Capítulo 49

sa noche de marzo, en algún lugar de la ciudad.

Llega y, tras un «hola mamá, ya estoy aquí», sube rauda a su cuarto. No quiere preguntas. Al menos, no por ahora. Quiere disfrutar del momento, del sabor dulce que le ha dejado la tarde.

¡Qué tarde! Paula es feliz. Inmensamente feliz. Y se considera una chica muy afortunada, la más afortunada del universo.

¡Dios, cuando lo cuente, nadie se lo va a creer! Primero ha ido con Ángel y Andrea a los estudios de grabación de la serie. Allí se ha codeado con guionistas, cámaras, actores… Andrea se los ha presentado a todos. ¡Increíble! Ella allí, rodeada de todas esas personas que trabajan en la tele. ¡Ha sido emocionantísimo!

Mientras su amiga iba al despacho del director de la serie para que le explicase ciertos detalles de su papel, uno de los actores, uno secundario que no es aún famoso, les ha enseñado los diferente escenarios de rodaje, los camerinos, los estudios de edición y producción… La tele por dentro.

Más tarde ha aparecido el novio de Andrea Alfaro, Roberto Rossi. Es un cámara italiano muy guapo, bastante mayor que ella, y los cuatro han ido a tomar café a un sitio precioso. Se han sentado en la planta de arriba, de paredes rojas, adornadas, con cuadros impresionistas, sofás negros de cuero y mesas de madera a juego con el suelo. ¡Y qué rico estaba su café bombón!

Risas, anécdotas, relatos fantásticos… Paula escuchaba atentísima todo lo que contaba la actriz. Ángel, por su parte, también intervenía hablando de sus experiencias en el mundo del periodismo, comparando a los actores con los músicos.

Ha sido un debate entretenidísimo. Y ella, aunque no hablaba mucho, no paraba de reír y de corroborar las palabras de su novio y de Andrea, afirmando con la cabeza.

¡Qué pena que se haya hecho tarde! Debía volver a casa para cenar. No quería interrumpir la velada, pero empezaba a estar inquieta por la noche.

Roberto les había propuesto ir a cenar todos juntos a un restaurante italiano de un amigo suyo y luego tomar una copa, pero Ángel le ha leído el pensamiento a Paula y se ha disculpado aludiendo que tenía cosas que hacer para mañana. ¡Menos mal que su chico es único! La entiende sin necesidad de que ella le diga nada. Finalmente han pedido un taxi y se han despedido, no sin antes darse los teléfonos y los correos electrónicos, prometiéndose contactar en los próximos días.

Antes de dirigirse a la casa de Paula, han parado en la de Diana para recoger las cosas de clase. Apenas han hablado porque el contador del taxi seguía corriendo sumando euros.

A la chica se le ha encogido el corazón cuando han llegado delante de la puerta de su casa. Era el final de un día irrepetible. Ha besado a Ángel en los labios con un beso emocionado, sincero, gratificante. Un beso no solo de amor sino agradecimiento. Él es el causante de que su vida haya cambiado de esa forma.

—Gracias, amor.

—Te quiero.

—Te quiero.

Haciendo con el dedo el gesto de «Shhh», Paula ha salido del coche. El joven periodista la ha visto alejarse hasta la puerta con una sonrisa en la boca. Es única. La chica perfecta. Lo que siempre soñó tener. Ángel, entonces, mira el móvil casi sin querer, en un ademán instintivo. Doce llamadas perdidas, todas desde el mismo número.

Paula abre la puerta de su dormitorio. La luz está encendida. Tumbada en su cama, con la cama sin deshacer, Erica lee un cuento para niños.

—Hey, hola, princesa, ¿qué haces en mi habitación?

La pequeña no dice nada. Es más, cuando su hermana va a darle un beso, quita la cara. Frunce el ceño y la mira fijamente a los ojos.

—¿No me quieres dar un besito?

—No.

—¿Por qué?

—¿Dónde has estado? Es de noche.

—Pues estudiando. Tengo un examen muy importante el viernes.

La niña acerca un poco más su cara a la de Paula.

—Ya. Seguro.

—¿Y eso? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no has querido darme un beso?

—Estoy enfadada.

—¿Conmigo?

Erica asiente con su pequeña cabecita rubia. Por lo menos, que su hermana nota que está enfadada. Muy enfadada.

—Pero, princesa, ¿qué te he hecho yo para que te enfades conmigo?

—No me has dicho que eras famosa.

Paula se queda perpleja. ¿A qué se refiere su hermana?

—¿Famosa? Yo no soy famosa, peque.

—Ya, qué mentirosa.

—Pero Erica…

—¡Te he visto en la tele! ¡Eres famosa y no me has dicho nada!

—¿Qué? Que me has visto, ¿dónde?

—¡En la tele! ¡Eres famosa! Y yo, como siempre, soy la última que me entero de todo. Ya no soy una niña pequeña. ¡Tengo cinco años!

Los carrillos de la cría están sonrojados. Sus pómulos arden de ira.

Su hermana mayor no sabe qué decir. ¡Ha salido en la tele! ¿Pero cuándo?

—A ver, Erica. ¿Dónde dices que me has visto exactamente?

—En la tele. Al medio día, después del cole. En las noticias. Estabas en un sitio muy verde con famosos.

—¡Dios!

¿Y ahora que hace? Si su hermana pequeña la ha visto, puede que también lo haya hecho más gente.

—¡Encima, mamá no me creyó! Como pensáis que soy pequeña, nadie me cree… Y nadie me cuenta nada. Pero yo sé que eras tú.

—¿Mamá no me ha visto?

—¡No!

Menos mal. Resopla aliviada.

—Erica, vamos a hacer una cosa.

—¿Qué? —pregunta la niña, que todavía está indignada.

—Tú y yo guardamos el secreto de que he salido en la tele y yo…

—¡Tú me presentas a Vanesa Jugen!

Paula no puede evitar una carcajada al oír cómo pronuncia su hermana el nombre de la protagonista de High School Musical.

—Vale, te la presentaré el día que la conozca —dice guiñándole un ojo.

A Erica se le iluminan los ojos. Ya no está tan enfadada. Al fin y al cabo, tener una hermana famosa es una suerte. Sí, le guardará el secreto.

Y las dos chicas chocan las manos haciendo un pacto de silencio.

Esa misma noche de marzo, en otro lugar de la ciudad.

Lleva una hora sin parar de llorar. ¿Una hora? Quizá más. Tal vez hayan sido dos o tres. Quién sabe. Los minutos no importan. Nada importa ya.

Solo quería verlo una vez más, una última vez, y el muy capullo no estaba en el campo de golf cuando ha llegado. Lo ha buscado por todas partes, ha preguntado aquí y allá, pero ni rastro de Ángel.

Con las sábanas azules de la cama, recién puestas, se seca los ojos húmedos, tristes. Cada una de las lágrimas que deja caer es un grito de angustia, de impotencia.

Para Katia todo esto es nuevo. Nunca se había sentido así. Jamás había llorado por un chico, ni siquiera cuando estaba en tercero de la ESO y la rechazó aquel chico rubio de Bachiller. «¿Muy pequeña para ti? ¡Bah!, paso». Pensó entonces que, si aquel tipo no quería salir con ella, es que no era suficientemente bueno. «Tú te lo pierdes».

¿Por qué ya no es así? ¿Por qué no puede ser fuerte? Ángel es un tío, solo eso: un tío. Además, apenas se conocen. ¿Cuándo fue la primera vez que lo vio?, ¿el jueves? Sí, y hoy es martes. Uno, dos tres, cuatro y cinco: cinco días. ¡Madre mía, cinco miserables días! No puede ser. En cinco días ha acumulado más sentimientos que en toda su vida. Se pone la almohada en la cara y llora desconsolada.

Pasan diez minutos. Quince. Y cinco más. Tose. Gime. Sorbe por la nariz e intenta tranquilizarse.

Para colmo no quiere ni hablar con ella… ¿Por qué no le coge el móvil? Tan mal no se ha portado con él, ¿no? No ha hecho nada para que la ignore de esa forma. Vale, le besó. Varias veces. Pero ya le pidió perdón por el beso en el parque. Fue un acto reflejo, una niñería. Y del beso en el hospital, ni se enteró porque estaba dormido. Pero, un momento: algo se le cruza en esos instantes por la cabeza. ¿Y si no estaba dormido? ¿Y si se despertó cuando sintió sus labios y lo disimuló?

Ésa puede ser una posible respuesta a tanto silencio. Claro, eso es. Tiene que ser eso.

Se sienta en el medio de la cama y cruza las piernas. Tiene el móvil al lado. Las cosas no pueden quedarse de esta forma, debe dejarlas aclaradas. Coge el teléfono y lo llama una vez más. Suena un pitido tras otro. Nadie al otro lado de la línea. Nadie. ¡Nadie!

Una vez más. La última vez que lo llama.

Es noche cerrada. Casi no se escucha nada desde su ático. A lo lejos, coches que van y vienen, atravesando la calle, o alguna voz que llega perdida hasta los ventanales de su apartamento.

Los pitidos del móvil se agrandan en ese vacío de sonidos, se hacen más exasperantes, crueles, dañinos.

Final de la llamada. Sin respuesta.

¡Maldita sea!

¿Dijo que sería la última vez? Una más. Ahora sí, esta sí que lo será. Si no lo coge ahora, desiste. Entonces repite de nuevo el proceso. Pulsa el botón que efectúa la marcación del número de Ángel. Después, más pitidos. Espera inquieta, nerviosa, esperanzada. Por poco tiempo. Unos cuantos segundos, los que tarda en aparecer una voz anunciándole que la persona a la que llama no responde.

Esa misma noche de marzo, en otro lugar de la ciudad.

Tiene el teléfono en silencio junto a él. Y una vez más se ilumina: Katia lo está llamando de nuevo.

No es agradable.

La luz cesa de parpadear. Otra llamada que se muere. Espera que sea la última. No tiene intención de coger el móvil. ¿Para qué? ¿Para que vuelva a convencerlo de algo y tenga que acudir a algún sitio con ella? Aquel beso en el hospital dejó claro cuáles eran las intenciones de la cantante del pelo rosa. Y él tiene novia. Ya cayó dos veces en las redes de aquella chica. Bastante mal se sentía consigo mismo por haberle mentido a Paula… No podía repetirse.

Quiere olvidarse. Una vez que finalice el reportaje y salga el número de abril de la revista con toda la información sobre Katia, pondrá el definitivo punto y final a aquella historia absurda.

El móvil vuelve a iluminarse.

Suspira. Está harto. Sabe que, si contesta, ella le engatusará una vez más. Necesita relajarse. Sí, tiene que pensar en otra cosa.

Ángel se quita la camiseta y entra en su dormitorio. Sale de él cubierto solo con unos boxers negros con un filito rojo. Una buena ducha quizá le venga bien.

Esa misma noche de marzo, en otro lugar de la ciudad.

Mercedes camina con un plato en las manos de judías verdes y patatas cocidas. Erica la ve llegar y pone mala cara. Tuerce la boca y encoge la nariz.

—Esto no me gusta —dice la niña, cuando su madre le sitúa la cena delante.

—Pues es lo que hay —indica la mujer, alejándose de la mesa en busca de su ración.

La pequeña no está conforme. Primero mira a su padre y luego a su hermana. ¿Nadie se solidariza con ella? ¿Es la única que piensa que es una buena noche para pedir una pizza? Con lo rica que está esa de carne, piña y extra de queso. Y no eso que le acaban de poner enfrente. ¿Por qué tiene que comerse esos palitos verdes que saben a rayos?

—Erica —interviene su padre.

¡Por fin alguien se ha dado cuenta! ¿Va a buscar el teléfono para encargar una familiar?

—Cómetelo todo.

¡Jo! ¿Y la pizza familiar?

—¿Todo?

—Todo. Si no, te quedas sin postre.

—Y he hecho flan, de ese que a ti te gusta tanto, con una galleta dentro —señala Mercedes, que ocupa su sitio en la mesa.

¡Pero qué dice! ¡No es justo! Además, de que la obliguen a comerse esas cosas verdes, la amenazan con no darle postre si no se termina el plato. ¡Abusones!

La niña está a punto de reclamar sus derechos, pero comprende que es inútil rebelarse. ¡Ya verán cuando sea mayor! ¡Cuando tenga seis años todo será distinto!

Con desagrado amontona las judías verdes en un lado del plato y en el otro coloca la fila de patatas. Mejor empezar por lo difícil. Se pone una mano en la nariz para tapársela, como si fuera a zambullirse en una piscina, y con el tenedor en la otra, va pinchando judía a judía. Cada vez que se lleva una a la boca, piensa en el flan con galleta que le corresponderá después. Eso le alivia un poco, aunque en su interior sigue considerando una injusticia que le hagan cenar algo que no le gusta.

La cena transcurre en relativo silencio: ruido de cubiertos, de un vaso que se llena, la televisión de fondo y algún comentario entre el matrimonio sobre el tiempo o las noticias.

A Paula las judías verdes tampoco le agradan demasiado. Pero hoy no es día para malhumorarse. Está muy feliz. No deja de pensar en la tarde que ha pasado. De vez en cuando, levanta la cabeza y se encuentra con la mirada de sus padres. Sonríe sin decir nada y juguetea con las patatas. No le apetece hablar. Hoy no. Mastica despacio y traga con cuidado.

Solo tiene ganas de él. Imagina cómo serán sus cenas con Ángel cuando estén casados y tengan hijos. ¡Casados y con hijos! Pero si solo tienes dieciséis años. Casi diecisiete. ¿Y qué? Todas las chicas fantasean con eso, ¿o no? Entonces un escalofrío le asalta y una inmensa alegría recorre todo su cuerpo. Ángel, el hombre de su vida, el padre de sus hijos, el primero que…

El sábado.

—¡Ya! ¡Acabé! —grita Erica, mostrando su plato vacío al resto.

—Muy bien, hija —la felicita su madre—. ¿Has visto como al final sí que te gustaba…?

¿¡Que le gustaba!? ¡Será…! Piensa en una palabra que ha escuchado a un niño mayor en el cole, pero prefiere callársela. No está segura de lo que significa, no vaya a ser que le echen la bronca como aquella vez que dijo que su padre era un capullo, palabra que oyó a una profesora, y la castiguen sin postre.

—¡Voy a por el flan! —exclama la pequeña, levantándose de la mesa y corriendo hacia la cocina.

—Espera, voy contigo —señala su padre, que también se incorpora de su asiento.

Paco coge su plato vacío y su vaso. Camina tras la niña y, cuando pasa junto a su mujer, le pone una mano en el hombro y lo aprieta suavemente. Es la señal.

Paula todavía no ha terminado. Continúa en su sueño con Ángel. Su madre la observa y ella se da cuenta de que lo hace. Es el momento.

—Paula…

—¿Sí, mamá?

—Bueno…, yo…, quiero decir, nosotros…, tu padre y yo…

No. Hoy no, por favor. ¡Con lo feliz que estaba…! Otra de esas conversaciones.

La chica se levanta de su silla con el plato en la mano.

—Tengo que estudiar.

—Siéntate, por favor.

—Es que es verdad, mamá. Tengo que…

—Siéntate.

La voz de Mercedes suena más seca y firme de lo habitual. Tanto que Paula obedece. Al final, no podrá evitar la charla. ¿Qué tocará? ¿Preservativos? ¿Semillitas? ¿Sexo con o sin amor?

—Dime, mamá —dice resignada.

—Verás, hija… ¿Recuerdas que hace unos días nos dijiste que nos contarías todas las cosas importantes?

—Claro. Y lo hago.

—Ya. —Mercedes hace una pausa. Mira a su hija a los ojos—. Hay un chico, ¿verdad?

—¿Un chico?

—¿Es el hermano de Miriam?

—¿Cómo?

—Que si estás saliendo con su hermano.

—¿Crees que estoy con Mario?

—¿Es él?

—Pero mamá…

—¿Es él?

—¡No! ¡Por supuesto que no! Mario es…, solo es un buen amigo. Nada más.

—¿Entonces quién es? Estoy segura de que hay un chico. ¿Quién es?

En ese instante, Erica, satisfecha, entra en el comedor con el flan con la galleta en el centro. Va de la mano de su padre. Sin embargo, Paco contempla algo que hace que sin querer apriete la mano de su hija pequeña. En la televisión están repitiendo una noticia que ya ofrecieron en el telediario del este medio día.

—¡Ay, papá! ¡Que duele!

Y entonces, la niña también la ve, por segunda vez hoy. Es su hermana: ¡su hermana en la tele, su hermana fotógrafa, su hermana famosa!

—¡Paula! —grita la niña señalando la tele y dejando caer el bol con el flan al suelo.

Mercedes y Paula miran también las noticias.

Allí está ella. Feliz. Guapa. Interesada. Acompañada.

Quizá ha llegado el momento. Se quedó sin salidas.

—Papá, mamá, es verdad. Tengo novio.