Se sentaron en la parte posterior de la posada, en una mesa redonda del mirador, tan cerca del agua que, con un ligero golpe de muñeca, devolvían las conchas de las ostras a su antiguo medio. Y desde una tartana aún por descargar, a unos cinco metros por debajo de ellos, llegaban aromas mezclados de alquitrán de Estocolmo, jarcias, lonas y trementina de China.
«Permítame que insista en que tome un poco más de este guiso de cordero, señor», dijo Jack.
«Bien, si insiste», dijo Stephen Maturin. «Está muy bueno».
«Es una de las cosas que hacen bien en el Crown», dijo Jack. «Aunque me cueste reconocerlo. Sin embargo, yo también había encargado pastel de pato, ternera con vegetales y cabeza de cerdo adobada, aparte de los postres. Sin duda ese hombre se ha confundido. Sólo Dios sabe qué hay en ese plato que tiene al lado, pero desde luego, cabeza de cerdo no es. Le repetí varias veces visage de porco y él asintió como un mandarín de la China. Le aseguro que es exasperante que uno les pida que preparen cinco platos, y les explique lo que se quiere muy despacio en español, para que luego resulte que son sólo tres, y dos de ellos equivocados. Me avergüenza no poder ofrecerle nada mejor que esto, pero no ha sido por falta de buena voluntad, le doy mi palabra.»
«No había comido tan bien desde hacía días», dijo Stephen con una breve inclinación de cabeza, «ni en tan agradable compañía, se lo aseguro. Es posible que el problema esté en que a pesar de explicarlo muy despacio, lo hace en español, en español de Castilla.»
«Bueno», dijo Jack mientras llenaba los vasos sonriendo y observaba la transparencia del vino, «me pareció que para comunicarme con españoles, era razonable usar el español que sabía».
«Naturalmente, usted olvida que es el catalán la lengua que se habla en estas islas».
«¿Qué es el catalán?»
«Pues la lengua de Cataluña, de las islas, de toda la costa mediterránea hasta Alicante. De Barcelona. De Lérida. De las zonas más ricas de la península».
«Me deja usted asombrado. No tenía ni idea. ¿Otra lengua, señor? Pero yo diría que se parecen mucho: putain, como dicen en Francia».
«¡Ah, no, nada de eso! No se parecen en absoluto. Es una lengua mucho más bella. Más erudita, más literaria. Mucho más cercana al latín. Y por cierto, creo que la palabra es patois, señor, si me lo permite».
«Patois, eso es. Aunque le aseguro que la otra también es una palabra; la aprendí en algún lugar», dijo Jack. «Pero creo que no debo dármelas de erudito con usted, señor. Dígame, por favor, ¿suenan distintas al oído, al oído ignorante?»
«Tan distintas como el italiano y el portugués. Mutuamente incomprensibles, suenan distintas por completo. La entonación de cada una está en una clave musical totalmente diferente. Tan diferente como Gluck y Mozart. Este excelente plato, por ejemplo (y veo que han hecho lo posible por cumplimentar su encargo), es jabalí en español, mientras que en catalán es senglar».
«¿Es carne de cerdo?»
«Cerdo salvaje. Permítame…»
«Usted sabe mucho. ¿Le importaría pasarme la sal? Es un plato excelente; pero nunca hubiera adivinado que era carne de cerdo. ¿Qué son esas cosas oscuras y blandas que saben tan bien?»
«Pues, la verdad… son bolets en catalán, pero no puedo decirle cómo se llaman en español. Probablemente no tienen nombre, nombre vulgar, me refiero, aunque el naturalista sabrá que corresponden al boletus edulis de Linneo.»
«¿Cómo…?», empezó a decir Jack, mirando a Stephen con sincero afecto. Se había comido casi un kilo de cordero y ahora el jabalí, y se había animado a hablar, como si el jabalí le diera la energía que el manso cordero no le había dado. «¿Cómo…?» Pero dándose cuenta de que estaba a punto de interrogar a un invitado, salió del paso tosiendo y avisó al camarero con la campanilla, mientras juntaba las botellas vacías al borde de la mesa.
Sin embargo, la pregunta estaba en el aire y sólo alguien muy reservado, repelente o malhumorado hubiera tratado de ignorarla. «Yo crecí en esas tierras», observó Stephen. «Pasé gran parte de mi juventud en Barcelona con mi tío y en Lérida con mi abuela, en el campo. Debo de haber vivido más tiempo en Cataluña que en Irlanda; de modo que cuando regresé a mi país para ir a la universidad, los problemas de matemáticas los hacía en catalán, porque los números en esa lengua acudían a mi mente con más naturalidad.»
«Así que seguramente lo habla como un nativo, señor», dijo Jack. «¡Qué maravilla! Eso es lo que yo llamo aprovechar los años de la infancia. Quisiera poder decir lo mismo de mí».
«¡No, no!», dijo Stephen negando con la cabeza. «En realidad he aprovechado poco mi tiempo. Llegué a conocer bastante bien los pájaros —es un país muy rico en aves de rapiña— y los reptiles; pero no los insectos, excepto los lepidópteros, ni las plantas, ¡qué desiertos de ignorancia crasa, supina! Sólo después de haber pasado varios años en Irlanda y haber escrito mi pequeña obra sobre las fanerógamas del norte de Ossory, constaté cuán lamentablemente había perdido el tiempo. Esa vasta región del país no ha sido explorada desde que Willughby y Ray[4] estuvieron allí, a finales del siglo pasado. Sin duda, usted recordará que el rey de España invitó a venir a Linneo, con absoluta libertad de acción, pero él no aceptó. Yo había tenido a mi alcance todas esas desconocidas riquezas naturales y las había ignorado. ¡Piense en lo que hubieran conseguido Pallas, el erudito Solander o los Gmelins, el joven y el viejo! Por eso aproveché la primera oportunidad que se me presentó y accedí a acompañar al anciano señor Browne; es cierto que Menorca no es como la península, pero por otra parte, una zona tan extensa de roca calcárea tiene su flora particular e insectos propios de ese tipo de hábitat».
«¿El señor Brown, del astillero? ¿El oficial de marina? Lo conozco bien», dijo Jack. «Un compañero excelente, le gusta cantar y escribe melodías deliciosas».
«No, mi paciente murió en alta mar y lo enterramos cerca del castillo de San Felipe. ¡Pobre hombre! Estaba en la última fase de una tisis. Esperaba traérmelo aquí, pues un cambio de aires y de dieta hace milagros en estos casos, pero cuando el señor Florey y yo abrimos su cuerpo nos encontramos con un gran… En resumen, resultó que sus consejeros (y eran los mejores de Dublín) fueron demasiado crueles.»
«¿Así que lo abrieron ustedes?», dijo Jack apartándose del plato.
«Sí; lo creímos necesario para satisfacer a sus amigos. Aunque a fe mía que parecen muy poco afectados. Hace semanas que le escribí al único pariente que conozco, un caballero del condado de Fermanagh, y no me ha contestado ni una sola letra.»
Hubo un silencio. Jack llenó los vasos —que se llenaban y vaciaban igual que sube y baja la marea— y observó: «De haber sabido que era usted cirujano, señor, creo que no hubiera podido resistir la tentación de reclutarlo».
«Los cirujanos son unos colegas excelentes», dijo Stephen Maturin en tono áspero. «¡Y quién sabe dónde estaríamos si no fuera por ellos, Dios mío! Y, por supuesto, la destreza y diligencia con que el señor Florey extrajo el árbol bronquial del señor Browne le hubiera asombrado y encantado. Pero no tengo el honor de ser uno de ellos, señor. Yo soy médico».
«Discúlpeme, por favor. ¡Dios mío, vaya metedura de pata! Pero aun así, doctor, aun así, creo que debería llevarlo a bordo y mantenerlo bajo las escotillas hasta que zarpemos. Mi querida Sophie no tiene cirujano y no hay ninguna probabilidad de encontrarlo ¿Cómo podría convencerlo de que se hiciera a la mar? Un navío de guerra es lo más indicado para un filósofo, sobre todo en el Mediterráneo; hay pájaros, peces —le prometo algunos peces extraños y monstruosos—, fenómenos naturales, meteoros y la posibilidad de conseguir el dinero de los botines. Hasta Aristóteles se hubiera sentido atraído por el dinero de los botines. Doblones, señor, metidos en sacos de suave piel, fíjese, de este tamaño, y es maravilloso sentir su peso en la mano. Un hombre sólo puede con dos.»
Hablaba en broma, sin esperar siquiera una respuesta formal, y se sorprendió al oír que Stephen decía: «Pero es que no estoy cualificado en absoluto para ser cirujano naval. Para serle sincero, he practicado muchas disecciones anatómicas y conozco la mayoría de las operaciones quirúrgicas, pero no sé nada de higiene naval, nada de las enfermedades específicas de los hombres de mar…».
«¡Por Dios!», exclamó Jack. «No se preocupe por esa clase de bichos. Piense en lo que nos suelen enviar; no son más que ayudantes de cirujano, miserables aprendices imberbes que se han pasado en una farmacia los días justos para que el Ministerio de Marina les extienda un certificado. No saben nada de cirugía, y ya no digamos de medicina; van aprendiendo de los hombres de mar, sobre la marcha, y esperan encontrar entre la tripulación algún ayudante de médico experimentado, o una horrible sanguijuela, o un hombre taimado, o tal vez un carnicero —la leva los produce de todo tipo. Y cuando han reunido unos conocimientos elementales de su oficio, adelante, se embarcan en fragatas y navíos de línea. No, no. Estaríamos encantados de tenerle a bordo. Más que encantados. Por favor, piénselo, aunque sea unos instantes. No necesito decirle», añadió con una actitud muy formal, «cuánto me gustaría que llegáramos a ser compañeros de viaje».
El camarero abrió la puerta y dijo: «¡Un infante de marina!». Inmediatamente apareció detrás de él un casaca roja con un paquete. «¿Capitán Aubrey, señor?», preguntó en un tono bastante fuerte. «Con los saludos del capitán Harte», y desapareció con un giro de talones. Jack observó: «Deben de ser las órdenes».
«No se preocupe por mí», dijo Stephen. «Léalas enseguida». Cogió el violín de Jack, se dirigió al fondo de la habitación, y tocó una escala grave y susurrante una y otra vez.
Las órdenes eran más importantes de lo que esperaba: le requerían para completar aparejos y provisiones con la mayor diligencia posible y escoltar doce barcos mercantes y de transporte (nombrados al margen) hasta Cagliari. Tenía que navegar muy rápido, pero sin arriesgar bajo ningún concepto los mástiles, vergas ni velas; no debía temer el peligro, pero tampoco correr riesgos innecesarios. Luego, con el sello de reservado, estaban las instrucciones para el mensaje secreto. Se diferenciaba entre amigo y enemigo y entre bueno y malo por lo siguiente: «El navío que haga la señal primero, izará una bandera roja en el tope del mastelero de velacho y una blanca con gallardete por encima de la bandera del mastelero mayor. Se responderá con una bandera blanca con gallardete sobre la bandera del mastelero mayor y una bandera azul en el tope del mastelero de velacho. El navío que haya hecho primero la señal, disparará un cañonazo por barlovento, y el otro navío responderá disparando tres cañonazos por sotavento a intervalos no muy cortos». Por último había una nota diciendo que el teniente Dillon había sido destinado a la Sophie en sustitución del señor Baldick y que llegaría en breve, en el Burford.
«He aquí buenas noticias», dijo Jack. «Voy a tener a un compañero magnífico como primer oficial. Sólo nos está permitido tener uno en la Sophie ¿sabe?, así que es muy importante… No lo conozco personalmente, pero será un tipo estupendo, estoy seguro. Se distinguió notablemente en el Dart, un cúter alquilado, con el que atacó a tres navíos corsarios franceses en el canal de Sicilia, hundiendo a uno y apresando a otro. Todo el mundo en la flota lo comentaba en aquel tiempo; pero su carta nunca fue publicada en el Boletín de la Marina, y no fue ascendido. Tuvo una suerte infernal. Me extrañó mucho, porque no parecía que fuera por falta de interés; Fitzgerald, que conoce todo el asunto, me comentó que era sobrino o primo de un noble cuyo nombre no recuerdo. Y en cualquier caso, fue un hecho loable; docenas de hombres han conseguido un ascenso por mucho menos, por ejemplo, yo mismo».
«¿Le importaría si le pregunto qué hizo usted? ¡Sé tan poco de temas navales!».
«¡Oh! Simplemente me hirieron, una vez en el Nilo y otra, cuando el Généreux apresó al Leander, se tuvieron que repartir recompensas y, como yo era el único teniente de los supervivientes, por fin me tocó una. Tardó, se lo aseguro, pero cuando llegó fue muy bienvenida, aunque lenta e inmerecida. ¿Qué le parece si tomáramos un té? ¿Y un panecillo? ¿O prefiere seguir con el oporto?»
«Un té me agradaría mucho», dijo Stephen. «Pero, dígame», preguntó dando un paso atrás y colocándose el violín bajo la barbilla, «¿no le producen sus nombramientos navales unos gastos enormes? Viaje a Londres, uniformes, juramentos, recepciones…»
«¿Juramentos? ¡Ah! Usted se refiere a la toma de posesión del cargo. No. Eso sólo afecta a los oficiales. Uno va al Almirantazgo y le leen algo acerca de la lealtad, la supremacía y el rechazo absoluto al Papa; uno se pone muy solemne y dice "Lo juro" y el tipo del entarimado responde "eso le costará media guinea", lo cual le hace a uno volver a la realidad, ¿me entiende? Pero sólo es para oficiales por nombramiento; los médicos son designados mediante una autorización. Pero usted no se opondría a prestar juramento», dijo sonriendo; y luego, dándose cuenta de que esta alusión era poco delicada y algo personal, continuó: «Yo tenía un compañero de tripulación que se negaba a prestar juramento, cualquier juramento, por principio. Nunca me gustó, siempre se estaba tocando la cara. Creo que era nervioso, y eso lo tranquilizaba; pero siempre que lo miraba de soslayo, ya se había puesto un dedo en la boca o estaba pellizcándose el cachete o tirándose de la barbilla. Naturalmente que no tiene importancia, pero cuando uno tiene que estar encerrado con alguien así en la misma cámara de oficiales, día tras día, a lo largo de toda una misión, acaba por hacerse aburrido. En la santabárbara o en la caseta del timón uno puede decirle: "¡Deja ya de tocarte la cara, por Dios!", pero en la cámara de oficiales hay que aguantarse. Un buen día, se puso a leer la Biblia y sacó la conclusión de que no debía prestar juramento; y cuando hubo aquel estúpido consejo de guerra contra el pobre Bentham, lo llamaron como testigo y rehusó, rehusó rotundamente, prestar juramento. Le dijo al viejo Jarvie, es decir lord Saint Vincent, que iba contra algo que decían los Evangelios. Gambier o Saumarez o cualquiera dado a los motetes se lo hubieran aceptado, pero no el viejo Jarvie. ¡Dios mío!, se buscó la ruina. Siento decirlo, pero nunca me gustó —para ser sincero, olía mal, además. Sin embargo, era muy buen marino y no tenía vicios. A eso me refiero cuando digo que usted no se negaría a prestar juramento, que usted no es un fanático».
«Ciertamente que no», dijo Stephen. «No soy un fanático. Fui educado por un filósofo, o tal vez debería decir un filósofo enciclopedista; y parte de su filosofía ha calado en mí. A un juramento él lo llamaría una chiquillada: es inútil hacerlo si es voluntario y se puede soslayar o ignorar si es impuesto. Porque pocas personas en la actualidad, incluso entre los marineros, son tan débiles como para creerse lo del trozo de pan del conde Godwin[5]».
Hubo un largo silencio hasta que llegó el té. «¿Lo toma con leche, doctor?», preguntó Jack.
«Sí, por favor», dijo Stephen ensimismado, con la vista fija en el vacío y los labios fruncidos como si silbara.
«Quisiera…», dijo Jack.
«Siempre se dice que es imprudente y propio de débiles de carácter mostrar las propias dificultades a los demás», dijo Stephen aproximándose a Jack. «Pero usted me habla con tal franqueza que no puedo evitar hacer lo mismo. Su oferta, su sugerencia, me tienta mucho; porque aparte de esas consideraciones que usted tan amablemente ha hecho, no tengo una posición sólida aquí en Menorca. El paciente que tenía que atender hasta el otoño ha muerto. Creía que él era un hombre de recursos —poseía una casa en Merrion Square—, pero cuando el señor Florey y yo revisamos sus efectos personales, antes de sellarlos, no encontramos nada en absoluto, ni dinero, ni cartas de crédito. Su criado desapareció, lo que explicaría lo anterior, y sus amigos no responden a mis cartas. Por otra parte, la guerra me ha apartado de mi pequeño patrimonio en España. Y cuando, hace un momento, le dije que hacía muchos días que no comía tan bien, no era en sentido figurado».
«¡Oh, qué terrible!», exclamó Jack. «Lamento muchísimo que tenga apuros, doctor, y si la res angusta [6] lo apremia, espero que me permita…» Se llevó la mano al bolsillo de los calzones, pero Stephen Maturin le dijo: «No, no, no» repetidamente, sonriendo y moviendo la cabeza. «Pero es usted muy amable».
«Lamento muchísimo que tenga apuros, doctor», repitió Jack, «y estoy casi avergonzado de sacar provecho de ellos, pero mi Sophie necesita un médico. No puede usted imaginarse lo hipocondriacos que son los marineros, les encanta que los examine un médico. Y una tripulación sin alguien que la cuide, aunque se trate del más tosco e inexperto ayudante de cirujano, no es una tripulación feliz. Además, así resolvería de forma inmediata sus dificultades. La paga es miserable para un hombre instruido —cinco libras mensuales— y me avergüenza decirlo, pero hay la posibilidad de conseguir el dinero de los botines y recibir algunas gratificaciones, como el regalo de la reina Ana, y algo extra por cada enfermo de sífilis, que se les deduce de su paga».
«Bueno, por lo que se refiere al dinero, no me preocupa mucho. Si el inmortal Linneo pudo atravesar ocho mil kilómetros en Laponia viviendo con veinticinco libras, seguramente que yo también podré… Pero ¿cree usted que es eso factible? ¿No se necesitaría un nombramiento oficial? ¿Uniforme? ¿Instrumental, medicinas, material médico?»
«Ahora que me pregunta sobre todos esos puntos, es sorprendente comprobar lo poco que conozco el tema», dijo Jack con una sonrisa. «¡Vamos, doctor! No hay que preocuparse de esas tonterías. Necesita un certificado del Ministerio de Marina, eso es seguro; pero sé que el almirante le extenderá una orden provisional tan pronto como yo se la pida, y lo hará encantado. En cuanto al uniforme, no existe ninguno especial para cirujanos, aunque lo habitual es una casaca azul. Y del instrumental y todo lo demás, de eso me encargo yo. Creo que el colegio de farmacéuticos envía un cofre a bordo; Florey lo sabrá, o si no cualquier cirujano. Pero en cualquier caso, venga a bordo sin demora. Venga tan pronto como pueda, venga mañana mismo, ¿qué le parece?, y comeremos juntos. Puesto que la orden provisional tardará un poco, haga este viaje como invitado mío. No será cómodo —no hay mucho espacio en un bergantín, ¿sabe?—, pero le ayudará a acostumbrarse a la vida en el mar; y si tiene un casero insolente, lo burlará de inmediato. Permítame llenar su taza. Y seguro que le gustará, porque es asombrosamente filosófico».
«Cierto», dijo Stephen. «Para un filósofo, un estudioso de la naturaleza humana, ¿qué mejor que eso? Las personas objeto de su investigación encerradas juntas, sin que puedan escapar a su mirada observadora, y sus pasiones intensificadas por los peligros de la guerra y los riesgos de su profesión, por el alejamiento de sus mujeres y la dieta correcta pero invariable, y también por el ardiente fervor patriótico, sin duda». Y al decir estas últimas palabras hizo una inclinación de cabeza a Jack. Luego prosiguió: «Es cierto que durante algún tiempo he prestado más interés a los criptogramas que a mis semejantes; pero aun así, creo que un navío es un escenario donde una mente inquieta aprende continuamente».
«Sí, sí, continuamente, se lo aseguro, doctor», dijo Jack. «Me siento muy feliz por tener a Dillon como primer oficial de la Sophie y a un médico dublinés de cirujano. Por cierto, ustedes son compatriotas. Quizás conoce usted al señor Dillon».
«¡Hay tantos Dillons!», dijo Stephen con un ligero sobresalto. «¿Cuál es su nombre de pila?»
«James», respondió Jack mirando la nota.
«No», dijo Stephen con decisión. «No recuerdo haber conocido a ningún James Dillon».
* * *
«Señor Marshall», dijo Jack, «avise al carpintero, por favor. Espero a un huésped a bordo. Tenemos que esmerarnos para que se encuentre cómodo. Es médico, un gran hombre en el campo de la filosofía».
«¿Un astrónomo, señor?», preguntó el segundo oficial muy interesado. «Más bien creo que es un botánico», dijo Jack. «Pero tengo grandes esperanzas de que se quede con nosotros, como cirujano de la Sophie, si le hacemos la vida agradable. ¡Piense en lo magnífico que sería para la tripulación!»
«Desde luego que lo sería, señor. Estaban muy compungidos cuando el señor Jackson se pasó a la Pallas, y reemplazarlo por un médico será una gran jugada. Hay uno a bordo del buque insignia y otro en Gibraltar, pero ninguno más en toda la flota, que yo sepa. En tierra cobran una guinea por visita, eso he oído decir».
«Incluso más, señor Marshall, incluso más. ¿Está ya el agua a bordo?»
«Toda cargada y almacenada, señor, excepto los dos últimos toneles».
«¡Ah, señor Lamb!, quisiera que le echara un vistazo al mamparo de mi cabina y que tratara de hacer más sitio para alojar a un amigo. Podría desplazarlo unos cincuenta centímetros hacia delante. ¿Sí, señor Babbington, qué pasa?».
«Con su permiso, señor, el Burford hace señales desde el cabo».
«Muy bien. Ahora dígales al contador, al condestable y al contramaestre que quiero hablar con ellos».
A partir de ese momento, el capitán de la Sophie se sumergió a fondo en sus responsabilidades: el rol, el cuaderno de la ropa, los permisos, el registro de la enfermería, gastos generales, gastos del condestable, el contramaestre y el carpintero, suministros y devoluciones, contabilidad general de las provisiones recibidas y devueltas y contabilidad trimestral de las mismas, junto con los certificados de la cantidad de alcoholes, vino, cacao y té asignados, sin olvidar el diario de navegación, el libro copiador y el libro de pedidos. Y puesto que había comido en exceso y nunca había tenido facilidad para los números, pronto perdió la ecuanimidad. La mayoría de los asuntos los trataba con Ricketts, el contador; y como Jack se iba enfureciendo debido a su confusión, le parecía que aquél le presentaba la interminable lista de sumas y balances con demasiada ligereza. Además, el contador le hacía firmar documentos, facturas, acuses de recibo y recibos a sabiendas de que Jack no sabía lo que firmaba.
«Señor Ricketts», dijo al final de una larga explicación sin ningún significado para él, «aquí en el rol, con el número 178 está Charles Stephen Ricketts».
«Sí, señor. Es mi hijo, señor.»
«Así es. Veo que llegó el 30 de noviembre de 1797 procedente del Tonnant, el antiguo Princess Royal. No figura la edad junto al nombre».
«¡Ah! Déjeme ver, Charlie debía tener entonces casi doce años, señor».
«Se le clasificó como marinero de primera».
«Sí, señor. ¡Ja, ja!»
Era uno de los típicos pequeños fraudes que se cometían cotidianamente, pero era ilegal. Jack no se rió y continuó: «Marinero de primera hasta el 20 de septiembre de 1798, cuando fue clasificado como escribiente. Y más adelante, el 10 de noviembre de 1799 se le clasificó como guardiamarina».
«Sí, señor», dijo el contador. No sólo el señor Ricketts notó aquella extrañeza ante el hecho de que un niño de once años fuera marinero de primera, sino que captó con agudeza el ligero énfasis de la palabra clasificado, que se repetía un poco más de lo habitual. El mensaje que llevaban era el siguiente: «Puedo parecer un pésimo hombre de negocios, pero si usted intenta cualquier truco de contable conmigo, lo cogeré por el cuello y lo arrastraré de proa a popa. Y aún más, la clasificación que ha hecho un capitán puede cambiarla otro, y si usted se atreve a turbar mi descanso, le juro por Dios que rebajaré a su hijo de categoría y azotaré la rosada piel de su espalda cada día, hasta el fin de la misión». A Jack le dolía la cabeza, y en sus ojos, ligeramente enrojecidos por el alcohol, se advertía de modo tan claro una latente ferocidad que el contador tomó el mensaje muy en serio. «Sí, señor», repitió. «Aquí está la cuenta de la lista del astillero. ¿Quiere que le explique las distintas partidas con detalle, señor?»
«Por favor, señor Ricketts.»
Esa fue la primera toma de contacto directa, total y responsable con la contabilidad, y no le hacía ni pizca de gracia. Incluso una embarcación pequeña (y la Sophie apenas pasaba de ciento cincuenta toneladas) necesitaba una gran cantidad de provisiones: barriles de buey, cerdo y mantequilla, todos numerados y registrados, toneles, barriles y cubas de ron, toneladas de galletas de mar de Old Weevil, sopa deshidratada con la marca de la Marina, aparte de artículos para el condestable como pólvora (molida y de la mejor marca), escobillones, tornillos, mechas, hierros para atacar los cañones, tacos y balas —de barra, de cadenas, de metralla, enramadas o rasas— y de los incontables objetos necesarios para el contramaestre (y tan a menudo malversados por él) como poleas, aparejo largo, simple y doble, racamentos, dados divididos en cuatro y en dos, dados planos, dados finos dobles y sencillos, grilletes simples con correas y motones gemelos, toda una letanía de cuaresma. Aquí Jack se encontraba como en su propia casa, porque la diferencia entre una polea simple de dos canales y una simple de talón era tan clara como la que había entre el día y la noche o entre lo bueno y lo malo, y en ocasiones todavía más clara. Pero en ese momento su mente, acostumbrada únicamente a enfrentarse a problemas físicos y concretos, estaba por completo fatigada. A través de la ventana, bajo la cual los libros con las páginas marcadas abombaban la superficie de la taquilla, observó el luminoso aire y el ondulante mar. Se pasó la mano por la frente y dijo: «Señor Ricketts, repasaremos lo que queda en otro momento. ¡Vaya endiablado montón de papeles! Me doy cuenta de que un escribiente es un miembro imprescindible en la tripulación de un barco. Eso me recuerda que he citado a un joven que subirá a bordo hoy mismo. Espero, señor Ricketts, que le facilite usted la tarea. Parece voluntarioso y competente, es sobrino del señor Williams, el agente de los botines. ¿No le parece, señor Ricketts, que será una ventaja para la Sophie que nos llevemos bien con el agente de los botines?»
«Por supuesto que sí, señor», dijo el contador totalmente convencido.
«Ahora tengo que ir al astillero con el contramaestre, antes del cañonazo de la tarde», dijo Jack y salió escapado al aire libre. Al mismo tiempo que él pisaba cubierta el joven Richards llegaba por el costado de babor acompañado por un negro muy alto. «Aquí está el joven de quien le he hablado, señor Ricketts. ¡Ah! ¿Es este el marino que ha venido con usted, señor Richards? Tiene un aspecto muy robusto. ¿Cómo se llama?»
«Alfred King, con su permiso, señor.»
«¿Sabe aferrar, arrizar y llevar el timón, King?»
El negro asintió con su gran cabeza. Emitió un gruñido y en su cara aparecieron destellos blancos. Jack frunció el ceño, pues aquella no era la forma de dirigirse a un capitán en su propio alcázar. «Acerqúese, señor», dijo secamente. «¿Acaso no hay una lengua civilizada en esa cabeza?»
El negro, de repente sombrío y receloso, negó con la cabeza. «Si me disculpa, señor», dijo el escribiente, «no tiene lengua, los moros se la cortaron».
«¡Oh!», exclamó Jack estupefacto. «¡Oh! Bien, llévelo a proa. Más tarde le leeré la cartilla. Señor Babbington, acompañe al señor Richards abajo y enséñele la camareta de los guardiamarinas. Venga, señor Watt, tenemos que llegar al astillero antes de que esos holgazanes terminen de trabajar».
«Este es un hombre que le dará satisfacciones, señor Watt», dijo Jack mientras el cúter avanzaba por el puerto. «Desearía poder conseguir muchos como él. Parece que no le gusta mucho la idea, señor Watt».
«Bien, señor, yo nunca rechazaría marineros expertos. Y seguramente que podríamos cambiarlos por algunos miembros de nuestra tripulación que no son hombres de mar, aunque no nos quedan muchos, teniendo en cuenta que hemos estado en una misión durante largo tiempo y ellos, como era de esperar, se fueron, y la mayoría de los que quedan están clasificados como marineros de segunda, si no…» El contramaestre no podía encontrar las palabras adecuadas, y después de una pausa concluyó: «Pero en cuanto a reclutarlos en grupo, por supuesto que no, señor».
«¿Ni siquiera con la leva para los servicios portuarios?»
«Bueno, si me permite, señor, allí nunca llegaron a media docena, y tuvimos buen cuidado, eran todos unos sujetos raros y desagradables. Y unos cabrones holgazanes, disculpe, señor. Así que como grupo no, señor. En una corbeta de tres guardias como la Sophie es un lío alojarlos a todos, como suele hacerse, entre cubiertas. Aunque es una embarcación acogedora, cuidada y confortable que no está mal, no es precisamente amplia.»
Jack no respondió, pero se le confirmaron muchas de sus impresiones. Y reflexionó sobre ellas mientras el cúter se acercaba al astillero.
«¡Capitán Aubrey!», exclamó el señor Brown, el oficial encargado del astillero. «Deje que le estreche la mano, señor, y le desee suerte. Me alegro mucho de verlo».
«Gracias, señor. Muchísimas gracias». Se estrecharon la mano. «Es la primera vez que lo veo en sus dominios, señor».
«¿Espacioso, verdad?», dijo el oficial de marina. «La atarazana está allí. El almacén de velas, detrás de su querido Généreux. Quisiera que hubiera un muro más alto rodeando el depósito de madera. No puede imaginarse cuántos malditos ladrones hay en esta isla, se deslizan de noche por el muro y se llevan los palos, o lo intentan. Me parece que algunas veces son instigados por los mismos capitanes, pero capitanes o no, voy a crucificar al próximo hijo de perra que encuentre aunque sólo sea mirando un condenado trinquete».
«Señor Brown, en mi opinión, usted no estará realmente satisfecho hasta que ya no haya aquí, en el Mediterráneo, ni un solo buque de guerra de la Armada y pueda usted pasearse por el astillero ordenando botes de pintura cada día de la semana, y suministrar nada más que una cabilla al año».
«¡Hágame caso, jovencito!», dijo el señor Brown poniendo la mano sobre el brazo de Jack. «Escuche la voz de la experiencia y la edad. El buen capitán no necesita nunca nada del astillero. Se las arregla con lo que tiene. Cuida con esmero lo que es del Rey. Nunca tira nada, calafatea el casco con su propio lodo, refuerza a conciencia los cables con doble cuerda y los enguilla y precinta para que no rocen en ningún punto del escobén. Cuida las velas mucho más que a su propia piel y nunca larga las sobrejuanetes, que son peligrosas, innecesarias y ostentosas pero inútiles. Y el resultado es el ascenso, señor Aubrey, porque como usted sabe, somos nosotros los que hacemos el informe al Almirantazgo, y tiene mucho peso. ¿Qué hizo de Trotter un capitán de navío? El hecho de que fue el capitán de corbeta más económico de la base militar. Algunos se llevaban masteleros dos y tres veces al año, Trotter nunca. Ahí tiene usted, sin ir más lejos, al capitán Allen. Nunca acudió a mí con una de esas horribles y largas listas de la altura del gallardete. Y mírelo ahora, al mando de la fragata más bella que se pueda desear. Pero ¿por qué le digo esto, capitán Aubrey? Sé muy bien que usted no es uno de esos jóvenes capitanes manirrotos que mandan sus barcos al fondo del canal, lo sé por lo bien cuidado que devolvió el Généreux. Además, la Sophie está muy bien equipada. Tal vez lo único que le falta es un poco de pintura. Podría conseguirle pintura amarilla, aunque con gran irritación de otros capitanes».
«Bueno, señor, le agradecería que me consiguiera uno o dos botes», dijo Jack paseando despreocupadamente la mirada por el lugar donde se almacenaban los palos. «Pero he venido, en realidad, para pedirle prestados sus duetos. En esta travesía me llevo a un amigo, y desea escuchar, muy en especial, su dueto en sí menor».
«Los tendrá usted, capitán Aubrey», dijo el señor Brown. «Claro que los tendrá. La señora Harte está adaptando uno para arpa en estos momentos, pero iré a recogérselos enseguida. ¿Cuándo zarpa usted?»
«Tan pronto como haya cargado toda el agua y el convoy esté reunido.»
«Será mañana al anochecer, si llega el Fanny. Y no tardará mucho tiempo en cargar el agua, pues la Sophie sólo puede llevar diez toneladas. Tendrá las partituras mañana al mediodía, se lo prometo».
«Le estoy muy agradecido, señor Brown, infinitamente agradecido. Buenas noches, y mis saludos a la señora Brown y la señorita Fanny».
* * *
«¡Cielos!», exclamó Jack despertándose sobresaltado de su profundo sueño, pues el carpintero martilleaba incesantemente haciendo añicos el mamparo. Se aferraba a la oscuridad lo mejor que podía, enterrando la cara en la blanda almohada, porque su mente había estado tan activa que no había podido conciliar el sueño hasta las seis. Precisamente, su aparición en cubierta al amanecer, observando las vergas y la jarcia, había hecho correr el rumor de que ya se había despertado. Y esa era la razón de que el carpintero hubiera comenzado su trabajo y el despensero estuviera nervioso (el camarero del anterior capitán se había trasladado a la Pallas) e indeciso respecto a su desayuno, pues el capitán Allen siempre había desayunado lo mismo: una jarra pequeña de cerveza, maíz a medio moler y carne de buey fría.
Desde luego, ya no podría seguir durmiendo; el eco del martillo casi en su oído, acompañado del cuchicheo apenas perceptible del carpintero y sus ayudantes, se lo acabaron de confirmar. Estaban en su cabina. A Jack, allí tumbado, aquellos golpes se le clavaban dolorosamente en la cabeza. «¡Basta con ese condenado martillo!», exclamó. Y casi detrás de él se oyó la sorprendida respuesta: «Sí, sí, señor», y los pasos de los hombres que salían sigilosamente.
Tenía la voz ronca. «¿Qué fue lo que me puso ayer tan endiabladamente parlanchín?», dijo echado todavía en la litera. «Estoy ronco como un cuervo de tanto hablar. ¿Quién me manda a meterme en invitaciones precipitadas? Un invitado del que no sé nada, en un pequeño bergantín que apenas conozco». Meditaba melancólico sobre el sumo cuidado que había que tener con los compañeros de tripulación, con los que se estaba cara a cara, como en un matrimonio, y lo molesto que era tener compañeros dogmáticos, quisquillosos y arrogantes, temperamentos incompatibles encerrados en una caja. En una caja: eso le recordaba su manual de náutica y cómo lo había manejado de niño, estudiando detenidamente las inaguantables ecuaciones.
Dado el ángulo YCB al que la verga se encuentra braceada, se pide la orientación de las velas y se expresa por el símbolo b. Es el complemento del ángulo DCI. Ahora CI:ID = rad.:tan. DCI =:tan. DCI = I: cotan, b. Por lo que finalmente tenemos I: cotan, b =A 1:B 1: tan. 2x,y A 1. cotan, b = B tangent 2, y tan. 1x = A/B cot. Esta ecuación evidentemente expresa la mutua relación entre la orientación de las velas y la deriva…
«Está muy claro, ¿verdad, querido Jacky?», dijo con voz alentadora una joven muy alta que se inclinaba sobre él con amabilidad (por que en esa fase de sus recuerdos era un chico de doce años, alto y de buena planta, al que Queeney, una joven casadera, hacía navegar muy lejos).
«Pues no, Queeney», dijo Jack niño. «Para ser sincero, no lo está».
«Bien», dijo ella con una paciencia inagotable. «Intenta recordar qué es una cotangente y volvamos a empezar. Imaginemos que el barco es una caja rectangular…»
Por un momento consideró a la Sophie una caja rectangular. No había visto más que una parte, pero había dos o tres cosas fundamentales que sabía con absoluta certeza: una, que la jarcia estaba por debajo de sus posibilidades —seguramente navegaría bien de bolina, pero con el viento en popa parecería una babosa; otra, que su predecesor era totalmente distinto a él; y la tercera, que su tripulación había terminado por parecerse a su capitán, un buen marino, formal, reservado, prudente y nada agresivo, que nunca izó las sobrejuanetes, tan valiente como podía esperarse al ser atacado, pero todo lo contrario de un corsario de Sallee[7]. «Si hubiera combinado la disciplina con el arrojo de un corsario de Sallee», dijo Jack, «hubiera barrido el océano por completo». Y su mente, descendiendo rápido a lo vulgar, pensó en los botines que obtendría si barriera el océano, aunque sólo fuera moderadamente.
«La verga mayor no vale nada», dijo. «Por otra parte, como hay Dios que espero conseguir un par de cañones de doce, aunque no sé si aguantarán las cuadernas. Tanto si aguantan como si no, puede conseguirse que esta caja rectangular se parezca más a una nave de combate y a un verdadero navío de guerra».
Mientras ordenaba sus pensamientos, la cabina se iba llenando de luz. Un bote de pesca cargado de atún pasó por debajo de la popa de la Sophie, emitiendo un ruido ronco con una concha. Casi al mismo tiempo, el sol apareció de repente junto al castillo de San Felipe, como un limón, en medio de la bruma matutina; en verdad pareció apartarse de la tierra de un salto. En menos de un minuto, la penumbra de la cabina desapareció por completo: en el techo se veía reflejado el movimiento ondulante del mar iluminado por el sol, y un solo rayo, reflejado por algún objeto fijo en el lejano muelle, entraba por la ventana de la cabina iluminando la casaca de Jack y su resplandeciente charretera. Su mente parecía invadida por el sol, y su semblante arisco se había relajado en una sonrisa. Saltó enseguida de la litera.
* * *
Al doctor Maturin el sol lo había alcanzado diez minutos antes, porque estaba mucho más alto. También él se movió y volvió la cara, pues también él había dormido intranquilo, pero la brillantez del día prevaleció. Abrió los ojos y miró a su alrededor medio atontado. Un momento antes se sentía muy a gusto y feliz en Irlanda, con una chica cogida del brazo, y todo le había parecido tan real que su mente, despierta a medias, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Todavía sentía el contacto de su mano en el brazo, e incluso su aroma; cogió con resolución las hojas que crujían debajo de él: dianthus perfragrans. De nuevo clasificaba ese aroma —era una flor y nada más— y aquel contacto etéreo, la suave presión de aquellos dedos, desapareció. Su rostro reflejó la más desgarradora infelicidad y se le empañaron los ojos. Se había encariñado muchísimo; y ella, en aquel tiempo, estaba tan ligada a…
No estaba preparado para un golpe como ese, que atravesaría cualquier tipo de armadura, y durante unos minutos sintió un dolor insoportable, pero se quedó allí sentado, haciendo guiños al sol.
«¡Dios bendito!», dijo finalmente. «¡Un día más!» Al decir esto, su rostro comenzó a recomponerse. Se levantó, se limpió el polvo de los calzones y se quitó el abrigo para sacudirlo. Muy disgustado, constató que el trozo de carne que se había escondido en el bolsillo envuelto en un pañuelo, durante la comida del día anterior, le había manchado de grasa el pantalón. «Me resulta curioso», pensó, «estar contrariado por esa tontería; sin embargo, lo estoy». Se sentó y se comió el trozo de carne (el centro de una chuleta de cordero) y durante unos instantes pensó en la teoría de la revulsión, Paracelso, Cardan, Rhazes. Estaba sentado en las ruinas del ábside de la capilla de San Damián, al norte de la zona alta de Puerto Mahón, con la vista puesta en la gran entrada serpenteante del puerto y aún más lejos, en el inmenso mar azul jaspeado. Por el lado de África, el inmaculado sol comenzaba a alejarse del horizonte. Se había refugiado allí desde hacía unos días, cuando su casero empezó a mostrarse descortés; no había esperado a que le hiciera una escena, porque estaba demasiado agotado emocionalmente para soportar una cosa así.
En ese momento se fijó en las hormigas que se llevaban las migajas. Tapinoma erraticum. Iban formando dos hileras paralelas, en sentido contrario, a través del hueco o pequeño valle de su peluca vuelta hacia arriba, que allí en el suelo parecía un nido de pájaro abandonado, aunque en su tiempo había sido la peluca de pelo natural más pulcra que se viera en Stephen’s Green. Andaban deprisa, con sus abdómenes elevados, empujándose y chocando unas con otras, y Stephen las seguía con la mirada; y mientras observaba a las pequeñas y aburridas criaturas, un sapo lo observaba a él. Sus ojos se encontraron y él sonrió. Un sapo enorme, de más de medio kilo, con ojos brillantes y rojizos. Stephen se preguntaba cómo se las arreglaría para vivir con la hierba tan fina y escasa de aquel terreno árido y reseco, tan duramente castigado por el sol, sin más refugio que las ruinas de piedra descolorida, algunos alcaparros que arrastraban sus espinosos tallos y un cisto cuyo nombre no conocía. Un terreno mucho más árido y reseco ahora, porque el invierno de 1799-1800 había sido de una sequedad fuera de lo común. En marzo no había llovido y el calor había llegado prematuramente. Alargó un dedo muy despacio y acarició la garganta del sapo; éste se hinchó un poco, movió las patas delanteras y luego se sentó tranquilo devolviéndole la mirada.
El sol subía y subía. Aunque la noche no había sido fría en ningún momento, se agradecía el calor del ambiente. Águilas calzadas negras, seguramente habían nacido por allí cerca, se encontraban entre las especies de águilas más pequeñas. Había una camisa de serpiente en el arbusto donde orinó, y la parte que cubría los ojos era perfecta, totalmente cristalina.
«¿Qué debo pensar de la invitación del capitán Aubrey?», se preguntó en voz alta en aquel vasto espacio lleno de luz y aire, mucho más vasto que la zona habitada de allí abajo, tan activa, y que los campos cultivados a su alrededor, formando perfectas cuadrículas y fundiéndose con las irregulares colinas de color ocre. «¿Jack será así sólo cuando está en tierra? ¡Fue un compañero tan agradable e ingenioso!». Sonrió al recordarlo. «Con todo, ¿qué crédito puede dársele a…? Comimos maravillosamente bien, con cuatro botellas, o quizás cinco. No debo exponerme a una afrenta». Y le daba vueltas una y otra vez, argumentando en contra de sus esperanzas, pero al final llegó a la conclusión de que si podía conseguir que su abrigo quedara bastante pasable, y parecía que iba a poder quitarle el polvo, o por lo menos disimularlo, visitaría al señor Florey en el hospital y hablaría con él ampliamente de la profesión de cirujano naval. Sacudió las hormigas de la peluca y se la puso; y mientras bajaba hasta el borde del camino entre la hierba, donde asomaban las puntas color magenta de los gladiolos, el amargo recuerdo de aquel nombre lo hizo detenerse. ¿Cómo había podido olvidarlo por completo durante el sueño? ¿Cómo era posible que, al despertarse, lo primero en venirle a la mente no hubiera sido el nombre de James Dillon?
«Aunque es cierto que hay cientos de Dillons», pensó. «Y hay muchísimos que se llaman James».
* * *
«Christe, canturreaba James Dillon mientras se afeitaba las erizadas puntas rojizas y doradas de su barba. «Christe eleison. Kyrie…» No es que James fuera muy piadoso, sino que de esa forma confiaba en que no se cortaría; pues, como muchos papistas, era más bien dado a la blasfemia. Sin embargo, la dificultad de afeitarse el bigote le hizo quedarse callado, y cuando su labio superior ya estuvo limpio, no pudo volver a coger el hilo de la melodía. De cualquier forma, tenía la mente muy ocupada para buscar un neuma escurridizo, porque estaba a punto de presentarse a un nuevo capitán, un hombre del que dependerían su tranquilidad y sosiego, y sobre todo su reputación, su carrera y sus perspectivas de ascenso.
Acariciándose la barbilla lisa y brillante, salió de la cámara de oficiales y llamó a un infante de marina. «Por favor, ¿podría cepillarme el abrigo por la espalda, Curtis? Mi cofre está listo, y también hay que llevarse un saco con libros», dijo. «¿Está el capitán en cubierta?»
«¡Oh, no, señor!», dijo el infante de marina, «acaba de empezar a desayunar. Dos huevos duros y uno pasado por agua».
El huevo pasado por agua era para la señorita Smith, para pagarle sus servicios nocturnos, como sabían perfectamente tanto el infante de marina como el señor Dillon; pero la mirada de complicidad de aquél no encontró respuesta. James Dillon frunció los labios con expresión airada que sólo duró un instante fugaz, y comenzó a subir la escala hacia el alcázar plenamente iluminado. Allí saludó al oficial de guardia y al primer oficial del Burford. «Buenos días. Buenos días tenga usted. ¡Vaya! Está usted muy elegante», le dijeron. «Mire; está allí, justo después del Généreux.»
Recorrió el bullicioso puerto con la mirada. La luz llegaba tan horizontalmente que los palos y las vergas adquirían un peculiar relieve y las olas saltarinas despedían deslumbrantes destellos.
«¡No, no!», dijeron. «Por donde está la machina flotante. El falucho acaba de taparla. Allí, ¿la ve ahora?»
Naturalmente que la vio. Había mirado demasiado a lo lejos y había pasado de largo la Sophie teniéndola allí mismo, tan sólo a un cable de distancia, más baja que las demás embarcaciones. Se apoyó en el pasamanos y la miró concentrado, sin parpadear. Después de un momento, pidió prestado el catalejo al oficial de guardia y volvió a observarla con mirada aguda y escrutadora. Vio el brillo de una charretera, cuyo portador sólo podía ser el capitán, y a sus hombres, tan activos como abejas a punto de salir en enjambre. Estaba preparado para encontrarse con un bergantín pequeño, pero no con una embarcación tan minúscula como esa. La mayoría de las corbetas de catorce cañones eran de doscientas o doscientas cincuenta toneladas de peso neto: la Sophie no debía de pesar ni ciento cincuenta.
«Me gusta su pequeño alcázar», dijo el oficial de guardia. «Era el Vencejo español, ¿verdad? Y respecto a que está tan baja, bueno, cualquier cosa que se mire desde un navío de setenta y cuatro cañones parece más baja».
Había cosas que todos sabían de la Sophie. Una, que a diferencia de casi todos los bergantines, tenía un alcázar de popa; otra, que había sido española; y la tercera, que tenía en el castillo de proa una bomba de tronco de olmo, es decir, un tronco perforado que comunicaba directamente con el mar y que se utilizaba para lavar la cubierta. En realidad, era un accesorio insignificante, pero como no le correspondía por su categoría, no había marinero que pudiera olvidarla después de haberla visto o haber oído hablar de ella.
«Tal vez los hombres estén un poco apiñados en el alojamiento», dijo el primer oficial, «pero por lo que a usted respecta, disfrutaría de un período tranquilo y descansado, escoltando los mercantes de una parte a otra del Mediterráneo».
«Bien…», dijo James Dillon, incapaz de responder con propiedad a su bienintencionada amabilidad. «Bien…», dijo encogiéndose de hombros en señal de conformidad. «¿Podría prestarme un bote, señor? Me gustará incorporarme lo antes posible».
«¿Un bote? ¡Que baje Dios y lo vea!», exclamó el primer oficial. «Si seguimos así, dentro de nada me pedirán una barcaza. Los pasajeros del Burford esperan a que un vivandero los lleve a la orilla, señor Dillon, y si no, se van a nado». Se quedó mirando a James con expresión severa y fría hasta que la risa del timonel lo delató; porque el señor Coffin era un perfecto guasón, un guasón incluso antes del desayuno.
* * *
«Con su permiso, señor, se presenta al servicio Dillon», dijo James quitándose el sombrero y dejando al descubierto su pelo de color rojo, que flameaba bajo el sol.
«Bienvenido a bordo, señor Dillon», dijo Jack llevándose la mano al sombrero y tendiéndosela luego. Lo miró muy fijo, casi con ferocidad, con enormes deseos de descubrir qué clase de hombre era. «Sería usted bien venido en cualquier caso, pero especialmente esta mañana. Nos espera un día muy atareado. ¡Serviola! ¿Hay alguna señal de vida en el embarcadero?»
«Todavía no, señor.»
«El viento se mantiene exactamente como deseo», dijo Jack observando por milésima vez el cielo despejado, donde se deslizaban unas extrañas nubes blancas. «Pero con la temperatura en aumento no me fío para nada».
«Su café está preparado, señor», dijo el despensero.
«Gracias, Killick. ¿Qué pasa, señor Lamb?»
«No encuentro cáncamos grandes en ninguna parte, señor», dijo el carpintero. «Pero en el astillero sé que hay muchos. ¿Puedo mandar a buscarlos?»
«No, señor Lamb. No se acerque al astillero si aprecia en algo su vida. Doble los pernos de que dispone; prepare la forja y forme anillas del tamaño que necesite. No tardará ni media hora. Bien, señor Dillon, cuando se haya instalado confortablemente en su camarote, venga a tomarse una taza de café conmigo, si le apetece, y le explicaré lo que me propongo hacer.»
James bajó corriendo al camarote triangular donde iba a alojarse, y volvió despojado del uniforme de presentación, llevando pantalones y una vieja chaqueta azul, mientras Jack todavía saboreaba su café con fruición. «Siéntese, señor Dillon, siéntese», dijo. «Aparte esos papeles. Me temo que es una infusión desabrida, pero por lo menos está recién hecha, se lo aseguro. ¿Azúcar?»
«Con permiso, señor», dijo el joven Ricketts, «el cúter del Généreux está abarloado a babor con los hombres que fueron reclutados para los servicios portuarios».
«¿Están todos?»
«Todos excepto dos que han sido reemplazados.»
Aún con la taza de café en la mano, Jack se levantó de la mesa, inclinándose hacia delante, y salió de la cabina. Enganchado a las cadenas principales de babor, estaba el bote del Généreux, lleno de marineros que miraban hacia arriba, reían e intercambiaban frases jocosas o simplemente abucheos y silbidos con sus antiguos compañeros. El guardiamarina del Généreux saludó y dijo: «El capitán Harte le envía sus saludos, señor, y le comunica que él puede prescindir de estos hombres».
«¡Que dios te bendiga, queridísima Molly!», se dijo Jack; y en voz alta: «Mis saludos y agradecimiento al capitán Harte. Tenga la bondad de transmitírselos».
No eran nada del otro mundo, pensaba Jack mientras el aparejo del penol hacía subir sus míseras pertenencias: tres o cuatro eran categóricamente unos lerdos, y otros dos tenían ese aire indefinible de personas de algún talento, cuya agudeza los distingue de los demás, pero no tanto como ellos creen. Dos de los tontos estaban asquerosos, y uno había cambiado su ropa barata por un traje rojo que aún conservaba oropeles. Sin embargo, todos tenían dos manos; todos podían atar un cabo; y sería muy raro que el contramaestre y sus ayudantes no consiguieran que izaran.
«¡Cubierta!», gritó el guardiamarina desde el tope. «¡Cubierta! ¡Alguien se mueve en el embarcadero!»
«Muy bien, señor Babbington. Ahora puede bajar a desayunar. Seguramente seis tripulantes que dábamos por perdidos», le dijo Jack a James Dillon con una sonrisa de satisfacción, volviendo a la cabina. «Puede que no sean nada del otro mundo —en verdad creo que deberíamos hacer que se bañaran si no queremos tener picazón todos en el barco—, pero nos ayudarán a levar anclas. Y espero levar anclas no más tarde de las nueve y media». Mientras daba golpecitos al tirador de latón de la taquilla continuó: «Embarcaremos dos cañones largos de doce como piezas de tiro, si puedo conseguirlos del servicio de material de guerra. Pero de cualquier modo, voy a zarpar con esta corbeta, aprovechando la brisa, para ponerla a prueba. Escoltaremos doce mercantes hasta Cagliari, y si todos han llegado, partiremos al anochecer. Veremos cómo se porta. ¿Sí, señor… señor…?»
«Pullings, señor, ayudante de segundo oficial. La lancha del Burford está abordada con una tripulación.»
«¿Una tripulación para nosotros? ¿Cuántos hay?»
«Dieciocho, señor», y habría añadido «… y vaya pinta de borrachines que traen algunos» si se hubiera atrevido.
«¿Sabe usted algo de este grupo, señor Dillon?», preguntó Jack.
«Sabía que en el Burford había, muchos antiguos tripulantes del Charlotte y algunos procedentes de los barcos reclutadores que vendrían enrolados a Mahón, señor, pero no había oído que fueran a mandar ninguno a la Sophie».
Jack estaba a punto de decir: «Y yo que tenía miedo de quedarme en cueros…», pero sólo se rió entre dientes. Se preguntaba cuál era la causa de que este cuerno de la abundancia se hubiera derramado sobre él. «Lady Warren», la respuesta vino a su mente como una revelación divina. Se rió de nuevo y dijo: «Ahora, señor Dillon, me voy a acercar al muelle. El señor Head, que es un hombre de palabra, me dirá si puedo contar con los cañones antes de media hora o no. En caso afirmativo, le haré una señal con el pañuelo para que empiece a tirar de las estachas. ¿Qué pasa ahora, señor Richards?»
«Señor», dijo el pálido escribiente. «Dice el señor contador que tengo que traerle todos los días, a esta hora, los recibos y las cartas para que los firme, y el libro de contabilidad pasado a limpio para que lo revise».
«Perfectamente», dijo Jack en tono amable. «Todos los días laborables. Pronto aprenderá usted los que son laborables y los que no lo son». Comprobó la hora. «Aquí tiene los recibos para los hombres. El resto enséñemelo en otro momento».
La escena en cubierta no era diferente a la de Cheapside[8] en obras: dos cuadrillas bajo las órdenes del carpintero estaban preparando el sitio donde hipotéticamente se colocarían los cañones a proa y a popa, y grupos de campesinos y vagabundos varios esperaban de pie, junto a su equipaje. Algunos observaban los trabajos con interés y hacían comentarios, otros bostezaban distraídamente y miraban al cielo como si nunca lo hubieran visto. Uno o dos incluso habían llegado hasta el sagrado alcázar.
«¡Santo cielo! ¿Qué es toda esta confusión?», preguntó Jack. «Señor Watt, esto es un barco del Rey, no Margate[9]. ¡Eh! ¡Usted, señor, váyase a proa!»
Por unos instantes, antes de que el poco disimulado arranque de indignación transformara a aquellos patanes en gente activa, los suboficiales observaron a Jack con tristeza, y él alcanzó a oír las palabras «toda esa gente…»
«Voy a desembarcar», dijo. «Cuando regrese, esta cubierta tiene que tener una apariencia muy distinta».
Todavía estaba enrojecido por la ira cuando bajó al bote detrás del guardiamarina. «¿Es que se piensan que voy a dejar un solo marinero de primera en tierra mientras pueda apretujarlo a bordo?», se dijo. «Naturalmente, aunque a ellos les guste, no podrá haber tres guardias. Y aun así será difícil conseguir catorce pulgadas.»
El sistema de tres guardias era ventajoso porque los hombres podían dormir toda la noche de vez en cuando, mientras que el de dos guardias les permitía dormir cuatro horas seguidas todo lo más; pero por otra parte, con este último la mitad de los hombres disponía de todo el espacio para colgar sus coyes, en tanto que la otra mitad estaba en cubierta. «Dieciocho y seis son veinticuatro», dijo Jack, «más cincuenta aproximadamente, digamos setenta y cinco. ¿Y con cuántos haré la guardia?». Calculó esta cifra para multiplicarla por catorce, porque catorce pulgadas era el espacio que cada coy tenía asignado, según las reglas. Le parecía bastante improbable que la Sophie dispusiera de ese espacio, fuera cual fuera su tripulación oficial. Todavía pensaba en ello cuando el guardiamarina exclamó: «¡Parar! ¡Alzar remos!» y chocaron levemente con el embarcadero.
«Regrese al barco ahora, señor Ricketts», dijo Jack. «No creo que vaya a tardar mucho, y así ahorraremos tiempo».
Pero con la tripulación del Burford había perdido su oportunidad. Había otros capitanes antes que él, y tuvo que guardar turno. Se paseó bajo el brillante sol matutino con su colega Middleton, con una charretera similar a la suya, pero con un galón de mayor categoría que le había permitido llevarse el mando del Vertueuse, el adorable navío corsario francés que habría sido de Jack si hubiera justicia en el mundo. Después de haberse contado los chismorreos navales del Mediterráneo, Jack señaló que había ido a buscar un par de cañones de doce.
«¿Y crees que los soportará?», le preguntó Middleton.
«Espero que sí. Sus cañones de cuatro son de pena, aunque debo confesarte que estoy ansioso por ver qué ocurre con los baos de la batería.» «Bien, yo también lo espero», dijo Middleton asintiendo con la cabeza. «En cualquier caso, has venido el día más indicado. Parece que van a poner a Head por debajo de Brown y se le ha despertado tal rencor que está saldando las existencias, igual que una pescadera al terminar el mercado».
Jack ya había oído algo sobre este nuevo giro en la larguísima disputa entre la Junta militar y la Junta naval, y ansiaba ampliar su información, pero en aquel momento apareció el capitán Halliwell muy sonriente, y Middleton, a quien le quedaba algún resto de buena conciencia, le dijo: «Te cedo mi turno, porque voy a tardar un siglo con todos los detalles de mis carronadas».
«Buenos días, señor», dijo Jack. «Soy Aubrey, de la Sophie, y me gustaría probar un par de largos de doce, por favor.»
Sin cambiar su melancólica expresión lo más mínimo, dijo el señor Head: «¿Ya sabe lo que pesan?».
«Alrededor de treinta y tres quintales, creo.»
«Treinta y tres quintales, tres libras y tres onzas. Llévese una docena, capitán, si cree que su corbeta puede soportarlos.»
«Muchas gracias, con dos será suficiente», dijo Jack mirándolo con agudeza, tratando de descubrir si se estaba burlando.
«Suyos son, pues, y que le presten buen servicio», dijo el señor Head con un suspiro, haciendo signos secretos sobre un trozo gastado de pergamino que luego enrolló. «Entregúeselo al encargado del arsenal y él le dará el par más bonito que cualquier hombre pueda desear. También me quedan algunos morteros en muy buen estado, si es que le caben.»
«Señor Head, le estoy sumamente agradecido», dijo Jack y rió satisfecho. «Ya me gustaría que el resto del servicio estuviera organizado de esta misma forma.»
«Y a mí también, capitán, y a mí también», exclamó el señor Head, y de repente su expresión se volvió iracunda. «Hay algunos hombres holgazanes y mal intencionados, malditos canallas soplagaitas, rascatripas, buscavidas y soplones que le harían esperar un mes, pero yo no soy uno de esos. Capitán Middleton, señor, ¿carronadas para usted, verdad?»
Jack estaba otra vez al sol. Entonces hizo una señal. Miró con atención por entre los palos y vergas entrecruzadas y vio una figura en el tope de la Sophie que se inclinó como si saludara a cubierta y después desapareció por un brandal como la cuenta de un collar deslizándose por un hilo.
Diligencia era la consigna del señor Head, pero el encargado del arsenal no parecía haberse enterado. Le mostró los dos cañones de doce a Jack con muy buena voluntad. «El par más bonito que cualquier hombre pueda desear», le dijo acariciando los cascabeles mientras Jack firmaba la entrega; pero después pareció cambiar de humor, había otros muchos capitanes antes que Jack… lo justo era lo justo… vueltas y más vueltas… y había otros de treinta y seis que estaban delante y tenía que moverlos primero… estaba angustiosamente falto de ayuda.
La Sophie había atracado ya hacía rato y estaba cuidadosamente amarrada en el embarcadero bajo las grúas. Había más jaleo a bordo que antes, más jaleo del normal, incluso para la relajada disciplina del puerto, y estaba seguro de que algunos hombres ya se las habrían arreglado para emborracharse. Rostros expectantes —ahora mucho menos expectantes— observaban por la borda cómo su capitán se paseaba arriba y abajo, arriba y abajo, mirando ora su reloj ora el cielo.
«¡Por Dios!», exclamó dándose una palmada en la frente. «¡Qué tonto he sido! Me he olvidado por completo del aceite». Se giró rápidamente y corrió hacia el arsenal, donde se oían violentas protestas, sin duda porque el encargado y sus ayudantes hacían rodar las resbaladeras de las carronadas de Middleton hacia la ordenada fila de barriles. «¡Encargado!», gritó Jack. «Venga a ver mis cañones de doce. He pasado la mañana con tantas prisas que me parece que he olvidado untarlos». Con estas palabras dejó caer con discreción una moneda de oro en cada una de las bocas, y la expresión del encargado fue cambiando hasta mostrar claramente su aceptación. «Si el condestable no hubiera estado enfermo, ya me lo habría recordado», añadió Jack.
«Bien, gracias, señor. Esa ha sido siempre la costumbre, y no me gustaría que desaparecieran las viejas costumbres, se lo confieso», dijo el encargado todavía con un resquicio de mal humor. Pero luego, poco a poco, se le iluminó el semblante y dijo: «¿Mencionó la palabra prisa, capitán? Veamos qué podemos hacer».
Cinco minutos más tarde, el cañón de proa, colgado con esmero por las gualderas de la cureña, por la boca y por una de las teleras, flotaba suavemente sobre el castillo de proa de la Sophie a pocos centímetros de su posición definitiva; Jack y el carpintero estaban a gatas, como sí estuvieran jugando, atentos al sonido que harían los baos y las cuadernas cuando el cañón se soltara de la grúa. Jack hacía señales con la mano diciendo: «¡Ahora, con delicadeza, con delicadeza!» Los tripulantes de la Sophie estaban muy atentos. Todos guardaban silencio, incluso la cuadrilla de aguadores, con los cubos suspendidos, y también la cadena humana que tiraba del cañón de doce desde la orilla para subirlo por el costado del barco y bajarlo hasta el pañol de tiro, donde estaban los ayudantes del condestable. El cañón llegó abajo y se asentó firme. Hubo un crujido profundo pero sin consecuencias, y la proa de la Sophie descendió ligeramente. «Excelente», dijo Jack mientras supervisaba el cañón bien colocado en el espacio asignado. «Queda mucho espacio, un océano de espacio, a fe mía», dijo dando un paso atrás. En su prisa por evitar que Jack lo pisara, el artillero que estaba detrás de él chocó con el compañero de al lado, que a su vez tropezó con otro, estableciéndose una reacción en cadena en aquel abarrotado espacio, más o menos triangular, entre el palo trinquete y la roda, que produjo la laceración de un grumete y casi el ahogamiento de otro. «¿Dónde está el contramaestre? Ahora, señor Watt, veamos el aparejo. Se necesita una vinatera de anilla rígida para esta polea. ¿Dónde está la retranca?»
«Ya casi está, señor», dijo el contramaestre sudoroso y agobiado. «Yo mismo estoy trabajando en ese empalme».
«Bien», dijo Jack corriendo hacia el alcázar, por encima del cual estaba suspendido el cañón de popa como preparado para atravesar el fondo de la Sophie si la gravedad conseguía atraerlo más fuertemente, «algo tan simple como un empalme no le costará mucho al contramaestre de un buque de guerra, me imagino. Bien, señor Lamb, ponga a estos hombres a trabajar, por favor, que esto no es fiddler’s green [10]. Miró el reloj de nuevo. «Señor Mowett», le dijo al sonriente ayudante del segundo oficial. Y la expresión sonriente del joven Mowett se volvió muy seria. «Señor Mowett, ¿conoce usted el café Joselito?»
«Sí, señor.»
«Bien, tenga la bondad de llegarse hasta allí y preguntar por el doctor Maturin. Déle mis saludos y dígale que lamento mucho no poder regresar al puerto a la hora de comer, pero que le enviaré un bote esta tarde a la hora que él prefiera.»
* * *
No habían regresado al puerto a la hora de comer. Desde luego, por lógica hubiera sido imposible, pues ni siquiera habían salido de él, sino que iban deslizándose majestuosamente a través de las apretujadas embarcaciones hacia el canalizo. Disponer de un barco pequeño con una tripulación numerosa tiene la ventaja, entre otras, de que se pueden hacer maniobras que le están vedadas a un navío de línea, y Jack prefería desplazarse con esfuerzo a ser remolcado o a deslizarse a vela con una tripulación desasosegada, con hábitos alterados, y formada por una aglomeración de extraños.
En el canal de salida bajó a un bote y, remando él mismo, dio una vuelta alrededor de la Sophie. La observó desde todos los ángulos, a la vez que pensaba en las ventajas e inconvenientes de mandar a todas las mujeres a tierra. Sería fácil encontrar a la mayoría mientras los hombres estuvieran comiendo. No sólo estaban allí las chicas del pueblo para divertirse y sacar propinas, sino también las amantes casi permanentes. Si daba una batida ahora y otra justo antes de partir definitivamente, podría echar a todas fuera de la corbeta. No quería mujeres a bordo. Sólo causaban problemas, y con la afluencia de nuevos tripulantes todavía causarían más. Por otro lado, había una cierta falta de celo a bordo, una falta de auténtico empuje que él no tenía intención de transformar en resentimiento, sobre todo aquella tarde. Los marineros eran conservadores en sus costumbres, lo mismo que los gatos, él lo sabía muy bien. Podían soportar esfuerzos y dificultades increíbles, por no hablar de peligros, pero todo tenía que hacerse según sus costumbres, de lo contrario se convertían en salvajes. La corbeta navegaba bastante sumergida en el agua; tenía la proa ligeramente hundida y escoraba hacia el puerto. Todo ese peso extra hubiera estado mejor por debajo de la línea de flotación. No obstante, tendría que comprobar si se dejaba gobernar.
«¿Quiere que dé la voz de rancho para la tripulación, señor?», preguntó James Dillon al ver a Jack de nuevo a bordo.
«No, señor Dillon. Tenemos que aprovechar este viento. Cuando hayamos pasado el cabo, es posible que amaine. ¿Están ya los cañones bragados y atortorados?»
«Sí, señor.»
«Entonces nos haremos a la vela. Guardar remos. Que la tripulación se prepare para izar.»
El contramaestre dio la orden y corrió hacia el castillo de proa entre infinidad de pasos apresurados y rugidos.
«¡Esos recién llegados, ahí abajo, silencio!» Más pasos apresurados. La tripulación regular de la Sophie permanecía serena en sus puestos habituales, en absoluto silencio. Una voz procedente del Généreux, situado a un cable de distancia, pudo oírse claramente: «La Sophie se hace a la vela».
Y allí estaba, balanceándose suavemente, saliendo de Puerto Mahón: por la aleta de estribor quedaban las embarcaciones, y detrás la luminosa ciudad. El viento del norte, que soplaba por babor, empujaba la popa virándola ligeramente. Jack hizo una pausa, y al darse cuenta de lo que pasaba exclamó: ¡Arriba de inmediato! Las voces repitieron la orden y al instante los obenques se oscurecieron con los hombres que pasaban y subían corriendo como si estuvieran en la escalera de su casa.
«¡Soltar! ¡Desplegar!» Otra vez las órdenes y los gavieros se colocaron rápidamente en las vergas. Destrincaron los tomadores, cabos que mantenían las velas aferradas a las vergas, recogieron el trapo bajo los brazos y esperaron.
«¡Largar velas!», fue la orden. Y la acompañaron los pitidos y los gritos del contramaestre y sus ayudantes.
«¡Sujetar empuñiduras! ¡Sujetar empuñiduras! ¡Guinda suelta! ¡Con alegría, ahí en la cofa del trinquete, muévanse! ¡A las escotas de la juanete! ¡Bracear! ¡Amarrar!»
Un suave empujón desde arriba hizo escorar la Sophie, y luego otro y otro, sucediéndose cada vez más rápido, convirtiéndose en un impulso constante. Estaba avanzando, y las intensas ráfagas de agua canturreaban en sus costados. Jack y el primer oficial intercambiaron una mirada: no había estado mal. Pero la juanete de proa había llevado tiempo, a causa del malentendido sobre la definición de recién llegado y si había que incluir bajo esta injuriosa denominación a los seis tripulantes de la Sophie que se habían reincorporado los últimos. Esto había desembocado en una violenta aunque silenciosa disputa en las vergas, y las velas habían sido aferradas de una forma un tanto espasmódica que, sin embargo, no llegó a ser vergonzosa, así que no tendrían que soportar la mofa de los otros barcos de guerra del puerto.
Hubo momentos, con la confusión de la mañana, en que todos habían temido precisamente eso.
La Sophie había desplegado sus alas, más como una mansa paloma que como un furioso halcón, pero no tanto que mereciera la desaprobación de los ojos expertos que la observaban desde tierra. Y por lo que se refería a los lugareños, tenían ya la vista tan saturada por el ir y venir de todo tipo de embarcaciones que mostraron una glacial indiferencia ante su marcha.
* * *
«Perdón, señor», dijo Stephen tocándose el sombrero, dirigiéndose a un marino en el muelle, «¿puede decirme si conoce un barco llamado Sophia?».
«¿Un barco del Rey, señor?», dijo el oficial devolviéndole el saludo. «¿Un navío de guerra? Aquí no hay ningún barco con ese nombre, pero tal vez se refiera usted a la corbeta, señor, la corbeta Sophie».
«Esa debe de ser, señor. No existe nadie tan ignorante como yo en cuestiones navales. El barco al que me refiero está al mando del capitán Aubrey.»
«Exactamente, la corbeta, la corbeta de catorce cañones. Está casi justo frente a usted, señor, en línea con la casita blanca que se ve en el cabo.»
«¿El barco con velas triangulares?»
«No. Ese es un velachero. Algo más a la izquierda.»
«¿Ese rechoncho barco mercante con dos palos?»
«Bien», dijo el marino riendo, «está un poco hundido, pero es un barco de guerra. Se lo aseguro. Y creo que están a punto de zarpar. Sí. Ahí van las gavias, ya están atadas las empuñiduras. Están subiendo las vergas. Ahora largan las juanetes. ¿Qué pasa? ¡Ah, ahí están! No han sido muy rápidos que digamos, pero daremos por bueno lo que termina bien. Además, la Sophie nunca fue rápida en las maniobras. Mire, está ganando velocidad. Con este viento, llegará a la boca del puerto sin tener que tocar ni una braza».
«¿Se está haciendo a la mar?»
«Desde luego. Debe de estar navegando a tres nudos ya, tal vez a cuatro.»
«Le estoy muy agradecido, señor», dijo Stephen levantando su sombrero.
«Servidor de usted, señor», dijo el oficial levantando el suyo. Observó a Stephen por unos instantes. «Quizás debía haberle preguntado si se sentía bien. He reaccionado demasiado tarde. Aunque ahora parece estar más tranquilo».
Stephen había bajado caminando hasta el muelle para averiguar si podía llegar hasta la Sophie andando o si tenía que procurarse un bote para asistir a su cita para comer. La conversación con el señor Florey lo había persuadido de que no sólo la cita iba en serio, sino que la invitación de carácter más general era también fiable, una propuesta perfectamente factible que sin duda debía aceptarse. ¡Qué cortés, más que cortés había sido el señor Florey! Le había explicado los pormenores del servicio médico de la Armada real, lo había llevado a ver cómo el señor Edwardes, del Centaur, procedía a una amputación de gran interés. Le había quitado sus escrúpulos de que carecía de experiencia estrictamente quirúrgica; le había prestado el «Blane», sobre las enfermedades que afectan a los marineros, el Libellus de Natura Scorbuti de Hulme, el Effectual Means (Medios eficaces) de Lind y Marine Practice (Tratado de medicina naval) de Northcote, y había prometido buscarle al menos los instrumentos más indispensables hasta que recibiera su permiso y el cofre oficial. «En el hospital hay trocares, tenáculos y legras por docenas, sin contar las sierras y raspadores de huesos», le había dicho.
Stephen se había convencido totalmente. Y al ver la Sophie, con sus velas blancas y su casco bajo haciéndose cada vez más pequeño sobre el brillante mar, su emoción fue tan fuerte que comprendió lo ansioso que estaba ante la perspectiva de un nuevo puesto y nuevos horizontes, y también de una relación más intensa y estrecha con ese amigo que ahora navegaba con rapidez hacia la isla de la cuarentena y que pronto desaparecería detrás de ella.
Atravesó la ciudad en un extraño estado de ánimo.
Había sufrido tantas desilusiones últimamente que le parecía imposible poder soportar otra. Más aún, desarmado, había dejado que todas sus defensas se dispersaran. Cuando estaba reuniéndolas de nuevo y afloraban las reservas, sus pasos se aproximaron al café Joselito y oyó unas voces gritar: «¡Ahí está! ¡Llámelo! ¡Corra tras él! Si corre lo alcanzará.»
Aquella mañana no había ido al café Joselito, porque era cuestión de pagar una taza de café o pagar un bote que lo condujera hasta la Sophie, y por eso el guardiamarina que ahora corría tras él no había podido encontrarlo. «¿Doctor Maturin?», preguntó el joven Mowett, y se paró en seco ante aquella mirada viperina que reflejaba una profunda antipatía. No obstante, transmitió el mensaje, y se sintió aliviado al ver que era acogido con una mirada mucho más humana.
«Muy amable», dijo Stephen. «¿A qué hora le parece a usted conveniente, señor?»
«Pues, creo que en torno a las seis, señor», dijo Mowett.
«Entonces, a las seis estaré en las escaleras del Crown», dijo Stephen.
«Le estoy muy agradecido, señor, por las molestias que se ha tomado por encontrarme». Se despidieron con una ligera inclinación de cabeza, y Stephen se dijo: «Iré al hospital y le ofreceré mi ayuda al señor Florey. Tiene un caso de fractura combinada por encima del codo que exigirá una resección básica de la articulación. Hace mucho tiempo que no siento el chirrido del hueso bajo la sierra», añadió sonriendo anticipadamente.
* * *
Por la aleta de babor tenían la punta de la Mola. Ya no los zarandeaban las turbulentas ráfagas, alternadas con la calma, que se formaban en las colinas y valles de la sinuosa orilla norte del gran puerto. Con una tramontana casi estable del norte cuarta al este, la Sophie navegaba velozmente en dirección a Italia, bajo las mayores, con un rizo en las juanetes y las gavias.
«Hágala orzar tanto como pueda», dijo Jack. «¿Qué velocidad alcanzará, señor Marshall? ¿Seis nudos?»
«No creo que llegue a alcanzar seis, señor», dijo el segundo oficial negando con la cabeza. «Va un poco lenta hoy con ese exceso de peso a proa».
«Jack cogió el timón, y enseguida la última ráfaga de la isla sacudió la corbeta, haciendo saltar la blanca espuma por encima del pasamanos, por sotavento, y arrancándole el sombrero. Su dorada cabellera quedó flotando al viento en dirección sursuroeste. El segundo oficial corrió detrás del sombrero, se lo arrebató al marinero que lo había recogido en la batayola, le limpió la escarapela con su pañuelo y se colocó junto a Jack sosteniéndolo entre sus manos.
John Lane, gaviero del mayor, murmuró a su amigo Thomas Gross: «Sodoma y Gomorra es cariñosa con Ricitos de oro». Thomas guiñó el ojo y sacudió la cabeza, pero no había censura en su gesto —estaban preocupados por el fenómeno, no por el juicio moral. «Bien, compañero, lo único que espero es que no nos canse demasiado», replicó.
Jack la dejó abatirse a sotavento hasta que la borrasca pasó, y fue entonces, al ponerla de nuevo en su rumbo con las manos firmes en las cabillas de la rueda del timón, cuando entró en contacto directo con la parte vital de la corbeta. Sentía en las palmas de las manos vibraciones similares a las producidas por un sonido o una corriente de agua, que venían directamente de la caña y se unían a otros innumerables ritmos, al crujido de su casco y al zumbido de su jarcia. El límpido aire le azotaba con fuerza la mejilla izquierda, y a medida que iba girando el timón, la Sophie respondía, con más rapidez y sensibilidad de lo que esperaba. Cada vez la corbeta iba orzando más. Todos miraban ora hacia arriba, ora hacia delante. Por fin, a pesar de que la bolina estaba tensa como la cuerda de un violín, la juanete de proa comenzó a flamear. Jack aminoró la marcha. «Estenoroeste», dijo con satisfacción. «Manténgala así», le indicó al timonel, y dio la orden, la tan esperada y muy bien recibida orden de llamar a rancho.
Entretanto, la Sophie, lo más ceñida posible a babor, salía a las solitarias aguas de alta mar, donde las balas de los cañones de doce no podrían hacer daño y cualquier desastre pasaría desapercibido. Atrás iba dejando muchas millas y una larga y tensa estela blanca, ligeramente desviada al suroeste, que Jack miraba desde la ventana de popa con aprobación: la corbeta tenía muy poco abatimiento. Sin duda hacía falta ser un timonel muy experimentado para mantener una estela tan perfecta en el mar. Estaba comiendo solo, una comida espartana que consistía en cabrito mal cocido mezclado con col, y cuando se dio cuenta de que no tenía a nadie con quien compartir las innumerables ideas que burbujeaban en su mente, recordó que aquella era su primera comida formal como capitán. Estuvo a punto de hacer un comentario jocoso sobre esto con el despensero (porque, además, estaba de muy buen humor) pero se reprimió. No estaría bien. «Ya me acostumbraré con el tiempo», dijo volviendo a mirar el mar con sumo deleite.
* * *
Los cañones no habían sido un éxito. Incluso con sólo la mitad de la carga, el cañón de proa retrocedía con tal brusquedad que al tercer disparo el carpintero cayó rodando por cubierta, tan pálido y asustado que toda su disciplina se fue por la borda. «No lo haga, señor», dijo cubriendo la boca del cañón con la mano. «Si viera lo mal que están los baos de la batería, y el sobretrancanil se soltó en cinco lugares distintos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!» El pobre hombre corrió hacia los cáncamos de la retranca. «¡Ahí! ¡Lo sabía! Están a medio apretar en ese delgado y viejo madero. ¿Por qué no me lo dijiste, Tom?», preguntó con una mirada de reproche a su ayudante.
«No me atrevía», dijo Tom bajando la cabeza.
«Esto no irá bien, señor», dijo el carpintero, «no con esta madera. Ni con esta cubierta».
Jack sentía que su cólera iba en aumento. Estaba en una situación ridícula en el castillo de proa, lleno a rebosar, con el carpintero de rodillas a sus pies, como en actitud suplicante, mirando las grietas. Y esa no era manera de dirigirse a un capitán. Pero no había modo de resistirse a la profunda sinceridad del señor Lamb, sobre todo porque Jack, en el fondo, estaba de acuerdo con él. La fuerza del retroceso, toda aquella mole de metal saliendo disparada hacia atrás y levantándose de la retranca con un vibrante sonido era demasiado, demasiado para la Sophie. Además, no quedaba realmente sitio para maniobrar, pues los cañones de doce y sus aparejos ocupaban gran parte del poco espacio que había. Estaba amargamente desilusionado. Una bala de doce libras podía acertar aproximadamente a quinientos metros, podía desparramar una lluvia letal de metralla, llevarse por delante una verga, causar grandes destrozos. Mientras reflexionaba, jugaba con una de ellas, lanzándola hacia arriba y cogiéndola en el aire. En cambio, una de cuatro libras, por muy lejos que llegara…
«¿Va usted a disparar el otro?», preguntó el señor Lamb, todavía a gatas, con valentía y desesperación. «Su visitante se empapará, porque se han abierto grietas tremendas».
William Jevons, ayudante del carpintero, subió a cubierta y dijo en voz baja pero que retumbaba y podía oírse desde el palo mayor: «Hay unos treinta centímetros de agua en la sentina».
El carpintero se levantó, se puso el sombrero e informó: «Hay unos treinta centímetros de agua en la sentina, señor».
«Muy bien, señor Lamb», dijo Jack tranquilamente, «la bombearemos». «Bien, señor Day», dijo girándose hacia el condestable que se había arrastrado hasta cubierta para disparar los cañones de doce (se habría arrastrado desde la tumba de haber estado en ella). «Señor Day, desmonte los cañones y póngalos a resguardo, por favor. Y usted, contramaestre, ponga a los hombres en la bomba de cangilones».
Jack, apenado, dio unas palmaditas al cañón aún caliente y se dirigió a popa. No le preocupaba el agua de forma especial. Por otra parte, la Sophie había correteado con viveza con la marejadilla que venía de proa y, teniendo en cuenta sus características específicas, ya había hecho bastante. Pero estaba enfadado a causa de los cañones, profundamente enfadado, y miró aún con más indignación la verga mayor.
«Pronto tendremos que arriar las juanetes, señor Dillon», observó cogiendo la carta de navegación. La consultaba como pura formalidad, más que por otra cosa, pues sabía muy bien dónde se encontraban. Por ese sentido que desarrollan los auténticos marinos, sabía que tenía detrás —por detrás de su hombro derecho— la silueta de la costa, una forma oscura más allá del horizonte. Habían navegado siempre contra el viento, y las clavijas de los punteos indicaban bordadas paralelas, estenoreste y después oestenoroeste. Habían dado cinco bordadas (la Sophie no era tan rápida al virar como esperaba) y una de las veces habían virado en redondo. Habían navegado a siete nudos. Estos cálculos iban abriéndose paso en su mente, y enseguida tuvo la solución: «Mantener el rumbo durante media hora y luego colocarnos con el viento en popa; dos grados menos. Esto nos llevará a puerto».
«Daría lo mismo reducir el trapo ahora», observó. «Mantendremos el rumbo durante media hora más». Después bajó a la cabina, pensando en el mejor modo de ocuparse de la enorme cantidad de papeles que requería su atención. Aparte del inventario de las bodegas y de los libros de contabilidad, estaba el diario de a bordo de la Sophie, que le proporcionaría datos sobre el pasado del barco, y el rol, que le informaría sobre su tripulación. Hojeó el diario:
Domingo, 22 de septiembre 1799, vientos NO, O, S. Rumbo N40 O, distancia navegada: 49 millas, situación: latitud 37° 59'N, longitud 9 ° 38' O, situación por demora: cabo San Vicente S27E 64 millas. Anocheció fresquito y aturbonado con lluvia. En ocasiones largábamos o reducíamos trapo. Amaneció con fuertes vendavales y a las 4 pusimos la vela cuadra mayor. A las 6 avistamos una nave desconocida por el sur. A las 8 mas moderado, rizamos la vela cuadra mayor. A las 9 se identificó. Era un bergantín sueco en dirección a Barcelona, en lastre. Al mediodía el temporal amainó. Giro completo de proa.
Docenas de entradas de este tipo de tareas y sobre la escolta de convoyes, el sencillo y nada espectacular trabajo cotidiano que conformaba el noventa por ciento de la vida en la Marina, o aún más.
Hombres empleados en distintos oficios, lectura de las Ordenanzas Militares… viaje en convoy, con las juanetes y las gavias con dos rizos. A las 6 señal secreta a dos líneas navíos de guerra, los cuales respondieron. Con todas las velas desplegadas, la tripulación preparando cabos… dando bordadas ocasionalmente, la gavia mayor con tres rizos… ventolinas pasando a bonanza… limpieza de coyes. Formación en divisiones, lectura de Ordenanzas Militares y castigo a Joseph Wood, John Lakey, Matthew Johnson y William Musgrave con doce latigazos por borrachera… Anocheció con tiempo bonancible pero nebuloso, a las 5 abajo remos y botes para llegar a la orilla, lo que tuvo lugar a las 6:30 con la corriente, ancla en la punta de la Mola S 6O distancia de cinco leguas marinas. A las 8:30 con la perspectiva deentrada de viento, rápidamente obligados a cortar la estacha y hacernos a la vela… lectura de las Ordenanzas Militares y servicio religioso… castigado Geoffrey Sennet con 24 latigazos por desacato… Francis Bechell, Robert Wilkinson y Joseph Wood por borrachera.
Muchísimas entradas de esta clase; bastantes flagelaciones, pero nada serio, ninguna sentencia como las suyas, de cien latigazos. Esto contradecía la primera impresión que tuvo de laxitud. Tendría que leerlo más detenidamente. Ahora el rol.
Geoffrey Williams, marinero, nacido en Bengala, voluntario en Lisboa 24 de agosto 1797, salió 27 marzo 1798 en Lisboa. Fortunato Carneglia, guardiamarina, 21, nacido en Génova, expulsado 1 junio 1797 por orden del contralmirante Nelson, libertad condicional. Samuel Willsea, marinero de primera, nacido en Long Island, enrolado como voluntario en Oporto 10 octubre 1797, cayó del bote 8 febrero 1799 en Lisboa. Patrick Wade, campesino, 21, nacido en el condado de Fermanagh, enrolado en Porto Ferraio el 20 de noviembre 1796, dado de baja 11 noviembre 1799 para pasar al Bulldog, por orden del capitán Darley. Richard Sutton, teniente, enrolado 31 diciembre 1796 por orden del comodoro Nelson, dado de baja por fallecimiento 2 febrero 1798, muerto en acción de guerra contra un corsario francés. Richard William Baldick, teniente, enrolado 28 febrero 1798 por encargo del conde Saint Vincent, dado de baja 18 abril 1800 para enrolarse en la Pallas por orden del capitán Keith.
En la columna ropa fallecidos había la suma de 8 libras y 10 chelines junto al nombre de Sutton. Sin duda habían subastado su equipaje en el palo mayor.
Pero Jack no podía mantener la mente fija en aquella columna de enrolamiento tan ceremoniosa. El brillante mar, de un azul más oscuro que el cielo, y la blanca estela que lo surcaba, atraían sus ojos por la ventana de popa. Terminó por cerrar el libro y se permitió el lujo de quedarse mirando el mar. Si quería, podía irse a dormir, pensaba; pero prefirió seguir allí gozando de aquella espléndida intimidad, que en el mar era el más escaso de los bienes. Como teniente en el Leander y en otros barcos de buen tamaño podía asomarse a las ventanas de la cámara de oficiales, por supuesto, pero nunca solo, nunca sin que faltara la presencia y la actividad de otros seres humanos. Ahora era maravilloso, sin embargo echaba de menos esa presencia y esa actividad. Su mente estaba demasiado anhelante e inquieta para saborear todo el encanto de aquella soledad, y tan pronto sonó el tan-tan, tan-tan de las cuatro campanadas subió a cubierta.
Dillon y el segundo oficial se encontraban a estribor, junto al cañón de bronce de cuatro, y era obvio que comentaban algo sobre la parte de la jarcia visible desde aquel punto. Tan pronto vieron a Jack se fueron a babor, como era costumbre, respetando su zona de privilegio en el alcázar. Era la primera vez que le ocurría, no se lo esperaba, no lo había pensado, y sintió un extraño estremecimiento de placer. Pero a la vez, esto lo privaba de compañía, a menos que llamara a James Dillon. Dio dos o tres vueltas con la mirada puesta en las vergas: estaban agarrochadas tan fuertemente como lo permitían los obenques de los palos mayor y trinquete, pero no tanto como estarían en una situación ideal, y tomó nota mentalmente para decirle al contramaestre que pusiera jaretas transversales que permitieran ganar de tres a cinco grados.
«Señor Dillon», dijo, «tenga la amabilidad de arribar un poco y dar la vela cuadra mayor. Sur cuarta al oeste medio sur».
«Sí, sí, señor», dijo. «¿Con dos rizos?»
«No, señor Dillon, ningún rizo», dijo Jack con una sonrisa y reanudó su recorrido. A su alrededor todo eran órdenes, ruido de pasos y gritos del contramaestre. Sus ojos siguieron toda la operación con una rara indiferencia, rara porque precisamente se sentía eufórico.
La Sophie se abatía suavemente. «¡Así, así!», exclamó el oficial de derrota, y el timonel la mantuvo firme. Cuando empezaba a virar para ponerse viento en popa, desapareció la vela de cuchillo de la mayor, desplomándose como una nube ondulada sobre un montón gris e inanimado de velas enrolladas. Enseguida apareció la vela cuadra mayor, hinchándose y agitándose durante unos segundos, para quedar después bien tensa. Entonces la corbeta se precipitó hacia delante, y cuando Dillon gritó «¡Amarrar!» ya había aumentado su velocidad por lo menos dos nudos, clavando la proa y levantando la popa, como cogida por sorpresa por el timonel, lo que en realidad podría haber sucedido. Dillon mandó a otro hombre más al timón, para evitar que una ráfaga de viento la virara a barlovento. La vela cuadra mayor estaba tensa como un tambor.
«Avise al velero», dijo Jack. «Señor Henry, ¿podría ocuparse de añadir otro trozo de trapo a esta vela? ¿No le pondría una gran nesga en el grátil?»
«No, señor», respondió el velero con seguridad. «Ni aunque la hubiera llevado antes. No con esta verga, señor. Mire el horrible seno que forma ahora, lo que llamaríamos una vejiga de cerdo, hablando con propiedad».
Jack se acercó al pasamanos y miró fijamente la estela que dejaban en el mar, la larga curva que se formaba a sotavento cuando la corbeta ascendía desde la hondonada bajo su proa. Gruñó y volvió a su punto de observación junto a la verga mayor, una percha de madera de treinta pies de largo aproximadamente, que se estrecha desde unas siete pulgadas en la parte central, entre los estrobos, hasta unas tres en las extremidades, los penoles.
«Se parece más a un palo de mesana redonda que a una verga mayor», pensó después de mirar detenidamente la verga más de veinte veces. Observaba atento cómo actuaba sobre ella la fuerza del viento: no se podía forzar menos, pues la Sophie no navegaba tan rápido ahora. La verga aguantaba y a Jack le pareció que la oía quejarse. Las brazas de la Sophie tiraban hacia delante, desde luego, puesto que era un bergantín, y la tensión era superior en los penoles, lo cual irritaba a Jack; sin embargo, el grado de escora era constante. Jack se quedó allí con las manos a la espalda y la mirada vigilante, y los demás oficiales que estaban en el alcázar, Dillon, Marshall, Pullings y el joven Ricketts, permanecían atentos, sin decir palabra, mirando unas veces a su nuevo capitán y otras a la verga mayor. No eran los únicos que observaban inquisitivamente, pues la mayoría de los marineros experimentados de cubierta se habían unido a este doble escudriñamiento: mirar hacia arriba primero y luego de soslayo a Jack. Había una extraña atmósfera. Ahora que casi navegaban viento en popa, es decir, ahora que iban casi en la misma dirección del viento, apenas se oía algún rumor. La lenta pero larga cabezada de la Sophie (sin mar de través que la hiciera moverse rápido) casi no hacía ruido, y además, había una calma tensa entre los tripulantes, que murmuraban procurando no ser oídos. Pero a pesar de su cuidado, una voz llegó hasta el alcázar: «Va a arrancarlo todo si la sigue forzando de esa forma».
Jack no la oyó. No era consciente de la tensión que había a su alrededor; su mente estaba muy lejos, ocupada en los cálculos de las fuerzas opuestas. No cálculos matemáticos sino más bien subjetivos, los mismos de un jinete montado en su nuevo caballo y frente a un seto difícil de franquear. Bajó a la cabina, y después de estar mirando un rato por la ventana de popa, observó la carta de navegación. La punta de la Mola debía de estar ahora a estribor; muy pronto sería avistado y entonces el viento aumentaría considerablemente, desviándose a lo largo de la costa. Muy bajito Jack silbaba Deh vieni y reflexionaba: «Si tengo éxito con esto y me hago con un montón de dinero, digamos… varios cientos de guineas, lo primero que haré, después de haber saldado las cuentas, será ir a Viena, a la ópera».
James Dillon llamó a la puerta. «Señor, el viento está refrescando», dijo. «¿Puedo aferrarla o por lo menos hacer un rizo?»
«No, no, señor Dillon, no», dijo Jack sonriendo. Luego, pensando que no era muy justo dejar esto a cargo del primer oficial añadió: «Dentro de dos minutos subiré a cubierta».
En realidad, llegó allí en menos de uno, justo a tiempo para oír el penetrante crujido que no auguraba nada bueno. «¡Soltar escotas!», gritó.
«¡A los motones! ¡Chafaldetes de las gavias! ¡Estrechar amantillos! ¡Arriar suavemente! ¡Eh, allí, muévanse rápidamente!»
Todos se movían rápidamente. La verga mayor quedó suelta y pronto estuvo sobre cubierta desaparejada, con la vela desenvergada y todo adujado.
«Lamentablemente, se desprendió por los estrobos, señor», dijo el carpintero con tristeza. Tenía un día desgraciado. «Si usted quiere, trataré de ponerle una jimelga, pero nunca será fiable».
Jack, inexpresivo, asintió con la cabeza. Fue hasta el pasamanos, y colocando un pie en él subió al primer flechaste. La Sophie se levantó sobre las olas y, efectivamente, allí estaba la punta de la Mola, una barra oscura a tres grados a estribor. «Creo que debemos finalizar la descubierta», observó. «Ponga rumbo al puerto, señor Dillon, por favor».
«Haga izar la cangreja y todo su aparejo. No hay un minuto que perder».
Cuarenta y cinco minutos más tarde, la Sophie recogía sus amarras, y antes de haberse detenido del todo, el cúter ya estaba abajo. Cuando la verga que se había desprendido estuvo en el agua, el cúter se dirigió con urgencia hacia el muelle, llevándola a remolque como una graciosa cola.
«¡Mirad, ahí va sonriente el reptil más desvergonzado de la flota!», observó un remero de proa cuando Jack subía al embarcadero. «Arriesga nuestra pobre Sophie la primera vez que sube a bordo y la deja casi con una sola verga y las cuadernas desvencijadas, tiene a la mitad de la tripulación bombeando desesperadamente y al resto en cubierta todo el santo día, Dios lo sabe, sin una pausa ni para oler la pipa. Y él, sonriente, sube corriendo la escalera como si arriba lo esperara el rey Jorge para armarlo caballero».
«Y poco tiempo para comer, sin que podamos recuperar el tiempo perdido», dijo otra voz desde el centro del bote.
«¡Silencio!», gritó el señor Babbington sumamente indignado.
«Señor Brown», dijo Jack con una expresión grave, «usted podría prestarme un valiosísimo servicio si quisiera. Desgraciadamente, se ha desprendido la verga mayor de la corbeta, lamento decírselo, y a pesar de todo tengo que partir al anochecer, el Fanny ya ha llegado. Por tanto, le ruego que la declare inservible y me dé otra. Nunca me he visto en una situación tan espantosa, querido amigo», dijo cogiendo al señor Brown por el brazo y dirigiéndose al cúter. «Le devuelvo los dos cañones de doce pues me temo que con ellos la corbeta estará sobrecargada. Según tengo entendido, ahora el servicio de material de guerra está bajo su competencia».
«De mil amores», dijo el señor Brown mirando la horrorosa cavidad de la verga que sostenían los tripulantes del cúter para que la inspeccionara. «Pero no hay en el astillero ninguna percha tan pequeña como la que usted necesita».
«Vamos, señor, se olvida usted del Généreux. Tenía tres vergas de recambio para la juanete de proa y muchas otras perchas. Y usted sería el primero en admitir que tengo derecho a una.»
«Bien, puede probarla si quiere; puede guindarla para que podamos ver cómo queda. Pero no le prometo nada.»
«Permita que mis hombres la saquen, señor. Recuerdo exactamente dónde estaba almacenada. Señor Babbington, cuatro hombres. ¡Vamos! ¡Muévanse!»
«Se la doy a prueba, recuérdelo, capitán Aubrey», dijo el señor Brown. «Observaré cómo la guindan».
«Esto es lo que yo llamo una verdadera percha», dijo el señor Lamb mirando la verga ensimismado. «Ni un nudo, ni un bucle, creo que es una percha francesa, casi 43 pies tan finos como un silbido. Con ella extenderá la vela mayor como corresponde a una vela mayor».
«Sí, sí», dijo Jack con impaciencia. «¿Todavía no está introducida esa guindaleza en el cabrestante?»
«La guindaleza está lista, señor». La respuesta llegó tras una breve pausa.
«Entonces súbala.»
La guindaleza estaba fijada en el centro de la verga y desde allí seguía hasta su extremo derecho, atada en media docena de puntos, desde los estrobos hasta el penol con estopores —tiras de filástica hiladas. La guindaleza iba desde el penol hasta la polea en la punta del palo mayor, bajaba pasando a través de otra polea que había en cubierta y de allí al cabrestante, de tal forma que, cuando el cabrestante giraba, la verga subía desde el agua, inclinándose cada vez más hacia la vertical, hasta llegar a bordo totalmente recta. Allí sería conducida cuidadosamente por entre la jarcia hasta su posición final.
«Corte el estopor exterior», dijo Jack. Al caerse la meollar, la verga se inclinó ligeramente y quedó sujeta por el siguiente estopor, y a medida que ascendía se iban quitando los demás. Cuando cayó el último de ellos, la verga se balanceó justo por debajo de la cofa.
«No le servirá, capitán Aubrey», gritó el señor Brown a través de su bocina en medio de la tranquila brisa de la tarde. «Es demasiado grande y, con toda seguridad, se soltará. Tendrá que serrar los penoles y la mitad del tercer cuarterón».
Allí colocada, tiesa y desnuda, la verga extendía sus brazos como los de una enorme balanza, y parecía en verdad excesivamente grande.
«¡Enganchar los amantillos!», dijo Jack. «No, más hacia afuera. A mitad de distancia del segundo cuarterón. Largar la guindaleza y arriarla». La verga bajó a cubierta y el carpintero corrió a buscar sus herramientas.
«Señor Watt», dijo Jack al contramaestre. «Quiero que prepare solamente los brazalotes». El contramaestre abrió la boca, la volvió a cerrar, y lentamente reanudó su trabajo mientras pensaba que en cualquier lugar, menos en Bedlam[11], los brazalotes se preparaban después de los escoteros, los estribos y las coronas del aparejo de la verga (o un guardacabo para el gancho del aparejo, si se prefería), y no se preparaba ninguno de ellos, nunca, hasta que en el extremo cortado se hubiera colocado el tojino, la parte estrecha sobre la cual se apoyaban todos, y se le hubiera puesto una abrazadera para evitar que todos ellos se desplazaran hacia el centro. El carpintero reapareció con una sierra y una regla. «Señor Lamb, ¿tiene usted un cepillo?», preguntó Jack. «Su ayudante le irá a buscar uno. Quite los herrajes del botalón de ala y retoque los extremos de los tojinos, señor Lamb, por favor». Lamb lo miró asombrado, pero finalmente comprendió lo que Jack quería hacer y cepilló despacio las puntas de la verga y les sacó virutas hasta que quedaron blancas, como nuevas, y del tamaño de un panecillo. «Con esto bastará», dijo Jack. «Guíndela otra vez, y bracee con cuidado para que siempre esté perpendicular al muelle. Señor Dillon, voy a desembarcar. Devuelva los cañones al arsenal y espéreme alejado de la costa, en el canal. Tenemos que hacernos a la vela antes del cañonazo de la noche. ¡Ah, señor Dillon! Todas las mujeres a tierra».
«¿Todas sin excepción, señor?»
«Todas las que no tengan certificado de matrimonio. Todas las rameras. Las rameras son muy importantes en los puertos, pero en alta mar no son apropiadas». Hizo una pausa, bajó a su cabina y regresó dos minutos más tarde metiéndose un sobre en el bolsillo. «¡Al astillero otra vez!», dijo saltando al bote.
«Se alegrará de haber seguido mi consejo», dijo el señor Brown al recibirlo al pie de las escaleras. «La primera ráfaga de viento la habría arrancado».
«¿Puedo llevarme los duetos ahora, señor?», preguntó Jack con cierta impaciencia. «Voy a recoger al amigo del que le hablé, un gran músico, señor. Tiene que conocerlo. La próxima vez que vengamos a Mahón debe permitirme que se lo presente a la señora Brown».
«Será un honor. Estaremos encantados», dijo el señor Brown.
«¡A la escalera del Crown ahora, y a ciar como héroes!», dijo Jack al regresar al bote llevando consigo el libro y arrastrando los pies. Estaba bastante gordo, como muchos marinos, y sudaba fácilmente cuando bajaba a tierra. «Faltan seis minutos», dijo mirando su reloj a la luz del crepúsculo cuando llegaban al muelle. «¡Ah, está usted ahí, doctor! Espero que me perdone por haberlo traicionado esta tarde. ¡Shannahan, Bussell! ¡Vengan conmigo! ¡Vosotros permaneced en el bote! Señor Ricketts, es mejor que espere a unas veinte yardas del embarcadero, así evitará tentaciones a los hombres. ¿Le importaría esperar mientras hago algunas compras, señor? No tuve tiempo de mandar a buscar nada, ni siquiera un cordero ni un jamón ni una botella de vino, así que me temo que la mayor parte del viaje comeremos basura: carne de caballo y pastel de boda de Old Weebil, que mojaremos con grog preparado con cuatro partes de agua. Pero en Cagliari podremos abastecernos de víveres. ¿Quiere que los marineros le lleven su equipaje al bote? Por cierto», añadió mientras caminaban seguidos por los dos marineros, «antes de que se me olvide, es costumbre en la Marina dar un anticipo de la paga al contratar a alguien, así que pensando que no querría usted ser distinto de los demás, le he puesto unas guineas en este sobre».
«¡Qué norma tan humana!», dijo Stephen con aire satisfecho. «¿Se cumple a menudo?»
«Invariablemente», dijo Jack. «Es una costumbre general en la Marina».
«En ese caso», dijo Stephen cogiendo el sobre, «la seguiré sin dudarlo. En verdad, no quiero parecer raro. Le estoy muy agradecido. ¿Entonces, puedo disponer de uno de sus hombres? Sólo tengo un cofre pequeño y algunos libros, pero el violoncelo, ya sabe usted, es un objeto voluminoso».
«Entonces nos encontraremos en la escalera al sonar el primer cuarto después de la hora», dijo Jack. «No pierda ni un solo instante, se lo ruego, doctor, porque tenemos muchísima prisa. ¡Shannahan, cuide del doctor y trate su equipaje con cuidado! ¡Bussell, usted acompáñeme!»
Cuando el reloj dio el cuarto y la última nota quedó suspendida en el aire como esperando que sonara la media, Jack dijo: «Estiben el cofre entre las escotas de proa. Señor Ricketts, siéntese encima del cofre. Doctor, siéntese allí y cuide del violoncelo. Estupendo. ¡Desatracar! ¡Ciar! ¡Remar con firmeza! ¡Ahora!»
Alcanzaron la Sophie y Stephen y sus pertenencias fueron impelidos a bordo por el costado, concretamente por el de babor, para evitar ceremonias y para asegurarse de que el doctor subía realmente a bordo, pues los marineros tenían un mal concepto de los hombres de tierra adentro, y si Jack lo dejaba solo, correría un riesgo, aun siendo tan baja la altura de la Sophie. Así que Jack lo acompañó hasta la cabina. «Cuidado con la cabeza», le dijo. «Esa pequeña guarida es suya. Póngase cómodo, se lo ruego, y disculpe mi falta de ceremonia. Tengo que subir a cubierta».
«Señor Dillon», dijo. «¿Está todo en orden?»
«Todo en orden, señor. Los doce mercantes ya han hecho la señal.»
«Muy bien. Dispare un cañonazo para avisarles y hágase a la vela, por favor. Creo que tendremos que salir del puerto sólo con las juanetes, si se mantiene esa coletilla de brisa, y luego, lejos del abrigo del cabo, podremos hacer una respetable salida a alta mar. Hágase a la vela y después será el momento de organizar las guardias. Un día muy largo, ¿verdad señor Dillon?»
«Un día larguísimo, señor.»
«Por un instante pensé que no se acabaría nunca.»