sa mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
Si la miras de cerca, te cautiva. Si la miras a los ojos, a sus celestes ojos, ellos te embrujan, te seducen, te enamoran. Y es que Katia donde más gana es en las distancias cortas.
Ángel relee unas cuantas veces el primer párrafo que ha escrito en su nueva columna de opinión en Internet. Se pone de pie; se sienta; se vuelve a levantar… Mira la pantalla del ordenador inclinándose y apoyando las manos en la mesa. No, no le convence. Fatal. Y lo borra todo.
Mierda.
No va a resultar sencillo escribir sobre Katia de la forma que su jefe le ha pedido. Han pasado demasiadas cosas entre ellos dos y eso influye. ¿Cómo dejar a un lado la parte más personal, la que contiene los besos, las palabras, los encuentros, las verdades y las mentiras?
Pero en eso consiste su profesión, ¿no? Un buen periodista debe alejarse lo máximo posible de sus propios sentimientos: escribir sobre todo y por encima de todo. Algo así como ocurre con los abogados, que tienen que defender a personas que saben que son culpables. A él no le va toda esa porquería partidista y frívola con la que se sustentan hoy en día los medios de comunicación. Lo suyo es el periodismo puro, aunque sin dejar de aportar su estilo fresco y renovador. Y si tiene que opinar acerca de algo, como ahora, no va a dejarse llevar por las circunstancias ocasionales. Por tanto, toca enfriar emociones, congelarlas, para demostrar que es capaz de enfrentarse a ese reto como un verdadero profesional.
Esa misma mañana de marzo, en un lugar apartado de la ciudad.
—Entonces, ¿no hay problema?
—En absoluto, Álex. ¡Qué cosas dices! ¡Estaré encantado!
El chico sonríe satisfecho: problema resuelto. No esperaba menos del señor Mendizábal, sabía que podía contar con él.
—Pues muchísimas gracias por este gran favor. Le debo una muy grande.
—En este caso creo que soy yo el que te la debe a ti.
El viejo suelta una carcajada y luego tose aparatosamente.
—¿Se encuentra bien? —pregunta Álex, preocupado por la incesante tos del hombre.
—Sí, sí, cosas de la edad y de la emoción —responde una vez que consigue restablecerse.
—Tiene que cuidarse.
—Que sí, no te preocupes, hombre.
—Bueno, no le molesto más. Nos vemos mañana. Ah, y pídale disculpas de mi parte a todos por lo de las clases.
—No hace falta. Les diré que se vayan a jugar al póker o a la pocha. Son unos auténticos enfermos de las cartas.
—Gracias de nuevo, Agustín.
—No tienes por qué darlas. Hasta mañana, Álex.
—Adiós, hasta mañana.
El hombre también se despide de su profesor de saxofón y cuelga el teléfono.
Tema zanjado. Dos pájaros de un tiro.
Álex mira el reloj. Aún le quedan cosas por hacer y tiene que darse prisa antes de que Irene regrese a casa.
Esa mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
Las clases le están resultando muy aburridas a Irene esa mañana. Hasta insufribles en algunos instantes. Tiene muchas ganas de terminar e irse a casa, con Álex. Es una suerte que precisamente hoy no tenga curso por la tarde y que él haya decidido no bajar a la ciudad. Es el destino. Quizá hasta puedan comer juntos. Y luego…
Tal vez sea una buena ocasión para intentar acercarse más. Sí. Es el momento: atacará.
Se estremece sólo de pensarlo. Piensa cómo será estar entre sus brazos, rodearlo, besarlo una vez tras otra, por todo su cuerpo, hasta devorarlo completamente. Uff.
No lo va a dejar escapar: una vez que lo tenga, será suyo para siempre.
Además ya no hay peligro. Esa estúpida niñata seguro que no vuelve a aparecer después de lo ayer. Qué ingenua. Sí, muy guapa, muy mona, muy jovencita, pero tan tonta como inocente. Álex se merece algo muchísimo mejor. A ella.
Sin esa Paula de por medio, ya no existe ningún obstáculo que se interponga entre ambos. Y, sin duda, eso no lo va a desaprovechar.
Esa mañana de marzo, al terminar la cuarta clase.
No se levanta.
Desde su asiento mira hacia la puerta con la esperanza de que aparezca, pero sus deseos son en vano. Diana no ha ido en toda la mañana a clase y parece complicado que ya lo haga.
A cada minuto que pasa, Mario se arrepiente más de su comportamiento de ayer. No le debió decir aquello. Nunca se había sentido así de mal.
¿Dónde se habrá metido esa chica?
Sólo espera que la causa de su ausencia no tenga que ver con aquella discusión.
¡Qué estúpido fue y qué gran impotencia supone el no poder arreglarlo!
Eso le pasa por no pensar las cosas dos veces antes de hacerlas y soltar lo primero que se le viene a la cabeza.
¿Dónde estará Diana?
Esa mañana de marzo, justo después de que acabe la quinta clase.
—Sigue apagado o fuera de cobertura. Paula aparta el móvil de la oreja al oír el mensaje que tantas veces ha escuchado a lo largo de la mañana y lo guarda de nuevo en la mochila de las Supernenas.
—Que no venga a clase es raro, aunque tratándose de Diana todo es posible. Pero lo más extraño es que lleve toda la mañana con el móvil desconectado. Es impropio de ella —señala Miriam.
—No tendrá ganas de hablar —indica Cristina.
—O estará enferma y no querrá que la molesten —apostilla Paula, que mira hacia el otro extremo de la clase donde está Mario.
Tiene el semblante serio, triste. Su amigo parece realmente desolado. Algo muy fuerte tuvo que ocurrir ayer cuando se fue de su casa. Y ella que pensaba que esos dos se gustaban… ¿Por qué se pelearían?
—Ah, Paula, una cosa que no te hemos dicho todavía.
—Dime, Miriam.
—Mañana por la noche, ¿puedes quedarte a dormir en mi casa?
—¿En tu casa?
—Sí. Cris, Diana y yo hemos pensado que, como el sábado es la fiesta de tu cumple y también querrás estar con tu familia durante el día, no vamos a tener tiempo para celebrarlo nosotras solas. Así que podríamos hacer una fiestecilla las cuatro mañana por la noche en mi casa. Ya le he pedido permiso a mi madre y me deja. No creo que tus padres te digan nada, ¿no?
—No lo sé. Últimamente no les tengo demasiado contentos. Pero no, no creo que haya ningún problema. Aunque pensarán que he quedado con Ángel.
Miriam reflexiona un instante y luego mira de reojo a Cristina.
—Hablaré yo con tu madre y así no tendrás problemas. Le diré que te quedas en mi casa a dormir.
—No hace falta, Miriam, pero gracias.
—Que sí, que sí. No vaya a ser que no te dejen a última hora y se nos fastidie la cosa. Las Sugus tenemos que celebrar tus diecisiete por todo lo alto.
—Bueno, como quieras.
—Tengo su móvil, luego la llamo.
El timbre suena anunciando que la última clase del día comienza.
Las chicas dejan de hablar y se sientan cada una en su respectiva mesa.
El profesor de Matemáticas es puntual. Entra en el aula a saltitos, como si estuviera bailando una danza tribal y cierra la puerta. A continuación, coge una tiza y escribe en la pizarra: «Mañana es el principio del fin y el fin de un principio. Sobrevivir».
Las Sugus leen la frase. No la entienden demasiado bien. Paula incluso la susurra: «El principio del fin…».
Y mientras las chicas y Mario dan su última clase de Matemáticas antes del examen, y Ángel escribe su columna de opinión en Internet sobre Katia, e Irene conduce su Ford para encontrarse con Álex, que a su vez en esos instantes baja la escalera de su casa cargado con una pesada maleta, Diana por fin cierra los ojos después de una noche y una mañana en constante tensión.