Al sonar las dos campanadas de la guardia de mañana, la Sophie navegaba a velocidad constante rumbo al este, a lo largo del paralelo treinta y nueve, con el viento en popa; no escoraba más de dos tracas bajo las juanetes, y habría podido llevar izadas las sobrejuanetes, si el grupo amorfo de barcos mercantes bajo su protección no hubiera decidido navegar muy despacio hasta que amaneciera del todo, sin duda por temor a equivocarse en la longitud.
El cielo todavía tenía un color gris, y era imposible saber si estaba despejado o cubierto con nubes muy altas, pero el mar ya tenía una tonalidad nacarada, más propia del día que de la noche, cuyos reflejos iluminaban las abultadas gavias haciéndolas brillar como perlas grises.
«Buenos días», dijo Jack al centinela de la puerta.
«Buenos días, señor», dijo el centinela adoptando la posición de atención.
«Buenos días, señor Dillon.»
«Buenos días, señor», respondió éste llevándose la mano al sombrero.
Jack comprobó el estado del tiempo y la orientación de las velas, y advirtió la posibilidad de un buen amanecer, mientras aspiraba profundamente el aire puro, pues acababa de salir de la atmósfera cargada de la cabina. Se volvió y fue hasta la batayola, vacía de coyes a aquella hora del día, y observó los barcos mercantes. Allí estaban todos, dispersos en una zona no muy amplia, y enredado en su jarcia estaba Saturno, tan bajo en el horizonte que él, en un principio, lo había tornado por un lejano fanal de popa o una luz del palo mayor extraordinariamente grande. Miró a barlovento y vio una hilera de gaviotas adormiladas que, sin mucho ánimo, se disputaban sobre una ola sardinas o anchoas o tal vez pequeños arenques. El crujir de las poleas al tirar suavemente de los cabos y las velas, la actividad de cubierta y la línea curva que formaban los cañones delante de él, inundaron su corazón de felicidad y estuvo a punto de dar un salto allí mismo.
«Señor Dillon», dijo sobreponiéndose al deseo de estrecharle la mano al primer oficial, «después del desayuno tendremos que pasar revista a la tripulación y organizar las guardias y el alojamiento».
«Sí, señor. Ahora hay desorden porque la nueva dotación está aún por clasificar.»
«Al menos tenemos muchos tripulantes y podríamos luchar fácilmente por ambos lados a la vez, lo cual es más de lo que tiene cualquier navío de guerra. Aunque me temo que nos han dejado lo peor de la dotación del Burford. Me pareció que había una cantidad desproporcionada de hombres de lord Mayor entre ellos. Supongo que no habrá antiguos tripulantes del Charlotte.»
«Sí, señor, tenemos uno: ese hombre sin pelo y con un pañuelo rojo en el cuello. Era un gaviero de proa, pero parece estar todavía muy aturdido y azorado.»
«Un suceso muy triste», dijo Jack sacudiendo la cabeza.
«Sí», dijo James Dillon mirando al vacío y viendo cómo una lengua de fuego ascendía en el aire y enormes llamas se extendían desde la perilla de los mástiles hasta la línea de flotación, en un navío con ochocientos hombres a bordo. «El crujir de las llamas se podía oír a una milla o más de distancia. Y a veces brotaba una llamarada que se elevaba en el aire crepitando y ondeando como una gran bandera. Era una mañana como ésta, tal vez un poco más avanzado el día».
«Si no recuerdo mal, usted lo presenció. ¿Tiene alguna idea de cuál fue la causa? La gente habla de una máquina infernal que subió a bordo un italiano al servicio de Boney[12].»
«Por lo que he oído, algún estúpido almacenó paja en la entrecubierta, junto al tubo con la mecha retardada para los cañonazos de señales. La paja ardió y una llamarada alcanzó inmediatamente la vela mayor. Fue tan de repente que no pudieron llegar a los palanquines.»
«¿Pudo usted salvar a algún tripulante?»
«Sí, a algunos. Recogimos a dos marineros y a un artillero de popa que estaba terriblemente quemado. Se salvaron muy pocos, alrededor de cien, me parece. No fue nada digno en absoluto. Se hubieran podido salvar muchos más, pero los botes se resistían a avanzar.»
«Seguramente estaban pensando en la batalla del Boyne [13].»
«Sí. Los cañones del Charlotte se disparaban al ser alcanzados por el fuego, y todos sabían que en cualquier momento la santabárbara podría explotar; pero aun así… Todos los oficiales con los que hablé me dijeron lo mismo: no había modo de hacer que los botes se aproximaran. Lo mismo ocurría con mi tripulación, íbamos en un cúter alquilado, el Dart.»
«Sí, sí, ya lo sabía», dijo Jack con una expresiva sonrisa.
«… tres o cuatro millas con el viento en popa, y tuvimos que arribar para acercarnos. Pero no hubo forma de inducir a los hombres a que remaran enérgicamente. No podía decirse que ninguno de los marineros ni de los grumetes le temiera al fuego de los cañones, sino que era un grupo que tenía un comportamiento inmejorable en el abordaje, o respondiendo a una batería costera, o en cualquier cosa que se le mandara. Y los cañones del Charlotte no nos apuntaban, desde luego, sino que disparaban al azar. Pero no, el sentimiento que había en el cúter era por completo diferente, muy distinto del experimentado en una acción de guerra o al pasar una horrible noche en peligro. Y poco se puede conseguir con una tripulación tan mal dispuesta.»
«Nada», dijo Jack. «Ni se puede forzar una mente dispuesta». Se acordó de su conversación con Stephen Maturin y añadió: «Es una contradicción». Podría haber añadido que una tripulación con sus hábitos totalmente alterados, con el sueño interrumpido y privada de sus rameras, tampoco era la mejor de las armas, pero sabía que cualquier comentario en un barco de setenta y ocho pies y tres pulgadas de eslora era como una declaración pública. Además, el oficial de derrota y el timonel estaban muy cerca. El oficial de derrota dio la vuelta al reloj de arena, y cuando los primeros granos iniciaron su aburrido descenso hacia la ampolleta de la que apenas habían acabado de salir, llamó con voz grave, como de guardia nocturna, «¡George!», y el infante de marina que estaba de centinela se adelantó y dio tres campanadas.
Ahora ya no había dudas sobre el cielo, tenía un purísimo color azul de norte a sur, tan sólo con una ligera sombra violeta al oeste.
Jack se encaramó al pasamanos de barlovento, se colgó de los obenques y subió por los flechastes. «Esto puede no parecer muy digno de un capitán», pensó deteniéndose debajo del aparejo de la cofa para ver qué holgura se podría dar a la verga con jaretas cruzadas y bien zalladas. «Quizás debería subir por la boca de lobo». Desde la invención de estas plataformas llamadas cofas que se colocaban en la parte superior del palo, los marineros, por pundonor, han tratado de llegar hasta ellas por un camino raro y tortuoso, subiéndose por las arraigadas, que van desde las jaretas en el cuello del palo macho hasta las chapetas en el canto de la cofa. Se agarran a éstas y trepan como arañas, colgando de espaldas a unos veinticinco grados de la vertical, hasta que alcanzan la cercha de la cofa y se suben a ella, ignorando totalmente el orificio cuadrado, junto al palo mayor, más práctico, que es la culminación natural del camino por los obenques: un camino directo, seguro, con sencillos peldaños, desde la cubierta hasta la cofa. Este orificio, esta boca de lobo, puede decirse que no la usa nadie, excepto quienes nunca han navegado o personas de alto rango, y cuando Jack pasó a través de ella le dio un susto tan tremendo al marinero Jan Jackruski que éste profirió un débil grito. «Pensé que era usted el demonio del barco», dijo en polaco.
«¿Cómo se llama usted?», dijo Jack.
«Jackruski, señor. Por favor, gracias», dijo el polaco.
«Tenga cuidado, Jackruski», dijo Jack subiendo con facilidad por los obenques del mastelero. Se detuvo en el tope, pasó un brazo por los obenques de la juanete y se apoyó cómodamente en las crucetas. Muchas horas había pasado allí castigado cuando era joven, de hecho había empezado a subir allí siendo tan pequeño que podía sentarse fácilmente en la cruceta central con las piernas colgando; entonces se inclinaba hacia delante, se apoyaba en el palo con los brazos doblados y se dormía, quedando bien encajado a pesar de los giros violentos del asiento. ¡Cómo dormía en aquel tiempo! Siempre tenía sueño o hambre o ambas cosas a la vez. ¡Y qué peligrosa le parecía aquella altura! El tope estaba más alto, mucho más alto en su querido Theseus —alrededor de ciento cincuenta pies— ¡y cómo se balanceaba en el cielo! Se mareó una vez en el tope del Theseus, y su cena desapareció rápidamente por los aires, y nunca más se supo de ella. Con todo, esta altura era cómoda. Ochenta y siete pies menos la profundidad de la sobrequilla, o sea, algo más de setenta y cinco. Desde allí podía observar el horizonte hasta una distancia de diez u once millas. Recorrió con la mirada todas esas millas a barlovento. Estaban totalmente desiertas. Ni una vela, ni la más mínima grieta en la tensa línea del horizonte. La juanete que estaba por encima de él de pronto tomó un color dorado. Luego, a dos grados por la amura de babor, apareció el sol naciente con el borde brillante y su radiante luz. Por unos momentos, sólo Jack quedó iluminado, como un elegido. Después la luz alcanzó la gavia, se deslizó a lo largo de ella hasta llegar al pico de la vela cangreja y por último a cubierta, inundándola de proa a popa. A Jack se le nublaron los ojos por las lágrimas, y éstas comenzaron a rodar por sus mejillas. Pero no bajaban una tras otra, sino desordenadamente, dos, cuatro, seis, ocho, gotas redondas que volaban hacia sotavento a través del luminoso aire.
Inclinándose para ver por debajo de la juanete, observó a sus protegidos, los barcos mercantes: dos pingues, dos paquebotes, una gata del Báltico y el resto barcaslongas. Todos estaban allí y el último empezaba a hacerse a la vela. Ya el sol había empezado a calentar, y una deliciosa pereza invadió sus miembros.
«Esto no saldrá bien», dijo. Había demasiadas cosas de las que ocuparse allí abajo. Se sonó la nariz, y con los ojos fijos en la gata cargada de espato, estiró la mano hacia la burda de barlovento. Se agarró a ella mecánicamente, sin pensarlo, como si se tratara del pomo de la puerta de su casa, y se deslizó suavemente hasta cubierta mientras pensaba: «Uno de los campesinos recién llegados en cada brigada de artilleros podría dar buen resultado».
Cuatro campanadas. Mowett levantó la corredera, esperó a que la marca roja se desplazara hacia atrás y gritó: «¡Girar!». El oficial de derrota gritó «¡Parar!» veintiocho segundos más tarde, sin perder de vista la pequeña ampolleta. Mowett hizo una baga en el cordel, casi en el tercer nudo, de una sacudida levantó el espiche y apuntó con tiza en la tablilla «tres nudos». El oficial de derrota corrió hacia el reloj grande de las guardias, le dio la vuelta y gritó con voz firme y rotunda: «¡George!». El centinela se adelantó y tocó enérgicamente cuatro campanadas. Un instante después se armó la barahúnda, es decir, la barahúnda para Stephen Maturin, que se despertaba en ese momento y oía por primera vez en su vida los extraños aullidos del contramaestre y sus ayudantes repitiendo a intervalos completamente arbitrarios «¡Plegar los coyes!». Oyó un ruido de pasos apresurados y una voz fuerte y terrible que decía: «¡Todos arriba, todos arriba! ¡Fuera o abajo! ¡Fuera o abajo! ¡A despertarse y levantarse! ¡Levantarse y lavarse! ¡Levantarse! ¡Fuera o abajo! ¡Allá voy, con un cuchillo afilado y la conciencia tranquila!» Oyó tres golpes secos, pues a tres de los campesinos, profundamente dormidos, les habían cortado el coy. Oyó juramentos, risas, y el impacto de un cabo cuando un ayudante del contramaestre la emprendió con un tripulante adormecido y desconcertado, y luego un estrépito aún mayor cuando cincuenta o sesenta hombres corrían por las escotillas con sus coyes para estibarlos en la batayola.
En cubierta, los gavieros de proa habían colocado la bomba de tronco de olmo, con su sonido jadeante. Y con el agua que ellos bombeaban, los hombres del castillo de proa limpiaban el propio castillo, los de la cofa del mayor limpiaban la parte de estribor del alcázar, y los hombres del alcázar limpiaban el resto. Y lo pulían todo con piedra arenisca hasta que el agua tomaba un aspecto lechoso por la mezcla de diminutas astillas de madera, estopa y brea. Los grumetes y los desocupados —hombres que apenas realizaban trabajos en todo el día— trabajaban en la bomba de cangilones para eliminar el agua acumulada durante la noche en las sentinas, y la brigada de artilleros mimaba los catorce cañones de cuatro. Pero ninguno de ellos había sentido el impresionante efecto de aquellos pasos en tropel.
«¿Habrá alguna emergencia?», se preguntó Stephen saliendo rápidamente, aunque con cautela, de su litera colgante. «¿Una batalla? ¿Fuego? ¿Una vía de agua incontrolada? ¿Estarán demasiado ocupados para advertirme o se habrán olvidado de que estoy aquí?». Se puso los calzones lo más rápido que pudo y, al enderezarse con un movimiento brusco, chocó contra un bao con tal fuerza que se tambaleó y llevándose las manos a la cabeza cayó sobre una taquilla.
Alguien le hablaba. «¿Qué ha dicho usted?», preguntó observándolo en medio del dolor.
«Le he preguntado si se había dado un golpe en la cabeza, señor.»
«Sí», respondió Stephen mirándose la mano. Para su sorpresa, no estaba cubierta de sangre, no había ni la más mínima mancha.
«Son estos viejos baos, señor», respondió el hombre en ese tono extraordinariamente llano, didáctico, que se usa en el mar con los de tierra adentro y en tierra con los imbéciles. «Debe tener cuidado, porque están muy bajos». Stephen lo miró con tanta malevolencia que el despensero recordó que debía darle un mensaje y le dijo: «¿Le apetecería una o dos chuletas para desayunar, señor? ¿Un buen filete? Matamos un buey en Mahón y hay unos filetes excelentes».
«¡Ah, está usted ahí, doctor!», exclamó Jack. «Buenos días tenga usted. Espero que haya dormido».
«Muy bien, por cierto, se lo agradezco. A fe mía que estas literas colgantes son un invento estupendo.»
«¿Qué le apetecería para desayunar?»
«Desde cubierta he sentido el olor del bacon de la cámara de oficiales y estaba pensando que es el aroma más fino que he olido en mi vida; y los árabes, que tienen prohibido catar el cerdo, que se fastidien. ¿Qué me dice de unos huevos con bacon y después un filete y café?»
«Piensa usted completamente igual que yo», dijo Stephen, que tenía grandes atrasos que recuperar en materia de víveres. «Y me imagino que también habrá cebollas, ideales para combatir el escorbuto». La palabra cebollas le trajo al olfato su aroma al freírse y al paladar su especial textura, fuerte pero untosa. Tragó con dificultad. «¿Qué está pasando?», preguntó, porque los aullidos y el terrible estrépito, como de animales enloquecidos, habían vuelto a empezar.
«Están llamando a la tripulación a desayunar», dijo Jack sin darle importancia. «Dése prisa con ese bacon, Killick. Y con el café. Estoy muerto de hambre».
«¡Qué bien he dormido!», dijo Stephen. «Un sueño profundo, profundo, reparador y tonificante. Ningún hipnótico ni tintura de láudano podrían igualarlo. Pero me avergüenzo de mi aspecto tan desagradable. He dormido hasta tan tarde que no me he afeitado todavía, y en cambio usted va arreglado como un novio. Discúlpeme un momento».
«Fue un cirujano naval, en Haslar», dijo al volver bien afeitado, «el que inventó esas modernas ligaduras arteriales cortas. Pensé en él cuando me pasaba la hoja de afeitar cerca de la carótida externa. Cuando hay marejada, seguramente se producirán muchas horribles incisiones».
«Bueno, no, yo no diría que es así», dijo Jack. «Es cuestión de práctica, me imagino. ¿Café? Lo que sí tenemos son montones de abdómenes a punto de reventar —¿cuál es la palabra científica?— y sífilis.»
«Hernia. Me sorprende usted.»
«Hernia, exactamente. Muy común. Creo que la mitad de los desocupados deben estar herniados en mayor o menor medida, por eso les damos las tareas más ligeras.»
«Bien, no es tan sorprendente ahora que pienso en la naturaleza del trabajo de un marinero. Y la naturaleza de sus diversiones explica la incidencia de la sífilis, desde luego. Recuerdo haber visto cuadrillas de marineros en Mahón, llenos de gran regocijo, bailando y cantando con deplorables mujerzuelas. Me acuerdo de hombres del Audacious, y del Phaëton, pero no recuerdo a ninguno de la Sophie.»
«No. Los hombres de la Sophie eran un grupo tranquilo en tierra. Pero, de todos modos, no tenían nada de qué o con qué regocijarse. Ninguna presa, por lo tanto ningún dinero. Sólo el dinero del botín permite al marinero levantar una polvareda en tierra, porque su paga es muy escasa. ¿Qué me dice ahora de un filete y de otra taza de café?»
«Con muchísimo gusto.»
«Espero tener el placer de presentarle al primer oficial durante la cena. Parece ser un buen marino y un caballero. Él y yo tendremos una mañana muy ocupada: hay que clasificar a la tripulación y asignarle sus obligaciones; como nosotros decimos, distribuir y alojar. Y tengo que buscar un repostero para usted y otro para mí, y también un timonel. El cocinero de la cámara de oficiales podrá servir.»
«Vamos a pasar revista a la tripulación, por favor, señor Dillon», dijo Jack.
«¡Señor Watt!», dijo James Dillon. «¡Todos a pasar revista!»
El contramaestre pasó la orden y sus ayudantes bajaron corriendo mientras gritaban: «¡Todos a cubierta!» Inmediatamente, la cubierta de la Sophie, entre el palo mayor y el castillo de proa, parecía un hormiguero. Acudió toda la dotación, incluso el cocinero secándose las manos en el delantal, con el que hizo una bola que se metió debajo de la camisa. Sentían bastante incertidumbre, allí colocados a babor, pensando en la doble guardia, con los recién llegados amontonándose inseguros entre ellos, con aspecto andrajoso, miserable y afligido.
«Todos preparados para pasar revista, señor, cuando usted quiera», dijo James Dillon descubriéndose.
«Muy bien, señor Dillon», dijo Jack. «Adelante».
Requerido por el contador, el escribiente se acercó con el rol, y el primer oficial de la Sophie comenzó a decir los nombres: «Charles Stallard».
«Aquí, señor», dijo Charles Stallard, marinero de primera, voluntario del San Fiorenzo, enrolado en la Sophie el 6 de mayo de 1795, cuando contaba veinte años. Ninguna anotación bajo «Desorden», ninguna bajo «Venéreas», ninguna bajo «Enfermería». Había enviado diez libras desde el extranjero. Sin duda era un hombre valioso. Pasó a estribor.
«Thomas Murphy.»
«Aquí, señor», dijo Thomas Murphy. Y mientras se colocaba junto a Stallard se llevó el nudillo del dedo índice a la frente, un gesto que hacían todos los hombres en Assei y Assou, donde nunca habían visto a un cristiano hasta la llegada de James Dillon. Era uno de esos marineros de primera nacidos en Bengala y empujados hasta aquí quién sabe por qué extraños vientos. Y todos ellos, a pesar de haber permanecido muchos años en la Armada real, seguían llevándose la mano a la frente y luego al corazón, con una breve inclinación de cabeza.
«John Codlin. William Witsover. Thomas Jones. Francis Lacanfra. Joseph Bussell. Abraham Vilheim. James Courser. Peter Peterssen. John Smith. Giuseppe Laleso. William Cozens. Lewis Dupont. Andrew Karouski. Richard Henry…», y la lista continuó, dejando de contestar solamente el condestable, que estaba enfermo, y un tal Isaac Wilson, hasta terminar con los recién llegados y los grumetes. Ochenta y nueve almas, contando oficiales, marineros, grumetes e infantes de marina.
Luego empezó la lectura de las Ordenanzas Militares, que a menudo iba seguida de un servicio religioso, y puesto que en la mente de la mayoría de los tripulantes ambas ceremonias estaban íntimamente relacionadas, sus rostros adoptaban una expresión profundamente devota al escuchar las palabras «para el mejor gobierno de las naves, los navíos de guerra y las fuerzas navales de Su Majestad, de las cuales, bajo la providencia divina, depende la salud, seguridad y fortaleza de su reino. Habiendo sido promulgadas las ordenanzas por Su Excelentísima Majestad el Rey, por y con el consejo espiritual y temporal y el consentimiento de los lores y comunes reunidos, hoy, en este Parlamento, y por la autoridad de los mismos, que en y a partir del veinticinco de diciembre de mil setecientos cuarenta y nueve, se cumplirán y ejecutarán los artículos y órdenes que aparecen a continuación, tanto en la paz como en la guerra, en la forma que a continuación se describe», una expresión que mantuvieron durante toda la lectura, que no cambió al oír «todos los oficiales de la corona, y todos cuantos, estando o perteneciendo a las naves o navíos de guerra de Su Majestad, siendo culpables de blasfemias, insultos, maledicencia, embriaguez, falta de aseo u otras acciones vergonzosas, recibirán el castigo que el consejo de guerra considere adecuado imponerles». Ni cambió al repetir el eco «sufrirán pena de muerte». «Todo oficial de la corona, capitán y comandante de la flota que no… anime a los oficiales y demás inferiores a luchar valientemente sufrirá pena de muerte… Si algún miembro de la flota pide tregua o se rinde cobardemente y es hallado culpable en consejo de guerra, sufrirá pena de muerte. Todo el que por cobardía, negligencia o descontento se abstenga de perseguir a los enemigos, piratas o rebeldes, vencidos o fugados… sufrirá pena de muerte… Todo oficial, marinero, soldado u otra persona perteneciente a la flota que golpee, desenvaine o haga el gesto de hacerlo, o empuñe cualquier arma contra un oficial superior, sufrirá pena de muerte… Toda persona de la flota que cometiera el detestable y pervertido acto de sodomía con hombre o animal será castigado con la pena de muerte». La muerte figuraba en todos los artículos; e incluso cuando las palabras eran totalmente incomprensibles, la muerte tenía un tono claramente conminatorio y levítico, y la tripulación sentía un hondo placer. Era a lo que estaban acostumbrados, lo que escuchaban cada primer domingo de mes y en acontecimientos extraordinarios como éste. Sentían que les reconfortaba el espíritu, y al llegar el cambio de guardia estaban más calmados.
«Muy bien», dijo Jack. «¡Haga la señal veintitrés con dos cañonazos por sotavento! Señor Marshall, izaremos la carbonera y la trinquetilla, y tan pronto como vea que el pingue se acerca con el resto del convoy, largue las sobrejuanetes. Señor Watt, encargúese de que el velero y sus ayudantes se pongan enseguida a trabajar en la vela cuadra mayor y que los nuevos tripulantes pasen a popa uno a uno. ¿Dónde está el escribiente? Señor Dillon, vamos a preparar el reparto de las guardias. Doctor Maturin, permítame que le presente a los oficiales…» Esa fue la primera vez que Stephen y James se encontraron frente a frente en la Sophie, pero Stephen ya había visto aquella flameante coleta roja con una cinta negra, y estaba preparado. A pesar de ello, sintió un impacto tan fuerte al reconocerlo que, automáticamente, su rostro reflejó una fría reserva y una velada agresividad. Para James Dillon, el impacto fue mucho mayor. Con las prisas y la actividad de las veinticuatro horas anteriores no había tenido la oportunidad de oír el nombre del nuevo cirujano. Pero aparte de un ligero cambio de color, su rostro no dejó traslucir ninguna emoción. «Estaba pensando», le dijo Jack a Stephen después de las presentaciones, «si le divertiría dar una ojeada a la corbeta, mientras el señor Dillon y yo hacemos nuestro trabajo, o si preferiría quedarse en la cabina».
«Le aseguro que nada me proporcionaría mayor placer que echarle un vistazo a la embarcación», dijo Stephen. «Un complejo muy elegante de…» y su voz se desvaneció.
«Señor Mowett, tenga la bondad de mostrarle al doctor Maturin todo lo que le interese ver. Acompáñelo a la cofa del mayor, que ofrece una vista espléndida. Supongo que no le temerá a un poco de altura, mi querido amigo».
«¡Oh, no!», dijo Stephen mirando vagamente a su alrededor.
James Mowett era un joven delgado, de unos veinte años. Iba vestido con pantalones de loneta y una camiseta rayada de Guernesey, una prenda de punto que le daba el aspecto de una oruga; y llevaba un cable con un pasador alrededor del cuello, porque estaba a punto de tomar parte en el aparejo de la vela cuadra mayor. Observó a Stephen con atención, tratando de saber qué clase de hombre era, y con esa mezcla de fácil gracejo y amable deferencia que muestran espontáneamente tantos marineros, hizo una breve inclinación de cabeza y dijo: «Bien, señor, ¿por dónde prefiere empezar? ¿Quiere que vayamos directamente a la cofa? Desde allí podrá divisar toda la actividad de cubierta».
Toda la actividad de cubierta se concentraba en unas diez yardas a popa y dieciséis en la parte anterior de la corbeta, y era perfectamente visible desde donde estaban. Sin embargo, Stephen dijo: «Vamos a subir de todas maneras. Pase usted delante y yo imitaré sus movimientos lo mejor que pueda».
Observó atento cómo Mowett subía ágilmente los flechastes y luego, con la mente lejos de allí, subió muy despacio tras él. James Dillon y él habían pertenecido a Irlandeses Unidos, una sociedad que en los últimos nueve años había pasado por diferentes fases: de ser una asociación pública y abierta que reclamaba la emancipación de presbiterianos, disidentes y católicos y, además, un gobierno representativo para Irlanda, había pasado a ser una sociedad secreta y proscrita, luego un cuerpo armado en abierta rebelión, y finalmente una reserva de acorralados y vencidos. El levantamiento había sido reprimido entre los horrores acostumbrados, y a pesar del perdón general, las vidas de los cabecillas más importantes estaban en peligro. Muchos habían sido traicionados ya desde el comienzo, como el propio lord Edward Fitzgerald, y muchos se habían retirado, sospechando incluso de sus propias familias, porque los sucesos habían dividido de forma espantosa a la sociedad y a la nación. Stephen Maturin no temía a la traición, ni tampoco temía por su vida, porque no la valoraba. Pero había padecido tanto, debido a las innumerables tensiones, rencores y odios que provoca una rebelión frustrada, que no podía soportar ningún otro desengaño, ni la confrontación, la hostilidad ni la recriminación, ni tampoco la frialdad de un amigo o algo peor. Siempre hubo grandes desacuerdos en el seno de la asociación, y ahora, cuando sólo quedaban sus ruinas, era imposible saber qué pensaba cada uno, pues se había perdido el contacto diario.
No temía por su vida, no conscientemente. Pero ahora su cuerpo estaba en lo alto, a mitad de camino entre los obenques, y le comunicó a su mente una sensación de enorme terror. Cuarenta pies no son una gran altura, pero parecen mucho más altos, etéreos y precarios cuando no hay nada más bajo los pies que una inconsistente escalerilla de cuerdas, flexible y movediza. Y cuando Stephen había recorrido las tres cuartas partes del camino, los gritos de «¡Amarrar!» en cubierta indicaron que la carbonera y la trinquetilla ya estaban izadas y las escotas cazadas. Las velas se hincharon y la Sophie escoró una traca o dos, al tiempo que guiñaba a sotavento. Stephen bajó la mirada y vio el pasamanos pasando lentamente bajo sus pies y luego, justo debajo de él, las aguas cristalinas del inmenso mar. Se agarró a los flechastes con fuerza cataléptica y no continuó el ascenso; permaneció allí, con los miembros extendidos, mientras la fuerza de gravedad y la centrífuga, el pánico irracional y el terror racional actuaban sobre su cuerpo inmóvil y agarrotado, ora empujándolo hacia el frente, de modo que el entramado cuadriculado que formaban los obenques y flechastes se le marcaba por delante, ora empujándolo hacia atrás haciéndolo balancearse como una camisa tendida al sol para secarse.
A su izquierda, una figura descendió por la burda y unas manos lo sujetaron suavemente por los tobillos. Era Mowett, que le decía con su voz alegre y juvenil: «Siga subiendo, señor. Agárrese a los obenques, a los superiores, y mire hacia arriba. Vamos allá». Su pie derecho fue colocado firmemente en el siguiente flechaste y luego el izquierdo; y después de sentir otro tirón hacia atrás, más espantoso todavía, y de balancearse cerrando los ojos y conteniendo la respiración, la boca de lobo recibió su segundo visitante del día. Mowett había subido rápidamente por las arraigadas y estaba allí en la cofa esperándolo para tirar de él.
«Esta es la cofa del mayor, señor», dijo pretendiendo no darse cuenta de la expresión agotada de Stephen. «La otra de allí es la cofa del trinquete».
«Aprecio mucho su amabilidad al ayudarme a subir hasta aquí», dijo Stephen. «Muchas gracias».
«¡Oh, señor!», dijo Mowett. «Le ruego… Y esta vela es la carbonera, la que acaban de izar debajo de nosotros. Y esa de delante es la trinquetilla, sólo podrá verla en un navío de guerra».
«¿Esos triángulos? ¿Cómo les llaman, trinquetillas?», preguntó Stephen, hablando por hablar.
«Sí, señor. Están aparejadas en los estayes y se deslizan por ellos como cortinas con esas anillas que nosotros en el mar llamamos garruchos. Antes teníamos aros, pero el año pasado, cuando estuvimos en Cádiz, aparejamos con garruchos y van mucho mejor. Los estayes son esos cabos gruesos que bajan oblicuamente, en dirección a proa.»
«Y su función es extender estas velas, ya veo.»
«Bien, señor, para serle sincero, sí las extienden. Pero, en realidad, sirven para sujetar los palos y mantenerlos hacia delante, o sea, impedir que caigan hacia atrás cuando la corbeta cabecea.»
«¿Así que los palos necesitan estar sujetos?», preguntó Stephen caminando con cuidado por la plataforma y acariciando la punta cuadrada del palo macho y la base redondeada del mastelero: dos robustos pilares paralelos, unidos longitudinalmente en un tramo de tres pies, contando la hendidura. «No se me hubiera ocurrido».
«¡Dios mío, señor! Si no, darían vueltas y caerían por la borda. Los obenques los sujetan lateralmente y las burdas por detrás.»
«Ya comprendo. Y dígame», dijo Stephen tratando de que el joven siguiera hablando al precio que fuera, «dígame, ¿para qué sirve esta plataforma, y por qué el palo es doble a partir de este punto? ¿Y para qué sirve este martillo?»
«¿La cofa, señor? Bien, aparte de servir para el aparejo y para subir cosas, es muy práctica para los soldados con armas ligeras, en acciones cuerpo a cuerpo. Pueden disparar a la cubierta del enemigo y lanzarle botes fétidos y granadas. Y luego, estas placas para obenques en las cercha aguantan las vigotas para los obenques del mastelero. La cofa proporciona una base amplia para asegurar los obenques, pues tiene un diámetro de diez pies aproximadamente. Y arriba es igual. Están las crucetas, que distribuyen los obenques de la juanete. ¿Las ve allí, señor? Allí arriba, donde está el serviola, después de la verga de la gavia.»
«Supongo que todo este lío de cuerdas, maderas y lonas no se puede describir sin usar términos náuticos. Sería imposible hacerlo de otra forma.»
«¿Sin usar términos náuticos? Me parecería raro, señor, pero si usted lo prefiere, lo intentaré.»
«No; porque a la mayoría sólo se les conoce por esos nombres, me imagino». Las cofas de la Sophie tenían candeleros de hierro para los barandales que protegían a sus ocupantes durante las batallas. Stephen se sentó entre dos de ellos con un brazo alrededor de cada uno y las piernas colgando; le reconfortaba sentirse anclado, allí aferrado al metal y con sólida madera bajo su trasero. Ahora el sol ya estaba muy alto en el cielo y trazaba sobre la blanca cubierta un claroscuro con líneas geométricas y curvas únicamente quebradas por la masa amorfa de la vela cuadra mayor que el velero y sus hombres habían desplegado sobre el castillo de proa. «Imaginemos que hubiera que sacar este palo», dijo estirando la cabeza hacia delante, porque aparentemente Mowett temía hablar demasiado, aburrirlo o instruirlo más de lo requerido por su posición, «e imaginemos que hay que nombrar las cosas principales desde la base a la cabeza».
«Este es el palo trinquete, señor. A la base la llamamos palo macho del trinquete o simplemente palo trinquete. Tiene unos cuarenta y nueve pies de altura y está apoyado en la sobrequilla. A ambos lados está sujeto por obenques, tres pares a cada lado, y por delante por el estay del trinquete, que baja hasta el bauprés. Además, por si el estay del trinquete se rompe, está el otro cabo que baja paralelo a él, el contraestay. Luego, aproximadamente a un tercio de la altura total del palo, está la collera del estay mayor. El estay mayor parte de ahí y sirve de sostén al palo mayor, que tenemos justo aquí debajo.»
«Así que esto es el estay mayor», dijo Stephen, echándole un vistazo. «Lo he oído mencionar a menudo. Un cabo bien macizo, sin duda».
«Mide diez pulgadas, señor», dijo Mowett con orgullo. «Y el contraestay siete. Luego viene la verga del trinquete, pero quizás sería mejor que acabara con los palos antes de empezar con las vergas. ¿Ve la cofa del trinquete, similar a ésta donde nos encontramos ahora? Descansa sobre los palos de caballetes y crucetas próximos al extremo del palo trinquete. El último trozo del trinquete es doble, porque se junta con el mastelero, igual que estos dos de aquí. El mastelero es ese palo de arriba empalmado al trinquete, ese trozo más delgado que sube por encima de la cofa. Se guinda desde abajo y se fija al palo macho, del mismo modo que un infante de marina ajusta la bayoneta a su fusil; se sube por entre los palos de los caballetes y cuando está lo bastante alto se mete en el orificio donde va encajado y se le pone una cuña que se ajusta dándole golpes con la maza, que es aquel martillo, por el que me preguntó antes, y cantamos "¡Eh, calzado!" y…», la explicación continuó con viveza.
«Castlereagh colgando de un palo y Fitzgibbon del otro», pensaba Stephen profundamente abatido.
«… y se sujeta por delante también al bauprés. Si estira la cabeza por este lado, podrá ver una punta de la trinquetilla del palo trinquete».
Su voz le llegaba a Stephen como una agradable melodía de fondo mientras trataba de poner en orden sus pensamientos. Entonces Stephen notó una pausa expectante: las palabras «palo trinquete» y «estire la cabeza» la habían precedido.
«¡Ajá!», dijo. «¿Y cuánto mide el palo trinquete?»
«Treinta y un pies, señor, lo mismo que éste de aquí. Bien, justo por encima de la cofa del trinquete está la collera del estay del palo mayor, que soporta este mastelero justo encima de nosotros. Luego vienen los caballetes y crucetas del mastelero, donde se sitúa el otro serviola, y después el mastelerillo. Se guinda y se fija de la misma forma que el mastelero, sólo que los obenques son menos gruesos, naturalmente. Se sujeta por delante al botalón, esa percha que sobresale del bauprés, ¿la ve? Podría decirse que es el mastelero del bauprés. Mide veintitrés pies y seis pulgadas. El mastelerillo, me refiero, no el botalón, que mide veinticuatro pies.»
«Es una delicia escuchar a un hombre que conoce su profesión tan a conciencia. Es usted muy preciso, señor.»
«¡Ah, ya me gustaría que los capitanes opinaran como usted, señor!», exclamó Mowett. «La próxima vez que atraquemos en Gibraltar, volveré a pasar el examen de teniente de navío. Tres capitanes de navío formulan las preguntas a los candidatos. La última vez, un capitán diabólico me preguntó cuántas brazas necesitaría para la araña de la vela mayor y qué longitud tenía la telera. Ahora podría responderle: hacen falta cincuenta brazas de un cabo de tres cuartos de pulgada, aunque nadie lo creería, y la telera mide catorce pulgadas. Creo que sería capaz de decirle las medidas de cualquier cosa que pudiera medirse, menos las de la nueva verga mayor, que mediré con mi cinta antes de la cena. ¿Desearía saber otras medidas, señor?»
«Quisiera saber la medida de todas las cosas.»
«Bien, señor, la quilla de la Sophie mide cincuenta y nueve pies de longitud; la batería mide setenta y ocho pies y tres pulgadas; y el calado es de diez pies y diez pulgadas. El bauprés mide treinta y cuatro pies, y ya le he descrito todos los palos excepto el palo mayor, que mide cincuenta y seis pies. La verga de la gavia mayor, la que tenemos encima, señor, mide treinta y un pies y seis pulgadas; la de la juanete mayor, que está encima de aquella, veintitrés pies y seis pulgadas; y la sobre mayor, arriba del todo, quince pies y nueve pulgadas. Y las velas escandalosas… pero debería hablarle antes de las vergas, señor ¿no le parece?»
«Quizás sí.»
«En realidad, son muy sencillas.»
«Me alegra saberlo.»
«Empezaremos por el bauprés. Hay una verga que lo cruza, con la vela cebadera aferrada. Esa es la verga cebadera, naturalmente. Luego, pasando al palo trinquete, la de abajo es la verga trinquete y la gran vela cuadra aferrada a ella es la trinquete; por encima de ésta cruza la verga del velacho, luego la verga de la juanete de proa y por último la verga de la pequeña sobrejuanete con la vela aferrada. En el palo mayor es lo mismo, sólo que la verga mayor, la que está debajo de nosotros, no tiene ninguna vela envergada; si la tuviera se llamaría vela cuadra mayor, porque con este tipo de jarcia se pueden izar dos velas mayores: la vela cuadra mayor, que se coloca en la verga, y la vela cangreja, allí detrás de nosotros, una vela de cuchillo envergada en un cangrejo por arriba y una botavara por abajo. La botavara tiene cuarenta y dos pies y nueve pulgadas, señor, y diez pies y media pulgada de grosor.»
«¿Ah, sí? ¿Diez pies y media pulgada?» ¡Qué absurdo fue aparentar que no conocía a James Dillon! Una reacción muy infantil; la más corriente y peligrosa de todas.
«Ahora, para acabar con las velas cuadras, tenemos las escandalosas, señor. Sólo se despliegan cuando el viento viene de través, y se colocan por fuera de los grátiles, es decir, los bordes de las velas cuadras, y se extienden por los botalones que sobresalen de la verga, mediante zunchos de hierro. Puede verlo desde aquí con toda claridad.»
«¿Qué es eso?»
«El contramaestre llamando a la tripulación a izar velas. Van a desplegar las sobrejuanetes. Por favor, señor, venga aquí, si no los gavieros lo aplastarán.»
A Stephen apenas le había dado tiempo a apartarse cuando un enjambre de marineros y grumetes saltaron rápidamente por el borde de la cofa y treparon hasta los obenques del palo mayor.
«Ahora, señor, cuando den la orden, los verá desplegar la vela, y los hombres en cubierta cazarán primero la escota de sotavento, porque el viento sopla de ese lado y la vela se coloca con facilidad. Luego la escota de barlovento. Y tan pronto como los hombres hayan salido de la verga, moverán las drizas y la vela se izará. Esas son las escotas, las primeras junto a la polea con una marca blanca; y esas son las drizas.»
Después de unos instantes las sobrejuanetes ya estaban hinchadas, la Sophie escoró otra traca y el canturreo de la brisa en la jarcia aumentó medio tono. Los hombres bajaron menos apresurados de lo que habían subido, y la campana de la Sophie tocó cinco veces.
«Dígame», dijo Stephen preparándose para seguirlos. «¿Qué es un bergantín?»
«Esto es un bergantín, señor, aunque lo llamamos corbeta.»
«Gracias. ¿Y qué es un…? Ya tenemos otra vez esos aullidos.»
«No es más que el contramaestre, señor. La vela cuadra mayor debe estar ya lista y él quiere que los hombres la enverguen.
Por el barco el atento contramaestre revolotea,
chilla como un mastín ladrando en medio de la tormenta.
A los torpes muy dispuesto enseña,
a los expertos alaba y a los tímidos anima de veras».
«Parece que se le escapa la mano con esa vara. Me extraña que no le peguen. ¿Así que es usted poeta, señor?», dijo Stephen con una sonrisa. Empezaba a sentir que podía afrontar la situación.
Mowett rió con ganas y dijo: «Le será más fácil por este lado, señor, al estar escorada de esta forma la corbeta. Iré un poco más abajo que usted. Dicen que lo mejor es no mirar hacia abajo, señor. Despacio ahora. Baje despacio. Con paciencia se gana el cielo. Ya está, señor.»
«¡Por Dios!», exclamó Stephen sacudiéndose las manos. «Me alegro de estar de nuevo en cubierta». Miró hacia la cofa y luego de nuevo a cubierta. «No creía ser tan temeroso», se dijo y continuó en voz alta: «Y ahora, ¿podríamos seguir dando una ojeada por abajo?»
* * *
«Tal vez encontremos un cocinero en esta nueva dotación», dijo Jack. «Eso me recuerda… espero disfrutar de su compañía a la hora de la comida».
«Con mucho gusto, señor», dijo James Dillon haciendo una ligera inclinación. Estaban sentados en la cabina, con el escribiente a su lado, y ante ellos, sobre la mesa, estaban esparcidos el rol de la Sophie, el libro de gastos generales, el de las descripciones y distintas listas. «Cuidado con ese frasco, señor Richards», dijo Jack cuando la Sophie dio un bandazo caprichoso por sotavento al aumentar la brisa. «Será mejor que lo tape y sostenga la pluma en la mano. Señor Ricketts, veamos esos hombres».
Era un grupo apático, comparado con la tripulación regular de la Sophie. Pero es que los tripulantes de la Sophie estaban en casa. Todos iban vestidos con la misma ropa barata que Ricketts el viejo, lo que les daba una apariencia bastante uniforme, y durante los últimos años se habían alimentado bastante bien, por lo menos la comida había sido adecuada en general. Los recién llegados, excepto tres de ellos, eran hombres reclutados en los condados del interior, la mayoría enviados por los propios municipios. Había siete tipos achispados de Westmeath[14] que habían sido detenidos en Liverpool por provocar una reyerta, y sabían tan poco de la vida (habían ido solamente para recoger la cosecha) que cuando se les dio a elegir entre las húmedas celdas de la cárcel o la Marina, eligieron esta última como lugar más seco. Había un apicultor con una cara enorme y horrible y una gran barba en forma de pico, cuyas abejas habían muerto; un constructor de tejados de paja sin trabajo; algunos padres solteros; dos sastres muertos de hambre y un loco pacífico. Los más harapientos habían recibido ropa en los barcos reclutadores, pero los demás todavía vestían su ajada ropa de pana o viejos abrigos de segunda mano. Un campesino todavía llevaba puesto el guardapolvo. Las excepciones eran tres marineros de mediana edad: uno era un danés llamado Christian Pram, segundo ayudante en un mercante de Levante, y los otros eran dos pescadores de esponjas griegos que decían llamarse Apollo y Turbid, hechos prisioneros en circunstancias aún sin aclarar.
«¡Excelente, excelente!», dijo Jack frotándose las manos. «Creo que debemos nombrar oficial de derrota a Pram enseguida, estamos faltos de un oficial de derrota, y a los hermanos Esponja, apenas entiendan un poco de inglés, marineros de primera. Por lo que se refiere al resto, todos son de tierra adentro. Bien, señor Richards, tan pronto como termine con las descripciones, vaya a decirle al señor Marshall que quiero verlo».
«Creo que tendremos que organizar la guardia casi exactamente con cincuenta hombres, señor», dijo James levantando la vista de sus cálculos.
«Ocho en el castillo de proa, ocho en la cofa del trinquete… ¡Señor Marshall! Venga y siéntese, y permítanos beneficiarnos de su consejo. Tenemos que confeccionar la lista de guardias y distribuir a los hombres antes de la comida. No hay ni un minuto que perder.»
* * *
«Y aquí, señor, es donde vivimos», dijo Mowett acercando el farol a la camareta de guardiamarinas. «Le ruego que tenga cuidado con el bao. Tengo que pedirle disculpas por el olor, seguramente es de Babbington, que está ahí».
«¡Oh, no, no lo es!», exclamó Babbington soltando rápidamente el libro.
«Eres cruel, Mowett», murmuró con profunda indignación.
«Es un camarote bastante lujoso, señor, teniendo en cuenta los demás», dijo Mowett. «Entra algo de luz por el enjaretado, como ve, y también entra un poco de aire cuando los cuarteles están quitados. Recuerdo que en la bañera de proa del Namur, las velas se apagaban por la falta de aire, y no teníamos nada tan oloroso como Babbington».
«Me lo imagino», dijo Stephen, y se sentó mirando hacia Babbington en la penumbra. «¿Cuántos se alojan aquí?»
«Ahora sólo tres, señor, pues faltan dos guardiamarinas. Los grumetes cuelgan los coyes junto a la bodega de cereales. Solían comer el rancho con el condestable antes de que éste se pusiera tan malo, pero ahora vienen aquí, se comen nuestra comida y nos manchan los libros con los dedos grasientos.»
«¿Estudia usted trigonometría, señor?», dijo Stephen, cuya vista, habituada ya a la oscuridad, podía distinguir ahora un triángulo dibujado con tinta.
«Sí, señor, sí», dijo Babbington. «Y creo que casi tengo la solución». (Y ya la tendría si este grandísimo animal no se hubiera entrometido, añadió para sí.)
«En litera de lona, meditando profundamente,
Con la mente ocupada en senos y tangentes,
Un guardiamarina yace en el cálculo perdido,
Pero su esfuerzo interrumpe un entrometido», dijo Mowett.
«Le doy mi palabra de honor, señor, de que estoy muy orgulloso de esto.»
«¡Ya lo creo que puede estarlo!», dijo Stephen con los ojos fijos en los pequeños navíos dibujados alrededor del triángulo. «Y ¿podría decirme qué se entiende por navío en lenguaje náutico?»
«Tiene que tener tres palos con velas cuadras, señor», le dijeron amablemente, «y un bauprés, y los palos tienen que estar divididos en tres: macho, mastelero y mastelerillo; porque nosotros nunca llamamos navío a una polacra».
«¿Ah, no?», dijo Stephen.
«¡Oh, no, señor!», exclamaron con la mayor seriedad. «Ni a una gata, ni a un jabeque; porque aunque usted crea que los jabeques tienen bauprés, en realidad se trata de una especie de servioleta arriostrada».
«Me fijaré en eso muy especialmente», dijo Stephen. «Supongo que usted ya estará acostumbrado a vivir aquí», observó poniéndose de pie con cuidado. «Al principio debe de parecer un poco reducido».
«¡Oh, señor!», dijo Mowett.
«No menosprecie este humilde lugar,
en el que los guardianes de la flota inglesa moran.
Respete este sagrado lugar, aunque altura tenga poca,
donde un Hawkey un Howe se formaron para la acción
militar».
«No le haga caso, señor», exclamó Babbington ansioso. «No es que sea irrespetuoso, se lo aseguro, señor. Es simplemente su repelente manera de ser».
«¡Bah, bah!», dijo Stephen. «Veamos el resto del barco, lo que transporta».
Siguieron adelante y pasaron junto a otro infante de marina que estaba de centinela. Y andando a tientas por aquel oscuro espacio entre dos enjaretados, Stephen tropezó con algo blando e inmediatamente se oyó un ruido metálico seguido de un furioso grito: «¿Es que no ve por dónde va, maricón de mierda?»
«¡Vamos, Wilson, cállese la boca!», exclamó Mowett.
«Es uno de los hombres atados con grilletes, encadenados», explicó. «No se preocupe por él, señor».
«¿Por qué está encadenado?»
«Por ser indecente, señor», dijo Mowett con cierto remilgo.
«¡Vaya! Esta es una habitación de buen tamaño, aunque sea baja. Será para los suboficiales, me imagino.»
«No, señor. Aquí es donde los marineros comen el rancho y duermen.»
«Y el resto de los hombres, más abajo, supongo.»
«Más abajo ya no hay habitaciones, señor. Debajo de nosotros está la bodega, sólo con una pequeña plataforma como sollado.»
«¿Cuántos hombres hay?»
«Contando los infantes de marina, setenta y siete, señor.»
«Entonces, todos no pueden dormir aquí: es materialmente imposible.»
«Con todos mis respetos, señor, duermen todos. Los coyes se cuelgan de proa a popa, y cada hombre dispone de catorce pulgadas para colgar el suyo. El bao de la crujía mide veinticinco pies y diez pulgadas, lo que permite veintidós plazas, puede ver las cifras escritas aquí.»
«Un hombre no puede descansar en catorce pulgadas.»
«No, señor, no es muy cómodo. Pero puede hacerlo en veintiocho; porque, mire, en un navío con el sistema de dos guardias, siempre están en cubierta haciendo guardia casi la mitad de los hombres, de modo que sus plazas quedan libres.»
«Incluso en veintiocho pulgadas un hombre debe de estar tocando a su vecino.»
«Bueno, señor, le aseguro que es una proximidad tolerable; caben todos y quedan resguardados de la intemperie. Se hacen cuatro hileras: desde el mamparo hasta este bao; y de ahí hasta este otro; luego hasta el bao que tiene el farol colgado delante; y la última entre éste y el mamparo de proa, junto a la cocina. El carpintero y el contramaestre tienen sus camarotes allí. La primera hilera, y parte de la siguiente, es para los infantes de marina; luego están los marineros, que ocupan dos hileras y media. Y de esa forma, con un promedio de veinte coyes en cada una, caben todos, a pesar de ese mástil.»
«Pero esto parecerá una alfombra de cuerpos, aunque sólo haya la mitad de los hombres.»
«Desde luego, señor, así es.»
«¿Dónde están las ventanas?»
«No tenemos nada parecido a lo que usted conoce por ventanas», dijo Mowett moviendo la cabeza. «Hay escotillas y enjaretados en el techo, pero, desde luego, casi todos están tapados cuando hay viento».
«¿Y la enfermería?»
«Tampoco tenemos nada de eso, señor, en honor a la verdad. Pero los enfermos disponen de literas colgadas arriba, a estribor, frente al mamparo de proa y junto a la cocina, y se les permite utilizar la chupeta.»
«¿Y eso qué es?»
«Bien, no es exactamente una chupeta, se parece más a una portañuela. No es como en una fragata o en un navío de línea. Pero sirve de algo.»
«¿Para qué?»
«Me cuesta explicárselo, señor», dijo Mowett sonrojándose. «Es un lugar necesario».
«¿Un excusado? ¿Un retrete?»
«Eso mismo, señor.»
«¿Y qué hacen los demás, usan orinales?»
«¡Oh, no, señor! ¡Por Dios! Salen por aquella escotilla, y van hasta la proa; hay unos sitios a ambos lados de la roda.»
«¿Al aire libre?»
«Sí, señor.»
«¿Y qué sucede si el tiempo es inclemente?»
«Aun así, van a proa.»
«¿Y duermen cuarenta o cincuenta juntos aquí abajo, sin ventanas? Bien, si alguna vez pone el pie en esta habitación alguien que tenga fiebre de Malta, o la peste, o el cólera morbo ¡que Dios se apiade de todos ustedes!»
«Amén, señor», dijo Mowett absolutamente horrorizado ante la firme y segura convicción de Stephen.
* * *
«Ese sí que es un joven simpático», dijo Stephen cuando entraba en la cabina.
«¿El joven Mowett? Me alegro de oírselo decir», dijo Jack, que parecía muy cansado y agobiado. «No hay nada mejor que tener buenos compañeros de navegación. ¿Le apetece una copa? De la bebida de los hombres de mar, la llamamos grog, ¿la conoce? Es muy reconfortante en el mar. ¡Simpkin, tráiganos un poco de grog! Maldito sujeto, es lento como Belcebú… ¡Simpkin, dése prisa con ese grog! ¡Que Dios castigue a ese condenado hijo de su madre! ¡Ah, por fin ha llegado! ¡Lo necesitaba!», exclamó dejando el vaso. «¡Qué mañana más condenadamente tediosa! Cada guardia debe tener la misma proporción de tripulantes cualificados en los distintos puestos, y otros detalles. Una discusión interminable. Y además», dijo aproximándose más a Stephen, «metí la pata hasta el fondo… Tomé la lista y leí en voz alta "Flaherty, Lynch, Sullivan, Michael Kelly, Joseph Kelly, Sheridan y Aloysius Burke", esos tipos que cogieron una subvención en Liverpool, y dije: "Más condenados papistas irlandeses; si continuamos así, la mitad de la guardia de estribor estará formada por ellos, y no podremos librarnos del rosario". Lo dije bromeando, ya sabe. Pero entonces sentí un frío glacial y me dije: "¡Vaya, Jack, qué tonto has sido! Dillon es de Irlanda, y se lo toma como una crítica a su nación". Pero yo no intentaba mostrar intolerancia haciendo una crítica a una nación, sino mi odio hacia los papistas. Así que traté de aclararlo, lanzando sarcásticos pero bien elaborados ataques contra el Papa, aunque quizás no fueron tan ingeniosos como yo creía, pues no parecieron ser satisfactorios».
«¿Así que usted odia a los papistas?», preguntó Stephen.
«¡Oh, sí! Y odio la monserga. Pero los papistas forman una banda perversa, usted ya sabe, con la confesión y todo eso», dijo Jack. «Y trataron de volar el Parlamento. ¡Dios mío, cómo solíamos recordar el cinco de noviembre![15] Una de mis mejores amigas, no puede imaginarse lo amable que era, se entristeció tanto cuando su madre se casó con un papista que enseguida se dedicó a las matemáticas y al hebreo —aleph, beth— a pesar de ser la chica más guapa de toda la región. Me enseñó navegación, tenía un gran talento, Dios la bendiga. Me contó montones de cosas sobre los papistas. Ahora no las recuerdo, pero ciertamente son una banda perversa. No hay que fiarse de ellos. Fíjese en la rebelión que acaban de promover».
«Pero mi querido amigo, los Irlandeses Unidos eran principalmente protestantes, sus jefes eran protestantes. Wolfe Tone y Napper Tandy eran protestantes. Los Emmet, los O’Connors, Simón Butler, Hamilton Rowan, Lord Edward Fitzgerald, eran protestantes. Y la idea básica de la asociación era unir a irlandeses protestantes, católicos y presbiterianos. Fueron los protestantes los que tomaron la iniciativa.»
«¿Ah, sí? Bien, no conozco el tema a fondo, como puede ver. Pensaba que habían sido los papistas. Yo estaba en las Antillas cuando ocurrió todo. Pero después de tanta maldita monserga, estoy bien preparado para odiar a los papistas y también a los protestantes, y a los anabaptistas y los metodistas. Y a los judíos. Me traen sin cuidado. Pero lo que en realidad me fastidia es haber herido la sensibilidad de Dillon, pues como le decía, no hay nada más agradable que tener buenos compañeros a bordo. Él está pasándolo mal, realizando su tarea de primer oficial y además haciendo guardias en un nuevo barco, con nueva tripulación y nuevo capitán; y yo deseaba muy especialmente facilitarle su incorporación. Sin un buen entendimiento entre los oficiales, la tripulación de un navío no puede sentirse satisfecha; y sólo un navío cuya tripulación esté satisfecha puede ser un buen navío de guerra. Tendría que haber oído a Nelson al respecto, y le aseguro que es una gran verdad. Dillon va a cenar con nosotros y le agradecería mucho que usted, como si fuera… ¡Ah, Señor Dillon, venga a tomar un vaso de grog con nosotros!»
En parte por razones profesionales, y en parte por su natural capacidad de abstraerse totalmente, Stephen hacía tiempo que había asumido un papel silencioso en la mesa, y ahora, desde el refugio de su silencio, observaba a James Dillon con especial atención. James seguía irguiendo del mismo modo su pequeña cabeza; el rojo oscuro de su pelo no había cambiado, ni tampoco el verde de sus ojos. Tenía la misma piel fina y la misma mala dentadura, ahora con más dientes cariados, y el mismo aire de buena cuna. Y aunque era delgado y bastante alto, parecía ocupar el mismo espacio que Jack Aubrey con sus ciento noventa y cinco libras. El principal cambio que apreciaba en Dillon era que su expresión como de estar a punto de reír o de saber algún chiste secreto se había esfumado, había desaparecido sin dejar rastro. Ahora su expresión era grave y adusta, típicamente irlandesa. Tenía una actitud reservada, pero era muy atento y cortés, sin el más mínimo asomo de resentimiento ni malhumor.
Comieron un rodaballo aceptable —aceptable después de haberle quitado la pasta de agua y harina que lo cubría— y luego el despensero trajo un jamón. Era un jamón que sin duda provenía de un cerdo que había padecido una parálisis progresiva, el tipo de jamón que se reservaba a los oficiales que compraban sus propias provisiones y que sólo un hombre versado en anatomía patológica podía trinchar con elegancia. Mientras Jack se esforzaba por cumplir con sus deberes de anfitrión y le gritaba en tono amenazador al despensero «¡Lo ataré al beque!» y «¡Dése prisa!», James se volvió hacia Stephen con sonrisa de contertulio y le dijo: «Me parece que ya he tenido el placer de estar en su compañía anteriormente, señor. En Dublín, o tal vez en Naas».
«No creo haber tenido ese honor, señor. A menudo me confunden con mi primo, que se llama como yo. Me han dicho que nos parecemos muchísimo, lo que me produce un cierto malestar, debo admitirlo, porque es un tipo de aspecto siniestro y astuta mirada de delator al servicio del Castle[16]. Y la condición de delator es más despreciable en nuestro país que en cualquier otro lugar, ¿verdad? Al menos yo lo creo así. Aunque naturalmente, allí pululan ejemplares de este tipo». Estas palabras las pronunció en un tono conversacional, lo bastante alto como para que Dillon, que estaba junto a él, las oyera por encima de las de Jack: «Con calma, ahora… espero que no esté endiabladamente duro… agárrelo por el anca, Killick; no importa que lo toque con los dedos…»
«Pienso exactamente como usted», dijo James con una mirada de absoluta comprensión. «¿Quiere tomar un vaso de vino conmigo, señor?»
«Con mucho gusto.»
Ambos brindaron con el jugo de endrino, vinagre y azúcar de plomo que le habían vendido a Jack como vino, y luego, uno con interés profesional y el otro con estoicismo profesional, prestaron atención a cómo Jack deshuesaba el jamón.
El oporto, en cambio, era decente. Y después de que retiraran el mantel, la atmósfera de la cabina ya era mucho más relajada y agradable.
«Le ruego que nos hable de la acción que llevó a cabo el Dart», dijo Jack llenando el vaso de Dillon. «¡He oído contar tantas versiones distintas…!»
«Sí, se lo suplico, cuéntenosla», dijo Stephen. «Lo consideraré un favor especial».
«¡Oh, no tuvo gran importancia!», dijo James Dillon. «Fue simplemente contra un grupo de despreciables corsarios, una disputa entre barcos pequeños. Yo tenía el mando temporal de un cúter alquilado, una embarcación no muy grande, de un solo palo y con aparejo de velas aúricas, señor». Stephen asintió con la cabeza. «Su nombre era Dart y llevaba ocho cañones de cuatro, lo que estaba muy bien, pero yo sólo disponía de trece hombres y un grumete para dispararlos. Sin embargo, llegaron órdenes de llevar a un mensajero del Rey y diez mil libras en metálico hasta Malta; y el capitán Dockray me pidió que llevara a su mujer y a su cuñada».
«Lo recuerdo como primer oficial en el Thunderer», dijo Jack. «Un hombre bueno, amable y apreciado».
«Así era», dijo James, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza. «Un viento entablado del suroeste hinchaba las gavias, salimos a alta mar, viramos a tres o cuatro leguas al oeste de Egadi y nos mantuvimos un poco al suroeste. Se levantó viento al anochecer, y como llevaba señoras a bordo además de estar escaso de tripulantes, pensé que deberíamos situarnos al abrigo de Pantelleria. Durante la noche el viento amainó y el mar se calmó. Y entonces, a las cuatro y media de la mañana, cuando me estaba afeitando, como recuerdo muy bien, porque me corté la barbilla…»
«¡Ajá!», dijo Stephen con satisfacción.
«… se oyó el grito de "¡Barco a la vista!" y corrí a cubierta…»
«Seguro que subió corriendo», dijo Jack riendo.
«… y allí estaban tres barcos corsarios franceses con jarcia latina. Había suficiente claridad para distinguirlos, y por su proximidad ya podían verse sus cascos. Inmediatamente observé los dos más cercanos con el catalejo. En la proa, cada uno llevaba un cañón largo de bronce de seis y cuatro cañones giratorios de balas de una libra. Los reconocí: ya habíamos tenido una refriega con ellos cuando íbamos en el Euryalus y nos seguían de cerca».
«¿Cuántos hombres llevaban?»
«Pues, entre cuarenta y cincuenta por barco, señor, y además cada uno llevaba alrededor de una docena de mosquetones a ambos lados. Y no tengo ninguna duda de que el tercero era igual. Habían estado buscando presas en el canal de Sicilia durante un tiempo y habían atracado en Lampione y Lampedusa para repostar. Y ahora los tenía a sotavento, colocados así…», derramó el vino sobre la mesa, «… y el viento soplaba desde donde está la jarra. Podían haberme adelantado ciñendo, pero estaba claro que tenían un plan mejor: entablar combate por ambos lados y abordarme».
«Exactamente», dijo Jack.
«Así que tomando todo en consideración, los pasajeros, el mensajero real, el dinero en metálico y la costa berberisca frente a mí, por si tenía que arribar, pensé que lo mejor sería atacarlos por separado, mientras estaba a barlovento y antes de que los dos más cercanos unieran sus fuerzas; el tercero todavía estaba a tres o cuatro millas, virando a barlovento con todas las velas desplegadas. Ocho tripulantes del cúter eran marineros de primera, y el capitán Dockray había mandado a su timonel junto con las señoras, un tipo estupendo y muy fuerte llamado William Brown. Enseguida hicimos zafarrancho de combate y disparamos tres veces los cañones. Y tengo que decir que las damas demostraron grandeza de ánimo, mucha más de la que yo hubiera deseado. Les hice saber que su lugar estaba abajo, en la bodega. Sin embargo, la Señora Dockray no permitiría que un jovenzuelo imberbe únicamente con una charretera añadida a su nombre le dijera cuál era su deber, ¿o acaso yo me creía que la esposa de un capitán de navío con nueve años de antigüedad iba a arruinar su encaje de muselina en la sentina de mi cascarón de nuez? Se lo iba a contar a mi tía y mi primo Ellis, lord del Almirantazgo, me iba a llevar a un consejo de guerra por cobarde, por temerario, y por no saber hacer mi trabajo. Entendía de disciplina y subordinación igual o más que la mujer que estaba a su lado, la señorita Jones, y volviéndose hacia ella le dijo: "Ven querida, tú repartes la pólvora y llenas los cartuchos, yo los llevaré arriba en mi delantal". En aquel momento, las posiciones eran…» y volvió a trazar el plano. «El corsario más cercano estaba a dos cables de distancia y a sotavento del siguiente, y los dos habían estado disparando los cañones de proa durante diez minutos».
«¿Cuál es la equivalencia de un cable?», preguntó Stephen.
«Unas doscientas yardas, señor», dijo James. «Así que bajé el timón —el cúter navegaba maravillosamente rápido con la trinquetilla— y maniobré para atacar al navío francés por el centro. Con el viento por la aleta, el Dart cubrió la distancia en poco más de un minuto, lo que no estuvo nada mal, puesto que ellos nos estaban acribillando. Lo goberné hasta que estuvimos a tiro de pistola, y luego corrí a proa a dirigir el abordaje, dejándole el timón al grumete. Desgraciadamente, él no me entendió y dejó que el barco corsario desplazara la proa demasiado hacia delante, de modo que lo alcanzamos por detrás del palo de mesana y nuestro bauprés se llevó por delante los obenques de babor del palo y un buen trozo del pasamanos de la toldilla y de la jarcia de popa. Así que en vez de abordarlo, pasamos por debajo de la popa. El palo de mesana cayó por la borda con el choque, y nosotros corrimos a los cañones y disparamos una certera andanada. Éramos apenas suficientes para disparar cuatro cañones, el mensajero real y yo manipulábamos uno y Brown nos ayudaba a dispararlo después de hacer fuego con el suyo. Orzé para acercarme por sotavento y cruzar ante su proa para impedirle maniobrar, pero ellos tenían tanto velamen desplegado que el Dart estuvo casi detenido durante unos momentos, y estuvimos intercambiando disparos con la mayor intensidad y rapidez que nos fue posible. Pero por fin avanzamos, encontramos viento de nuevo y viramos colocándonos perpendicularmente a la roda del navío francés tan rápidamente como pudimos, incluso demasiado rápidamente, porque sólo pudimos disponer de dos tripulantes para cazar las escotas y nuestra botavara chocó contra la verga trinquete de ellos, llevándosela por delante. La vela trinquete cayó inutilizando el cañón largo de proa y los giratorios. Y cuando viramos, ya estaba preparada nuestra batería de estribor y les disparamos tan de cerca que los tacos incendiaron la vela trinquete y los restos del palo de mesana esparcidos por toda la cubierta. Entonces pidieron tregua y enseguida se rindieron».
«¡Bien hecho, bien hecho!», exclamó Jack.
«En buen momento», dijo James, «porque el otro corsario se acercaba rápidamente. Sólo por milagro, nuestro bauprés y nuestra botavara todavía se aguantaban, así que le dije al capitán del navío corsario que lo hundiría si intentaba huir y me dirigí inmediatamente a donde estaba su compañero. No iba a tomar posesión, pues no podía prescindir ni de un solo marinero ni disponía de tiempo».
«Desde luego que no.»
«Así que nos acercábamos navegando en direcciones opuestas, y dispararon a su antojo todo lo que tenían. Cuando nos encontrábamos a unas cincuenta yardas, el cúter cayó cuatro grados a sotavento para apuntarles con los cañones de estribor, les disparamos una andanada y luego orzamos rápidamente y les disparamos otra desde una distancia de unos veinte metros. La segunda fue verdaderamente extraordinaria, señor. Nunca hubiera pensado que los cañones de cuatro dieran semejante resultado. Aprovechamos el momento en que el barco bajaba, en su balanceo, y disparamos, aunque un poquito más tarde de lo que yo consideraba adecuado. Los cuatro cañonazos le dieron en la línea de flotación, a la altura de la arrufadura, los vi hacer blanco todos en la misma traca. Unos momentos después, los hombres dejaron las armas y empezaron a correr de un lado a otro gritando. En cuanto a nosotros, desgraciadamente Brown tropezó con nuestro cañón cuando éste retrocedía, y la cureña le destrozó el pie horriblemente. Lo mandé abajo, pero no quiso ir de ninguna forma, quiso quedarse allí sentado y usar el mosquetón, y luego dio un viva y dijo que el navío francés se hundía. Y así fue, primero se quedó a flor de agua y después se hundió hasta el fondo, con las velas desplegadas.»
«¡Dios mío!», exclamó Jack.
«Así que me quedé esperando al tercero, con la tripulación haciendo nudos y ayustando, pues nuestra jarcia estaba hecha pedazos. Además, el palo mayor y la botavara estaban tan dañados que no me atrevía a forzarlos con las velas. Tenían profundas hendiduras y al palo le había dado de lleno una bala de seis libras. Pero mucho me temo que el tercero huyó de nosotros y no había más remedio que retroceder hasta donde estaba el primer corsario. Afortunadamente, sus hombres habían estado muy ocupados con el incendio todo ese tiempo, si no se habrían escabullido. Llevamos seis hombres a bordo para bombear, tiramos a los muertos por la borda, cubrimos con listones las escotillas y lo pusimos a remolque. Entonces nos dirigimos a Malta, adonde llegamos dos días más tarde, lo que me sorprendió, porque las velas eran un montón de agujeros unidos entre sí por hilos y el casco no es que estuviera mucho mejor.»
«¿Rescató a los hombres del que se hundió?», preguntó Stephen.
«No, señor», dijo James.
«Nada de corsarios», dijo Jack. «No con trece hombres y un grumete a bordo. ¿Y ustedes cuántas bajas tuvieron?»
«Aparte de la lesión del pie de Brown y algunos rasguños, no hubo heridos, señor, ni un solo hombre muerto. Fue algo sorprendente, pero es que tampoco éramos muchos.»
«¿Y ellos?»
«Treinta muertos, señor y veintinueve prisioneros.»
«¿Y el navío corsario que hundieron?»
«Cincuenta y seis, señor.»
«¿Y el que se fugó?»
«Bien, cuarenta y ocho, según nos dijeron, señor. Pero apenas cuenta, puesto que sólo recibimos algunos disparos al azar antes de que se fuera asustado.»
«Bien, señor», dijo Jack, «lo felicito de todo corazón. Fue una gran hazaña».
«Lo mismo digo», afirmó Stephen. «Lo mismo digo. Brindemos, señor Dillon», dijo haciendo una inclinación de cabeza y levantando el vaso.
«¡Vamos!», exclamó Jack con repentina inspiración. «Brindemos por el éxito renovado de las tropas irlandesas y por la perdición del Papa».
«Por la primera parte bebería más de diez veces», dijo Stephen riendo. «Pero por la segunda no beberé ni una sola gota, por muy volteriano que me sienta. Ese pobre caballero, que es un benedictino muy culto, está a la merced de Boney, y en conciencia, eso ya es bastante perdición».
«Entonces ¡por la perdición de Boney!»
«¡Por la perdición de Boney!», exclamaron, y se bebieron hasta la última gota.
«Espero que me perdone, señor», dijo Dillon, «pero dentro de media hora tomo el relevo en cubierta, y quisiera comprobar primero el reparto de la guardia. Le agradezco esta comida tan agradable».
«¡Dios mío, qué acción tan memorable fue esa!», dijo Jack cuando se cerró la puerta. «Ciento cuarenta y seis contra catorce, o quince, si contamos a la señora Dockray. Es la clase de acción de guerra que Nelson hubiera llevado a cabo, rápida, directa al enemigo».
«¿Conoce usted a lord Nelson, señor?»
«Tuve el honor de servir bajo su mando en el Nilo», dijo Jack, «y de cenar dos veces en su compañía». Su expresión se volvió sonriente al recordarlo.
«Le rogaría que me contara cómo es.»
«¡Oh! Simpatizaría con él enseguida, estoy seguro. Es muy delgado, incluso frágil; yo podría levantarlo con una mano, lo digo sin pretender faltarle al respeto. Pero es un gran hombre en su trato personal. En filosofía hay algo denominado partícula eléctrica, ¿verdad? Un átomo cargado, ¿me entiende? Él se dirigió a mí en esas dos ocasiones. La primera vez fue para decirme: "¿Le importaría pasarme la sal?" Y desde entonces trato de pedir la sal como él, no sé si usted se ha dado cuenta. Pero la segunda vez, yo estaba junto a un soldado tratando de explicarle las tácticas navales, posición a barlovento, romper la línea y otras, y en una de las pausas se inclinó hacia nosotros y con una sonrisa dijo: "No se preocupe por las maniobras, vaya siempre a por ellos". Nunca olvidaré sus palabras "No se preocupe por las maniobras, vaya siempre a por ellos". Y en esa misma cena, nos contó que en una noche fría alguien le había ofrecido un capote de barco y que él no lo había aceptado, porque no tenía frío; su fervor por su Rey y su país hacían que conservara el calor. Parece absurdo tal como lo cuento ahora, ¿verdad? Y si se hubiera tratado de otro hombre, de cualquier otro hombre, uno hubiera exclamado "¡Oh, qué tontería!" y lo hubiera tomado simplemente como una manifestación de entusiasmo, pero con él uno se sentía enardecido y… ¿qué diablos pasa, señor Richards? Entre o salga, aquí hay buena gente. No se quede en la puerta como un maldito gallo de cuaresma.»
«Señor», dijo el pobre escribiente, «usted dijo que le podía traer los papeles que quedaban antes del té, y su té ya está en camino».
«Bien, bien. Eso dije, sí», replicó Jack. «¡Dios mío, es un montón infernal! Déjelos aquí, señor Richards. Me ocuparé de ellos antes de llegar a Cagliari».
«Los de encima son los que dejó el capitán Allen para pasar a limpio, sólo tiene que firmarlos, señor», dijo el escribiente saliendo de espaldas.
Jack echó un vistazo a algunos papeles, hizo una pausa y exclamó: «¡Aquí, aquí lo tiene! Eso es exactamente. En eso consiste nuestra tarea de proa a popa en la Armada real: unas veces seguridad y otras rachas de suerte. Se siente uno arrastrado por una gran corriente de fervor patriótico y dispuesto a lanzarse en lo más reñido de la batalla y entonces le piden que firme una cosa como ésta». Le pasó a Stephen la hoja cuidadosamente escrita.
A bordo de la Sophie, corbeta de Su Majestad,
en alta mar
Señor,
Le ruego tenga a bien formar consejo de guerra contra Isaac Wilson (marinero), perteneciente a la corbeta de la cual tengo el honor de ostentar el mando, por haber cometido el perverso delito de sodomía con una cabra, en el establo, la noche del 16 de marzo.
Con gran honor queda de usted, señor, su más obediente y humilde servidor
Para el Excelentísimo lord Keith…
Admiral of the Blue.
«Es extraño cómo la ley siempre insiste en la perversidad de la sodomía», observó Stephen. «Aunque conozco por lo menos dos jueces que son pederastas, y también, por supuesto, abogados… ¿Qué le pasará?»
«¡Oh! Lo colgarán, sin duda. Lo colgarán de un penol, y asistirán botes de todos los barcos de la flota.»
«Esto parece un poco excesivo.»
«¡Oh, desde luego que lo es! Un aburrimiento infernal, testigos a docenas pasando por el buque insignia, días perdidos… La tripulación de la Sophie convertida en el hazmerreír de todos. ¿Por qué denuncian algo así? A la cabra hay que degollarla, eso es normal, y se les servirá a quienes lo han delatado.»
«¿No podría usted desembarcar a los dos, en costas distintas si así se lo exigen sus valores morales, y luego seguir navegando tranquilamente?»
«Bien», dijo Jack, cuya ira se había aplacado. «Tal vez no sea mala idea lo que usted me propone. ¿Un poco de té? ¿Con leche?»
«¿Leche de cabra, señor?»
«Bueno, supongo que sí.»
«Entonces mejor sin leche, gracias. Me dijo, si no me equivoco, que el condestable estaba enfermo. ¿Sería éste un buen momento para ver qué puedo hacer por él? Por favor, dígame dónde está la cámara de oficiales.»
«Se supone que debería estar allí, ¿verdad? Pero, en realidad, su camarote está en otro sitio. Killick se lo indicará. La cámara de oficiales en una corbeta se utiliza como lugar donde comen los oficiales.»
En la cámara de oficiales, el segundo oficial se desperezaba y le decía al contador: «Ahora tenemos mucha libertad de acción, señor Ricketts».
«Muy cierto, señor Marshall», dijo el contador. «Se ven grandes cambios en estos días. Y no sé cuál será el resultado».
«Bueno, pienso que el resultado será totalmente satisfactorio», dijo el señor Marshall sacudiendo lentamente las migajas del chaleco.
«Todas estas locuras», prosiguió receloso el contador en voz baja. «La verga de la vela mayor. Los cañones. Las levas de las que pretendía no saber nada. Todos esos tripulantes nuevos, sin espacio para alojarlos. El sistema de dos guardias. Charlie me ha dicho que abundan las murmuraciones». Señaló con la cabeza el lugar donde se alojaban los marineros.
«Tal vez las haya. Tal vez la haya. Todo el sistema anterior cambiado, los viejos compañeros de rancho separados. Pero creo que también nosotros seríamos un poco frívolos si nos viéramos tan jóvenes con una maravillosa charretera recién estrenada. Pero si los rectos oficiales lo apoyan, entonces creo que todo puede salir bastante bien. Al carpintero le gusta. También a Watt, porque es un buen marino, y de eso no hay ninguna duda. Y el señor Dillon también parece conocer bien su profesión.»
«Puede ser, puede ser», dijo el contador, que conocía las pasiones del segundo oficial desde hacía tiempo.
«Además», continuó el señor Marshall, «las cosas pueden animarse algo más bajo la nueva autoridad. A los hombres les gustará, una vez que se hayan acostumbrado; y también a los oficiales, estoy seguro. Lo que hace falta es que los oficiales lo apoyen, y todo irá viento en popa».
«¿Cómo dice?», preguntó el contador aplicando el oído, porque el señor Dillon hacía mover los cañones, y en medio del ruido atronador que acompañaba esa operación hubo de repente un fuerte estallido que acalló la conversación.
Paradójicamente, aquel ruido atronador había hecho posible la conversación, porque, en general, no podía mantenerse una conversación privada en un barco de veintiséis yardas de eslora con noventa y un hombres a bordo, donde la cámara de oficiales tenía incluso otros compartimientos más pequeños separados por delgadas planchas de madera o simplemente por trozos de lona.
«Viento en popa. Decía que si los oficiales lo apoyan todo irá viento en popa.»
«Seguramente. Pero si no lo apoyan», prosiguió el señor Ricketts, «si no lo apoyan, y persiste en locuras como esas, que me parece que son propias de su carácter, entonces me temo que va a salir de la Sophie tan pronto como lo hizo el señor Harvey. Porque un bergantín no es una fragata, y mucho menos un navío de línea; puedes gozar del favor de tu gente, pero visto y no visto pueden hacértelas pasar moradas o causarte la ruina».
«Señor Ricketts», dijo el segundo oficial, «a mí no tiene que recordarme que un bergantín no es ni una fragata ni un navío de línea».
«Tal vez no tenga que recordarle que un bergantín no es una fragata ni un navío de línea, señor Marshall», dijo el contador cordialmente, «pero cuando usted se haya pasado en el mar tanto tiempo como yo, señor Marshall, sabrá que se necesita bastante más que ser un marino experto para ser un buen capitán. Cualquier maldito marinero puede gobernar un barco en la tormenta», continuó en tono despectivo, «y cualquier ama de casa en calzones puede mantener limpias las cubiertas, e incluso las entrecubiertas, pero se necesita tener cabeza» —se daba golpecitos en la suya— «y gran sensatez y estabilidad, así como dotes de mando, para ser el capitán de un navío de guerra. Y esas cualidades no se encuentran en el primero que pasa», y añadió como para sí: «ni en cualquier listillo». «No sé, eso creo yo».