», dijo Jack mirando a través de su catalejo. «Se están apagando una tras otras las luces del pueblo. Caña a babor, Algren. Señor Pullings, mande un buen marinero a las cadenas: deberíamos tener veinte brazas enseguida». Fue hasta el pasamanos y gritó dirigiendo la voz hacia las negras aguas: «Señor Marshall, nos aproximamos».
La alta y negra franja de tierra se destacaba sobre el cielo estrellado. Cada vez se veía más próxima, y poco a poco eclipsó a Arturo, luego a toda la Corona boreal, e incluso a Vega, que brillaba en lo alto del cielo. Se oía el regular chasquido del plomo en el agua y la monótona cantinela del marinero en las cadenas de barlovento: «Profundidad nueve; profundidad nueve; marca siete; y un cuarto y cinco; un cuarto menos cinco…»
Frente a ellos estaba la cala formando una pálida franja bajo el acantilado, y las olas que chocaban suavemente contra ella formaban un ribete de blanca espuma. «¡A estribor!», dijo Jack, y el paquebote orzó y la vela trinquete se movió como si fuera una criatura sensible, poniéndose en facha. «¡Señor Pullings, su grupo a la lancha!» Catorce hombres pasaron en fila junto a él y se deslizaron silenciosamente por el costado del barco hasta la lancha, que crujió bajo su peso. Todos llevaban una banda blanca en el brazo. «¡Sargento Quinn!» Pasaron los infantes de marina, con el brillo apenas perceptible de sus mosquetes y el ruido de sus botas sobre la cubierta.
Alguien hizo un movimiento a la altura de su cintura. Era el capitán La Hire, que se había unido como voluntario a los soldados, buscando su mano para estrechársela. Buena suerte.
«Muchas merci», dijo Jack, y añadió «mon capitán». En ese momento el cielo se iluminó y se escuchó el terrible estrépito de un cañonazo.
«¿Está ahí ese cúter?», preguntó Jack, medio cegado por el fogonazo.
«¡Aquí, señor!» La voz del timonel se oyó justo debajo de él. Jack pasó por encima de la borda y se dejó caer. «Señor Ricketts, ¿dónde está la linterna sorda?»
«Debajo de mi chaqueta, señor.»
«Colóquela a popa. ¡Ciar!» El cañón bramó de nuevo y lo siguieron, casi inmediatamente, otros dos juntos; estaban tratando de acertar, no había duda; y lanzaban formidables rugidos los malditos. ¿Serían cañones de treinta y seis? Miró hacia atrás y observó que los cuatro botes formaban una línea imprecisa frente a las borrosas siluetas del paquebote y la saetía. Mecánicamente, tentó sus pistolas y su espada; nunca había estado tan nervioso. Y con todo su ser se concentraba para escuchar con el oído derecho la batería de la Sophie.
El cúter navegaba velozmente y los remos crujían cuando tiraban de ellos los marineros dando gruñidos —¡uf, uf!— por el gran esfuerzo. «¡Dejad de remar!», dijo el timonel quedamente, y unos segundos más tarde el cúter pasaba como un rayo por encima de los guijarros. Los marineros se habían bajado y lo habían alzado antes de que quedara varado, y lo siguieron al bote del paquebote con Mowett, el chinchorro con el contramaestre y la lancha de la saetía con Marshall.
La pequeña playa estaba llena de hombres. «La cuerda, señor Watt», dijo Jack.
«Ahí va la corbeta», dijo una voz cuando se oyeron débilmente siete cañonazos por detrás del acantilado.
«Aquí tiene, señor», dijo el contramaestre sacándose de alrededor del hombro dos adujas de una cuerda de una pulgada de grosor.
Jack cogió un chicote y dijo: «Señor Marshall, sujete el otro chicote, y que cada hombre coja un nudo. Ordenadamente, como si estuvieran formados para pasar revista a bordo de la Sophie, cada uno en su sitio. ¿Preparados? ¿Preparados ahí? Entonces adelante. ¡A toda marcha!»
Se encaminó a la punta, donde la playa se estrechaba hasta tener sólo unas pocas yardas, y detrás de él, cogidos a la cuerda con nudos, iba la mitad del destacamento de desembarco. Sentía crecer en su pecho la excitación; la espera había terminado, ahora había llegado el momento. Al doblar la punta, vieron destellos cegadores y el ruido se hizo diez veces más intenso; la torre disparaba tres, cuatro potentes proyectiles que pasaban como rojas lanzas a muy poca altura del suelo, y la Sophie, que podía verse con claridad entre los intermitentes fogonazos que iluminaban todo el cielo, disparaba pertinazmente atronadores y precisos cañonazos. Disparaba contra el malecón para provocar una lluvia de fragmentos de piedra y así disuadir a los españoles de cualquier intento de remolcar la saetía hasta la orilla. Según podía juzgar desde aquel ángulo, la Sophie estaba situada exactamente en la posición que ellos habían indicado en el mapa, con la imponente masa rocosa donde estaba la capilla a babor. Sin embargo, la torre estaba más lejos de lo que esperaba. Su deleite —o más bien casi su éxtasis— no le impedía sentir el balanceo de su cuerpo cuando se le hundían las botas en la blanda arena y las sacaba levantando lentamente las piernas. No podía, no podía caerse, pensó al dar un tropezón, y después otra vez al sentir que se caía uno de los hombres sujetos cerca del extremo que llevaba Marshall. Se protegió los ojos de los fogonazos y, haciendo un increíble esfuerzo, los apartó de la batalla; seguía hundiéndose, los latidos de su corazón parecían resonar en su mente, apenas podía avanzar. Pero de repente, el suelo se hizo más duro, y como si hubiera soltado una carga de ciento cuarenta libras, ahora caminaba con ligereza, corría, literalmente corría. Era arena compacta y no hacía ruido cuando se caminaba sobre ella, por lo que Jack podía escuchar detrás de él el ronco jadeo del exhausto destacamento de desembarco. La batería respondía por fin, apresuradamente, y a través de las almenas de la muralla se veían las siluetas de los españoles accionando los cañones. Un disparo de la Sophie, que rebotó contra la roca de la capilla, pasó silbando por encima de sus cabezas; y en ese momento la brisa se arremolinó trayendo desde la torre una asfixiante ráfaga del humo de la pólvora.
Tal vez era éste el momento de lanzar la bengala. La fortaleza estaba muy cerca, se podían oír las voces y las carretillas. Pero los españoles estaban completamente absortos en responder al fuego de la Sophie y ellos podían acercarse un poco más, un poco más, aún más. Ahora todos se movían muy despacio, conjuntamente, pues podían verse unos a otros por el resplandor de los fogonazos. «La bengala, Bonden», dijo Jack en voz baja. «Señor Watt, los rezones. Comprueben sus armas. Todos».
El contramaestre fijó los rezones de tres uñas a las cuerdas; el timonel plantó las bengalas, encendió una yesca y se quedó protegiendo la llama; en medio del clamor de la batería se escuchó un leve chasquido, el ruido metálico de los cinturones al soltarse de la cuerda; el profundo jadeo disminuyó.
«¿Listos?», susurró Jack.
«Listos, señor», susurraron los oficiales.
Jack se inclinó. La mecha silbaba. La bengala salió disparada dejando una estela roja y lanzando destellos azules desde lo alto. «¡Adelante!» gritó, y su voz fue ahogada por alborozados gritos: «¡Hurra! ¡Hurra!»
De prisa, de prisa. Se tiraron al foso sin agua, treparon por las cuerdas a lo largo de la muralla y al pasar por las troneras podía oírse el chasquido de sus pistolas. Iban gritando, gritando, en un creciente clamor. Oyó que el timonel le decía: «Déme la mano, compañero». Sintió la punzante rugosidad de la piedra y de repente ya estaba arriba, con la espada desenvainada en una mano y la pistola en la otra, pero no había nadie contra quien luchar. Los artilleros —a excepción de dos que estaban en el suelo y otro que estaba arrodillado junto al gran farol detrás de los cañones e inclinado hacia delante por la herida que había recibido— se deslizaban uno tras otro por la muralla y corrían hacia el pueblo.
«¡Johnson! ¡Johnson!», gritó. «¡Desclavad esos cañones! ¡Sargento Quinn, dispare sin cesar! ¡Iluminad esas chavetas!»
El capitán La Hire trataba de sacar los topes de los cañones de veinticuatro, aún calientes, con una palanca. «Es mejor hacerlo saltar», dijo, «hacer saltar todo por los aires».
«¿Vous savez hacer saltar por los aires?»
«¡Claro que sí!», dijo La Hire sonriendo convencido.
«Señor Marshall, usted y su grupo vayan rápidamente al malecón. Que los infantes de marina formen en la parte más próxima a tierra, sargento, sin dejar de disparar, tanto si ven a alguien como si no. Vire en redondo la saetía y largue las velas, señor Marshall. El capitán La Hire y yo volaremos la fortaleza.»
* * *
«¡Voto a Dios!», dijo Jack. «¡Odio las cartas oficiales!» En sus oídos todavía resonaba la enorme explosión (había un segundo polvorín en otro sótano debajo del primero, lo que desvirtuó los cálculos del capitán La Hire), y en sus ojos aún flotaban formas amarillas a causa de la incandescencia de la enorme columna de luz que había salido proyectada; le dolían tremendamente la cabeza y el cuello, porque el lado izquierdo de su larga cabellera había ardido y tenía horribles quemaduras y magulladuras en el cuero cabelludo y el rostro. En la mesa frente a él estaba el resultado insatisfactorio de otros cuatro intentos. Y custodiadas por la Sophie estaban las tres presas, que saldrían con urgencia para Mahón con viento favorable, mientras a lo lejos el humo seguía elevándose sobre Moraira.
«Ahora escuche esto, por favor», dijo, «y dígame si la gramática es correcta y el lenguaje es adecuado. Empieza como las otras:»
Tengo el honor de comunicarle que siguiendo las órdenes recibidas, me dirigí al cabo de la Nao, donde encontré un convoy de tres embarcaciones custodiadas por una corbeta francesa de doce cañones.
Y continúo hablando del paquebote —hago una breve referencia al combate con el navío y comento sarcásticamente su presteza— y luego paso a hablar del destacamento de desembarco.
Como aparentemente el resto del convoy había huido para buscar la protección de los cañones de la batería de Moraira, decidimos tratar de eliminarlos, lo que conseguimos con éxito, volando la batería (compuesta por cuatro cañones de hierro de veinticuatro situados en una torre cuadrada) a las dos y veintisiete, tras lo cual los botes se desplazaron hasta el extremo sursuroeste de la bahía. Había ancladas tres tartanas que incendiamos, pero sacamos la saetía cuando comprobamos que era la Xaloc, con un valioso cargamento de mercurio camuflado en sacos de harina.
«Muy escueta ¿no cree? Pero sigo».
Al primer oficial Dillon, que se hizo cargo de la corbeta de Su Majestad que me honro en tener bajo mi mando y mantuvo un incesante fuego sobre el malecón y la batería, le estoy profundamente agradecido por su celo y sus acciones. Todos los oficiales y los marineros tuvieron tan buen comportamiento que sería odioso entrar en detalles; pero debo agradecer la amabilidad de monsieur La Hire, quien voluntariamente ofreció sus servicios para llevar a cabo la voladura del polvorín, y que también sufrió magulladuras y embotamiento de los oídos. Adjunto una lista de muertos y heridos: John Hayter, infante de marina, muerto; James Nightingale, marinero, y Thomas Thompson, marinero, heridos. Tengo el honor, milord, de…
« y así sucesivamente. ¿Qué le parece?»
«Me parece bien, es un poco más clara que la última», dijo Stephen. «Aunque creo que la palabra ocioso es más adecuada que odioso».
«Ocioso, eso es. Sabía que algo no quedaba bien. Ocioso, estupenda palabra. Me parece que se escribe con c ¿verdad?»
La Sophie permanecía a la altura de la punta de San Pedro. Había estado muy activa la última semana, perfeccionando rápidamente su técnica: de día se alejaba hacia alta mar, mientras las fuerzas militares españolas recorrían la costa arriba y abajo buscándola, y de noche se aproximaba a la costa para obstaculizar el comercio en ésta y en los pequeños puertos antes de rayar el alba. Era una forma de actuar peligrosa y muy peculiar, y requería una gran preparación y mucha suerte en todo momento; pero había tenido mucho éxito. También requería un gran esfuerzo por parte de los tripulantes de la Sophie, porque en alta mar Jack los adiestraba sin piedad en el manejo de los cañones y James en algo más fuerte todavía, en largar las velas. James era un oficial estricto como ninguno en el servicio; no había ninguna expedición breve ni escaramuza al alba tras las cuales se dejara de sacar brillo a las cubiertas o de hacer resplandecer el bronce. Él era especial, como ellos decían; se ocupaba con celo de la pintura, de que las velas estuvieran perfectamente cazadas, las vergas orientadas, las cofas libres y los cabos adujados al estilo flamenco; pero mayor que su celo era su placer al enfrentarse a los enemigos del Rey en aquella delicada y hermosa embarcación, aunque la expusiera a que la hicieran pedazos, la destrozaran, la quemaran o la hundieran. Pero los tripulantes de la Sophie, agotados, enjutos y ansiosos, resistían todo esto con un excelente estado de ánimo, pensando en lo que harían nada más desembarcar de los botes que los llevarían a tierra de permiso, y pensando también en el cambio de relaciones, bastante apreciable, que se había producido en el alcázar; la atención y el profundo respeto de Dillon hacia el capitán desde los acontecimientos de Moraira, así como los paseos que daban juntos y sus frecuentes intercambios de opiniones, no habían pasado desapercibidos; y, por supuesto, los comentarios que el primer oficial había hecho en la mesa de la cámara de oficiales, elogiando la actuación del destacamento de desembarco, inmediatamente se habían repetido por toda la corbeta.
«A menos que me haya equivocado en la suma», dijo Jack levantando la vista del papel, «hemos aprehendido, quemado o hundido un equivalente a veintisiete veces nuestro propio peso desde que comenzamos el crucero, y considerando las naves en conjunto, podrían habernos disparado con cuarenta y dos cañones, contando los giratorios. Eso es lo que el almirante quería decir cuando hablaba de arrancar las velas al tercio de los españoles» —riendo de buena gana— «y si eso nos mete en el bolsillo dos mil guineas, pues, mucho mejor».
«¿Puedo entrar, señor?», preguntó el contador, apareciendo ante la puerta abierta.
«Buenos días, señor Ricketts. Adelante, adelante, siéntese. ¿Son esas las cifras de hoy?»
«Sí, señor. Me temo que no le gustarán. El segundo tonel de la andana inferior se soltó de un extremo y debe de haber perdido cerca de doscientos cincuenta litros.»
«Entonces debemos rezar para que llueva, señor Ricketts», dijo Jack. Pero cuando el contador se fue, se volvió hacia Stephen con una expresión triste. «Sería completamente feliz, si no fuera por la maldita agua, pues todo es magnífico: la tripulación se comporta bien, el crucero es formidable, no hay enfermedades. ¡Si hubiera completado la aguada en Mahón! Incluso racionándola, incluso limpiando con agua de mar, gastamos media tonelada al día, con tantos prisioneros y este calor, y hay que remojar la carne y diluir el grog». Había puesto todo su afán en quedarse en las rutas marítimas que confluían a la altura de Barcelona, formando el cruce probablemente más transitado del Mediterráneo; esa hubiera sido la culminación del crucero. Ahora, sin embargo, tendría que navegar hasta Menorca, y no estaba ni siquiera seguro de qué recibimiento le harían ni de las órdenes que le darían. Además, no faltaba mucho para que se acabara el tiempo autorizado para el crucero, y los caprichosos vientos o un caprichoso comandante podrían darlo por terminado; casi seguro que sería así.
«Si lo que necesita es agua dulce, puedo indicarle una ensenada no muy lejos de aquí donde puede llenar todos los barriles que quiera.»
«¿Por qué no me lo había dicho?», gritó Jack estrechando la mano de Stephen con una expresión complacida que no mejoraba su aspecto desagradable. Tenía la parte izquierda de la cabeza, la cara y el cuello, aún con quemaduras, de color rojo y azul como un mandril, y le brillaba por el ungüento medicinal prescrito por Stephen y a través del cual asomaban nuevos rizos rubios; en el otro lado, en cambio, su rostro estaba moreno y bien afeitado, y todo esto le daba un aire de malvado, degenerado y pervertido.
«Nunca me lo preguntó.»
«¿Es un lugar desprotegido? ¿Sin baterías?»
«No hay ni una casa, y mucho menos cañones. No obstante, una vez estuvo habitado, porque en lo alto del promontorio hay ruinas de una villa romana, y desde allí se divisa el camino que pasa entre los árboles y la maleza, con cistos y lentiscos. Sin duda sus habitantes usaban el manantial, por otra parte bastante grande. En mi opinión, el agua puede tener propiedades curativas. Los campesinos la usan en casos de impotencia.»
«¿Y cree que podrá encontrarla?»
«Sí», dijo Stephen. Se sentó un momento con la cabeza baja y luego preguntó: «¿Podría hacerme un favor?»
«Con mil amores.»
«Tengo un amigo que vive a cuatro o cinco kilómetros hacia el interior. Me gustaría que usted me dejara allí y me recogiera, digamos, doce horas más tarde.»
«Muy bien», dijo Jack. Era bastante razonable. «Muy bien», repitió volviendo la cabeza para ocultar la perspicaz sonrisa que se dibujaba en su cara. «Y sería la noche la que querría pasar en tierra, me imagino. Nos acercaremos esta tarde… Usted está seguro de que no seremos sorprendidos, ¿verdad?»
«Completamente seguro.»
«… y enviaré el cúter de nuevo poco después de la salida del sol. Pero ¿qué pasaría si me viera obligado a alejarme de la costa? ¿Qué haría usted entonces?»
«Volvería allí la mañana siguiente, o la siguiente a esa, muchas mañanas seguidas, si fuera preciso. Debo irme», dijo levantándose al oír el sonido de la campana que su nuevo ayudante tocaba, aún débilmente, para avisar a los enfermos. «No me fío de dejar a ese chico solo con los medicamentos». El come-pecados había descubierto cómo hacer una maldad a sus compañeros; lo habían sorprendido triturando creta en sus gachas, persuadido de que era una sustancia mucho más activa, mucho más siniestra, y si la mala voluntad hubiera bastado, la enfermería se habría quedado vacía algún tiempo atrás.
* * *
El cúter remaba cautelosamente a través de la cálida oscuridad seguido de la lancha, mientras Dillon y el sargento Quinn observaban el enorme bosque a ambos lados de la ensenada; y cuando las embarcaciones estaban a unas doscientas yardas del acantilado, podía aspirarse el aroma de los pinos de las rocas mezclado con el olor de la resina de los cistos; era como respirar otro elemento.
«Si reman un poco más a estribor», dijo Stephen, «evitarán pasar junto a las rocas donde habitan los cangrejos de río». A pesar del calor, él llevaba su capa negra sobre los hombros, y acurrucado entre los cabos de popa miraba fijamente, pálido como un muerto, hacia el estrechamiento de la ensenada.
El riachuelo que desembocaba allí, durante las crecidas, había formado una pequeña barra, y el cúter se quedó varado en ella; todos saltaron fuera para ponerlo a flote y dos marineros llevaron a Stephen a la orilla. Lo pusieron en el suelo delicadamente, muy por encima de la marca de la marea alta, le advirtieron que tuviera cuidado, pues podía hacerse daño con los palos esparcidos por allí, y regresaron rápidamente a buscarle la capa. El agua, al caer incesantemente, había formado un charco en las rocas de la parte alta de la playa, y allí los marineros llenaron los barriles mientras los infantes de marina montaban guardia en los extremos de la cala.
«¡Ha sido una comida estupenda!», comentó Dillon sentándose con Stephen en una roca lisa, caliente a más no poder y cómoda para sus nalgas.
«Raras veces he comido mejor», dijo Stephen. «Y nunca en el mar». Jack tenía ahora un cocinero francés, un monárquico del Santa Lucía que se había ofrecido como voluntario, y estaba engordando como un buey que fuera a llevarse el premio en la feria. «Además, tú estabas muy animado».
«Eso fue completamente en contra de las normas de la Marina. En la mesa de un capitán uno habla cuando le hablan, y siempre está de acuerdo; no resulta demasiado divertido, pero esa es la costumbre. Al fin y al cabo, él representa al Rey, en mi opinión. Pero pensé que debía saltarme las normas y hacer un esfuerzo especial, tratar de ser mucho más cortés de lo habitual. No he sido del todo justo con él ¿sabes? ni mucho menos», añadió señalando la Sophie con la cabeza, «y fue muy generoso por su parte invitarme».
«A él le gustan los botines. Pero conseguir botines no es su principal interés.»
«Así es. Pero de paso puedo decirte que no todos lo conocen; él no se hace justicia. Los marineros, por ejemplo, no creo que lo conozcan. Y si no estuvieran controlados con mucha firmeza por los oficiales, el contramaestre y el condestable, y debo admitir que también por Marshall, creo que habría problemas con ellos. Puede haberlos todavía; el dinero de los botines es algo embriagador. Del dinero de los botines al desorden y el pillaje no hay un gran trecho, algo de esto ha habido ya. Y del pillaje y la borrachera a la franca rebeldía, e incluso el amotinamiento, no hay demasiado camino.»
«Estoy seguro de que te equivocas al decir que los marineros no lo conocen; los hombres incultos tienen una tremenda perspicacia en esta materia. ¿Conoces algún juicio popular erróneo? Cuando se adquiere un poco de educación, esa perspicacia se desvanece, en cierto modo, como se pierde la capacidad de recordar poesía. He conocido campesinos que podían recitar dos o tres mil versos. Pero ¿crees de verdad que nuestra disciplina es relajada? Me sorprende, pero es que sé muy poco de cuestiones navales.»
«No. La disciplina, en sentido general, es muy estricta entre nosotros. Me refiero a otra cosa, a lo que podría llamarse relaciones intermedias. Alguien que manda es obedecido porque él también obedece, y así sucesivamente; no es algo de carácter individual. Si él no obedece, la cadena se rompe. ¡Qué serio me he puesto, por Dios! Estaba pensando en aquel pobre desafortunado soldado de Mahón y me vinieron a la mente estas reflexiones morales. ¿No crees que ocurre muy frecuentemente que a la hora de la comida uno está contento como Garrick[27] y cuando llega la hora de la cena uno se pregunta por qué Dios hizo el universo?»
«Sí, pero ¿cuál es la relación con el soldado?»
«Discutíamos sobre el dinero del botín. Él decía que todo eso era injusto; estaba muy enfadado y era muy pobre. Afirmaba que los oficiales servíamos en la Marina sólo por esa razón. Le dije que estaba equivocado y él me replicó que yo mentía. Caminábamos hacia esos extensos jardines que hay por encima del muelle —Jevons, del Implacable iba conmigo— y en un santiamén se acabó la discusión. El pobre chico, torpe y estúpido, admitió enseguida que yo tenía razón. ¿Qué quiere, Shannahan?»
«Señor, los toneles están llenos.»
«Entonces tápelos bien y los bajaremos de nuevo al mar.»
«Adiós», dijo Stephen poniéndose de pie.
«Así que nos dejas ¿eh?», dijo James.
«Sí, voy a subir antes de que esté demasiado oscuro.»
No obstante, habría sido extraño que en la oscuridad sus pies se desviaran de aquel sendero que subía serpenteando, cruzando y volviendo a cruzar el riachuelo, y que sólo era transitado por algunos pescadores de cangrejos, los hombres impotentes que iban a bañarse en el charco y algún que otro viajero. En un gesto mecánico, Stephen se agarró con la mano a la rama que servía de apoyo para atravesar un lugar profundo —una rama pulida por el roce de muchas manos.
Subiendo, subiendo; y la cálida brisa susurraba entre los pinos. En un determinado punto, Stephen salió del sendero y se subió a una roca lisa; desde allí pudo ver los botes a remo, afortunadamente ya muy alejados, con su cola de barriles casi hundidos, separados lo mismo que los huevos de la rana común. A partir de ese punto el sendero pasaba de nuevo bajo los árboles y él no volvió a dejarlo hasta llegar a una zona cubierta de tomillo y turba, donde la punta redondeada del promontorio sobresalía entre el mar de pinos. A excepción del violeta de la bruma sobre las lejanas montañas y de un haz de luz amarillo intenso en el cielo, los colores se habían desvanecido; sin embargo, vio alejarse unos rabillos blancos, y tal como esperaba, allí estaban las chotacabras, apenas distinguibles en la penumbra, revoloteando y descendiendo rápidamente, dando vueltas sobre su cabeza como fantasmas. Se sentó junto a una gran roca y dijo Non fui non sum non curo [28]. Poco a poco fueron regresando los conejos, acercándose cada vez más, y por el lado de donde venía el viento, él pudo oírlos royendo en el tomillar. Quería quedarse sentado allí hasta el amanecer y dar coherencia a sus ideas, si eso era posible. Su amigo (aunque en realidad existía) era un mero pretexto. El silencio, la oscuridad, esos innumerables aromas tan familiares y el calor de la tierra se habían convertido (a su manera) en algo tan necesario para él como el aire.
* * *
«Creo que podemos acercarnos ahora», dijo Jack. «No nos perjudicará en nada llegar antes de tiempo y, además, quisiera estirar un poco las piernas. De todas formas, quisiera verlo lo antes posible; me siento intranquilo estando él en tierra. A veces pienso que no debía dejar que bajara solo y otras, en cambio, creo que él casi podría estar al mando de una flota».
La Sophie se había alejado de la costa y se acercaba ahora siguiendo el mismo recorrido, al finalizar la guardia de media, cuando James Dillon debía relevar al segundo oficial. Podrían aprovechar que todos los marineros estaban en cubierta para virar, pensó Jack, y quitando las gotas de rocío del pasamanos se inclinó sobre éste para ver cómo el cúter era remolcado a popa, perfectamente visible por la fosforecencia de aquellas cálidas aguas de un blanco lechoso.
«Allí fue donde llenamos los barriles, señor», dijo Babbington señalando la playa envuelta en sombras. «Y si no estuviera tan oscuro, usted podría ver esa especie de sendero por el que subió el doctor».
Jack se dirigió allí para ver el sendero y el charco; andaba con fuertes pisadas, pues no podía lograr inmediatamente que sus piernas se adaptaran a caminar por tierra. El suelo no se levantaba ni cedía al pisarlo, como la cubierta; pero paseando de un lado a otro en la penumbra, su cuerpo se fue acostumbrando a la rigidez de la tierra, y con el tiempo pudo caminar con más facilidad, con menos movimientos bruscos y tropezones. Reflexionaba sobre la composición del suelo, sobre cómo llegaba la luz del día —poco a poco, a tirones— sobre el agradable cambio del primer oficial desde la escaramuza de Moraira y sobre la curiosa transformación del segundo oficial, que a veces estaba muy malhumorado. Dillon tenía una jauría, treinta y cinco parejas de perros de caza… había participado en algunas cacerías estupendas… aquel debía de ser un país extraordinario, y los zorros tremendamente fuertes para resistir tanto tiempo… Jack sentía un gran respeto por alguien que mostraba tan buenos sentimientos hacia una jauría. Dillon, por supuesto, sabía mucho sobre la caza y los caballos; sin embargo, era extraño que le tuviera sin cuidado el ruido que hacían sus perros, porque los sonoros ladridos de una jauría…
El cañonazo de aviso de la Sophie lo sacó de estas plácidas reflexiones. Se volvió bruscamente y vio el humo expandiéndose por uno de sus lados. Rápidamente fueron izadas las banderas de señales, pero sin el catalejo Jack no podía distinguirlas con aquella luz. La corbeta viró en redondo y, como si en ella hubieran intuido su perplejidad, recurrieron a la más vieja de todas las señales: las juanetes desplegadas con las escotas agitándose en el aire, con el significado embarcaciones extrañas a la vista; y esta señal fue reforzada con un segundo cañonazo.
Jack miró su reloj y luego observó con ansiedad los inmóviles y silenciosos pinos. «Déjeme su cuchillo, Bonden», dijo, y recogió una piedra grande, bastante plana. Grabó en ella Regrediar (el recuerdo de un secreto pasaba por su mente), la hora y sus iniciales. La colocó en la punta de un pequeño montón de piedras, y después de echar una última mirada al bosque, sin esperanza, subió al cúter.
Al abordarse el cúter con la corbeta, las vergas crujieron, las velas se hincharon, y ésta puso rumbo a alta mar.
«Navíos de guerra, señor, estoy casi seguro», dijo James. «Pensé que usted querría que nos dirigiéramos a alta mar».
«Así es, señor Dillon», dijo Jack. «¿Me presta su catalejo?»
Desde el tope, mientras iba recobrando el aliento, podía distinguirlos claramente, pues ya era pleno día y la bruma se había disipado. Dos barcos a barlovento, que venían del sur, navegando velozmente con todas las velas desplegadas: navíos de guerra de categoría. ¿Serían ingleses? ¿Franceses? ¿Acaso españoles? En aquella parte había más viento y debían de llevar una velocidad de diez nudos. Miró por encima del hombro izquierdo hacia el lugar del desembarco, mientras se dirigían al este, hacia alta mar. A la Sophie le costaría muchísimo trabajo doblar aquel cabo antes de que los navíos le dieran alcance; pero debía hacerlo, si no se encontraría rodeada. Sí, eran navíos de guerra. Ahora se veía su casco, y aunque Jack no podía contar las portas, con toda probabilidad se trataba de grandes fragatas, de treinta y seis cañones; seguro eran fragatas.
Si la Sophie doblaba el cabo primero, podría tener una oportunidad; y si navegaba por las aguas poco profundas desde la punta hasta el arrecife situado después de ésta, ganaría media milla, pues ninguna fragata de gran calado podría seguirla allí.
«Mandaremos a los hombres a desayunar, señor Dillon», dijo. «Y después haremos zafarrancho de combate. Si va a haber pelea, que al menos tengamos el estómago lleno».
Sin embargo, había pocos estómagos que se llenaran con ganas en la Sophie aquella resplandeciente mañana; la impaciencia había provocado una especie de rigidez que impedía a la harina de avena y las galletas bajar suavemente y con continuidad; e incluso el aroma del café recién tostado y molido se desperdiciaba en el alcázar, donde los oficiales analizaban los respectivos rumbos y velocidades y los posibles puntos de convergencia: dos fragatas a barlovento, una costa hostil a sotavento y la posibilidad de abrigarse en una ensenada. Eso era suficiente para acallar cualquier apetito.
«¡Cubierta!», dijo el serviola desde dentro de la pirámide formada por el velamen desplegado y tenso. «Está izando su insignia, señor. Una bandera azul».
«Sí», dijo Jack, «eso creo. Señor Ricketts, responda con lo mismo».
Ahora todos los catalejos de la Sophie estaban enfocados hacia la juanete de proa de la fragata más próxima, para ver la señal secreta, pues aunque cualquiera podía izar una bandera azul, sólo una nave del Rey podía hacer la señal secreta de reconocimiento. Allí estaba: una bandera roja en el trinquete, seguida un momento después por una bandera blanca y un gallardete en el palo mayor y por el débil estruendo de un cañonazo a barlovento.
Toda la tensión se relajó inmediatamente. «Muy bien», dijo Jack. «Responda y déles nuestro número. Señor Day, tres cañonazos a babor a ritmo lento».
«Es la San Fiorenzo, señor», dijo James ayudando al nervioso guardiamarina con el libro de señales, pues con aquella fresca brisa, las páginas bellamente coloreadas pasaban rápido sin que aquél pudiera controlarlas. «Y con sus señales está llamando al capitán de la Sophie».
«¡Por Dios!», dijo Jack para sus adentros. El capitán de la San Fiorenzo era sir Harry Neale, primer oficial en la Resolution cuando él era el guardiamarina más joven, y capitán de la Success siendo él miembro de su tripulación; le daba mucha importancia a la prontitud, la limpieza, la perfección en el vestir y la jerarquía. Jack estaba sin afeitarse, con los pelos que le quedaban en completo desorden y el ungüento azulado de Stephen cubriéndole la mitad de la cara. «En ese caso, viraremos para abordarnos con ella», dijo, y se precipitó hacia su cabina.
* * *
«¡Por fin ha llegado!», dijo sir Harry mirándolo con notoria aversión. «¡Dios santo, capitán Aubrey, se toma usted su tiempo!»
La fragata parecía enorme; comparados con los de la Sophie, sus mástiles parecían los de un navío de línea de primera clase; acres de madera se extendían a ambos lados formando la cubierta. Él tenía la absurda y a la vez angustiosa sensación de que lo habían aplastado reduciéndolo a un tamaño mucho más pequeño, y de que había pasado inmediatamente desde una posición de total autoridad a otra de total subordinación.
«Mis disculpas, señor.»
«Bien. Venga a mi cabina. Su aspecto no cambia mucho, Aubrey», dijo indicándole una silla. «Sin embargo, me alegra que nos hayamos encontrado. Tenemos exceso de prisioneros y quiero pasar cincuenta a su corbeta».
«Lo siento, señor, siento muchísimo no poder complacerlo, pero la corbeta está ya llena de prisioneros.»
«¿Complacerme, dice? Usted me complacerá, señor, obedeciendo mis órdenes. ¿Se da cuenta de que yo soy aquí el capitán más veterano? Además, sé muy bien que usted ha enviado parte de la tripulación con las presas a Mahón, así que estos prisioneros pueden ocupar su lugar. Y en cualquier caso, podrá desembarcarlos en pocos días, así que no se hable más.»
«Pero ¿qué pasará con mi crucero, señor?»
«Me preocupa menos su crucero que el bien de la Marina. Debemos hacer el traslado lo más rápido posible, pues tengo nuevas órdenes para usted. Estamos buscando un barco americano, el John B. Christopher, que está realizando la travesía de Marsella a Estados Unidos con escala en Barcelona, y esperamos encontrarlo entre Mallorca y la península. Entre sus pasajeros es posible que se encuentren dos rebeldes, del grupo Irlandeses Unidos, uno es un sacerdote católico llamado Mangan y el otro un tipo llamado Roche, Patrick Roche. Debemos sacarlos del barco, por la fuerza si fuera necesario. Probablemente usarán nombre y pasaporte francés; hablan francés. La descripción del sacerdote es: de unos cuarenta años, delgado, de mediana estatura; tiene la tez morena y el pelo castaño oscuro, pero usa peluca; tiene la nariz ganchuda, la barbilla puntiaguda, los ojos grises y un gran lunar cerca de la boca. El otro tiene unos treinta y cinco años, es robusto, de un metro ochenta de estatura; tiene el pelo negro y ojos azules, le falta el dedo meñique de la mano izquierda y camina con una pierna rígida por una herida que sufrió. Debería quedarse con estas hojas impresas».
* * *
«Señor Dillon, prepárese para recibir a veinticinco prisioneros de la San Fiorenzo y a veinticinco de la Amelia», dijo Jack. «Y luego nos uniremos a ellas en la búsqueda de unos rebeldes».
«¿Rebeldes?», dijo James.
«Sí», contestó Jack ausente mientras miraba por detrás de James la bolina del velacho, que estaba floja, e interrumpió sus palabras para dar una orden. «Sí. Le ruego que eche un vistazo a las escotas cuando tenga tiempo libre, si es que le queda».
«Cincuenta bocas más», dijo el contador. «¿Qué le parece, señor Marshall? Un montón de raciones completas. ¡Dios santo! ¿De dónde se supone que las voy a sacar?»
«Tendremos que poner rumbo a Mahón enseguida, señor Ricketts, eso es lo que yo creo, y adiós al crucero. Cincuenta es imposible, no digo más. Nunca se han visto dos oficiales más apesadumbrados. ¡Cincuenta!»
«Cincuenta cabrones más», dijo James Sheehan, «y todo porque les da la real gana. ¡Jesús, María y José!»
«Y pensad en el pobre doctor, solo entre aquellos malditos árboles, podría haber lechuzas y todo. ¡Maldita sea la Marina, la San Fiorenzo y también la condenada Amelia!»
«¿Solo? No lo creas, compañero. Pero maldita sea la Marina de los demonios, como bien has dicho.»
Así estaban los ánimos en la Sophie cuando ésta navegaba hacia el noroeste, formando con las fragatas una línea horizontal para barrer la zona y colocada en la parte exterior, es decir, en el extremo derecho de esa línea. La Amelia estaba a babor, con las gavias medio arriadas, y la San Fiorenzo estaba a la misma distancia de ésta por la parte más cercana a la costa, sin que pudiera verse desde la Sophie, en la mejor posición para capturar cualquier embarcación rezagada que apareciera. Entre todas podían vigilar sesenta millas del Mediterráneo bajo aquel cielo despejado. Estuvieron navegando durante todo el día.
Fue en verdad un largo día, ocupado y complicado. Hubo que desalojar la bodega de proa, encerrar y mantener vigilados a los prisioneros (muchos de ellos tripulantes de naves corsarias, hombres peligrosos), corrieron detrás de tres pesados mercantes (los muy estúpidos eran neutrales y reacios a fachear; pero uno de ellos informó sobre un navío, al parecer americano, que estaba reparando el mastelero de velacho a unos dos días de navegación a barlovento) y, para mantenerse a la velocidad de las fragatas, cambiaron sin cesar la orientación de las velas, debido a la inestabilidad del viento y a sus peligrosas ráfagas; y aun haciendo el máximo esfuerzo, la Sophie apenas consiguió evitar la deshonra. Y estaba falta de tripulantes; Mowett, Pullings y Alexander, un excelente piloto, se habían ido en las embarcaciones capturadas, junto con casi un tercio de los mejores hombres, de modo que James Dillon y el segundo oficial tenían que alternarse en el sistema de dos guardias. El buen talante había desaparecido también, y la lista de quienes cometían faltas había aumentado a medida que pasaba el día.
«No creí que Dillon pudiera ser tan cruel», pensó Jack cuando el primer teniente le chillaba al lloroso Babbington y a un pequeño grupo de gavieros que estaban en la cofa del trinquete, haciéndoles largar nuevamente, por tercera vez, el ala de babor de la gavia. Verdaderamente la corbeta navegaba a una formidable velocidad (para sus posibilidades), pero hasta cierto punto era una lástima forzarla tanto y acosar a los hombres; era demasiado alto el precio que pagaban. No obstante, así era la Marina y él no debía intervenir. Su mente volvió a centrarse en sus muchos problemas y a preocuparse de Stephen. Había sido una completa locura esa incursión en una costa hostil. Y además, estaba profundamente insatisfecho consigo mismo por su comportamiento en la San Fiorenzo. Fue un flagrante abuso de poder; él debería haberle hecho frente con firmeza. Pero allí estaba, atado de pies y manos por aquellas instrucciones impresas y las Ordenanzas. Y también estaba el problema de los guardiamarinas. La corbeta necesitaba por lo menos dos más, uno joven y otro mayor. Le preguntaría a Dillon si quería proponer a alguien, tal vez a un primo, un sobrino, o un ahijado; era una atención con la cual los capitanes compensaban al primer oficial, bastante frecuente cuando ambos se tenían simpatía. Respecto al mayor, quería a alguien con experiencia, sobre todo alguien que pudiera ser nombrado ayudante de segundo oficial casi enseguida. Pensó en el timonel, un excelente marinero, capitán de la cofa del mayor, y luego en los marineros más jóvenes de la cubierta inferior. Prefería, con mucho, a alguien que hubiera pasado por el escobén, un marinero completo como Pullings, a la mayoría de los jóvenes cuyas familias podían permitirse enviarlos a la Marina… Si los españoles capturaban a Stephen Maturin, lo considerarían un espía y lo matarían.
Era casi de noche cuando terminaron de ocuparse del tercer mercante, y Jack estaba muerto de cansancio. Sus ojos estaban muy irritados, su oído era cuatro veces más agudo y tenía la sensación de tener una cinta alrededor de la cabeza apretándole las sienes. Había pasado en cubierta todo el día, un angustioso día que había empezado dos horas antes del amanecer, por eso se quedó dormido casi antes de recostar la cabeza. Sin embargo, en ese breve intervalo en que su mente se ensombrecía lo asaltó el presentimiento de que a Stephen Maturin todo le iba bien y, en cambio, a James no. «No tenía ni idea de que a James le importara tanto el crucero… por otra parte, era obvio que había llegado a simpatizar mucho con Maturin… un tipo extraño», pensó, y enseguida cayó en un profundo sueño.
Profundo, profundo y plácido: el sueño de un hombre joven, regordete, bien alimentado y saludable que estaba exhausto, un sueño color de rosa; pero no tan profundo para que le impidiera despertarse bruscamente pocas horas después molesto e inquieto. El inoportuno murmullo de unas voces que discutían llegaba a través de la ventana de popa. Por un momento pensó en un ataque sorpresa en que los botes hacían el abordaje de noche; pero luego, ya más despierto, se dio cuenta de que eran las voces de Dillon y Marshall y volvió a dormirse. Mucho más tarde, todavía en sueños, se preguntaba cómo era posible que ambos se encontraran en el alcázar a esa hora de la noche, si debían alternarse en el sistema de dos guardias. Todavía no habían sonado ocho campanadas. Como para corroborar esta afirmación, se oyeron tres campanadas, y desde varios puntos de la Sophie llegaron los gritos de «¡Todo bien!» Pero todo no iba bien. La corbeta ya no iba a gran velocidad. ¿Qué pasaría? Se puso atropelladamente su bata y subió a cubierta. No sólo la velocidad se había reducido sino que la proa estaba en dirección estenoreste cuarta al este.
«Señor», dijo Dillon, dando un paso al frente, «asumo toda la responsabilidad. He anulado las órdenes del segundo oficial y he mandado subir el timón. Creo que hay un barco por la amura de estribor».
Jack miró a través de la plateada niebla; había luna, el cielo estaba cubierto y el oleaje había aumentado. No vio ningún barco, ninguna luz, pero eso no demostraba nada. Cogió la carta náutica y observó el cambio realizado. «Vamos directamente a la costa de Mallorca», dijo bostezando.
«Sí, señor, por eso me tomé la libertad de reducir trapo.»
Era una enorme falta de disciplina. Pero Dillon lo sabía tan bien como él, así que no tenía sentido decírselo públicamente.
«¿A quién correspondía el mando en esta guardia?»
«A mí», dijo el segundo oficial. Hablaba tranquilamente, pero su voz era casi tan chillona y afectada como la de Dillon. Había algo extraño en el ambiente, algo mucho más profundo que un simple desacuerdo sobre la luz de un barco.
«¿Quién está arriba?»
«Assei, señor.»
Assei era un marinero hindú, inteligente y de fiar. «¡Eh, Assei!»
«Bip», se oyó débilmente el silbato desde arriba, donde todo era oscuridad.
«¿Ves algo?»
«Nada, señor. Veo estrellas, nada más.»
Luego entonces no había ninguna evidencia de aquella fugaz visión. Probablemente Dillon tendría razón, de lo contrario no hubiera hecho algo tan tremendo. Sin embargo, era un rumbo extrañísimo. «¿Está convencido de que vio una luz?»
«Completamente convencido, señor, y muy contento.»
Contento era una palabra que sonaba muy raro en aquella voz áspera. Jack permaneció unos momentos sin responder; luego cambió el rumbo un grado y medio al norte y comenzó a dar su paseo habitual. Cuando sonaron cuatro campanadas el día comenzaba a nacer por el este, y por la amura de estribor se divisaba tierra; pero a pesar de la claridad de la bóveda celeste, que pasaba paulatinamente del negro al azul, sólo podía verse una forma oscura y borrosa a través de la bruma. Bajó para vestirse, y cuando estaba metiéndose la camisa por la cabeza oyó gritar que había un barco a la vista.
El barco emergía de un banco de niebla apenas dos millas a sotavento. Jack limpió el catalejo y pudo ver el mastelero de velacho reparado, solamente con una gavia arrizada. Estaba bien claro: Dillon tenía toda la razón del mundo. Allí estaba su presa, aunque extrañamente desviada de su rumbo normal; debía de haber virado hacía poco tiempo a la altura de la isla Dragonera, y ahora se abría paso lentamente por el amplio canal hacia el sur. En una hora más o menos él habría terminado su desagradable misión y sabía muy bien lo que estaría haciendo a mediodía.
«¡Muy bien, señor Dillon!», exclamó. «¡Muy bien, sí señor! No podríamos haberlo encontrado mejor; nunca hubiera creído que estuviera tan alejado hacia el este en el canal. Ice nuestra bandera y dispare un cañonazo de aviso».
El John B. Christopher tenía un poco de miedo de aquel navío de guerra que podría mostrarse ostentoso y tratar de intimidar a todos los ingleses de su tripulación (o a cualquier otro tripulante que el destacamento de abordaje considerara inglés), pero no tenía ni la más remota posibilidad de huir, sobre todo con un mastelero en malas condiciones y los mastelerillos tumbados sobre cubierta; de modo que después de algunos movimientos en el velamen y un intento de desviarse, cambió de orientación las gavias, izó la bandera americana y esperó el bote de la Sophie.
«Irá usted», le dijo Jack a Dillon, todavía inclinado hacia delante y mirando absorto por el catalejo la jarcia del barco americano. «Usted habla francés mejor que cualquiera de nosotros, y ahora el doctor no está; después de todo, usted lo descubrió en este extraño lugar, es su descubrimiento. ¿Quiere ver de nuevo las hojas impresas o…?» Jack se interrumpió. Había visto muchas borracheras en la Marina, había visto almirantes, capitanes de navío, comandantes y hasta grumetes de diez años borrachos, e incluso a él mismo, en otro tiempo, lo habían llevado a bordo metido en una carretilla; pero le disgustaban las borracheras durante el servicio, en verdad le disgustaban mucho, sobre todo a esas horas de la mañana. «Tal vez sea mejor que vaya el señor Marshall», dijo secamente. «Avísele al señor Marshall».
«¡Oh, no, señor!», exclamó Dillon recobrándose. «Perdóneme, fue un momentáneo… estoy perfectamente bien». Y así era, ya no estaba ni sudoroso ni pálido, ni tenía aquella expresión perpleja y algo espantada. Ahora un intenso rubor cubría su rostro.
«Bueno», dijo Jack dubitativo. Un momento después, James Dillon llamaba a los tripulantes del cúter y desplegaba una gran actividad corriendo de un lado a otro, comprobando las armas de éstos y martillando los gatillos de sus propias pistolas, mostrando que era dueño de sí mismo lo más claramente posible. Cuando el cúter estuvo abordado, listo para zarpar, dijo: «Le rogaría que me diera esas hojas, señor, así refrescaré mi memoria mientras nos acercamos».
La Sophie facheó lentamente y se mantuvo por la amura de babor del John B. Christopher, preparada para dispararle y atravesar su roda al primer indicio de que había problemas. Pero no hubo ninguno. Desde el castillo de proa del John B. Christopher llegaban algunas voces que decían con cierta mofa «¡Paul Jones![29]» y «¿Cómo está el rey Jorge?», y los artilleros, preparados para hacer pasar a sus primos a mejor vida sin la menor vacilación pero también sin rencor, con una sonrisa burlona, les hubieran contestado gustosos en el mismo tono, pero su capitán no se lo consentía; aquella era una misión odiosa y no había lugar para la diversión.
Y al oír el grito «¡mamarrachos de Boston!», Jack dijo con acritud: «¡Silencio de proa a popa! Señor Ricketts, anote el nombre de ese marinero.»
El tiempo pasaba. En el tubo, la mecha retardada se consumía poco a poco. En toda la cubierta la atención había disminuido. Un alcatraz de blanquísimas alas pasó volando sobre ellos, y sin darse cuenta Jack comenzó a pensar en Stephen, olvidándose por completo de su deber. El sol subía y subía.
Ahora por fin el destacamento de abordaje aparecía en el portalón del barco americano y descendía al cúter. Y allí estaba Dillon, pero solo. Estaba respondiendo cortésmente al saludo del segundo oficial y los pasajeros desde el pasamanos. El John B. Christopher estaba braceando —el primer oficial gritó con aquel extraño gangueo típico de la colonia: «¡Atad esa condenada braza!», apremiando a los hombres, y la frase resonó en la inmensidad del mar— y se desplazaba hacia el sur. El cúter de la Sophie atravesaba el espacio que los separaba.
Cuando James se dirigía al barco americano no sabía lo que iba a hacer. Durante todo el día, desde que se había enterado de cuál era la misión de la escuadra, se había sentido abrumado por una idea de fatalidad; y en ese momento, aunque había tenido mucho tiempo para pensarlo, todavía no sabía lo que iba a hacer. Le parecía vivir una pesadilla cuando subía por el costado del barco totalmente en contra de su voluntad; y él sabía que allí encontraría al padre Mangan, desde luego. A pesar de haber hecho todo lo posible por evitarlo, menos sublevarse abiertamente y hundir la Sophie; a pesar de que había desviado el rumbo y reducido el trapo, chantajeando al segundo oficial para conseguirlo, él sabía que lo encontraría. Pero lo que no sabía, lo que no había previsto, era que el sacerdote lo amenazaría con denunciarlo si no hacía la vista gorda. A James le había desagradado desde el momento en que se reconocieron, pero precisamente entonces tomó la decisión: no haría el papel de policía y no los apresaría. Entonces vino la amenaza. Pero inmediatamente supo con certeza que ésta no lo afectaría en lo más mínimo; y apenas consiguió tener de nuevo un respiro cuando la situación se agravó, haciéndose insostenible. Se vio obligado a fingir que revisaba con detenimiento los pasaportes del resto de las personas a bordo antes de que recuperara el dominio de sí mismo. Supo que no había salida, que cualquier camino que tomara sería deshonroso; pero nunca había imaginado que el deshonor fuera tan doloroso. Él tenía orgullo; la mirada satisfecha que el padre Mangan le había lanzado de soslayo le había dolido como ninguna otra cosa en el mundo, y además del dolor de la herida sentía la angustia de las dudas que lo asaltaban.
El bote tocó el costado de la Sophie. «Esos pasajeros no estaban a bordo, señor», informó James.
«Tanto mejor», dijo Jack alegremente y agitó en el aire su sombrero como saludo al capitán americano. «Oeste medio punto al sur, señor Marshall; y guarde de nuevo esos cañones, por favor». La exquisita fragancia del café iba propagándose a través de la escotilla de popa. «Dillon, venga a desayunar conmigo», dijo cogiendo a James con familiaridad por el brazo. «Tiene usted todavía una palidez cadavérica».
«Tendrá que disculparme, señor», murmuró James soltándose, con un profundo odio reflejado en su mirada. «No me siento bien».