Capítulo 63

sa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.

¿Cuánto tiempo lleva allí?

Desde las dos.

Katia mira el reloj. Son las cuatro y diez. ¡Uff! Todavía queda mucho tiempo para que sean las seis. A esa hora ha quedado en recoger a Ángel en la redacción de la revista para ir a tomar café y para que este le cuente algo que no le quiso decir por teléfono. Le ha dado vueltas y vueltas al asunto. Está intrigada. ¿Qué será?

Las cuatro y once. ¿Solo ha pasado un minuto?

Tiene ganas de él, de hablarle, mirarle a los ojos, oír su voz.

¡Pero es que falta tanto aún!

La mañana se le ha hecho larguísima. Iba de un lado para otro, inquieta. No soportaba más quedarse en casa sin hacer nada. Por eso, pasada la una, cogió el coche que le prestó su hermana, un Citroën Saxo de color azul, y se dirigió a la revista en la que él escribe, el lugar donde se conocieron. Necesitaba verlo. Tenía que verlo. ¡Qué desesperación! Y por fin, lo hizo. A las tres y cuarto, Ángel abandonó el edificio para ir a comer, acompañado de su jefe y una chica que debía de ser una compañera de la revista. Katia estuvo a punto de salir del coche y saludarlo, pero habría resultado demasiado forzado, como si le estuviese siguiendo.

Aguantándose las ganas, decidió no bajarse del Saxo.

Durante todo ese tiempo dentro del coche, aparcado enfrente de la redacción en la que trabaja el periodista, ha podido pensar en todo lo que le está sucediendo. No hay dudas sobre algo: definitivamente, ha perdido la cabeza. Y nada menos que por un hombre, un hombre al que no hace ni una semana que conoce.

No está siendo ella. O tal vez esa sea su verdadera personalidad: neurótica, histérica, posesiva. Tiene la sensación de que se está comportando como una de esas maniacas obsesas de las películas, como en aquella tan mala de una estudiante universitaria que se obsesiona con un nadador. Incluso va medio disfrazada para que nadie la reconozca. Lleva un pañuelo en la cabeza con el que cubre su característico pelo rosa y unas gafas de sol. De esa manera no hay peligro de que ningún fan la descubra. ¿Y si está loca?

No, no será para tanto. Sinceramente, solo existe una palabra que define lo que le está pasando: amor. Se ha enamorado por primera vez en su vida. ¿Pero el amor te hace cometer tantas estupideces? Sí. Ya se dice, además, que en la guerra y en el amor todo vale. Los besos robados, las noches en su casa y en el hospital, las llamadas de teléfono, aquella espera de incógnito en el coche… ¡Uff! ¿El fin no justifica los medios? Vaya, que maquiavélica se ha vuelto…

Sin embargo, hasta el momento nada le había servido. Nada de nada. Ángel no era suyo. Es más, ella lo está pasando fatal. Su vida en los últimos días se resumía en lágrimas y soledad. Así que la conclusión a la que había llegado es que debía tomarse todo con más calma. Intentar hacerse amiga de Ángel, pero no una amiga de esas con las que hablas una vez al año o que puedes pasar sin saber de ella meses y meses. No: una amiga de las de verdad. Y cuando se diera la oportunidad de algo más, aprovecharla. No era un mal plan. Conseguiría estar cerca de él, conocerlo y darse a conocer más. Y seguro que con el roce…

¡Ups! Ángel y su jefe regresan. Ya no está la otra chica con ellos.

La cantante se agacha y los observa con cuidado para no ser descubierta. Hablan de forma distendida. El director de la revista le estará contando alguna historia graciosa porque Ángel sonríe constantemente. ¡Qué guapo es! ¡Cómo le gusta su sonrisa!

La pareja está a punto de pasar por delante del Saxo. La chica se agacha aún más, tanto que no ve la calle, solo el interior del vehículo. Sería un desastre si la descubrieran. ¿Qué diría?

Pero se muere por verlo. Suspira y se arma de valor. Asumiendo un gran riesgo, se asoma. Y allí está él. Cerca, casi a su lado. Puede sentirlo, oye su risa, sus pasos. Katia no lo pierde de vista ni un instante. Imagina que van juntos de la mano, caminando como una pareja de enamorados, directos a alguna parte donde desahogar sus deseos más ardientes. Sin embargo, poco a poco, la figura de Ángel se va alejando. ¡Nooo! Está lejos, cada vez más lejos, hasta que termina desapareciendo dentro del edificio de la redacción.

«¡Joder! ¿Ya? ¿Y si entro en el edificio yo también? Las cuatro y veinte. ¡Dios!».

Katia se incorpora. Se sienta bien y, frente al espejo retrovisor, se arregla el pañuelo de la cabeza que se le ha descolocado.

Luego mueve el cuello a un lado y a otro. Le duele. Pero enseguida sus ojos vuelven al pequeño espejo, a su rostro reflejado en él. No se reconoce. Quizá no es ella. Es una extraña sensación, como si otra persona estuviera actuando con su cuerpo. ¿No sería que el golpe que se dio en el accidente le está afectando más de lo que pensaba?

No, no es por eso. Es por Ángel. Él la ha transformado. Ha conseguido, sin saberlo y sin quererlo, que ella haya perdido el rumbo.

Sus labios están secos. Los humedece delante del espejito. Mejor. En el cristal del coche solo aparece su boca. Y sonríe, sin saber por qué, sin saber que es ella la que lo está haciendo, Sonríe.

Sí, cada vez se parece más a la estudiante de aquella película que se obsesiona con el nadador de quien se había enamorado.

Solo espera que su obsesión no llegue a tanto.

Esa misma tarde, minutos después, en el edificio de enfrente.

—Entonces, ¿te vas a pasar la tarde estudiando?

—Sí. Estoy yendo ya para la casa de un amigo que me va a explicar el examen de Mates del viernes. Derivadas, ¡uff!

Ángel, mientras escucha, se echa hacia atrás en su silla. Casi pierde el equilibrio. Con un ágil movimiento logra no caerse. Mantiene el móvil apoyado entre el hombro y la cara. Menos mal. Paula no se ha dado cuenta de su torpeza y continúa la conversación como si nada hubiese sucedido.

—¿Un amigo? ¿Qué clase de amigo? —pregunta, haciendo parecer que está celoso.

—¿Cómo que qué clase de amigo? ¿Tú englobas a tus amigos por clases?

Paula capta las intenciones de su novio y le sigue el juego.

—Claro. En mi clasificación hay dos clases. Tú por un lado y todos los demás por otro.

—Ah, así que yo soy tu amiga…

—Entre otras cosas.

—Ahá.

—¿Lo eres, no?

—Supongo. Pero lo que voy a hacer contigo el sábado no lo hago con mis amigos habitualmente.

—¿Habitualmente? ¿Debo con eso entender que ocasionalmente sí?

—Claro, cada día. Me virgo y desvirgo continuamente.

Ángel esboza una gran sonrisa. «Me virgo y desvirgo continuamente». ¡Qué frase para la posteridad!

—Entonces, dada tu experiencia, el sábado tú serás la maestra y yo el alumno.

Ahora es Paula la que ríe. Aquellos juegos verbales formaron gran parte del comienzo de su relación. Se pasaban horas y horas pegados al MSN, hasta altas horas de la madrugada, viendo quién podía más. Especialmente, durante el primer mes. Luego, poco a poco, empezaron a llegar los «te quiero», las palabras amables y cariñosas, y aquellas conversaciones de tira y afloja pasaron a un segundo plano.

—Aún sin tener experiencia, creo que seré yo la que más enseñe.

—¿Es un juego de palabras?

—Puede ser. Ya lo comprobarás.

—¿El sábado?

—El sábado.

—Esperaré ansioso.

—Sí que desde hace tiempo estás ansioso porque llegue ese día.

—¿Cómo lo sabes?

—Es obvio. No dejas de ser un tío de veintidós años…

—¿Es importante la edad?

—No mucho. Sois todos iguales. La edad es lo de menos —dice sarcástica. Sabe muy bien que no, que Ángel no se parece a ningún chico de los que conoce.

—Tienes razón. En realidad, lo único que buscaba desde la primera vez que hablé contigo era llevarte a la cama. El resto ha sido todo interpretación.

—Ah. Pues igual soy yo la que tiene que interpretar cuando nos acostemos.

—Tal vez. ¿Quién sabe?

—Debería practicar. Aún no sé cómo se me da eso de fingir. ¿Es fácil?

Ángel suelta una carcajada. Sabe que esta parte de la conversación saldrá después de que lo hayan hecho. Se imagina en la cama, abrazado a ella, besándole la frente y preguntándole en broma si ha tenido que fingir mucho.

—Vale, me rindo. Has ganado —resopla, aparentando dolor por la derrota.

—Lo sé. Siempre te gano —señala Paula triunfante y orgullosa.

—Hey, si te vas a poner a presumir, seguimos —refunfuña Ángel.

—Ah, se siente. Ya has perdido, amigo. Quiero mi premio.

El periodista no dice nada. Espera unos segundos en silencio hasta que por fin regala a su chica lo que quiere oír:

—Te quiero.

Paula siente un escalofrío en su interior. Algo sube por su garganta y llega hasta los ojos. Se enrojecen. Escuecen. ¡Uff! Pese a las veces que lo ha oído ya, siempre experimenta una gran emoción en instantes como ése.

—Esperaba que el premio fuera un Hammer o algo por el estilo, pero me conformo.

—No tienes edad para conducir. ¿Para qué quieres un Hammer?

—Para que mi novio lo conduzca. Otra sonrisa de Ángel.

—En ese caso, un Hammer sería el regalo perfecto. Pero…

—Te quiero —interrumpe de improviso la chica, cuando aún no le correspondía su turno de réplica—. Te quiero. Fin del juego.

—Y yo, cariño. Te quiero mucho.

—Me apetece verte. Aunque creo que eso hoy no podrá ser, ¿verdad?

Ángel piensa. Ella tiene que estudiar y él ha quedado con Katia a las seis.

—Creo que no.

—Vaya. ¿Nos llamamos esta noche?

—Dalo por hecho.

Son las cinco menos cinco. Paula sin darse cuenta ha llegado ya a la casa de Mario.

—Bueno, cariño, he llegado, te tengo que dejar.

—Espero que no sea por otro.

—Es por otro. Lo siento. Pero él solo me enseñará Matemáticas.

—En ese caso, me doy por vencido. Era un desastre con los números.

—Lo sé.

—Pues nada, entonces. Pásalo bien con tu amigo y las Matemáticas.

—Y tú… con lo que hagas. Te llamo a la noche.

—Nos llamamos.

—Te quiero.

—Te quiero.

Y con dos besos al aire, uno a cada lado de la línea, termina la conversación.

Paula suspira. Pero enseguida piensa en lo que han hablado y entonces vuelve a sonreír. Vale, tomará la llamada con Ángel como un estímulo para enfrentarse a una dura tarde con las derivadas. Se peina un poco, alisa su camiseta, asegura que todo está su sitio y llama al timbre de la puerta de la casa en la que vive Mario.

Ángel también hace un resumen en su mente del diálogo con su chica mientras enciende el PC. Le encanta. Es lo que siempre soñó. Tiene varios e-mails en su correo electrónico. Paula es increíble. La chica perfecta. Uno de esos correos le llama especialmente la atención. No conoce a la persona que se lo manda. Lo abre. ¡Ah, ya sabe quién es! Sonríe. Lee atentamente lo que pone con el ceño fruncido.

Vale, comprendido.

Reflexiona un instante. Tendrá que hacer algunos cambios de planes. Bueno, y sobre todo deberá hacer caso a lo último que dice el e-mail.

«Posdata: Paula no sabe nada. No se lo digas, ¿vale?».

Ángel cierra la página de hotmail y mira el reloj. Las cinco. Aún falta una hora para que Katia vaya a por él.

Mientras, en otro lugar de la ciudad.

Mario baja las escaleras a toda velocidad cuando oye el timbre de la puerta de su casa. ¡Es, Paula!

Por fin, van a tener aquella «cita» que tanto se había resistido hasta ahora.