Capítulo 6

El señor Florey, el cirujano, era soltero; su casa era grande y estaba situada en una zona alta, cerca de la iglesia de Santa María; y con la total libertad de que disponía por no estar casado, invitó al doctor Maturin a quedarse en su casa siempre que la Sophie volviera para aprovisionarse o ser reparada, y puso a su disposición, para que dejara su equipaje y sus colecciones, una habitación que ya albergaba el hortus siccus [24]que el señor Cleghorn, cirujano de la guarnición, había reunido durante casi treinta años en una infinidad de volúmenes polvorientos.

Era una casa estupenda para la meditación, tenía el acantilado de Mahón detrás y sobresalía por encima del muelle de los comerciantes a una altura de vértigo, tanto que el bullicio del puerto llegaba de forma imprecisa, como simple acompañamiento al pensamiento. La habitación de Stephen quedaba en la parte posterior, y no era calurosa porque estaba orientada al norte y daba al mar. Él estaba sentado junto a la ventana abierta, con los pies metidos en un recipiente con agua, escribiendo su diario, mientras fuera, en el aire tórrido y reverberante, los vencejos (comunes, blancos y europeos) revoloteaban chillando y la Sophie parecía un juguete allá lejos, al otro lado del puerto, amarrada en el muelle de avituallamiento.

«Así que James Dillon es católico», escribió secretamente con su letra pequeña. «Antes no lo era. Es decir, el ser católico no influía de forma apreciable en su comportamiento, ni le hacía considerar una blasfemia como algo doloroso e intolerable. No se tomaba la religión tan en serio. ¿Acaso ha experimentado una conversión, un cambio hacia la doctrina de Loyola? Espero que no. ¿Cuántos católicos habrá en la Armada que ocultan su condición? Me gustaría preguntarle, pero eso sería una indiscreción. Recuerdo que el coronel Despard me dijo que, en Inglaterra, el obispo Challoner daba doce dispensas al año para recibir los sacramentos de acuerdo con el rito de la iglesia anglicana. El coronel T…, el de los disturbios de Gordon, era católico. ¿El comentario de Despard se referiría sólo a la Armada? Nunca pensé en preguntarle entonces. ¿Será esa la causa de la turbación de James Dillon? Sí, creo que sí. Sin duda está bajo una fuerte presión. Además, me parece que atraviesa un período crítico, un climaterio menor, un período que lo situará en una ruta diferente por la que seguirá el resto de su vida, sin apartarse jamás de ella. Siempre me ha parecido que en esta etapa (en la que más o menos nos encontramos los tres) algunos rasgos característicos del individuo se borran o, por el contrario, se fijan definitivamente. Predominan la alegría y el entusiasmo antes de esta etapa; después, debido a hechos casuales o a alguna íntima preferencia (o más bien una tendencia inherente) el hombre se sitúa en un camino que ya no puede dejar, y seguirá por él haciéndolo cada vez más profundo (un surco o un canal), hasta perder su humanidad y convertirse simplemente en una máscara de sí mismo, en un cúmulo de atributos que integran su personalidad. James era una persona encantadora, pero se está endureciendo. Es extraño —y hasta diría descorazonador— cómo se pierde la alegría, ese sentimiento natural y espontáneo. La autoridad es su gran enemigo: tener autoridad. De los hombres mayores de cincuenta que conozco, son pocos los que todavía me parecen completamente humanos, y de los que han ejercido mucho tiempo la autoridad, casi ninguno. Son un ejemplo los oficiales superiores que hay aquí, y también el almirante Warne. Su talla humana se ha visto menguada (no así la de sus vientres, desgraciadamente). A ello han contribuido los excesos, una dieta desequilibrada, algún motivo de rabia y algún placer por el que pagan muy tarde, pero a un precio muy alto, como acostarse con una amante demasiado fogosa. Sin embargo, el almirante Nelson, por lo que cuenta Jack Aubrey, es un hombre amable, sumamente franco y sencillo. También lo es en muchos aspectos el propio Jack; aunque a veces, inconscientemente, muestra cierta arrogancia del poder. Sin duda, todavía conserva su alegría. ¿Cuánto tiempo le durará? ¡Quién sabe qué mujer, causa política, decepción, herida, enfermedad, hijo rebelde, derrota, qué suceso imprevisto, extraño o asombroso, hará que la pierda del todo! Pero me preocupa James. Es tan voluble como antes o aún más, aunque su tono se ha hecho más grave, o musicalmente hablando, ha descendido diez octavas. Y a veces temo que en un momento de mal humor pueda buscarse problemas. ¡Daría tanto por conseguir que él y Jack fueran amigos afectuosos! ¡Son tan parecidos en tantos aspectos! Y James está hecho para la amistad; cuando se dé cuenta de que se equivoca al juzgar la conducta de Jack, seguro que empezará a estimarlo. Pero ¿lo comprenderá algún día o seguirá viéndolo como el causante de su descontento? Si ocurre esto último, hay pocas esperanzas, porque el descontento, el rechazo interior, puede ser a veces violento en un hombre tan falto de humor (en ocasiones) y tan exigente desde el punto de vista del honor. Él se ve obligado a reconciliar lo irreconciliable con mucha más frecuencia que la mayoría de los hombres, y está menos capacitado para hacerlo. Y diga lo que diga, él sabe como yo que corre el peligro de un terrible enfrentamiento. ¿Y si hubiera sido él quien acompañó a Wolfe Tone[25] a Lough Swilly? ¿Qué pasaría si Emmet persuadiera a los franceses de que invadieran de nuevo? ¿Y qué ocurriría si Bonaparte se reconciliara con el Papa? No es imposible. Pero, por otra parte, James es un ser voluble, y cuando en uno de sus momentos de animación comience a apreciar a Jack como debería, ya no cambiará; no será posible encontrar mayor afecto y lealtad. ¡Daría lo indecible por conseguir que fueran amigos!»

Suspiró y dejó a un lado la pluma. La puso sobre la tapa de un frasco con alcohol donde se conservaba, enroscado, el mejor áspid que jamás había visto, grueso y venenoso, de nariz chata y ojos rasgados que lo miraban a través del cristal. El áspid era fruto de su estancia en Mahón antes de que llegara la Sophie trayendo a la cola su tercera presa, una tartana española de mediano tamaño. Y junto al áspid había dos cosas relacionadas con la Sophie: un reloj y un catalejo. En el reloj faltaban veinte minutos para la hora en punto, así que Stephen enfocó el catalejo y observó la corbeta. Jack estaba todavía a bordo, resplandeciente con su mejor uniforme, y en medio del barco discutía con James y el contramaestre sobre algún problema en la parte superior de la jarcia. Señalaban hacia arriba y se inclinaban juntos a un lado y a otro, lo cual les daba un aire cómico.

Por encima de la barandilla del pequeño balcón, observó a través del telescopio el muelle y la entrada del puerto. Casi de inmediato reconoció la cara colorada del marinero George Pearce, tumbado de espaldas como en éxtasis; sus compañeros formaban un pequeño grupo junto a él, delante de un montón de tabernas que llegaba hasta las curtidurías, y pasaban el tiempo jugando a cabrillas[26] en el agua. Eran tripulantes de la Sophie que habían llevado las dos presas y se les había permitido quedarse en tierra, en tanto que el resto de la tripulación estaba todavía a bordo de la corbeta. Pero todos habían participado en el primer reparto del dinero del botín. Y observando más atentamente a aquellos hombres, por los destellos plateados de los objetos que lanzaban al agua, a modo de proyectiles, y las frenéticas zambullidas de los chiquillos desnudos en las aguas malolientes de la orilla, Stephen comprendió que estaban dilapidando su riqueza de la forma más rápida que pudiera imaginarse.

En ese momento un bote se alejaba de la Sophie, y a través del catalejo Stephen vio al timonel cuidando del estuche del violín de Jack con aire digno y ceremonioso. Se echó hacia atrás, sacó un pie del agua —templada ahora— y lo miró durante unos instantes, reflexionando sobre las diferencias anatómicas entre las extremidades inferiores de los mamíferos superiores —caballos, monos— y sobre el Pongo que habían visto en África los viajeros y el Jocko de M. de Buffon, seres sociables y juguetones en la juventud, pero huraños, taciturnos y retraídos en la vejez. ¿Cuál será el auténtico modo de ser del Pongo? «¿Quién soy yo», pensó, «para afirmar que el mono joven y alegre es tan sólo la crisálida, por así decirlo, de aquel otro viejo, solitario y feroz? ¿Quién soy yo para afirmar que ese diferente modo de ser no es una culminación normal e inevitable, la verdadera naturaleza del Pongo, desgraciadamente?»

«Estaba reflexionando sobre el Pongo», dijo en alta voz cuando se abrió la puerta y Jack entró con un rollo de partituras musicales y una mirada ansiosa.

«No lo dudo», dijo Jack. «Me parece un tema muy respetable sobre el cual meditar. Pero ahora sea buen chico, saque el pie de ese recipiente, que no sé por qué diablos lo ha metido ahí, y póngase las medias, por favor. No tenemos ni un minuto que perder. No, las medias azules no; vamos a la fiesta de la señora Harte, o mejor dicho a su recepción».

«¿Debo llevar medias de seda?»

«Claro que debe llevar medias de seda. Pero muévase, hombre. Llegaremos tarde si no despliega un poco más las velas.»

«Siempre tiene mucha prisa», dijo Stephen irritado, rebuscando entre sus cosas. Una serpiente de Montpellier se escurrió de allí con un ligero crujido y atravesó la habitación describiendo curvas con gran elegancia y con la cabeza levantada a unas dieciocho pulgadas del suelo.

«¡Ah…!», gritó Jack encaramándose a una silla. «¡Una serpiente!»

«¿Servirán éstas?», preguntó Stephen. «Tienen un agujero».

«¿Es venenosa?»

«Muchísimo. Creo que va directa a atacarlo. Estoy casi seguro. Si me pusiera las medias de seda encima de las de estambre, el agujero no se vería, pero me ahogaría de calor. ¿No le parece que hace un calor tremendo?»

«Debe medir dos brazas de largo. Pero dígame, ¿de verdad es venenosa? ¿Me da su palabra de honor?»

«Si se metiera la mano hasta su garganta, sí, pues podría tener un poco de veneno en los dientes posteriores; de lo contrario no. La Malpolonmonspessulanus es una serpiente inofensiva. Estoy pensando en llevarme una docena a bordo, para las ratas. ¡Ah, si tuviera más tiempo y si no fuera por esa estúpida e intolerante persecución a los reptiles…! ¡Qué aspecto más lamentable tiene subido a esa silla! Barney, Barney, alguien me impidió pasar a Channel Row», le cantó a la serpiente, y aunque ésta era sorda como todas las víboras, lo miraba alegremente mientras él se la llevaba.

Primero visitaron al señor Brown, del astillero, y después de los saludos, las presentaciones y las felicitaciones por la buena suerte de Jack, interpretaron el Cuarteto en si bemol de Mozart, siguiéndolo con gran aplicación y entusiasmo; y la señorita, en un tono melodioso, tocaba débilmente la viola. Nunca antes habían tocado juntos, ni habían ensayado esa pieza, por lo que las notas eran muy discordantes; pero ellos se sentían inmensamente satisfechos en plena ejecución, y su público, formado por la señora Brown, que tejía tranquilamente, y un gato blanco, estaba muy complacido con la interpretación.

Jack estaba muy animado y excitado, pero su gran respeto por la música le hizo controlarse durante todo el cuarteto. Fue durante la colación que siguió —un par de gallinas, lengua glaseada, ponche, flan y tartaletas— cuando él empezó a soltarse. Como tenía sed, se bebió dos vasos de Sillery sin darse ni cuenta; su cara se ponía cada vez más roja y más alegre, su voz se hacía más masculina y sus risas más frecuentes. Hizo un relato lleno de colorido de cómo Stephen había serrado la cabeza del condestable y se la había recompuesto dejándosela mejor que antes. Y de vez en cuando fijaba sus brillantes ojos azules en el pecho de la señorita que, según la moda de ese año (exagerada por la distancia que los separaba de París), sólo estaba cubierto por un pedacito de gasa.

Stephen salió de su abstracción y observó que la señora Brown estaba seria, la señorita miraba recatadamente hacia su plato y el señor Brown, que también había bebido mucho, empezaba una historia que no podría terminar bien. La señora Brown era muy indulgente con los oficiales que habían pasado largo tiempo navegando, especialmente con aquellos que volvían triunfantes de un crucero y estaban dispuestos a divertirse; pero lo era menos con su marido, y conocía aquella historia desde hacía mucho tiempo, y también aquella mirada vidriosa. «Ven, querida», le dijo a su hija. «Creo que debemos dejar ahora a los caballeros».

La recepción de Molly Harte era un acontecimiento multitudinario y misceláneo, con casi todos los oficiales, clérigos, civiles, comerciantes y personalidades destacadas de Menorca. Eran tantos invitados que, para darles cabida, se puso un toldo en el patio de la casa del señor Martínez, y la banda militar del castillo San Felipe tocaba para ellos desde el despacho del comandante.

«Permítame que le presente a mi amigo —mi íntimo amigo— y médico el doctor Maturin», dijo Jack tras conducir a Stephen hasta la anfitriona. «La señora Harte».

«A sus pies, señora», dijo Stephen haciendo una inclinación.

«Me complace mucho contar con su presencia, señor», dijo la señora Harte percibiendo al instante que Stephen le sería muy antipático.

«Doctor Maturin, capitán Harte», continuó Jack.

«Encantado», dijo el capitán Harte sintiendo ya antipatía hacia Stephen, pero por una razón muy distinta. Y mirando por encima de la cabeza de éste, extendió dos dedos a la altura de su fofo vientre. Stephen los miró deliberadamente y allí quedaron, balanceándose, mientras él hacía con insolencia una inclinación de cabeza, correspondiendo tan bien al recibimiento que Molly se dijo: «Puede que llegue a serme simpático». Siguieron adelante para dejar sitio a otros, pues la marea de gente se movía rápida, sobre todo empujada por los oficiales de marina, que llegaban todos a escasos segundos de la hora fijada.

«¡Aquí está Jack el afortunado!», gritó Bennet de la Aurore. «¡Válgame Dios! Vosotros los jóvenes trabajáis en vuestro provecho. Casi no podía entrar a Mahón por la cantidad de presas que habéis traído. Os doy mi enhorabuena, pero debéis dejarnos algo a los vejetes para jubilarnos. ¿No?»

«¡Ah, señor», dijo Jack riéndose y poniéndose todavía más colorado, «no es más que la suerte de los novatos! Pronto se acabará, estoy seguro, y volveremos a estar chupándonos el dedo».

Había una media docena de oficiales de marina a su alrededor, coetáneos y mayores, que lo felicitaban: unos con tristeza, otros con un poco de envidia, pero todos con la franqueza y la buena intención que Stephen había visto tan frecuentemente en la Marina. Y mientras se dirigían apiñados hacia una mesa con tres enormes cuencos de ponche de aguardiente de palma y un regimiento de vasos, Jack les contó, sin escatimar términos de la jerga marinera, cómo había sido cada captura exactamente. Ellos lo escuchaban en silencio, muy atentos, a veces asintiendo con la cabeza y entrecerrando los ojos; y Stephen pensó que a ciertos niveles era posible la comunicación perfecta entre los hombres. Luego, sin prestarles más atención, se paseó con un vaso de ponche en la mano hasta detenerse junto a un naranjo, y desde allí, con expresión alegre, observaba de un lado el grupo uniformado y del otro, a través de las ramas del árbol, los sofás y sillas bajas donde se sentaban las mujeres esperando que sus hombres les llevaran helados y sorbetes; y esperando en vano, por lo que se refería a aquellos marinos a su izquierda. Ellas suspiraban pacientemente, con la esperanza de que sus maridos, hermanos, padres o amantes no se pusieran demasiado borrachos, y sobre todo de que no se volvieran pendencieros.

Pasó el tiempo; la lenta corriente de la fiesta, en uno de sus remolinos, aproximó el grupo de Jack al naranjo, y Stephen oyó que Jack decía: «Esta noche el mar estará terriblemente encrespado».

«Me parece muy bien, Aubrey», dijo un capitán de navío poco después, «pero los tripulantes de la Sophie solían ser hombres tranquilos y formales en tierra. Ahora que se han visto con dos peniques juntos despilfarran el dinero, me parece a mí. Se comportan como un grupo de babuinos locos. Pegaron brutalmente a la tripulación de la gabarra de mi primo Oaks, pues tenían la absurda pretensión de llevar a bordo un doctor en medicina y por eso tenían derecho a amarrar delante de una gabarra perteneciente a un navío de línea, que lleva un simple cirujano; realmente era una absurda pretensión. Esos dos peniques los han sacado de sus cabales».

«Siento que los hombres del capitán Oaks hayan sido golpeados, señor», dijo Jack sinceramente disgustado. «Pero lo que dicen es verdad. Tenemos a bordo un doctor en medicina. Es un experto lo mismo con la sierra que con el clistel». Jack miró a su alrededor con expresión amable. «Estaba conmigo no hace mucho. Abrió el cráneo del condestable, le extrajo los sesos, los arregló y los colocó dentro de nuevo —yo no me atrevía a mirar, creedme, caballeros—, mandó al armero a que cogiera una moneda, la hiciera más delgada con el martillo y le diera forma de bóveda, ¿comprenden?, o de cuenco, y entonces la colocó en el cráneo y le dio varias vueltas, y cosió el cuero cabelludo tan hábilmente como un velero. Eso es lo que yo llamo un verdadero doctor; ni condenadas píldoras ni dilaciones. ¡Vaya! Ahí está…»

Lo saludaron amablemente, insistieron en que tomara un vaso de ponche, otro vaso de ponche. Todos habían bebido mucho; era un ponche muy bueno, excelente, precisamente lo que se necesitaba en un día tan caluroso. La conversación se animó, pero Stephen y un capitán llamado Nevin se quedaron más callados. Stephen notó que Nevin parecía absorto y tenía una mirada profunda —una mirada que le era muy familiar— y no le resultó extraño que éste lo apartara hasta quedar detrás del naranjo, y le contara en voz baja y en tono grave y confidencial, pero con soltura, que tenía dificultades para digerir incluso las comidas más sencillas. La dispepsia del capitán Nevin había desconcertado a los médicos durante años, durante años, señor, pero él estaba seguro de que no se resistiría a las facultades superiores de Stephen; sería mejor que él le diera al doctor Maturin todos los detalles que pudiera recordar, porque se trataba de un caso muy singular e interesante, según le había dicho sir John Abel; ¿conocía Stephen a sir John? No obstante, para serle del todo franco (bajó la voz y miró furtivamente a su alrededor) debía admitir que tenía ciertas dificultades para… para evacuar también… Continuó hablando en voz baja y apremiante, y Stephen permanecía con las manos a la espalda, la cabeza inclinada hacia abajo en actitud atenta y una expresión seria en su rostro. Ciertamente Stephen le estaba prestando atención, pero no hasta el punto de no oír a Jack exclamar: «¡Sí, sí! Sin duda el resto bajará a tierra —están en fila a lo largo del pasamanos, con los trajes apropiados para bajar, dinero en los bolsillos, los ojos casi fuera de las órbitas y la polla muy larga». Fue casi imposible no escucharlo, pues Jack tenía una voz aguda y clara e hizo ese comentario en uno de esos curiosos momentos de silencio que se producen incluso en los grupos muy numerosos.

A Stephen le desagradó aquel comentario; y le desagradó el efecto que le hizo a las señoras sentadas del otro lado del naranjo, quienes comenzaron a alejarse de allí, en muchos casos con una mirada llena de indignación; pero le desagradó mucho más que Jack, con la cara enrojecida, exaltado y con sus brillantes ojos llenos de regocijo, dijera triunfante: «No hace falta darse prisa, señoras, no se les permitirá bajar de la corbeta hasta después del cañonazo de la noche».

La conversación aumentó de intensidad sofocando otros posibles comentarios de ese tipo. El capitán Nevin volvía otra vez a hablar de su colon cuando Stephen sintió una mano en su brazo: era la señora Harte, que sonrió al capitán Nevin de tal manera que éste retrocedió perdiéndose detrás de los cuencos de ponche.

«Doctor Maturin, por favor, llévese a su amigo», dijo Molly Harte en tono bajo y apremiante. «Dígale que se quema su barco, dígale cualquier cosa. Pero lléveselo, si no puede perjudicarse mucho».

Stephen asintió en silencio, y con la cabeza baja se dirigió directamente al grupo donde estaba Jack, lo cogió por el codo y le dijo: «Venga conmigo, venga conmigo», en un extraño tono, susurrante e imperativo a la vez, mientras saludaba con la cabeza a quienes había interrumpido en su conversación. «No hay un momento que perder».

* * *

«Cuanto antes nos hagamos a la mar, mejor», murmuró Jack mirando ansiosamente hacia el muelle de Mahón, envuelto en una lánguida luz. ¿Era aquel bote su propia lancha con el resto de los hombres de permiso o un mensajero del despacho del encolerizado y ofendido comandante con órdenes que interrumpirían el crucero de la Sophie? Todavía estaba un poco trastornado por los excesos de la noche anterior, pero la parte más sensata de su mente, de vez en cuando, le aseguraba que no se había hecho ningún favor, que podrían tomar medidas disciplinarias contra él sin que nadie lo considerara injusto ni abusivo, y que se sentía muy reacio a cualquier reunión inmediata con el capitán Harte.

El escaso viento que soplaba venía del oeste —un viento peculiar, húmedo, que traía el horrible tufo de las curtidurías y lo propagaba a su paso. Pero servía para ayudar a la Sophie a salir del largo puerto y alejarse hacia alta mar. Alta mar, donde no podría ser traicionado por su propia lengua, donde Stephen no podría ser mal visto por la autoridad y donde Babbington, ese endemoniado chiquillo, no tendría que ser rescatado de las mujeres mayores de la ciudad. Y donde James Dillon no podría batirse en duelo. Sólo le había llegado el rumor, pero era uno de esos incidentes tan insignificantes que ocurren en las guarniciones después de la cena y que podía haberle costado a Dillon el cargo de primer oficial. Y era el más valioso de los oficiales que habían navegado con él, a pesar de ser estirado y voluble.

El bote reapareció tras la popa de la Aurore. Era la lancha y venía llena de hombres de permiso. Todavía uno o dos seguían alegres pero, en general, los que podían andar eran ahora muy distintos de los tripulantes que habían bajado a tierra, porque no les quedaba dinero y además estaban silenciosos, tristes y abatidos. A los que no podían andar los tumbaron en fila junto a otros que habían llegado antes, y Jack dijo: «¿Cómo va el punteo de la lista, señor Ricketts?»

«Todos a bordo, señor», dijo el guardiamarina con tono cansado, «excepto Jessup, el ayudante del cocinero, que se rompió una pierna al bajar las escaleras Pigtail, y Sennet, Richards y Chambers, de la cofa del trinquete, que salieron para Penang con algunos soldados».

«¡Sargento Quinn!»

Pero no se podía obtener contestación del sargento Quinn. Podía mantenerse en pie, erguido, pero su única respuesta a todo lo que se le preguntaba era «Sí, señor» y un saludo militar.

«Todos los marineros, a excepción de tres, están a bordo, señor», le dijo James reservadamente.

«Gracias, señor Dillon», dijo Jack, mirando de nuevo hacia la ciudad. Se veían algunas pálidas luces moviéndose en la oscuridad del acantilado. «Entonces creo que nos haremos a la mar».

«¿Sin esperar por el resto del agua, señor?»

«¿Qué cantidad es? Me parece que dos toneladas. Sí; la recogeremos en otra ocasión, junto con los rezagados. Entonces, señor Watt, toda la tripulación a soltar amarras; y que lo hagan en silencio, por favor.»

Dijo esto en parte porque sentía terribles punzadas en la cabeza y la perspectiva de oírlos vociferar no le agradaba en lo más mínimo, y en parte porque deseaba que la Sophie zarpara sin llamar la atención. Por fortuna, la corbeta estaba amarrada con simples espías a proa y popa, así que no se realizaría la lenta leva de anclas, no habría pateo ni empujones en el cabrestante, ni ásperos chirridos del motón. De todas maneras, los miembros de la tripulación relativamente sobrios estaban demasiado agotados para hacer otra cosa que soltar amarras de forma expeditiva, silenciosos y malhumorados, pues cuando empezaba a amanecer ya no había marineros alegres, ni valientes, ni mucho menos auténticos británicos, sino apestosos borrachos. También por fortuna, Jack se había ocupado de las reparaciones, los pertrechos y el aprovisionamiento (a excepción de aquel maldito último viaje para completar la aguada) aun antes de que él mismo o cualquiera de los otros hubiera puesto pie en tierra; y raras veces había apreciado más las compensaciones de tener ventaja que al ver cómo la Sophie, con el foque hinchado, virando por avante en dirección este, una vez reatada y aprovisionada, y habiendo repostado agua, emprendía el viaje de vuelta a la independencia.

Una hora después estaban en la bocana. La ciudad con sus horribles olores quedaba detrás sumida en la neblina, y ante ellos se extendía el mar con sus cristalinas aguas. El bauprés de la Sophie apuntaba, casi exactamente, al pálido resplandor que indicaba en el horizonte la salida del sol, y la brisa viraba cada vez más hacia el norte, haciéndose más fresca a medida que cambiaba de dirección. Algunos de los que parecían muertos la noche anterior se movían ahora torpemente. Dentro de poco les regarían con la manguera, la cubierta volvería a estar como debía y la rutina cotidiana de la corbeta comenzaría de nuevo.

* * *

Una atmósfera de hosca reserva reinaba en la Sophie mientras se dirigía tediosamente al suroeste en un frustrado intento de llegar a su zona de crucero, entre bonanza, brisas inestables, y vientos en contra; vientos que le resultaron tan adversos cuando llegó a alta mar que la pequeña isla de Aire, cercana a la punta este de Menorca, había permanecido obstinadamente al norte en el horizonte, unas veces más grande, otras más pequeña, pero siempre allí.

Era jueves. Toda la tripulación fue convocada a presenciar los castigos. Las dos brigadas de guardia se situaron a ambos lados de la cubierta principal con la balandra y la lancha detrás para dejar más espacio; los infantes de marina habían formado con su precisión habitual, desde el tercer cañón de popa, y el pequeño alcázar estaba lleno de oficiales.

«Señor Ricketts, ¿dónde está su puñal?», dijo James con aspereza.

«Se me olvidó, señor. Lo siento, señor», susurró el guardiamarina.

«Póngaselo de inmediato, y no se atreva a subir a cubierta vestido incorrectamente.»

El joven Ricketts dirigió una mirada culpable al capitán mientras se precipitaba hacia abajo, y no encontró más que aprobación a aquellas palabras en el grave rostro de Jack. En verdad, Jack tenía la misma opinión que Dillon: esos desdichados iban a ser azotados y tenían derecho a que todo se hiciera con la debida ceremonia, con toda la tripulación presente en actitud solemne, los oficiales con sus sombreros de lazo dorado y sus espadas y el tambor haciendo un redoble.

Henry Andrews, uno de los cabos, presentó los cargos uno a uno: John Harden, Joseph Bussel, Thomas Cross, Timothy Bryant, Isaac Isaacs, Peter Edwards y John Surel, todos acusados de embriaguez. Nadie tenía nada que decir en defensa de ellos; ninguno de ellos tenía nada que decir en defensa propia. «Una docena a cada uno», dijo Jack. «Y si hubiera justicia en el mundo, usted recibiría dos docenas, Cross. Una persona tan responsable como usted, un ayudante del condestable, ¡qué vergüenza!»

Era costumbre en la Sophie dar los azotes en el cabrestante, no en el enjaretado. Los hombres avanzaron con aire triste, se quitaron la camisa lentamente y se colocaron contra el grueso cilindro; y los ayudantes del contramaestre, John Bell y John Morgan, les ataron por las muñecas, más por formalidad que por otra cosa. Entonces John Bell se adelantó, balanceando el látigo suavemente en la mano derecha y mirando a Jack. Y Jack asintió con la cabeza y dijo «Adelante».

«Uno», dijo con solemnidad el contramaestre cuando las nueve cuerdas con nudos en los extremos silbaron en el aire y golpearon la espalda desnuda y tensa del marinero. «Dos, tres, cuatro…»

Y así continuó; y una vez más Jack, con su fría y aguda mirada, se dio cuenta de que el ayudante del contramaestre, astutamente, golpeaba en realidad el cabrestante con los nudos de las cuerdas, sin que se notara que favorecía a su compañero. «Está muy bien», pensó, «sin embargo, o entran en la bodega o es que algún hijo de puta ha almacenado licor a bordo. Si pudiera encontrarlo, montaría un verdadero enjaretado y se acabaría esta engañifa». Esa cantidad de borrachos ya se pasaba de la raya: siete en un día. No tenía nada que ver con los excitantes placeres de que los marineros habían disfrutado en tierra, aquello se había terminado, era sólo un recuerdo; y respecto al estado de parálisis de los que estaban ebrios en los imbornales cuando la corbeta se hacía a la mar, eso también estaba olvidado, se había resuelto de acuerdo con las normas tolerantes del puerto, de acuerdo con su relajada disciplina, y nunca fue tomado en cuenta. Esto era diferente. El día anterior, precisamente, él había dudado en hacer prácticas con los cañones después de la comida porque sospechaba que eran muchos los que habían bebido demasiado; era muy fácil que cualquier marinero achispado metiera tontamente el pie debajo de una cureña en retroceso, o la cara en la boca de un cañón. Y al final, sólo les hizo moverlos de un lado a otro, sin disparar.

En cada barco, los marineros acostumbraban a reaccionar de forma diferente ante el castigo. Los tripulantes de la Sophie permanecían callados, pero Edwards (uno de los nuevos), que procedía del King’s Fisher, donde no era así, lanzó un tremendo y clamoroso «¡Ah!» al primer latigazo, trastornando tanto al ayudante del contramaestre que éste vaciló al darle los dos o tres siguientes.

«¡Vamos, John Bell!», dijo el contramaestre en tono de reproche, no porque tuviera nada en contra de Edwards, a quien miraba sereno e imparcial, con la misma consideración que un carnicero a un cordero, sino porque el trabajo tenía que hacerse bien; y el resto de los azotes al menos le dieron a Edwards una excusa para su inquietante crescendo. Inquietante para el pobre John Surel, un hombrecillo delgado de Exeter, de los que hacían el cupo de la leva, que nunca había sido azotado y que añadía ahora el delito de la incontinencia al de la embriaguez. Pero lo azotaron a pesar de todo, tan asqueroso como estaba; y lloraba y daba alaridos lastimeros mientras Bell, nervioso, le pegaba duro, con firmeza, para terminar rápido.

«¡Qué tremendamente bárbaro parecería esto a un espectador que no estuviera habituado a verlo!», pensó Stephen. «¡Y qué poco importa al que lo está! Aunque a ese chico parece afectarle». En efecto, Babbington estaba un poco pálido y ansioso al terminar el indecoroso asunto, cuando Surel, aún gimiendo, fue entregado a sus avergonzados compañeros y luego alejado de allí apresuradamente.

Sin embargo, ¡qué pasajeras eran la palidez y la ansiedad de aquel joven! Apenas diez minutos después de que los lampaceros borraran todo vestigio de aquella escena, Babbington se movía por la parte superior de la jarcia persiguiendo a Ricketts a gran distancia, y aunque se desplazaba con esfuerzo estaba muy contento.

«¿Quiénes están haciendo esas tonterías?», preguntó Jack al ver vagamente sus siluetas a través del delgado lienzo de la sobrejuanete del mayor. «¿Los grumetes?»

«Los cadetes, señoría», dijo el oficial de derrota.

«Eso me recuerda que quería verlos», dijo Jack.

Poco después volvían a aquella palidez y aquella ansiedad, y por un buen motivo. Se suponía que los guardiamarinas, al mediodía, debían tomar datos para calcular la posición del barco y después debían escribirlos en un trozo de papel. Estos trozos de papel se denominaban informes de los cadetes y el centinela se los entregaba al capitán diciendo: «Los informes de los cadetes, señor». A esto el capitán Allen (indolente y descuidado) solía responder: «Los informes de los cadetes» arrojándolos por la ventana.

Hasta entonces Jack había estado demasiado ocupado preparando a la tripulación y no había podido atender debidamente a la educación de los guardiamarinas, pero había visto los informes del día anterior, y con sospechosa unanimidad situaban a la Sophie a 39°21'N, lo cual era bastante exacto, pero en una longitud que sólo podría haber alcanzado atravesando la cadena montañosa que separaba Valencia del interior y adentrándose unos sesenta kilómetros.

«¿Cómo me mandáis este disparate?», les preguntó. No era una pregunta de fácil respuesta verdaderamente, ni lo eran muchas de las otras que formuló; y ellos, en realidad, no intentaron responderlas, pero estuvieron de acuerdo en que no estaban allí para divertirse, ni por su belleza masculina, sino para aprender su profesión, y en que los diarios de a bordo (que ellos mismos llevaban) no eran exactos, ni completos, ni actualizados, y que el gato del barco los hubiera escrito mejor. En el futuro deberían prestar la mayor atención a los datos y cálculos del señor Marshall y marcarían la carta náutica con él cada día; nadie estaba preparado para pasar a alférez de navío, y mucho menos para tener un mando («Dios me perdone», dijo Jack para sus adentros), si no podía calcular en cualquier momento la posición de su barco en un minuto, mejor dicho, en treinta segundos. Además, ellos le presentarían los diarios de a bordo todos los domingos, pasados en limpio y con letra legible.

«Espero que sepáis escribir decentemente. De lo contrario tendréis que aprender con el escribiente». Ellos pensaban que sí, que sabían, estaban seguros; harían todo lo que pudieran. Pero Jack no parecía convencido y quería que se sentaran sobre aquella taquilla y tomaran pluma y papel y le pasaran aquel libro que sería de provecho que él les leyera.

Stephen hizo una pausa para analizar el caso del paciente que estaba junto a él, con el pulso muy débil. Y en medio de la quietud de la enfermería pudo oír la voz de Jack, grave y profunda, con cierta afectación, que llegaba con el aire fresco por la manguera de ventilación. El alcázar de un barco de guerra podía considerarse, con razón, una escuela nacional que instruía a gran número de jóvenes; allí aprendían a tener disciplina y los pequeños detalles de la Marina. Puntualidad, limpieza, diligencia y prontitud eran normalmente inculcados, y también sobriedad e incluso abnegación, cualidades que en todo momento tienen un gran valor. Aprendiendo a obedecer también aprendían a mandar.

«¡Vaya, vaya!», se dijo Stephen, y su mente volvió a ocuparse sólo de aquella pobre y consumida criatura de labio leporino que yacía en el coy junto a él, un hombre que era marinero desde hacía muy poco y que pertenecía a la guardia de estribor. «¿Qué edad tienes Cheslin?», le preguntó.

«¡Oh, no puedo decírselo, señor!», dijo Cheslin con cierta inquietud en medio de su apatía. «Calculo que debo tener unos treinta años, más o menos». Hubo una larga pausa. «Tenía quince cuando mi padre murió; y podría contar las cosechas desde entonces, si hago un esfuerzo. Pero no puedo hacer un esfuerzo, señor».

«No. Escúchame, Cheslin, te pondrás muy enfermo si no comes. Mandaré que te hagan una sopa y tendrás que tomártela.»

«Gracias, señor, de verdad, pero no hay nada que pueda comer, y dudo que ellos me dejen llevarme algo a la boca, no hay salida.»

«¿Por qué les dijiste cuál era tu ocupación?»

Cheslin permaneció sin contestar unos instantes, con sus apagados ojos desmesuradamente abiertos. «Creo que estaba borracho. Es muy fuerte ese grog que preparan. Sin embargo, nunca creí que fueran tan aprensivos. Aunque, para ser sincero, a la gente de Carborough y sus alrededores tampoco les gusta nada mencionarlo».

En ese momento llamaban a la tripulación a comer, y el rancho, aquel espacio alargado detrás del lienzo que Stephen había puesto para proteger un poco la enfermería, se llenó de marineros alborotados y hambrientos. Alborotados pero con orden; cada grupo de ocho hombres se dirigía a su sitio, aparecían mesas abatibles que caían rápidamente desde los baos, y llegaban de la cocina fuentes de madera llenas de cerdo salado (también eso indicaba que era jueves) y guisantes. El ponche, que el señor Pullings acababa de mezclar en una cuba junto al palo mayor, era traído cuidadosamente, y todo el mundo se apartaba a su paso porque no debía caerse ni una gota.

En un instante, Stephen vio abrirse ante sí un camino, y pasó por él observando caras sonrientes y miradas amables a ambos lados. Notó que algunos de los hombres cuyas espaldas había untado con aceite estaban muy contentos, sobre todo Edwards, pues siendo negro su sonrisa lucía mucho más blanca en la oscuridad; amablemente unos marineros apartaron un banco de su camino, y a un grumete le hicieron dar un brusco giro en redondo diciéndole que «no diera la espalda al doctor» y que «¿dónde demonios estaban sus modales?» Seres bondadosos; rostros amables; pero estaban matando a Cheslin.

* * *

«Tengo un caso curioso en la enfermería», le dijo a James cuando se sentaron para tomarse un vaso de oporto y así digerir mejor la tarta de higos. «Es un hombre que se está muriendo de inanición; mejor dicho, que se morirá si no logro sacarlo de su apatía».

«¿Cómo se llama?»

«Cheslin. Tiene el labio leporino.»

«Lo conozco. Es un centinela del combés, de la guardia de estribor, un inútil.»

«¿Ah, sí? Sin embargo, prestó un gran servicio a hombres y mujeres, en su momento.»

«¿De qué forma?»

«Era un come-pecados

«¡Dios santo!»

«Has derramado el oporto.»

«Me gustaría que me hablaras de él», dijo James secando el vino.

«Bueno, se trata de una costumbre muy parecida a las nuestras. Cuando alguien se moría mandaban a buscar a Cheslin; ponían sobre el pecho del muerto un trozo de pan y Cheslin se lo comía y cargaba así con los pecados de éste. Entonces a Cheslin le echaban en la mano una moneda de plata y lo sacaban a empujones de la casa, y lo ofendían y le lanzaban piedras mientras se alejaba.»

«Pensaba que sólo era un cuento, que eso no existía hoy en día», dijo James.

«No, no. Es bastante corriente, aunque no se hable de ello. No obstante, parece que los marineros lo consideran más espantoso que otras personas. Un día a Cheslin se le escapó e inmediatamente todos se volvieron contra él. Sus compañeros de rancho lo echaron de la mesa; los otros no le hablan ni le dejan comer ni dormir cerca de ellos. No tiene nada físicamente, pero se morirá dentro de una semana, más o menos, si no soy capaz de hacer algo.»

«Sería mejor atarlo a la plancha y darle cien latigazos, doctor», dijo el contador desde la cabina donde estaba haciendo las cuentas. «Cuando estuve en Guinea, en el período entre guerras, los negros que pertenecían a la tribu de los Whydaws, o Whydoos, se morían a docenas en la travesía del Atlántico sólo por la desesperación que sentían al haber sido alejados de su país y sus amigos. Salvamos muchísimos azotándolos con una fusta por las mañanas. Sin embargo, no serviría de nada proteger a ese tipo, doctor; la gente lo asfixiaría, o le retorcería el pescuezo, o terminaría tirándolo por la borda. Los marineros aguantan muchas cosas, pero a un gafe no. Lo mismo pasa con un cuervo blanco, los otros le dan picotazos hasta que lo matan. O con el albatros. Si uno coge un albatros —es fácil con una cuerda— y le pinta una cruz roja en el pecho, los otros lo despedazan en menos de lo que se echa un trago. Nos divertíamos mucho con ellos cerca del cabo de Buena Esperanza. Pero los marineros no dejarían nunca a ese tipo comer con ellos, aunque esta misión durara cincuenta años; ¿no es así, señor Dillon?»

«Nunca», dijo James. «¿Cómo diablos llegó a la Marina? Era un voluntario, no vino obligado».

«Creo que estaba cansado de ser un cuervo blanco», dijo Stephen. «Pero no dejaré de salvarle la vida a un paciente por los prejuicios de los marineros. Debemos ponerlo donde la maldad de éstos no pueda alcanzarlo y, si se recupera, será mi ayudante, así estará en un puesto aislado. Tanto más cuanto que mi actual ayudante…»

«Disculpe, señor, pero el capitán le presenta sus saludos y quisiera que viera algo sumamente interesante», gritó Babbington entrando como una flecha.

Al pasar de la oscuridad de la cámara de oficiales a la clara luminosidad de cubierta era casi imposible ver, pero Stephen pudo distinguir a estribor, a través de sus párpados entrecerrados, al más alto de los griegos Esponja, que permanecía de pie a estribor, desnudo, todavía chorreando en medio de un charco de agua, y sostenía un trozo de una placa de cobre con gran satisfacción. A su derecha estaba Jack, con las manos tras la espalda y una expresión triunfante en el rostro; a su izquierda la mayoría de los hombres de guardia, estirando la cabeza y observando con atención. El griego extendió más la mano que sujetaba la corroída placa de cobre, y mirando fijamente a Stephen le dio la vuelta con lentitud. Del otro lado había un pececillo negro que tenía detrás de la cabeza una ventosa con la que se adhería fuertemente al metal.

«¡Una rémora!», gritó Stephen expresando tanto asombro y deleite como el griego y Jack esperaban, o aún más. «¡Un cubo, por favor! Tenga cuidado con la rémora, Esponja, amigo mío. ¡Oh, qué alegría ver la auténtica rémora!»

Los griegos Esponja, como el mar estaba en calma, habían estado sumergiéndose para quitar del casco las algas que reducían la velocidad de la Sophie. Se les podía ver a través del agua transparente; se deslizaban por cuerdas que tenían en sus extremos balas de cañón envueltas en una red y aguantaban la respiración dos minutos seguidos; a veces se sumergían hasta debajo de la quilla y salían incluso por el otro lado del barco cuando ya su corazón latía débilmente. Los ojos expertos del mayor de los Esponja habían detectado al astuto enemigo escondido bajo el tablón de aparadura. La rémora era tan fuerte que había desprendido la placa, le explicaron a Stephen. Y eso no era nada. ¡Era tan fuerte que podría inmovilizar la corbeta, o casi, en un fuerte vendaval! Pero la habían cogido —era el fin de sus trastadas, la muy cerda— y la Sophie se movería como un cisne. Por un momento, Stephen estuvo tentado de hacerles razonar, de apelar a su sentido común y señalar que el pez medía nueve pulgadas y sus aletas eran pequeñísimas; pero era demasiado sensato y tenía demasiada alegría como para ceder a la tentación, así que llevó cuidadosamente el cubo a su cabina, donde conviviría con la rémora en paz.

Y puesto que se tomaba las cosas con demasiada filosofía, no se sintió molesto cuando una fuerte brisa que rizaba el mar llegó por babor poco después y la Sophie (ya liberada de la malvada rémora) escoró y estuvo navegando a siete nudos hasta el ocaso, cuando el serviola gritó: «¡Tierra a la vista! ¡Tierra por la amura de estribor!»