El diario de navegación de la Sophie tenía sus páginas pasadas en limpio con la bellísima letra redondilla de David Richards, pero por lo demás, era como cualquier otro diario de navegación de la Marina. Su estilo semiliterario, oficial e inevitablemente pesado no variaba nunca. Hablaba en el mismo tono de la apertura del barril de carne de buey número 271 y de la muerte del ayudante de médico, y en ningún momento utilizaba una prosa amena, más humanizada; no lo hizo ni siquiera cuando la corbeta capturó la primera presa.
Jueves, 28 de junio, vientos variables, SE rolando a S, rumbo S50O, distancia 63 millas. Latitud 42°32'N, longitud 4° 17'E, cabo de Creus S76°O 12 leguas. Brisas moderadas y nuboso al atardecer, a las 7 primer rizo en juanetes. Amaneció tiempo d°. Prácticas con los cañones grandes. La tripulación interviene ocasionalmente.
Viernes, 29 de junio S y rolando a E… Vientos ligeros y tiempo despejado. Prácticas con los cañones grandes. Al atardecer se reforzó el cable. Amaneció con brisa moderada y nublado, tercer rizo a la gavia mayor, envergamos otro velacho y se arriza muy compacto, a las 4 fuerte borrasca, aferrando la vela cuadra mayor, a las 8 más moderado se riza, la vela, cuadra mayor y se larga. Al mediodía calma. Fallecimiento de Henry Gouges, ayudante de médico. Maniobras con los cañones grandes.
Sábado, 30 de junio, vientos ligeros tendiendo a calma. Prácticas con los cañones grandes. Castigados Shannahan y Yates con 12 latigazos por embriaguez. Se mata un buey de 530 libras. Reserva de aguada: 3 toneles.
Domingo, 1 de julio… Se pasa revista a la tripulación por divisiones, se leen las Ordenanzas Militares, se celebra un servicio religioso y se lanza al mar el cuerpo de Henry Gouges. Al mediodía tiempo d°.
El mismo tiempo. Sin embargo, el sol se hundió entre un grupo de espesas nubes de tonalidades grises y violeta que se habían formado al oeste, y para todos los marineros estaba bien claro que el tiempo no seguiría siendo el mismo por mucho tiempo. Los marineros, tumbados por todo el castillo de proa, se peinaban su largo pelo o se lo trenzaban unos a otros, explicándoles amablemente a los campesinos que aquella marejada que venía del sureste, el calor pegajoso y extraño que provenía tanto del cielo como de la cristalina superficie del ondulante mar, y el hecho de que el sol apenas asomara por entre aquellas nubes indicaban que era inminente la disolución de todos los vínculos naturales, un cambio apocalíptico, es decir, que les esperaba una noche de perros. Los marineros disponían de mucho tiempo para bajarles la moral a sus oyentes, que ya estaban bastante abatidos por la muerte tan poco natural de Henry Gouges (que había dicho: «¡Ja, ja! ¡Compañeros, hoy cumplo cincuenta años! ¡Dios mío!» Y se había muerto sentado allí mismo, con el vaso de grog en la mano, sin haberlo probado siquiera); disponían de mucho tiempo porque era domingo por la tarde, cuando descansaban, como era habitual, en el castillo de proa, con sus coletas deshechas. Algunos de ellos tenían una melena tan larga que les llegaba a la cintura, y ahora que se habían soltado las coletas que les servían de adorno, unos con el pelo lacio porque aún estaba mojado y otros con el pelo encrespado porque ya estaba seco, su apariencia era extraña, terrible, y sus palabras eran como un presagio, como un oráculo, y aumentaban la desazón de los campesinos.
Los marineros cargaron las tintas, pero a pesar de sus esfuerzos, apenas pudieron exagerar lo que iba a ocurrir, ya que la tempestad que venía del sureste no dejó de aumentar desde las primeras ráfagas, al final de la segunda guardia de cuartillo, hasta las rugientes corrientes de viento, al final de la guardia de media, y estaba cargada de cálida lluvia, que caía torrencialmente haciendo que los hombres al timón hundieran la cabeza entre los hombros y torcieran la boca para poder respirar. Las olas eran cada vez más grandes; no tenían la altura de las olas del Atlántico, pero eran más encrespadas y aterradoras; lanzaban sus crestas hacia delante con furia, como si trataran de pasar entre las cofas de la Sophie, y eran lo suficientemente altas para detener su movimiento mientras ella intentaba capear el temporal con un treo. Esto podía hacerlo muy bien la Sophie, quizás no fuera muy rápida; quizás no tuviera aspecto de ser peligrosa ni de primera clase, pero con los mastelerillos quitados y colocados sobre cubierta, los cañones asegurados con doble retranca, las escotillas tapadas con listones —quedando sólo un pequeño espacio resguardado para acceder a la escala de popa— y teniendo a sotavento cientos de millas del inmenso mar, se mantenía al pairo, tan tranquila y tan preparada para hacer frente a la tempestad como un pato de flojel. Además, era una embarcación estanca, pensó Jack mientras la Sophie subía por la pendiente de una rugiente ola, pasaba por su cresta apoyando tan sólo la proa y bajaba hasta la gran oquedad que aquella formaba. Jack rodeaba un brandal con su brazo y vestía chaqueta de lona alquitranada y calzones de percal. Su cabello rubio, que llevaba largo y suelto en honor a lord Nelson, se le retiraba hacia atrás en la cresta de las olas y volvía a caer sobre sus hombros en las oquedades, como un anemómetro natural, mientras él observaba la regular sucesión de las olas, como en un ensueño, a la pálida luz de la luna. Muy satisfecho constataba que su valoración de las cualidades de la Sophie como embarcación no sólo se confirmaba, sino que era incluso superada. «Es notablemente estanca», le dijo a Stephen, a quien habían atado a un puntal detrás de él, pues había subido a cubierta prefiriendo morir al aire libre, y permanecía mudo, empapado y horrorizado.
«¿Cómo dice?»
«Que la Sophie es notablemente estanca.»
Stephen se impacientó y lo miró ceñudo; ese no era momento de frivolidades.
Pero el sol, al salir, hizo desaparecer el viento, y a las siete y media de la mañana siguiente, todo lo que quedaba de la tormenta era la marejada y una hilera de nubes bajas sobre el lejano golfo de León, al noreste. El cielo estaba clarísimo y la atmósfera se había purificado de tal forma que Stephen pudo distinguir el color de las patas de un petrel que pasó sobre la estela de la Sophie, a unas veinte yardas de distancia. «Recuerdo aquel suceso de extremo y espantoso terror», dijo, sin perder de vista al pajarillo, «pero no conozco la naturaleza profunda de aquella emoción».
El timonel y el oficial de derrota que gobernaba la corbeta intercambiaron una mirada de asombro.
«Es parecida a la que siente una mujer en el parto», prosiguió Stephen elevando un poco la voz y dirigiéndose al coronamiento para no perder de vista el petrel. El timonel y el oficial de derrota apartaron la vista rápidamente uno del otro pensando en que alguien podría oírlo y eso era terrible. El médico de la Sophie, el trepanador del cráneo del condestable (a plena luz del día y en la cubierta principal con toda la tripulación extasiada) —a quien todos llamaban ahora Lázaro Day— era muy apreciado, pero era imposible saber hasta qué punto podría ser impropio su lenguaje.
«Recuerdo un ejemplo…»
«¡Barco a la vista!», exclamó el serviola, para alivio de todos los que estaban en el alcázar de la Sophie.
«¿Por dónde?»
«Por sotavento. A dos grados, tres grados de través. Un falucho. Está en apuros y con las escotas tremolando.»
La Sophie viró, y quienes estaban en cubierta enseguida pudieron ver cómo el lejano falucho subía y bajaba con el fuerte oleaje. Éste no hizo ningún intento de escapar, ni de cambiar el rumbo, ni de fachear, sino que permaneció con los jirones de sus velas ondeando debido a las ráfagas irregulares del viento ya mortecino. Tampoco respondió con ninguna bandera, ni de otra forma, a la llamada de la Sophie. No había nadie al timón, y cuando la corbeta estuvo más cerca, los que tenían catalejo vieron la barra moviéndose de un lado a otro con las guiñadas del falucho.
«En la cubierta hay un cadáver», dijo Babbington contento por haberlo distinguido.
«Será difícil bajar un bote al agua en estas condiciones», dijo Jack como para sí. «Williams, nos abordaremos con el falucho. Señor Watts, prepare a algunos hombres para que lo sujeten. ¿Y usted qué opina de él, señor Marshall?»
«Bueno, señor, me parece que es de Tánger o quizás de Tetuán, del extremo oeste de la costa, en todo caso…»
«Ese hombre que está en el orificio cuadrado murió de peste», dijo Stephen Maturin mientras cerraba el telescopio.
Un silencio siguió a esta afirmación, y pudo escucharse el viento al pasar entre los obenques de barlovento. La distancia entre los barcos cada vez era más corta, y ahora todos podían ver un cuerpo inanimado medio metido en la escotilla de popa, con dos o más debajo de él, y otro casi desnudo entre la maraña del engranaje del timón.
«¡Manténgala así!», dijo Jack. «Doctor, ¿está usted bien seguro de lo que ha dicho? Coja mi catalejo».
Stephen miró a través de éste por unos instantes y se lo devolvió. «No hay ninguna duda», dijo. «Prepararé mis cosas para subir a bordo; podría haber supervivientes».
La corbeta estaba casi tocando el falucho ahora. En el pasamanos de éste, una jineta domesticada —un animal que llevaban frecuentemente las naves berberiscas para cazar ratas— estaba en el pasamanos mirando ansiosamente y a punto de saltar. Un sueco viejo llamado Volgardson, un hombre amabilísimo, le lanzó un lampazo y le hizo perder el equilibrio, y los hombres alineados en el costado la abucheaban y chillaban para ahuyentarla.
«Señor Dillon», dijo Jack. «Daremos una bordada a estribor».
Súbitamente la Sophie cobró vida, con las llamadas estridentes del contramaestre, las carreras de los tripulantes hacia sus puestos, y el alboroto general. Y en medio del jaleo Stephen gritó: «¡Insisto en que se mande un bote! ¡Protesto…!»
Jack lo cogió por el codo y, con un gesto algo brusco pero afectuoso, lo llevó hasta la cabina. «Apreciado amigo», le dijo. «Lo siento, pero usted no debe insistir ni protestar, pues sería rebelión, ¿sabe usted?, y lo colgarían por ello. Si usted sube al falucho, aunque no nos contagie la enfermedad, tendríamos que navegar con bandera amarilla hasta Mahón, y usted sabe lo que eso significa. Significa, ni más ni menos, pasar cuarenta condenados días en la isla de la cuarentena y recibir un disparo si uno intenta saltar la empalizada. Además, tanto si usted trae a bordo la enfermedad como si no, la mitad de la tripulación se moriría de miedo».
«¿Tiene la intención de abandonar a ese barco sin ofrecerle ningún tipo de ayuda?»
«Sí, señor.»
«Bien, entonces esto es enteramente responsabilidad suya.»
«Por supuesto.»
En el diario de navegación apenas quedó constancia del incidente; de todas formas era difícil encontrar el lenguaje oficial adecuado para expresar que el médico de la Sophie había amenazado con el puño al capitán de la propia Sophie. Y respecto a lo ocurrido con el falucho, se limitaron a escribir en él la falsedad nos comunicamos con el falucho y a continuación y a las 11 menos cuarto viramos, pues estaban deseosos de anotar el acontecimiento más feliz que hubiera figurado en él durante años (el capitán Allen había sido poco afortunado mientras había estado al mando de la Sophie, pues no sólo su tarea había sido casi siempre escoltar convoyes, sino que cada vez que iniciaba un crucero parecía que el mar se hubiera quedado vacío antes de pasar él, porque nunca pudo coger ni una sola presa)…
Al atardecer moderado y claro, se suben los mastelerillos, se abre el barril de cerdo número 113, parcialmente podrido. A las 7 se avistó una vela, desconocida al oeste, nos preparamos para la persecución.
Al oeste significaba, en esta situación, casi exactamente a sotavento de la Sophie, y prepararse significaba desplegar casi todas las velas que llevaba, incluso las rastreras, las alas de las juanetes y las gavias, las sobrejuanetes, naturalmente, y las bonetas, ya que habían comprobado que la presa era una polacra de considerable tamaño, con velas latinas en el palo trinquete y el palo de mesana y velas cuadras en el palo mayor, y por tanto debía de ser francesa o española; si podían capturarla sería sin duda un buen botín. Lo mismo debían de pensar los tripulantes de la polacra, sin duda, porque ésta, cuando ambas embarcaciones se habían avistado, se encontraba al pairo, aparentemente reparando el palo mayor dañado por la tormenta, pero cuando la Sophie apenas había acabado de atar las empuñaduras de las juanetes, la polacra ya se había colocado a favor del viento y huía llevando desplegadas todas las velas que había podido largar en tan poco tiempo. Era una polacra muy suspicaz, y no se había dejado sorprender.
La Sophie, teniendo tantísimos tripulantes adiestrados en largar velas hábilmente, navegó al doble de la velocidad de la polacra durante el primer cuarto de hora, pero tan pronto la presa desplegó todo el velamen posible, sus velocidades fueron muy semejantes. A pesar de todo, con el viento a dos grados por la aleta y la gran vela cuadra mayor en la mejor posición, la Sophie seguía siendo la más rápida. Y cuando ambas alcanzaron la velocidad máxima, la Sophie navegaba a más de siete nudos y la polacra tan sólo a seis. Pero aún las separaban cuatro millas y únicamente faltaban tres horas para que estuviera oscuro como boca de lobo, y además la luna no saldría hasta las dos y media. Tenían la esperanza, la razonable esperanza, de que a aquella velocidad se rompiera algo en la jarcia de la presa, que ya había pasado una noche muy dura; por esa razón muchos catalejos la observaban desde el castillo de proa de la Sophie.
Jack permanecía junto al guardabauprés de estribor, deseando con todas sus fuerzas que la corbeta adelantara y pensando que daría su brazo derecho por un eficaz cañón de proa; y no le parecía un precio excesivamente alto a pagar. Miró hacia atrás para ver lo hinchadas que estaban las velas y luego fijó la mirada en las olas de proa, que subían y después se deslizaban suavemente por el oscuro costado. Le parecía que la extremada presión de las velas de popa, al estar orientadas de aquella forma, provocaba que el pie de la roda bajara demasiado; también le parecía que aquella presión dificultaba el avance de la corbeta, y por eso ordenó cargar la sobrejuanete del mayor. Pocas veces había dado una orden que hubiera sido obedecida con más desgana, pero la corredera demostró que él tenía razón: la Sophie, con el impulso del viento en la parte delantera, era más ágil y un poco más rápida.
El sol se puso por la amura de estribor, el viento comenzó a rolar al norte, con fuertes ráfagas, y desde detrás de ellos la oscuridad fue cubriendo el firmamento. Todavía iban casi una milla por detrás de la polacra, que mantenía su rumbo hacia el oeste. Cuando el viento llegaba de través, izaron las trinquetillas y la vela de cuchillo del mayor. Jack levantó la vista hacia la sobrejuanete de proa y dio orden de orientarla con mayor precisión. Pudo ver toda la maniobra claramente, pero al mirar de nuevo a la cubierta, ya ésta se encontraba envuelta en penumbra.
Ahora con las alas desplegadas, la presa podía verse desde el alcázar. Parecía un fantasma, una blanquecina mancha que aparecía de vez en cuando en medio de las altas olas. Jack, desde su puesto en el alcázar, la observaba con el catalejo de noche a través de la oscuridad, cada vez más profunda, y daba de vez en cuando una orden en un tono bajo, confidencial.
La noche se hacía más y más oscura. Y ya no estaba la presa. De repente ya no estaba. En el cuadrante del horizonte donde se veía balancearse la borrosa mancha blanquecina que tanto los atraía, ahora sólo estaba el mar agitado y desierto, y Régulo comenzando a asomar.
«¡Serviola!», gritó. «¿Puede verla?»
Una gran pausa. «No, señor. No está».
Así era ni más ni menos. ¿Qué harían ahora? Necesitaba pensar. Necesitaba pensar allí, en la cubierta, donde tenía un contacto más directo con los acontecimientos, con el viento inestable dándole en el rostro, la bitácora al alcance de la mano y sin la más mínima interrupción. Esto último era posible gracias a las convenciones y la disciplina de la Marina. Jack disfrutaba de la inviolabilidad propia de un capitán (tan absurda a veces, tan tentadora para caer en la ridícula pompa) y podía pensar libremente. Mientras pensaba se fijó en que Dillon alejaba de allí a Stephen rápidamente, pero su mente continuó buscando incansable la solución del problema. La polacra o bien había cambiado el rumbo o lo haría muy pronto, y la cuestión era saber adonde la llevaría este nuevo rumbo al amanecer. La respuesta dependía de varios factores: si eran franceses o españoles, si regresaban a su país o se alejaban de él, si eran astutos o tontos y, sobre todo, de las cualidades de la polacra para la navegación. Él tenía una noción muy clara de estos factores, pues había seguido todos los movimientos de la nave con la máxima atención durante las últimas horas, de modo que estructurando su razonamiento (si un proceso puramente instintivo podía llamarse de esa forma) sobre los datos constatados y una correcta estimación de los demás, llegó a una conclusión. La polacra había virado, posiblemente se había detenido y estaba por allí sin velas en los mástiles para no ser descubierta, mientras la Sophie pasaba por su lado en la oscuridad, en dirección norte. Pero tanto si era así como si no, pronto se haría a la vela y navegaría de ceñida hacia Agde o Séte, cruzando la estela de la Sophie y confiando en la capacidad de arrumbamiento de sus velas latinas para poder huir hacia barlovento y así ponerse a salvo antes del amanecer. Si esto era cierto, la Sophie debería virar de bordo enseguida y dirigirse a barlovento con pocas velas. Y así, al rayar la luz del día, tendría a la polacra a sotavento, pues era probable que su capitán confiara solamente en los palos trinquete y de mesana, ya que ni siquiera durante la persecución había utilizado el dañado palo mayor.
Jack entró en la cabina del segundo oficial, y entrecerrando sus ojos deslumbrados comprobó la posición de la Sophie, la confrontó con el cálculo de Dillon y se dirigió a cubierta para dar órdenes.
«Señor Watt», dijo, «voy a virar y quiero que toda la operación se haga en absoluto silencio. Nada de órdenes en voz alta, ni sobresaltos, ni gritos».
«No habrá órdenes en voz alta, señor», dijo el contramaestre. Y se fue corriendo y susurrando con su voz ronca: «¡Todos a virar!», lo que resultaba muy raro al oído.
La orden y la forma de darla tuvieron un efecto curiosamente poderoso. Con tanta certeza como si se tratara de una expresa revelación, Jack supo que los hombres estaban incondicionalmente con él, pero enseguida una voz interna le dijo que sería mejor que tuviera razón, de lo contrario nunca más podría disfrutar de esa ilimitada confianza.
«Muy bien, Assou», le dijo al marinero hindú que llevaba el timón, y la Sophie orzó con suavidad.
«¡Timón a sotavento!», dijo. Ahora era un susurro lo que generalmente era un grito que se oía en los confines del horizonte. Y luego, «¡largar amuras y escotas!». Oyó correr a los hombres descalzos y las escotas de la trinquetilla chirriar en los estayes: esperó y esperó hasta que el viento estaba a un grado por la amura de barlovento, y luego dijo un poco más alto: «¡Halar la mayor!» Estaba en los estayes y ahora se elevaba con rapidez. Jack empezó a sentir el viento contra la otra mejilla. «¡Soltar y halar!», dijo, y los tripulantes del combés halaron las brazas de estribor como veteranos marineros del castillo de proa. Las bolinas de barlovento se tensaron y la Sophie ganó velocidad.
Ahora estaba navegando rumbo estenoreste, de ceñida, con las gavias rizadas. Jack bajó de cubierta. No quería que se viera ninguna luz por las ventanas de popa, y no valía la pena preparar los faroles con ventanas, así que se dirigió a la cámara de oficiales y entró en ella agachando la cabeza. Para su sorpresa, encontró allí a Dillon (en realidad al grupo de la guardia de Dillon les tocaba ahora estar abajo, pero Jack en su lugar nunca se hubiera ido de cubierta) jugando al ajedrez con Stephen, mientras el contador les iba leyendo y comentando fragmentos del Gentleman’s Magazine (Revista del caballero).
«No se muevan señores», exclamó al ver que todos empezaban a levantarse rápidamente. «Sólo he venido a disfrutar de su compañía unos momentos».
Lo recibieron con los brazos abiertos —se apresuraron a ofrecerle vino, galletas, el último número del Boletín Oficial de la Armada— pero él se sentía un intruso. Había turbado aquel tranquilo encuentro social, había cortado en seco la crítica literaria del contador e interrumpido la partida de ajedrez tan drásticamente como lo hubiera hecho un rayo del Olimpo. Stephen comía en esa cámara —su cabina era aquella especie de armario pequeño con entarimado que estaba detrás del farol colgante— y ya parecía formar parte de aquella comunidad. Jack se sintió herido en lo más recóndito de su ser, y después de conversar un rato (le pareció un intercambio seco y forzado, excesivamente educado) regresó de nuevo a cubierta. Tan pronto lo vieron aparecer por la escotilla pálidamente iluminada, el segundo oficial y el joven Ricketts se fueron en silencio a babor, y Jack reanudó su solitario paseo desde el coronamiento hasta la vigota más cercana a popa.
Al principio de la guardia de media el cielo se encapotó. Luego cayó un chubasco casi al sonar las dos campanadas, y las gotas caían transversalmente produciendo un silbido al rozar la bitácora. La luna salió, pero apenas podía distinguirse en el firmamento su borrosa silueta inclinada hacia un lado. A Jack se le retorcía el estómago por el hambre, pero continuaba paseándose de un lado a otro, mirando mecánicamente a sotavento, hacia la inmensa oscuridad, cada vez que se daba la vuelta.
Tres campanadas. En voz baja el cabo de guardia informó que no había novedad. Cuatro campanadas. ¡Había tantas otras posibilidades, tantas otras cosas, miles de cosas que la presa podía haber hecho en vez de arribar y luego navegar de bolina hasta Séte…!
«Pero ¿qué hace? ¿Andando bajo la lluvia en mangas de camisa? Eso es una locura», dijo Stephen detrás de él.
«¡Silencio!», exclamó Mowett, en ese momento el oficial de guardia, que no lo había interceptado.
«¡Es una locura! Piense en el aire de la noche, en la humedad que hay, en la acumulación de humores. Si el deber requiere que se pasee usted en la noche, tiene que ponerse una chaqueta de lana. ¡Una chaqueta de lana, enseguida, para el capitán! ¡Yo mismo iré a cogerla!»
Cinco campanadas. Otro ligero chubasco. El relevo del timón, y en tono susurrante la indicación del rumbo repetidamente y los informes de rutina. Seis campanadas. La oscuridad comenzaba a ser menos densa al este. El encanto del silencio no parecía haberse roto; los hombres iban sigilosamente a orientar las vergas. Y un poco antes de las siete campanadas, el serviola tosió y llamó en tono de disculpa, apenas lo suficientemente alto para ser oído: «¡Cubierta! ¡Cubierta! ¡Señor! Creo que está ahí, a estribor. Creo…»
Jack se metió el catalejo en el bolsillo de la chaqueta que Stephen le había traído, subió corriendo hasta el tope, se colocó firmemente entre la jarcia y dirigió el telescopio hacia donde le señalaban con el dedo. Las tonalidades grises que anunciaban el amanecer ya comenzaban a verse a través de la lluvia y las nubes bajas y rasgadas a sotavento. Y allí, más o menos a una milla de distancia, con sus velas latinas brillando casi imperceptiblemente, había una polacra. Luego la lluvia volvió a ocultarla, pero no antes de que Jack se diera cuenta de que era, en efecto, su presa, y de que había perdido el mastelero mayor al doblar el cabo.
«Anderssen, es usted realmente excelente», dijo dándole una palmada en el hombro.
A la muda interrogación que le hacían Mowett y todos los hombres de guardia en cubierta, él respondió con una sonrisa que intentaba mantener dentro de unos límites discretos y las palabras: «Está justamente a sotavento. Al este, cuarta al sur. Puede iluminar la corbeta, señor Mowett, para que vean la potencia que tenemos. No quiero que ellos hagan ninguna tontería, como por ejemplo, disparar un cañón, pudiendo herir a alguno de nosotros. Avíseme cuando estemos abordados con ellos». Después de decir estas palabras, se retiró, y pidió una luz y algo caliente de beber. Y desde su cabina oía la aguda voz de Mowett, quebrada por la emoción de tener aquel prodigioso mando (con gusto habría dado su vida por Jack), mientras la Sophie, a las órdenes de éste, arribaba y desplegaba sus alas.
Jack se recostó contra la curva pared donde estaban las ventanas de popa, y a pequeños sorbos iba echando aquello que Killick llamaba café en su estómago, que se lo agradecía mucho. Al mismo tiempo que se sentía invadido por el calor del café, sentía una oleada de felicidad, una serena y dulce felicidad que cualquier otro capitán (al recordar la captura de su primera presa) podría haber percibido en el resumen que figuraba en el diario de navegación, aunque no se mencionara específicamente:
A las 10:30 viramos, a las 11 con las mayores, gavia rizada. Amaneció nublado y con lluvia. A las 4:30 observada la presa al este cuarta al sur, a media milla de distancia. Arribamos y tomamos posesión de la mencionada presa, que resultó ser la Aimable Louise, polacra francesa cargada de cereales y diversas clases de mercancía que se dirigía hacia Sète, con un arqueo aproximado de doscientas toneladas, seis cañones y diecinueve hombres. Enviada con un oficial y ocho tripulantes a Mahón.
«Permítame que le llene el vaso», dijo Jack con gran benevolencia. «Es bastante mejor que el que bebemos a diario, ¿no le parece?»
«Mejor, delicioso, y mucho más robusto, una bebida sana, reconstituyente», dijo Stephen Maturin. «Es un excelente priorato. Del Priorato, una zona cercana a Tarragona».
«Sí que lo es. Realmente extraordinario. Pero, volviendo al botín, la principal razón por la que estoy contento es que éste sirve, digamos, de cebo para la tripulación y a mí me da más margen de maniobra. Tenemos un agente de botines extraordinario —me está muy agradecido— y estoy seguro de que nos adelantará cien guineas. Repartiré sesenta o setenta entre la tripulación y con el resto compraré pólvora. No puede haber nada mejor para esos hombres que armar un poco de jaleo en tierra, y para ello deben disponer de dinero.»
«¿Y no escaparán? A menudo ha hablado usted de deserción considerándola un mal terrible.»
«Cuando les queda por cobrar dinero del botín y tienen casi la seguridad de que obtendrán más, no desertan. Y en todo caso, no en Mahón. Además, volverán a hacer prácticas con los cañones grandes con mejor estado de ánimo ¿sabe?, pues no creerá usted que no sé que han estado refunfuñando; en verdad los he hecho trabajar muy duro. Pero ahora pensarán que ha sido por una buena razón… Si puedo conseguir pólvora (no me atrevo a gastar toda la asignada) haremos que compitan, por un premio considerable, la batería de babor con la de estribor y una guardia con la otra; y tanto si los mueve el deseo del premio como el amor propio, no pierdo la esperanza de hacer que nuestra artillería sea al menos tan peligrosa para los demás como lo es para nosotros. Y luego —¡Dios mío, qué sueño tengo!— podremos emprender el crucero. Tengo un plan para las noches, nos quedaremos cerca de la costa… pero, en primer lugar, quiero explicarle cómo vamos a dividir el tiempo. Una semana en los alrededores de Cabo Creus, luego de vuelta a Mahón para reponer provisiones y agua, sobre todo agua. Después estar en las proximidades de Barcelona, y seguir bordeando la costa… bordeando la costa…» Dio un gran bostezo; dos noches sin dormir y medio litro del priorato de la Aimable Louise le provocaban una cálida, suave y deliciosa somnolencia que no podía resistir. «¿Por dónde iba? ¡Ah, sí, Barcelona! Luego los alrededores de Tarragona, Valencia… Valencia… desde luego, la aguada es el problema principal». Se quedó pensativo, y allí sentado cómodamente, parpadeando por la luz, oía la distante voz de Stephen hablándole de la costa española, contándole lo bien que la conocía hasta Denia, que le podía enseñar restos muy interesantes de la ocupación fenicia, griega, romana, visigótica y árabe, que existían dos clases de garcetas en las marismas cercanas a Valencia, que los valencianos hablaban un extraño dialecto y tenían un carácter terrible, que era muy probable encontrar flamencos allí…
* * *
La adversidad de la Aimable Louise había alterado el transporte en todo el Mediterráneo occidental, alejándolo de las rutas trazadas; pero aún no habían pasado dos horas de haber mandado la primera presa de la Sophie hacia Mahón, su primera presa de importancia, cuando fueron avistados dos barcos más. Uno era una barcalonga que navegaba hacia el oeste y el otro, por el norte, era un bergantín que parecía dirigirse directamente hacia el sur. El bergantín era la opción obvia y la Sophie fijó el rumbo para interrumpir su ruta, sin dejar de mantenerlo estrechamente vigilado. Éste navegaba plácidamente con las mayores y las gavias, mientras la Sophie izaba las sobrejuanetes y las juanetes y viraba a babor, con el viento a favor, y escorando de tal forma que las mesas de guarnición de sotavento quedaban bajo el agua. Y a medida que las rutas de ambos se hacían convergentes, los tripulantes de la Sophie comprobaban asombrados que el desconocido era extraordinariamente parecido a su propio barco, incluso en la exagerada inclinación del bauprés.
«Ese es un bergantín, sin duda», dijo Stephen, de pie junto al pasamanos y muy cerca de Pullings, un corpulento, tímido y silencioso suboficial.
«Sí señor, sí que lo es; y mucho más parecido a nosotros de lo que alguien pudiera creer sin haberlo visto. ¿Le gustaría mirar con mi catalejo, señor?», le preguntó limpiándolo con su pañuelo.
«Gracias. Un catalejo excelente, permite ver muy claro. Pero voy a permitirme contradecirlo. Este barco, este bergantín, es de un horrible color amarillo, mientras que el nuestro es de color negro con una franja blanca.»
«¡Oh! Sólo es una cuestión de pintura, señor. Fíjese en su alcázar, con ese anticuado saltillo de popa, igual que el nuestro; no se ven muchos de ese tipo, ni siquiera en estas aguas. Fíjese en la inclinación del bauprés. Y seguramente tiene un arqueo igual al nuestro, unas diez toneladas o menos. Deben de haber salido del mismo astillero. Pero lleva tres bandas de rizos en sus gavias de proa, lo cual quiere decir que es un mercante y no un navío de guerra como el nuestro.»
«¿Vamos a capturarlo?»
«Sería demasiado bueno para ser cierto, señor, pero tal vez lo consigamos.»
«La bandera española, señor Babbington», dijo Jack. Y al volverse, Stephen vio la bandera roja y amarilla ondeando en la punta del mástil.
«¡Estamos navegando bajo bandera falsa!», susurró Stephen. «Pero… ¡eso es atroz!»
«¿Cómo?»
«¡Es perverso, moralmente indefendible!»
«Bueno, señor, en el mar siempre hacemos esto. Pero en el último minuto enseñaremos la nuestra, puede estar seguro, antes incluso de disparar un cañón. Eso es lo justo. Mire al bergantín, está izando una bandera danesa, y seguro que es tan danés como mi abuela.»
Pero los acontecimientos demostraron que Pullings estaba equivocado. «El patache danés Clomer, señor», dijo su capitán, un viejo borrachín danés, pálido y con los ojos enrojecidos, que le mostraba a Jack sus documentos en la cabina. «Capitán Ole Bugge. Pieles y cera de abejas de Drípoli a Parcelona».
«Bien, capitán», dijo Jack mirando detenidamente los documentos —absolutamente legítimos—, «espero que me perdone por molestarlo. Tenemos que hacerlo así, como usted sabe. Permítame ofrecerle un vaso de priorato; me han dicho que es muy bueno».
«Es más que bueno, señor», dijo el danés. «Capitán ¿me permite pedirle que me diga, por favor, cómo determina su posición?»
«Capitán, ha venido al mejor lugar para preguntar por la posición. Tenemos a bordo el mejor navegante del Mediterráneo. ¡Killick, avise al señor Marshall! Señor Marshall, el capitán ¿B…?, el caballero desea saber cómo determinamos nuestra posición.»
En cubierta, los tripulantes del Clomer y los de la Sophie observaban recíprocamente sus barcos con profunda satisfacción, como si se miraran en un espejo. Al principio, los tripulantes de la Sophie veían aquel parecido como una impertinencia por parte de los daneses, pero cambiaron de opinión cuando el guardián y su propio compañero Anderssen llamaron por la borda a sus paisanos y les hablaron en lengua extranjera con suma facilidad, ante la admiración de todos ellos, que permanecieron como silenciosos espectadores.
Jack acompañó al capitán Bugge hasta el costado del barco con gran amabilidad. Una caja de priorato fue depositada en el bote danés. Y después, inclinándose sobre el pasamanos, Jack le dijo al capitán: «Se lo haré saber la próxima vez que nos veamos».
Tan pronto el capitán del Clomer llegó a su barco, las vergas de la Sophie, con un crujido, cambiaron de orientación para conducirla, lo más ceñida posible, a su nuevo rumbo, nordeste cuarta al norte. «Señor Watt», dijo Jack mirándolo fijamente, «tan pronto dispongamos de un momento, hay que poner jaretas cruzadas a proa y a popa; no estamos navegando tan ceñidos como yo quisiera».
«¿Qué están planeando?», se preguntaban los tripulantes cuando todas las velas estuvieron izadas y muy hinchadas, y todo en cubierta adujado, para satisfacción del señor Dillon. Poco después se supo la noticia, que había pasado del despensero de la cámara de oficiales al ayudante del contador, hasta llegar al último de la cadena, que la contó en la cocina, y de allí se extendió al resto del barco. La noticia no era otra que el danés, por simpatía hacia la Sophie por su parecido con su propio barco y agradecido por el comportamiento cortés de Jack, había informado a éste de que no muy lejos hacia el norte había una corbeta francesa muy cargada, con parches en la vela mayor, dirigiéndose hacia Agde.
* * *
La Sophie, dando bordadas, navegaba contra el viento que refrescaba paulatinamente. Y al hacer la quinta bordada, pudo verse un punto blanco al nornoreste, demasiado distante y demasiado fijo para ser una lejana gaviota. Seguramente era la corbeta francesa; y media hora después ya no había duda de ello, gracias a la descripción que el danés había dado de su jarcia. Sin embargo, se comportaba de una forma tan rara que fue imposible la total seguridad hasta que estuvo allí, cabeceando, con los cañones de la Sophie apuntándola, y los botes comenzaron a cruzar el mar trasladando a los sombríos prisioneros. En primer lugar, la corbeta francesa no tenía ningún vigía aparentemente, y no se dio cuenta de la presencia de sus perseguidores hasta que se encontraban poco más o menos a una milla; y aun entonces se mostró indecisa, vacilante, confió en la garantía de la bandera tricolor y luego la rechazó, huyendo con excesiva lentitud y demasiado tarde, y diez minutos después lanzó una ráfaga de señales de rendición que se hicieron más vehementes al primer disparo de advertencia.
La razón de aquel comportamiento fue suficientemente clara para James Dillon tan pronto la abordó para tomar posesión de ella. La Citoyen Durand iba cargada de pólvora; llevaba tanta que no cabía en la bodega y hasta en la cubierta había barriles tapados con lona alquitranada. Además, su joven capitán llevaba a su mujer a bordo. Ella esperaba un hijo, su primer hijo, y la espantosa noche, la persecución y el temor a la explosión le habían provocado el parto. James era tan valiente como el que más, pero se sintió aterrorizado por aquellos constantes gemidos que salían de detrás del mamparo de la cabina y los horribles gritos roncos y penetrantes, parecidos a los de un animal, que a veces se escuchaban entre los gemidos. Observó al marido, con la cara pálida y bañada de lágrimas y la mirada ausente, tan aterrorizado como él.
Dejando a Babbington solo al mando, regresó apresuradamente a la Sophie, donde explicó cuál era la situación. Cuando Jack oyó la palabra pólvora, su rostro se iluminó, pero cuando oyó la palabra niño, su expresión reflejó un gran desconcierto.
«Me temo que la pobre mujer se está muriendo», dijo James.
«Bueno, el caso es que no sé…», dijo Jack titubeando. Y ahora que podía identificar aquel remoto y espantoso sonido lo oía con bastante más claridad. «¡Dígale al doctor que venga!», le dijo a un infante de marina.
Ahora que la excitación de la persecución ya había pasado, Stephen estaba en su lugar de costumbre, junto a la bomba de tronco de olmo, mirando a través de ésta las soleadas capas de la superficie del Mediterráneo. Al oír que había una mujer dando a luz a bordo de la presa, dijo: «¿Ah sí? Ya me parecía que ese sonido no me era desconocido», e hizo ademán de volver al sitio donde estaba.
«¿No podría usted hacer algo?», dijo Jack.
«Estoy seguro de que la pobre mujer se está muriendo», dijo James.
Stephen los miró con una rara e inexpresiva mirada, y dijo: «Iré al otro barco». Bajó y Jack dijo: «Bien, está en buenas manos, gracias a Dios. ¿Y dice usted que toda la mercancía que va en cubierta también es pólvora?»
«Sí señor. Es una locura.»
«¡Señor Day! ¡Venga aquí, señor Day! ¿Conoce usted las marcas francesas, señor Day?»
«Desde luego que sí, señor. Se parecen mucho a las nuestras, sólo que el mejor grano para cilindro grande tiene un anillo blanco alrededor del rojo; y todo está repartido en barriles de treinta y cinco libras.»
«¿Para cuántos barriles tiene espacio, señor Day?»
El condestable meditó. «Apretando la andana del fondo, podría almacenar treinta y cinco o treinta y seis, señor».
«¡Adelante, entonces, señor Day! Hay muchas cosas dañadas a bordo de esa corbeta —puedo verlo desde aquí— que tendremos que sacar para prevenir daños mayores. Lo mejor será que suba a bordo de ella y seleccione lo mejor. Y tampoco nos viene mal su lancha. Señor Dillon, no podemos confiar este arsenal flotante a un guardiamarina, así que tendrá que llevárselo usted a Mahón tan pronto hayamos trasladado la pólvora. Elija los hombres que le parezcan adecuados y envíe al doctor Maturin de regreso con la lancha francesa, que nos vendrá muy bien porque necesitamos una. ¡Dios mío, qué grito tan horrible! Lamento mucho dejar todo esto a su cargo, Dillon, pero ya sabe usted cómo son estas cosas.»
«Por supuesto, señor. Supongo que tengo que llevarme al capitán francés conmigo. Sería inhumano sacarlo de la corbeta.»
«¡Oh! Desde luego, desde luego. ¡Pobre hombre! ¡En menudo berenjenal se ha metido!»
Los pequeños barriles con su mortífera carga llegaron a la Sophie cruzando el mar, fueron subidos a ella y luego desaparecieron en su vientre; y lo mismo ocurrió con media docena de melancólicos franceses con sus bolsas y sus cofres. Sin embargo, no había aquella atmósfera festiva habitual; los tripulantes de la Sophie, incluso los padres de familia, se sentían culpables, preocupados, inquietos. Los espantosos chillidos no cesaban de repetirse una y otra vez. Y cuando Stephen se acercó al pasamanos para gritar que debía permanecer a bordo, Jack hizo en la oscuridad una inclinación de cabeza consintiendo aquella ausencia justificada.
* * *
La Citoyen Durand navegaba suavemente hacia Menorca en la oscuridad, empujada por una brisa constante. Ahora que habían cesado los gritos, Dillon colocó a un hombre de confianza al timón, visitó la guardia de la cocina y bajó a la cabina. Stephen se estaba lavando, y el marido, consternado y destrozado, aguantaba la toalla con sus manos temblorosas.
«Espero…», dijo James.
«¡Oh, sí!», dijo Stephen interrumpiéndolo deliberadamente y volviéndose para mirarlo. «Ha sido un parto perfectamente normal, tal vez un poco lento, pero nada extraordinario. Amigo mío», le dijo al capitán, «sería mejor echar estos cubos por el costado. Y ahora le recomiendo que se tumbe un rato. Monsieur tiene un hijo», añadió.
«Mi más sincera felicitación, señor», dijo James. «Y mis mejores deseos por la pronta recuperación de Madame».
«Muchas gracias, señor, gracias», dijo el capitán, de nuevo con los ojos llenos de lágrimas. «Les ruego que tomen algo. Y pónganse cómodos, como si estuvieran en su casa».
Eso fue lo que hicieron. Se sentaron cómodamente en sendas sillas y comieron de la montaña de pasteles preparada para celebrar el bautizo del impaciente niño, en Agde, la siguiente semana. Se sentían muy a gusto. Y al otro lado del mamparo la pobre mujer dormía al fin, mientras su marido le cogía la mano y su sonrosado hijo respiraba profundamente junto a su pecho. Allí abajo había tranquilidad, mucha tranquilidad y paz; y en cubierta también estaba todo tranquilo, con el viento estable que hacía navegar la corbeta a seis nudos, y la potencia rigurosamente precisa de un navío de guerra reducida como lo requería la ocasión. Había tranquilidad en la noche, y navegaban en aquella caja poco iluminada, mecidos por las suaves olas. Después de permanecer un tiempo en aquel silencio y con aquel rítmico balanceo, lento e ininterrumpido, podrían tener la sensación de estar en cualquier lugar de la tierra, solos en el mundo, en otro mundo completamente diferente. El pensamiento de ellos estaba muy lejos, y al menos a Stephen ya no le parecía que venía ni iba a ningún lugar, y era apenas consciente de estar en movimiento y menos aún del presente inmediato.
«Hasta ahora», dijo en voz baja, «no habíamos tenido la oportunidad de hablar. Esperaba impaciente este momento, y ahora que ha llegado siento que en realidad hay poco que decir».
«Tal vez no haya absolutamente nada que decir», dijo James. «Creo que nos entendemos a la perfección».
Esto era cierto; era cierto por lo que se refería al fondo de la cuestión. Sin embargo, hablaron de otras cosas durante las horas que permanecieron refugiados en aquella intimidad.
«Creo que la última vez que nos vimos fue en casa del doctor Emmet», dijo James después de una larga y reflexiva pausa.
«No, fue en Rathfarnham, con Edward Fitzgerald. Yo salía de la glorieta cuando Kenmare y tú entrabais.»
«¿Rathfarnham? Sí, sí, claro. Ahora recuerdo. Fue justo después de la reunión del comité. Recuerdo… Eras íntimo amigo de lord Edward, según creo.»
«Teníamos una estrecha relación en España. En Irlanda, fuimos distanciándonos con el paso del tiempo; él tenía amigos que ni me gustaban, ni se podía confiar en ellos, y siempre me consideró moderado, demasiado moderado. Aunque Dios sabe que en aquel tiempo yo era un ardiente defensor de toda la humanidad, y un fiel seguidor del republicanismo. ¿Recuerdas la prueba?»
«¿Cuál de ellas?»
«La que empieza ¿Es usted justo y recto?»
«Lo soy.»
«¿Cómo?»
«Recto como un junco.»
«Continúe, pues.»
«En la verdad, la confianza, la unidad y la libertad.»
«¿Qué lleva en su mano?»
«Una rama verde.»
«¿Dónde creció?»
«En América.»
«¿Dónde ha florecido?»
«En Francia.»
«¿Dónde va usted a plantarla?»
«No sé más. Olvidé lo que sigue. No fue ésta la prueba que me hicieron ¿sabes? Pasé otra muy distinta.»
«Seguro que no fue ésta. Sin embargo, fue la que me hicieron a mí. La palabra libertad en aquel tiempo estaba cargada de significado para mí. Pero aún entonces era escéptico respecto a la unidad, porque nuestra sociedad estaba formada por miembros muy diversos: sacerdotes, deístas, ateos y presbiterianos, y además republicanos visionarios, utopistas y hombres a quienes simplemente no les gustan los Beresford[19]. Tú y tus amigos defendían principalmente la emancipación, según recuerdo.»
«Emancipación y reforma. Por lo menos yo no pensaba en una república; ni tampoco mis amigos del comité, naturalmente. En la situación actual de Irlanda, convertirse en una república sería tan sólo un poco mejor que ser una democracia. Por su carácter, el país es totalmente contrario a una república. ¡Una república católica! ¡Qué absurdo!»
«¿Es de brandy la botella que está en esa caja?»
«Sí.»
«Por cierto, la respuesta a la última parte de la prueba era En la Corona de Gran Bretaña. Los vasos están detrás de ti. Sé que fue en Rathfarnham», prosiguió Stephen, «porque pasé toda la tarde intentando convencerlo de que no llevara adelante su descabellado plan para el levantamiento. Le dije que era contrario a la violencia —siempre lo había sido— y que aunque no lo fuera, me retiraría si persistía en llevar adelante aquel plan insensato y visionario que sería su propia ruina y también la ruina de Pamela, la de su causa y la de Dios sabe cuántos hombres valientes y devotos. Me miró con expresión amable y preocupada a la vez, como si yo le diera pena, y me dijo que tenía que encontrarse contigo y Kenmare. No me había entendido en absoluto.»
«¿Tienes noticias de lady Edward, de Pamela?»
«Sólo sé que se encuentra en Hamburgo y que su familia cuida de ella.»
«Es la mujer más bella que he conocido, y la más agradable. Y no hay ninguna tan valiente.»
«Sí», pensó Stephen, y fijó su mirada en el brandy. «Aquella tarde derroché más energía que nunca en mi vida. Por entonces ya no me gustaba ninguna teoría para gobernar ni ninguna causa en el mundo; no hubiera movido ni un solo dedo por la independencia de ninguna nación, ni real ni imaginaria. Y sin embargo, tenía que argumentar con vehemencia, como si sintiera el mismo entusiasmo de los primeros días de la revolución, cuando todos nosotros rebosábamos de bondad y amor».
«¿Y por qué? ¿Por qué tenías que hablar de esa forma?»
«Porque tenía que convencerlo de que su plan era una terrible locura, pues ya lo conocían en el Castle, y de que estaba rodeado de traidores y espías. Nunca antes había hecho una argumentación tan lógica y convincente, mejor de lo que esperaba hacerla, pero él no me seguía. Estaba distraído. "Mira", dijo, "hay un petirrojo en aquel tejo junto al sendero". Lo único que veía es que yo me oponía a su plan, así que no me prestó atención aun siendo capaz de seguirme y entenderme; aunque que tal vez no lo fuera. ¡Pobre Edward! Recto como un junco; y sin embargo, muchos de los hombres que lo rodeaban eran deshonestos, tanto como pueden llegar a serlo los seres humanos: Reynolds, Corrigan, Davis… ¡Oh, fue una lástima!»
«¿Y tampoco moverías un solo dedo por fines moderados?»
«No. Cuando la revolución en Francia acabó en un absoluto fracaso, yo ya me sentía tan decepcionado como nadie es capaz de imaginar. Y ahora, después de lo que he visto en el 98, en las dos partes, la de los malos fuera de juicio y la de los malos crueles y brutales, me quedé tan harto de las acciones que los hombres realizan en masa y de las causas, que no daría ni un paso para reformar el Parlamento ni para evitar la unión ni para provocar que llegara el milenario[20]. A mí personalmente —ésta es sólo mi verdad— el hombre como parte de un movimiento o de una multitud me es totalmente indiferente; es inhumano. Y no me siento atado a las naciones ni a los nacionalismos. Sólo experimento sentimientos —cualesquiera que sean— hacia los hombres como individuos; mi lealtad, toda la que puedo ofrecer, sólo es hacia personas concretas.»
«¿Y no das valor al patriotismo?»
«Querido amigo, ya he acabado con la discusión. Pero sabes tan bien como yo que patriotismo es sólo una palabra. Y generalmente acaba significando o bien mi país, conrazón o sin ella, lo cual es odioso, o bien mi país siempre tiene la razón, lo cual es una imbecilidad.»
«Sin embargo, interrumpiste al capitán Aubrey el otro día, cuando tocaba Croppies lie down [21].»
«Bueno, no soy consecuente, desde luego, sobre todo cuando se trata de pequeñas cosas. ¿Quién lo es? Él no conocía el significado de la canción ¿sabes? Nunca ha estado en Irlanda, y durante el levantamiento se encontraba en el Caribe.»
«Y yo estaba en el cabo de Buena Esperanza, a Dios gracias. Creo que fue terrible.»
«¿Terrible? No puedo expresar con palabras, por mucho esfuerzo que haga, los errores, las indecisiones, la confusión, las muertes y la insensatez que provocó. No consiguió nada. Retrasó cien años la independencia, sembró odio y violencia, produjo una raza vil de delatores como el mayor Sirr. Y de paso nos convirtió en posibles víctimas de delatores chantajistas». Hizo una pausa. «Pero, por lo que se refiere a esa canción, me comporté así en parte porque me resulta desagradable oírla, y en parte porque había varios marineros irlandeses que estaban escuchando y ninguno de ellos era orangista[22], hubiera sido una lástima que sintieran odio por él, que no tenía ni la más mínima intención de insultar a nadie».
«Tú lo aprecias mucho, sin duda.»
«¿Eso crees? Sí, tal vez. No diría que es un amigo íntimo —no hace mucho tiempo que lo conozco—, pero me siento muy unido a él. Lamento que a ti no te ocurra lo mismo.»
«Yo también lo lamento. Vine con el deseo de que me fuera simpático. Había oído de él que era alocado y caprichoso, pero buen marino, y deseaba mucho que me fuera simpático. Pero en los sentimientos no se puede mandar.»
«No. Pero resulta curioso, o al menos me resulta curioso a mí, que estoy en medio de vosotros y os tengo aprecio —en realidad, más que aprecio— a los dos. ¿Hay algunas faltas en particular que tengas que reprocharle? Si aún tuviéramos dieciocho años, yo te preguntaría: "¿Qué tiene de malo Jack Aubrey?"»
«Y quizás yo respondería "todo", porque él tiene un mando y yo no», dijo James, sonriendo. «Pero ya basta, no puedo criticar a tu amigo delante de ti».
«Bueno, tiene defectos, no cabe duda. Sé que es muy ambicioso por lo que respecta a su profesión e impaciente ante cualquier traba. Me preocupaba saber qué era lo que te molestaba de él. O si simplemente has dicho non amo te, Sabidi.»
«Tal vez sí; es difícil de saber. Puede ser un compañero muy agradable, desde luego, pero a veces muestra esa enorme arrogancia y esa insensibilidad características de los ingleses… y hay algo que realmente me irrita: su ansia por conseguir botines. La disciplina y el adiestramiento en la corbeta se parecen más a las de un hambriento corsario que a las de un navío del Rey. Cuando perseguíamos a esa pobre polacra, no se permitió ni un momento de descanso en toda la noche. Cualquiera habría pensado que íbamos tras un navío de guerra, y que conseguiríamos honores al final de la persecución. Y apenas la presa capturada se había separado de la Sophie, comenzaron de nuevo las prácticas con los cañones, con las baterías de ambos costados rugiendo.»
«¿Es indigno ser un corsario? Te lo pregunto porque ignoro absolutamente todo respecto a ellos.»
«Bien, un corsario tiene una motivación diferente a la de un marino. Un corsario no lucha por honor, sino por obtener ganancias. Es un mercenario. Los beneficios son su raison d’être.»
«¿No es posible que las maniobras de los cañones tengan un fin más honorable?»
«¡Oh, naturalmente! Tal vez yo sea injusto, celoso, falto de generosidad; te ruego me disculpes si te he molestado. Y reconozco que es un excelente marino.»
«¡Por Dios, James! Nos conocemos desde hace suficiente tiempo para poder decir con libertad lo que pensamos sin molestarnos. ¿Me puedes pasar la botella?»
«Bien, entonces», dijo James, «si puedo hablar con tanta libertad como si estuviera en una habitación vacía, te diré una cosa: creo que es indecente cómo hace concebir esperanzas a ese tipo, Marshall, por no usar una palabra más grosera».
«¿A qué te refieres?»
«¿Sabes lo que pasa con ese hombre?»
«¿Qué pasa con ese hombre?»
«Que es un pederasta.»
«Es posible.»
«Tengo pruebas. Las tenía en Cagliari, por si hubieran sido necesarias. Y se ha enamorado del capitán Aubrey; por eso trabaja como un esclavo de galera y persigue a los hombres con más celo que el contramaestre. Sería capaz de limpiar con piedra arenisca el alcázar; haría cualquier cosa por obtener una sonrisa del capitán.»
Stephen asintió. «Sí», dijo. «Pero no pensarás que Jack comparte sus gustos, claro».
«No. Pero creo que los conoce y hace concebir esperanzas a ese hombre. ¡Oh! Es repugnante y grosero por mi parte hablar así… Llego demasiado lejos. Tal vez esté borracho. Casi hemos vaciado la botella.»
Stephen se encogió de hombros. «No. Pero estás muy equivocado, ¿sabes? Puedo asegurarte, y te lo digo sobrio y con seriedad, que él no tiene ni idea del asunto. En algunas cosas no es muy agudo; según su visión simplista del mundo, los pederastas sólo son peligrosos para los grumetes servidores de pólvora y los chicos del coro de la iglesia, o para esas criaturas hermafroditas que pueden encontrarse en los burdeles del Mediterráneo. Traté indirectamente de instruirlo un poco en el tema, pero con una mirada expresiva me dijo: "No me cuente nada de partes traseras ni de perversión; toda mi vida la he pasado en la Marina".»
«Entonces debe de estar un poco falto de penetración, no cabe duda.»
«James, espero que no haya ninguna mens rea [23]en ese comentario».
«Tengo que subir a cubierta», dijo James mirando el reloj. Regresó un poco más tarde, después de haber supervisado el relevo del timón y comprobado el rumbo de la corbeta. Trajo consigo una ráfaga del aire fresco de la noche y se sentó en silencio hasta que ésta se dispersó en el cálido ambiente a la luz de la lámpara. Stephen había abierto otra botella.
«Hay ocasiones en las que no soy totalmente justo», dijo James cogiendo su vaso. «Soy demasiado susceptible, lo sé; pero cuando estás rodeado de protestantes y los oyes hablar con hipocresía y decir vulgaridades y estupideces, a veces saltas. Y si no puedes descargarte por un lado, te descargas por el otro. Esto provoca una tensión continua, como tú debes de saber mejor que nadie».
Stephen lo miró atentamente, pero no dijo nada.
«¿Sabías que yo era católico?», dijo James.
«No», dijo Stephen. «Sabía que parte de tu familia lo era, desde luego, pero en cuanto a ti… ¿No crees que esto te coloca en una situación difícil?», le preguntó con indecisión. «¿Con ese juramento… las leyes penales…?»
«En absoluto», dijo James. «Me siento muy tranquilo, por lo que se refiere a esas cosas».
«Eso es lo que tú crees, mi pobre amigo», dijo Stephen para sí mientras se servía otro vaso para ocultar su expresión.
Por un momento pareció que James Dillon iba a seguir hablando de ese tema, pero no dijo nada. Hubo un ligero cambio en el buen entendimiento entre ellos. Continuaron hablando, pero ahora sobre los amigos comunes y los deliciosos días que habían pasado juntos en un pasado que les parecía ya muy distante. ¡Conocían a tantas personas! ¡Tan respetables muchas de ellas, tan valiosas algunas, tan divertidas otras! Al terminar la conversación habían vaciado la segunda botella, y James volvió a cubierta.
Regresó al cabo de media hora, y al entrar en la cabina dijo como si reanudara una conversación interrumpida: «Y además, por supuesto, está la cuestión del ascenso. Te diré algo que quiero que mantengas en secreto: aunque esté mal decirlo, creo que merecía que me hubieran dado un mando después de la acción del Dart; y duele atrozmente ver que a uno lo pasan por alto». Hizo una pausa. Luego preguntó: «¿Quién era ese que decían que había ganado más con su polla que con el ejercicio de su profesión?»
«Selden. Pero en este caso, creo que ese comentario está completamente fuera de lugar; a mi entender, ha sido un proceso normal donde había unos intereses. Cuidado, no afirmo que la castidad haya tenido un papel excepcional, simplemente digo que su consideración no es pertinente en el caso de Jack Aubrey.»
«Bien, sea como fuere, yo trato de obtener el ascenso. Te lo digo con franqueza: como cualquier otro marino, doy mucho valor al ascenso. Y servir a las órdenes de un capitán que se dedica a cazar botines no lo lleva a uno por el camino más rápido para alcanzarlo.»
«En verdad, no sé nada de temas navales. Sin embargo, James, pienso que quizás sea demasiado fácil para un hombre rico menospreciar el dinero, confundir los motivos reales… prestar demasiada atención a simples palabras, y…»
«¡Por Dios! No creerás que soy rico.»
«He cabalgado en tus tierras.»
«Tres cuartas partes son montañas, y el resto pantano. Y aunque me pagaran renta por algunas, sólo serían unos cientos de libras al año, quizás unas mil.»
«Me duele oírte hablar así. Hasta ahora no he conocido a nadie que admita que es rico o que se ha quedado dormido; tal vez los pobres y los que están despiertos tengan moralmente una gran ventaja. ¿Cuál es la causa de esto? Pero volviendo al tema… No cabe duda de que es un capitán tan valiente como podrías desear y un hombre tan capaz como cualquier otro de conducirte a acciones de guerra gloriosas y admirables.»
«¿Darías fe de que es valiente?»
«Así que es ese, en el fondo, el motivo de su queja», pensó Stephen, y dijo: «No. No lo conozco lo suficiente. Pero me quedaría muy sorprendido, sorprendido, si se demostrara que es un cobarde. ¿Qué te hace pensar que lo sea?»
«No digo que lo es. Me pesaría mucho decir que alguien no es valiente sin tener pruebas. Pero deberíamos haber apresado aquella galera. En veinte minutos podríamos haberla abordado y capturado.»
«¿Ah, sí? No sé nada de estas cosas, y además estaba abajo en aquel momento, pero tengo entendido que lo más prudente era dar la vuelta para proteger al resto del convoy.»
«La prudencia es una gran virtud, desde luego», dijo James.
«Sí. Así que el ascenso significa mucho para ti.»
«Por supuesto que sí. No ha habido nunca ningún oficial, por poca que fuera su valía, que no deseara ardientemente alcanzar el éxito y recibir el mando de un navío. Pero puedo leer en tu mirada que me tienes por inconsecuente. Entiende mi postura: no estoy a favor de la república, sino que apoyo las instituciones establecidas, consolidadas, y también la autoridad, con tal que no sea tiránica. Todo lo que pido es un parlamento independiente donde estén representados los hombres responsables que hay en el reino, no simplemente un puñado de arribistas y oportunistas. Por todo esto, estoy muy contento de la unión con Inglaterra, muy contento con los dos reinos; puedo hacer un brindis por la lealtad sin atragantarme, te lo aseguro.»
«¿Por qué apagas la luz?»
James sonrió. «Está amaneciendo», dijo señalando con la cabeza la ventana de popa, por la que se veía una intensa luz grisácea. «¿Subimos a cubierta? Posiblemente ya podamos avistar las montañas de Menorca, o faltará muy poco. Te prometo que podrás ver algunos de esos pájaros que los marineros llaman pardelas, si nos acercamos al acantilado de Fornells».
Con un pie ya en la escala de toldilla se volvió y miró a Stephen a los ojos. «No puedo comprender qué me impulsó a hablar con tanto rencor», dijo con una expresión triste y desconcertada a la vez, pasándose la mano por la frente. «Creo que no había hecho nunca algo así. Me he expresado mal, con torpeza, con ambigüedad; no he dicho lo que pensaba ni lo que realmente quería decir. Nos comprendíamos mejor cuando todavía yo no había dicho ni una palabra».