La sala de música de la casa del gobernador en Puerto Mahón, una estancia octogonal con altas columnas, amplia y elegante, se inundó con los sonidos del primer movimiento del Cuarteto en do mayor de Locatelli. Los músicos italianos, apretujados contra la pared por filas de doradas sillas, pequeñas y redondas, tocaban con apasionada convicción al aproximarse al penúltimo crescendo, la gran pausa y el profundo y liberador acorde final. Y sentados en las doradas sillas, al menos algunos asistentes seguían con igual entusiasmo la culminación de la melodía: dos de la tercera fila, a la izquierda; y estaban casualmente uno junto a otro. El de la izquierda era un hombre de entre veinte y treinta años, tan corpulento que el asiento se le quedaba pequeño y sólo podía verse un filo dorado de vez en cuando. Vestía su mejor uniforme: casaca azul con solapas blancas, chaleco blanco, calzones y medias de teniente de la Armada real inglesa, con la medalla de plata del Nilo en el ojal; y marcaba el compás con la mano, agitando el blanquísimo puño de su camisa con botones dorados, mientras sus luminosos ojos azules, sobre un rostro en otro tiempo blanco y sonrosado y ahora muy bronceado, miraban fijamente el arco del primer violín. Se escuchó el agudo, la pausa y el acorde final; y con el acorde final el marino golpeó con firmeza su rodilla con el puño. Se apoyó hacia atrás en la silla, ocupándola por completo, suspiró complacido y miró a su vecino de asiento con una sonrisa. A punto estaba de decir «Señor, me parece una magnífica interpretación», cuando reparó en su mirada glacial y nada amistosa y oyó en un susurro: «Si realmente quiere marcar el compás, señor, permítame que le enseñe a no hacerlo a destiempo».
La expresión de Jack Aubrey cambió rápidamente de placentera, amigable y comunicativa a frustrada y hostil. No podía negar que había estado marcando el compás, y aunque en verdad lo había marcado con total precisión, era algo que no debía hacerse. Se puso rojo, miró fijamente por unos instantes a los ojos inexpresivos de su vecino y dijo: «Creo…» y las primeras notas del movimiento lento lo cortaron en seco.
El violoncelo ejecutó lánguidamente dos frases solo, y luego empezó su diálogo con la viola. Jack sólo prestaba atención en parte, pues su mente seguía fija en el hombre de al lado. Con una mirada solapada notó que era bajito, moreno, de tez blanca, con un descolorido abrigo negro: un civil. Era difícil descifrar su edad, pues no sólo tenía ese tipo de expresión que no delata nada especial sino que llevaba peluca, una peluca entrecana que parecía hecha de alambre y bastante desprovista de polvos: podía estar entre los veinte y los sesenta. «En realidad, es más o menos de mi edad», pensó Jack. «El mamarracho hijo de su madre, con los aires que se da». Después de pensar esto, casi toda su atención se concentró en la música; reconoció el fragmento de la partitura y siguió la ondulante melodía y sus encantadores arabescos hasta su conclusión lógica y satisfactoria. No volvió a acordarse más de su vecino hasta el final del movimiento, y aun entonces evitó mirar hacia donde él estaba.
Durante el minué Jack no paró de marcar el compás con la cabeza, pero no era consciente de ello, y al darse cuenta de que estaba dándose palmadas en la pierna y que la mano hacía amago de alzarse en el aire, la colocó bajo su rodilla. Era un sencillo minué, gracioso y agradable, pero curiosamente iba seguido de un último movimiento difícil y un tanto estridente, un motivo que parecía tratar de expresar algo muy importante. El sonido disminuyó de volumen hasta que sólo se escuchaba el susurro de un violín, y el continuo murmullo de los cuchicheos al fondo de la sala, que no habían cesado, amenazaba con ahogarlo. A un soldado se le escapó una carcajada que trató de acallar, y Jack miró enfadado a su alrededor. Luego el resto del cuarteto se unió al violín y todos interpretaron la pieza hasta el punto donde el tema aparecía de nuevo: era esencial que se incorporaran al curso de la melodía en el momento justo, para que el violoncelo entrara, como era predecible, con su necesaria contribución de pom, pom-pom-pom, poom. Jack hundió la barbilla en el pecho y, al unísono con el violoncelo, se le escapó pom, pom-pom-pom, poom. De repente sintió un codazo en las costillas y un «¡shhh!» en la oreja. Se dio cuenta de que tenía la mano alzada en el aire marcando el compás; la bajó, apretó los labios y mantuvo la mirada baja hasta que se acabó la música. Escuchó el noble final y reconoció que era una conclusión mucho más elaborada de lo que había previsto; sin embargo, no había podido disfrutarla. Durante los aplausos y el alboroto general, su vecino lo observaba con una mirada desafiante cargada de una total y rotunda desaprobación. No se hablaron, pero estuvieron muy pendientes uno del otro mientras la señora Harte, esposa del comandante, interpretaba al arpa una pieza larga y de técnica difícil. Jack Aubrey miraba la noche a través de los grandes y elegantes ventanales: Saturno aparecía por el sursureste, brillante y redondo, en el cielo menorquín. Un codazo, un golpe de esa clase, tan malintencionado y deliberado, era como un puñetazo. Ni su forma de ser ni su código profesional le permitían soportar una afrenta con pasividad, y ¿qué afrenta podía ser más grave que un puñetazo?
Como por el momento no podía exteriorizarlo, su malhumor se transformó en melancolía. Pensó en su situación de marino sin barco, en todas las promesas, a veces firmes y otras a medias, que le hicieron y no cumplieron, y en los distintos planes que había hecho sobre una base irreal. Le debía ciento veinte libras al agente que se ocupaba de los botines que conseguía y de sus negocios; y el quince por ciento de interés estaba a punto de vencer; y su paga era de cinco libras y doce chelines mensuales. Pensó en algunos conocidos, más jóvenes que él pero con mejor suerte o mayores beneficios, que ahora eran tenientes de navío al mando de bergantines o cúters, o que habían sido ascendidos a capitán de corbeta; y todos ellos llevándose por delante trabacolos en el Adriático, tartanas en el golfo de León, jabeques y saetías a lo largo de toda la costa española. Gloria, ascenso profesional y el dinero del botín.
El estruendo de los aplausos le indicó que la actuación ya había terminado, y aplaudió con entusiasmo, con una expresión de supremo deleite en su rostro. Molly Harte saludó con una reverencia y sonrió; buscó su mirada y sonrió de nuevo. Él aplaudió con más fuerza, pero ella comprendió que a él no le había gustado o no había estado atendiendo, y su satisfacción disminuyó sensiblemente. Aunque ella continuó recibiendo felicitaciones de la audiencia con una sonrisa radiante, con un vestido de satén azul claro, que le sentaba muy bien, y un collar de perlas de dos vueltas, perlas del Santa Brígida.
Jack Aubrey y su vecino del descolorido abrigo negro se levantaron al mismo tiempo y se miraron. La cara de Jack volvió a adquirir una expresión de fría antipatía —las reminiscencias de su afectado entusiasmo, al desvanecerse, eran extraordinariamente desagradables— y dijo en voz baja: «Mi nombre es Aubrey, señor, me alojo en el Crown».
«El mío, señor, es Maturin. Suelo estar por las mañanas en el café Joselito. Le ruego que me permita pasar.»
Por un momento Jack sintió unas ganas enormes de coger la silla dorada y estamparla contra la cabeza de aquel hombre de tez blanca, pero dando muestras de tolerancia y civismo lo dejó pasar —no tenía elección, a menos que quisiera chocar con él— y poco después se abrió paso entre la multitud de flamantes chaquetas azules y rojas con algunas negras de los civiles, hasta el círculo que rodeaba a la señora Harte, y por encima del bosque de cabezas le gritó: «¡Maravilloso, excelente! ¡Una hermosa interpretación!». La saludó con la mano y abandonó la sala. Al pasar por el vestíbulo saludó a otros dos oficiales de marina, uno de ellos antiguo compañero de rancho en la cámara de oficiales del Agamemnon, que le dijo: «Pareces muy desanimado, Jack», y el otro, un guardiamarina alto, envarado como exigía el acontecimiento y el rigor de su camisa almidonada y encañonada, que había sido novato en su guardia en el Thunderer, y por último saludó con la cabeza al secretario del comandante, el cual respondió sonriendo, arqueando las cejas y con una mirada perspicaz.
«Me pregunto qué estará tramando ahora esa bestia infame», pensó Jack mientras bajaba hacia el puerto. En el camino, vinieron a su mente los recuerdos de la doblez del secretario y de su propio e innoble servilismo hacia ese influyente personaje. Casi le habían prometido un pequeño y gracioso barco corsario francés recientemente capturado y reparado; el hermano del secretario había llegado de Gibraltar y… adieu, besos de despedida a ese mando. «¡A tomar por el culo!», dijo Jack en voz alta, recordando la política sumisión con que recibió la noticia y las renovadas promesas de futuros cargos no especificados, hechas de buena fe por el secretario. Luego recordó su propio comportamiento aquella tarde, en especial su retirada para dejar pasar al hombre bajito, y su incapacidad para encontrar la observación adecuada, cualquier réplica que hubiera sido contundente y refinada a la vez. Se sentía profundamente molesto consigo mismo, con el hombre del abrigo negro y con la Marina. Y con la suavidad aterciopelada de aquella noche de abril, y el coro de ruiseñores en los naranjos, y la multitud de estrellas tan bajas que las palmeras parecían tocarlas.
El Crown, donde Jack se alojaba, tenía cierto parecido con su famoso homónimo de Portsmouth: el mismo letrero inmenso, dorado y rojo, colgando en el exterior, una reliquia de antiguas ocupaciones británicas, y también el haber sido construido alrededor del año 1750 al más puro gusto inglés y, a excepción de las tejas, sin concesiones al estilo mediterráneo; pero ahí terminaban las semejanzas. El propietario era de Gibraltar y el personal era español, o mejor dicho, menorquín; el lugar olía a aceite de oliva, sardinas y vino; y no había ni la más mínima posibilidad de conseguir pastel de carne ni bizcocho con pasas, ni siquiera un decente pudding de sebo. Aunque, por otra parte, ninguna posada inglesa podía ofrecer una monada de doncella tan morenita como Mercedes. En ese momento ella irrumpió en el oscuro descansillo llenándolo de vida y de un brillo especial, y gritó por la escalera: «¡Teniente, una carta, se la subo…!». Un momento después ya estaba a su lado, sonriendo con inocente complacencia; pero Jack estaba muy pendiente del contenido de cualquier carta dirigida a él y sólo respondió con una frase guasona y un ligero roce a su pecho.
«Y el capitán Allen quiere verlo», añadió.
«¿Allen, Allen? ¿Qué diablos querrá de mí?» El capitán Allen era un hombre mayor y apacible; Jack sabía únicamente que había luchado contra los revolucionarios americanos y se le consideraba un hombre de gran determinación, que solía cambiar de rumbo virando a sotavento con un giro repentino de timón y llevaba una casaca larga con faldones. «¡Oh! Sin duda el funeral, una firma».
«¿Triste, teniente, triste?», dijo Mercedes saliendo al pasillo. «¡Pobre teniente!».
Jack cogió la vela de la mesa y se dirigió directamente a su habitación. No se preocupó de la carta hasta que se quitó el abrigo y se desprendió de sus armas; luego la examinó por fuera con recelo. Observó que estaba dirigida al capitán Aubrey de la Armada real inglesa, con una letra que no conocía. Frunció el ceño. «¡Demonios!», exclamó, y le dio la vuelta a la carta. El sello negro estaba borroso, y aunque lo tenía cerca de la vela y la luz le daba de lleno, no lograba distinguirlo bien.
«No puedo reconocerlo», dijo. «Pero al menos no es del viejo Hunks. Él siempre sella con lacre». Hunks era su agente, su buitre, su acreedor.
Por fin se decidió a abrir la carta, que decía:
* * *
El muy honorable lord Keith, caballero de Bath, Admiral of the Blue [1], y comandante en jefe de la flota de su majestad en el Mediterráneo, constituida y por constituir, etc., etc., etc.
Considerando que el capitán Samuel Allen de la Sophie, corbeta de Su Majestad, ha sido destinado a la fragata Pallas por el fallecimiento del capitán James Bradby:
Por la presente se le requiere para que suba a bordo de la Sophie y asuma el cargo de capitán al mando de la misma; con la obligación de ordenar a oficiales y compañías de guardiamarinas de la susodicha corbeta que se responsabilicen de sus respectivas tareas con el debido respeto y obediencia hacia usted, su capitán; y del mismo modo deberá usted observar las instrucciones generales impresas, así como las órdenes e instrucciones de su majestad que ocasionalmente reciba a través de cualquier oficial superior. De lo expresado anteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo.
Esta es la orden para ser cumplida.
A bordo del Foudroyant en alta mar, 1 de abril de 1800.
Para John Aubrey.
Nombrado capitán de la Sophie, corbeta de su majestad.
Por orden del almirante Thos Walker.
Sus ojos recorrieron todo el texto en un instante, aunque su mente se negaba tanto a leerlo como a creerlo; enrojeció, y con una expresión seria y dura se obligó a sí mismo a leerlo línea por línea. En la segunda lectura avanzaba cada vez más rápido: sintió en su corazón una alegría y un placer inmensos. Enrojeció aún más y su boca se curvó en una sonrisa. Se reía dando palmaditas a la carta; la dobló, la desdobló y la leyó de nuevo con la mayor atención, ya que había olvidado por completo la bella frase del párrafo central. Se quedó helado cuando clavó la vista en la desafortunada fecha, y sintió que iban a desmoronarse los cimientos de ese nuevo mundo que de repente había llenado su vida de expectativas. Acercó la carta a la luz y allí, firme, reconfortante e inamovible como el peñón de Gibraltar, vio el sello del Almirantazgo, la eminente y respetable ancla de la esperanza.
No podía estarse quieto. Paseando nervioso de un lado a otro de la habitación se puso el abrigo y se lo volvió a quitar, mientras hacía una serie de comentarios inconexos riendo entre dientes. «Mira por dónde, yo preocupándome… ¡ja, ja!… un bergantín tan gracioso, lo conozco bien… ¡ja, ja!… me hubiera sentido el más feliz de los mortales al mando de cualquier carraca o de la corbeta Vulture… cualquier barco… con excelente letra redondilla, papel de buena calidad… casi el único bergantín en la Armada con alcázar: una cabina encantadora, sin duda… un tiempo estupendo, tan cálido… ¡ja, ja!… si al menos pudiera conseguir una buena tripulación: eso es lo más importante…» Estaba muy hambriento y sediento; hizo sonar la campanilla con vehemencia, pero antes de que la cuerda dejara de balancearse ya estaba en el pasillo llamando a la camarera. «¡Mercy, Mercy! ¡Ah, estás ahí, querida! ¿Puedes traerme algo de comer, manger, mangiare? Pollo. Pollo asado frío. Y una botella de vino, mejor dos botellas de vino. Y… Mercy, ¿podrías hacerme un favor? Quiero, désire, que me hagas un favor. Coser, cosare, un botón».
«Sí, teniente», dijo Mercedes con ojos inquietos. Y sus blancos dientes brillaban a la luz de la vela.
«¡Teniente no!», exclamó Jack, dejándola sin aliento al estrechar su cuerpo rellenito y flexible. «¡Capitán, capitano!, ¡ja, ja, ja!»
* * *
Por la mañana, después de un sueño muy, muy profundo se despertó totalmente despejado, e incluso antes de abrir los ojos, la idea de haber sido ascendido lo hacía sentirse eufórico.
«No es de primera clase, desde luego», pensó, «pero ¿quién diablos preferiría un grande y reluciente navío de primera clase sin la menor posibilidad de hacer un crucero independiente? ¿Dónde está amarrada? Después del muelle del arsenal, en el atracadero siguiente al del Rattler. Bajaré enseguida, sin perder un instante, para darle un vistazo. No, no. Eso no estaría bien, tengo que avisarles correctamente. No, lo primero que debo hacer es ir a dar las gracias a las dependencias apropiadas y pedir una cita con Allen, mi querido amigo Allen. Tengo que darle la enhorabuena».
Lo primero que hizo, en realidad, fue cruzar la calle y entrar en el almacén de suministros navales para ampliar su crédito y así adquirir una noble, pesada y maciza charretera, distintivo de su rango actual, un símbolo que el vendedor le colocó inmediatamente en el hombro izquierdo, situándose luego detrás de él, frente al gran espejo. Y a través de éste, ambos la contemplaron con satisfacción.
Al cerrarse la puerta tras él, Jack vio al hombre del abrigo negro al otro lado de la calle, cerca del café. El recuerdo de la noche anterior vino a su mente, atravesó corriendo y exclamó: «¡Señor! ¡Señor Maturin! ¡Vaya, si está usted aquí, señor! Le debo mil disculpas. Me temo que debí de parecerle un pelmazo anoche, y espero que me perdone. Nosotros los marinos tenemos tan pocas ocasiones de escuchar música, y estamos tan poco acostumbrados a compañía distinguida, que nos exaltamos fácilmente. Le ruego que me perdone».
«Mi querido señor», dijo el hombre del abrigo negro mientras su cara, de una palidez cadavérica, se sonrojaba. «Tenía usted toda la razón al estar exaltado. Nunca en mi vida había escuchado un cuarteto mejor, esa unidad, esa pasión. ¿Le apetece una taza de chocolate o de café? Me encantaría que me acompañara».
«Es usted muy amable, señor. Nada me gustaría más. Para serle sincero, estaba tan atolondrado que me olvidé de desayunar. Me acaban de ascender», añadió riendo con naturalidad.
«¿Ah, sí? Mi más sincera enhorabuena. Entre, por favor». Cuando el camarero vio al señor Maturin, hizo con el dedo índice ese desalentador gesto mediterráneo que indica negación, un movimiento de péndulo invertido. Maturin levantó los hombros y le dijo a Jack: «El correo es terriblemente lento hoy en día», y se dirigió al camarero en el catalán de la isla: «Tráenos una taza de chocolate, Jep, —muy bien batido— y un poco de nata».
«¿Habla usted español, señor?», dijo Jack sentándose y separando aparatosamente los faldones de su casaca para dejar el sable a la vista, dando así un toque de clase a la humilde estancia. «Debe de ser espléndido poder hablar español. Lo he intentado varias veces, y también con el francés y el italiano, pero no lo consigo. En general, me hago entender, pero cuando ellos se ponen a hablar lo hacen tan rápido que me dejan desconcertado. El fallo está aquí, creo», dijo golpeándose la frente. «Me pasaba lo mismo con el latín, cuando era chico. ¡Y cuan a menudo me azotaba el viejo Pagan!» Se rió tan a gusto al recordarlo que el camarero, que llegaba con el chocolate, también se rió y dijo: «¡Magnífico día, capitán, señor, magnífico día!».
«¡Un día prodigiosamente bueno!», exclamó Jack contemplando su cara de rata con benevolencia, «bello soleil, desde luego. Pero», añadió inclinándose y mirando el cielo por la ventana, «no me sorprendería que soplara tramontana». Y volviéndose al señor Maturin dijo: «Esta mañana al levantarme, ya observé ese tono verdoso al nornoroeste y me dije: Cuando la brisa marina se calme, no me sorprendería que soplara tramontana».
«Es curioso que le resulten difíciles las lenguas extranjeras, señor», dijo el señor Maturin, que era incapaz de opinar sobre el tiempo, «pues es razonable suponer que un buen oído musical vaya acompañado de la facilidad para aprender idiomas, es decir, que ambas cosas vayan necesariamente unidas».
«Seguramente está usted en lo cierto, desde el punto de vista filosófico», dijo Jack. «Pero es así como le digo. Aunque es posible que mi oído musical tampoco sea tan bueno, a pesar de que amo muchísimo la música. Sólo Dios sabe lo mucho que me cuesta dar la nota exacta, justamente en el centro».
«¿Toca usted algún instrumento, señor?»
«Rasco el violín un poco, señor. Lo martirizo de vez en cuando».
«¡Yo también! ¡Yo también! Siempre que dispongo de tiempo libre, hago mis pinitos con el violoncelo».
«Un noble instrumento», dijo Jack, y hablaron de la música de Boccherini, arcos y resinas, copistas y el cuidado de las cuerdas, disfrutando de la mutua compañía hasta que el horrible reloj de péndulo en forma de lira dio la hora; Jack Aubrey vació su taza y apartó la silla. «Espero que pueda perdonarme. Tengo que hacer una serie de visitas oficiales y entrevistarme con mi predecesor. Pero sería un honor para mí, mejor dicho, un placer contar con su compañía para comer».
«Con mucho gusto», dijo Maturin haciendo una inclinación.
Estaban junto a la puerta. «Entonces, ¿qué le parece a las tres en el Crown?», dijo Jack. «En la Marina no nos permitimos horarios elegantes, y cuando llega esa hora me pongo de muy mal humor porque estoy muerto de hambre, espero que lo comprenda. Mojaremos los galones, y cuando estén generosamente mojados, tal vez podamos interpretar algo de música, si le apetece».
«¿Ha visto la abubilla?», gritó el hombre del abrigo negro.
«¿Qué es una abubilla?», preguntó Jack mirando a todas partes.
«Un pájaro. Ese pájaro color canela con rayas negras. Upupa epops. ¡Allí, allí sobre el tejado! ¡Allí! ¡Allí!»
«¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde está?»
«Ya se ha ido. Desde que llegué estaba esperando ver una abubilla. ¡En el centro de la ciudad! Dichosa Mahón, por dar alojamiento a esos habitantes. Pero le ruego me disculpe, usted hablaba de mojar los galones.»
«¡Ah, sí! Es una expresión que usamos en la Marina. Esto es un galón», dijo señalando su charretera, «y la primera vez que embarcamos los mojamos, es decir, nos tomamos una o dos botellas de vino».
«¡No me diga!», exclamó Maturin inclinando cortésmente la cabeza. «Es decorativo, un símbolo de rango, no me cabe la menor duda. Un adorno muy elegante, a fe mía que lo es. Pero, mi estimado señor, ¿no ha olvidado usted la otra?»
«Bien», dijo Jack sonriendo, «me parece que más adelante me pondré las dos. Ahora le deseo un feliz día, y muchas gracias por el chocolate. Me alegro mucho de que haya podido ver el epop».
La primera visita que Jack debía hacer era al capitán de mayor rango, el comandante de marina de Puerto Mahón. El capitán Harte vivía en una casa grande, de distribución irregular, con una serie de dependencias oficiales al fondo del patio, propiedad de un tal Martínez —un comerciante español. Al cruzar el patio, por cuyos soleados muros corrían las salamanquesas, Jack escuchó el sonido de un arpa, tan amortiguado que no era más que un tintineo, porque los postigos estaban cerrados para evitar el sol de la mañana.
El capitán Harte era de pequeña estatura, con un cierto parecido a lord Saint Vincent que él intentaba acentuar encorvándose y tratando con violencia y crueldad a sus subordinados, y también utilizando modos conservadores. Tal vez sentía antipatía hacia Jack porque éste era alto y él bajito, o porque sospechaba que tenía un lío con su mujer, daba lo mismo, la antipatía era mutua y había surgido mucho tiempo atrás. Sus primeras palabras fueron: «Bien, señor Aubrey, ¿dónde diablos estaba usted? Lo esperaba ayer por la tarde. Allen también lo esperaba ayer por la tarde. Me quedé sorprendido al saber que no pudo encontrarlo. Desde luego, me parece bien que se divierta», dijo sonriendo, «pero le aseguro que tiene usted una idea muy rara de lo que significa asumir un mando. Allen debe de estar ya a veinte leguas de aquí, y la tripulación regular de la Sophie seguramente estará con él, y ya no hablemos de los oficiales. Y respecto a los diarios, garantías, listas y todo eso, los tuvimos que chapucear lo mejor que pudimos. Algo totalmente irregular. De una irregularidad pasmosa».
«¿Ha zarpado ya la Pallas, señor?», preguntó Jack horrorizado.
«Zarpó a medianoche, señor», dijo el capitán Harte con expresión satisfecha. «Las exigencias del servicio no pueden subordinarse a nuestra comodidad, señor Aubrey. Y además, me he visto obligado a reclutar a los marineros que dejó para servicios portuarios.»
«No me enteré hasta anoche, de hecho esta madrugada, entre la una y las dos.»
«¿Ah, sí? Me sorprende usted. Estoy asombrado. Sin duda la carta salió a tiempo. La culpa la tienen los de su posada. No hay que esperar que colaboren con un forastero. Le deseo que el mando que le han encomendado lo llene de satisfacciones, se lo aseguro, pero le confieso que no sé cómo va a hacerse a la mar, sin tripulación para salir del puerto. Allen se llevó a su primer oficial, y al cirujano, y a los guardiamarinas más prometedores; y por supuesto, yo no puedo darle ni un solo hombre que sepa lo que se hace.»
«Bien, señor», dijo Jack. «Supongo que debo sacar el máximo provecho de lo que queda. Desde luego, era comprensible que cualquier oficial que tuviera la oportunidad de pasar de un pequeño, lento y viejo bergantín a una afortunada fragata como la Pallas, lo hiciera. Y desde tiempos inmemoriales, un capitán que cambie de navío puede llevarse al contramaestre y a la tripulación de los botes, junto con algunos de sus seguidores, y si no se le vigilara de cerca, podría cometer barbaridades ampliando los límites de su tripulación».
«Puedo dejarle un capellán», dijo el comandante ahondando más en la herida.
«¿Sabe aferrar, arrizar y llevar el timón?», dijo Jack, dispuesto a mantenerse impávido. «Si no le importa, le ruego que me disculpe».
«Que pase un buen día, señor Aubrey. Esta tarde le enviaré las órdenes.»
«Que tenga un buen día, señor. Supongo que la señora Harte estará en casa. Quisiera ofrecerle mis respetos y felicitarla. Quiero darle las gracias por la agradable velada de anoche».
«¿Así que estaba usted en casa del gobernador?», preguntó el capitán Harte, que lo sabía perfectamente, y cuya sucia jugarreta se basaba en eso, en que lo sabía perfectamente. «Si no se hubiera ido de picos pardos, podría usted haber estado a bordo de su propia corbeta, como corresponde a un oficial. ¡Que me aspen si lo entiendo! ¡Que un joven prefiera la compañía de violinistas y eunucos a tomar posesión del primer mando!».
Cuando Jack atravesó el patio para saludar a la señora Harte, sentía mucho calor con el abrigo puesto aunque el sol ya no parecía brillar tanto. Subió corriendo las escaleras con aquel peso encantador y poco habitual saltando en su hombro izquierdo y se encontró en la casa con un teniente que no conocía y con el guardiamarina envarado de la noche anterior, porque en Puerto Mahón era muy importante hacer una visita matutina a la señora Harte. Ella estaba sentada frente al arpa, muy acicalada, hablando con el teniente, pero al verlo entrar él se levantó, y ofreciéndole ambas manos exclamó: «¡Capitán Aubrey, qué alegría verlo! ¡Muchas, muchas felicidades! Acerqúese, tenemos que mojar los galones. Señor Parker, tire de la campanilla, por favor».
«Le deseo mucha suerte, señor», dijo el teniente complacido, pues veía hecho realidad un anhelo que también él tenía. El guardiamarina rondaba por allí, pensando si debía hablar, por encontrarse en tan augusta compañía; y entonces, justo cuando la señora Harte se disponía a hacer las presentaciones, dijo con voz grave y sonrojándose: «Felicidades, señor».
«El señor Stapleton, tercero de a bordo del Guerrier», dijo la señora Harte, indicándolo con la mano. «Y el señor Burnet, del Isis. ¡Carmen, tráenos vino de Madeira!» Era una mujer elegante y refinada, y sin ser graciosa ni bella, daba la impresión de ser ambas cosas a la vez, sobre todo por su forma de llevar erguida la cabeza. Menospreciaba al canijo de su marido, que era servil con ella, y se había dedicado a la música para evadirse. Pero no parecía que la música le bastara, pues se había servido un vaso lleno hasta el borde y se lo había bebido de un trago con mucha práctica.
Un poco más tarde, el señor Stapleton se despidió, y después de cinco minutos de «delicioso… no muy caluroso, ni siquiera al mediodía… calor atenuado por la brisa… viento del norte un poco molesto… por otra parte, saludable… ya era verano… preferible al frío y a la lluvia del abril inglés… el calor, en general, más agradable que el frío» dijo: «Señor Burnet, ¿puedo pedirle un favor? Me dejé mi retículo en casa del gobernador».
«¡Qué bien tocaste ayer, Molly!», dijo Jack al cerrarse la puerta.
«Jack, ¡me siento tan feliz de que por fin tengas barco!»
«Yo también. No creo haberme sentido tan dichoso en toda mi vida. Ayer estaba tan malhumorado y en baja forma que estuve a punto de colgarme, y luego, al regresar al Crown encontré la carta. ¿No es maravilloso?» Juntos la leyeron en silencio.
«De lo contrario responderán por su cuenta y riesgo», repitió la señora Harte. «Jack, te ruego, te suplico que no captures presas neutrales. Esa corbeta de Ragusa que mandó el pobre Willoughby no ha sido condenada, y los propietarios lo van a demandar».
«No te preocupes, querida Molly», dijo Jack. «No haré presas en bastante tiempo, te lo aseguro. Esta carta se envió con retraso —un maldito y extraño retraso— y Allen ha zarpado con lo mejor de la tripulación y ha sido enviado a alta mar con muchas prisas antes de que yo pudiera verlo. Y el comandante tiene ocupados a los tripulantes que quedaban en servicios portuarios. Parece que no podemos salir del puerto; así que me temo que estaremos varados durante mucho tiempo, sin olfatear siquiera un botín».
«¿Ah, sí?», dijo la señora Harte sonrojándose. Y en ese momento entraron lady Warren y su hermano, un capitán de Infantería de Marina.
«¡Queridísima Ana!», exclamó Molly Harte. «Ven, acércate y ayúdame a remediar una flagrante injusticia. Aquí está el capitán Aubrey. ¿Se conocen ustedes?»
«Servidor de usted, señora», dijo Jack haciéndole una respetuosa y profunda reverencia, pues era la esposa nada menos que de un almirante.
«… un oficial de mérito y valiente, un tory a toda prueba, hijo del general Aubrey, y ha sido tratado de la forma más abominable».
Mientras estaba en la casa, el calor había aumentado, y al salir a la calle el aire caliente le dio en la cara como si se tratara de otro elemento; sin embargo, no era sofocante ni bochornoso, y su brillantez eliminaba cualquier sensación de agobio. Después de un par de vueltas llegó a la calle de tres vías donde desembocaba la carretera de Ciudadela y que bajaba hasta la plaza con pórticos, o mejor dicho, terrazas que daban a los muelles. Cruzó del lado de la sombra, donde se alzaban las casas inglesas con ventanas de guillotina, montantes de abanico y adoquines en la entrada en asombrosa armonía con sus vecinas: la iglesia barroca de los jesuitas y las aisladas mansiones españolas con grandes escudos de armas sobre la puerta.
Una cuadrilla de marineros pasó por la acera de enfrente, unos con amplios pantalones de rayas, otros con pantalones de simple loneta; algunos con chalecos rojos y otros con chaquetas azules de fieltro; unos con sombreros de lona alquitranada —a pesar del calor— y otros con amplios sombreros de paja, y el resto con pañuelos de lunares atados a la cabeza; pero todos con largas coletas que se balanceaban y ese aire indefinible de tripulantes de un navío de guerra. Pertenecían al Bellerephon, iban riendo y hablando en voz alta en inglés y español, y a su paso, Jack los miró ansioso. Se acercaba a la plaza, y a través de las verdes hojas de los árboles en primavera pudo distinguir a lo lejos, del otro lado del puerto, las sobrejuanetes y juanetes del Généreux titilando al sol, tendidas para secarse. El bullicio de la calle, el verde de las hojas y el azul del cielo bastaban para que cualquier hombre se sintiera en las nubes como una alondra, y podía decirse que tres cuartas partes de Jack volaban muy alto. Pero la parte restante estaba a ras de tierra, pensando con angustia en la tripulación. Desde sus primeros tiempos en la Marina se había familiarizado con la pesadilla de la selección de tripulantes; y la primera herida grave se la había infligido una mujer en Deal, con una plancha, junto al tablón, porque según ella su hombre no debía irse con la leva. Pero no se imaginaba que se enfrentaría tan pronto con el problema al asumir este mando, ni de esa forma, ni en el Mediterráneo.
Había llegado a la plaza, con sus magníficos árboles y las grandes escaleras gemelas, que descendían describiendo curvas hasta el muelle, conocidas por los marineros británicos desde hacía cien años como Pigtail Steps [2] y donde abundaban miembros rotos y cabezas golpeadas. Cruzó hasta el muro bajo que unía la parte superior de las dos escaleras y observó frente a él la inmensa superficie de agua cercada, extendiéndose por la izquierda hasta el lejano final del puerto y por la derecha hasta la boca, vigilada por el castillo, más allá de la isla del hospital, a varias millas de distancia. A su izquierda estaban los comerciantes: docenas… cientos de faluchos, tartanas, jabeques, pingues, polacras, velacheros, heurs, y barcaslongas —todos los tipos de aparejo del Mediterráneo. También había gatas, bacaladeros y arenqueras— aparejos de los mares del norte. A su derecha, estaban los buques de guerra: dos navíos de línea, ambos de setenta y cuatro cañones; una hermosa fragata de veintiocho cañones, la Niobe, cuyos tripulantes estaban pintándole una franja rojo bermellón bajo la franja cuadriculada de las portas y por encima del delicado espejo de popa, imitando un barco español admirado por su capitán; y numerosos buques de transporte y otras embarcaciones; y además, en el espacio comprendido entre ellos y los escalones del muelle, innumerables botes iban y venían: chalupas, barcazas de los barcos de línea, lanchas, cúters, esquifes y yolas, y hasta el chinchorro perteneciente a la bombarda Tartarus, que se arrastraba apenas a diez centímetros del agua agobiado por el enorme peso del contador. Todavía más a la derecha el muelle giraba hacia el astillero, el servicio de material de guerra, el almacén de avituallamiento y la isla de la cuarentena, impidiendo ver muchos otros barcos. Jack puso el pie en el parapeto y estiró la cabeza con la esperanza de vislumbrar la causante de su felicidad, pero ésta no podía verse. Se fue por el lado izquierdo de mala gana, hacia la oficina del señor Williams. El señor Williams era el representante en Mahón del agente de Gibraltar que administraba los botines de Jack, la eminente firma Johnstone y Graham, y su oficina era el segundo puerto al que era necesario arribar, porque además de sentirse ridículo por llevar oro en el hombro pero no en el bolsillo, Jack necesitaba en ese momento dinero contante para una serie de gastos urgentes y los inevitables regalos de rigor, golosinas y cosas similares, que no podían conseguirse a plazos.
Entró con la mayor confianza, como si él personalmente acabara de ganar la batalla del Nilo, y fue muy bien recibido. Cuando terminaron sus asuntos, el agente dijo: «Supongo que ya habrá visto al señor Baldick ¿no?».
«¿El primer oficial de la Sophie?»
«Exactamente.»
«Pero si se ha ido con el capitán Allen, si está a bordo de la Pallas.»
«En eso, señor, está usted equivocado, si me permite decírselo. Está en el hospital.»
«Me sorprende usted.»
El agente sonrió, levantando los hombros y alargando los brazos con gesto de desagrado: él estaba en lo cierto y Jack lo ponía en duda, pero era el agente quien pedía perdón, debido a la diferencia de rango. «Desembarcó ayer, a última hora de la tarde, y se lo llevaron al hospital con un poco de fiebre —el pequeño hospital después de pasar los capuchinos, no el de la isla. Para serle sincero— el agente se puso la mano junto a la boca como para contarle un secreto y habló en tono bajo— él y el cirujano de la Sophie no se pueden ver, y la perspectiva de un crucero en sus manos era más de lo que el señor Baldick podía soportar. Volverá a subir a bordo en Gibraltar, tan pronto como se sienta mejor. Y ahora, capitán», dijo el agente con afectada sonrisa y mirada astuta, «quisiera pedirle un favor, si es posible. La señora Williams tiene un primo que quiere hacerse a la mar —quiere llegar a ser contador. Es un joven diligente y su escritura es clara; desde Navidad ha trabajado aquí en la oficina y sé que es muy listo con los números. Por tanto, capitán Aubrey, señor, si usted no ha pensado en nadie en particular como escribiente, le estaría enormemente reconocido.» La sonrisa aparecía y desaparecía de los labios del agente. No estaba acostumbrado a pedir favores, no cuando se trataba de oficiales de marina, y la posibilidad de una negativa lo hacía sentirse increíblemente inquieto.
«Bueno», dijo Jack reflexionando, «no he pensado en nadie en particular. Naturalmente, responde usted por él. Bien, hagamos una cosa, señor Williams, búsqueme un marinero de primera para que me acompañe y contrataré a su chico».
«¿Lo dice en serio, señor?»
«Sí… sí, claro. Desde luego que sí.»
«Hecho, pues», dijo el agente extendiéndole la mano. «No se arrepentirá, señor, le doy mi palabra».
«Estoy seguro de ello, señor Williams. Ahora me gustaría conocer al chico.»
David Richards era un joven sencillo y paliducho —verdaderamente pálido, a excepción de algunas pecas rosadas— pero había algo conmovedor en su intensa y reprimida emoción y sus tremendos deseos de gustar. Jack lo miró con benevolencia y le dijo: «El señor Williams me ha dicho que escribe usted con claridad, señor. ¿Podría escribirme una nota? Va dirigida al segundo oficial de la Sophie. ¿Cuál es el nombre del segundo oficial, señor Williams?».
«Marshall, señor, William Marshall. Un excelente navegante, según he oído.»
«Tanto mejor», dijo Jack recordando sus problemas con las Tablas Náuticas y los resultados tan curiosos a los que a veces había llegado. «Para el señor William Marshall, segundo oficial de la Sophie, corbeta de Su Majestad. El capitán Aubrey le transmite sus respetos y le comunica que subirá a bordo a la una del mediodía. Bien, ese será un aviso adecuado. Muy bien escrito, por lo demás. ¿Podrá hacérselo llegar?»
«Lo llevaré yo mismo enseguida, señor», exclamó el joven satisfecho, sonrojándose ligeramente.
«¡Dios mío!», se decía Jack camino del hospital, mirando a su alrededor la gran extensión de tierra libre, totalmente despoblada, a ambos lados del poblado mar. «¡Dios mío! ¡Qué maravilloso es interpretar el papel de gran señor de vez en cuando!»
«¿El señor Baldick?», dijo. «Mi nombre es Aubrey. Ya que hemos estado a punto de ser compañeros de tripulación, he venido a visitarlo para saber cómo se encuentra. Espero que ya se esté recuperando, señor».
«Muy amable por su parte, señor», dijo el primer oficial, un hombre de unos cincuenta años, muy agradable, de pelo negro, cara enrojecida y barba con destellos plateados. «Gracias, gracias, capitán. Estoy mucho mejor. Me alegro de poder decir que ya estoy fuera de las garras de ese malintencionado matasanos. ¿Podrá usted creérselo, señor? Treinta y siete años de servicio, veintinueve como oficial, y tenía que curarme a base de dieta blanda y agua. Dicen que las pastillas y las gotas preventivas no son buenas, que son muy poco recomendables; pero me ayudaron a salir del apuro en la última guerra, en las Antillas, cuando perdimos dos tercios de la guardia de babor en diez días por la fiebre amarilla. Me protegieron de eso, señor, y no digamos del escorbuto, la ciática, el reumatismo y la maldita sífilis; pero nos dicen que no sirven para nada. Bien, podrán decir lo que quieran esos jovenzuelos recién salidos de la escuela de cirujanos, con la tinta todavía húmeda en sus certificados, pero yo sí que confío en las gotas preventivas».
«Y en la botella», añadió Jack para sí, pues el lugar olía como la bodega de un navío de primera clase. «¿Así que la Sophie ha perdido al cirujano», dijo en voz alta, «y a lo mejor de su tripulación?»
«No es una gran pérdida, se lo aseguro, señor. Aunque, desde luego, los marineros lo tenían en gran estima y confiaban enteramente en él y en sus estúpidas panaceas, maldito atajo de mentecatos; y estaban angustiados por su marcha. Y no sé cómo lo va usted a reemplazar en el Mediterráneo, por cierto, pues son aves raras. Pero no es una gran pérdida, digan lo que digan; y un cofre con frascos de gotas preventivas servirá para lo mismo, o incluso será mejor. Y el carpintero para las amputaciones. ¿Me permite ofrecerle un vaso de grog, señor?» Jack dijo que no con la cabeza. «Por lo demás», continuó el primer teniente, «fuimos muy moderados. La Pallas tiene casi enteramente su propia tripulación. El capitán Allen sólo se llevó a su sobrino y al hijo de un amigo y al grupo americano, aparte del timonel, el despensero y el capellán».
«¿Son muchos los del grupo americano?»
«¡Oh, no! No pasan de media docena. Todos son de su misma región cerca de Halifax.»
«Bien, eso ya es un descanso, se lo aseguro. Me dijeron que el bergantín se había quedado vacío».
«¿Quién le dijo eso, señor?»
«El capitán Harte.»
El señor Baldick apretó la boca y respiró hondo. Vaciló y cogió de nuevo su jarra. Luego dijo: «En estos treinta años he tenido ocasión de conocerlo a fondo. Es muy aficionado a poner a prueba a las personas con bromas pesadas». Mientras iban analizando el tortuoso sentido del humor del capitán Harte, el señor Baldick vaciaba lentamente su jarra.
«Sí señor», respondió poniéndola a un lado, «le hemos dado lo que podríamos llamar una tripulación muy aceptable. Una veintena o dos de marineros de primera, y la mitad de los hombres con la categoría de tripulantes de navío de guerra, que es más de lo que puede encontrarse en la mayoría de las dotaciones de los barcos de guerra actualmente. Hay algunos condenados cabrones entre la otra mitad, pero los hay en todas las tripulaciones —por cierto, el capitán Allen le dejó una nota sobre uno de ellos, Isaac Wilson, marinero de segunda— y por lo menos no lleva usted malditos picapleitos a bordo. Luego están los oficiales: la mayoría de ellos marinos a la antigua. Watt, el contramaestre, conoce su oficio mejor que nadie en la flota. Y Lamb, el carpintero, es bueno y leal, aunque tal vez un poco lento y tímido. George Day, el condestable, también es un buen hombre, cuando se encuentra bien, pero debido a la sífilis es un poco peculiar. Y el contador, Ricketts, es bastante bueno como contador. Los ayudantes del segundo oficial, Pullings y el joven Mowett, pueden hacerse responsables de una guardia. Pullings llegó a teniente ya hace años, pero nunca ha recibido un nombramiento. Y en cuanto a los más jóvenes, sólo le hemos dejado dos: el hijo de Ricketts y Babbington, mentecatos los dos, pero no sinvergüenzas».
«¿Y qué hay del segundo oficial? He oído decir que es un gran navegante.»
«¿Marshall? Sí que lo es». El señor Baldick volvió a apretar la boca y a respirar hondo. Para entonces ya se había bebido más de medio litro de grog, y se animó a decir: «No sé lo que piensa usted de ese juerguista sodomita, señor; pero creo que es un pervertido».
«Bueno, tal vez tenga usted algo de razón, señor Baldick», dijo Jack. Luego, sintiendo todavía el peso de la interrogación, añadió: «No me gusta, no lo apruebo en absoluto. Pero debo confesar que no me gustaría ver a un hombre colgado por ello. ¿Los grumetes del barco, supongo?»
El señor Baldick negó con la cabeza repetidamente. «No», dijo al fin. «No, no digo que haga nada. Por ahora no. Pero basta, no me gusta hablar de nadie a sus espaldas».
«Lo bueno de la Marina», dijo Jack gesticulando. Y poco después se despidió, pues el primer oficial se había puesto pálido y sudoroso y había acabado en muy mal estado, borracho y melancólico.
La tramontana había refrescado y ahora soplaba una brisa de dos rizos de gavia que agitaba las frondosas palmeras; el cielo estaba completamente despejado. Fuera del puerto la trapisonda iba aumentando y ahora el aire caliente quedaba limitado, como la sal o el vino. Se caló el sombrero, se llenó de aire los pulmones y dijo en voz alta: «¡Dios mío, qué bello es vivir!».
Había calculado bien el tiempo. Pasaría por el Crown para asegurarse de que la comida fuera muy espléndida, cepillaría su abrigo, y quizás tomaría un vaso de vino. No tenía que recoger su nombramiento, porque nunca se había separado de él —estaba ahí contra su pecho, crujiendo suavemente mientras respiraba.
A la una menos cuarto, cuando bajaba hacia la orilla, con el Crown a sus espaldas, sintió que le faltaba el aliento, y al sentarse en el bote del barquero sólo pudo pronunciar la palabra Sophie, porque su corazón latía aceleradamente y tenía dificultad para tragar. «¿Estaré asustado?», se preguntó. Iba con la vista fija en la empuñadura de su sable, poco atento al suave desplazamiento del bote entre los barcos y navíos abarrotados, hasta que el costado de la Sophie apareció frente a él y el barquero levantó el bichero.
Le lanzó una mirada instintiva y escrutadora. La vio titilar como plata al sol, con sus vergas bien alineadas y su costado engalanado. También vio a los grumetes con guantes blancos bajando con cabos de amurada forrados de fieltro y al circunspecto contramaestre dando órdenes. Entonces el bote se detuvo, crujió ligeramente al contacto con la corbeta, y él subió por el costado y se dirigió hacia donde se oía la rara estridencia de las órdenes. Cuando entró por el portalón, una voz ronca dio la orden y los infantes de marina presentaron sus armas entre fuertes pisadas y chasquidos, y los oficiales se quitaron el sombrero; y al subir al alcázar él se quitó el suyo. Los suboficiales y guardiamarinas se iban incorporando con su uniforme de gala, azul y blanco, a la reluciente cubierta, formando un grupo menos envarado que el rectángulo escarlata de infantes de marina. Miraban con atención a su nuevo capitán. Jack adoptó un aire grave y ceremonioso, y después de una pausa de segundos, en la que sólo se oía la voz del barquero que llegaba desde fuera, musitó: «Señor Marshall, presénteme a los oficiales, por favor».
Cada uno dio un paso adelante: el contador, los ayudantes del segundo oficial, los guardiamarinas, el condestable, el carpintero y el contramaestre. Cada uno hizo una reverencia bajo la atenta mirada de la tripulación. Jack dijo: «Caballeros, me alegro de conocerlos. Señor Marshall, todos a popa, por favor. Como no hay primer oficial, yo mismo leeré mi nombramiento a la tripulación.»
No hubo necesidad de hacer subir a nadie, porque todos estaban allí, limpios, resplandecientes y expectantes. Sin embargo, durante medio minuto las voces del contramaestre y sus ayudantes llamaron «¡Todos a popa!» a través de las escotillas. Los gritos cesaron. Jack se adelantó hasta el saltillo del alcázar y sacó su nombramiento. Al desdoblarlo se oyó la orden «¡Descubrirse!», y él comenzó a leer mecánicamente con voz firme pero algo forzada.
«El muy honorable lord Keith…»
Al leer aquellas líneas ya familiares, que ahora estaban tan llenas de significado, se alegró de nuevo y los ojos se le llenaron de lágrimas por la trascendencia del momento. Y concluyó con sumo deleite: «De lo expresado anteriormente ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo». Luego dobló el documento y, tras saludar a los hombres con la cabeza, se lo guardó en el bolsillo. «Muy bien», dijo. «Rompan filas y echaremos un vistazo al bergantín».
En el recorrido que hicieron después en procesión, solemne y silenciosamente, Jack vio ni más ni menos lo que esperaba ver: un navío preparado para la inspección donde todos contenían la respiración por si acaso había algún fallo en cualquiera de los aparejos primorosamente tensados, con las adujas geométricamente perfectas y los cabos perpendiculares. La Sophie no tenía su aspecto habitual, ni tampoco su contramaestre, que tieso y sudoroso, enfundado en un abrigo que parecía cortado con una hachuela, no tenía ningún parecido con aquel hombre que, en mangas de camisa, calzaba la verga de la gavia cuando había marejada. Sin embargo, entre ambos había una relación fundamental, y la pulcritud de la cubierta, el brillo cegador de los dos cañones de cuatro de bronce, la precisión con que estaban colocados los cilindros en la andana, el perfecto orden y limpieza de los pucheros y barreños en la cocina, todo tenía un significado. Jack había dado demasiadas veces gato por liebre para que pudieran engañarlo con facilidad, pero se contentó con lo que vio. Vio y valoró todo lo que querían que viera. Aparentó que no veía lo que no debía ver: el trozo de jamón que un gato entrometido en el castillo de proa sacó de detrás de un cubo y las chicas que los suboficiales habían escondido en el pañol de velas, que lo miraban desde detrás del velamen. No hizo caso de la cabra que había en el pesebre, que se le quedó mirando de forma insultante y diabólica, con las pupilas dilatadas, y defecó a propósito; ni del objeto dudoso, parecido a un trozo de pudding, que alguien, con el pánico de última hora, había apretujado bajo la trinca del bauprés.
Como experto marino que era —navegaba desde los nueve años, aunque, en realidad, formaba parte de la tripulación desde los doce— recogió además muchas otras impresiones. El segundo oficial no era en absoluto como esperaba, sino un hombre de mediana edad, alto, guapo y muy capacitado —el cabrón del señor Baldick seguramente estaba equivocado. El contramaestre era cauteloso, fiable, concienzudo y chapado a la antigua: los rasgos de su carácter estaban reflejados en la jarcia. Muy diferentes eran el contador y el condestable, aunque éste último estaba demasiado enfermo para poder juzgarlo, y a mitad de recorrido desapareció en silencio. Los guardiamarinas eran más presentables de lo que esperaba— los guardiamarinas de bergantines y cúters solían ser unos miserables. Pero a aquel chico, el joven Babbington, no se le podía permitir bajar a tierra con esa ropa. Su madre debió pensar que iba a crecer y sin embargo no fue así. Y solamente por llevar aquel sombrero que casi lo tapaba del todo, desacreditaría a la corbeta.
La principal impresión fue de ranciedad: la Sophie tenía algo de arcaico, como si el fondo, en vez de estar revestido de cobre, hubiera sido clavado con tachuelas, y los costados calafateados en vez de pintados. Los tripulantes, sin haber llegado a la madurez —en verdad la mayoría tenía entre veinte y treinta años—, tenían un aspecto anticuado; algunos llevaban zapatos y pantalones abombachados, una indumentaria que ya había pasado de moda cuando él era guardiamarina y tenía la edad de Babbington. Observó que se comportaban de forma natural y espontánea. Parecían bastante curiosos, pero ni malintencionados, ni resentidos, ni cobardes.
Sí: pasada de moda. Le gustaba muchísimo. Le había gustado desde el primer momento en que recorrió con la mirada la cubierta de suaves curvas. Pero pensando sosegadamente reconocía que era una corbeta lenta, una corbeta vieja y una corbeta con la que probablemente no haría fortuna. A las órdenes de su antecesor, la Sophie había llevado a cabo dos acciones dignas, una contra un navío corsario francés de Tolón, de veinte cañones, y la otra en el estrecho de Gibraltar, protegiendo un convoy contra un enjambre de cañoneras de Algeciras que lo atacaban en plena bonanza; pero no recordaba que hubiera conseguido ningún botín de gran valor.
Regresaron al saltillo del pequeño alcázar —era más bien una simple toldilla— y Jack se agachó para entrar a la cabina. Así agachado se dirigió a las taquillas que estaban bajo las ventanas que iban de un lado a otro de proa, un marco curvilíneo y elegante para una vista de Puerto Mahón digna de Canaletto: el puerto iluminado por el silencioso sol de mediodía (visto en contraste con la oscuridad de la cabina) formando parte de un mundo distinto. Se sentó con cautela, inclinándose hacia un lado, y comprobó que podía levantar la cabeza sin dificultad —aún le sobraban unas dieciocho pulgadas— y dijo: «Bien, señor Marshall, ya estamos aquí. Quiero felicitarlo por el aspecto de la Sophie. Muy cuidado, muy ordenado». Pensó que no debía ir más allá mientras su voz tuviera ese tono oficial, pero en verdad no pensaba decir nada más; tampoco iba a dirigirse a la tripulación ni a anunciar ningún tipo de indulgencia para celebrar la ocasión. No soportaba la idea de un capitán popular.
«Gracias, señor», dijo el segundo oficial.
«Ahora voy a desembarcar, pero dormiré a bordo, desde luego. Por favor, tenga la amabilidad de enviar un bote para recoger mi cofre y mis efectos personales. Me alojo en el Crown.»
Se sentó un momento, saboreando la gloria de estar en aquella cabina. Allí no había cañones, porque de ser así, debido a la construcción especial de la Sophie, se hubieran tenido que colocar las bocas a seis pulgadas de la superficie, y los dos cañones de cuatro, que hubieran ocupado mucho espacio, estaban situados justo encima; pero aun así, no había demasiado espacio, y lo único que cabía era una mesa colocada de través, aparte de las taquillas. A pesar de todo, era bastante más de lo que había tenido hasta ahora, en el mar, y lo observaba entusiasmado y satisfecho, en especial las siete ventanas abatibles con cuarterones de cristal, brillantes como espejos, que formaban una perfecta curva, dando un toque de elegancia a la habitación.
Era más de lo que había tenido nunca y le llegaba antes de lo que esperaba en su carrera. ¿Por qué había algo —todavía poco definido— tras su exaltación? ¿Serían los aliquid amari [3]de sus años escolares?
Mientras regresaba a la orilla en un bote, con los tripulantes de su propio barco —vestidos con pantalones de dril y sombrero de paja con una cinta donde estaba bordado el nombre Sophie—, con un solemne guardiamarina sentado a su lado en la popa, se dio cuenta de la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Ya no era uno de nosotros, era uno de ellos. En verdad, acababa de representar la encarnación de uno de ellos. Durante su visita al bergantín, se había sentido tratado con deferencia —un respeto distinto del que se le tenía a un oficial, distinto del que se le tenía a un semejante— que lo había cubierto como una campana de cristal, apartándolo de la tripulación. Y a su marcha, los marineros de la Sophie exhalaron un suspiro de alivio, un suspiro que él conocía muy bien: «¡Jehová ya no está entre nosotros!».
«Es el precio que hay que pagar», pensó. «Gracias, señor Babbington», le dijo al chico, y se quedó en los escalones observando cómo el bote daba la vuelta y se alejaba remando mientras el señor Babbington decía: «¡Ahora, ciar! ¡Vamos! ¡No se duerma Simmons, borracho bribón!».
«Es el precio que hay que pagar», pensó, «y por Dios que vale la pena». Mientras estas palabras tomaban forma en su mente, aparecía una vez más en su rostro una expresión radiante, de profunda satisfacción, de gozo contenido. Sin embargo, cuando se dirigía a su cita en el Crown —a su cita con un igual— su paso era menos firme que el del simple teniente Aubrey.