sa misma noche de marzo, en un lugar alejado de la ciudad.
Llega a casa cansado, confuso. La clase de hoy ha sido muy extraña. Álex no entiende qué le ha podido ocurrir. Durante hora y media ha coleccionado errores de todo tipo con el saxo. Nunca había cometido tantos fallos, ni siquiera cuando empezó. Y de eso hace… Uff, mucho tiempo.
Era un aspirante a adolescente, pero todavía recuerda perfectamente el día que tuvo que elegir el instrumento que quería tocar. Tenía talento para la música y debía dar un paso adelante, especializarse en algo en concreto. Sus profesores insistieron en que escogiera el piano. También su padre trató de convencerlo. Todos fracasaron.
—¿El saxofón?
—Sí, papá. Es lo que quiero tocar.
—Yo creo que no lo has pensado bien.
—Sí que lo he hecho.
—Echarás tu talento a perder. ¿No lo comprendes?
—Lo siento. El saxo es lo que más me gusta.
—Pero el piano es más elegante. Y te da prestigio. Por no hablar de que tiene muchísimas más salidas. Además, podrías convertirte en un pianista extraordinario… Todos lo dicen.
—No me importa lo que digan, papá.
—¿Que no importa? Sí que importa. Los pianistas son verdaderos músicos. Los saxofonistas…
Su padre no quiso terminar la frase. Verdaderamente sentía admiración y aprecio por cualquier persona capaz de tocar un instrumento. Él mismo era un gran aficionado al jazz. Sin embargo, hablaba desde la decepción, desde la frustración. Veía cómo su talentoso hijo tiraba por la borda ese don que Dios le había otorgado, el mismo don que tenía su esposa fallecida.
—¿Qué les pasa a los saxofonistas? —insistió Álex, que no entendía el motivo por el cual no le dejaban hacer lo que él deseaba.
—Que terminan tocando en cualquier esquina pidiendo limosna.
—¡Eso no es cierto! Hay muchos que son geniales y bastante conocidos, que se ganan la vida tocando. Mira a Kenny G., por ejemplo. O a Charlie Parker.
—Bah, tipos que han tenido suerte. Si quieres ser alguien en la música, no puedes tocar el saxo.
—No quiero ser alguien, quiero hacer lo que realmente me gusta.
—Eres un cabezota, Álex. ¿Qué vas a conseguir tocando el saxofón?
—No lo sé. Y me da igual. El piano está bien, me gusta, pero no es lo que quiero.
Así que, después de varias discusiones en casa, donde seguían intentando que cambiara de opinión, logró que le compraran un saxo, al que en honor de su madre, Emilia, Álex 11amó «Emily». Y Los resultados no se hicieron esperar. En pocos meses se convirtió en todo un experto. Un genio. Era capaz de interpretar de forma maravillosa cualquier partitura. Con el saxofón entre sus manos se sentía especial. Se sumergía en un mundo de fantasía lejos de la realidad a la que cada día se enfrentaba. Por unos instantes no tenía que preocuparse de su madrastra, de Irene o de los estúpidos comentarios de sus amigos.
Y fue precisamente su saxo el mejor compañero que tuvo cuando su padre murió. Tocaba y tocaba sin parar. De día, de noche, en la soledad de la madrugada. Era una parte más de su cuerpo, una extensión de sus manos, de sus labios… Y lo único que le proporcionaba tranquilidad.
Hasta que descubrió que había algo más que podía llenar su vida, algo que le desahogaba tanto o más que la música del saxofón. Fue entonces cuando Álex averiguó que escribiendo también experimentaba esas sensaciones que le evadían del mundo que le había tocado vivir. Sin padre, sin madre. Una nueva manera de luchar contra todo y encontrarse a sí mismo.
Escribir y tocar. Tocar y escribir. Ser músico, enseñar su música. Ser escritor, enseñar sus libros. Tenía una meta, doble, y la ilusión le desbordaba. Y, sin embargo, ahora un tercer elemento impedía que se concentrara en sus otras dos pasiones.
Deja las mochilas al lado del sofá del salón y se tumba en él. Coge el móvil y lo examina. Quiere hacer esa llamada, quiere oírla, pero no está seguro. Su corazón le dice que sí, que adelante. ¿Qué puede pasar? ¿No se alegrará de escucharlo de nuevo?
¿Y si no responde?
Álex pasa la yema de sus dedos por la pequeña pantalla del teléfono. El nombre de Paula con su número aparece iluminado. Solo le queda pulsar el botón que efectúa la llamada.
Esa misma noche de marzo, en otro lugar de la ciudad.
Sin decir nada a nadie, sube a su dormitorio. Tiene los ojos húmedos, hinchados, y la nariz roja. En el metro se ha intentado tapar la cara con las manos el mayor tiempo posible. No quería que se notara que había llorado.
¿Por qué le ha dicho esa chica todo aquello?
Paula no entiende nada. No comprende por qué Álex no le habló de su novia y de su hijo. «¡Joder, va a ser padre!».
Tampoco sabía que sus sentimientos eran tan fuertes. ¡Enamorado de ella! ¿Desde cuándo? ¡Si se conocieron el jueves!
Es una locura, todo es una completa y absurda locura.
Se sienta en una silla frente a la ventana. Los árboles se balancean dulcemente por el viento frío que esculpe la noche. No hay estrellas ni luna.
¿Y ahora, qué?
Lo mejor es desaparecer, hacerle caso a su novia y no volver a saber nunca más de él.
Sí, es lo mejor. Aunque sea de cobardes. Pero no quiere entrometerse en medio de una pareja y mucho menos ser la causante de una ruptura.
Tiene el ordenador delante. Lo enciende y entra en el MSN como «no conectada». Busca su dirección. Ahí está: alexescritor@hotmail.com. Pulsa sobre ella con el botón derecho del ratón: «Eliminar contacto». Duda, pero clica. Una nueva pantalla se abre. Es para verificar que realmente quiere hacerlo. Si lo ratifica, el contacto quedará eliminado de su Messenger para siempre. Para siempre.
Paula está hecha un lío. Lee una y otra vez el nick de Álex. «Tras la pared. Engánchate y léelo. Puedo vivir sin aire, pero no sin la música». No dice nada de su novia ni de su hijo. Habla solamente de lo que más le gusta, de su libro, de ese que ella misma le ayudó a promocionar el día que lo acompañó a esconder los cuadernillos. Fue divertido y romántico.
¿Fue entonces cuando se enamoró de ella? Ella no hizo nada para que eso pasara, ¿no?
Paula suspira. Recuerda el momento de la FNAC, aquel instante en el que sus labios casi se unen. Pudo suceder. Un beso. Él habría sido infiel y ella también. Ninguno lo buscó, fue cosa del destino. Pero estuvo a punto de ocurrir. Un beso.
¿Qué hace? ¿Qué demonios debe hacer?
Una lágrima se derrama caliente por su mejilla. Le habría encantado seguir conociendo a Álex, su sonrisa, sus enormes ojos castaños, su romanticismo, esa forma de decirle las cosas, de tratarla.
¡Dios!, ¿cómo ha llegado a esto?
El inesperado sonido de su móvil le asusta. Mira la pantallita para comprobar quién la llama. No puede ser. ¡Es Álex! ¡Uff!
Una nueva lágrima que cae y moja el teclado de su ordenador.
Quiere cogerlo, quiere aclararlo todo, decirle que son amigos, solo amigos. Quiere cogerlo, pero no puede ni debe.
El teléfono sigue sonando inmisericorde, como un quejido cruel, insistente. Lo que en otro instante hubiera provocado una sonrisilla feliz, ahora significa una cosa imposible de soportar.
«¡Cógelo, cógelo!», le dice algo en su interior. No. Lo mejor es desaparecer. Va a ser padre. Va a tener un hijo con esa chica. Y ella…, ella no es nadie.
No. No es nadie.
La llamada muere.
Fin.
«Quitar también de mis contactos de Hotmail».
Pulsa en un cuadrito en blanco. Aparece una pequeña señal en verde. Solo falta eliminarlo.
Clic.