sa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.
Cabecea. Vuelve a cabecear y también una tercera vez. Sentado en una de las sillas de su habitación, a Mario le cuesta mantenerse despierto. Pero no falta mucho para que Paula llegue, así que prohibido dormir.
La tarde es muy desapacible. Lluvia, viento, frío… Ha estado temiendo que su amiga lo telefoneara para decirle que finalmente hoy no iba a ir a su casa, pero eso no ha pasado hasta el momento. Mañana es el examen final de Matemáticas y tienen todavía bastantes cosas que estudiar. La semana no ha transcurrido como él había planeado y sus sentimientos aún permanecen ocultos en su interior.
La tormenta está sobre esa zona de la ciudad. El cielo negro se ilumina y pocos segundos más tarde estalla un trueno. Poco después escucha el sonido del timbre de la puerta. Está solo en casa, por lo que le toca ir a abrir. Mario mira el reloj. Si es Paula, llega antes de lo esperado, algo muy extraño en ella.
El chico se apresura. Baja la escalera a toda velocidad, aunque antes de llegar a la puerta de la entrada se mira en un espejo del recibidor. Bueno, no está mal. Donde no hay, no hay. Toma aire, suspira y abre. Pero al otro lado no está Paula. Una chica bajo la capucha de un impermeable amarillo, con un piercing en la nariz, le dedica media sonrisa:
—Hola, Mario.
El tono de voz de Diana es distinto al habitual; es serio, controlado, firme.
—Ho… hola —responde el chico, sorprendido—. Pasa.
—No ha llegado Paula todavía, ¿verdad?
—No.
La chica se quita la capucha cuando entra en la casa y se arregla un poco el pelo con las manos. Mario la observa. Su aspecto no es el de siempre. A pesar de que se ha pintado los ojos, no ha logrado disimular unas tremendas ojeras. Parece otra, cansada, con menos vitalidad, sin la energía que la caracteriza.
—¡Cómo llueve! —comenta mientras se quita el impermeable—. ¿Dónde pongo esto?
—Dame.
El chico coge el chubasquero y lo cuelga en un perchero. Debajo coloca un paragüero para que todas las gotitas no caigan al suelo.
La casa se ilumina una vez más y, un instante más tarde, un nuevo trueno sacude el cielo.
—¿Estás solo en casa?
—Sí. Mis padres están en no sé dónde y Miriam creo que ha ido a recoger a Cristina. Me parece que luego iban a ir a tu casa, para ver sí te pasaba algo.
—Ah.
—Como no has ido al instituto en todo el día y tenías el móvil desconectado, estaban algo preocupadas.
—No será para tanto —comenta Diana con frialdad, mientras se dirige a la escalera que lleva hasta la habitación de Mario—. ¿Subimos?
—Sí.
Los dos avanzan peldaño a peldaño, sin hablar.
Por la cabeza del chico pasan muchas cosas, innumerables preguntas. ¿Para que habrá venido? ¿A arreglar las cosas? ¿A seguir estudiando? No está seguro. Ha pensado en ella durante todo el día, más que en Paula, y no ha dejado de sentirse culpable ni un minuto por lo que sucedió ayer.
Mario y Diana entran en el dormitorio, aunque no cierran la puerta. Cada uno se sienta en el mismo lugar en el que lo hizo la tarde anterior.
—¿Sabes? Me he pasado toda la noche y parte de la mañana estudiando esta mierda —comenta la chica mientras saca el libro de Matemáticas y una libreta de la mochila.
—¿Qué?
—Eso. Ayer me di cuenta de que soy medio gilipollas y de que, si quiero aprobar el puto examen de mañana, tenía que hacer horas extras. Y va ves: sin dormir que estoy.
Mario no puede creer lo que oye. ¿De eso son las ojeras?
—¿Te has pasado la noche estudiando y has faltado a clase por eso?
—Pues sí, por eso ha sido. Además tuve que desconectar el móvil para no desconcentrarme. Lo metí en un cajón y cerré con llave para no tener la tentación de ponerme a juguetear con él.
—Joder, parece increíble que hayas hecho todo eso.
—¿No me crees? Pregúntame algo. Lo que quieras.
—No, no. Te creo, te creo.
—De todas formas, hay cosas que no entiendo y que me tienes que explicar —indica la chica mientras pasa a toda velocidad las páginas del libro de Matemáticas—. Pero eso, luego. Ahora quería pedirte disculpas por mi comportamiento de ayer. Me pasé un poco. Bastante. Y es justo que te pida perdón. No te tenía que haber presionado de esa manera. Lo siento.
Las palabras de la chica son sinceras. Hasta tiembla al decirlas. Mario se da cuenta y se le hace un nudo en la garganta. Pero no toda la culpa es de ella.
—También yo te tengo que pedir perdón. Se me fue la cabeza y te grité. No estuvo nada bien. Y también quería disculparme por darte tanta caña ayer. Me faltó paciencia y me puse muy borde. Perdona.
A Diana se le iluminan los ojos con un brillo húmedo que logra controlar antes de que salga a relucir su lado más sensible.
—Bueno, soy muy torpe para esto. Es normal que perdieras los nervios.
—Si has conseguido aprenderte todo en menos de un día, con la base tan mala que tienes de Matemáticas, no creo que seas tan torpe.
—Vamos, Mario. Soy una negada para las Matemáticas y para el resto de asignaturas. Lo sé. No sirvo. Esto es más una cuestión de orgullo que otra cosa. Y además, no quiero haceros perder el tiempo como ayer.
—No fue para tanto. Estoy seguro de que Paula no se molestó por nada.
El final de la frase llega con el estampido de otro trueno, tal vez el más ruidoso de todos los que hasta el momento han sonado.
—Mario, también te quería proponer una cosa.
Diana desvía entonces la mirada de los ojos del chico hacia el suelo.
—¿Me quieres proponer algo?
—Bueno, no es exactamente eso. Es más bien un consejo o no sé… Escúchame y luego llámalo como quieras.
—Vale. Cuéntame.
La chica traga saliva y reúne el valor necesario para hablar. Y lo hace de manera dulce, ocultando su tristeza.
—Deberías decirle a Paula lo que sientes. Pero no mañana, ni pasado. Ya. Hoy.
—¿Cómo?
—Eso, Mario. No puedes seguir así más tiempo. Es el momento para revelarle a Paula lo que sientes por ella.
—Pero…
—Yo me iré antes y te dejaré a solas con ella. Es tu oportunidad.
—Diana…, yo…
—Es que, Mario, te voy a ser lo más sincera posible. No sé si sabrás que Paula tiene novio. Y cuanto más tiempo pase, ella se colgará más de él y será peor para ti. No sé si tendrás alguna oportunidad. Eres un gran chico y su amigo. Quizá ella descubra que también siente algo hacia ti diferente a lo que ve ahora. Pero, si no le confiesas tus sentimientos, jamás lo sabrás. Tienes que dar un paso adelante y poner las cartas sobre la mesa. Lánzate de una vez por todas.
Un relámpago más. Otro trueno. Las cinco de la tarde. Silencio. Nervios y miedo. Una mirada a ninguna parte. Y, finalmente, la decisión:
—Está bien, lo haré. Le diré a Paula que la quiero.
—¡Así me gusta! —exclama Diana poniéndose de pie y acercándose a su amigo.
Mario sonríe. Diana sonríe. Sonríe y lo besa, en la mejilla.
Amigos.
Y, aunque por dentro se esté muriendo al saber que ese chico del que se ha enamorado como una tonta quiere a su mejor amiga y está a punto de confesarlo, está segura de que ha hecho lo correcto.