Capítulo 58

sa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.

Suena el timbre: fin de la clase de Matemáticas. Tres o cuatro estudiantes se acercan al profesor, que está recogiendo sus cosas. Le preguntan si el examen del viernes será muy difícil.

—Por supuesto, el más difícil de sus cortas y apasionantes vida.

Y no miente. Actúa sin piedad, como en el primer trimestre, cuando más del sesenta por ciento de sus alumnos suspendieron. Dos chicas lo persiguen hasta el pasillo rogándole que cambie la prueba de día, que no sea muy duro, que es la única asignatura que les quedó en la primera evaluación.

El profesor de Matemáticas sonríe. Posee el control: él domina la situación y disfruta haciéndolo; es su momento, la venganza a tanto pasotismo, tantas desconsideraciones, tantas y tantas faltas de interés. ¿Lo desafiaban? Pues ahora es su turno. No habrá prórrogas, ni caridad, ni miramientos. Solo un examen complicado, muy complicado, con el que se divertirá preparándolo, poniéndolo y corrigiéndolo, bolígrafo rojo en mano, ese que utiliza solo para las ocasiones especiales. Aprobarán los que lleguen al cinco: nada de cuatros con nueve, solo vale el cinco.

Mario observa desde lejos, sin levantarse de su asiento. Contempla con displicencia la escena. Él fue quien sacó la nota más alta de todo el curso en el trimestre pasado: un ocho y medio. Ahora, sin embargo, tiene otras cosas en la cabeza. El examen del viernes empieza a darle lo mismo. Todo es secundario. Indiferente. Sólo piensa en Paula. ¿Cómo y cuándo decirle todo lo que siente? Se acabó. Basta ya de que juegue con él, con sus sentimientos. Debe poner fin a esa esclavitud. Ella era todo: despierto, en sueños, en clase, en la música, mientras estudiaba comía… ¡Basta!

Ha mirado varias veces de refilón, por encima del hombro, hacia la esquina de las Sugus. Ha tropezado con los ojos y la sonrisa de Diana en un par de ocasiones y también con la mirada de Paula. La ha visto distinta, triste, como si supiese lo que él está pensando.

Está guapa. Muy guapa.

En el recreo hablará con ella. ¿Pena? Ninguna. ¿Acaso ella sintió ayer cuando le mintió? No.

Es preciosa.

La clase está alborotada. Siempre pasa entre horas cuando se va el profesor y se espera el siguiente. Hay ruidos, gritos, carcajadas… Algunos se fuman un cigarro a escondidas; otros aprovechan para copiar deprisa y corriendo los ejercicios que no han hecho en casa; incluso alguna chica saca el móvil y manda un SMS a un novio cibernético que vive en otra punta del país.

Paula se levanta de la silla. Ella no puede esperar hasta el recreo. Falta demasiado. Bastante se ha comido ya la cabeza durante la clase de Matemáticas. Se siente mal, por ella, por Mario, por todo. No debió engañarlo. Camina hasta el otro lado del aula, con un nudo en la garganta, sin saber muy bien qué decir. ¿Por dónde empieza la disculpa?

Diana la observa. La ve aproximarse a Mario. Esos dos… No sabe ni qué ni el porqué, pero algo sucede en su interior, cerca del corazón, en esa cajita invisible donde se almacenan los sentimientos. Son celos, pero no quiere admitirlo. No: una Sugus no puede sentir celos de la otra Sugus. Y Mario no es ni su novio ni el de ella. Se gira y empieza a hablar con Miriam de alguna cosa intrascendente, uno de esos temas típicos de Diana, una de esas cosas que la alejan del chico de quien se está enamorando.

No, no es su novio.

—Hola, ¿ocupado?

Paula agacha la cabeza. No puede mirarle a los ojos. Duele.

Mario la ha visto llegar o, al menos, acercarse. Quizá ella no fuera a verlo a él. Es lo que suele pasar. Pero esta vez la chica ha terminado delante de su mesa, en el otro extremo de la clase. Ha pensado cientos de frases para ese momento, millones de palabras que decirle; ha ensayado toda la noche, tirado en la cama, abrazado a la almohada y suspirando con lágrimas en los ojos. Ruegos, preguntas y verdades a la cara. Sin embargo, ahora su mente se queda en blanco.

—No —se limita a contestar.

—Oye, Mario… ¿Podemos quedar a estudiar esta tarde?

No hay convencimiento en las palabras de la chica. No es una disculpa, solo intenta pasar la página.

El chico tampoco sabe qué responder. Todos sus planes se han venido abajo. No tiene valor. A la hora de la verdad, él no es capaz de negarse a nada que ella le pida. El pecho se le contrae, la garganta se le seca y las palabras no fluyen. Opresión.

En centésimas de segundo trata de convencerse a sí mismo, reunir valentía para gritarle que se olvide de él, que se vaya, que ya no puede más. ¿No ha sufrido ya bastante?

—Vaya… Tienes muchas cosas que hacer.

—No es eso. Lo cierto es que…

«Estoy enamorado de ti y me estás haciendo la vida imposible. No te basta con no quererme, con liarte con otro delante de mí, más guapo, más maduro, mejor que yo. No te vale con hacer que mi existencia sea un infierno, que no piense en otra cosa que en tus ojos, tus labios, tu cuerpo perfecto. No es suficiente para ti que ya ni siquiera pueda oír nuestras canciones porque me pongo a llorar como un bebé. No basta todo eso sino que, además, me mientes. Me siento humillado. Haces que me preocupe por ti, me dejas plantado y no me cuentas la verdad».

—Estás enfadado conmigo, ¿verdad?

Por fin Paula mira a los ojos a su amigo. No, no puede pasar página así como así. Mario enmudece. Todo cambia en su mente de pronto. La ira, el enfado, el sufrimiento, las ganas de contarle la verdad, su verdad, se esfuman. Observa cómo los ojos claros de Paula se humedecen y brillan. No es esa chica segura y deslumbrante que arrasa con su presencia allá donde va: ahora es frágil, débil.

—Bueno…, no. No estoy enfadado.

—Lo siento, Mario. De verdad. He sido una estúpida. Lo siento.

Una lagrima. Y otra. Un sollozo silencioso en medio del enjambre de voces que gobierna la clase, testigo involuntario del momento. La rendición de la princesa.

El chico no sabe qué decir. Ahora menos que nunca. Pero tiene que hacer algo. Se pone de pie, a su lado, en la esquina opuesta en donde habitan las Sugus. Es más alto que ella y no puede sostenerle la mirada. Es demasiado increíble: esos ojos castaños, brillantes, inmensos, han eliminado de él cualquier tipo de resentimiento. Sus cuerpos están cerca. Y la abraza. Intenta consolarla. Paula pasa sus brazos por la cintura y apoya la cabeza contra uno de sus hombros.

Es un instante mágico. La vida de Mario vuelve a tener sentido. En unos segundos, esos segundos maravillosos, crece, madura, gana la confianza con la que no nació.

—Vale, no te preocupes. No ha pasado nada. No estoy enfadado —susurra, mientras le da un toquecito en la espalda.

—No debí mentirte. Se me fue de las manos. Perdóname.

—Te perdono. Te perdono.

«No te vayas Paula. Quédate abrazada a mí para siempre. No te vayas. Paula».

La clase estalla en un ruido atronador de sillas y de mesas arrastrándose. Llega el siguiente profesor, el de Filosofía.

El abrazo terminal Los chicos se separan. Ambos sonríen.

—Me voy rápido, que viene el de Filo.

—Vale. ¿Pasas por mi casa a las cinco? —pregunta Mario—. Tenemos mucho que estudiar.

—Vale. A las cinco estaré allí, te lo prometo.

Le da un beso en la mejilla y corre a su asiento sorteando a cuantos compañeros se cruzan en el trayecto.

Mario la observa. Ella lo mira cuando llega hasta su mesa y lo saluda con la mano sonriente. Él la imita.

Su mejilla arde, casi tanto como su corazón, que late de nuevo, deprisa, acelerado.

No era lo que había previsto. Jamás pensó que aquello fuera a resolverse de esa manera. ¿Cómo iba a imaginarlo? Pero se alegra, aunque sabe que, con toda seguridad, continuará sufriendo por ella.