sa tarde de marzo, en otro lugar de la ciudad.
La tarde se va, la lluvia continúa y el sonido de las gotas es prácticamente lo único que se escucha en la habitación de Mario. En silencio, y cada uno en un extremo del dormitorio, los tres amigos dan un último repaso al examen de mañana. Ninguno ha estado concentrado al cien por cien, pero han estudiado lo suficiente como para ir con ciertas garantías a la prueba final del trimestre. Incluso Diana, que impresionó a Paula cuando le contó el motivo de su ausencia en el instituto, se ve con posibilidades. Pero en sus mentes hay cosas más importantes en las que pensar. El examen de Matemáticas se ha quedado en un plano secundario.
Paula no se puede quitar de la cabeza a Ángel. Si no es por su hermana, hoy habría hecho el amor con él. ¡Su primera vez! No era el sitio ni la ocasión, pero no era capaz de frenar. Afortunadamente, la puerta la abrió Erica y no su madre o, peor, su padre.
Diana observa a Mario cuando este no se da cuenta. Le da un vuelco el corazón cada vez que se acerca a Paula y ríen juntos. Sufre hasta un límite que ni ella misma imaginaba que podía llegar a experimentar. Pero sus cartas están jugadas y solo le queda esperar acontecimientos. Si su amiga se da cuenta de que ella siente algo por él…
Y Mario está nervioso, torpe. Se ha acercado varias veces a uno de los cajones de su escritorio, como para asegurarse de que eso sigue ahí. Mira el reloj que avanza deprisa, pero al mismo tiempo los minutos se hacen eternos. Está próximo el momento más importante en su vida. O eso cree.
—Mario, ¿puedes venir? —pregunta Paula—. Esto no me sale.
El chico se levanta de su silla y se acerca a su amiga, que está de rodillas en el suelo usando la cama como mesa. Se inclina a su lado y sonríe.
—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que no te sale?
Diana los observa atenta. Suspira y contempla cómo ella se toca el pelo cuando está junto a él. Uff. Ha leído que las chicas instintivamente se tocan el pelo si hablan o miran al chico del que están enamoradas. Es posible que a Paula le guste Mario. Claro que sí. No sería la primera que descubre que quiere al chico invisible. Es casi guapo, inteligente y su amigo de toda la vida. Uff, no soporta esa idea. Le empiezan a arder los ojos con ese quemazón anterior al llanto, con esa angustia en el pecho que no te deja respirar bien y que te hace soplar y resoplar una y mil veces. Sus caras están demasiado cerca, casi no cabría un folio entre ambas. Uff, no puede más.
—¡Qué tarde es! ¡Chicos, me tengo que ir! —grita Diana de repente.
Paula y Mario se giran y comprueban cómo la chica está metiendo sus cosas en la mochila a toda prisa.
—Es verdad, se ha hecho muy tarde. Me voy contigo —comenta Paula, que observa sorprendida la hora en un reloj que hay en la pared de la habitación. Tiene muchas ganas de llegar a casa y llamar a Ángel.
Diana y Mario se miran. Y a pesar de lo que siente, de que las lágrimas están al borde del precipicio que ahora son sus ojos, la chica le hace un gesto a su amigo para que impida que Paula se vaya.
—¡No! ¡Espera! —exclama Mario.
Paula lo mira sorprendida.
—¿Que espere?
—Sí, espera ¡Me tienes que explicar una cosa!
—¿Qué?
La chica no sale de su asombro. ¿Ella explicarle algo de Matemáticas a Mario?
—Ehhh… Ehhhh… ¡Quédate! Espera…
Mario tartamudea. Es incapaz de encontrar algo que decirle. Paula mira a uno y a otro sin saber qué hacer. ¿Qué sucede? Es Diana la que por fin interviene y abre la puerta de la habitación.
—Bueno, chicos, yo me voy. Mañana nos vemos. Mucha suerte.
La última frase se la dice a Mario mirándole a los ojos. Y, entre tanta confusión, Diana sale del cuarto justo antes de derramar una cálida lágrima por la única persona que ha sido capaz de hacerle llorar.
—No entiendo nada de nada —dice Paula, que empieza a recoger sus cosas.
—Espera, no te vayas.
La mano del chico alcanza la de ella.
—Pero…
—Espera, por favor.
Mario se pone de pie, reúne todo el valor posible, suelta la mano de Paula y se acerca al cajón del escritorio. Lo abre y saca algo de él.
—Es para ti —murmura en voz baja, poniendo en sus manos un CD—. Te lo iba a dar en tu cumpleaños, pero creo que este es un buen momento. Lo siento, no me ha dado tiempo a envolverlo.
La chica observa ensimismada la portada. Es un collage hecho con fotos suyas, mezcladas con imágenes de sus discos preferidos. Está perfecto. Suspira y abre el CD. Dentro encuentra una libretita con más imágenes y las letras de todas las canciones. Lo ojea entusiasmada. ¡Menudo trabajo tiene que haber sido hacer todo aquello!
Mira a Mario y luego de nuevo el CD que él ha titulado Canciones para Paula.
—Muchas gracias, en serio. Me has dejado sin palabras. Es impresionante. —La chica tiene los ojos vidriosos—. Voy a ponerlo en el ordenador. ¿Puedo?
Mario asiente sin decir nada.
Paula introduce el disco en el PC y espera a que se cargue. Abre el archivo donde están las veintiuna canciones del CD y clica en la primera. Emocionada, escucha cómo empieza a sonar When you know, de Shawn Colvin.
Los dos vuelven a mirarse. Sonríen. A Mario le encanta verla tan feliz, pero siente que su corazón se desborda al latir cada vez más deprisa. Lentamente se acerca hasta ella. Es preciosa. Su pelo ondulado, ahora suelto, le cae por los hombros. La tiene enfrente. Sus ojos se fijan en sus labios. Están cerca, muy cerca, y desea besarla, lo desea con toda su alma. Esta vez nada ni nadie impedirá que el destino siga su curso: inclina levemente su cabeza y, ante la sorpresa de Paula, junta sus labios con los de ella. Es un beso robado, cautivo, un beso que permite que, de una vez por todas, fluya todo lo que lleva dentro y que durante tanto tiempo ha permanecido oculto.