El tambor redoblaba y su sonido retumbaba en la escotilla de la Sophie. Los hombres subían corriendo atropelladamente y el ruido atronador de sus pisadas hacía parecer más apremiante el enérgico redoble. Pero a excepción de los campesinos de la nueva leva, los demás tripulantes tenían una expresión tranquila, porque para ellos ese redoble era la llamada a sus puestos, el rito de la tarde que muchos ya habían celebrado miles de veces, corriendo cada uno a un lugar determinado, a un cañón asignado de antemano o a un específico grupo de cabos que ya conocía de memoria.
Sin embargo, a nadie le habría parecido que su actuación era digna de elogio. ¡Habían cambiado tantas cosas en la cómoda rutina de antaño! El manejo de los cañones era distinto, una veintena de inquietos campesinos tenían que ser empujados como borregos hacia donde debía ser su lugar, y como a la mayoría de los recién llegados sólo les estaba permitido izar bajo supervisión, el combés de la corbeta estaba tan abarrotado que los marineros se pisoteaban unos a otros.
Durante diez minutos la dotación de la Sophie estuvo hormigueando por la cubierta superior y las cofas. Jack observaba tranquilo desde detrás del timón, mientras Dillon lanzaba órdenes y los oficiales y guardiamarinas se precipitaban a cumplirlas con vehemencia, atentos a la mirada del capitán y conscientes de que su ansiedad no mejoraba las cosas. Jack esperaba que habría confusión, aunque no tan terrible como aquella, pero su innato sentido del humor e incluso el placer de sentir el revuelo que se había formado en aquella máquina bajo su control, a causa de la inexperiencia, superaron otras emociones más justificadas. «¿Por qué se comportan así?», preguntó Stephen junto a él. «¿Por qué corren de un lado a otro con tanto afán?»
«El objetivo es que cada hombre sepa exactamente adonde debe dirigirse en caso de acción de guerra o en una emergencia», dijo Jack. «No saldrían bien las cosas si tuvieran que quedarse pensando. Las brigadas de artilleros ya están ocupando sus posiciones allí ¿las ve?; y también los infantes de marina al mando del sargento Quinn, a este lado. Todos los marineros del castillo de proa, por lo que puedo distinguir desde aquí, ya están colocados; y los del combés también deben de estar ya en sus puestos. Hay un capitán para cada cañón, como puede ver, y a su lado hay un artillero que se ocupa de limpiar y cebar el cañón, el sirviente, y otro con cinturón y alfanje que pertenece al destacamento de abordaje. Hay también un velero, que deja el cañón si, por ejemplo, tenemos que cambiar las vergas durante la acción de guerra; y un bombero, aquel con el cubo, cuya tarea consiste en apagar cualquier fuego que pueda producirse. Allí está Pullings, presentando su división a Dillon. No tardaremos mucho».
El pequeño alcázar estaba lleno. Se encontraban allí el segundo oficial ocupándose del gobierno de la corbeta, el piloto al timón, el sargento de infantería con su grupo de armas ligeras, el señalero, parte de la guardia de popa, los artilleros, James Dillon, el escribiente, y otros. Pero Jack y Stephen paseaban de un lado a otro como si estuvieran solos; Jack altivo, rodeado de la majestuosa aureola de capitán, y Stephen atrapado en ella. Todo era muy natural para Jack, que conocía la marcha de estos acontecimientos desde que era niño, pero Stephen se encontraba en esa situación por primera vez y experimentaba una sensación no del todo desagradable, como si estuviera muerto en vida. Aquellos hombres atentos y absortos parecían estar del otro lado de una pared de cristal, y Stephen se preguntaba si estaban muertos, y no eran más que fantasmas, o si lo estaba él. Aunque en ese caso era una extraña muerte, pues él, que ya estaba acostumbrado a sentirse aislado, a ser una pálida sombra en un mundo silencioso y privado, ahora tenía un compañero, un compañero al que podía oír.
«… su puesto, por ejemplo, estaría abajo, en lo que llamamos la bañera —no es que sea una verdadera bañera, igual que el castillo de proa no es un verdadero castillo, en el estricto sentido de la palabra, pero la llamamos la bañera— con los baúles de los guardiamarinas como mesa de operaciones, y tendría que tener a punto todo el instrumental.»
«¿Tendré que vivir allí?»
«No, no. Le daremos algo mejor. Incluso cuando ya esté bajo la disciplina de las Ordenanzas», dijo Jack sonriendo, «se dará cuenta de que nosotros todavía honramos la erudición, por lo menos hasta el punto de concederle un espacio privado de diez pies cuadrados, y tanto aire fresco en el alcázar como quiera respirar».
Stephen asintió con la cabeza y luego dijo en voz baja: «Y dígame, ¿si estuviera bajo la disciplina naval podría azotarme ese hombre?» Y señaló con la cabeza al señor Marshall.
«¿El segundo oficial?», exclamó Jack con gran sorpresa.
«Sí», respondió Stephen mirándolo con atención, inclinando la cabeza ligeramente a la izquierda.
«Pero si él es el segundo oficial…», dijo Jack. Si Stephen hubiera llamado popa a la proa de la Sophie o quilla a la perilla, le hubiera sido fácil de comprender. Pero que Stephen confundiera la cadena de mando, la relación entre la posición de un capitán y su segundo oficial, de un oficial por nombramiento y un oficial asimilado, cambiaba de tal forma el orden natural, socavaba de tal manera el eterno universo que la mente de Jack no pudo captarlo desde el principio. Se quedó boquiabierto un par de segundos, y a pesar de que no había sido un alumno extraordinario y no sabía lo que era un hexámetro, reaccionó bastante rápido y dijo: «Mi querido amigo, creo que usted se ha confundido. El segundo oficial está subordinado al capitán. Espero que me permita explicarle el orden de los rangos en la Marina en alguna ocasión. Pero en cualquier caso, a usted nunca lo azotarán, no, no; usted no será azotado», añadió mirándolo con gran afecto y cierto asombro, porque la ignorancia de Stephen en esta materia era tan enorme, tan increíble, que ni siquiera la amplia mentalidad de Jack había podido concebir algo semejante.
James Dillon atravesó la pared de cristal. «Todos en sus puestos, señor, con su permiso», dijo levantando ligeramente su tricornio.
«Muy bien señor Dillon», dijo Jack. «Vamos a hacer prácticas con los cañones».
Un cañón de cuatro libras puede no lanzar una gran cantidad de metal, ni atravesar dos pies de roble a media milla de distancia, como lo hace uno de treinta y dos libras, pero lanza una sólida bala de hierro colado de tres pulgadas y media a mil pies por segundo, lo que es algo desagradable de recibir. Y el propio cañón es una máquina formidable. Tiene un cilindro de seis pies de largo, pesa doce quintales y se apoya en un carro de roble macizo. Y al dispararlo se desplaza hacia atrás con violencia como si tuviera vida.
La Sophie llevaba catorce de estos cañones de bronce, siete a cada banda; y los dos de popa, en el alcázar, estaban relucientes. Para cada cañón había una brigada de cuatro hombres, y un marinero, o un grumete, que traía la pólvora de la santabárbara. Cada grupo de cañones estaba a cargo de un guardiamarina o de un suboficial: Pullings tenía a su cargo los seis cañones de proa, Ricketts los cuatro del combés y Babbington los cuatro de popa.
«¡Señor Babbington! ¿Dónde está el cuerno de la pólvora de este cañón?», preguntó Jack con frialdad.
«No lo sé, señor», balbuceó Babbington muy sonrojado. «Parece que se ha extraviado».
«¡Sargento de artillería!», dijo Jack. «Pídale otro al señor Day, o mejor dicho, a su ayudante, porque él está enfermo.» En su inspección no advirtió ninguna otra deficiencia, pero cuando ya había hecho preparar los cañones unas seis veces, es decir, cuando los hombres ya habían dado todos los pasos hasta estar a punto de dispararlos, su rostro se ensombreció. Todos eran extraordinariamente lentos. Desde luego, se habían entrenado para disparar descargas completas y todos a la vez, y en muy pocas ocasiones habían disparado de forma aislada. Tenían una expresión bastante satisfecha al colocar cuidadosamente los cañones en la porta al ritmo del más lento del grupo, pero toda la práctica parecía inútil y artificial. En una corbeta que realizaba el servicio ordinario de escolta de convoyes, la dotación no tenía, en verdad, un profundo conocimiento de la realidad vital de los cañones, pero aun así… «¡Cuánto me gustaría poder comprar algunos barriles de pólvora!», pensó teniendo en su mente la clara imagen de las cuentas del condestable: cuarenta y nueve medios barriles en total, siete menos de lo que tenía concedido la Sophie, de los cuales cuarenta y uno eran de grano rojo largo, siete de grano blanco largo —pólvora recuperada de potencia dudosa— y uno de grano fino para cebo. En cada barril había cuarenta y cinco libras de pólvora, así que la Sophie gastaría uno entero para disparar las dos baterías. «Así y todo», continuó, «creo que podemos hacer dos descargas. ¡Dios sabe cuánto tiempo llevan esas cargas en los cañones! Además», añadió para sí, para lo más recóndito de su ser, «su aroma es delicioso».
«Muy bien», dijo en voz alta. «Señor Mowett, tenga la amabilidad de ir a mi cabina. Siéntese junto al reloj de mesa y tome nota del tiempo exacto que pase entre la primera y la segunda descarga de cada cañón. Señor Pullings, empezaremos con su división. Con el número uno. ¡Silencio de proa a popa!»
Un silencio absoluto se hizo en la Sophie. A barlovento, el viento silbaba en la tensa jarcia y se mantenía a dos grados de través. La brigada del cañón número uno se mojaba los labios con nerviosismo. Su cañón se encontraba en la posición normal de reposo, fuertemente zallado en su porta y trincado como si estuviera encarcelado.
«¡Destrincar el cañón!»
Los artilleros desataron las trincas que sujetaban el cañón contra el costado de la corbeta y cortaron la filástica atortorada que aguantaba la retranca para mantenerlo más firme aún. El suave chirrido del carro indicó que ya el cañón estaba suelto, y dos hombres aguantaron las trincas laterales, de lo contrario, la escora de la Sophie (que hacía innecesarias las trincas posteriores) habría hecho rodar el cañón hacia el interior de la corbeta antes de que se hubiera dado la siguiente orden.
«¡Nivelar el cañón!»
El sirviente empujó con fuerza el espeque bajo la gruesa retranca de éste y lo levantó rápidamente, mientras el condestable metía debajo la cuña de madera hasta la mitad de la base, con el fin de colocar el cilindro apuntando en posición horizontal.
«¡Quitar el tapabocas!»
La brigada dejó correr el cañón con rapidez. La retranca detuvo su recorrido interior cuando la boca estaba a un pie de la porta. Entonces el velero quitó el tapabocas tallado y pintado.
«¡Sacar la boca por la porta!»
Sujetándolo por trincas laterales, los hombres levantaron el cañón rápidamente, empujando con fuerza el carro hacia el costado y adujando los cabos, adujándolos con esmero en pequeños círculos.
«¡Cebar el cañón!»
El capitán de brigada cogió la aguja de cebar, la introdujo en el fogón y perforó el cartucho de franela que había dentro. Luego cogió el cuerno y vertió la fina pólvora en el fogón y en la cazoleta, apretándola cuidadosamente con el mango. El sirviente puso la palma de la mano por encima de la pólvora para impedir que se la llevara el aire, y el bombero se colgó el cuerno de pólvora a la espalda.
«¡Apunten!» Y a esta orden Jack añadió: «¡En esa misma posición!» Porque en esta fase no quería añadir la complicación de elevar o cambiar la dirección en la que apuntaba el cañón para variar su alcance. Dos miembros de la brigada sostenían las trincas laterales, y el sirviente se arrodilló junto a éste apartando la cabeza y soplando con suavidad la mecha retardada, que ardía sin llama, recién sacada de su estuche (porque en la Sophie no se utilizaba llave de chispa). El grumete servidor de pólvora se mantenía a estribor con el siguiente cartucho en la cartuchera de piel, justamente detrás del cañón. Entonces el capitán de brigada, sosteniendo la aguja de cebar y protegiendo el cebo, se inclinó sobre el cañón mirando fijamente por encima del cilindro.
«¡Fuego!»
A sus manos llegó de repente la mecha retardada, y rozó con ella el cebo con firmeza. Hubo un silbido y un fogonazo que duraron una milésima de segundo, y luego el cañón se disparó con un detonación fuerte y satisfactoria, resultado de la explosión de más de una libra de pólvora fuertemente atacada en un espacio reducido. Una roja llamarada en medio del humo, fragmentos de tacos saltando por el aire, el retroceso del cañón bajo el cuerpo arqueado del capitán y los demás miembros de la brigada, desplazándose una distancia de ocho pies, tras dispararse, el vibrante sonido de la retranca al detener el retroceso; todo esto ocurría casi al mismo tiempo, y antes de que hubiera acabado se oyó la siguiente orden.
«¡Taponar el fogón!», exclamó Jack observando la trayectoria de la bala, mientras el humo blanco se desplazaba a sotavento. El capitán de brigada introdujo la aguja de cebar en el fogón. La bala envió un penacho de metralla a cuatrocientas yardas a barlovento, en medio de la trapisonda, y luego otro, y otro, en las últimas cincuenta yardas antes de hundirse, como jugando a cabrillas. La brigada fijó la trinca trasera para sujetar el cañón firmemente y evitar que rodara.
«¡Limpiar el cañón!»
El sirviente metió rápidamente el escobillón de piel de oveja en el cubo del bombero, y pasando la cabeza por el angosto espacio entre la boca y el costado sacó la manilla de la porta e introdujo el escobillón en el ánima del cañón. Le dio vueltas cuidadosamente y lo sacó ennegrecido y con un trozo quemado.
«¡Cargar con el cartucho!»
El grumete servidor de pólvora ya tenía preparado el cartucho de tela. Su compañero lo colocó atacándolo con fuerza. El capitán de brigada, introduciendo la aguja de cebar en el fogón para comprobar cuándo llegaba abajo, dijo: «¡Colocado!»
«¡Disparen!»
La bala estaba en la eslinga, a punto de ser entregada, y el taco en su estopilla, pero un desafortunado resbalón hizo rodar la bala por cubierta hacia la escotilla de proa, y tras su caprichoso recorrido iban ansiosos el condestable, el sirviente y el paje de la pólvora. Finalmente la pusieron con el cartucho, sobre el cual estaba atacado el taco, y Jack exclamó: «¡Sacar la boca por la porta! ¡Cebar! ¡Apunten! ¡Fuego!» Luego, asomándose al tragaluz de la cabina preguntó: «Señor Mowett, ¿cuánto tiempo han tardado?»
«Tres minutos y tres cuartos, señor.»
«¡Dios mío!, ¡Dios mío!», dijo Jack para sí. No había palabras en el vocabulario del que disponía para describir su disgusto. Los miembros de la división de Pullings parecían inquietos y avergonzados. Los artilleros de la brigada del número tres se habían desnudado hasta la cintura y se habían puesto el pañuelo en la cabeza para protegerse de los fogonazos y el ruido atronador. Ahora se escupían las manos, mientras el señor Pullings, nervioso, iba de un lado a otro con topes, espeques y escobillones.
«¡Silencio! ¡Destrincar el cañón! ¡Nivelar el cañón! ¡Quitar el tapabocas! ¡Sacar la boca por la porta…!»
Esta vez fue bastante mejor, poco más de tres minutos. Pero la segunda vez la bala no salió y, además, el señor Pullings los había ayudado a elevar el cañón y a subir la trinca trasera, aunque mientras lo hacía miraba al cielo con aire ausente para que pareciera que no estaba allí en realidad.
A medida que fueron disparando un cañón tras otro, fue aumentando la melancolía de Jack. Los artilleros del uno y el tres no habían tenido mala suerte ni eran una pandilla de necios, sino que en realidad era ese el ritmo medio al que se disparaban los cañones en la Sophie. Arcaico. Antediluviano. Y si hubieran tenido que cambiar la dirección en la que apuntaban, levantándolos con cuñas y espeques, habrían sido todavía más lentos. El cañón número cinco no pudo disparar porque se le había humedecido la pólvora, y hubo que arrastrarlo y trasladarlo. Eso podía suceder en cualquier barco, pero era lamentable que precisamente ocurriera dos veces en la batería de estribor.
La Sophie había orzado para disparar los cañones de estribor, pues de esta manera cuidaba del convoy al evitar que por azar sus disparos lo alcanzaran. Estaba allí, cabeceando tranquilamente, casi sin moverse, y los artilleros extraían la última carga humedecida. Entonces Stephen, pensando que en ese momento de calma no sería inapropiado dirigirse al capitán, le dijo a Jack: «Por favor, ¿podría decirme por qué están tan juntos esos barcos? ¿Están hablando o ayudándose mutuamente?» Y señaló en dirección a la aleta, por encima del perfecto muro de coyes en la batayola. Jack siguió la dirección de su dedo y por un instante observó incrédulo la embarcación que estaba al final del convoy, la Dorthe Engelbrechtsdatter, la gata noruega.
«¡A las brazas!», gritó. «¡Caña a babor! ¡Acuartelar a proa! ¡Muévanse! ¡Cargar la vela mayor!»
Lentamente al principio, y luego cada vez más rápido, con todo el viento en las velas de proa agarrochadas, la Sophie cayó a sotavento. Ahora estaba amurada a babor. Unos momentos más tarde tenía el viento de popa, y enseguida tomó el rumbo fijado, con el viento a tres grados por la aleta de estribor. Hubo muchas carreras de un lado para otro, y el señor Watt y sus ayudantes rugían y tocaban el silbato con furia. Pero los tripulantes de la Sophie eran mejores con la vela que con los cañones, por lo que Jack pudo ordenar muy pronto: «¡Velas cuadras del mayor! ¡Alas del mastelero! Señor Watt, las cadenas y las defensas, aunque ya veo que no tengo que decirle lo que hay que hacer».
«Sí, sí, señor», dijo el contramaestre, subiendo a la arboladura con un ruido metálico, pues ya estaba cargado con las cadenas que evitaban que las vergas cayeran durante la acción.
«Mowett, suba con el catalejo y dígame lo que ve. Señor Dillon, no se olvide de ese serviola. Mañana lo cambiaremos de puesto, si vive para contarlo. Señor Lamb, ¿tiene listos los tapabalazos?»
«Listos, sí, señor, listos», dijo el carpintero sonriendo, porque eso no era un gran problema.
«¡Cubierta!», gritó Mowett desde lo alto del tenso y rígido velamen. «¡Cubierta! ¡Una galera argelina! Ha abordado la gata. Todavía no se la ha llevado. Creo que los noruegos les oponen resistencia peleando cuerpo a cuerpo».
«¿Se ve algo a barlovento?» preguntó Jack.
En la pausa que siguió, podía oírse el incesante chasquido de las pistolas traído por el viento desde la gata de los noruegos, que luchaban débilmente. «Sí, señor. Una embarcación. De aparejo latino. Aún no puede verse su casco, pero está navegando contra el viento. No la puedo distinguir con claridad. Se dirige hacia el este… derecho hacia el este, me parece».
Jack asentía con la cabeza mientras miraba de arriba abajo ambas baterías. Él, que era un hombre grande, ahora parecía tener el doble de su tamaño. Sus ojos, azules como el mar, tenían un brillo especial, y en su rostro sonrosado y animado resplandecía una sonrisa. Un cambio parecido había experimentado la Sophie, que ahora iba a toda velocidad; con su inmensa vela cuadra nueva y las gavias ampliadas enormemente por las alas de ambos costados, parecía tener el doble de su tamaño, lo mismo que su capitán. «Bueno, señor Dillon», dijo, «tenemos suerte, ¿no le parece?»
Stephen los observó con curiosidad y advirtió que aquella extraordinaria animación también se había apoderado de James Dillon; en realidad, toda la tripulación tenía una extraña exaltación. Muy cerca de él, los infantes de marina comprobaban el disparador de sus mosquetes, y uno de ellos sacaba brillo a la hebilla de su cinturón proyectando sobre ella el aliento y frotándola, riendo entre una vaharada y otra.
«Sí, señor», dijo James Dillon. «No podíamos haber tenido una suerte mejor».
«Haga señales al convoy de que vire dos grados a babor y reduzca trapo. Señor Richards, ¿ha anotado la hora? Tiene que anotar la hora exacta en que ocurren todas las cosas. Pero, Dillon, ¿en que estará pensando ese tipo? ¿Suponía que estábamos ocupados… que éramos ciegos? Aunque éste no es el momento de… Los vamos a abordar, desde luego, si los noruegos pueden resistir lo bastante, pues no me gusta disparar contra una galera bajo ninguna circunstancia. Creo que debe ocuparse de que todas las pistolas y alfanjes estén distribuidos. Bien, señor Marshall», dijo mirando al segundo oficial, que estaba en su puesto de combate junto al timón y ahora era responsable del gobierno de la Sophie. «Quiero que nos sitúe abordados con ese maldito moro. Puede largar las velas rastreras, si la corbeta las aguanta». En ese momento el condestable terminaba de subir penosamente la escala. «Bien, señor Day», dijo Jack, «me alegro de verlo en cubierta. ¿Se encuentra un poco mejor?»
«Mucho mejor, señor, se lo agradezco», dijo el señor Day, «gracias al caballero», indicando a Stephen con la cabeza. «Ha dado buen resultado», dijo dirigiendo la voz hacia el coronamiento. «Pensé que debía comunicarle que voy a ocupar mi puesto, señor».
«Me alegro. Me alegro mucho. Ha tenido suerte, condestable, ¿no cree?», dijo Jack.
«Desde luego que sí señor. Ha dado resultado, doctor. Ha dado resultado, señor, es como un maravilloso sueño. Así es», dijo el condestable mirando complacido la Dorthe Engelbrechtsdatter y el barco corsario, situados a una milla de distancia de la Sophie, y luego la propia corbeta, donde los cañones, aún calientes, estaban recién cargados, con las bocas fuera de las portas, preparados para disparar, y en cuyas cubiertas se había hecho zafarrancho de combate y la dotación se movía con sigilo.
«Estuvimos haciendo prácticas», continuó Jack como para sí mismo. «Y ese cerdo se acercó remando contra el viento hasta el extremo posterior del convoy e intentó apoderarse de la gata, el muy atrevido —¿qué se ha creído?— y estaría huyendo con ella ahora si nuestro buen doctor no nos hubiera hecho reaccionar».
«Estoy convencido de que no hay ningún doctor como él», dijo el condestable. «Bien, creo que será mejor que me vaya a la santabárbara, señor. Todavía no están todos los cartuchos llenos, y apuesto a que usted pedirá un gran paquete ¡ja, ja, ja!»
«Mi querido amigo», dijo Jack a Stephen midiendo la creciente velocidad de la Sophiey la distancia que la separaba de la gata enzarzada en la batalla. Se encontraba en un estado en que su vitalidad era tres veces superior a la habitual, y podía calcular ambas cosas perfectamente, hablar con Stephen y a la vez dar vueltas en la cabeza a miles de variables. «Mi querido amigo, ¿prefiere irse abajo o quedarse en cubierta? Tal vez le divierta subir a la cofa del mayor con un mosquete, junto con los tiradores de primera y dispararles a esos canallas».
«No, no, no», dijo Stephen. «Desapruebo la violencia. Lo mío es curar, no matar; o en todo caso matar involuntariamente tratando de perseguir un buen fin. Le ruego que me permita ocupar mi lugar, mi puesto, en la bañera».
«Esperaba que me respondiera así», dijo Jack estrechándole la mano. «Porque no me habría gustado tener que indicarle a mi invitado lo que debía hacer. Eso animará mucho a los hombres, en fin, a todos nosotros. Señor Ricketts, indíquele la bañera al doctor Maturin y échele una mano a su ayudante con los cofres».
Una corbeta con tan sólo diez pies y diez pulgadas de calado es mucho más oscura, húmeda y mal ventilada en su interior que un navío de línea, pero en la Sophie se las arreglaban extraordinariamente bien. Stephen se vio obligado a pedir otro farol para examinar y colocar los instrumentos y las poquísimas vendas, hilas, torniquetes y gasas. Estaba sentado cerca de la luz, leyendo cuidadosamente el Marine practice (Tratado de medicina naval)… «tras haber cortado la piel, pedir al propio ayudante que tire de ella lo máximo posible; luego cortar la carne y los huesos circularmente». Cuando Jack bajó, éste calzaba botas de arpillera, se había ceñido la espada y llevaba dos pistolas.
«¿Puedo utilizar la habitación de al lado?», preguntó Stephen, y añadió en latín, para que su ayudante no lo entendiera: «Podría ser desalentador para los pacientes ver que consulto estos libros que son la autoridad para mí».
«Naturalmente, naturalmente», dijo Jack dejando de lado el latín. «Todo lo que necesite. Le dejaré estas cosas. Vamos a abordarlos, si es que podemos llegar hasta ellos; y luego, ya sabe, tal vez ellos intenten abordarnos —nunca se sabe— pues las naves argelinas generalmente van abarrotadas de tripulantes. Son todos unos salvajes sanguinarios», añadió riendo a carcajadas mientras desaparecía en la penumbra.
A pesar de que Jack estuvo abajo poco tiempo, cuando regresó al alcázar la situación había cambiado por completo. Los argelinos ya se habían hecho con el mando de la gata, que se abatía para colocarse a favor del viento que soplaba del norte. Estaban largando la mesana redonda y era evidente que esperaban llevarse la gata consigo. Por la aleta de estribor de la gata, en la misma longitud, estaba la galera, bastante alejada. No movía los remos, ninguno de los catorce enormes remos que tenía en cada costado; su proa estaba dirigida hacia la Sophie y sus inmensas velas latinas cargadas y atadas sin apretar a las vergas. Era una embarcación baja, larga y esbelta, más larga que la Sophie, mucho más ligera de peso y estrecha, y obviamente muy rápida y con una dotación muy hábil. Tenía un aire peculiar, de reptil venenoso. Sus intenciones eran claras: o entablar combate con la Sophie o por lo menos retrasarla hasta que la tripulación que se había apoderado de la gata se la hubiera llevado con el viento en popa a una milla de distancia aproximadamente, en busca del refugio de la noche.
La distancia era ahora de un cuarto de milla más o menos, y con el suave y constante movimiento de las olas, las posiciones relativas cambiaban continuamente. La velocidad de la gata iba en aumento, y después de cuatro o cinco minutos estaba ya a sotavento de la galera, a un cable de distancia, mientras ésta permanecía inmóvil.
Una ligera nube de humo apareció en la proa de la galera. Se oyó el zumbido de una bala que pasó por encima de la proa, a la altura de las crucetas del mastelero, y casi instantáneamente el fuerte estampido del cañón que la había disparado. «Anote la hora, señor Richards», dijo Jack al pálido escribiente —ahora la razón de su palidez era otra—, que tenía los ojos fuera de las órbitas. Jack corrió hacia proa, justo a tiempo de ver el fogonazo del segundo cañón de la galera. Con un enorme chasquido la bala golpeó la uña de la mejor ancla de proa que tenía la Sophie, la dobló por la mitad, rebotó y cayó en el mar.
«Un cañón de dieciocho», le dijo Jack al contramaestre, que estaba ocupando su puesto en el castillo de proa. «Es posible que sea incluso de veinticuatro». Y añadió para sí: «¡Oh, si tuviera mis cañones largos de doce!» La galera no tenía baterías en los costados, desde luego, pero tenía cañones a proa y a popa. A través del catalejo, Jack pudo ver que la batería de proa estaba formada por dos cañones pesados, uno más pequeño y algunos giratorios, y sin duda la Sophie estaría expuesta a sus devastadores disparos a medida que se aproximara. Ahora disparaban los giratorios, con un ruido atronador.
Jack regresó al alcázar. «¡Silencio de proa a popa!», gritó en medio del insistente murmullo. «¡Silencio! ¡Destrincar los cañones! ¡Nivelar los cañones! ¡Sacar los tapabocas! ¡Sacar las bocas por las portas! Señor Dillon, hay que colocarlos lo más adelante posible. Señor Babbington, dígale al condestable que dispararemos en cadena». Una bala de dieciocho libras dio de lleno en el costado de la Sophie, entre los cañones uno y tres de babor, despidiendo una lluvia de grandes y puntiagudas astillas, algunas de medio metro de largo. La bala continuó su trayectoria a través de la abarrotada cubierta, derribó a un infante de marina y chocó contra el palo mayor, ya casi sin fuerza. Unos ayes de dolor demostraron que algunos fragmentos de metralla habían cumplido su cometido, y poco después, apresuradamente, dos marineros llevaban abajo a un compañero, dejando a su paso un rastro de sangre.
«¿Están bien preparados esos cañones?», exclamó Jack.
«Todos preparados, señor», fue la jadeante respuesta tras una pausa.
«Primero la batería de estribor. Disparen en esa misma dirección. Disparen alto, a los palos. Bien, señor Marshall, vire la corbeta.»
La Sophie dio una guiñada de cuarenta y cinco grados, colocándose con el costado de estribor de cara a la galera, que al instante disparó otra de sus balas de dieciocho libras al centro de la corbeta, justo por encima de la línea de flotación. El enorme estruendo del impacto sorprendió a Stephen Maturin mientras le hacía una sutura en la arteria femoral a William Musgrave, que sangraba a chorros, y poco faltó para que no pudiera hacer el nudo. Los cañones de la Sophie ya estaban apuntando a la galera, e inmediatamente la batería de estribor disparó dos andanadas seguidas. El agua saltó en blancos penachos alrededor de la galera, y la cubierta de la Sophie se llenó de remolinos de humo, del humo acre y penetrante de la pólvora. Cuando disparó el séptimo cañón, Jack exclamó: «¡Otra vez!» y la Sophie comenzó a virar en redondo para colocarse con el costado de babor frente a la galera. Los remolinos de humo desaparecieron por sotavento y Jack vio cómo la galera disparaba toda su batería delantera y comenzaba a remar para evitar los disparos de la Sophie. La galera disparó alto, cuando las olas hacían su movimiento ascendente, y una de las balas dio en el estay del mastelero mayor arrancando un gran pedazo de madera del tamborete. El pedazo de madera, rebotando desde arriba, cayó sobre la cabeza del condestable, que en ese mismo momento asomaba por la escotilla principal.
«¡Rápido con los cañones de estribor!», exclamó Jack. «¡Virar timón!» Quería hacer volver la corbeta a su anterior posición, porque si conseguía disparar otra andanada desde estribor alcanzaría la galera de izquierda a derecha mientras ésta se movía. Hubo un sordo estrépito en el cañón número cuatro, y luego una sacudida tremenda. El sirviente, con las prisas, no lo había limpiado bien, y cuando introdujo la nueva carga ésta le explotó en la cara. Sus compañeros se lo llevaron de allí, volvieron a limpiar y cargar el cañón y dispararon de inmediato. Pero toda la operación había sido demasiado lenta. A decir verdad, toda la batería de estribor había sido demasiado lenta. La galera dio la vuelta de nuevo —podía girar como una peonza, ciando con todos aquellos remos— y se alejó velozmente hacia el suroeste, con el viento por la aleta de estribor y sus enormes velas latinas desplegadas a ambos lados, con una disposición que llamaban «orejas de burro». La gata ya se había alejado media milla y estaba ahora situada al sureste, y su rumbo y el de la Sophie eran cada vez más divergentes. Ésta había empleado mucho tiempo en las guiñadas y no había avanzado mucho.
«¡Medio grado a estribor!», dijo Jack subido al pasamanos de sotavento, mirando fijamente a la galera, que se encontraba casi a proa de la Sophie, a poco más de cien yardas, y avanzaba. «¡Desplegar las alas de las juanetes! Señor Dillon, ponga un cañón en la proa, por favor. Todavía tenemos los pernos de los cañones de doce».
Por lo que podía apreciar, no le habían causado ningún daño a la galera. Pero disparar bajo habría significado disparar directamente a los bancos donde se apiñaban los remeros cristianos encadenados a los remos, y disparar alto… Ladeó la cabeza y su sombrero se fue volando por cubierta. Una bala de mosquete procedente del barco corsario le había hecho un rasguño en la oreja. Se la palpó con la mano y notó que estaba totalmente entumecida y sangraba mucho. Bajó del pasamanos y estiró la cabeza de modo que la sangre goteara hacia barlovento, mientras con la mano derecha protegía de las gotas su preciosa charretera. «¡Killick!», gritó inclinándose por debajo de la tensa vela cuadra mayor para no perder de vista la galera. «¡Tráigame un abrigo viejo y otro pañuelo!» Mientras se cambiaba miraba atentamente la galera, que ya había disparado dos veces con su único cañón de popa. Ambos disparos habían errado por muy poco. «¡Dios mío, con qué facilidad disparan ese cañón de doce!», pensó. Las alas de las juanetes estaban empuñidas y la Sophie aumentó la velocidad. Ahora avanzaba de forma apreciable. Jack no fue el único en notarlo, y se oyó un viva en el castillo de proa que fue repitiéndose por el costado de babor a medida que la tripulación se enteraba de la noticia.
«El cañón de proa está listo, señor», dijo James Dillon sonriendo. «¿Se encuentra usted bien, señor?», preguntó al ver a Jack con la mano y el cuello ensangrentados.
«Un rasguño, nada importante», dijo Jack. «¿Qué piensa usted de la galera?»
«La estamos alcanzando, señor», dijo Dillon, y aunque hablaba serenamente, se le notaba en la voz que estaba exultante. Lo había desconcertado la repentina aparición de Stephen, y aunque las innumerables obligaciones del momento le habían impedido reflexionar, su mente estaba llena de preocupaciones no expresadas, angustia y oscuras sombras de incoherentes pesadillas. Miró anhelante hacia la galera, en cuya cubierta reinaba la confusión. «Está apagando sus velas», dijo Jack. «Mire a ese astuto bribón junto a la escota de la mayor. Aquí tiene mi catalejo».
«No, señor. De ninguna manera», dijo Dillon, cerrando airadamente el catalejo.
«Bien», dijo Jack, «bien…» Una bala de doce libras pasó zumbando a través de las alas de estribor de la Sophie haciendo dos agujeros, uno justamente detrás del otro, provocando una gran humareda, y cayó a un metro de ellas, rozando ligeramente los coyes. «Me contentaría con tener uno o dos de sus artilleros», observó Jack. «¡Serviola!», gritó.
«¿Sí, señor?», se oyó la voz en la distancia.
«¿Qué ocurre con la embarcación a barlovento?»
«Está arribando señor, y se dirige a la punta del convoy.»
Jack asintió con la cabeza. «Que los capitanes de los cañones de los costados de proa y los sargentos de artillería se ocupen de colocar y cargar el cañón de proa. Yo mismo lo dispararé».
«Pring ha muerto, señor. ¿Mando a otro, capitán?»
«Sí, señor Dillon.»
Se dirigió a proa. «¿La alcanzaremos, señor?», preguntó un marinero canoso del destacamento de abordaje con esa familiaridad característica de una situación de crisis.
«Eso espero, Cundall, eso espero», dijo Jack. «Al menos la alcanzaremos con nuestros disparos».
«¡Ese cerdo!», dijo para sí observando la cubierta de la galera argelina por la mira. Sintió bajo la punta de la quilla el comienzo del movimiento ascendente del oleaje, bajó rápidamente la mecha hasta el fogón; oyó su silbido, un terrible estallido y después el chirriar del carro al retroceder el cañón.
«¡Hurra, hurra!», gritaron los hombres en el castillo de proa. El disparo sólo había hecho un agujero en la vela mayor de la galera, en la parte central, pero era el primero que daba en el blanco. Tres cañonazos más. Y se oyó un ruido metálico en la popa de la galera.
«Continúe, señor Dillon», dijo Jack irguiéndose. «Alcánceme mi catalejo.»
El sol ya estaba tan bajo que a Jack le resultaba difícil ver a través de su catalejo, de modo que se inclinó sobre el mar, alargó la mano para hacer sombra sobre aquel y concentró toda su atención en las dos figuras con turbantes rojos que estaban detrás del cañón de popa de la galera. Una bala de mosquete dio en el guardabauprés de estribor de la Sophie y se oyó a un marinero soltar furiosamente un retahíla de obscenidades. «¡Menudo golpe le han dado a John Lakey!», dijo alguien en voz baja a sus espaldas. «En las pelotas». A su lado el cañón disparó de nuevo, pero antes de que el humo le impidiera ver la galera, ya había tomado una decisión. La galera argelina estaba apagando sus velas, es decir, aflojando las escotas para que las velas, en apariencia totalmente hinchadas, en realidad no tiraran con toda su fuerza. Eso hacía posible que la pobre Sophie, vieja, panzuda y con el fondo sucio, navegando con un tremendo esfuerzo y a punto de perder toda la arboladura, se aproximara poco a poco a la esbelta, bellísima y mortífera galera. Esta podía huir en cualquier momento, pero lo estaba engañando. ¿Por qué? Para que la Sophie se alejara de su posición a sotavento de la gata, por esa razón, y además, para poder desarbolarla, dispararle por todas partes con tranquilidad (al quedar a la deriva) y apresarla. También para llevarla a sotavento del convoy, de tal forma que aquella embarcación a barlovento pudiera apoderarse rápidamente de media docena de sus miembros. Volvió la cabeza hacia la izquierda para echar una mirada a la gata. Aunque ésta virara, la cogerían dando tan sólo una bordada, de ceñida, porque era muy lenta —no llevaba gavias ni, desde luego, juanetes— mucho más lenta que la Sophie. Pero no podría alcanzarla en poco tiempo con este rumbo y a esta velocidad, excepto si arribaba y daba bordadas aprovechando la inminente oscuridad. No daría resultado. Tenía muy claro cuál era su deber: elegir la opción más desagradable, como siempre. Y había llegado el momento de decidirse.
«¡Fuego graneado!», dijo cuando el cañón se ponía en movimiento. «¡Batería de estribor! ¡Preparados! Sargento Quinn, ocúpese de los hombres con armas ligeras. Cuando esté completamente de través, apuntar a la cabina, detrás de los bancos de los remeros, muy abajo. ¡Disparen a la voz de mando!» Al volverse para regresar al alcázar, observó en el rostro de James Dillon, ennegrecido por la pólvora, una expresión que no podía definir, de rabia o tal vez algo peor, o cuando menos de amargo disgusto. «¡A las brazas!», exclamó pensando en dilucidar esto otro día. «¡Señor Marshall, ponga la corbeta en dirección a la gata!» Hasta él llegaron los gruñidos de la dotación, expresando el sentimiento general de decepción, y dijo: «¡Virar en redondo!»
«Cogeremos la galera por sorpresa y le daremos algo que la hará acordarse de la Sophie», añadió para sí, situado justamente detrás de un cañón de cuatro de estribor. A esa velocidad la Sophie viraba con rapidez. Jack se agachó un poco y se inclinó hacia delante, conteniendo la respiración y mirando fijamente por encima del reluciente cilindro de acero y del inmenso mar. La Sophie viraba y viraba; los remos de la galera empezaron a moverse con furia, agitando el mar, pero ya era demasiado tarde. Una décima de segundo antes de que la galera estuviera de través, y justo antes de que la Sophie, en su balanceo, estuviera a la mitad del movimiento descendente, Jack ordenó «¡Fuego!» y la batería de la Sophie disparó con la misma determinación que un navío de línea, al mismo tiempo que todos los mosquetes que había a bordo. El humo se disipó y la tripulación dio gritos de alegría, porque en el costado de la galera había un enorme agujero y los moros, espantados, corrían atropelladamente de un lado a otro. A través del catalejo, Jack vio el cañón de popa desmontado y varios cuerpos que yacían en cubierta, pero no se había producido el milagro, no le habían arrancado el timón ni le habían hecho agujeros de importancia por debajo de la línea de flotación. Sin embargo, él no esperaba que la galera causara ya más problemas en el futuro, y su atención pasó de ésta a la gata.
* * *
«Bueno, doctor», dijo al llegar a la bañera, «¿cómo le va?»
«Bastante bien, gracias. ¿Ha empezado de nuevo la batalla?»
«¡Oh, no! Sólo ha sido un disparo que cruzó por la proa de la gata. La galera se fue por el sursureste y se encuentra ya tan lejos que no se ve su casco. Dillon acaba de subir a un bote para ir a liberar a los noruegos, pues los moros han colgado una camisa blanca rindiéndose. ¡Malditos granujas!»
«Me alegro de oírlo. Es totalmente imposible coser bien una herida con las sacudidas que provocan los cañones. ¿Puedo verle la oreja?»
«Sólo ha sido el roce de una bala. ¿Cómo están sus pacientes?»
«Creo que puedo responder de cuatro o cinco. El hombre con esa terrible incisión en el muslo… me han dicho que se la causó una astilla de madera. ¿Es posible eso?»
«Sí, sin duda. Un trozo grande y puntiagudo de roble macizo saltando por el aire puede cortar de manera asombrosa. Ocurre a menudo.»
«… ha respondido extraordinariamente bien. Y también he atendido a ese pobre hombre que se quemó. ¿Sabe que la aguja de cebar se le había clavado en la parte superior del bíceps y faltó muy poco para que le afectara el nervio cubital? Sin embargo, al condestable no puedo tratarlo aquí abajo, con tan poca luz.»
«¿El condestable? ¿Qué le sucede al condestable? Creía que ya lo había curado.»
«Y lo hice. Lo curé de un fuerte estreñimiento autoinducido —el caso de estreñimiento más serio que he visto en los días de mi vida— por beber quina de forma desmedida, quina que se administraba él mismo. Pero ahora se trata de una fractura en la parte baja del cráneo, señor, y tengo que usar el trépano. Está tumbado aquí —¿nota usted el característico estertor?— y creo que aguantará hasta por la mañana. Pero tan pronto amanezca tendré que abrirle el cráneo con mi pequeña sierra. Podrá ver el cerebro del condestable, mi querido amigo», añadió con una sonrisa. «O por lo menos su duramáter».
«¡Dios mío, Dios mío!», murmuró Jack. Comenzaba a sentir una profunda depresión, el anticlímax. Una batalla tan insignificante y, sin embargo, tan sangrienta, por tan poca cosa. Dos buenos marineros muertos, el condestable casi con seguridad muerto, pues ningún hombre podía sobrevivir después de abrirle el cerebro, eso era evidente; y los otros posiblemente morirían también, como solía pasar. Si no hubiera sido por ese maldito convoy, habría alcanzado a la galera; dos podían entrar en aquel juego. «¿Qué pasa ahora?», preguntó al oír un clamor que venía de la cubierta.
«A bordo de la gata se comportan de forma muy extraña, señor», le dijo el segundo oficial a Jack cuando éste llegaba al alcázar al ponerse el sol. El segundo oficial era de algún lugar del norte, tal vez de Orkney o Shetland, y tenía un acento peculiar que se hacía más marcado en los momentos de tensión. «Parece como si esos endemoniados sodomitas estuvieran haciendo de las suyas de nuevo, señor».
«Señor Marshall, aborde la corbeta con la gata. ¡Abordadores, vengan conmigo!»
La Sophie agarrochó las vergas para evitar más daños, puso en facha la gavia de proa y se deslizó suavemente aproximando su costado al de la gata. Jack se agarró de las cadenas principales del costado de la gata noruega, se colgó de la destrozada red de abordaje y subió por ella, seguido por un grupo de aspecto feroz y agresivo. Sangre en la cubierta, tres cadáveres, cinco moros muy pálidos aprisionados contra el mamparo del depósito de mercancías, que estaba bajo la protección de James Dillon, y Alfred King, el negro mudo, con una hacha de abordaje en la mano.
«Llevaos a estos prisioneros», dijo Jack. «Encerradlos en la bodega de proa. ¿Qué ha pasado, señor Dillon?»
«No acabo de entender a King, señor, pero creo que los prisioneros deben de haberlo atacado en el entrepuente.»
«¿Es eso lo que ha pasado, King?»
El negro todavía miraba a su alrededor, mientras sus compañeros lo tenían sujeto por los brazos. Su respuesta podría haber significado cualquier cosa.
«¿Es eso lo que ha pasado, Williams?», preguntó Jack.
«No lo sé, señor», dijo Williams con una mirada inexpresiva, llevándose la mano a su sombrero.
«¿Es eso lo que ha pasado, Kelly?»
«No lo sé señor», dijo Kelly exactamente con la misma mirada, llevándose un nudillo a la frente.
«¿Dónde está el capitán de la gata, señor Dillon?»
«Señor, parece que los moros los arrojaron a todos por la borda.»
«¡Dios santo!», exclamó Jack. Y sin embargo, se trataba de un hecho corriente. Por los gritos enfurecidos a sus espaldas, Jack comprendió que la noticia ya había llegado a la Sophie. «Señor Marshall», dijo acercándose al pasamanos, «ocúpese de los prisioneros. No toleraré ninguna tontería». Observó detenidamente de una punta a otra la cubierta y la jarcia. Había muy pocos daños. «Señor Dillon, usted la llevará hasta Cagliari», dijo en voz baja, muy impresionado por el salvajismo de aquel hecho. «Puede llevarse a todos los hombres que necesite».
Y regresó a la Sophie muy, muy serio. Pero apenas había pasado un minuto desde su llegada al alcázar, cuando una mezquina voz interior le dijo: «En ese caso la gata es una presa, ¿te das cuenta? La operación no ha sido un simple rescate», y él hizo un gesto de desaprobación. Llamó al contramaestre e inspeccionó con él el bergantín, decidiendo en qué orden se harían las reparaciones más urgentes. La Sophie había sufrido muchos daños, a pesar de la brevedad del combate, en el que no se habían intercambiado más de cincuenta disparos; era un ejemplo de lo que una potente artillería podía hacer en el mar. El carpintero y dos de sus ayudantes trabajaban en un andamio por la parte exterior del costado para taponar un agujero muy próximo a la línea de flotación.
«No puedo colocarlo bien, señor», respondió el señor Lamb a la pregunta de Jack. «Casi nos estamos ahogando y, sin embargo, no podemos colocarlo bien, no con la corbeta en esta posición».
«Viraré para que pueda trabajar, señor Lamb, y avíseme en cuanto esté taponado el agujero». A través de la penumbra miró hacia la gata, que ahora ocupaba de nuevo su lugar en el convoy. Virar significaría alejarse de ella, que curiosamente se había convertido en algo muy querido para él. «Cargada de palos, roble de Stettin, estopa, alquitrán de Estocolmo, cuerdas», dijo ansiosa aquella voz interna, y continuó: «Podría llegar a valer dos o tres mil… o incluso cuatro…» «Sí, claro, señor Watt», dijo en voz alta. Ambos subieron a la cofa del mayor y examinaron el tamborete dañado.
«Ese trozo fue el que dejó al pobre señor Day fuera de combate», dijo el contramaestre.
«¡Ah… fue ese! Desde luego, un trozo condenadamente grande. Pero no debemos perder las esperanzas. El doctor Maturin va a hacerle… a hacerle con suma habilidad algo extraordinario con una sierra, tan pronto amanezca. Necesita luz para hacerlo. Es algo para lo que se necesita una gran pericia, creo yo.»
«¡Oh sí! Estoy seguro, señor», dijo el contramaestre vivamente. «Debe de ser un caballero muy hábil, sin duda. Los hombres están muy satisfechos porque le ha amputado la pierna a Ned Evans con gran precisión y le ha cosido muy bien a John Lakey sus partes íntimas, y por todo lo demás. Ellos dicen que es muy amable por su parte hacer todo eso sin estar de servicio, es decir, siendo un invitado».
«Es muy generoso por su parte», dijo Jack. «Muy generoso. Estoy de acuerdo con ellos. Necesitaremos una especie de trinca, señor Watt, hasta que el carpintero pueda arreglar el tamborete. Las guindalezas deben de estar lo más tensas posible, y que Dios nos ayude si tenemos que calar los masteleros».
Examinaron una media docena de puntos más y luego Jack bajó a su cabina, deteniéndose un momento en el descenso para contar el convoy, muy ordenado y compacto ahora, después del susto. Al hundirse en los cojines que había sobre el largo cofre, dijo inconscientemente «Llevo tres», pues su mente estaba enfrascada en el cálculo de tres octavos de tres mil quinientas libras, el precio que finalmente había fijado a la mercancía de la Dorthe Engelbrechtsdatter. Porque tres octavos (después de dar uno al almirante) era la parte que le correspondía de las ganancias. Pero su mente no era la única que estaba ocupada con los números, ni mucho menos, pues todos los tripulantes que figuraran inscritos en los libros de la Sophie tenían derecho a una parte. Un octavo era para Dillon y el segundo oficial, otro se repartía entre el médico (si la Sophie llevaba uno inscrito oficialmente en sus libros), el contramaestre, el carpintero y los suboficiales, otro era para los guardiamarinas y el sargento de Infantería de Marina, y el octavo restante se dividía entre los demás tripulantes. Y era asombroso ver con qué agilidad aquellas mentes no acostumbradas a pensar en conceptos abstractos daban vueltas a esos números, a esos símbolos, una y otra vez, obteniendo el mismo resultado que el oficial de marina encargado del reparto, exactamente hasta el último penique. Cogió un lápiz para hacer correctamente la suma, se sintió avergonzado, lo dejó, dudó, lo volvió a coger y por fin escribió los números muy pequeños, diagonalmente en la punta de una hoja, pero al oír que llamaban a la puerta tiró el papel enseguida. Era el carpintero, aún mojado, que venía a informarle de que los agujeros ya estaban taponados y en la sentina no había más de dieciocho pulgadas de agua, «que no es ni la mitad de lo que yo esperaba, con ese horrible y brutal cañonazo que nos disparó la galera tan abajo». Hizo una pausa y de soslayo miró a Jack de un modo extraño.
«Bien, eso es magnífico señor Lamb», dijo Jack después de algunos instantes.
Pero el carpintero no se movió. Se mantuvo allí de pie, goteando sobre los cuadrados de la lona pintada, donde terminó por dejar un pequeño charco. Y de repente dijo: «Así que, si lo de la gata es cierto y los pobres noruegos fueron arrojados por la borda, tal vez incluso los heridos… lo cual lo saca a uno de quicio porque es pura crueldad… ¿Qué daño podían haber hecho si se les encerraba abajo y se ponían listones en las escotillas…? De todas formas, los suboficiales de la Sophie desearían que el caballero», señaló con la cabeza el camarote donde provisionalmente se había instalado Stephen Maturin, «compartiera con ellos la parte que les corresponde, como es justo, en señal de reconocimiento, porque toda la tripulación considera que ha sido muy generoso».
«Si me permite, señor», dijo Babbington, «la gata está haciendo señales».
Ya en el alcázar, Jack vio la bandera multicolor que había izado Dillon —seguramente era la única que tenía la Dorthe Engelbrechtsdatter— y que, entre otras cosas, indicaba que a bordo tenían la peste y que estaban a punto de zarpar.
«¡Todos a virar en redondo!», exclamó. Y cuando la Sophie se había desplazado a lo largo de todo el convoy, a un cable de distancia de éste, gritó «¡Ah, la gata!»
«Señor», se oía distante la voz de Dillon, «le alegrará saber que todos los noruegos están a salvo».
«¿Cómo?»
«Los noruegos, señor, están todos a salvo». Las dos naves se acercaron más. «Estaban escondidos en la bodega de proa». Y repitió «… en la bodega de proa».
«¡Ah… la bodega de proa!», murmuró el piloto al timón, que se había enterado de la noticia porque en la Sophie, que era toda oídos, había un silencio sepulcral.
«¡Ceñir!», exclamó Jack enfadado cuando las gavias flamearon a causa de la emoción del piloto. «¡Manténgala ceñida!»
«Está ceñida, señor.»
«Y dice el capitán», continuó la lejana voz de Dillon, «que si podrían enviar un médico, porque uno de sus hombres se lastimó el dedo del pie mientras bajaba por la escala».
«Dígale al capitán de mi parte», exclamó Jack con un vozarrón que casi llegó hasta Cagliari y con la cara roja por el esfuerzo al gritar y la profunda indignación, «dígale al capitán que puede coger el dedo de ese hombre y…»
Llegó abajo a trompicones. Había perdido 875 libras y su rostro tenía una expresión de amargo descontento.
* * *
Sin embargo, esa no era una expresión frecuente ni que durara mucho tiempo en la cara de Jack. Y cuando él subió al cúter que lo llevaría hasta el buque insignia en la rada de Génova, ya había recuperado su natural alegría. Su rostro, a pesar de esto, tenía un aire solemne, porque una visita al formidable lord Keith, Admiral of the Blue y comandante en jefe de la Armada real inglesa en el Mediterráneo, no era cosa de broma. Y su propia solemnidad, cuando él se sentó en la popa del cúter cuidadosamente aseado, afeitado y vestido, influyó en el timonel y los tripulantes, que remaban despacio, manteniendo la vista fija en el interior del barco. De cualquier manera, iban a llegar al buque insignia con anticipación, y Jack, tras mirar el reloj, les pidió que viraran a la altura del Audacious y luego se detuvieran. Desde allí podía verse toda la bahía, con cuatro fragatas y cinco navíos de línea a dos o tres millas de distancia de la costa, y por detrás de ellos, más cerca de tierra, había un enjambre de cañoneras y naves con morteros. Estaban bombardeando sin cesar la espléndida ciudad, que se alzaba escalonada al fondo de la bahía, formando una amplia curva, y se encontraban rodeados por una nube de humo que ellos mismos habían producido al lanzar bombas contra los apiñados edificios en la parte opuesta al lejano muelle.
Los barcos se veían pequeños en la distancia, y las casas, las iglesias y los palacios aún más pequeños (aunque con nitidez en aquel aire suave y transparente), como si fueran juguetes. Pero curiosamente, el incesante fragor de los disparos y la contundente respuesta de la artillería francesa desde tierra estaban al alcance de la mano y eran reales y amenazadores.
Pasaron los diez minutos que faltaban para la hora de su visita. El cúter de la Sophie se acercó al buque insignia, y al grito «¡ah del barco!» el timonel respondió «¡Sophie!», lo cual significaba que su capitán iba a bordo. Jack subió por el costado como era debido, saludó a los oficiales del alcázar, estrechó la mano del capitán Louis y fue conducido a la cabina del almirante.
Tenía un sinfín de razones para sentirse satisfecho. Había llevado el convoy hasta Cagliari sin pérdidas, había acompañado otro hasta Livorno y ahora estaba allí, a la hora exacta de su cita, a pesar de que el viento había estado encalmado a la altura de Montecristo. Con todo, estaba muy nervioso y no hacía más que pensar en lord Keith; por eso al ver que no había ningún almirante en aquella bellísima y espaciosa cabina llena de luz, sino sólo una joven con un cuerpo de redondeadas curvas de espaldas a la ventana, se quedó boquiabierto.
«¡Jacky querido!», dijo la joven. «Estás guapísimo con ese uniforme. Déjame enderezarte la corbata, así. Jacky, estás asustado como si yo fuera un francés.»
«¡Queeney! ¡Querida Queeney!», exclamó Jack estrechándola y dándole un cariñoso y sonoro beso.
«¡Que Dios los maldiga y los condene al infierno…!», exclamó una furiosa voz con acento escocés y el almirante entró desde la galería. Lord Keith era un hombre alto, de pelo gris y aspecto leonino, y sus ojos echaban chispas de rabia.
«Este es el joven del que te hablé, almirante», dijo Queeney colocándole bien la negra corbata al pobre Jack, que se había puesto pálido y miraba el anillo que ella lucía en su mano. «Yo solía bañarlo y llevármelo a mi cama cuando tenía pesadillas».
Esta no parecía ser la mejor de las recomendaciones para un almirante de casi sesenta años recién casado, pero dio resultado. «¡Oh, sí, se me había olvidado! Perdóneme. Son muchos los capitanes, y algunos de ellos unos libertinos redomados…»
* * *
«"Y algunos de ellos unos libertinos redomados", me dijo observándome detenidamente con su fría mirada», dijo Jack llenándole el vaso a Stephen mientras se acomodaba sobre el cofre. «Y yo estaba casi convencido de que me había reconocido, pues me había visto en tres ocasiones y cada vez en una situación más difícil que la anterior. La primera fue en el cabo de Buena Esperanza, a bordo del Reso, cuando yo era guardiamarina; por entonces él era capitán, el capitán Elphinstone. Llegó a bordo apenas dos minutos después de que el capitán Douglas me hubiera rebajado de categoría y dijo: "¿Por qué llora tan desconsoladamente este chico?" Y el capitán Douglas le respondió: "Este condenado chico es un perfecto chulo, lo he rebajado de categoría para que aprenda cuál es su deber"».
«¿Es ese el modo más adecuado de aprenderlo?», preguntó Stephen.
«Bueno, esa es la forma más fácil para ellos de enseñarle a uno a tener respeto», dijo Jack sonriendo, «porque también a uno lo pueden amarrar a un enjaretado en el portalón y azotarlo hasta arrancarle la piel. De esa forma degradan al guardiamarina, es decir, éste ya no es considerado un cadete sino un marinero de segunda. Se convierte en un marinero de segunda, duerme y come con ellos, puede ser golpeado por cualquier superior que lleve en la mano una vara y además ser azotado. Nunca pensé que fuera capaz de degradarme, a pesar de que ya me había amenazado varias veces, porque era amigo de mi padre y yo pensaba que sería benevolente conmigo… y en realidad lo fue. Sin embargo, lo hizo, y hasta seis meses después no me restituyó el rango de guardiamarina. Pero al final se lo agradecí, porque llegué a conocer la cubierta inferior de cabo a rabo, y allí fueron muy amables conmigo, en general. Recuerdo que en aquel tiempo yo berreaba como un becerro, o mejor dicho, lloraba como una mujer. ¡Ja, ja, ja!»
«¿Qué lo hizo decidirse a dar ese paso?»
«Bueno, fue un asunto con una chica probablemente, una chica negra llamada Sally», dijo Jack. «Llegó hasta allí en un chinchorro y la escondí en el pañol de cuerdas. Pero el capitán Douglas me había reñido por muchas otras cosas, por la obediencia principalmente y por tardar en salir de la litera por la mañana, por el respeto al maestro (llevábamos un maestro a bordo, un borracho empedernido llamado Pitt) y por otras tonterías. Entonces, la segunda vez que lord Keith y yo nos vimos fue en el Hannibal, cuando yo era el quinto de a bordo y el primer teniente era ese maldito imbécil de Carrol. Si hay algo que odie más que estar en tierra es estar a las órdenes de un maldito imbécil que además no sea buen marino. Me ofendió tanto, tan deliberadamente, por una cuestión trivial de disciplina, que me vi obligado a preguntarle si quería que nos encontráramos en otra parte. Y eso era exactamente lo que estaba esperando. Corrió a decirle al capitán que yo lo había desafiado. El capitán Newman dijo que era una tontería, pero que yo debía disculparme. Sin embargo, no podía hacerlo, porque no había nada de qué disculparse, yo tenía la razón, ¿comprende? Así que me vi frente a media docena de capitanes de navío y dos almirantes, uno de los cuales era lord Keith».
«¿Y qué pasó?»
«Insolencia. Fui reprendido oficialmente por insolencia. Y la tercera vez… pero no voy a entrar en detalles», dijo Jack. «Es muy curioso ¿sabe?», prosiguió mirando a través de la ventana de popa con expresión de sincero asombro, «extraordinariamente curioso, pero no debe de haber muchos hombres que siendo unos malditos imbéciles y malos marinos, es decir, hombres sin ningún valor en absoluto, lleguen a tener una alta graduación en la Armada real. Y sin embargo, da la casualidad de que yo he servido a las órdenes de dos de ellos al menos. Esa vez realmente pensé que estaba arruinado, con la carrera truncada y tan sólo media paga. Me pasé ocho meses en tierra, muy melancólico, yendo a la ciudad cada vez que me lo podía permitir, que no era a menudo, y perdiendo el tiempo en esa condenada sala de espera del Almirantazgo. Sí, realmente pensé que nunca más me embarcaría, que sería un teniente con media paga para el resto de mis días. Si no hubiera sido por mi violín y la caza del zorro, cuando podía conseguir un caballo, creo que hubiera acabado ahorcándome. Fue aquella Navidad cuando vi a Queeney por última vez, me parece. O quizás la vi después en Londres otra vez».
«¿Es su tía o su prima?»
«No, no. No somos parientes. Pero casi nos criamos juntos, o mejor dicho, ella casi me crió a mí. Siempre la recuerdo como una chica, no como una niña, aunque seguro que no nos llevamos ni diez años. Una criatura maravillosa. Vivía en una propiedad llamada Damplow, al lado de la nuestra. La casa estaba casi junto a nuestros jardines, y después de la muerte de mi madre me pasaba casi tanto tiempo en su casa como en la mía. Más aún», dijo. Levantó la vista hacia el compás soplón con aire pensativo. «¿Conoce al doctor Johnson[17], el autor del diccionario Johnson?»
«¡Por supuesto!», exclamó Stephen mirándolo extrañado. «El más respetable, el más acertado de los diccionarios modernos. Discrepo de todo lo que Johnson dice, a excepción de lo que se refiere a Irlanda, pero lo admiro; y me encanta la biografía de Savage que ha escrito. Es más, él estuvo en un sueño que tuve no hace ni una semana, el sueño más vivo que he tenido en mi vida. ¡Qué extraño que usted lo haya mencionado hoy!»
«Sí, así es. Pues era muy amigo de la familia de Queeney hasta que su madre se fugó para casarse con un italiano, un papista. A ella le disgustaba tener a un papista como padrastro, ya se lo puede imaginar. Y nunca quiso conocerlo. "Cualquiera antes que un papista", decía. "Te aseguro que hubiera preferido mil veces al negro Frank"[18]. Y aquel año quemamos trece muñecos de paja representando a Guy Fawkes; debió de ser en 1783 o 1784, poco después de la Batalla de los Santos. Después de esto se quedaron en Damplow más o menos definitivamente, las chicas, me refiero, y una prima mayor. ¡Mi querida Queeney! Me parece que ya le había hablado de ella anteriormente ¿verdad? Fue quien me enseñó matemáticas».
«Creo que sí. Estudiaba hebreo, si no recuerdo mal.»
«Exactamente. Las secciones cónicas y el Pentateuco me resultaban facilísimos con ella. ¡Mi querida Queeney! Yo creía que se quedaría solterona, a pesar de ser tan bella, porque era difícil que un hombre le propusiera matrimonio a una chica que sabía hebreo. Y era una pena, porque pensaba que una persona tan dulce debía tener muchos hijos. Sin embargo, se ha casado con el almirante, así que todo ha tenido un final feliz, aunque… ¿sabe una cosa?, él es muy viejo, tiene el pelo gris y casi sesenta años. ¿Cree usted, como médico, es decir, es posible…?»
«Possibilissima.»
«¿Ah, sí?»
«Possibile è la cosa, e naturale», cantó Stephen con voz chillona y quebradiza, totalmente distinta a la que tenía al hablar, que no era desagradable. «E se Susanna vuol, possibilissima», continuó en un tono desafinado, aunque no tanto que el fragmento de Fígaro no pudiera reconocerse.
«¿De verdad? ¿De verdad?», preguntó Jack con gran interés. Y luego, tras reflexionar unos momentos, añadió: «Podríamos tratar de cantar eso a dúo, improvisando… Ella se reunió con él en Livorno. Y yo pensando que eran mis propios méritos, reconocidos al fin, y las honrosas heridas» —se rió con ganas— «la causa de mi ascenso. Ahora, sin embargo, no tengo ninguna duda de que todo se lo debo a mi querida Queeney, ¿sabe? Pero aún no le he contado lo mejor, y esto, naturalmente, se lo debo a ella. ¡Vamos a iniciar un crucero de seis semanas en dirección sur, por la costa francesa y española, hasta el cabo de la Nao!»
«¿Ah, sí? ¿Y eso es bueno?»
«¡Sí, sí! Muy bueno. Eso significa no escoltar más convoyes, no estar atados a un atajo de malditos granujas, a torpes mercantes que van arrastrándose lentamente por el mar. Significa tener a nuestro alcance el comercio, los puertos y los suministros de franceses y españoles; esos serán nuestros objetivos. Lord Keith destacó la enorme importancia de aniquilar su comercio. Puso mucho énfasis en esto, dijo que era tan importante como cualquier gran acción de la flota y, además, mucho más provechosa. El almirante me llevó aparte y me habló largamente de ello; posee una gran agudeza. No es un Nelson, desde luego, pero sin duda es brillante. Me alegro de que le pertenezca a Queeney. Y no estamos bajo las órdenes de nadie, lo cual es estupendo. Ningún estúpido payaso me dirá: "Jack Aubrey, debe seguir hacia Livorno y llevar esos cerdos para la flota", acabando con todas las esperanzas de conseguir un botín. ¡El dinero del botín!», exclamó sonriendo y dándose palmadas en el muslo a la altura del bolsillo. Y el centinela a la puerta de la cabina, que había estado escuchando la conversación, también sonrió asintiendo con la cabeza.
«¿Le tiene mucho apego al dinero?», preguntó Stephen.
«Lo amo apasionadamente», dijo Jack. Y en su voz se notaba su sinceridad. «Siempre he sido pobre, y anhelo ser rico».
«Eso es justo», dijo el infante de marina que estaba de centinela.
«Mi querido padre también fue siempre pobre», prosiguió Jack, «pero muy generoso. Me daba como asignación cincuenta libras al año cuando yo era guardiamarina, y en aquel tiempo era una suma considerable… o lo habría sido si él hubiera podido persuadir al señor Hoare de que me la diera, después del primer trimestre. ¡Dios mío, lo que tuve que sufrir en el viejo Reso! Cuentas del rancho y la lavandería, los uniformes que se me quedaban pequeños… naturalmente que amo el dinero. Pero creo que ya deberíamos irnos; acaban de sonar dos campanadas».
Jack y Stephen iban a ser los invitados de la cámara de oficiales, donde degustarían el cochinillo comprado en Livorno. Se sumergieron en aquella penumbra y James Dillon les dio la bienvenida, junto con el segundo oficial, el contador y Mowett. La cámara de oficiales no tenía ventanas a popa, ni portas correderas, sino solamente una pequeña claraboya justo delante de ella. La peculiaridad de la construcción de la Sophie hacía que, por un lado, la cabina del capitán fuera bastante amplia (incluso espléndida, si al capitán se le hubieran podido cortar un poco las piernas), al no llevar la corbeta los cañones habituales, pero por otro, que la cámara de oficiales estuviera a un nivel más bajo que la cubierta de palos y reposara sobre una especie de plataforma parecida a un sollado.
Al principio la cena fue ceremoniosa y falta de animación, aunque estaban alumbrados por una magnífica lámpara colgante bizantina que Dillon se había llevado de una galera turca, y aunque bebían un vino extraordinariamente bueno traído por éste, pues era un hombre de buena posición, incluso rico en relación con el nivel económico general en la Armada. Todos tenían una actitud formal, exenta de naturalidad. Jack debía dar el tono de la conversación, como sabía muy bien; era lo que se esperaba de él y, además, su privilegio. Pero esa clase de deferencia, ese interés con que todos escuchaban cada comentario suyo, requería que las palabras que pronunciara fueran dignas de la atención que se les prestaba. Y esto era fatigoso para él, que estaba acostumbrado a un tipo de conversación normal, despreocupada, con sus continuas interrupciones y sus contradicciones. Aquí todo lo que él decía se daba por bueno; y pronto su ánimo empezó a decaer, agobiado bajo aquel peso. Marshall y el contador Ricketts permanecían en silencio la mayor parte del tiempo, diciendo sólo «por favor» y «gracias», y comían con enorme meticulosidad. El joven Mowett (uno de los invitados) también permanecía en silencio, desde luego; Dillon seguía insistiendo en una conversación intrascendente y, en cambio, Stephen Maturin se había sumergido en un profundo ensueño.
Fue el cochinillo el que salvó aquel melancólico festín. Al entrar a la cámara de oficiales, el despensero dio un traspiés debido a un repentino bandazo de la Sophie, y el cochinillo salió despedido de la fuente y fue a aterrizar en el regazo de Mowett. Con el alboroto y las risas que siguieron, todos volvieron a comportarse como seres humanos, manteniendo su naturalidad durante mucho tiempo, de modo que la situación alcanzó el punto que Jack deseaba desde el principio de la cena.
«Bien, caballeros», dijo después de beber a la salud del Rey. «Tengo noticias que, en mi opinión, les van a alegrar mucho, aunque debo pedirle perdón al señor Dillon por tratar de asuntos del servicio a su mesa. El almirante nos permite realizar un crucero en solitario hasta el cabo de la Nao. Y he convencido al doctor Maturin para que permanezca a bordo con nosotros y cierre nuestras heridas cuando la violencia de los enemigos del Rey nos deje maltrechos».
«¡Hurra!… ¡Qué bien!… ¡Escuchad, escuchad!… ¡Noticias estupendas!… ¡Bien!… ¡Escuchadle!», exclamaron unos y otros casi a la vez. Y sus rostros reflejaban tanta alegría y tan sincera satisfacción que Stephen se emocionó profundamente.
«A lord Keith le encantó cuando se lo dije», continuó Jack. «Me dijo que nos envidiaba enormemente, pues él no tiene médico en el buque insignia. Se quedó maravillado cuando le conté lo del cerebro del condestable y luego pidió su catalejo para ver al señor Day tomando el sol en cubierta. Al instante redactó la orden de su puño y letra, lo cual me asombró, porque nunca había oído que una orden se hubiera dado de esa forma».
Tampoco lo había oído ninguno de los allí presentes. Tenían que brindar por la orden —«tres botellas de oporto, vamos Killick»… «llena los vasos»— y mientras Stephen permanecía sentado a la mesa mirando con humildad hacia abajo, todos se levantaron y con las cabezas agachadas bajo los baos cantaron:
«¡Hurra, hurra, hurra,
Hurra, hurra, hurra,
Hurra, hurra, hurra,
Hurra!»
«No obstante, sólo hay una cosa que no me gusta», dijo Stephen mientras la orden pasaba rigurosamente por toda la mesa. «La absurda e insistente repetición de la palabra médico. "Por la presente lo nombro cirujano… se haga cargo del puesto de cirujano… junto con una asignación para su paga y el avituallamiento para su uso particular, como corresponde al cirujano de la citada corbeta". Es una definición falsa; y una definición falsa es anatema para quien aplica un razonamiento filosófico».
«Por supuesto que es anatema para quien aplica un razonamiento filosófico», dijo James Dillon. «Pero no es ese tipo de mentalidad el que existe en la Marina, sino otro que gusta de las definiciones falsas. Tomemos la palabra corbeta, por ejemplo».
«Sí», dijo Stephen cerrando los ojos a causa del intenso aroma del oporto e intentando recordar las definiciones que había escuchado.
«Bien, una corbeta, como usted sabe, es en realidad una embarcación de un palo con aparejo de velas de cuchillo. Pero en la Armada, una corbeta puede estar aparejada como un navío, es decir, puede tener tres palos.»
«O tomemos la Sophie», dijo el segundo oficial ansioso por hacer su modesta contribución. «Exactamente es un bergantín, ¿sabe doctor?, pues tiene dos palos». Y levantó dos dedos, por si Stephen, al no ser hombre de mar, no pudiera aprehender un número tan grande. «Pero en el mismo momento en que el capitán Aubrey subió a ella se convirtió en una corbeta, porque un bergantín está al mando de un teniente».
«O tomemos mi caso», dijo Jack. «Me llaman capitán, pero en realidad soy capitán de corbeta».
«O el lugar donde duermen los hombres, justo a proa», dijo el contador señalándolo. «Hablando con propiedad, oficialmente, es la cubierta de batería, aunque nunca ha habido cañones allí. Y unos la llamamos cubierta de palos —aunque nunca ha habido palos en ella tampoco— y otros la llaman cubierta de batería y a la auténtica cubierta de batería la llaman cubierta superior. O tomemos este bergantín, que no es un verdadero bergantín, ni siquiera con esa vela cuadra mayor, sino una especie de paquebote, o un hermafrodita».
«No, no, querido amigo», dijo James Dillon, «no deje nunca que una simple palabra aflija su corazón. Nominalmente son sirvientes del capitán quienes, en realidad, son guardiamarinas; tenemos inscritos en nuestros libros como marineros de primera a chicos jovencísimos que están a millas de distancia, todavía en la escuela; afirmamos que no hemos cambiado ningún brandal, cuando los estamos cambiando continuamente; y juramos muchas otras cosas que nadie cree. No, no, puede usted llamarse a sí mismo como quiera, mientras cumpla con su deber. La Armada se expresa por medio de símbolos, y a las palabras puede usted darles el significado que prefiera».